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8/6/23, 17:25 Clara Serra: Decir que no | Opinión | EL PAÍS

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LA POLISEMIA DEL DESEO / 3 > TRIBUNA i

Decir que no
Frente a las cegueras de los prejuicios machistas, el feminismo
reivindica una justicia que sepa, simplemente, juzgar bien el
consentimiento sexual, que solo es tal si hay capacidad de rechazo

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NICOLÁS AZNÁREZ

CLARA SERRA
06 JUN 2023 - 05:00 CEST

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En una entrevista en la revista francesa Vacarme, Judith Butler hablaba sobre


el acoso sexual y se remontaba a las disputas feministas norteamericanas
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conocidas como las Sex Wars. Lo hacía para recordar que el corazón de
aquella profunda escisión no fue la famosa cuestión de la pornografía, sino
un asunto más estructural: el problema del consentimiento. El punto de
partida fue el libro Sexual harassment of working women (1979), donde
Catherine MacKinnon problematizaba la capacidad de las mujeres
trabajadoras para decir no a las insinuaciones sexuales de hombres en
posiciones de poder. La autora quería poner sobre la mesa el hecho de que,
en contextos laborales, las mujeres que rechazaban invitaciones sexuales por
parte de sus jefes se exponían a represalias y que, por lo tanto, su capacidad
para consentir quedaba en entredicho. Hasta este punto, como dice Butler,
todas las feministas podríamos estar de acuerdo. La existencia de fuertes
jerarquías en ámbitos de poder institucional —en el trabajo, en la
universidad, en el ejército, etcétera.— deben tenerse en cuenta a la hora de
pensar el acoso sexual. A partir de aquí, la conclusión podría ser que
incorporar una mirada feminista implica contextualizar la sexualidad y que
en determinados contextos a veces no es posible decir que no. Esto es lo que
fue incapaz de ver uno de los jueces de la primera sentencia de La Manada,
que emitió un voto particular basado en la inexistencia de ninguna situación
intimidatoria o ningún abuso del poder. Contrariamente, el Tribunal
Supremo argumentó, correctamente, que “en el contexto que se describe en
los hechos probados, el silencio de la víctima, solo se puede interpretar como
una negativa”. Frente a las cegueras de los prejuicios machistas, el feminismo
reivindica una justicia que sepa, simplemente, juzgar bien.

¿Dónde están entonces esos grandes desacuerdos feministas? Judith Butler


los explica recordando que MacKinnon “pronto añadió a su argumento inicial
que los hombres tienen el poder y que las mujeres no lo tienen; y que el acoso
sexual es un modelo, un paradigma que permite pensar las relaciones
sexuales heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworking,
MacKinnon llega a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la
posición dominante. Esta evolución —dice Butler— fue un error trágico. La
estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia
determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de
manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las
mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran siempre víctimas de
chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el
mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el
modus operandi de la heterosexualidad” (Judith Butler, Una ética de la
sexualidad, 2003).

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Convertir el acoso sexual en la lógica misma de la sexualidad llevó al


feminismo de la dominación a considerar el sexo como un terreno
inevitablemente peligroso para las mujeres. Y bajo las premisas de un
enorme sistema de abuso de poder generalizado, ese feminismo generalizó
también nuestra minoría de edad sexual. Por mucho que las mujeres
aceptaran pactos sexuales —el trabajo sexual, la pornografía o las relaciones
sadomasoquistas—, esos síes eran inválidos porque las condiciones para
consentir están ya siempre de antemano invalidadas. Una parte del
feminismo norteamericano, la que criticó la prohibición del porno, se opuso
a lo que consideró una indefendible limitación de nuestra agencia sexual que
solo podía desembocar en políticas penales paternalistas. Pero las tesis de
MacKinnon encontraron una receptiva acogida en una sociedad americana
puritana altamente temerosa del sexo. Las activistas organizadas alrededor
de WAP (Women Against Pornography) trabaron productivas alianzas con el
moralismo conservador de la derecha norteamericana de Ronald Reagan y,
desde un potente altavoz social, pudieron aprobar leyes prohibicionistas
vigentes a día de hoy.

Secuestrado por los eslóganes fáciles y las guerras partidistas, el problema


del consentimiento está quedando obturado en el debate español. El relato
simplón es que el consentimiento —supuestamente obvio, unívoco y claro—
tiene como único obstáculo unos jueces machistas que se niegan a
incorporarlo a la ley. El problema de fondo es completamente otro: las
dificultades que implica legislar sobre esta materia tienen que ver con un
problema prejurídico, un debate político que es incluso interno al feminismo
y que dibuja dos maneras muy distintas de entender la cuestión. La pregunta
es si el derecho tiene que proceder como si la coacción sexual fuera un caso o
una regla, como si el sexo fuera a veces peligroso o como si lo fuera per se,
como si decir que no fuera imposible en ocasiones o como si no fuera posible
nunca, como si el silencio significara a veces una negativa —”en ese contexto”
decía la sentencia del Supremo— o como si lo significara siempre.

Bajo el poderoso influjo cultural de EEUU —pensemos, por ejemplo, en la


expansión mundial del #MeToo—, la sociedad española lleva tiempo
importando los discursos mainstream norteamericanos y asumiendo sus
marcos dominantes. Los últimos años los periódicos y las televisiones de
nuestro país se han llenado de casos en los que la capacidad de las mujeres
para consentir una relación sexual —bien por ser menores de edad, por estar
inconscientes, por estar en un portal amenazante— se veía completamente
anulada o seriamente comprometida. Esos ejemplos han entrado en escena
colonizando nuestro imaginario sexual, pasando de ocupar el lugar de la
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excepción al del paradigma. Estamos pensando el conjunto de la sexualidad


desde dentro del portal de La Manada. Y esta americanización del sexo, esta
expansión ilimitada del argumento de la desigualdad, solo puede llevarnos a
donde llevó a MacKinnon. Recientemente, algunos cargos académicos de
universidades catalanas reivindicaban la normativa yankee y planteaban
directamente la prohibición de las relaciones entre profesores y alumnos.

Hay otra manera de pensar el sexo y, por consiguiente, de pensar el


consentimiento. Una por la que llegaríamos a la conclusión de que, en
general, el derecho debe proceder como si, en ausencia de coacciones y
amenazas, las mujeres sí podemos y sabemos decir que no —de hecho lo
decimos—. Una en la que el derecho debe poder reconocer los contextos de
peligro e intimidación que anulan nuestra voluntad, pero pensándolos como
caso, no como regla. Solo así podemos asumir eso que algunas no estamos
dispuestas a dar por perdido: que tanto nuestros noes como nuestros síes son
válidos y que, por tanto, deben ser respetados tanto por los hombres como
por el Estado.

Si vamos a incorporar cada vez más los discursos del peligro, entonces
tengamos clara la advertencia de Butler: se empieza poniendo en cuestión la
capacidad de las mujeres para decir que “no” más allá de ciertos contextos y
se acaba asumiendo que el consentimiento es falso cuando las mujeres dicen
que sí. Los discursos actuales del consentimiento están negando justamente
este problema. Y lo hacen sosteniendo una paradoja: desde una confianza
ilimitada en el lenguaje, un híper contractualismo feroz y un fetichismo de la
afirmación —que ya hemos comentado en anteriores textos— presuponen,
por una parte, que el sí de las mujeres es una expresión libre y auténtica,
mientras sostienen, por otra, que en este mundo peligroso las mujeres no
pueden decir que no.

Pero, si no es posible decir que no, ¿por qué iba a ser posible decir que sí
desde la libertad? Conviene recordar que, en efecto, en un contexto de
amenaza, coacción o intimidación validar un sí sería legitimar jurídicamente
una cesión y, por tanto, hacernos decir que sí sería la peor de todas las
trampas. Podemos ponerle muchos apellidos al sí —añadir que ha de ser
“libre” o que ha de ser “reversible”— pero el problema nos sigue esperando a
la vuelta de la esquina. La veracidad del consentimiento no depende de que
usemos determinadas fórmulas o incluso determinadas palabras mágicas. De
hecho, el consentimiento que se presta en una boda se parece bastante en su
expresión a la forma que se le pide hoy al consentimiento sexual; también es
verbal y explícito y, por supuesto, también es afirmativo, pero eso no quiere
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decir que las mujeres fueran precisamente libres por decir un “sí, quiero”.
Como explica Geneviève Fraisse en Del consentimiento, solo podemos
considerar que las mujeres fueron libres de casarse cuando, muchos siglos
después, conquistaron el derecho al divorcio. Lo único que hace libre al sí, lo
único que lo hace reversible, lo que lo distingue de un sí esclavo, es que decir
que no sea posible.

Clara Serra es filósofa e investigadora en la Universitat de Barcelona.

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