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Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
Primera Parte. ESCENARIOS DE LUCHA
Capítulo 1. COSIFICACIÓN
Interludio. SEXISMO Y MISOGINIA
Capítulo 2. VICIOS DE DOMINADOR
Capítulo 3. VICIOS DE VÍCTIMA
Segunda parte. LA LEY EMPIEZA A AFRONTAR SUS PROBLEMAS
El ámbito de la acción legal
Capítulo 4. IMPUTABILIDAD DE LA AGRESIÓN SEXUAL
Capítulo 5. LAS MUJERES Y LA SOBERBIA MASCULINA EN EL
TRABAJO
Interludio. REFLEXIÓN SOBRE LAS AGRESIONES SEXUALES EN
LOS CAMPUS UNIVERSITARIOS
Tercera parte. CIUDADELAS, RECALCITRANTES: LA JUDICATURA,
EL ARTE, EL DEPORTE
Abusos de poder y ausencia de responsabilización
Capítulo 6. SOBERBIA Y PRIVILEGIOS
Capítulo 7. NARCISISMO E IMPUNIDAD
Capítulo 8. MASCULINIDAD Y CORRUPCIÓN
Conclusión. EL CAMINO QUE HAY QUE SEGUIR
Agradecimientos
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Martha C. Nussbaum
En memoria de Rachel Nussbaum Wichert, 1972-2019
Prefacio
COSIFICACIÓN
Tratar a las personas como si fueran cosas
Es verdad —y viene muy al caso decirlo— que las mujeres son objetos,
mercancías, algunas consideradas más caras que otras; ahora bien, solo
afirmando nuestra propia humanidad en todo momento y situación,
pasamos a ser alguien en vez de algo. Esa, a fin de cuentas, es la
esencia fundamental de nuestra lucha.
Invitada junto con otras destacadas feministas para hablar en 1892 ante la
Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes, Elizabeth Cady
Stanton (1815-1902) pronunció un discurso que seguramente sorprendió
tanto a las otras feministas como a los congresistas. Stanton estaba un tanto
aislada del propio movimiento feminista de su época desde hacía ya
bastante tiempo por su radicalismo inflexible y, en especial, por su defensa
del acceso de las mujeres al divorcio. Su biógrafa Vivian Gornick tiene
razón al considerarla una precursora del feminismo radical de los años
setenta del siglo XX. 5 Puede que aquel día se esperara de ella una alocución
con demandas feministas concretas, con especial énfasis en promover
avances tanto en el derecho de sufragio como en el de divorcio.
Sin embargo, el discurso que Stanton pronunció finalmente fue muy
diferente. Se hizo muy famoso, además: la feminista Lucy Stone publicó su
transcripción completa en la revista Woman’s Journal, y años después, en
1915, el Congreso estadounidense lo reimprimió y envió diez mil
ejemplares al resto del mundo. La propia Stanton estaba muy orgullosa de
aquella intervención suya. Pero el discurso no fue radical en el sentido
previsto, es decir, por el tipo de demandas políticas específicas en él
referidas. De hecho, de entrada, puede incluso parecer extrañamente
irrelevante en el plano político, pues su tema fundamental fue el aislamiento
en el que se encuentra cada individuo en su viaje a través de la vida, el
«aislamiento de toda alma humana».
El discurso es más un ejercicio poético que de precisión analítica. De
hecho, reconstruirlo requiere cierto esfuerzo. Stanton empieza hablando de
la inquietante soledad del alma humana: cada uno de nosotros y nosotras
vive y muere solo. «Ricos y pobres, inteligentes e ignorantes, prudentes e
insensatos, virtuosos y viciosos, hombres y mujeres, siempre es igual: cada
alma no depende más que de sí misma.» La soledad resulta dolorosa, a
veces: una especie de «marcha» y de «batalla». Pero es inevitable. Por
consiguiente, concluye Stanton, las mujeres necesitan autodesarrollarse
mediante la educación y las oportunidades políticas para poder tomar sus
propias decisiones o, en definitiva, para estar preparadas para regir
correctamente sus destinos individuales.
Ahora bien, hay en el discurso otra imagen de la soledad aparentemente
diferente, incluso se diría que en tensión con la primera. Toda vida humana,
según Stanton, contiene un precioso mundo interior que ninguna otra
persona puede ver del todo: un espacio interno al que acertadamente
llamamos conciencia y uno mismo (o una misma). La conciencia implica
tanto una capacidad de elección autónoma como una rica subjetividad, y
ambas son facultades que hoy consideramos sumamente valiosas, aunque
estén «más ocultas que las cuevas de un gnomo». Esta concepción de la
soledad, que Stanton vincula explícitamente con las tradiciones protestantes
norteamericanas, 6 proporciona mayores motivos si cabe para dar una buena
educación y derechos políticos a las mujeres, dado que ese mundo interior
es valioso y sublime, y exige respeto. Respetarlo significa desarrollarlo.
Stanton se refiere entonces al «derecho» de una mujer «a la conciencia y al
juicio individuales», y también a su «derecho innato a la soberanía sobre sí
misma». Así pues, según parece decirnos, aunque las mujeres llegaran a
depender por completo de los hombres, el hecho de no darles libertad de
elección ni la oportunidad de desarrollar sus pensamientos y sus emociones
seguiría siendo un crimen indignante.
¿Cómo deberíamos encajar esas dos partes del discurso entre sí? Es
evidente que su centro de gravedad normativo radica en la defensa del
deber de respetar el valioso núcleo interior de cada yo humano. ¿Para qué
sirven, entonces, los pasajes previos? A simple vista pueden parecer
incompatibles con las secciones posteriores, dado que en ellos la soledad
queda caracterizada como algo doloroso y no como una zona oculta de
preciosa individualidad. No cabe duda de que la soledad puede ser ambas
cosas, pero creo que los pasajes iniciales cumplen una función: atajan la
posible respuesta defensiva masculina. Podemos imaginar a muchos
hombres del público asistente pensando: «Sí, claro, las mujeres tienen
conciencia, pero son inmaduras, como niños, así que, para ejercerla bien,
necesitan una supervisión masculina constante». Respetar a las mujeres,
según esa visión masculina, no significa darles educación superior ni
derechos políticos, sino justamente lo contrario: implica una estrecha
protección paternal. Ahora bien, la parte primera del discurso de Stanton
desactiva esa respuesta al recordar al público que nadie puede pasarse la
vida entera bajo el cuidado de otra persona. Según la tradición protestante,
cada persona debe hacer sola su propio viaje hacia la salvación. La razón
principal de educar a las mujeres y reconocerles derechos políticos nace,
pues, de la importancia y del inestimable valor normativo que tiene la
conciencia, y de la necesidad de elegir y de la subjetividad que emanan de
ella. Pero la inevitabilidad de la soledad debería servir también de salutífera
advertencia a cualquiera que se proponga inscribir la conciencia dentro de
una sociedad patriarcal en la que las mujeres carezcan de independencia,
pues entonces cada una de ellas se enfrentará a su muerte y su juicio final
(forzosamente solitarios) sin estar preparada para ello.
En resumen, los hombres niegan a las mujeres su autonomía y su
subjetividad plenas, pero, a la hora de la verdad, deben admitir que las
mujeres tienen almas igual que ellos (o, al menos, eso es lo que les dicta su
religión). Por lo tanto, deberían asumir las consecuencias de esa admisión:
deberían dejar de privar a las mujeres de la oportunidad de cultivar sus
facultades de elección y de profundizar en su mundo interior por medio de
la educación.
Este es un tipo de análisis muy familiar en la tradición estadounidense de
la defensa de la libertad de elección religiosa: se aprecia cierta relación de
parentesco ideológico, por ejemplo, entre Stanton y alguien como Roger
Williams, fundador de Rhode Island y prolífico autor de escritos sobre la
libertad de culto 7 (Williams sostenía que negarles la libertad de expresión
religiosa a aquellos con quienes no estamos de acuerdo equivale a una
«violación del alma»). De ahí que el público de Stanton estuviera
probablemente más que preparado (culturalmente) para escuchar su
llamamiento.
Como han hecho muchas destacadas feministas, desde Mary
Wollstonecraft hasta Catharine MacKinnon, Stanton generaliza y no
menciona ejemplos de hombres respetuosos que sí honran la igualdad de las
mujeres. No obstante, existen dos buenos motivos para servirse de esa
estrategia. En primer lugar, ayuda a mostrar que ese mal comportamiento
masculino es la norma y no la excepción: es demasiado fácil perder de vista
la magnitud de un problema cuando alguien dirige constantemente nuestra
mirada hacia las excepciones. En segundo lugar, si incluso los hombres
ejemplares viven en un pernicioso régimen legal que no se esfuerzan por
cambiar, un régimen en el que las mujeres tienen derechos groseramente
inferiores a ellos, ¿hasta qué punto se los puede considerar realmente
ejemplares? Esta será una pregunta recurrente en el presente libro, pues,
durante mucho tiempo, incluso los hombres que no acosaban a las mujeres
en el entorno laboral juzgaban extremo que el acoso sexual fuera abordado
como un problema jurídico y legal. Y este solo es un ejemplo.
Stanton se centra en su discurso en los derechos al sufragio y a la
educación superior. No habla en él de la violencia sexual. Esta última
preocupación, sin embargo, sí ocupó un espacio central en la labor de toda
su vida, como su público de ese día seguramente sabía. Uno de los
principales argumentos que siempre alegaba en favor de conceder a las
mujeres el derecho al divorcio era la crueldad conyugal. Y en 1868, en uno
de sus discursos más famosos, defendió el sufragio femenino aduciendo que
la dominación masculina acumulaba hasta entonces un historial muy
negativo de violencia: «El elemento masculino es una fuerza destructiva,
severa, egoísta, engrandecida, amante de la guerra, de la violencia, de la
conquista, de la adquisición, que engendra (tanto en el mundo material
como en el moral) discordia, desorden, enfermedad y muerte». 8 Aunque el
vocabulario que usó ahí es excesivamente retórico y vago, y su tendencia a
simplificar la esencia de las naturalezas de lo masculino y lo femenino poco
afortunada, la intención de sus palabras era muy clara: la violencia
masculina es un hecho empírico arraigado que la ley debe abordar. Y en sus
cartas se expresó sin ambages al respecto: el matrimonio sin derechos que
protejan a la esposa contra el sexo no consentido «no es ni más ni menos
que prostitución legalizada». 9 Stanton trabajó de forma continuada por
reformar la legislación matrimonial. La combinación de ambos discursos
nos induce a buscar negaciones de la autonomía y la subjetividad también
en la violencia sexual, y no solo en otras formas (más civilizadas) de
dominación masculina, como el rechazo a la educación universitaria y al
derecho de sufragio de las mujeres. De hecho, serían las feministas del siglo
XX, herederas de Stanton, las que explicitarían esa conexión.
Interludio
SEXISMO Y MISOGINIA
COSIFICACIÓN
Esto nos lleva a un concepto clave para el feminismo, un eje del análisis
feminista de los últimos cincuenta años: la cosificación. Puede parecernos
largo el trecho que separa el poético discurso de Stanton del severo
proselitismo de feministas radicales como Catharine MacKinnon o Andrea
Dworkin, pero lo cierto es que entre la primera y las segundas existe una
considerable continuidad de pensamiento y análisis. Las palabras del
epígrafe inicial del capítulo 1, de Andrea Dworkin, podrían haber salido de
la boca de Stanton, y muchas feministas actuales explicitan esa conexión
con la violencia sexual que, claramente, era una preocupación de primer
orden también para Stanton (aunque no la analizara lo suficiente).
La cosificación sexual es hoy un concepto muy familiar. Si en tiempos
era un término relativamente técnico, asociado sobre todo a la obra de
MacKinnon y Dworkin, la cosificación se ha convertido en una palabra
usada para hacer valoraciones normativas en el habla corriente, ya sea para
criticar anuncios, películas u otras representaciones culturales, o para
criticar el discurso y la conducta de los individuos. Casi siempre tiene un
sentido peyorativo, pues con ella se designa una forma de hablar y de actuar
que se considera censurable, referida por lo general (aunque no siempre) al
ámbito del género y de la sexualidad. Oímos, así, decir que a las mujeres
«se las deshumaniza convirtiéndolas en objetos sexuales, cosas o
mercancías», 3 y que esa deshumanización es un problema social
preponderante a juicio tanto de las teóricas del feminismo como de muchas
mujeres cuando describen sus vidas cotidianas. Es un problema que se
considera justificadamente central para el feminismo.
MacKinnon insiste en un aspecto adicional: la cosificación es tan
generalizada que, durante la mayor parte del tiempo, las mujeres no pueden
evitar vivir envueltas o incluso inmersas en ella. Con una impactante
metáfora nos dice que «todas las mujeres vivimos en la cosificación sexual,
como los peces en el agua», lo que presumiblemente significa que las
mujeres no solo están rodeadas por la cosificación, sino que su situación es
tal que incluso su sustento y su alimento derivan de aquella (coincide en ese
argumento con Mill y con Mary Wollstonecraft, que lo expusieron antes que
ella). Pero las mujeres no son peces, y MacKinnon es crítica con la
cosificación porque impide la autoexpresión y la autodeterminación plenas
de las mujeres; las priva, en el fondo, de su humanidad. El nexo de este
concepto normativo con el radicalismo de Stanton es evidente, pero, aun
así, se hace precisa una mayor clarificación: ¿qué es la cosificación y cuál
es su esencia central?
Cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un
bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y
los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una
cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un
ser humano. 4 La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo
humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle
activamente su plena condición humana. De todos modos, necesitamos
explorar más a fondo y preguntarnos qué entra en juego en la idea de tratar
a alguien como si fuera una cosa, pues es un concepto que no siempre se ha
analizado con la claridad y la complejidad debidas. Yo, en concreto, llevo
veinticinco años sosteniendo que es necesario establecer una serie de
distinciones adicionales. 5
Así, son muchas las maneras en que se puede negar una condición
humana plena a alguien, por lo que la cosificación debería entenderse como
un concepto agrupador que entraña (como mínimo) siete ideas
diferenciadas, siete formas de tratar a una persona como una cosa al
considerarla...
VICIOS DE DOMINADOR
La soberbia y la avaricia
Mill cree que esa es una lección que se enseña por doquier, aunque no
sin excepciones. Y Mill está básicamente en lo cierto (o, al menos, lo estaba
hasta hace pocos años). En la frase final, vincula la soberbia masculina con
cierta forma perniciosa de autoridad personal sobre una mujer, y lo hace tras
haber conectado previamente esa autoridad con la tendencia a emplear la
violencia sexual en el matrimonio. Es cierto que la mayoría de los hombres
no toman ese derrotero. Prefieren negar la plena autonomía de las mujeres,
pero tratándolas bien, como si fueran niñas amadas. Pero la cosificación,
desde el momento en que se produce, hace que no haya ninguna barrera
consistente e inexpugnable que impida pasar a la violencia emocional o
física.
La soberbia de género es barata y fácil en una cultura que somete a las
mujeres por la vía legal o social. Para otras formas de orgullo, hay que tener
algo de lo que alardear y, como bien dice Hume, debe ser algo reconocible
por todos como un elemento otorgador de una ventaja comparativa de
estatus. Puede que las personas que dispongan de esas ventajas
comparativas tengan una mayor propensión a volverse soberbias en general,
como le ocurrió al propio Dante (aunque, como veremos más adelante con
el ejemplo del emperador Trajano que él cita, Dante sabe que uno puede
tener muchas ventajas y no ser soberbio en absoluto). Pero basta con que
uno presuma de las características secundarias del sexo masculino para,
como dice Mill, sentirse con derecho a una inmerecida situación de
privilegio frente a la mitad de la población humana mundial.
Muchos gobernantes deseosos de tener súbditos dóciles han sabido
entender el atractivo de esta fácil fuente de orgullo. La historiadora Tanika
Sarkar recuerda que los mandatarios británicos de la India reforzaron allí las
formas masculinas tradicionales de autoridad sobre las mujeres, aun en
contra de algunas iniciativas de reforma autóctonas: por ejemplo,
manteniendo muy baja la edad legal mínima de las mujeres para casarse
(¡doce años en aquel entonces!), o negándose a considerar delito la
violación dentro del matrimonio, incluso aunque la novia fuese una niña.
De su convincente análisis de la retórica británica de aquella época, Sarkar
concluye que la defensa de la autoridad de género del varón indio fue una
astuta estratagema dirigida a conceder a aquellos súbditos hombres un
ámbito de dominio absoluto con el que se esperaba disuadirlos de rebelarse
contra el Raj. 6
La virtud opuesta a la soberbia suele recibir el nombre de humildad. Se
trata de un vocablo engañoso si lo que con él se quiere decir es que el
humilde piensa que está por debajo de otras personas y que ese pensamiento
le produce pesar (de hecho, esa fue la definición que Hume dio de la
emoción que él erróneamente denominó humildad). Tender en general a
situarse uno mismo por debajo no parece demasiado virtuoso que digamos.
Tampoco corrige el error propio de la soberbia, ya que las personas
obsesionadas con su propia inferioridad no prestan especial atención a lo
que está fuera de sí mismas ni parecen particularmente inclinadas a respetar
la autonomía ni la subjetividad de otras. De hecho, es una tendencia
narcisista a su modo, pues para ese individuo, la competencia por el estatus
comparativo sigue estando por encima de todo. Ahora bien, ese uso humano
de la palabra humildad no es el de la tradición cristiana; de hecho, el
término que probablemente debería haber empleado Hume es vergüenza. Y,
de hecho, él nunca dijo que esa vergüenza fuera una virtud.
La virtud cristiana opuesta a la soberbia tal como la describe Dante
consiste básicamente en una combinación de no narcisismo y humanidad:
es la tendencia a no enorgullecerse de las posibles ventajas jerárquicas
propias y a mirar hacia fuera, hacia las otras personas, viéndolas y
escuchándolas comprensivamente con atención. Dante da tres ejemplos.
Dos de ellos están relacionados con la doctrina religiosa, así que me
centraré en el tercero: el emperador Trajano. Una pobre viuda, a cuyo hijo
han matado, se dirige a Trajano pidiéndole justicia. 7 Este le promete
atender su petición tan pronto como haya regresado de su viaje. Ella no
termina de creerle y está atormentada, así que Trajano la anima a
consolarse; al final, decide encargarse de aquel tema antes de partir: «La
justicia así lo quiere, y la compasión me mantiene aquí» (canto X, 93).
Trajano ve realmente a esa pobre mujer indefensa como a un ser humano
pleno y la escucha de verdad. No la considera inferior a él ni, menos aún,
un instrumento para sus fines. Se preocupa por lo que ella siente, le inspira
compasión (pietà) y hace efectiva la capacidad de elección de aquella mujer
convirtiéndose en fiel agente de esta y, con ello, procurándole una
autonomía de la que, de otro modo, carecería en aquella cultura. Podría
haberse mostrado de un modo totalmente distinto; al fin y al cabo, la
mayoría de los hombres de su posición lo habrían hecho, llevados de una
soberbia de rango social y de género, y del más puro ensimismamiento. La
virtud más notable del emperador es que deja caer la barrera de su yo
particular durante un momento, y mira y escucha; podríamos llamarlo
respeto entremezclado con compasión, o incluso filantropía. Se está
desenrollando hacia el exterior y está mirando el mundo desde su misma
altura.
Insisto: las personas compartimentamos. Los abolicionistas, tanto negros
como blancos, solían tener soberbia de género al tiempo que deploraban la
racial. Las mujeres ni siquiera tenían permitida la entrada en las reuniones
de los círculos abolicionistas: por eso rechazaron a Elizabeth Cady Stanton,
pero admitieron al mediocre de su marido. Ahora bien, ya nos hemos
podido hacer una idea (rudimentaria, como mínimo) de cómo funciona el
orgullo y de cómo la soberbia de género es una de sus formas más
insidiosas. Y desde luego, del mismo modo que los hábitos de la soberbia
tienden a extenderse de un terreno a otro, también suelen hacerlo los de la
virtud: en cuanto alguien adquiere la costumbre de tratar a otras personas de
forma humana y abierta, se siente también más fácilmente impelido a
hacerlo en otro ámbito en el que su actitud hasta entonces había sido
soberbia.
El purgatorio es un lugar en el que las ánimas pierden progresivamente
sus vicios. ¿Cómo es posible que lo hagan? En primer lugar, logran
comprender qué hay de defectuoso en el rasgo negativo de su carácter que
allí purgan: concretamente, los soberbios se enfrentan a su propio
narcisismo y entienden cómo los ha aislado y les ha impedido ver a los
demás. En segundo lugar, ven ejemplos de la virtud opuesta. Lo que Dante
llama el «látigo de la soberbia» es realmente como un azote: la aguda
conciencia de que hay una mejor manera de ir al encuentro del mundo
fustiga a las almas para instarlas a hacer un mayor esfuerzo. En vez de ser
castigadas con un descarnado dolor punitivo, reciben remodelación y
reforma, que empiezan con el estudio de ejemplos históricos y
contemporáneos de conducta virtuosa. Y, en tercer lugar, terminan
practicando la virtud. Dante, como Aristóteles, piensa que las virtudes y los
vicios son patrones de emociones y elecciones formados por el hábito y la
repetición; y no una repetición sin sentido, sino una práctica inteligente
inspirada por la toma de conciencia de la diferencia entre la virtud y su
contrario. Si nos guiamos por el ejemplo de Trajano, vemos que esa práctica
implicaría un diálogo abierto y respetuoso y, en especial, la atención a las
quejas de las víctimas a las que el sistema social ha tratado de forma injusta.
En mi conclusión describiré una imagen de reconciliación basada en esa
idea.
Pasemos ahora al caso de nuestro país y, en particular, a una
combinación muy característica en Estados Unidos de soberbia y avaricia
que, en los hombres con aspiraciones de movilidad social ascendente (y en
Estados Unidos, ¿quién no está tratando de mejorar su posición social?),
bloquea la visión del amor y de la alegría, y siembra así las semillas del
maltrato.
Dante vincula otros dos pecados muy estrechamente con la soberbia, pues
dice que comparten el narcisismo de esta. En el caso de la envidia, esa
conexión es fácil de entender. Las personas envidiosas (es decir, aquellas
para las que la envidia, más que una emoción momentánea, es un rasgo
continuado de su carácter) se focalizan en la buena fortuna de otras, la cual,
desde su punto de vista, les hace sombra. Parecen así obsesionadas por la
competencia y por su propio estatus relativo. No obstante, conviene hacer
una advertencia al respecto. En La monarquía del miedo señalé que ciertas
formas de envidia están relacionadas con una desigualdad de acceso a los
bienes genuinos de la vida humana. Así, por ejemplo, si pensamos (como
pienso yo) que el acceso a una sanidad adecuada es un bien importante y
necesario para una vida humana digna, no podemos menos que constatar
también que algunas sociedades, incluida la nuestra, sitúan ese bien fuera
del alcance de muchas personas. La envidia que una de estas siente por la
adecuada atención sanitaria que reciben los ricos no está ligada al
narcisismo, ni tampoco a una falta de conciencia de los bienes intrínsecos.
Este tipo de envidia tiene que abordarse por medio de políticas adecuadas
que pongan esos bienes auténticos al alcance de todo el mundo. ¿Se puede
siquiera considerar pecado esa clase de envidia? Si está centrada en el deseo
de arruinar la felicidad de quienes disfrutan del bien en cuestión (más que
en conseguir un cambio político que haga que todo el mundo disponga de
ese bien), es sin duda defectuosa; pero si mueve a las personas a aspirar a
que un bien genuino esté ahí para todos y todas (y a esforzarse por
conseguirlo), es ciertamente virtuosa.
La envidia que está estrechamente vinculada con la soberbia es aquella
que está enfocada únicamente en el estatus relativo y muestra una nula (o
muy escasa) conciencia del valor intrínseco genuino. En momentos de
cambio social, sin embargo, suele existir una gran confusión en torno a los
valores y los derechos. Pensemos, si no, en la rápida progresión en todo el
mundo de la presencia de las mujeres en la educación superior y en muchas
profesiones, y la muy común reacción masculina de envidia por esos éxitos
competitivos. 12 Cuando la sociedad en su conjunto define el éxito en
términos de estatus relativo, y cuando el número de posiciones elevadas es
limitado (como suele ser el caso), la súbita entrada de personas de un grupo
hasta entonces excluido tiende a ser percibida (por algunos, al menos) con
envidia, por mucho que represente un avance positivo en materia de
inclusión y justicia. Pero cuando a los varones se los educa para creerse con
el derecho a copar las plazas disponibles en las universidades y en las
profesiones, y para esperar que las mujeres estén por debajo de ellos y a su
servicio, es difícil que atiendan a razones de justicia. Como era de esperar,
pues, el éxito repentino de las mujeres ha dado pie a reacciones confusas y,
algunas de ellas, imbuidas de envidia. Se funde así una afirmación que, por
sí sola, sería virtuosa («me merezco una formación universitaria») con otra
que denota envidia de estatus («se están quedando con las plazas que, por
derecho, nos corresponden»). Y esta confusión se ve agravada por el hecho
de que, en su conjunto, nuestra sociedad es avariciosa y está muy enfocada
hacia el estatus, y también por el hecho de que son demasiado pocas las
personas que tienen acceso a ese importante bien.
Cuanto más se ven las cosas buenas de la vida desde una perspectiva
puramente competitiva de estatus, más margen tiene la envidia para
enconarse. Cuando las personas tienen una clara percepción de que un bien
importante —como la atención sanitaria o la educación superior— es un
bien intrínseco que debería estar asegurado para todos y todas, lo más
normal es que apoyen movimientos sociales que reclaman una mayor
inclusión y no que rabien de envidia por la suerte de otros grupos o
individuos. Sin embargo, si reaccionan con resentimiento envidioso hacia
quienes reclaman ahora sus derechos (como ocurre con muchos de los que
se oponen a los movimientos por la expansión del acceso a la educación
universitaria o a otros bienes importantes), tendremos una clara señal de
que, para ellos, la competencia por esos bienes es un juego de suma cero.
De ahí la afinidad entre la envidia y la soberbia, espoleada como está la
primera por la idea obsesiva de que el éxito de otras personas es una
amenaza al propio ego.
La envidia de estatus adopta múltiples formas, pero una de ellas es la
cosificación (e incluso la violencia) sexual. Algunos hombres que no
triunfan en la competencia social contraatacan calificando a las mujeres
deseables de meros «putones» y tratando de arruinar las vidas sociales de
estas. Probablemente, la forma de envidia sexual más depurada y más
manifiestamente violenta la representa el movimiento incel, formado por
varones que entienden la conquista sexual como una competición y que se
consideran a sí mismos como los perdedores de esa contienda entre machos.
Actúan violentamente contra mujeres que (según la percepción que ellos
tienen) les hacen pasar vergüenza por rechazarlos (a menudo, esas mujeres
ni siquiera conocen al hombre en cuestión). Espoleados por sus
conversaciones en línea, a veces se deciden a cometer actos violentos contra
una mujer (o mujeres). Como sucede con todas las representaciones
sexualizadas violentas, cuesta saber cuánta de esa violencia real es generada
por el mundo digital, pero la conclusión de que la violencia representada es
una causa del daño ocasionado en el mundo real está, cuando menos, igual
de respaldada por las pruebas empíricas que otras muchas hipótesis causales
que consideramos aceptadas. 13
Los incels podrían parecernos un caso puramente patológico, pero lo
cierto es que representan la forma extrema de una tendencia más general a
represaliar a las mujeres mediante su denigración sexualizada como
resultado de una cierta envidia de estatus. 14 En los incels, la competencia
imaginada parece ser por el estatus social y se enfoca en el éxito relativo de
otros hombres. Un caso distinto, en el que la competencia es profesional y
la envidia tiene como destinatarias a las propias mujeres, es el de la web
AutoAdmit. Este sitio nació con el propósito de asesorar a quienes querían
conseguir plaza de estudiante en las facultades de Derecho. Pronto
degeneró, sin embargo, en una web porno llena de referencias del mundo
real: algunos alumnos varones anónimos que escribían entradas en dicho
sitio usaban los nombres reales de sus compañeras estudiantes de Derecho
para caracterizarlas como los «putones» protagonistas de situaciones
pornográficas inventadas. No se trataba solo de hacer que a una buena
estudiante, compañera de clase, se la viera como una mera «zorra» (y
proclamarse así superiores a ella), sino también de dañar en la vida real a
esas mujeres cuando se presentaban a entrevistas de trabajo, pues, aunque
los potenciales contratantes no se creyeran el cuento pornográfico de turno,
este no dejaba de manchar (a su particular modo de entender) la reputación
de tales candidatas. En el sitio se ofrecían incluso consejos sobre cómo
conseguir que la historia falsa llegara a la primera página de búsquedas de
Google si se tecleaba el nombre de la mujer en el buscador. Por lo tanto,
AutoAdmit no solo provocaba tensión en las aulas (era evidente que los
autores de aquellas publicaciones anónimas conocían los nombres y los
rasgos físicos de las mujeres), sino que también causaba un daño real. Dos
mujeres, brillantes estudiantes de Derecho de Yale, se querellaron por
difamación y causación de dolor emocional. Pero se toparon con el enorme
obstáculo representado por el anonimato en internet: solo a tres de los
muchos hombres implicados en aquellas prácticas se les pudo seguir el
rastro, y en la querella se mencionaba a algunos más, aunque solo por sus
seudónimos. Al final se llegó a un acuerdo extrajudicial cuyos términos no
se revelaron.
Dante también vincula la ira resentida con la soberbia. De entrada, ese
nexo parece misterioso. ¿Acaso la ira no tiene que ver con la acción
indebida de otra persona y con la justicia? ¿Por qué iba a estar ligada al
narcisismo? La grada de los «iracundos» está cubierta por una oscura
humareda. Dante no acierta a divisar nada allí: ni personas ni objetos. Es
porque los «iracundos», como los soberbios, no son capaces de ver a nadie
más, envueltos como están en el humo acre de su propio resentimiento.
Además, lo que les falta (y lo que necesitan para reformarse) es el espíritu
del amor; es en esos versos donde encontramos el famoso discurso sobre el
amor y la compasión que constituye el corazón de todo el poema. Dante
quiere mostrar cómo el hábito de resentirse por las ofensas (el resentimiento
como rasgo del carácter) puede hacer que las personas se obsesionen
fácilmente por lo que creen que es «su derecho» legítimo y por quienes
ellas piensan que se lo están hurtando. En ese estado mental o anímico, no
ven a las otras personas. Su ira les está diciendo «yo, yo, yo», y los demás
individuos se convierten en simples medios con los que aliviar el ego
herido. En el purgatorio aprenden ejemplos de reconciliación cristiana, la
cual mira siempre hacia el futuro y busca una exculpación comunitaria, y no
solitaria. No hace falta que creamos que toda ira es narcisista para entender
que hay mucho de verdad en la afirmación de Dante de que a menudo sí lo
es.
Todo esto son imágenes poéticas, pero antes incluso de que nos
adentremos en un análisis más extenso de la ira, podemos ver lo mucho que
atañe a las relaciones entre hombres y mujeres en una sociedad jerárquica
en un momento de transición. Los hombres se sienten «con derecho» y las
mujeres no están cooperando. Se sienten con derecho a puestos de trabajo y,
de pronto, son mujeres las que pasan a ocupar muchos de esos empleos.
Peor aún, antes podían tratarlas como provechosas y dóciles auxiliares en su
propia búsqueda del éxito jerárquico: eran sus aquiescentes objetos
sexuales, sus útiles amas de casa y sus criadoras de niños. Después de todo,
durante gran parte de la historia estadounidense, hasta la ley convertía a la
mujer en una especie de propiedad que carecía de potestad alguna para
negarse a tener relaciones con su marido, o que no contaba con derechos de
propiedad independientes, entre otros. Y ahora hete aquí que el mundo de
toda la vida se viene abajo. Las mujeres se niegan a jugar con las reglas de
antaño. Tú te esperas un objeto dócil y, de pronto, ese objeto reivindica
cosas e intenta que se le reconozca como una persona de pleno derecho. En
una situación así, hay un margen indefinido para que aflore una ira que es
obsesiva (solo importa el ego herido), muy punitivo-vengativa (las mujeres
se merecen una «paliza» por desairar a los hombres y sus demandas) y
enfocada en reflotar el ego, en vez de en crear un mundo nuevo de
responsabilidad y reconocimiento compartidos. 15
La cosificación es un fenómeno muy conocido en la vida social. La
instrumentalización de las personas, con la consiguiente negación de la
autonomía y la subjetividad de estas, tiene una fuente interior profunda: el
vicio de la soberbia, para el que las otras personas (o, como mínimo, otros
grupos de personas) no son del todo reales, y para el que el yo es el foco de
la visión y el esfuerzo prácticos. La envidia y el resentimiento son parientes
cercanos de la soberbia, porque reproducen su tendencia a negar una visión
amorosa de la humanidad, y a enroscar el yo personal sobre sí mismo.
Hay otro pariente de la soberbia, aunque no reconocido como tal por Dante,
que ejerce un papel muy significativo en nuestras enfermizas dinámicas de
género. Me refiero al rasgo de carácter afín a la emoción del asco.
Como ya he comentado en La monarquía del miedo y en otros
escritos, 16 hay dos variantes del asco. El asco primario objetivo es aquel
que se centra en productos de desecho como las heces y la orina, o en los
cadáveres en descomposición, o en los animales que comparten propiedades
similares a los anteriores (mal olor, putrefacción, fangosidad, viscosidad).
Aunque, en términos evolutivos, el asco primario objetivo probablemente
está conectado con la evitación del peligro, es bien sabido
experimentalmente que el asco no se corresponde exactamente con las
situaciones peligrosas. Los científicos experimentales han descubierto que
el asco está ligado más bien a la rehuida de sustancias que son
«zoorreminiscentes», símbolos de nuestra debilidad y vulnerabilidad
animales (que no de nuestra belleza o nuestra fuerza..., ¡igualmente
animales!). A partir de ahí, nuestra imaginativa psique humana ha generado
un tipo adicional de asco que proyecta esas mismas propiedades de
repugnancia (el mal olor, la hiperanimalidad, la hipersexualidad) hacia un
grupo de seres humanos subordinados frente a los que el grupo dominante
puede autodefinirse representándose a sí mismo como un colectivo de seres
que han trascendido lo meramente físico. A partir de ahí, es fácil concluir
que, si esas otras personas presuntamente subhumanas encarnan la
hediondez y el olor de los cuerpos, es porque son inferiores a nosotros, y
nosotros no somos así.
El gran satírico del siglo XVIII Jonathan Swift, obsesionado con el asco
en buena parte de su obra, insinúa en reiteradas ocasiones que la sociedad
humana es un frágil conjunto de estratagemas destinadas a ocultar nuestros
repugnantes fluidos y olores internos. A Gulliver, por ejemplo, lo reciben
muy bien los pulcros y hermosamente caballunos houyhnhnms por el simple
hecho de que va vestido y de que sus anfitriones dan por supuesto que esas
limpias vestimentas son parte del cuerpo del protagonista. Los yahoos,
humanos desnudos, les dan asco, como también se lo acabará dando (con el
tiempo) el propio Gulliver. Swift sabía también que, aunque el asco es un
universal humano y va dirigido en última instancia a uno mismo, sus
ardides disimuladores tienen como blanco muy particular a las mujeres: los
hombres proyectan de entrada sobre ellas unas cualidades ideales de pureza,
pero no pueden evitar sentir asco cuando, como le ocurre al decepcionado
amante del poema de Swift «The Lady’s Dressing Room» («El vestidor de
la dama»), descubren el cuerpo animal que se esconde tras esa fachada
inicial. 17 Después de que el amante haya ido revelando los olores y las
pruebas de la realidad fisiológica de su amada (cerumen, mocos, fluidos
menstruales, sudor), termina finalmente exclamando horrorizado: «¡Oh!,
Celia, Celia, ¡Celia caga!», repitiendo así tres veces el celestial nombre de
la amada (Celia deriva del latín, caelum, «cielo») para, acto seguido,
recordarnos esa otra realidad supuestamente repulsiva.
El asco proyectivo funciona de forma distinta según las sociedades, pues
en cada una de ellas se usa la proyección para subordinar a grupos
diferentes; pueden ser subgrupos raciales, castas «inferiores», minorías
sexuales y religiosas, personas mayores. Y cada uno de esos procesos de
formación del asco es sutilmente distinto de los demás. 18 No obstante, en
todas las sociedades las mujeres han sido blancos del asco, dado que los
hombres se definen como seres capaces de trascender, mientras que a las
mujeres se las vincula inexorablemente al parto, la sexualidad y la muerte.
Una manera de mantenerlas en su lugar consiste, pues, en hacer referencias
insistentes a la presunta repugnancia de los periodos femeninos, la
lactancia, los fluidos sexuales y hasta el simple excremento. El presidente
Donald Trump es muy aficionado a incidir en este tema. 19 Pero el asco
proyectivo, aunque aprendido, es real, y para aquellos a quienes de verdad
les repugnan los cuerpos de las mujeres (un asco que, muchas veces, se
entremezcla con el deseo), esa repulsión es una razón más para mantenerlas
sometidas y separadas (de ciertos lugares de trabajo, del espacio político,
etcétera).
El asco proyectivo es una notoria fuente de resistencia a dar crédito a los
testimonios de violencia sexual que facilitan las propias mujeres: seguro
que son unas «guarras», seguro que lo estaban «pidiendo a gritos». Como
veremos, una forma repetida de eludir la búsqueda de justicia legal de las
mujeres es retratarlas de ese modo, como si no fueran más que mugre y
suciedad.
El asco proyectivo es un pariente narcisista de la soberbia. Las personas
que representan a un grupo de seres humanos como si fueran subhumanos,
animales, repugnantes, al tiempo que se ven a sí mismas como
trascendentes, limpias y puras, se están engañando y se están negando a
mirar el mundo como es. Todos somos animales y decir que yo no soy un
animal y tú sí lo eres es una mentira narcisista. Ahora bien, el asco difiere
sutilmente de la soberbia dantesca. Los soberbios solo se miran a sí
mismos, como argollas vueltas sobre sí. Los asqueados se niegan a mirarse.
No es que tengan tampoco una mirada clara del mundo, pero cuando se
fijan en ellos mismos se ven en un espejo mágico que representa su yo
como un ser angélico y no animal.
Nacer en un grupo dominante es una gran suerte (en cierto sentido),
porque abre muchas oportunidades para cultivarse como persona y para
participar en los ámbitos político, laboral y social. Pero podemos ver que
suele ser también una desgracia moral, pues induce a la persona, desde
joven, a adquirir unos vicios muy graves conducentes a la cosificación y la
utilización de otros seres humanos. Llevados al extremo, le abren incluso la
puerta a las conductas violentas. Pero no tiene por qué ser así: no es
inevitable que los miembros del grupo dominante se dejen arrastrar por los
cantos de sirena de la soberbia. Ahí está Trajano, que cultivó la virtud de
mirar y escuchar, y reconoció la plena condición humana de una mujer que
estaba «por debajo» de él tanto en clase social como en género. De todos
modos, las sociedades jerárquicas ponen muy difícil a los dominantes la
opción de llegar a ser virtuosos de ese modo.
El comportamiento generado por la soberbia es malo, y las personas que
cometen esas malas acciones merecen que se las culpe por ellas. Las
acciones constituyen el ámbito de la ley, y debemos presionar para que
aumente la imputabilidad legal de las que constituyen delitos o faltas. En la
segunda parte del libro contaré la historia de ese tipo de esfuerzos e
iniciativas hasta la fecha. Al mismo tiempo, sin embargo, debemos recordar
también que las personas no son totalmente culpables de los rasgos
negativos de su carácter: no fueron ellas las que hicieron la sociedad que
prácticamente impidió que no sean como son. Si nos acordamos del
jovencito que, en su día, tenía ante sí múltiples posibilidades en la vida,
alguien que podría haber sido un Trajano si hubiera recibido la educación
correcta, pero que, en cambio, se convirtió en una persona defectuosa, a lo
mejor comenzamos a darnos cuenta de que la piedad y, en la medida de lo
posible, la reconciliación y la reforma serían mejores respuestas que
abismar a todas esas personas en un infierno helado.
El purgatorio es duro. Nadie esquiva allí la culpa por sus vicios. Pero el
proceso de cambio moral se centra en todo momento en la imagen de la
amorosa alma infantil, que «lo mismo que a una niña la acaricia, [...]
llorando y riendo juguetea, [...] simplecilla, sin pericia, pero [...] se inclina a
cuanto piensa ser delicia» (canto XVI, 86-90), y a la que, sin embargo,
distorsionan luego las varias presiones que recibe de un mundo vicioso.
Estas almas tienen que abrir los ojos y reaprender el amor. Pero Dante
también tiene que aprender a no odiarlas y a ver sus vicios como simples
deformaciones de las posibilidades humanas, unas deformaciones de las que
no son del todo culpables. El purgatorio es una lección de misericordia y de
la idea de la posibilidad humana. Hoy no nos vendría mal reflexionar sobre
esa lección.
Capítulo 3
VICIOS DE VÍCTIMA
La debilidad de las furias
TUCÍDIDES,
Historia de la guerra del Peloponeso, III, 82-83
¿Y qué les ocurre a las víctimas de las malas acciones? ¿Transitan sin
esfuerzo por la vida, incólumes, o se cobra en ellas a veces la injusticia un
precio moral, a la par que emocional?
Estamos al final de la guerra de Troya. Hécuba, la noble reina de esa
ciudad, ha soportado muchas pérdidas: su marido, sus hijos, su patria
arrasada por el fuego. Y pese a todo, conserva su carácter de persona
admirable: amorosa, capaz de confiar y de amistarse, capaz de conjugar la
acción autónoma personal con un considerable interés por los demás. Pero
entonces sufre una traición que la hiere muy hondo y que traumatiza todo su
ser. Un amigo muy cercano, Poliméstor, a quien ha confiado el cuidado del
único hijo que le queda, asesina a este por dinero. He ahí el acontecimiento
central de la Hécuba de Eurípides (424 a. C.), una versión anómala del
relato de la guerra de Troya que impacta por su fealdad moral, y que, pese a
ello, es una de las obras más profundas y reveladoras del canon trágico. 1
Desde el momento en que Hécuba tiene conocimiento de la traición de
Poliméstor, pasa a ser una persona distinta. Incapaz de depositar su
confianza en nadie, reacia a dejarse convencer, se vuelve en extremo
solipsista, replegada sobre sí misma. A partir de ese momento decide
entregarse por completo a la venganza. Asesina a los hijos de Poliméstor y
a este le saca los ojos (como símbolo, al parecer, de la total extinción de la
anterior relación de reciprocidad y cariño que los unía, así como de la
propia negativa de ella a reconocerle —tanto a él como siquiera a sus hijos
— una condición humana plena). Poliméstor aparece en escena ciego,
arrastrándose a gatas como la bestia que siempre fue. Hacia el final de la
obra se profetiza que Hécuba se transformará en perro, un animal que los
griegos asociaban a la rabiosa persecución de las presas y a una falta
absoluta de interés interpersonal. 2 Dante resume así el destino de la
protagonista: «Igual que un can ladró desesperada, de tal modo el dolor la
desconcierta» (canto XXX, 20-21).
Hécuba no solo está afligida por la pena; también lo está en el corazón
mismo de su personalidad moral. Se torna así incapaz de practicar las
virtudes que antes la caracterizaban como ser humano, amiga y ciudadana.
Para describir esa transformación decadente del personaje, Eurípides hace
una indisimulada alusión a la creación mítica de la ciudadanía y la
comunidad humana simbolizada en la tragedia final de la Orestíada de
Esquilo (458 a. C.), que ya era en aquel entonces una famosa representación
ficcional de la creación de la democracia ateniense, y le da la vuelta. En la
tragedia de Esquilo, las furias, funestas diosas de la venganza, comienzan
siendo perros que huelen el rastro de su presa, insensibles al amor o a la
justicia. Pero, al final de la obra, acceden a confiar en las promesas de la
diosa Atenea y a adoptar una nueva mentalidad caracterizada por la
«templanza» y por la «amistad común». Se ponen de pie, reciben la
vestimenta de los ciudadanos adultos y solemnizan la justicia de la polis,
basada en la obediencia a la ley. 3
La moraleja de Esquilo es que una comunidad política debe renunciar a
la búsqueda obsesiva de la venganza y adoptar un concepto de justicia
entendida como algo gobernado por las leyes y orientado al bienestar: es
decir, como algo centrado no en cazar la presa particular de nadie, sino en
disuadir malas conductas futuras y en producir una ulterior prosperidad. La
moraleja de Eurípides es la inversa: el trauma moral puede provocar el
desmoronamiento de la confianza y de las virtudes basadas en la
consideración por los demás, y dar pie así a una obsesión por la venganza,
una parodia de la justicia verdadera.
La sombría obra teatral de Eurípides se inscribe en lo que, en el mundo
grecorromano, fue una larga tradición de reflexión en torno al daño que
unos acontecimientos que escapan al control particular de las personas
pueden causar a estas aunque estén tratando de llevar una vida humana
floreciente, una vida que incluya comportarse de conformidad con todas las
grandes virtudes. La conclusión más notoria de dicha tradición es que esos
hechos que las personas no controlan pueden bloquear en ellas muchos
posibles comportamientos valiosos. Al despojar a una persona de su
ciudadanía política, sus amigos, su familia y sus recursos para actuar en
sociedad se puede impedir que su vida sea completamente floreciente o
eudaimôn. El simple hecho de tener las virtudes dentro de ti, como bien
recalcan Aristóteles y otros pensadores, no basta para que alcances la
eudemonía (el «florecimiento humano») si te ves radicalmente
imposibilitada o imposibilitado para actuar. Sin embargo, en Hécuba,
Eurípides indaga a fondo y sugiere una conclusión más radical: esos
sucesos pueden también corroer las virtudes en sí y ocasionar así un daño
moral de carácter duradero. El primer tipo de daño es fácilmente reversible:
una persona que estaba en el exilio puede recuperar su ciudadanía; alguien
que se quedó sin amigos puede hacer otros nuevos. Pero el daño de Hécuba
es más profundo y afecta a las pautas de conducta y a las aspiraciones a
largo plazo que forman parte de su carácter. Especialmente vulnerables son
las virtudes relacionales, los patrones de amistad y confianza. El maltrato
infligido por otros, al eliminar la confianza, puede hacer en realidad que las
personas sean peores.
¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden los crímenes de Poliméstor socavar la
virtud de Hécuba? Aristóteles parece negar tal posibilidad, pues afirma que
una buena persona tiene firmeza de carácter y siempre actúa «de la mejor
manera posible, en cualquier circunstancia» y bajo los golpes de la fortuna,
aun cuando, quizá, en condiciones extremas, pueda no llegar a alcanzar la
plena eudemonía. 4 La mayoría de las tragedias teatrales coinciden en ello y
nos muestran a personas que conservan aún su carácter noble frente a las
adversidades de la fortuna. El personaje de Hécuba en la obra de Eurípides
Las troyanas es una de esas figuras nobles que hace gala de su amor, su
liderazgo y su capacidad de deliberación racional aun en medio del
desastre. Sin embargo, Hécuba, una obra prácticamente única en ese
sentido, exhibe los acontecimientos trágicos en toda su fealdad potencial y
nos muestra que su coste suele ser mayor que el que se revela en nuestros
relatos. Por eso es una obra que se infravaloró durante gran parte de la Edad
Moderna y de la Contemporánea; se la tachó de repugnante, de mero
espectáculo de terror. Pero, según señaló el estudioso Ernst Abramson en
1952, serían los aciagos sucesos del siglo XX los que mostrarían que el buen
carácter es más frágil de lo que querríamos creer, y traerían de nuevo a un
primer plano aquella denostada tragedia. 5
¿VIRTUD INMUTABLE?
A las feministas nos resulta atractivo creer que las víctimas siempre son
puras y siempre tienen razón (me refiero tanto a las mujeres como a otras
víctimas de las injusticias). Normalmente, las personas que adoptan ese
punto de vista se inspiran en una concepción filosófica dominante en la
época moderna: la idea de que la buena voluntad no se ve afectada por
contingencias que escapan al control de las personas. Immanuel Kant es una
de las más influyentes fuentes de esta noción, aunque esta tiene
antecedentes grecorromanos antiguos en la ética estoica (que influyó tanto
en la ética cristiana como en la kantiana) y también se corresponde con
ciertas corrientes internas del pensamiento cristiano. Kant dice que, aunque
la buena voluntad no tuviera oportunidad alguna de lograr nada, «brillaría
pese a todo por sí misma cual una joya, como algo que posee su pleno valor
en sí mismo. A ese valor nada puede añadir ni mermar la utilidad o el
fracaso». 6 La imagen de la joya implica claramente, además, que ninguna
de esas circunstancias externas puede corromper la voluntad. Otra posible
inspiración de las personas que tienen ese concepto de la voluntad es
también una conocida tendencia psicológica denominada hipótesis del
mundo justo: si alguien sufre, algo debe de haber hecho para merecerlo. Sin
tal merecimiento, no puede padecerse un daño profundo.
Esa visión kantiana fue certeramente cuestionada ya en los albores de la
tradición feminista. Mary Wollstonecraft analizó el daño que las
personalidades y las aspiraciones de las mujeres sufren bajo la desigualdad,
y constató que en ellas se daba, con demasiada frecuencia, una actitud
servil, una falta de control emocional y también una ausencia de la debida
consideración por su propia racionalidad y autonomía. Estos, sostenía ella,
son malos rasgos morales que a las mujeres les han sido inculcados por su
dependencia de la buena voluntad de los hombres. Al tiempo que criticaba a
Jean-Jacques Rousseau por haber elogiado a la coqueta y sumisa Sophie y
haberla puesto como modelo normativo del carácter femenino, insistía en
que las mujeres, al igual que los hombres, deberían tener la oportunidad de
crecer y desarrollarse como agentes plenamente autónomos, y de hacerse
acreedoras del respeto (a sí mismas, y también a su dignidad y a sus propias
elecciones particulares) de las otras personas. 7 Cuando se les niega dicha
oportunidad, sufren un daño en el fondo mismo de su ser.
En parecida línea, aunque desde una tradición filosófica muy diferente,
se expresó John Stuart Mill al recalcar que una de las peores facetas del
«sometimiento» masculino de las mujeres es su aspecto mental y moral. Ya
hemos visto partes del siguiente pasaje en el capítulo 1, pero veamos ahora
el argumento completo de Mill:
Los hombres no solo quieren la obediencia de las mujeres: quieren también ser dueños de sus
sentimientos. Todos los hombres, salvo los más brutales, desean que la mujer más unida a ellos
no sea una esclava forzada, sino voluntaria; no una simple esclava, sino una favorita. Han
aplicado todos los medios posibles con el fin de esclavizar sus mentes. Los amos de todos los
demás esclavos se basan en el miedo para mantener la obediencia: en el miedo a los propios
amos, o en los temores religiosos. Los amos de las mujeres querían algo más que la mera
obediencia, y aplicaron con este fin toda la fuerza de la educación. A todas las mujeres se les
inculca desde sus primeros años la creencia de que su carácter ideal es el diametralmente opuesto
al del hombre; no tener voluntad propia ni gobernarse por el propio control, sino someterse y
ceder al control de otros. 8
Como a las mujeres se las educa de ese modo, y como, por su falta de
poder social y legal, no pueden obtener nada si no es complaciendo a los
hombres, terminan por pensar que resultarles atractivas a estos es lo
principal en la vida.
Y una vez adquirido este gran medio de influencia sobre las mentes de las mujeres, el instinto
egoísta llevó a los hombres a aprovecharlo al máximo como medio para tener sometidas a las
mujeres, presentándoles la mansedumbre, la sumisión y la renuncia de toda voluntad individual a
favor de un hombre como parte esencial del atractivo sexual. 9
Yo estoy con King: esa ira vengativa dirigida a represaliar no es útil para
la lucha. Tampoco es auténticamente radical, en el sentido de que no sirve
para crear algo nuevo y mejor. King quería la responsabilización de los
culpables y el castigo legal de sus conductas indebidas, pero también la
expresión pública de unos valores compartidos. Rechazaba responder al
dolor con dolor, por considerar que esa era una reacción fácil, débil y
estúpida.
LA DEBILIDAD DE LAS FURIAS
La ley habla para todas y para todos. Aunque su aplicación sea desigual y
deficiente, e incluso aunque precise con urgencia de grandes reformas
estructurales, se expresa en el lenguaje de la ciudadanía y los derechos. Una
mujer puede suplicar que no la violen. Puede esperar que no haya acoso en
su lugar de trabajo. Pero la ley le dice: «No hace falta que supliques ni que
esperes, porque esas cosas te corresponden por derecho. Si no las tienes allí
donde trabajas, tienes derecho a ir a los tribunales y exigirlas, no porque
seas alguien especial, sino porque todo el mundo tiene reconocida esa
potestad». De ahí que uno de los grandes objetivos de las mujeres
concienciadas al respecto sea situar los delitos sexuales dentro del ámbito
de la ley y elaborar legislación adecuada para proteger a las mujeres de los
abusos.
La ley y la conducta individual interactúan de muchas formas. La ley
expresa las normas de la sociedad y anuncia qué consideramos bueno y qué
consideramos malo. También busca disuadir los malos comportamientos
anunciando que estos serán castigados y disponiendo una vigilancia
continuada y fiable frente a ellos. La ley aspira a disuadir al individuo que
delinque de cometer un acto similar de nuevo (lo que se conoce como
disuasión específica) y también aspira a disuadir a otras personas de
cometer malos actos de esa clase (disuasión general). La ley puede sumar a
esa función disuasoria un aspecto expresivo: al anunciar un mandato social
fundamental, la ley pone a todo el mundo sobre aviso de que estamos
hablando en serio. La ley puede también reformar a delincuentes, aunque
ese objetivo solo se consigue en muy raras ocasiones en el sistema
penitenciario estadounidense, cuyas espantosas prisiones difícilmente
ayudan a promover la mejora personal. Pero la ley hace efectiva la reforma
en un sentido más global: educa a las personas al indicarles lo que está bien
y lo que está mal, y esa enseñanza ha ido evolucionando con el tiempo (las
personas nos hemos criado desde hace milenios sabiendo que asesinar está
mal, pero, hasta fecha reciente, rara vez lo hacíamos sabiendo que acosar
sexualmente también lo está).
La ley siempre es muy general, pues tiene que facilitar unas
instrucciones con las que abordar una amplia gama de casos individuales.
Pero, al mismo tiempo, nuestro sistema jurídico-legal aspira a ser justo con
el individuo, principalmente a través del procedimiento de la acusación, el
juicio, la sentencia (condenatoria o exculpatoria) y —si hay condena— la
imposición de la pena. Según el derecho penal estadounidense, un individuo
que es llevado a juicio ante un jurado o un juez (es decir, alguien cuyo caso
no se haya resuelto por la vía de un acuerdo con la Fiscalía) solo puede ser
condenado siguiendo el muy exigente criterio de la superación de toda
«duda razonable», que no se aplica en la mayoría de las naciones que no se
rigen por el sistema de common law (Japón es una excepción en ese
sentido), pero que es el preferido dentro de esta otra tradición, que es la
propia del derecho anglosajón (el de Gran Bretaña y las antiguas colonias
británicas), debido a la gran importancia que los pensadores de esta cultura
jurídica han atribuido históricamente al imperativo de no castigar a
personas inocentes. Sin embargo, para el derecho civil estadounidense —
que es aquel en el que se enmarca el derecho antidiscriminatorio en este
país—, el criterio es el de la preponderancia de la prueba, menos estricto
que el anterior. Este criterio también es el que se aplica cuando se plantea
una causa civil conectada con una causa penal. De ahí que un acusado
absuelto de un cargo criminal (como, por ejemplo, O. J. Simpson) pueda
enfrentarse a continuación a un proceso civil por daños y perjuicios (como
le ocurrió al propio Simpson) y perderlo sin incurrir con ello en una
incongruencia. La mentalidad tradicional imperante es que privar a alguien
de libertad es un asunto muy grave y que, por lo tanto, obliga a aplicar un
criterio más exigente que el que se exige en una causa civil, donde la pena
habitualmente aplicada es económica (Simpson fue condenado a pagar
33,5 millones de dólares de indemnización por responsabilidad civil).
Existe otra vía en nuestra tradición por la que lo general y lo particular
interactúan, y tiene que ver con el hecho de que seamos un país regido por
el sistema de common law. La idea básica en las tradiciones jurídico-legales
anglosajonas es que la ley funciona como un depósito de sabias ideas
acumuladas a lo largo del tiempo que nunca deja de enriquecerse (y
ajustarse) con los nuevos casos particulares que se van incorporando. Dicho
de otro modo, el derecho aquí es gradual, no fijo. Lógicamente, hay
también textos legislativos (leyes y, en algunos países, una Constitución
escrita), pero estos se entienden integrados dentro de ese corpus de
sabiduría jurídica en evolución, aunque relativamente estable. Así, si bien
las leyes son muy generales de entrada, van adquiriendo especificidad y
densidad con el tiempo gracias a la adjudicación de casos y al respeto por el
principio del stare decisis, «seguir lo decidido», que normalmente se aplica
interpretando la ley para cada nuevo caso según lo que se haya decidido en
casos anteriores. Tanto las leyes (los textos legislativos aprobados por un
órgano representativo) como los principios constitucionales se modelan de
ese modo en la tradición estadounidense, y ambos pueden ejercer un papel
en el ámbito del abuso sexual.
Nuestro concepto anglosajón (de common law) del derecho tiene dos
caras, como el dios Jano: una mira hacia atrás y otra hacia delante. Para ser
expresiva y disuasoria a la vez, la ley tiene (o debería tener) una visión de
futuro, guiada por el propósito de ayudar a mejorar nuestro porvenir. Pero,
en un sistema de common law, la ley también se concibe como una
acumulación de sentencias e ideas pasadas a las que se otorga una
relevancia normativa, pues se las considera fuente tanto de estabilidad como
de buen juicio. Para las mujeres, hasta ahora excluidas de la condición de
miembros plenos de esta «juiciosa» tradición, esa idea representa un
problema. Los críticos del sistema de common law, y sobre todo los
utilitaristas británicos, quienes, empezando por Jeremy Bentham ya en el
siglo XVIII, creían que, por ese motivo, el sistema tradicional de derecho
anglosajón era típicamente «retrógrado», pues no se ponía al día con el
avance de los tiempos y lastraba el progreso. Así pues, ellos aspiraban a
reemplazar el gradualismo del sistema de common law por un régimen de
leyes escritas ideales y diseñadas para fomentar el máximo bienestar social
futuro.
Hoy sabemos lo bastante como para darnos cuenta de que suponer que
una élite sería capaz de diseñar el bienestar social de una vez por todas
denotaba una considerable arrogancia, y también para reparar en el hecho
de que la idea de que los principios que evolucionan a lo largo de un
prolongado periodo de tiempo encierran un poso de sabiduría y buen juicio
no está exenta de verdad. No obstante, en el ámbito del derecho penal en
particular (en el que los utilitaristas fueron unos audaces reformadores que
se opusieron a la pena capital y a la tortura, e hicieron campaña, ya desde el
siglo XVIII, por la despenalización de los actos homosexuales y por el
sufragio femenino), podemos ver lo valioso que resulta reservar e
incorporar dentro del proceso del sistema de common law un papel para la
crítica y para las voces de las personas profanas en el tema o externas al
sistema en sí. Los utilitaristas se dieron cuenta de que los «sabios juicios»
del pasado habían sido obra de una élite restringida y reflejaban las normas
propias de los varones de clase alta, incluidas las que ordenaban que las
mujeres y las personas pobres permanecieran en una situación subordinada.
Había mucha verdad en sus diagnósticos: el derecho basado en los juicios
de las élites pasadas no puede cumplir su función de manera satisfactoria a
menos que se permita que otras voces entren en la conversación jurídico-
legal. La violencia sexual es un buen ejemplo: las tradiciones sostenidas
durante mucho tiempo por el sistema de common law han sido típicamente
masculinas, y a las voces de las mujeres —y a las de los hombres que se
interesan por la igualdad de género, y a las de las personas LGTBQ— rara
vez se les ha permitido influir en la formación de las normas emergentes.
Pasemos ahora de estas observaciones muy genéricas a la configuración
concreta del derecho estadounidense en los ámbitos relacionados de la
violencia y el acoso sexuales. Nuestro sistema presenta ciertos rasgos
singulares, con frecuencia malinterpretados o, simplemente,
incomprendidos por completo, que debemos tratar si queremos entender
qué papel han tenido las protestas y los cambios legales en el pasado y
hacia dónde podríamos encaminarlos en el futuro. Algunos libros de
reciente publicación presuntamente divulgativos sobre este tema omiten una
información tan elemental como esta.
Primera cuestión que tener en cuenta, pues: en Estados Unidos —a
diferencia de lo que sucede en otros muchos países—, la agresión y el acoso
sexuales se abordan de un modo muy diferenciado y desde apartados muy
diferentes del sistema jurídico-legal, aun cuando se tienda a pensar en
general que existe una gran coincidencia entre esos dos tipos de delito (es
muy posible, por ejemplo, que un acosador sexual amenace con cometer
una agresión sexual o que incluso la cometa; por otra parte, la agresión
sexual puede formar parte tanto del quid pro quo de una coacción como ser
un elemento generador de un entorno hostil, que son los dos principales
indicios de la presencia de acoso sexual).
Legalmente, la agresión sexual se combate desde el derecho penal, pues
se entiende como un hecho delictivo concreto. Eso significa que el acusador
es el Estado, que presenta unos cargos (por lo general) a raíz de la denuncia
de una víctima concreta, que probablemente es también testigo clave en el
caso. El acusado suele ser un individuo que tiene derecho a un abogado,
entre otras garantías constitucionales, y al que se debe hallar culpable más
allá de toda duda razonable (siempre que no se llegue a un acuerdo con la
Fiscalía).
El acoso sexual, sin embargo, se considera un «delito civil» en virtud del
título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (federal). El mencionado
título VII funciona como una ley antidiscriminatoria general de defensa de
los derechos civiles, y el acoso sexual, como el racial (ninguno de los cuales
se menciona expresamente en el texto de la ley), está hoy reconocido como
una categoría más de las discriminaciones inaceptables, esta por razón de
sexo. En el capítulo 5 seguiremos ese hilo argumental, pero baste decir de
momento que, en estos casos, el acusado no es un individuo, sino la
empresa o el centro de trabajo, al que se acusa por negligencia por no haber
frenado la discriminación sexual. Aunque los actos concretos de ciertos
individuos con nombre y apellidos pueden ser importantes en un caso de
este tipo, la acusación normalmente tiene que demostrar que el centro de
trabajo no ha hecho lo bastante por solucionar el problema cuando ha tenido
la oportunidad de hacerlo. El demandante, sin embargo (y como suele
ocurrir en los casos de derecho civil), normalmente es un individuo y no el
Estado, aunque a veces se presentan demandas colectivas. Un demandado
individual puede afrontar al mismo tiempo una acusación por cargos
penales, pero lo habitual en causas por acoso es que las acciones
disciplinarias contra los individuos sean dejadas en manos de las empresas
de las que son (o eran) empleados, y que sea la responsabilidad de estas
organizaciones el fundamento legal clave. De hecho, el aspecto disuasorio
del derecho sobre acoso sexual se dirige principalmente a las
organizaciones: si no impiden o erradican esas conductas, se enfrentan a
una cuantiosa penalización económica.
Pero la cosa aún se complica más: el acoso sexual es una figura definida
uniformemente en todo Estados Unidos porque el título VII es legislación
federal, interpretada progresivamente a su vez en los tribunales federales
siguiendo la habitual evolución gradual del sistema de common law.
Normalmente, a los acusados se los juzga primero en un tribunal de distrito
(federal) y cualquier recurso posterior pasa por el sistema de apelaciones
(federal) hasta que, en última instancia, y si el recurso en cuestión se acepta,
llega al Tribunal Supremo (también federal). La agresión sexual, por el
contrario, está cubierta básicamente por leyes estatales (no federales). Si se
recurre una condena, ese recurso suele pasar por el sistema de apelaciones
del estado en cuestión, aunque si el caso suscita alguna cuestión
constitucional, puede acabar recurrido ante el Tribunal Supremo federal en
última instancia.
Hay un derecho penal federal, pero está reservado a cuestiones que
presentan algún aspecto interestatal. La mayor parte de ese derecho penal
federal está relacionado con los delitos de fraude, las actividades ilícitas en
la gestión empresarial o de capitales, etcétera. No obstante, algunos delitos
sexuales sí son federales: la Ley Mann de 1910, que prohibía trasladar a una
mujer más allá de los límites de un estado con «fines inmorales» (la ley en
virtud de la cual condenaron al boxeador Jack Johnson por viajar con su
esposa blanca), contemplaba una figura de ese tipo. Una ley federal
destacada hoy en día es la Ley de Protección de la Infancia, que persigue la
pornografía infantil y la explotación de los niños en los entornos digitales.
Esta ley, muy severa, firmada por el presidente Obama en diciembre de
2012, se contradice de forma bastante sorprendente con algunas
regulaciones estatales de la sexualidad, sobre todo en lo referente a la edad
mínima de consentimiento (según la ley federal, distribuir una foto de un
desnudo de una persona menor de dieciocho años es un delito federal, por
lo que, aunque en la mayoría de los estados los adolescentes pueden tener
legalmente relaciones sexuales a los dieciséis o a los diecisiete años, estarán
infringiendo una ley federal si se envían fotos de sí mismos desnudos. Y, en
alguna ocasión, se ha llegado a interpretar la ley en cuestión como si esta
prohibiera incluso la posesión de una foto de la persona adolescente
desnuda en su propio teléfono).
Parecidas tensiones existen actualmente entre la política federal y las
estatales a propósito de la regulación de la marihuana: un mismo
comportamiento, legal según la ley de un estado, puede ser ilegal según la
ley federal en casos que impliquen transporte y venta. Un nuevo elemento
fijo del paisaje del aeropuerto O’Hare de Chicago desde la reciente
legalización de la marihuana para usos recreativos en Illinois es el «buzón
de amnistía del cánnabis», de color azul vivo: antes de atravesar la
seguridad del aeropuerto para pasar a zona bajo autoridad federal, a los
pasajeros que estén en posesión de sustancias legales según las leyes de
Illinois, pero ilegales según las federales, se les invita a depositarlas allí
mismo.
La diferencia entre el acoso y la agresión sexuales afecta a la estrategia
de la reforma y al papel de la teoría académica dentro de los movimientos
reformadores. En la evolución del derecho federal sobre el acoso sexual
entendido como un daño o perjuicio por el que exigir una responsabilidad
civil —una evolución que ha seguido una vía muy centralizada a través de
una sucesión de sentencias del Tribunal Supremo—, la teoría jurídica
académica ha desempeñado un papel clave. De hecho, tanto el libro de
Catharine MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women, de 1978,
como su labor en paralelo como abogada en dos de esos casos
fundamentales han tenido una enorme importancia en este sentido.
Con el derecho penal, la cosa es muy distinta. Aunque todo derecho
penal generado en Estados Unidos puede plantear cuestiones
constitucionales (sobre los derechos de todo acusado a una correcta
representación legal, a que se le lean sus derechos al ser detenido, a carearse
con su acusador, etcétera) dirimibles ante el Tribunal Supremo federal, la
mayor parte de la acción jurídica se dilucida a escala estatal, y las leyes
penales de los estados varían mucho, tanto por cómo se clasifican los
diferentes delitos, como por qué elementos específicos se recogen en cada
una de esas figuras delictivas. Esto quiere decir que la mayor parte de la
acción de los reformadores también debe llevarse a cabo en el nivel de los
estados. Obviamente, estos mantienen una comunicación y unas consultas
mutuas, por lo que, tarde o temprano, las reformas de las leyes sobre
violación tienden a extenderse por muchos de ellos, aunque no
necesariamente. De hecho, continúa habiendo variaciones significativas, y
los estados pueden ser más o menos receptivos a las reformas progresistas.
El Código Penal Modelo desarrollado por el Instituto Estadounidense de
Derecho en 1962 representó un intento de introducir uniformidad tanto en la
categorización de los delitos como en las sentencias, y fue propuesto
principalmente por reformadores progresistas, pero ha tenido una
aceptación desigual desde entonces, pues algunos estados han hecho más
caso de sus recomendaciones que otros (no se sabe muy bien por qué, pero
Nueva Jersey ha destacado como ejemplo de reforma progresista de la
legislación sobre la agresión sexual). A los estudiantes se les suele enseñar
derecho penal atendiendo a grandes figuras delictivas generales, pero un
buen manual de casuística siempre cita la ley estatal concreta de cada caso
en él recogido y muestra cómo la redacción del texto legal en cuestión
influye en el resultado judicial.
Dada la situación, no podemos esperar grandes heroínas o héroes
famosos en este terreno. Los tratados académicos han dado valiosos
impulsos a la legislación en materia de agresión sexual. De hecho, en la
segunda parte de este libro me inspiraré en algunos argumentos clave de la
obra de Stephen Schulhofer Unwanted Sex, por ejemplo; tuve, además, la
gran fortuna de enseñar una asignatura con él cuando empecé a instruirme
sobre esta área. Antes de eso, fue también muy destacada la contribución
hecha por el trabajo de la abogada y académica Susan Estrich, y en
particular por su libro Real Rape; a Estrich se la considera (y con razón)
una de las principales proponentes del criterio del «no es no». Pero mucho
del trabajo que se ha llevado a cabo en este ámbito se ha hecho en las
trincheras de la política y la Justicia: en ámbitos legislativos estatales donde
se han revisado las leyes vigentes, en juzgados de primera instancia donde
los abogados han luchado por que se haga justicia a las víctimas de
agresiones, en deliberaciones de los jurados donde muchas personas
corrientes se tomaron su tiempo para pensar y debatir a fondo los
argumentos legales, en los despachos de los tribunales donde tanto jueces
de primera instancia como de apelaciones decidieron pensar por sí mismos
en vez de seguir acríticamente el criterio convencional. El capítulo 4 traza
un recorrido por algunos de los momentos importantes de este movimiento
de reforma gradual, plural y aún incompleta.
Capítulo 4
NO ES NO
Años y años de insistencia en que «no es no» no han posibilitado aún que la
ley dé siempre una respuesta satisfactoria a aquellos casos en los que la
víctima calla por miedo durante la agresión (como se puede ver en la
sentencia de Warren, el caso de la ciclista de complexión menuda de
Illinois). Sigue existiendo cierta tendencia a confundir el silencio con una
expresión de consentimiento. Y eso que jamás se nos ocurriría pensar que el
silencio de un paciente a una pregunta sobre si quiere someterse o no a un
procedimiento médico es una prueba de que ha consentido que lo sometan
al mismo; a un médico que, en una situación así, procediera sin más
(argumentando que el paciente, con su silencio, dio su consentimiento) se lo
consideraría culpable. 24 De hecho, la gran revolución en el campo de la
ética médica de los últimos cien años ha sido ese renovado énfasis en la
autonomía del paciente. Los facultativos solían pensar que solo tenían que
atender a su propio criterio de qué es lo mejor para un paciente. Ahora, la
norma es el consentimiento informado explícito. 25
¿Por qué se necesita un consentimiento informado explícito para seguir
adelante con una colonoscopia o cualquier otro procedimiento médico y no
se trata con ese mismo respeto y cortesía la elección íntima de una mujer
sobre si practicar sexo o no? La antigua actitud de los médicos manifestaba
una desconsideración por la autonomía y la subjetividad del paciente, una
postura sabelotodo de superioridad que se asemeja en muchos sentidos a la
actitud de los varones autoritarios con las mujeres (aunque con la diferencia
de que los doctores y doctoras normalmente trabajan por el bien de los
pacientes, según ellos entienden ese bien). En ese caso, ¿por qué los
estadounidenses hemos puesto efectivamente fin al régimen de autoridad de
los sabelotodo en el ámbito de la medicina, pero nos hemos quedado
rezagados en el terreno sexual?
En parte, esta asimetría se debe al mito social heredado según el cual, en
situaciones así, una mujer decente lucha hasta el máximo de sus fuerzas, y
que, por lo tanto, si no hay lucha, se entiende automáticamente que ha
habido consentimiento. En otros casos se explica más bien por cierta
concepción infantilizada de las mujeres, a las que se tiene por niñas que no
saben realmente lo que quieren. También hay que añadir el problema de
cierta visión romántica del sexo como algo que no se decide, sino que nos
«arrebata». Aunque en muchos campus universitarios y en, al menos, unas
cuantas legislaciones estatales se insiste en la necesidad de que haya una
manifestación afirmativa de consentimiento (mediante palabras o gestos)
para validar el sexo, sigue sin existir un consenso claro en cuanto a si esa es
la forma aconsejable de proceder en las relaciones sexuales, y eso que hace
ya tiempo que sí existe tal unanimidad a la hora de entender que una
persona necesita el consentimiento afirmativo de otra para poder llevarse
una propiedad de esta para que no se considere hurto. Muchas personas
piensan que la insistencia en un sí continuado mata la pasión. Pero ¿qué
expresión más profunda de la autonomía personal puede haber que la
intimidad sexual? Aunque el sexo difiere en muchos aspectos de la cirugía,
no deja de ser, en última instancia, una expresión de los valores personales
en la que nada puede ser menos antirromántico (ni más respetuoso y
apropiado) que el respeto por la elección del individuo.
Difícilmente puede el derecho articular esa idea del consentimiento para
que proteja la autonomía de una mujer en casos como el de Warren sin
imponer el requisito de un consentimiento afirmativo. No se trata,
obviamente, de obligar a sellar un contrato formal. Pero, ante la elevada
probabilidad de que se den lecturas e interpretaciones erróneas en este
terreno, un sí nunca es demasiado pedir, y no cabe temer que por ello vaya a
decaer la pasión. Y, de hecho, no sería malo que decayera si es la de alguien
que estaría dispuesto a seguir adelante aun sin un sí expreso para hacerlo.
Pese a ello, son muy pocos los estados que han adoptado el estándar del
consentimiento afirmativo.
La autonomía y la subjetividad sexuales son cuestiones complejas. No
obstante, no parece probable que, en una cultura hipersexualizada como la
nuestra, el deseo sexual corra peligro de extinguirse si la ley y los tribunales
comienzan a regirse por la regla del consentimiento afirmativo. Como ya
ocurre con el consentimiento informado en medicina, desde el momento en
que se promulgue esa norma, lo más probable será que todo el mundo acabe
por interiorizarla y por estar sobre aviso de que «solo sí es sí».
La regla del «no es no» tampoco nos permite tratar correctamente las
situaciones de uso extorsionista del poder. A veces existe algo parecido a un
sí, pero contaminado por una situación de poder asimétrico. Recordemos el
caso del director de instituto que exigía sexo a cambio de su graduación a
una alumna. A diferencia de la víctima del caso Warren, aquella estudiante
no temía que el agresor fuera a usar la fuerza física contra ella, y, de hecho,
ella «accedió» expresamente a tener sexo. Pero lo hizo sometida a una
petición abusiva, extorsionadora, que habría sido claramente ilegal en el
ámbito económico. La extorsión sexual es difícil de teorizar. La ley no
puede examinar cada posible escenario yendo caso por caso, preguntándose
si existe una asimetría de poder en cada uno. Lo que sí debe hacer es
preguntarse qué relaciones presentan una asimetría de poder inherente.
Como veremos, ese tipo de preguntas son el fundamento de las leyes
sobre acoso sexual, pero también son relevantes para el derecho penal en
materia de agresión sexual. Todos los estados cuentan con leyes contra el
sexo con personas menores de edad (estupro), en las que este queda
definido como ilegal por sí mismo, tanto si ha habido un sí explícito como
si no. 26 La mayoría de los estados establecen algunos matices adicionales:
así, el sexo entre dos adolescentes de edades próximas entre sí es menos
problemático que el sexo entre personas con una diferencia de edad notable.
La inmensa mayoría también prohíbe por ley el sexo entre un funcionario o
funcionaria de prisiones y un interno o interna de un centro penitenciario.
Además, la Ley de Eliminación de las Violaciones en las Prisiones, de
2003, es una legislación federal que se aprobó con el propósito de disuadir
de las agresiones sexuales en las cárceles. Muchos estados también han
ilegalizado el sexo en otros contextos de autoridad y confianza: educación,
medicina, psiquiatría. Y otros han dejado esa responsabilidad en manos de
los órganos reguladores de cada una de esas profesiones.
Un área del derecho que continúa evolucionando es la relacionada con la
discapacidad mental, tanto si está relacionada con la edad como si no. Poco
a poco, los estados están desarrollando criterios flexibles de competencia
psíquica que se adapten a la compleja situación de una población cada vez
más envejecida, en la que, a menudo, las competencias varían incluso en
una misma persona: es decir, alguien que está capacitado para consentir una
relación sexual puede no estarlo para gestionar decisiones sobre sus
propiedades inmobiliarias. Todos estos son temas de una extrema
complejidad, ya que la ley necesita equilibrar el respeto a la autonomía y la
subjetividad sexuales con la necesidad de proteger a un individuo
vulnerable de posibles situaciones de explotación.
La excepción que se aplicaba a los casos de violación conyugal ha
desaparecido en muchos estados. En 2019, en veintiocho de ellos se había
abolido por completo. Aun así, todavía está vigente un conjunto
fragmentario de exenciones particulares en determinados niveles; en
algunos estados, la excepción se ha eliminado solo en aquellos casos en que
el marido usa la fuerza o amenaza con usarla, pero no si aplica otras formas
de coacción extorsionadora (que sí serían reconocidas como delictivas en
contextos no matrimoniales, como en los casos de amenazas económicas).
Es evidente que queda mucho trabajo por hacer todavía.
A nuestra sociedad le cuesta entender que los hombres y los niños pueden
ser víctimas de agresión sexual. Parte del problema reside en la homofobia,
que hace que la gente sencillamente no quiera pensar en el sexo entre
hombres (pues la mayoría de las violaciones con víctimas masculinas las
cometen otros varones). Otro problema es la vergüenza de las víctimas, que
no solo se sienten sucias por lo ocurrido, sino que también lo viven como si
su masculinidad hubiera quedado en entredicho. Pueden sentir también que
el hecho de haber sido víctimas de una agresión de ese tipo las sitúa en la
órbita de la homosexualidad, aunque no sean homosexuales. Pero lo cierto
es que la violación es un abuso de poder, como vengo argumentando en
estas páginas. Con ella no se busca primordialmente una expresión del
deseo o de la atracción sexual. Cabe cuestionarse, de hecho, si los curas
pedófilos o los presos que violan a otros internos en prisión son gais en el
sentido estricto del término. Sus delitos son abusos de su posición de poder.
En la tercera parte del libro estudiaremos algunas «ciudadelas de la
soberbia» en las que los varones jóvenes han sido objeto frecuente de abuso
junto con las mujeres. La Ley para la Eliminación de la Violación en las
Prisiones, aprobada por unanimidad por el Congreso en 2003, dio por fin
reconocimiento oficial a ese problema; también instauró una comisión
encargada de trabajar en su puesta en práctica. Entre titubeos, a
regañadientes y de forma bastante imperfecta, las iglesias y los centros
educativos también están empezando a abordar ese problema. Aun así, hay
todavía mucho más por hacer.
Las agresiones sexuales siguen siendo un problema tremendo en nuestra
sociedad. A pesar del considerable avance que la ley ha hecho en los
últimos cincuenta años, la autonomía de las mujeres (y la de las víctimas
masculinas) continúa siendo rehén en demasiados casos y situaciones del
abuso de poder y del privilegio masculinos.
Capítulo 5
CATHARINE MACKINNON,
«Reflections on Sex Equality under Law»
LA RAZA Y EL SEXO
El título VII de la Ley de Derechos Civiles se diseñó sobre todo para poner
fin a la discriminación racial. La atención a la raza como ejemplo central de
discriminación ha inspirado todos los trabajos subsiguientes sobre otros
fenómenos discriminatorios y, en particular, sobre la discriminación sexual.
Esta importancia de la raza ha obedecido, en parte, a razones estratégicas:
decir que algo es análogo a la discriminación racial es un valioso recurso
retórico que ayuda a que los destinatarios del mensaje capten más
nítidamente que aquello no está bien. Pero, en parte también, la raza se
convirtió en un factor central debido al papel clave que tuvieron mujeres de
color como, en especial, la abogada feminista Pauli Murray y, años después,
la demandante Mechelle Vinson, en la elaboración y promoción de nuevos
enfoques jurídico-legales sobre la discriminación sexual, a la que Murray
incluso llamó «Jane Crow» para equipararla (en femenino) con el régimen
de leyes racistas («Jim Crow») que imperó en su día en el Sur
estadounidense. 18 Pero, a cierto nivel, más profundo, la analogía con la raza
también hacía más expresa (y más gráfica) la idea de que la discriminación
sexual está basada en la subordinación, tanto como pueda estarlo la racial
(por mucho que, a veces, revista una apariencia más amable que esta).
En el ámbito del sexo, al principio se tuvo la tentación de pensar que las
mujeres simplemente debían exigir que se las tratase exactamente igual que
a los hombres, es decir, que se les aplicaran los conceptos de la ley del
mismo modo que se les aplicaban a ellos. Sin embargo, ese enfoque ya
había mostrado importantes deficiencias en el terreno de la raza. Pensemos,
por ejemplo, en el sistema educativo: el principio de «separadas, aunque
iguales», aplicado a la distribución de las razas en centros de enseñanza,
siempre fue una falacia, pues las escuelas para niñas y niños afroamericanos
nunca fueron iguales de verdad a las otras. Pero es que, además, se hizo
perfectamente evidente que, aun en el caso de que sí hubieran sido iguales,
su sola separación implicaba una asimetría: para los blancos, el tener que ir
a escuelas solo para su raza a lo sumo podía representar un incordio y una
negación de su libertad de asociación, pero para los niños negros siempre
sería una marca de inferioridad. En Brown contra el Consejo Educativo de
Topeka, célebre sentencia del Tribunal Supremo de 1954, 19 los jueces
supieron ver más allá de la fachada de aparente similitud de trato para
destapar la realidad de la subordinación y poner el énfasis en el daño
causado a los niños negros al obligarlos a acudir a centros educativos
separados. Pongamos otro ejemplo: el matrimonio. Si un estado prohíbe que
personas negras y blancas se casen entre ellas, la prohibición puede
parecernos simétrica en cierto sentido, pues ni negras ni negros pueden
contraer matrimonio con blancos ni blancas, ni blancas ni blancos con
aquellos ni aquellas. Pero, obviamente, en la realidad no existía simetría
alguna; el principio en cuestión no hacía más que expresar cierta ideología
de «supremacía blanca», como el Tribunal Supremo federal sentenció en
Loving contra Virginia, otro famoso dictamen, este de 1967, que abolió las
prohibiciones estatales de los matrimonios interraciales. 20 En definitiva, la
legislación puede vulnerar la cláusula constitucional sobre el igual amparo
de la ley, incluso aunque disponga sistemas aparentemente simétricos, si
estos no hacen más que mantener una jerarquía que obliga a un grupo a
ocupar una posición sistemáticamente subordinada.
Esta forma antijerárquica sustantiva de concebir la discriminación —así
como la cláusula constitucional de la igualdad de amparo de la ley— no
gozó de un consenso generalizado (no en un primer momento, al menos).
En uno de los artículos de una revista especializada de derecho más citados
de todos los tiempos, «Toward Neutral Principles of Constitutional Law»
(«Hacia unos principios neutrales del derecho constitucional»), 21 el juez del
Tribunal de Apelaciones federal Herbert Wechsler defendió en 1959 que la
sentencia del caso Brown se había equivocado al tomar en consideración el
estigma asimétrico que la separación imponía a las niñas y niños negros. Él
empezaba diciendo que la ley debe buscar unos principios neutrales que no
sean meras expresiones de la política partidista. Hasta ahí, nada que objetar.
Pero, en su argumento, Wechsler deja claro también que cree que esa
búsqueda de razones sistematizables exige que nos situemos tan lejos de las
circunstancias presentes y de su historia como para que ignoremos muchos
hechos sociales e históricos específicos. De ahí que defienda que los jueces
a quienes toca decidir sobre casos relacionados con instalaciones
«separadas aunque iguales» deban abstraerse de interpretaciones
contextuales concretas de las desventajas especiales sufridas por las
minorías, así como de los significados asimétricos de la segregación para
negros y para blancos. Dicho de otro modo, en su calidad de jueces,
deberían olvidarse de los factores históricos y contextuales que obviamente
conocen.
Wechsler hace entonces un revelador aparte: «En una época en que
trabajé con Charles H. Houston en un caso que llevamos ante el Tribunal
Supremo, [...] yo no sufría menos que él sabiendo que teníamos que
desplazarnos hasta Union Station para poder almorzar juntos durante los
recesos». 22 Wechsler sugiere así que el hecho de que un hombre blanco y
otro negro no puedan comer juntos en un restaurante para blancos supone
una carga simétrica para ambos por tratarse de una mera negación del
derecho de asociación del uno y el otro. Aparte de su extraña omisión del
detalle de que los blancos siempre eran perfectamente libres de entrar en los
restaurantes negros (y ahí estaba la conocida historia de los locales de jazz
de Harlem para evidenciar ese hecho), no deja de sorprender su torpe
elección de ejemplo y de manera de enfocarlo, pues él era un apasionado
oponente de la segregación. Después de todo, para Wechsler esa negación
de su derecho de asociación no pasaba de ser un inconveniente y, a lo sumo,
un motivo de culpa; 23 para Houston, sin embargo, era una marca pública de
inferioridad. Reconocer una realidad evidente como esa difícilmente puede
entenderse como un ejercicio de tendenciosidad política o de alejamiento de
unos principios generales.
Wechsler quiso hacer extensivo ese obtuso criterio suyo a más casos que
el de Brown. En concreto, en su párrafo final de análisis de la sentencia
concluye con dos preguntas retóricas: «La separación obligatoria entre
sexos ¿discrimina a las mujeres solo porque pueden ser ellas las que se
sientan perjudicadas y porque ha venido impuesta por decisiones
predominantemente masculinas? ¿Acaso cuando se prohíben los
matrimonios mixtos se está discriminando solo al miembro de color de una
pareja afectada por la prohibición?». 24 Eran preguntas pretendidamente
retóricas para las que el autor no podía imaginar más que sendas respuestas
negativas, y que, por consiguiente, perseguían reducir al absurdo el modo
de razonamiento seguido en la sentencia del caso Brown. Pero nada más
fácil que estar en desacuerdo con Wechsler, rechazar su reductio con sendas
respuestas afirmativas a sus preguntas, y llegar así a la conclusión de que,
de una buena reflexión sobre la cuestión de la raza (como la que se hizo en
la sentencia Brown), es ciertamente posible derivar un modo muy
productivo de reflexionar sobre la discriminación sexual.
Las feministas aceptaron el reto de Wechsler y usaron las formas
antijerárquicas de razonamiento aplicadas a la discriminación racial para
dar forma a los argumentos jurídico-legales sobre la discriminación por
razón de sexo. Podemos ver así los argumentos de Wechsler como el
pretexto del que MacKinnon se sirvió para elaborar su teoría de la
«dominación» aplicada al problema del acoso sexual.
La raza, pues, fue un paradigma muy importante para las reflexiones
sobre la discriminación por razón de sexo. De todos modos, no es un
paradigma perfecto para el acoso sexual, porque no contempla ese sentido
característico diferenciado que hace de las peticiones de favores sexuales
algo insultante y humillante para todas las mujeres, tanto negras como
blancas.
EL TRATAMIENTO
JURÍDICO-LEGAL DEL ACOSO SEXUAL
LA SOBERBIA Y LA JUSTICIA
La soberbia vuelve la mirada de la persona hacia dentro. La igualdad de
respeto que merecemos todos obliga a que nos miremos unos a otros a los
ojos, reconociéndonos en el hecho de que todos somos reales por igual. La
violación ha estado tipificada como delito en el derecho penal de este país
durante la mayor parte de su historia, pero con criterios inadecuados y
definiciones miopes, fundadas en estereotipos. Aun así, el derecho tenía
cierta concepción aproximada de ese delito, por lo que, más que crear
legislación o jurisprudencia desde cero, lo que hubo que hacer fue
modernizar y reformular el derecho ya existente. La cosa fue muy distinta,
sin embargo, con la cuestión del acoso sexual en el trabajo. Aunque el
delito en cuestión fuese un fenómeno habitual, la ley simplemente no lo
veía: podría decirse que ella misma estaba afectada de soberbia. Los jueces
varones miraban en el fuero interno de otros varones, en vez de a las
experiencias de las mujeres y las generalizadas negaciones de su autonomía
laboral. Y la ley también miraba hacia dentro con ellos.
Si la reforma del derecho penal ha sido un éxito notable surgido del
entregado ejercicio de la abogacía y de una valerosa protesta intelectual, el
triunfo en el terreno del derecho civil sobre el acoso sexual, aun siendo
todavía incompleto, ha sido más asombroso si cabe: ha significado la
creación de un nuevo ámbito del derecho, casi ex novo, a partir únicamente
del lenguaje abstracto y abierto del título VII de la Ley de Derechos Civiles.
Allí donde en eras anteriores se hablaba de «naturaleza», «erotismo»,
«coqueteo» y puede que, a lo sumo, de una «desafortunada situación
personal», aparece ahora una teoría, una tradición de jurisprudencia y un
avance en los problemas pendientes de solución, que cada vez se van
haciendo más específicos y depurados. Es una tradición de la que
congratularse.
Enorgullecerse de ella no obliga a tomar partido en ninguna de las agrias
luchas territoriales que se dirimen en el seno del feminismo. Linda
Hirshman, por ejemplo, insinúa en Reckoning que alinearse con MacKinnon
y los tribunales en la cuestión del acoso sexual equivale a cuestionar la
revolución sexual y la legalidad de la pornografía. Pero si centramos la
mirada en las cuestiones clave de la dominación y la autonomía, veremos
que el actual derecho civil sobre acoso sexual es neutral a propósito de esos
temas. La legalidad de la pornografía no es óbice para que pueda ser un
componente de un entorno laboral hostil (no hace falta prohibir los martillos
para tratar una agresión con uno de ellos como un delito). 55 Y lo que es aún
más claro es que la aceptación de nuevas normas mucho más liberales en
materia de elección sexual no da a los hombres el derecho a negar a las
mujeres su autonomía sexual, sometiéndolas a presiones insistentes en el
trabajo.
Por usar un término tomado del pensamiento político rawlsiano,
podríamos decir que las actuales normas jurídico-legales conforman un
consenso por solapamiento que puede ser aceptado por personas con
variadas concepciones «comprehensivas» de cómo deben ser las relaciones
de género, algo que no debería sorprendernos si tenemos en cuenta que la
formulación de la doctrina le debe momentos clave a Catharine
MacKinnon, a la juez progresista Ruth Bader Ginsburg, a la juez moderada
Sandra Day O’Connor, a los jueces textualistas Antonin Scalia y Neil
Gorsuch, y al juez liberal-libertario pragmático Richard Posner. ¿Qué tienen
todas estas figuras en común? Todas han mirado a la cara la realidad de la
situación de las mujeres (y de los hombres) en el trabajo, teniendo muy
presentes los ideales del título VII y aplicando una valiente visión sobre las
posibilidades de ampliación del imperio de la ley abiertas por la vaguedad
del texto original.
Interludio
ALCOHOL
TRIBUNALES DE CAMPUS
Así pues, ¿qué se puede hacer para que estos tribunales funcionen mejor?
En esta sección me referiré a varias fases clave de la evolución de este
debate. La fase 1 fue el momento en que la Administración Obama envió
una carta (conocida por su encabezamiento, «Querido colega») con
instrucciones sobre los criterios que todas las universidades debían cumplir
para recibir fondos federales. 5 La fase 2 llegó con la manifestación pública
de una serie de objeciones a dichos criterios, algunas de ellas planteadas
nada menos que por Betsy DeVos cuando accedió al cargo de secretaria de
Educación, 6 aunque parecidas críticas habían sido lanzadas con
anterioridad por varios profesionales jurídicos, con mención destacada para
un grupo de veintiocho profesores de la Facultad de Derecho de Harvard,
procedentes tanto de la izquierda como de la derecha del espectro político,
que publicaron una carta conjunta (primero en el Boston Globe, y luego
reimpresa en otros muchos medios). 7 A continuación, en la fase 3, llegó el
nuevo borrador de normativa del propio Departamento de Educación, que,
como todas las reglamentaciones administrativas, fue sometido a «consulta
pública previa», 8 durante la que recibió más de ciento veinticuatro mil
comentarios y alegaciones. 9 Por último, en la fase 4 (en mayo de 2020), el
Departamento de Educación emitió su regla final, que es la actualmente
vinculante para todas las universidades que reciben dinero
federal. 10 Procederé punto por punto.
En primer lugar, todas las partes implicadas en el tema deben tener clara
cuál es la mejor carga de la prueba. Ha sido en esta cuestión donde ha
radicado una de las mayores disputas políticas. En nuestro sistema jurídico-
legal, tres son los criterios que se utilizan actualmente. El más exigente, que
es el empleado en el sistema de justicia penal de todo Estados Unidos, es el
de la prueba más allá de toda duda razonable. Muchos países no aplican
este estándar en sus juicios penales, pero en nuestra tradición se entiende
que condenar a una persona inocente es más monstruoso (y, por
consiguiente, algo que estamos más obligados a evitar) que dejar libre a una
culpable. Junto con tan riguroso criterio, nuestro sistema de justicia penal
da a la persona acusada un derecho constitucional a la asistencia o defensa
jurídica «efectiva» y gratuita, aunque continúan existiendo grandes
disparidades entre los defensores públicos (de oficio) que asisten al acusado
o a la acusada sin coste para este o esta, y los abogados que alguien más
adinerado se puede permitir (unas diferencias, por cierto, que no siempre se
deben a la calidad de unos y otros, sino a que los abogados de oficio están
sobrecargados de trabajo y, por lo general, no disponen de tiempo suficiente
para cada cliente). Pero, cuando menos, existe la asistencia legal gratuita
para los acusados. Además, la «cláusula de confrontación» recogida en
nuestra Constitución da a las partes acusadas el derecho a conocer y
confrontarse con sus testigos de cargo. A partir de esas garantías
constitucionales, con el tiempo se han ido deduciendo otros derechos, entre
los que el más famoso seguramente sea la llamada regla Miranda: la
obligación de leerles sus derechos a los acusados en el momento de su
arresto (sobre todo, sus derechos a contar con la asistencia de un abogado y
a guardar silencio). Así pues, nuestro sistema protege las garantías de los
acusados en múltiples formas y sentidos.
En los juicios civiles, sin embargo, el criterio que se aplica es el de la
preponderancia de la prueba, lo que significa que la parte demandante gana
si consigue que los indicios y las pruebas que presenta pesen a favor de sus
argumentos en más de un 50% sobre el total. Se trata, como es evidente, de
un estándar mucho más débil. Tampoco se garantiza la presencia de
abogados gratuitos en las causas civiles (solo en algunos estados; en la
mayoría, no). Aun así, el sistema de litigación civil cuenta con firmes
estructuras procesales que salvaguardan a las partes, y en particular, con un
prolongado periodo de «descubrimiento» probatorio que da a demandados y
a demandantes la oportunidad de examinar las pruebas presentadas por la
otra parte. De hecho, muchas personas piensan que, sin tales salvaguardas
estructurales y sin letrados que asesoren jurídicamente a las partes, el
criterio de la preponderancia de la prueba sería bastante propenso a producir
errores.
Un tercer estándar intermedio es el de la prueba clara y convincente, que
se utiliza según lo especifican las leyes estatales pertinentes, aunque, por lo
general, se aplica en ámbitos relacionados con la paternidad y la custodia de
los hijos. Cuando se usa este criterio se suele entender que basta con que
haya un 75% de probabilidades de que lo que alega la persona demandante
sea verdad.
Antes de que las autoridades responsables en la Administración Obama
enviaran aquella carta a sus «queridos colegas», 11 en la mayoría de las
universidades se empleaba la prueba clara y convincente como criterio
probatorio en los tribunales internos que entendían de casos de agresión
sexual. La Administración Obama instó, sin embargo, a que se utilizara el
criterio de la preponderancia de la prueba, característico del procedimiento
civil. La carta del profesorado de la Facultad de Derecho de Harvard y los
comentarios de la propia DeVos sostenían que este otro estándar no era lo
bastante garantista con los derechos de los acusados. De momento, no
parece que nadie propugne el criterio de la duda razonable, que sería muy
difícil de aplicar en el contexto informal y de menor solidez probatoria
propio de esos tribunales universitarios. Así que la alternativa es entre los
otros dos estándares y, al final, la regla definitiva aprobada por el
Departamento de Educación cede a cada centro la elección última al
respecto.
Es importante aclarar que un tribunal de campus no puede privar de
libertad a un acusado. El hecho de que en él se contemple una sanción tan
dura como esa es el principal motivo por el que nuestro sistema jurídico
penal opta por el criterio de la duda razonable. Pero los tribunales formales
de justicia han reiterado que las oportunidades educativas constituyen
intereses económicos o de propiedad, y no entran en el ámbito de las
libertades constitucionalmente protegidas. Por lo tanto, no parece que tenga
nada de extraño aplicar o bien el criterio de preponderancia, propio de la
justicia civil, o bien el más estricto criterio de la prueba clara y
convincente. Y ahí está el debate.
En la vida real, ambos bandos tienen sus propias y meritorias razones.
Los defensores de la preponderancia de la prueba creen justificadamente
que en las típicas interacciones en las que interviene el alcohol difícilmente
se podría imponer ningún otro estándar más riguroso. No obstante, también
es cierto que la educación, aunque se considere una propiedad, no deja de
ser una propiedad de importancia especial y definitoria en nuestra sociedad.
Por lo tanto, es importante ser garantistas con las personas acusadas. Y el
criterio típico de la justicia civil probablemente no es lo más aconsejable en
un contexto que carece de las salvaguardas procesales que sí suelen estar
presentes en las causas judiciales. El estándar de la prueba clara y
convincente tiene más sentido, creo yo; pero si un centro opta por la
preponderancia —pues, como ya he dicho, la regla definitiva deja en última
instancia, y de forma bastante sorprendente, la elección entre esos dos
criterios en manos de las propias instituciones—, un tribunal de campus
cuidadoso probablemente valoraría las pruebas con un criterio de
preponderancia reforzada, por el que no condenaría necesariamente a
alguien solo porque las pruebas sugieran un escaso 50,5% de probabilidades
de culpabilidad. El enfoque de «la mitad más uno» no sería realmente lo
bastante garantista con el acusado. Por eso, muchos tribunales que se guían
por el estándar de la preponderancia hacen una interpretación algo más
exigente de ese criterio en la práctica. Pero, eso sí, sea cual sea el estándar
aplicado, los miembros de los tribunales informales tienen que estar mejor
formados en todo este tema de las evidencias y la carga de la prueba.
Una segunda cuestión de gran importancia es la definición de acoso
sexual. En los procesos seguidos en los campus se suelen mezclar las dos
figuras que nuestro sistema jurídico-legal tanto se ha esforzado por
diferenciar: la agresión (o el abuso) sexual y el acoso sexual (en el trabajo).
Nada de malo hay en combinarlos si se establecen unas definiciones
adicionales claras. Así, la agresión sexual se define normalmente como un
acto único, y no como un patrón de acciones; para que nos entendamos,
basta con violar a una mujer una vez para ser culpable de violación. El
acoso sexual, sin embargo, presenta dos formas distintas. Si existe un quid
pro quo, basta un solo acto de ese tipo para que sea constitutivo de acoso.
Pero cuando hablamos de acoso por la creación de un entorno hostil, la
parte demandante tiene que demostrar una pauta de actuaciones que sean lo
bastante «duras» y «extendidas», amén de «indeseadas». Un comentario
degradante o una insinuación grosera no bastan. Esta es una distinción que
me parece correcta.
Pues bien, desde el punto de vista de estos antecedentes jurídicos, la
carta «Querido colega» distaba mucho de ser adecuada. Definía el acoso
sexual como una «conducta no deseada de naturaleza sexual», en la que se
incluyen «proposiciones sexuales no deseadas, peticiones de favores
sexuales, y otros comportamientos verbales, no verbales o físicos de
naturaleza sexual». Eso significaba en la práctica que un solo comentario
grosero o degradante, sin prueba previa de que no fuera deseado, sería
denunciable. Por el contrario, la actual regla final del Departamento de
Educación (la fase 4 del debate) se ajusta bastante a los estándares
aceptados en otros ámbitos de nuestro sistema jurídico-legal. Se reconocen
tres categorías de acoso sexual: (1) «cualquier caso de acoso quid pro quo
por parte de un empleado del centro», (2) «cualquier conducta no deseada
por la persona destinataria que cualquier individuo razonable pudiera
considerar lo bastante dura, extendida y objetivamente ofensiva como para
que aquella se viera privada de su acceso igualitario a la educación», y (3)
«cualquier caso de agresión sexual según esta se define en la Ley Clery
[una norma legal federal que regula la seguridad en los campus
universitarios], o de violencia durante una cita, o de violencia doméstica, o
de acoso físico (stalking) según se definen en la Ley contra la Violencia
contra las Mujeres». Dicho de otro modo, un solo acto sin previo aviso
sigue pudiendo considerarse agresión sexual o acoso con quid pro quo, pero
para que una conducta sea constitutiva de acoso verbal debe haber un
patrón que cumpla con el criterio de extensión y dureza postulado por el
Supremo, y que se podrá valorar desde el punto de visto de un hipotético
observador razonable. La regla final protege a quien hiciera un comentario
muy ofensivo a otra persona sin saber que no iba a ser bien recibido por esta
si, a partir de ahí, no persistió en esa conducta.
En la mayoría de los sentidos, la regla final del Departamento de
Educación representa un progreso respecto a la normativa impulsada por la
Administración Obama, y también respecto a la primera regla provisional
(la de la fase 3) del propio Departamento de Educación cuando DeVos
accedió al cargo, pues en ella no se incluían la violencia durante las citas, la
violencia doméstica ni el acoso físico. La regla final es quizá un tanto
limitadora en exceso al requerir que la parte acusadora demuestre no solo
que el acoso ha sido duro, extendido y objetivamente ofensivo, sino que
también ha causado un efecto nocivo para el acceso igualitario a la
educación de la persona afectada. Los campus universitarios son
organizaciones académicas, pero también son organizaciones sociales. El
acoso social no siempre afecta a la capacidad de la persona para estudiar,
así que ¿por qué debería demostrarse que lo hace? ¿Por qué no basta con
demostrar el envenenamiento de la vida social que la persona perjudicada
padece con sus compañeros o profesores en el campus? También se han
criticado otros aspectos de la norma, pero, en general, el procedimiento de
consulta pública previa parece haber funcionado muy bien.
No entraré aquí en los detalles de los diversos debates sobre las
diferencias del procedimiento para interrogar a los testigos y contrastar sus
testimonios en la normativa antigua y en la nueva. En lo que sí que me
quiero centrar, sin embargo, es en lo que considero que es uno de los
mayores problemas de los tribunales de campus y que ninguna de esas
reglas ha abordado: me refiero al hecho de que el acusado no tenga acceso
a una asistencia jurídica gratuita en esos procesos. La mayoría de las
universidades y colleges no solo no prevén la presencia de un abogado que
asista a la parte denunciada, sino que desaconsejan activamente que esta
contrate a alguno. Normalmente, al acusado se le permite tener a un valedor
o asesor, pero cuando pregunta si puede buscarse a un abogado para que
ejerza ese papel de defensor, se le suele disuadir de que lo haga. No está
bien que sea así. Los «asesores» suelen ser profesores o administradores de
la propia universidad sin formación legal y sin capacidad real para defender
con firmeza los derechos de su cliente. Y tampoco está bien que quien
quiera un abogado se lo tenga que pagar de su bolsillo. La asistencia
jurídica gratuita ayudaría muchísimo a disipar dudas como las planteadas
por los veintiocho profesores de la Facultad de Derecho de Harvard
(recordemos la fase 2) sobre la equidad del sistema. La Universidad de
Columbia sí facilita asesoramiento legal gratuito para los acusados, y
también lo hace (ahora) la Facultad de Derecho de Harvard, aunque no el
resto de los centros de esa universidad. La mía propia ha puesto en marcha
hace poco una nueva política que ofrece asesoramiento jurídico gratuito
tanto a los denunciados como a los denunciantes. No he logrado averiguar
cuántas instituciones más lo hacen. Sí sé que hay dinero de subvenciones
federales disponible para prestar asistencia a estudiantes acusados en ese
tipo de procesos en las universidades estatales. Pero el eje sobre el que gira
nuestro sistema de justicia es la defensa legal. Tal vez este requisito no sea
exigible para casos donde se juzgan infracciones menores que,
posiblemente, no conlleven mayor sanción que la obligación de asistir a
sesiones de terapia u orientación antialcohólica, por ejemplo; pero en casos
en que la persona acusada se enfrente a la posibilidad de ser expulsada, la
presencia de un abogado defensor debería ser obligatoria, fuera cual fuere
su coste. Las universidades tienen a muchos médicos, enfermeros y
psicólogos en plantilla, por ejemplo. Y también cuentan con abogados entre
su personal, solo que no para fines como este. Deberían ampliar sus
departamentos de servicios jurídicos para incluir a letradas y letrados al
servicio del alumnado precisamente para esta clase de problemas.
Ya he dicho que los miembros de los tribunales de campus no suelen
estar suficientemente instruidos en la materia. Creo que la mejor solución
para este problema —en vista de que la composición de dichos tribunales
va variando por turnos rotatorios— es que se dé formación obligatoria
sobre el tratamiento legal de la agresión y el acoso sexuales a todo el
profesorado y personal de administración. De hecho, esta formación ya es
preceptiva en la mayoría de las universidades, como también lo es en la
mayoría de las empresas. En la Universidad de Chicago, todos los
administradores y miembros del profesorado debemos realizar ese cursillo
en línea todos los años. No es perfecto, pero sirve para proporcionar un
nivel bastante uniforme de concienciación sobre el problema.
PROCEDIMIENTO EN CASOS AMPARADOS POR EL TÍTULO
IX
Ahora sí: las denuncias de agresión y acoso sexuales que presentan las
mujeres por fin se toman en serio. No en todas partes, ni tampoco todo el
mundo, es cierto (baste recordar que no se llevó a cabo una investigación
completa de las acusaciones lanzadas contra Brett Kavanaugh durante el
proceso de confirmación en el Senado de su nominación para juez del
Supremo, como tampoco se investigaron las formuladas contra Clarence
Thomas durante el suyo en 1991). Pero el movimiento #MeToo ha dado
pasos de gigante y ha generado una gran concienciación pública sobre lo
extendidos que están estos particulares daños a las mujeres y sobre el precio
que se cobran.
Como ya hemos visto, este movimiento no es en absoluto el invento de
un puñado de personas famosas que se han decidido a denunciar. Muchas
mujeres de a pie (y sus abogadas y abogados) llevan décadas alzando sus
voces, y sus esfuerzos han logrado dar un gran impulso a la conformación
de una cultura jurídica y legal en la que las alegaciones de las mujeres se
puedan tomar por fin en serio, aun cuando no siempre ganen ellas. La
multiplicación de voces ha empezado a crear una cultura de la confianza:
«Si esas valerosas mujeres no temen dar un paso adelante —han pensado
otras muchas—, entonces yo también debería estar dispuesta a denunciar».
La propia razón de ser del #MeToo es la de solidarizarse para reclamar una
mayor responsabilización de los culpables. La etiqueta #MeToo es un apoyo
para las mujeres: no tienes que dar la cara tú sola; la das con todas nosotras
a tu lado y todas nos apoyamos para exigir justicia.
La cultura del #MeToo ha funcionado como un estimulante para el
conjunto de nuestra sociedad y ha despertado a todos los que estaban
dispuestos a escuchar. También ha traído ciertos problemas consigo. Es muy
habitual que las acusaciones actuales de las mujeres ya no se puedan
sustanciar claramente porque los presuntos delitos sucedieron en un
momento muy anterior. A menudo, la prescripción legal de los delitos
impide enjuiciarlos; pero incluso si no han prescrito, los años transcurridos
desde los hechos se traducen en una mayor escasez de pruebas. Por lo
general, son casos en los que no se practicó ningún kit de violación y cuyos
testigos (si los hubo) han desaparecido hace ya algún tiempo o han olvidado
los detalles. Esto es malo para la mujer que presenta la denuncia, porque
impide que se le haga justicia. Pero también es malo para la persona
acusada, pues el carácter informal de esas acusaciones implica que no esté
amparada por las garantías procesales previstas por la ley y que, en muchos
casos, no se lleve a cabo una investigación exhaustiva. De ese modo, la
mujer no consigue que se le haga justicia, pero el hombre también puede
perder muchísimo (su carrera profesional, su medio de vida, su
tranquilidad) sin instancia alguna a la que recurrir para remediarlo. El lugar
de la ley y sus salvaguardas es tomado en esos casos por una cultura del
avergonzamiento público que todos los que se preocupan o se han
preocupado por el interés de la justicia llevan siglos tratando de sustituir por
los instrumentos del Estado de derecho. El castigo por avergonzamiento
tiene hoy en día sus partidarios, pero encierra toda una serie de defectos
sobre los que volveré más a fondo en mi «Conclusión». La ley es imparcial
de un modo que una cultura basada en la vergüenza no lo es. Y, en la
medida de lo posible, siempre deberíamos acudir a la ley para disuadir las
malas conductas, y no a la censura informal.
De todos modos, el #MeToo también ha acicateado con fuerza a los
legisladores y a la población en general: les ha dicho que las conductas de
ese tipo son malas y que deben comportar algún tipo de sanción, ya sea
penal o civil. También envía un mensaje a las organizaciones: «Instituyan
normativas claras si no lo han hecho aún —en las que se defina qué
comportamientos son aceptables y cuáles no— y hagan que se cumplan de
forma equitativa y sin excepciones». A estas alturas, ya sabemos que, en
lugares de trabajo bien definidos, como pueden ser los gabinetes jurídicos,
las empresas o las universidades, las normas institucionales claras referidas
al acoso y la agresión sexuales tienen una gran capacidad disuasoria y
reformadora. En la década de 1970, el acoso sexual estaba muy extendido
en todos esos contextos, y los hombres que se abstenían de comportarse de
ese modo tampoco estaban lo bastante convencidos de la improcedencia de
tal conducta como para recriminársela o prohibírsela a los otros. Las
víctimas no tenían adónde acudir, e incluso el hecho de que se quejaran
solía tomarse como un síntoma de una hipersensible debilidad de su parte.
A menudo, incluso muchos hombres bienintencionados pensaban que ese
tipo de conducta o actitud en pequeña medida era aceptable y no hacía
daño: a muchos, las relaciones sexuales consentidas entre supervisores y
supervisadas les parecían expresiones «naturales» del deseo erótico, y no
dañinos abusos de poder.
Hoy en día, sin embargo, existen por lo normal unas reglas claras que
definen qué tipos de relaciones se permiten y cuáles se prohíben en el
trabajo, y el erotismo ya no sirve de difuso halo excusador con el que los
hombres se puedan engañar a sí mismos para seguir haciendo «lo mismo de
siempre». A las personas, en general, les gusta conformar su conducta a
unas leyes y normas: a algunas, porque consideran que es lo correcto; a
otras, porque temen las consecuencias de no hacerlo. Las reglas también
pueden educar a los jóvenes. Hoy en día, cuando toda una generación ha
vivido ya en un contexto de legislación efectiva contra el acoso sexual, los
infractores en entornos laborales claramente regidos por normas tienden a
ser personas que tienen problemas atípicos con los límites: psicópatas,
consumidores abusivos de estupefacientes, etcétera. En general, en el
entorno laboral bien regulado por normas suele haber mucha
responsabilización, y el chaparrón del #MeToo ha brindado un apoyo
adicional a la cultura del lugar de trabajo que fomenta el cumplimiento de
esas reglas. Incluso a algunas personas que ocupan puestos de enorme
poder —como el que fuera consejero delegado de McDonald’s, Stephen
Easterbrook, despedido por haber tenido una aventura consentida con una
empleada en contra de la política oficial de la empresa— se les están
exigiendo responsabilidades si violan normativas claras y públicamente
estipuladas para todos. Aunque la indemnización por despido de en torno a
42 millones de dólares que Easterbrook recibió deslució un tanto esta
victoria de la justicia regida por normas (y, sin duda, puso de relieve la
brecha salarial existente en las grandes sociedades anónimas), su caso
revela una llamativa imparcialidad en la aplicación de las regulaciones de
los entornos laborales.
Otros ámbitos, sin embargo, se resisten a esa responsabilización. En
ellos, a los infractores ni se los disuade ni se les imputa culpa alguna por
sus conductas inapropiadas. La ley no ha asumido aún en ellos ese papel
disuasorio que se le supone como inspiradora de temor, y posiblemente eso
hace que la propia ley no consiga reformar a fondo, tampoco, el
comportamiento de los individuos que actúan en esas esferas. Las personas
a las que estudiaré aquí están aquejadas de lo que podríamos llamar una
soberbia inflamada, pues creen que las normas rigen para otros, pero no
para ellas. La soberbia fomenta malos comportamientos. Pero la ausencia
de claridad institucional fomenta la soberbia. Como las instituciones son
débiles, los hombres a los que nos referiremos entienden (con motivo) que,
aunque las reglas en teoría también están vigentes para ellos, no se las harán
cumplir. Estos ámbitos de soberbia protegida coinciden normalmente con
áreas en las que unas pocas personas de aptitudes inusualmente elevadas
ganan mucho dinero o manejan mucho poder sobre otra gente. El hecho
mismo de que sean difíciles de sustituir las aísla. El consejero delegado de
una gran compañía ocupa un puesto de gran altura, pero se le puede
reemplazar con cierta facilidad. El político tiene muchos sustitutos
llamando a su puerta. No ocurre lo mismo con el deportista de gran talento,
ni con el artista excepcional, ni (por razones institucionales) con el
influyente juez federal. La tercera parte de este libro se centra en esas tres
«ciudadelas de la soberbia»: nos preguntaremos qué las hace tan resistentes
a la imputación de responsabilidades y cómo se podría lograr introducir
reformas en esos ámbitos.
Las tres áreas mencionadas son diferentes entre sí, pero una reforma
destaca como crucial en todas ellas: la instauración de unas normas públicas
bien definidas y de unos procedimientos establecidos para hacerlas cumplir.
En paralelo con esas reformas, hay que contar con una cultura de la
denuncia interna de los abusos, que incorpore a su vez unas políticas
explícitas de protección de esos denunciantes frente a potenciales
represalias. Ahora bien, en vista de nuestro historial de muy laxa (o
inexistente) vigilancia del cumplimiento de las reglas en esos ámbitos,
también se tiene que implicar la ciudadanía en general. Todos somos
consumidores y, como tales, tenemos una gran influencia sobre el éxito de
los productos de entretenimiento y los medios que nos los proporcionan, ya
sea en el apartado artístico o en el deportivo. Cuando las conductas
inapropiadas se conviertan en un lastre para los inversores que buscan
beneficios, se podrá romper el nexo de unión entre la soberbia y la avaricia.
Eso quiere decir que incluso aunque haya hombres que no quieran
reformarse, el comportamiento de los consumidores puede empujarlos a
hacerlo.
En dos de mis tres casos, al final debería bastar con aplicar remedios de
ese tipo. Pero en uno de ellos, el del deporte universitario, la estructura de
las influencias y los incentivos es tan patológica que, a mi juicio, el fútbol
americano y el baloncesto universitarios de la División I deberían
desaparecer por completo como competición (de hecho, en el baloncesto ya
se han dado grandes pasos en la línea de sustituir la vía de la alta
competición universitaria por un sistema de divisiones inferiores). Sé que lo
que propongo es controvertido, pero no hago más que alinearme con los
elocuentes argumentos del abogado (y graduado de la Facultad de Derecho
de la Universidad de Chicago) Adam Silver, actual comisionado de la
Asociación Nacional de Baloncesto (NBA) y una de las figuras más
influyentes y respetadas en el deporte de este país.
También han sido víctimas de agresión y acoso sexuales muchos varones
por parte de hombres poderosos. Y el abuso sexual es, en ciertos casos, la
expresión de un abuso de poder más general que cometen hombres que se
consideran por encima de la ley. Hace tiempo que las mujeres defienden
que el abuso sexual tiene que ver sobre todo con el poder y su abuso, y que
solo es sexual en segundo término. Yo estoy de acuerdo. Sus verdaderos
problemas son la soberbia y la cosificación, el no dar a otras personas el
pleno respeto que merecen como seres humanos iguales que cualesquiera
otros. Esa ausencia de respeto está ligada culturalmente al sexo masculino
porque son los hombres quienes dominan en muchas de las grandes
estructuras extendidas de poder, pero no hay razón para pensar que sus
víctimas solo van a ser las mujeres. Cualquier persona en una posición
inferior en la jerarquía de poder es vulnerable al abuso, y también cuando el
varón poderoso tiene una orientación homosexual puede sexualizar ese
abuso.
Repito: las protagonistas de este libro son, en cierto sentido, las mujeres,
pero su verdadero tema de fondo son las jerarquías de poder y los
comportamientos abusivos que estas instigan en personas que se crían
creyendo que están por encima de la ley y que otros seres humanos no son
del todo reales.
Capítulo 6
SOBERBIA Y PRIVILEGIOS
La Judicatura federal
Los jueces federales tienen un gran poder sobre prácticamente todos los
ámbitos de la vida estadounidense. Una vez nominados y confirmados en
sus puestos, ocupan ese cargo de por vida; el procedimiento para
destituirlos es muy dificultoso y solo se puede activar en casos muy
excepcionales. A veces su propia ambición los mantiene a raya, sobre todo
en el caso de que aspiren a llegar algún día al Tribunal Supremo: su actitud
entonces es más vigilante y se muestran más susceptibles a atender
presiones de las fuerzas políticas y de la ciudadanía. Si esa ambición no
existe o ya se ha desactivado (por lo avanzado de su edad, por haberse
ganado una fama de opinante controvertido, o simplemente por su poca
sintonía con los vientos políticos del momento), bien pueden llegar a tener
la sensación de que pueden hacer y decir lo que les plazca.
Esa era la gracia del chiste que el juez Alex Kozinski hizo en el foro de
la Sociedad Federalista (porque no era más que eso, un chiste, aunque,
como otros muchos de los que él hace, también es muy revelador de su
personalidad). Si eres un juez federal, venía a decir, te tienes que comportar
de un modo más que indignante para que alguien considere que vale la pena
hacerte responder por tu conducta. La trayectoria del propio Kozinski
ilustra cuánto de cierto hay en el chascarrillo. Durante muchos años se salió
con la suya actuando de un modo a todas luces nefasto y despreciando sin
miramientos toda regla de conducta apropiada, pues tenía comportamientos
sexualizados con sus auxiliares de la Judicatura mujeres, en particular, y
maneras agresivas y abusivas con todos sus ayudantes en general. Y
aunque, al final, fue obligado a jubilarse, dejó el puesto cobrando su
pensión completa y continúa en el pleno (y muy lucrativo) ejercicio de la
abogacía. Jamás ha reconocido los daños que su conducta causó a lo largo
de todo ese tiempo.
Voy a centrarme aquí en la Judicatura de los tribunales federales de
apelaciones. Los jueces estatales cuentan con tal variedad de reglas de
nombramiento y permanencia en sus cargos (dependiendo de los estados)
que difícilmente se puede generalizar al hablar de ellos; algunos son
nombrados con carácter vitalicio, mientras que otros lo son para mandatos
más limitados en el tiempo; muchos son elegidos por el electorado, y una
buena proporción de ellos son susceptibles de remoción de su cargo
también por votación popular. Los jueces federales, sin embargo, siempre
son nominados por el presidente. Algunos (como es el caso de los jueces
del Tribunal Tributario de Estados Unidos, o del Tribunal Contencioso-
Administrativo federal, o de otros jueces «del Artículo I») son magistrados
especializados y no especialmente politizados; lo mismo puede decirse de
los jueces del «Artículo IV» que componen los tribunales territoriales. Los
jueces más poderosos del sistema federal son los llamados del «Artículo
III» en honor de la disposición constitucional que los describe; todos son
nominados por el presidente y requieren de la posterior confirmación del
Senado. Se reparten en tres niveles: los jueces de distrito (673 en la
actualidad), los jueces de apelaciones (179 en la actualidad, cada uno
asignado a un «circuito» judicial federal) y los que componen el Tribunal
Supremo de Estados Unidos (nueve).
El cargo de juez de distrito federal es importante, pero sus funciones
pasan bastante desapercibidas y su desempeño no les reporta un especial
estatus público ni un desmedido orgullo personal. Los jueces del Supremo,
por su parte, son tan pocos y están tan constantemente en el ojo público que
es difícil formar generalizaciones sobre ellos o sobre su conducta para
aplicarlas también a otros jueces. Para empezar, su carga de trabajo es muy
reducida en comparación con la de los jueces de apelaciones. Por otra parte,
si no se comportan de forma apropiada, es fácil que la presión pública
externa a la Judicatura en sí logre influir en ellos hasta reconducirlos, como
ocurrió con la dimisión del juez Abe Fortas en 1969 ante la amenaza de que
se le abriera un expediente de destitución por varios tipos de corrupción
económica.
Los jueces de apelaciones se encuentran, por así decirlo, en el punto
óptimo de madurez para caer en la mala praxis profesional. Su
nombramiento es un honor reservado a relativamente pocos juristas y, por
lo tanto, un motivo de orgullo. Lleva asociada, además, una enorme
influencia: en la mayoría de los casos, nunca superan el nivel de los
tribunales de apelaciones, sobre todo, porque el Supremo no es muy dado a
permitir que prosperen los recursos que se interponen ante él. Así que buena
parte del modo en que vivimos bajo el imperio de la ley, al menos en la
mayoría de los ámbitos regidos por el derecho federal, se conforma en el
nivel de los tribunales de apelaciones. Y pese a ello, esta influencia se
ejerce casi siempre desde una gran opacidad, lejos del ojo público; de ahí
que la fuerza de la presión ciudadana rara vez incida en la conducta de esos
magistrados, ni siquiera después de que se sepa que han tenido
comportamientos inapropiados.
Debo decir que estoy sumamente decepcionado por la preselección de candidatos que has
preparado para tu concurso de «juez buenorro». Si bien creo que la lista de candidatas femeninas
es excelente, en la de candidatos masculinos falta algo, sinceramente. Y lo que falta soy yo.
Sí, sin duda John Roberts y Jeff Sutton son jóvenes y guapísimos, pero ¿y qué? Sé de gente
de autoridad en la materia que a las mujeres y los hombres gais entendidos y de buen gusto, los
varones de pelo cano, rollizos, de mediana edad y con un acento parecido al del gobernador
Schwarzenegger les resultan casi totalmente irresistibles.
Por eso me nomino a mí mismo [...]. Estos son los argumentos a favor de mi nominación.
* Soy el único juez del Artículo III que ha aparecido en el concurso The Dating Game, y
además, estuve dos veces. Incluso lo gané en una de ellas y tengo la grabación que lo demuestra.
* Tengo mi propio reportaje fotográfico en la revista George, con un montón de fotos mías en
las que salgo saltando. Fue hace unos años, pero con la edad, mi guapura no ha hecho más que
aumentar. 13
Y así dos páginas enteras más. Sí, claro, es gracioso..., según cómo. Y se
supone que es un chiste..., según cómo también. Pero también hay algo muy
raro en esa necesidad de tomarse tanto esfuerzo para proclamar
públicamente tu propia superioridad sexual, aunque sea medio bromeando,
y esa «rareza» casa muy bien con el tipo de persona descrita por los
empleados de la OSC, una persona para la que nadie más es del todo real:
una persona de extrema soberbia, en el sentido preciso que Dante le dio al
término.
Esa sexualización de todo continuó. He aquí cómo una antigua auxiliar
de la Judicatura (de un juez diferente), la escritora Dahlia Lithwick,
describe su primer encuentro con Kozinski en 1996, durante una sesión de
orientación para nuevos secretarios de despacho judicial:
En una recepción, nos presentaron juntos (a uno de mis nuevos compañeros auxiliares y a mí) a
este ya por entonces legendario y joven juez vitalicio, y hablamos durante un rato. No me
acuerdo de qué fue la conversación. Solo recuerdo haberme sentido muy poca cosa y muy sucia.
Sin que yo le dijera nada al respecto, ese antiguo compañero mío me envió un correo electrónico
esta semana en el que me describió aquella interacción: «A mí me ignoró por completo y a ti
parecía que te estaba desnudando con la mirada —escribió—. Jamás había visto a nadie comerse
a otra persona con los ojos de ese modo y nunca lo he vuelto a ver. Era algo incomodísimo de
observar, y eso que yo no era el objeto de las miradas». 14
EL ESCÁNDALO REINHARDT
NARCISISMO E IMPUNIDAD
Las artes escénicas
Harvey Weinstein, Bill Cosby, James Levine, Plácido Domingo: ¿qué tienen
todas estas figuras en común? Todos ellos tenían un gran poder en el mundo
de las artes escénicas. Todos usaron ese poder para abusar de mujeres (o, en
el caso de Levine, de hombres adolescentes). Todos han caído en desgracia,
arrastrados cada uno por un aluvión de relatos de víctimas cuyo peso
acumulado ha convencido a los directivos de sus instituciones respectivas
para que rescindieran sus contratos (o, en el caso de Weinstein, para que le
hicieran el vacío a su productora, que terminó quebrando). Pero no nos
confiemos ni pensemos que la justicia y las voces de los vulnerables han
triunfado por fin, pues sus casos comparten también otro rasgo común:
todos ellos estaban (y están) ya al final de sus carreras. Weinstein, aunque
tenga solo sesenta y ocho años, está enfermo y apenas puede andar; Cosby,
a sus ochenta y tres años, está ciego y en mal estado de salud, y hace tiempo
que su carrera televisiva se acabó; Levine había llegado a sus setenta y siete
años a un punto en el que ya prácticamente no podía dirigir por culpa de su
enfermedad de Parkinson cuando la dirección de la Ópera Metropolitana de
Nueva York decidió hacer caso a los rumores que corrían sobre él (y que se
conocían de forma muy extendida ya desde principios de los años ochenta).
El caso de Domingo es el más complejo: tiene ochenta años, conserva un
gran vigor físico y continúa cantando bien a una edad a la que no deja de
asombrar a público y crítica, pero sigue transmitiendo una sensación de
vulnerabilidad ante la opinión pública (y las instituciones que lo contratan)
solo porque todo el mundo sabe que su carrera de cantante está próxima a
terminar, aunque no sepamos exactamente cuándo. Al mismo tiempo (y esto
es significativo), pese a ser el que se mantiene más vigoroso de los cuatro,
es también el que menos en desgracia ha caído, pues todavía es capaz de
arrancar del público una ovación en pie de media hora en Europa, a pesar de
que se le hayan rescindido todos sus contratos de actuación en Estados
Unidos. 2 En todos esos casos, hacía años que circulaban rumores creíbles
sobre la conducta depredadora sexual de los denunciados, que, en el caso de
Cosby, estaban respaldados incluso por demandas civiles en su contra y por
una lamentable declaración judicial del propio demandado ante el tribunal
que vio una de esas demandas. Y pese a ello, la sociedad siguió ignorando
en cierto modo las voces de las víctimas hasta que los culpables ya
estuvieron viejos, enfermos e incapacitados para seguir deslumbrándonos y,
sobre todo, para resultarles muy rentables a otros que se enriquecían gracias
a sus enormes talentos. Su actual caída en desgracia, pues, no justifica el
optimismo: no demuestra que las personas con un poder como el suyo
hayan dejado de estar por encima de la ley. Se los ha considerado
prescindibles porque ya lo eran. También han caído algunas figuras más
jóvenes, es cierto, pero ninguna de ellas —hasta donde puedo recordar—
con la categoría de estrellas ni la influencia en sus respectivos campos de
estos cuatro. ¿Acaso no podemos hacerlo mejor y proteger a quienes se
dedican al arte frente a los abusos de las grandes estrellas antes de que estas
estén ya a las puertas de su ocaso natural?
Todos los casos que he comentado en el capítulo 6 (incluido el de Alex
Kozinski) ejemplifican un tipo particular de orgullo deformado: la soberbia
de las personas que piensan que su capacidad para deslumbrar a otras las
sitúa por encima de las reglas (e incluso las leyes) de la sociedad. A
diferencia de alguien como Kozinski, sin embargo, estos artistas
distinguidos nos muestran una muy triste verdad sobre los seres humanos,
que es que la más profunda y sutil aptitud perceptiva, y la capacidad para
iluminar nuestras vidas en ámbitos de la más honda importancia para las
personas, pueden coexistir en los mismos individuos con un carácter
retorcido, narcisista y absolutamente desprovisto de compasión. Si Alex
Kozinski desapareciera de la faz de la tierra, nuestro mundo probablemente
no echaría de menos ni un ápice de la supuesta capacidad perceptiva que él
le haya estado aportando. James Levine y Plácido Domingo, sin embargo,
aportan a este mundo tal belleza e iluminación que nos vemos obligados a
valorar también qué hacemos con el legado de su obra una vez que
reconocemos el trastornado trato que han dispensado a otras personas.
Ya hemos visto que algo que ayuda mucho, en lo que a la prevención del
acoso y las agresiones sexuales se refiere, es contar con un lugar de trabajo
bien definido, en el que esté claro quién es miembro y quién no. En unos
centros laborales así (como las universidades, la mayoría de los entornos
empresariales, los bufetes de abogados, etcétera), se pueden establecer
normativas claras que eduquen, disuadan de malas conductas por
adelantado y fijen unos criterios de equidad para las sanciones a posteriori.
Un concepto clave de la definición jurídica del acoso sexual, el de la
creación de un entorno laboral hostil, está pensado precisamente para
lugares de trabajo como esos, y el concepto clave del otro tipo de acoso
sexual, el de quid pro quo, también es más fácil de aplicar en ellos, pues allí
las reglas de promoción y despido son conocidas por todos y existe, cuando
menos, cierta idea compartida de qué se merece cada uno y quién se lo
merece. Obviamente se producen renovaciones de personal: cada año, por
ejemplo, entran nuevos estudiantes en una universidad y salen otros. No
obstante, en cada momento, está claro quién es alumno del centro y quién
no, y por lo tanto, para quién rigen las normas sobre el alumnado y para
quién no (lo digo ya para que quede claro: lo inevitablemente confusos que
son estos límites en el deporte universitario de la División I es uno de los
varios fallos graves en ese ámbito, como veremos en mi siguiente capítulo).
Lo mismo se puede decir de otros puestos y funciones en tales instituciones.
Es una situación que no se parece en nada a la de las artes escénicas,
salvo en contadas excepciones (como los músicos de las orquestas
sinfónicas, que suelen quedarse en una misma institución empleadora
durante un periodo largo de tiempo —e incluso pueden llegar a tener plaza
titular fija en ella— y cuya situación contractual se ajusta a una normativa
clara estipulada en su convenio sindical). Los cantantes en los coros de
ópera constituyen excepciones parecidas. Incluso cuando las orquestas y los
coros contratan a miembros extra a tiempo parcial, los términos de esa
utilización de personal adicional suelen estar bien definidos en el contrato.
Los bailarines con contratos de larga duración en una única compañía de
danza también son excepciones. Pero la mayoría del empleo en los ámbitos
del teatro, del cine, de las actuaciones televisivas, de la danza y de la
música solista (tanto vocal como instrumental, incluidos los pequeños
conjuntos o agrupaciones) es temporal, e incluso si los intérpretes están
sindicados, estos solo tienen un acceso limitado a las protecciones que los
sindicatos les pueden ofrecer. A los actores se les contrata para un
compromiso único, que puede durar más o menos, pero rara vez es muy
prolongado. Incluso las estrellas de los programas televisivos de éxito que
se renuevan varias temporadas renegocian sus contratos cada año. A los
bailarines de un espectáculo que tenga éxito en Broadway y dure,
pongamos, diez años en cartelera no se les suele contratar por la
programación completa de todas esas temporadas, pues sus facultades
pueden deteriorarse antes de eso. Sí, también las orquestas y los coros
tienen que volver a seleccionar nuevo personal a veces, pero ese proceso
está regulado por contrato, lo que rara vez es el caso en el teatro o en la
televisión. Y, de todos modos, pocos son los espectáculos que duran mucho
en cartelera.
Los actores y actrices, por consolidados que estén, siempre tienen que
pasar una audición y nunca pueden estar tranquilos en ese sentido. Como
Heidi Klum decía a menudo en el televisivo concurso de talentos Pasarela
a la fama: «Un día estás dentro, y al día siguiente estás fuera». Ninguna
fama (que no sea la de una superestrella mundial) es sólida; además,
siempre es vulnerable al envejecimiento, una forma de identidad
estigmatizada. Para los actores es muy importante mantener buenos
contactos, pues dependen de ellos, y para ello suelen contar con la
mediación de agentes que los ayudan a presentarse a castings, ya sean para
teatro, para televisión o para cine. Los castings no están regulados por
normas y es bien sabido que son impredecibles (compárese esa situación,
una vez más, con la de las orquestas sinfónicas, donde las reglas de las
pruebas de selección figuran descritas en el convenio sindical, y donde la
ocultación del género y la raza de quienes se presentan a ellas —detrás de
un telón o cortina, al menos hasta la ronda final, cuando el intérprete en
cuestión debe tocar con el resto de la orquesta— ha provocado una
revolución en el reparto de músicos de las orquestas estadounidenses, sobre
todo en comparación con el de las europeas actuales, donde todavía no se
ha implantado dicha práctica). Básicamente lo mismo se puede decir de los
músicos y cantantes solistas, tanto en el cabaret como en la ópera. En
esencia, uno o una siempre se está promocionando ante alguien, y su buena
suerte dura lo que dura. En Europa, las compañías nacionales de repertorio
ofrecen a veces plazas para músicos titulares con contratos de empleo fijo,
pero incluso en aquellas compañías de repertorio estadounidenses que
tienen miembros «regulares», a estos no se les puede garantizar su puesto
de trabajo de una temporada para la siguiente. En resumen, mientras una
artista está desempeñando un trabajo, siempre debe tener la vista puesta en
dos o tres más. E incluso si en su empleo presente no hay abusadores, no
puede dejar de temer que lo sean quienes controlen su acceso a la siguiente
oportunidad.
En definitiva, pues, el mundo artístico —en cada una de esas artes— es,
en su mayor parte, un gran espacio laboral sin fronteras. Eso significa que
ciertas personas que tienen gran poder y riqueza pueden influir en las
oportunidades de todos y todas, en mayor o menor medida. Aunque una
artista no trabaje actualmente para Harvey Weinstein ni busque trabajo en
su productora, la realidad es que siempre está buscando empleo y no sabe
cuándo necesitará que alguien con la riqueza, el poder y la extendidísima
influencia de Weinstein hable bien de ella. Tampoco un músico que no
trabajase en ninguna de las orquestas que James Levine dirigía podía eludir
el hecho de que la figura de este hombre era tan imponente en su ámbito
que influía también en la percepción que en él se tenía del talento de otros
músicos no contratados para trabajar directamente con él, sobre todo porque
impartía regularmente docencia en programas que formaban a intérpretes
musicales mucho más jóvenes y marcaba así su trayectoria de crecimiento
profesional. Tampoco, aunque no actúes con Plácido Domingo en este
momento, puedes estar segura de que no vayas a actuar con él el año que
viene; y aunque no tuvieras ningún contacto con la Ópera de Los Ángeles
(de la que él fue director general hasta 2019) en un momento dado, podías
descartar la posibilidad de que surgiera una oportunidad de empleo allí más
adelante. En el ámbito académico, alguna de las figuras más cimeras
también puede bloquearle el camino a alguien que quiera ir a trabajar a la
misma universidad donde está aquella o a algún otro centro donde tenga
una influencia desproporcionada. Pero las estrellas académicas no tienen
tan amplio ascendiente sobre todas las contrataciones en ese mundo, pues
estas suelen decidirse por votación de todo un departamento, y es
perfectamente posible conseguir empleos seguros (e incluso titularidades)
invulnerables al influjo de ese individuo. En las artes escénicas, sin
embargo, uno o una siempre está presentándose a audiciones, y nunca deja
de ser vulnerable.
Las grandes estrellas logran blindarse así frente al riesgo de ser
denunciadas desde dentro. No necesitan ningún requisito de
confidencialidad como el que obliga a los auxiliares de la Judicatura. Su
blindaje radica en la propia precariedad del resto de los intérpretes.
Dos mecanismos más del mundo artístico protegen a las estrellas. Uno es
el valor de taquilla de su mero estrellato. Aunque en cierto momento previo
pudieran haber sido reemplazables, en cuanto alcanzan el estatus de grandes
del espectáculo, parecen ya insustituibles (al menos, hasta que envejezcan o
enfermen). Las personas que participan en una producción temen contrariar
a la celebridad de turno, pues entienden que su propio bolsillo se verá
afectado si esta no está presente. Y en ámbitos artísticos menos
dependientes de las ventas de entradas y más supeditados a la dadivosidad
de los donantes, la gran estrella suele ser clave para una más generosa
implicación de estos últimos. Las grandes compañías de ópera, por ejemplo,
obtienen de las donaciones una proporción considerablemente mayor de sus
ingresos anuales que de la venta de entradas. 3 La comunidad de donantes
en la música clásica y la ópera (y seguramente también en la escena teatral
en Broadway) tiende a estar formada por personas relativamente mayores,
blancas, conservadoras en lo artístico y lo social, y dotadas de una desigual
formación musical. Y esto influye, porque el infrecuente donante con oído
bien educado valorará el desempeño artístico de un director o un músico
basándose en sus facultades reales, pero el donante típico lo hace guiándose
más por lo conocido o prestigioso que sea el nombre de la estrella.
Son muchos los factores, pues, que se conjuran para proteger a los
famosos desde el momento en que alcanzan la popularidad, pero el mayor
problema de todos es la precariedad del empleo en sí. El tratamiento
jurídico tradicional del acoso sexual es casi imposible de aplicar aquí,
cuando la estrella está acosando a diversas empleadas o empleados
temporales o simplemente potenciales. La carrera de intérprete lleva
aparejada una vulnerabilidad permanente, tanto económica como física.
PERFILES DE CORRUPCIÓN
A continuación me centraré en una única área del mundo de las artes
escénicas, que es la de la música clásica, y concretamente, en cuatro casos
que nos muestran diferentes trayectorias de abuso y de potencial
responsabilización: me refiero a los directores James Levine y Charles
Dutoit; al cantante, director y directivo Plácido Domingo; y al cantante y
profesor de voz David Daniels.
Hablamos de cuatro músicos clásicos extraordinarios. Todos se enfrentan
a acusaciones creíbles de acoso o agresiones sexuales en serie. Todos han
caído total o parcialmente en desgracia. Todos tenían ya una reputación
previa de explotación sexual que se remontaba a muchos años atrás y que
había sido ignorada de forma generalizada hasta fecha reciente. Todos han
conocido el desprestigio ya al final de sus carreras, cuando ya no
deslumbraban a tanto público como antes ni generaban tanto dinero para
otras personas (o, en todo caso, cuando se consideraba que ya habían
llegado al final de su vida profesional). Y todo esto aun a pesar de que,
debido al importante papel del talento innato, el mundo de la música clásica
está probablemente menos corrompido en ese sentido que el del teatro y el
cine.
DAVID DANIELS
CHARLES DUTOIT
JAMES LEVINE
PLÁCIDO DOMINGO
¿SOLUCIONES?
Todas estas estrellas han caído en desgracia. Por lo que parece, tres de ellas
deberían seguir estando totalmente desacreditadas. Creo que el caso de
Domingo es distinto. Se ha disculpado por aquello de lo que las
investigaciones lo han encontrado verdaderamente culpable, aunque no está
tan claro que comprenda del todo cómo su propia grandeza artística genera
presiones e intimidación en quienes lo rodean. No obstante, si esa nueva
concienciación y ese respeto por las mujeres que ahora promete resultan
algo más que una mera maniobra de autodefensa, y se evidencian en su
comportamiento a partir de aquí, yo sin duda instaría a una reconciliación
pública con su figura —en su caso nada más, no en los otros tres—,
especialmente a la luz de cómo ha ayudado y respetado realmente a muchas
mujeres (y a muchos artistas jóvenes) a lo largo de los años. Es creíble que
su comportamiento estuviera muy influido por unas actitudes de otro
tiempo y las costumbres de un país diferente, si bien la aparente
incapacidad para escuchar a los demás, muy característica de las estrellas
con poder, también influyó en él más de lo debido. En cualquier caso, habrá
que esperar a ver.
El poema de Dante mostraba solo a un pequeño número de personas
soberbias en el purgatorio, porque, para entrar en él, primero había que
admitir los propios malos actos y pedir perdón por ellos. Pero la estancia en
el purgatorio es larga y penosa, y los soberbios que entran en él tienen que
demostrar que están esforzándose muy sinceramente en reparar sus rasgos
de carácter. Para los soberbios, eso significa, sobre todo, escuchar a los
demás como iguales y mostrarles respeto.
¿Y qué hacemos con la obra de los impenitentes? Yo misma tengo
muchos discos y grabaciones. ¿Qué debería hacer yo, o las emisoras de
radio, u otros consumidores? He investigado un poco y he descubierto que
lo que un artista de música clásica cobra cuando firma un contrato de
grabación típico es una suma única, y no un anticipo a cuenta de futuros
derechos, por lo que, cuando compramos su obra, no estamos ingresando
ningún dinero en sus cuentas. Y el valor del arte es el que es. No veo
ninguna razón, pues, para no escuchar el trabajo de alguien como Levine, al
menos (puedo prescindir del de Dutoit o del de Daniels), ni incluso para no
sentirnos conmovidos y maravillados por él, sin que ello nos impida tener
presentes en todo momento las oscuras interacciones del corazón, el amor y
la risa humanas, con la crueldad más siniestra.
Capítulo 8
MASCULINIDAD Y CORRUPCIÓN
El enfermo mundo del deporte universitario
DEPORTE Y MASCULINIDAD
DAÑOS COLATERALES:
UN SISTEMA UNIVERSITARIO
PROTECTOR DE LA PEDOFILIA
Las víctimas de la violencia sexual en el sistema del deporte universitario
suelen ser estudiantes de la propia universidad o (en el caso de Notre Dame
antes citado) de otras instituciones locales de enseñanza superior. Pero
también las hay más jóvenes aún, pues el sistema universitario ha protegido
también a pedófilos en serie. El caso del que hablaré a continuación es
famoso, así que seré breve. Jerry Sandusky fue ayudante de entrenador en el
equipo de fútbol americano de la Universidad Estatal de Pensilvania (Penn
State) durante casi veinte años bajo la dirección del legendario Joe
Paterno. 64 El escándalo saltó en 2011, es decir, aproximadamente diecisiete
años después de que Sandusky empezara a abusar de niños (cuando ya
estaba contratado como técnico del equipo universitario) a través de su
participación en el programa Second Mile, una iniciativa benéfica para
menores con problemas que él contribuyó a fundar. Las señales de peligro
eran ya evidentes en 1998, cuando una madre se quejó de que Sandusky
había tenido una conducta inapropiada con el hijo de aquella, de once años
de edad, y la policía lo investigó. Sandusky admitió que no había estado
bien ducharse con el niño y prometió no volver a hacerlo. Se jubiló
oficialmente como técnico de Penn State en 1999, pero conservó la
condición de entrenador emérito y el acceso sin restricciones a todas las
instalaciones deportivas de la universidad. A partir de ahí, ocurrieron otros
incidentes de abusos sexuales (con sexo anal incluido) denunciados por
testigos, pero ni la policía ni la Fiscalía los investigaron. De hecho, hubo
que esperar a 2008 para que Sandusky fuese excluido de las actividades
deportivas de la universidad en las que participaban niños.
Si buscan más detalles, no les será difícil encontrarlos. Incluso después
de iniciada una investigación con gran jurado en 2011, el obstruccionismo
siguió siendo la norma; se descubrió, por ejemplo, que uno de los jueces era
voluntario de la iniciativa benéfica de Sandusky. De hecho, al final, todos
los jueces locales de primera instancia de lo civil tuvieron que inhibirse del
caso por tener conflictos de intereses relacionados con el deporte
universitario en Penn State (la Universidad Estatal de Pensilvania, al igual
que la de Florida, es una comunidad bastante pequeña, donde la intensa
fidelidad al equipo de fútbol americano local puede pasar fácilmente por
encima de la ética). Se descubrió también que el entrenador principal,
Paterno, había estado implicado en aquel prolongado encubrimiento,
aunque su fallecimiento a los ochenta y cinco años, en enero de 2012,
impidió que se le imputara formalmente acusación alguna. En junio de
2012, Sandusky fue hallado culpable de cuarenta y cinco cargos de abuso
sexual. Un mes después, el director del FBI, Louis Freeh, declaró que Penn
State había mostrado una «desconsideración absoluta y sistemática» por las
víctimas infantiles de los abusos sexuales y había encubierto a un
depredador sexual en serie. Al final, y tras aquel fallo judicial (aunque,
desde luego, tardísimo, como siempre), la NCAA multó a Penn State y
excluyó a su equipo de fútbol de todos los trofeos de postemporada. La
universidad tuvo que renunciar además a todas las ganancias conseguidas
de 1998 a 2011. Al mismo tiempo, la Conferencia de las Big Ten dictó que
la parte de los ingresos derivados de cualquier trofeo de postemporada que
correspondiera a Penn State durante las cuatro temporadas siguientes fuera
donada a organizaciones benéficas dedicadas a luchar contra el abuso
sexual infantil. Todavía hay pendientes múltiples recursos y demandas
contra la Universidad Estatal de Pensilvania; se puede hacer un seguimiento
de ellos en un artículo en línea que se actualiza continuamente: «Penn State
Scandal Fast Facts». 65
Esta historia tan profundamente impactante no debería sorprendernos. Es
algo que cualquier estudio del sistema deportivo universitario nos llevaría a
esperar que sucediera. El poder y la avaricia son el motor de todo en el
deporte universitario, y esos jovencitos con problemas (económicos y de
todo tipo) de los que Sandusky abusó tenían menos poder aún que una
mujer como Erica Kinsman, que denunció su caso con valentía. También a
ellos los trataron como simples cosas. 66
EL FRACASO DE LAS REFORMAS
Durante mucho tiempo, mucha gente pensó que este sistema corrupto se
podía reformar si se imponían normas más estrictas y la NCAA las hacía
cumplir con mayor rigor. Voy a valorar a continuación dos fases en las
iniciativas de reforma emprendidas hasta ahora: la primera, durante el largo
mandato de Myles Brand como presidente de la NCAA, desde 2002 hasta
su fallecimiento por cáncer de páncreas en 2009; y la segunda, coincidiendo
con la recientemente creada Comisión sobre el Baloncesto Universitario
presidida por Condoleezza Rice, a menudo conocida como Comisión Rice.
Brand, filósofo y veterano administrador universitario, llegó a la NCAA
tras haber acumulado una larga experiencia trabajando en ese sistema
corrupto: primero, como rector de la Universidad de Oregón, donde Nike
llevaba tiempo imponiendo su voluntad en muchas decisiones de la propia
institución debido a la desproporcionada influencia de su exalumno y
generoso donante Phil Knight, cofundador y largo tiempo consejero
delegado de Nike (actualmente es presidente de honor de la empresa), 67 y
posteriormente como rector de la Universidad de Indiana. En esta última,
Brand tomó la decisión de despedir al popular entrenador del equipo de
baloncesto masculino Bob Knight, después de que este cruzara la línea que
el propio Brand había establecido en cuanto a los comportamientos
violentos o abusivos contra jugadores u otros estudiantes.
La indignación resultante se tradujo en actos de vandalismo
generalizados en el campus, una manifestación de dos mil personas hasta el
domicilio de Brand, y la quema en efigie del propio rector. Brand y su
esposa, Peg Brand (Peg Weiser en la actualidad), profesora del
Departamento de Filosofía, tuvieron que irse de su casa durante un tiempo,
y Peg tampoco pudo seguir impartiendo sus clases debido a las amenazas
que recibía. Así pues, Brand conocía de primera mano los defectos del
sistema y estaba muy motivado para arreglarlos. En el discurso que
pronunció en 2001 ante el Club Nacional de Prensa, «Academics First:
Reforming Intercollegiate Athletics» [«Lo académico primero: reforma del
deporte interuniversitario»], ya había expuesto una serie de muy meditadas
ideas para una reforma, y poco después de aquella alocución, dejó Indiana
para ir a presidir la NCAA. 68 A diferencia de otros administradores, Brand
escribió prolíficamente sobre sus ideas y las defendió con esmero, por lo
que su legado nos proporciona una imagen atractiva de un modelo de
reforma que sigue siendo el dominante en la NCAA mucho tiempo después
de que él muriera.
Brand era un enamorado del deporte universitario y creía firmemente
que incluso el de máximo nivel tenía justificada su presencia en el entorno
de las universidades como parte fundamental de la misión educativa de
estas instituciones. Creía, asimismo, que el pensamiento ético es —o
debería ser— un elemento clave del deporte universitario, y que también se
debería dar una importancia central a cuestiones relacionadas con la
diversidad y la inclusión. Hacía hincapié en la necesidad de fomentar una
mayor diversidad racial en la contratación de técnicos y loaba el papel que
había tenido el título IX para promover la igualdad de las mujeres en los
deportes en la universidad. A diferencia de Bill Bowen (que piensa que los
deportes son una parte más de la vida universitaria de un estudiante y es
muy crítico con el carácter preprofesional de los equipos deportivos de las
universidades, pues separa a esos deportistas del resto del alumnado y niega
a los estudiantes no preprofesionales cualquier oportunidad de entrar en
esos equipos), Brand aceptaba la preprofesionalización como fenómeno
normal en una gran universidad. Decía que es algo análogo, por ejemplo, a
lo que ocurre con los programas que muchos centros tienen para formar a
músicos profesionales al tiempo que forman a los demás estudiantes. Pero
insistía en que los alumnos deportistas debían ser medidos conforme a los
mismos estándares académicos que los demás, y debían contar con el
mismo conjunto completo de oportunidades de aprendizaje que el resto del
alumnado. Aun así, era característico de él que se expresara en términos
generales al exponer esas ideas y no reconociera del todo hasta qué punto el
fútbol americano y el baloncesto de la División I han adquirido una vida
propia dentro de las universidades —por culpa de la financiación que
reciben de las empresas de equipación deportiva y de otras fuentes externas
— ni, en general, el papel deformador que había tenido la entrada de
abundante dinero externo en esos deportes.
Su analogía con los programas de formación musical no es muy válida
que digamos, pues estos no se nutren de grandes sumas de dinero de
empresas externas para financiar conservatorios, ni de cadenas nacionales
de televisión que ofrezcan lucrativas sumas por retransmitir actuaciones de
la orquesta o de la ópera universitarias. Dado que la Universidad de Indiana
tiene desde hace tiempo uno de los mejores conservatorios del país (de
hecho, es el mejor de todos en ópera y teatro musical), seguro que Brand se
debió de dar cuenta en algún momento del error de esa analogía, así como
de lo exigentísimos que son los programas académicos para los alumnos y
las alumnas del conservatorio de esa universidad, sin ir más lejos. Pero él
no se apartaba de la idea de que el deporte preprofesional tiene cabida en
las grandes universidades. De todos modos, su argumento completo (que
repitió muchas veces) era que había que instaurar y hacer cumplir unas
reglas estrictas sobre el trabajo académico de los alumnos deportistas, y que
los rectores universitarios (sobre todo, los de centros de la División I)
debían marcar la pauta y asumir la responsabilidad última de todo ello
(también en este punto pareció ignorar la impotencia relativa de esos
rectores ante sus entrenadores multimillonarios y las enormes sumas de
dinero que aportaban las entidades corporativas).
Es extraño —dada la importancia que, en general, Brand daba a la
igualdad de las mujeres en sus discursos— que nunca mencionara el
problema de la violencia sexual. 69 Citó muchos ejemplos de conducta
problemática, como la bebida, el juego y la violencia física; pero ni una sola
vez, en los muchos discursos suyos que he leído, aludió a la violencia
sexual como uno de los problemas a los que había que poner remedio en el
deporte universitario. Con Brand al frente, la NCAA dejó de celebrar
campeonatos en campus que aún tuvieran mascotas que representaran a los
indios americanos de un modo hostil o degradante (salvo, como ocurría con
los Seminolas de la Estatal de Florida, si la nación nativa en cuestión daba
su aprobación a esa figura representativa del equipo). Pero esa especie de
victoria en el plano de los símbolos muestra también cuáles son los límites
del poder de esa asociación: los cambios simbólicos cuestan muy poco (o
nada) a las empresas relacionadas. Significan una pequeña concesión a la
ética para personas que, al mismo tiempo, están decididas a correr un tupido
velo sobre la violencia sexual o sobre la corrupción académica endémica.
Brand se esforzó mucho por hacer más rigurosa la aplicación de las
normas en el apartado académico. También diseñó una forma más clara de
medir las tasas de graduación, con el objetivo de ayudar a la NCAA a
controlar mejor lo que estaba sucediendo. Como buen idealista que amaba
con pasión el deporte universitario, usó las potestades de su cargo para
mejorarlo hasta donde pudo. El problema es que su cargo tenía poco poder.
Y como era de esperar —dado el grado de comercialización ya presente en
ese mundo, y la extensión de la corrupción que dicha comercialización
había engendrado—, su iniciativa de reforma llegó demasiado tarde y
consiguió demasiado poco. 70
La trayectoria de Brand nos muestra hasta dónde un brillante y honrado
presidente de la NCAA puede llegar en el restablecimiento de la integridad:
no muy lejos. Reformas como las que propuso todavía parecen posibles y
deseables en las universidades de la División III, y también los libros de
Bill Bowen, centrados en esta división, marcaron un programa que seguir
bastante viable. Pero todo en la trayectoria de Brand nos indica que la
División I no se va a arreglar con iniciativas de la NCAA.
A raíz del asunto de fraude electrónico y operación de lavado de dinero
que implicó a Adidas y a numerosos programas de baloncesto universitario
de la División I, los más concienciados amantes del deporte intuyeron que
se avecinaba una crisis; fue entonces cuando se formó una comisión
independiente presidida por Condoleezza Rice. Este organismo publicó en
abril de 2018 un informe admirablemente honesto: «La crisis en el
baloncesto universitario es, ante todo, un problema de fallos en la rendición
de cuentas y de laxitud de responsabilidades [...]. Los niveles de corrupción
y engaño están ahora en un nivel que amenaza la propia supervivencia del
deporte universitario tal como lo conocemos». 71 La comisión se preguntaba
con total franqueza si vale la pena hacer el esfuerzo (inevitablemente largo
y difícil) de arreglar las cosas (aunque es evidente que Rice, amante del
deporte, no habría accedido a dedicar su tiempo a algo así si hubiera
considerado que la situación no tenía remedio). Su principal argumento es
que un título universitario es algo muy valioso en nuestra sociedad, y que,
para muchas personas, el deporte es la única vía de acceso a dicho título. La
comisión centró en todo momento su informe en el baloncesto universitario
masculino, pues consideraba que el femenino, en el que hay poco dinero
implicado, no era una fuente importante de corrupción, 72 y señaló también
que un porcentaje muy reducido de los baloncestistas universitarios logran
llegar a la NBA (un 1,2%, aproximadamente), aunque nada menos que un
59% de los jugadores de la División I creen que jugarán allí. «Un jugador,
decepcionado al saber que no tiene futuro en la NBA, puede transformar a
partir de entonces su experiencia universitaria y adoptar un plan de futuro
diferente.» Así que el modelo de deporte universitario todavía tiene un
valor, se insiste en ese documento, que también sentencia solemne que esta
será la última oportunidad que habrá de reformar dicho modelo.
Es importante señalar que el informe reparte las culpas entre todos
aquellos a los que les corresponde alguna, incluidos los programas
preuniversitarios: «Va siendo hora de que los entrenadores, los directores
deportivos, los rectores y las juntas directivas de las universidades, y los
directivos y el personal de la NCAA, las empresas de equipación deportiva,
los agentes, los entrenadores de niveles preuniversitarios y, sí, también los
padres y los propios deportistas, acepten su culpa por habernos llevado
adonde estamos hoy». 73
El informe contiene una serie de recomendaciones para fortalecer el
atractivo de las opciones académicas entre los jugadores cuando estos
sondeen sus perspectivas profesionales: permitir que se registren para el
draft de la NBA sin perder la condición de estudiantes admitidos en la
universidad si no salen elegidos en él; acceder a que los jugadores puedan
trasladar su expediente académico y seguir jugando en el equipo si ingresan
en un programa de posgrado; dejar que firmen acuerdos con agentes
profesionales (algo que está actualmente prohibido por la NCAA, pero que
trasladaría a esos jóvenes deportistas mucha información sobre sus
perspectivas profesionales en el deporte). Una de las recomendaciones más
significativas es que la NCAA instituya de inmediato un fondo (a cargo de
las universidades, según parece) que cubra la finalización de los estudios
para aquellos jugadores que cambien de rumbo y ya no continúen en un
equipo (o programa) deportivo de la universidad. «Las instituciones
universitarias deben cumplir el compromiso que han adquirido con los
alumnos deportistas de servirles de canal, no solo para la competición
deportiva, sino también para su educación.» Y, por último, la comisión
recomendaba poner fin al sistema de «uno al menos», que fija unas normas
de edad que obligan a los jóvenes baloncestistas a ir a la universidad
durante, como mínimo, un curso antes de su incorporación a la liga
profesional; es mejor que se les deje entrar directamente en la NBA a los
dieciocho si no quieren estudiar una carrera.
Son ideas muy sensatas (en general) y que hace tiempo que deberían
haberse puesto en práctica (aunque mucho me temo que unos cuantos de
esos jóvenes podrían perder ya a los dieciocho años la opción de seguir
luego una carrera profesional alternativa). Pero ¿y la corrupción? En ese
terreno, la comisión no se ahorra reproches, pero la conclusión de fondo
parece consistir en seguir aplicando más de la misma medicina. La NCAA
debería prever penalizaciones más severas que tuvieran un «efecto
disuasorio significativo». También se recomendaban ciertos elementos
nuevos: la NCAA debería crear una subdivisión independiente para la
investigación de «casos complejos», por ejemplo, y ampliar la
responsabilidad individual de los rectores, los entrenadores y otros
infractores de las normas. El problema, no obstante, es que los
investigadores independientes seguramente se enfrentarían a los mismos y
formidables obstáculos de siempre para obtener información sobre las
prácticas corruptas: después de todo, hizo falta una prolongada
investigación del FBI para descubrir el problema del fraude electrónico.
El informe de la Comisión Rice es de una admirable contundencia y
transmite acertadamente la sensación de emergencia que requiere la
situación. No obstante, parece condenado al fracaso. En primer (y más
notorio) lugar, no se dice nada del fútbol americano, que es donde se mueve
el grueso del dinero (y de la corrupción) en el deporte universitario. El
baloncesto por sí solo no podrá reformar el problema. No sé qué ocurrió en
la trastienda de esa comisión (Rice está muy implicada en el fútbol
americano, así que un conjunto compartido de propuestas habría tenido
mucho sentido), pero esa ausencia del fútbol condena el informe a la
futilidad. En él se recomiendan arreglos que costarían a las universidades
mucho dinero, pero, además, ¿por qué iban a seguir tales recomendaciones
si estas ni siquiera contemplan el deporte más caro y lucrativo de todos?
En segundo lugar, el informe no prevé ninguna vía que modifique la
estructura económica del actual sistema de financiación corporativa externa
ni los incentivos perversos a que este da lugar. Sí se prevén penalizaciones
económicas, pero los contratos televisivos son, con diferencia, la principal
fuente de ingresos deportivos para las universidades, por lo que la amenaza
de dejarlas sin partidos de postemporada representa en el fondo una
pequeña parte de esos ingresos, y solo afectaría a unas pocas de ellas. Por
último, el informe no hace referencia alguna a las agresiones sexuales como
un problema que requiera urgentemente solución. Una aislada alusión
generalizada a los «casos complejos» difícilmente puede servir por sí sola
para convencernos de que las nuevas y más estrictas reglas atajarán
realmente ese problema con la seriedad debida; tampoco tenemos motivos
para pensar que los investigadores de la NCAA llegarán allí donde la
policía no ha podido (o no se le ha dejado) llegar. En cuanto a la disuasión,
es difícil saberlo, pero ¿qué sería exactamente lo que podría disuadir
conductas como las aquí descritas, y qué nivel de riesgo estarían dispuestos
a correr los programas de deporte universitario para no perder sus
lucrativas, aunque corruptas, prácticas?
Cabe admitir que el informe refería las posibles penalizaciones con
solemne detalle: castigos competitivos de hasta cinco años sin participar en
partidos de postemporada y sanciones económicas que incluirían la pérdida
de todos los ingresos futuros por participación en dichos trofeos posteriores
a la temporada regular. Pero si las partes implicadas cuentan con que
seguirán estando por encima de todas las reglas, ¿hasta dónde serían
realmente disuasorios esos pretendidos factores de disuasión? Los
responsables y participantes en estos programas piensan que, en líneas
generales, están más allá de la ley civil y penal, así que ¿qué miedo le iban
a tener a la, por lo normal, inoperante NCAA?
Sería fácil para las mujeres, ahora que (en parte, al menos) nos hemos
empoderado, recurrir al castigo vengativo y ver en la ira punitiva una aliada
para nuestra lucha. Y lo cierto es que sí parece observarse cierta
complacencia revanchista: por ejemplo, en la dureza de las denuncias que
forman parte integral de la cultura callout (o de «llamamiento» de la
atención pública sobre ciertas conductas u opiniones), o en ese cierto tono
apocalíptico que se gasta con demasiada frecuencia en redes sociales e
internet, o (y esto es seguramente lo más peligroso de todo) en el deseo de
castigar a hombres poderosos y presuntamente descarriados por medio del
avergonzamiento público, en vez de procesándolos con las debidas
garantías (jurídicas o sociales). Como pocas veces se han oído con fuerza
las voces de las mujeres en el ámbito público, es fácil caer en dos errores de
concepto que son, en primer lugar, pensar que la ira punitiva es una
herramienta esencial de la lucha feminista, y, en segundo lugar, creer que
siempre que una mujer se expresa con contundencia exigiendo justicia lo
que está manifestando, en realidad, es una ira punitiva, un deseo de infligir
sufrimiento al hombre poderoso de turno.
A veces, ciertamente, cuesta mucho distinguir una demanda firme de
justicia de una expresión de ira punitiva que busca ante todo infligir dolor (a
fin de cuentas, la justicia a menudo causa dolor). Por ejemplo, durante el
primer debate entre los candidatos de las primarias presidenciales
demócratas (en febrero de 2020), en el que participó Michael Bloomberg,
Elizabeth Warren se enfrentó a él y le afeó sus comentarios sobre las
mujeres, y le retó a liberar a las mujeres que se habían querellado contra su
empresa de la obligación de no hablar a la que las sometían los acuerdos de
confidencialidad que habían firmado. A mí Warren me pareció contundente,
pero no enfadada: simplemente habló con determinación y presentó su
argumento con artes de abogada. Pero en medios y redes se dijo luego de
ella que se la había visto enojada, y no pocas personas se mostraron de
acuerdo con esa presunta ira. A mí me parece que Warren expuso razones
para exigir lo que exigió, y que esa exigencia estaba conectada con unos
principios progresistas antidiscriminatorios para crear un mundo mejor para
todas y todos en los entornos laborales. La acusación de ira, aunque venga
de supuestas voces amigas, no suele servir más que para infantilizar las
demandas de las mujeres y para insinuar que no tienen razones para decir lo
que dicen y que no están intentando mejorar el futuro.
Muchas feministas creen que la ira punitiva es una poderosa ayuda para
la lucha del feminismo, aunque algunas, como Lisa Tessman, también
piensan que distorsiona la personalidad. Ya he sostenido aquí que, en
cualquier caso, no existe tal tensión trágica, pues la ira de tipo punitivo-
vindicativo, que es aquella que pretende infligir un dolor retrospectivo,
sencillamente no ayuda a la lucha feminista. Yo estoy con King: esa clase
de ira es «confusa» y no tiene nada de «radical». Obedece a un impulso
ciego de desquite, sin preguntarse antes qué es lo que mejor podría ayudar
(por decirlo como lo dijo King) a «crear un mundo donde [mujeres] y
[hombres] podamos convivir».
Denunciar las malas políticas y oponerse a los (y las) aspirantes a altos
cargos que las defienden forma parte de ese esfuerzo de creación de un
buen futuro. Pero, por supuesto, el personalismo inherente a una campaña
electoral como la de las presidenciales en Estados Unidos hace que esa
denuncia legítima basada en principios sea difícil de desligar del mero
deseo de ganar desprestigiando a tu contrincante. Todos necesitamos tener
en cuenta esa distinción, procurando siempre que la ira que entre en juego
esté orientada al futuro, es decir, que sea la que yo llamo ira de transición,
una ira que diga: «Eso es indignante y malo, y no debe volver a pasar».
Pero creo que es de lamentar que la expresión de una indignación
fundamentada en unos principios se considere un ejercicio de ira punitiva, y
que más lamentable aún es que haya gente que admire y encuentre deseable
esa emoción (erróneamente atribuida).
En lo que al castigo público por avergonzamiento se refiere, cabe decir
que las redes sociales nos han llevado de vuelta a los tiempos de las cazas
de brujas y la picota, a una cultura en la que a las personas se les puede
imputar lo que el sociólogo Erving Goffman llamó una «identidad
deteriorada» sin que haya habido de por medio un proceso con garantías, y
sin posibilidad de reintegración. Hace años que critico el uso del
avergonzamiento público en el derecho penal, como aún ocurre cuando a las
personas condenadas por determinados delitos se les hace llevar placas o
señales identificativas de su condición (ya sea en sí mismas o en sus
vehículos o domicilios). 1 Cinco son los argumentos de peso que aducimos
en contra de este tipo de castigo quienes somos críticos con él: (1) estos
castigos atentan contra la dignidad humana al marcar como defectuosa a la
totalidad de la persona y no solo un único acto concreto que esta haya
hecho; (2) se alejan del ideal del Estado de derecho, pues es como si se
comisionara a la turba para que sea ella quien administre el castigo; (3) la
historia ha demostrado su nula fiabilidad, pues se transfieren fácilmente de
las personas que realmente han hecho algo malo a aquellas otras que no
tienen más tacha que la de ser impopulares; (4) tienden a incrementar el
volumen total de violencia en una sociedad, pues generan desesperación, la
cual, a su vez, insta a emprender represalias desesperadas, y (5) como
castigan muchas cosas que no son ilegales, contribuyen a «expandir la red»,
a incrementar la cantidad total de control social ejercido por la propia
sociedad. 2
Todos estos son argumentos que me parecen muy válidos. Y eso que la
versión de castigo por avergonzamiento que se deduce de las propuestas
recientes de los criminólogos tiene, al menos, el siguiente factor atenuante:
la persona en cuestión tiene que ser imputada formalmente de un delito,
juzgada y condenada antes de que nada de eso pase; el avergonzamiento
solo interviene en la fase de la pena. Y aun así, hablaríamos de castigos
susceptibles de las cinco objeciones que acabo de citar. Cuánto más en la
cultura de internet, donde (como ocurrió con el uso —en múltiples lugares y
épocas— del cepo, la picota o los tatuajes y marcas punitivos) no existe
proceso judicial previo: la turba es fiscal, juez, jurado y verdugo. El
creciente ascenso de la ira multitudinaria y del avergonzamiento punitivo
representa una enorme amenaza para la creación de un mundo de decoro
moral y respeto mutuo. Es triste que algunas feministas, que deberían ver
mejor que muchos lo desagradables que son estas estrategias (ligadas
históricamente a las cazas de brujas y a otras modalidades de misoginia),
sean las que actualmente, en algunas ocasiones, parezcan regodearse más
que nadie en ese avergonzamiento público, tanto de los hombres como de
otras feministas discrepantes.