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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prefacio
Primera Parte. ESCENARIOS DE LUCHA
Capítulo 1. COSIFICACIÓN
Interludio. SEXISMO Y MISOGINIA
Capítulo 2. VICIOS DE DOMINADOR
Capítulo 3. VICIOS DE VÍCTIMA
Segunda parte. LA LEY EMPIEZA A AFRONTAR SUS PROBLEMAS
El ámbito de la acción legal
Capítulo 4. IMPUTABILIDAD DE LA AGRESIÓN SEXUAL
Capítulo 5. LAS MUJERES Y LA SOBERBIA MASCULINA EN EL
TRABAJO
Interludio. REFLEXIÓN SOBRE LAS AGRESIONES SEXUALES EN
LOS CAMPUS UNIVERSITARIOS
Tercera parte. CIUDADELAS, RECALCITRANTES: LA JUDICATURA,
EL ARTE, EL DEPORTE
Abusos de poder y ausencia de responsabilización
Capítulo 6. SOBERBIA Y PRIVILEGIOS
Capítulo 7. NARCISISMO E IMPUNIDAD
Capítulo 8. MASCULINIDAD Y CORRUPCIÓN
Conclusión. EL CAMINO QUE HAY QUE SEGUIR
Agradecimientos
Notas
Créditos
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Sinopsis

Martha C. Nussbaum, reconocida por su elocuencia y clara visión


moral, muestra cómo el abuso y el acoso sexual derivan del uso de
las personas como cosas en beneficio propio; al igual que otras
formas de explotación, están arraigadas en el desagradable
sentimiento de orgullo. Así, la autora denuncia la existencia de tres
«Ciudadelas de la soberbia» desde cuya cúspide los hombres
todavía acaparan todo el poder: el poder judicial, las artes y los
deportes.
En Ciudadelas de la soberbia, Nussbaum analiza cómo dicho
orgullo perpetúa el abuso sexual sistémico, el narcisismo y la
masculinidad tóxica. El coraje de muchos ha provocado algunas
reformas, pero la justicia sigue siendo esquiva, pervertida a veces
por el dinero, el poder o la inercia; y también por un deseo colectivo
de venganza.
Al analizar los efectos de la ley y las políticas públicas en la
definición de violencia sexual, Nussbaum aclara cómo las brechas
en las leyes permiten, en muchas ocasiones, que esta violencia
prolifere y de qué manera dichas fisuras deben complementarse con
una comprensión de las emociones distorsionadas que generan el
abuso; y por qué la ira y la venganza rara vez logran un cambio
duradero.
Ciudadelas de la soberbia ofrece una acusación condenatoria de
la cultura del poder masculino que aísla a los abusadores poderosos
de la responsabilidad. Sin embargo, Nussbaum ofrece un camino
esperanzador a seguir, y visualiza un futuro en el que, a medida que
las víctimas se movilizan para contar sus historias y las instituciones
persiguen una reforma justa y matizada, podríamos reconocer
plenamente la igual dignidad de todas las personas.
CIUDADELAS DE LA SOBERBIA
Agresión sexual, responsabilización y reconciliación

Martha C. Nussbaum
En memoria de Rachel Nussbaum Wichert, 1972-2019
Prefacio

Corren tiempos revolucionarios para las mujeres y los hombres


estadounidenses. Un reciente alud de testimonios ha evidenciado que
nuestra sociedad ampara desde hace generaciones una cultura de violencia y
acoso sexuales. Son muchísimas las mujeres a las que se ha tratado como
simples objetos para el placer y el uso masculinos, y que han visto
agraviada su dignidad e ignoradas sus vivencias interiores. Un problema
antiquísimo como este ha pasado a un primer plano de la conciencia pública
como nunca antes, desafiando a todos los estadounidenses a escuchar —
aunque con retraso— la demanda de justicia y de igualdad de respeto de las
mujeres largo tiempo ignorada. La decencia y la justicia elemental de
nuestra sociedad dependen de que se sepa atender esa reivindicación.
La información sacada a la luz por el movimiento #MeToo desde 2017
no es nueva, en realidad. Las estadounidenses llevan más de cincuenta años
contando sus propias historias de violencia sexual y acoso en el trabajo en
busca de justicia para todas las mujeres, y son muchas las personas que,
desde los campos del derecho y de la política, han hecho grandes esfuerzos
por reformar tanto el derecho penal como el civil para que se persiga más
adecuadamente la agresión sexual (un delito punible por la vía penal) y el
acoso sexual (definido en nuestro país como un «delito civil» de
discriminación por razón de sexo, recogido en el título VII de la Ley de
Derechos Civiles de 1964). De hecho, uno de los objetivos de este libro es
contar ese conjunto de historias a menudo ignoradas para que entendamos
mejor lo largo que ha sido el camino recorrido por Estados Unidos para
avanzar hacia la justicia y la valiosa contribución que a ese avance han
hecho muchas personas anónimas y no solo las celebridades de ahora, sin
desmerecer en absoluto lo aportado por estas últimas también.
La todavía inacabada revolución de la igualdad sexual en Estados
Unidos ha sido una progresión de años y el movimiento #MeToo representa
un avance adicional. Sigue habiendo, sin embargo, barreras importantes a la
plena imputabilidad de responsabilidades en este ámbito. Por eso, un
segundo gran objetivo de este libro es precisar esos ámbitos de contumacia
y analizar las razones por las que se han resistido a las reformas. Sostendré
aquí que la avaricia supone un gran obstáculo: ciertos hombres (sobre todo,
de los ámbitos del deporte, el arte y los medios), aparentemente
irreemplazables porque hacen ganar mucho dinero a otras personas, tienden
todavía a estar aislados de esa completa imputación de responsabilidades;
sus tropelías se tapan más fácilmente que las de otras personas. La
Judicatura federal es otra esfera en la que ciertas figuras poderosas, a
menudo consideradas indispensables por aquellos cuyos intereses parecen
proteger, están blindadas de un modo similar; al menos, así ha sido hasta
fecha muy reciente, y las reformas allí aplicadas siguen estando muy lejos
de ser las adecuadas. Los déficits de responsabilización atribuibles a la
avaricia requieren de soluciones institucionales y estructurales, y aquí
propongo algunas para cada uno de esos ámbitos.
De todos modos, lo que aquí subrayaré por encima de todo es la
importancia del vicio de la soberbia como factor subyacente a la todavía
demasiado extendida tendencia a tratar a las mujeres como meros objetos, y
a negarles así un respeto igualitario y su plena autonomía. La soberbia tal
como la defino aquí es el vicio consistente en creerse por encima de los
demás y en pensar que las demás personas no son del todo reales. Es un
vicio que podemos situar en el origen de varios de los problemas más
profundos de nuestra vida nacional, incluidos la superioridad y el privilegio
raciales, y la indiferencia y el desprecio clasistas. Pero uno de los terrenos
donde ha imperado sin duda la soberbia es el de las relaciones entre
hombres y mujeres. Muchos varones que ocupan posiciones dominantes,
negándose a reconocer a las mujeres su igualdad y su plenitud como
personas, se han opuesto a la introducción de leyes que las empoderen para
defender su integridad corporal, y para afirmar su capacidad y libertad de
acción (su agencia). Y cuando, pese a todo, se aprueba este tipo de
legislación, muchos hombres se resisten asimismo a acatarla y crean una
especie de puestos de avanzada, ciudadelas de la soberbia, desde donde
eluden toda responsabilización.
Como siempre que se produce una gran revolución sociopolítica, los
actuales son «los mejores tiempos», es decir, una época de esperanza
incipiente de alcanzar la justicia plena. Pero también son «los peores
tiempos», un momento de dolor y turbulencias propios de cuando los
patrones establecidos están en cuestión, pero la gente no está segura aún de
cómo avanzar, y se forman entonces bandos enfrentados, henchidos de
resentimiento, en respuesta a las injusticias del pasado y a la magnitud de
los cambios. Cuando Charles Dickens usó esas dos expresiones para
caracterizar la Revolución francesa, una de las ideas que tenía en mente era
que, cuando se presiona en pro de la justicia, se puede generar una reacción
explosiva de emoción punitiva 1 que, lejos de ayudar a que la realidad sea
más justa, contribuye en el fondo a retrasar el progreso humano. Nuestra
época encierra peligros similares en lo que a mujeres y hombres concierne.
Estos son tiempos en los que las mujeres hablan claro y con orgullo, y
exigen justicia y respeto. También son tiempos en que algunos hombres
reaccionan desde el temor y la ira, se ofenden por la pérdida de privilegios y
demonizan el feminismo por considerarlo el origen de su insatisfacción. Y,
por desgracia, también son tiempos en que algunas mujeres no solo piden
respeto igualitario como personas, sino que también parecen complacerse
en el castigo: en vez de entender la justicia como un ideal profético de
reconciliación, prefieren concebirla apocalípticamente como una denigrante
degradación del antiguo opresor.
Pero no. La justicia es una cosa muy diferente. Precisa matices,
distinciones y estrategias previsoras que lleven a las partes en conflicto a
una mesa de paz. Sostengo aquí que, en este tema, como en tantos otros, la
emoción punitiva no ayuda en absoluto. Todos tenemos que avanzar de
algún modo hacia un futuro compartido, mujeres y hombres, y necesitamos
empezar a construir ese futuro ahora, en vez de enfocarnos hacia la
causación de un dolor retrospectivo. Eso no quiere decir que el castigo a los
infractores no forme parte de la solución institucional. El castigo es útil y, a
menudo, necesario para disuadir al delincuente, para desanimar a otros de
delinquir, para expresar las normas más importantes de la sociedad y para
educar al conjunto de esta sobre la importancia de una buena conducta. Pero
el castigo cumple sus fines legítimos únicamente si se basa en la ley, si es
equitativo y matizado, y si está calibrado conforme a la gravedad del delito.
El apogeo del movimiento #MeToo ha tenido también sus no pocos casos
de castigo sin matizar ni calibrar: momentos en los que el avergonzamiento
en masa sustituye a la justicia procesal. También ha dado pie a relatos que
descartan la reconciliación y promueven un triunfalismo punitivo.
Siguiendo la línea marcada en su día tanto por Elizabeth Cady Stanton
como por Martin Luther King Jr., la revolución que aquí defiendo es una
que reconoce plenamente la igual dignidad humana de todas las personas y
avanza hacia la creación de un mundo nuevo en el que, como King bien
dijo, «hombres y mujeres puedan vivir juntos» (aunque mejor digamos
«mujeres y hombres», porque ya es hora de que las estadounidenses y los
estadounidenses cambiemos el orden acostumbrado en nuestro modo de
pensar). Este es, en definitiva, un libro sobre justicia, pero, más bien, sobre
aquella que busca la reconciliación y un futuro compartido.
Precisamente, la justicia tiene un papel central en la ley. La ley y el
«Estado de derecho» encarnan cierta visión de la igual dignidad de las
personas y de las garantías procesales de las que son acreedoras. Y aunque
tanto la ley como sus procedimientos tienen sus límites y sus defectos, las
mujeres estadounidenses han conseguido recurrir a ella (y a los cambios
legales) como no siempre han podido hacerlo otras mujeres en países donde
las deficiencias del sistema jurídico-legal son más profundas y este puede
estar corrompido en su propia base. 2 Ahora bien, la ley solo cumple con su
labor cuando la gente la entiende, y en los Estados Unidos actuales, las
personas interesadas en la justicia para las mujeres no siempre comprenden
bien las leyes relevantes y sus orígenes. Con este libro me he propuesto en
buena medida describir las áreas relevantes del derecho (y su historia) de
forma clara para que cualquier lectora o lector que quiera usar la ley o
estudiarla más a fondo pueda estar en muy buena disposición de hacerlo.
Esto quiere decir que mi análisis puede parecer técnico en algunos
momentos, pues la imparcialidad de la ley hace que sea precisamente así,
técnica, y, como tal, poco dada a detalles coloristas y relatos personales. Los
relatos desempeñan, ciertamente, un papel en la evolución de la ley, dado
que el nuestro es un sistema de common law, en el que el derecho se
desarrolla progresivamente a partir de la casuística, y aquí cuento las
historias de algunos de esos casos cruciales. Pero lo que pretendo es que los
lectores acepten el objetivo más general, que es la creación de un sistema
que nos represente a todas y a todos, y sea equitativo para todas y todos, y
que, por lo tanto, se sitúe por encima de cualquier relato particular y sea
inmune a tendenciosidades y favoritismos. Así pues, si en algún momento
encuentran el texto un poco abstracto, por favor, no olviden que estamos
hablando de algo que es la encarnación de un noble ideal moral. Hemos
tenido que trabajar mucho para superar las limitaciones de las distintas
historias particulares y avanzar hacia una justicia imparcial para todas y
todos; no deberíamos dejar que nuestra natural predilección por el
colorismo narrativo traicione ese esfuerzo. Así entendida, la ley encarna un
ideal de reconciliación: cada persona cuenta su historia, pero no solo por
ella misma, sino en busca de un resultado que nos una y nos represente a
todas.
La ausencia de una igualdad plena para las mujeres en la sociedad
estadounidense presenta múltiples dimensiones, pues se manifiesta en las
diferencias de salario, los persistentes obstáculos a la plena representación
política, el enorme y corrosivo problema que en nuestro país representa el
desigual reparto de las labores de cuidado de las personas dependientes, o el
pertinaz problema de la vulnerabilidad de las mujeres a la violencia
doméstica. Cada uno de esos planos merecería su propio libro. 3 En este en
particular, he optado por centrarme en la agresión y el acoso sexuales, y lo
he hecho, en parte, porque estos asuntos están actuando en el momento
presente como detonantes de las demandas de justicia de las mujeres y, al
mismo tiempo, de ciertas resistencias a tales demandas, pero también de
ocasionales extralimitaciones punitivas (es un tema que tiene claros
espacios de coincidencia con el de la violencia doméstica, si bien esta
última tiene su propia importancia diferenciada y no será el foco central de
mi atención en estas páginas). Creo que enfocando bien dos cuestiones
complicadas como son la agresión y el acoso sexuales, se puede dar una
buena idea del espíritu con el que afrontar otros problemas de forma
constructiva. Los temas en los que me centro aquí, además, son una lacra de
la que la ley ha tenido históricamente parte de la culpa por no haber dado a
las mujeres una protección adecuada, aunque la labor jurídica y legal
reciente ha empezado a desandar ese camino histórico de injusticias. Son
temas que sirven, pues, de valioso campo de estudio de la interrelación
entre el cambio legal e institucional, por un lado, y las luchas sociales
subyacentes, por el otro.
En la primera parte del libro me sumerjo de inmediato en las actitudes y
las emociones que arrastraron a los estadounidenses a la crisis presente y
que actúan de impedimento para una paz duradera. Examino primero el
concepto clave de cosificación —el hecho de tratar a una persona como si
fuera un simple objeto—, pues, si lo diseccionamos con la claridad
necesaria, podemos arrojar luz sobre buena parte del camino que tenemos
por delante. Luego me centro en un rasgo idiosincrásico que ha alimentado
el tradicional desprecio por la plena igualdad de las mujeres: me refiero al
rasgo de la soberbia, que (junto con sus parientes, la avaricia y la envidia)
subyace en muchísimos casos de abuso de poder. El soberbio trata a otras
personas como objetos porque solo se ve a sí mismo. Ni escucha ni mira
más allá. Por el pernicioso papel que desempeña en el racismo y la
desigualdad de clase (además de en la discriminación sexual), la soberbia
nos procura una vía para entender mejor cómo cada una de esas formas de
abuso está relacionada con las demás y, sobre todo en el actual momento de
nuestra vida nacional, nos invita a reflexionar sobre cómo la inaceptable
subordinación racial y la no menos inaceptable subordinación sexual son
aspectos entrelazados de una cultura nacional enferma.
La vida sería más sencilla si las víctimas nunca sufrieran daños
psicológicos y solo desarrollaran emociones constructivas y útiles. En el
capítulo 3 sostengo que esto último no siempre es así, ni mucho menos, y
analizo algunas emociones que pueden impulsar un estéril revanchismo.
En la segunda parte me ocupo de la historia y la ley. Doy una breve
explicación de la progresiva revolución acaecida en el derecho penal que
nos permite contar ahora con mejores criterios para el enjuiciamiento de la
violación y la agresión sexual, y dar un mejor trato a las víctimas. Dado que
en nuestro país la mayoría de las leyes penales no son federales, sino
estatales, esa revolución ha sido inevitablemente plural, desordenada y
compleja. Pero, mientras tanto, en el nivel federal, las feministas han
seguido una estrategia diferente y han buscado protección frente al acoso
sexual en el entorno laboral valiéndose de los títulos VII y (más
recientemente) IX de la Ley de Derechos Civiles de 1964. La jugada teórica
clave ha consistido en asegurar, para el acoso sexual, la consideración
consensuada de que constituye un caso de discriminación por razón de
sexo. El acoso sexual pasa así a ser un «delito civil» en el que la parte
acusada no es la persona perpetradora, sino la institución en la que se
enmarca su actividad. La parte denunciante puede ganar el caso si logra
demostrar que se le exigió algún tipo de quid pro quo en el contexto de su
trabajo, o bien que el acoso creó un «entorno laboral hostil» (y que sus
reiteradas quejas no surtieron efecto corrector alguno). Examino aquí la
teoría de la discriminación sexual de la que surgieron esos avances legales y
trazo los principales contornos de la evolución histórica de la jurisprudencia
pertinente. De hecho, la agresión y el acoso sexuales pueden solaparse, pues
el acoso suele implicar algún tipo de agresión, aunque no necesariamente
sea así. Pero cada una de esas dos figuras implica estrategias, criterios y
conceptos legales totalmente distintos, y uno de mis objetivos aquí es
despejar ciertas confusiones muy extendidas a propósito de esas diferencias.
Como remate a la segunda parte del libro, introduzco un interludio en el que
realizo una inspección más breve del actual ambiente de controversia e
incertidumbre que rodea a las agresiones sexuales en los campus
universitarios, y sugiero, como vía de avance, una posible forma de lograr
un equilibrio adecuado entre la correcta imputabilidad penal de esos actos
(en beneficio de las víctimas) y el respeto a las debidas garantías procesales
(en beneficio de los acusados).
El movimiento #MeToo no es ni el comienzo de una revolución
feminista en el ámbito del derecho, ni su final. Gracias a un duro esfuerzo
jurídico y político a lo largo de los años, hoy la ley y el derecho son mucho
más receptivos que antes a las voces de las mujeres. En la reciente efusión
de testimonios al hilo del #MeToo, las creíbles confesiones de muchas
mujeres han animado a otras a dar un paso al frente y hablar, y también ha
hecho mucho más probable que fueran creídas al hacerlo. Aunque muchos
de los delitos así denunciados ya no se pueden perseguir judicialmente
porque han prescrito o porque no se cuenta con pruebas suficientes (de tipo
forense, por ejemplo) para hacerlo, las denuncias han movido a muchos
estados a iniciar la eliminación de todas esas barreras a la imputabilidad de
esas faltas y delitos. Tenemos que reflexionar sobre cómo facilitar una
revelación más rápida de los hechos de ese tipo, pues esa información
puede ayudar de múltiples maneras a otras personas.
El #MeToo ha contribuido a incrementar la imputabilidad de
responsabilidades por esos actos. Pero el hecho de que buena parte del
movimiento sea más social que jurídico-legal supone un problema: ¿cómo
se garantiza la justicia y se protege la dignidad que toda persona merece por
igual por el hecho de serlo, si el castigo no se inflige desde unas
instituciones legales imparciales, sino desde una campaña extrajudicial de
avergonzamiento y estigmatización? Estas formas de conducta grupal tienen
tras de sí un largo historial de transgresiones de los límites de la
proporcionalidad y las garantías procesales. 4 Curiosamente, lo que
comienza siendo un movimiento contra la cosificación puede dar pie en
ocasiones a un tipo de proceso cosificador a la inversa. 5 Mi análisis de la
primera parte del libro, referido a las emociones de las víctimas, puede
prepararnos para abordar este problema.
La cuestión fundamental no es el sexo, sino el poder. La agresión y el
acoso sexuales, como sostienen las feministas desde hace tiempo, son
abusos de poder cometidos por personas animadas a creer que ellas mismas
están por encima de las demás, a las que no ven como del todo reales. Es un
hecho cultural que los hombres han constituido el grupo dominante en las
jerarquías de poder, por lo que los abusadores a los que este libro hace
referencia son masculinos. Pero cualquier persona —hombre o mujer— que
ocupe un escalón bajo en esas jerarquías puede ser victimizada por otras.
Enfocar el problema a través de la «soberbia», como hago en este libro,
tiene tres importantes consecuencias. En primer lugar, el abuso y el acoso
sexuales deberían ser vistos como fenómenos muy afines a otros abusos de
poder, como los que se producen por razón de raza o de clase social. En
segundo lugar, hay ocasiones en las que el blanco del abuso sexual son
varones situados en posiciones bajas de la jerarquía de poder. En tercer
lugar, las mujeres son especialmente vulnerables al abuso sexual cuando
son también blanco de un abuso de poder por su raza o su clase social. En
cierto sentido, este libro trata sobre las mujeres, pero su verdadero tema
central son las jerarquías de poder y las conductas abusivas que estas
inspiran en personas que, ya desde muy jóvenes, aprenden a pensar que
están por encima de la ley y que muchos de sus congéneres no son cien por
cien reales.
La tercera parte del libro pone el acento en ciertos ámbitos refractarios al
cambio en nuestra vida nacional. En ciertas áreas, a pesar del #MeToo, hay
hombres poderosos que se mantienen por encima de la ley. Cuando unos
hombres se escudan tras estructuras institucionales perdurables que les
otorgan un enorme poder, es muy posible que continúen obrando mal
impunemente. Es tras los muros de estas «ciudadelas de la soberbia» donde
esos hombres que cosifican y menosprecian a las mujeres pueden aislarse y
parapetarse frente a la posibilidad de ser imputados de responsabilidad
alguna por su comportamiento. Un ejemplo de este problema que examino
aquí es la Judicatura federal. Además, la impunidad suele verse agravada, a
su vez, por la avaricia, aliada habitual del vicio de la soberbia. Como
muestra de este problema me fijo en el deporte universitario de élite (un
muy lucrativo negocio) y en una particular cultura de las celebridades que
observamos también en el mundo de las artes, y sugiero remedios para
ambas esferas. En todos esos análisis, parto de mis reflexiones previas
(expuestas en la primera parte del libro) sobre los vicios propios de la
dominación, con especial énfasis en la soberbia y la avaricia.
Este es un libro duro, sin concesiones a una «emotividad» mal entendida
con la que excusar cierta debilidad ante la imputabilidad de
responsabilidades por estos actos, o incluso una renuncia a tal
responsabilización. Pero es también un libro comprometido con la búsqueda
de una vía para avanzar. En la tercera parte, sostengo que las emociones, las
actitudes y las demandas punitivas no facilitan ese avance. La única
oportunidad auténtica de abrirnos a un futuro compartido nos la brindará la
insistencia tenaz en la responsabilización, combinada, eso sí, con un espíritu
de trabajo constructivo, de generosidad y de lo que podríamos llamar un
amor afirmativo. Las personas heridas se vuelven fácilmente vindicativas y
debemos mostrarnos comprensivos con esa manera de reaccionar a un
trauma genuino. Pero comprender no significa justificar. Los padres que
han perdido a un hijo por un acto de violencia criminal suelen obsesionarse
con la pena capital, pero esa respuesta comprensible no justifica la pena de
muerte, ni hace que la actitud de esos padres sea saludable o útil. En la
justicia penal en general, las víctimas suelen obsesionarse de manera
enfermiza con la venganza, y las declaraciones de «efecto sobre las
víctimas» que se les permite pronunciar al final de las vistas judiciales
suelen empañar la causa en cuestión con un cierto velo de extralimitación
punitiva, lo que pone en peligro la propia imparcialidad del proceso de
justicia penal. Una cosa no es correcta o buena solo porque una víctima la
diga. La creación de una cultura de «responsabilización con reconciliación»
implica muchos más aspectos que el emocional. Pero como Martin Luther
King Jr. bien sabía (y predicó), acertar con el espíritu y las emociones es
fundamental para poder guiar bien nuestros esfuerzos más concretos.
Al término de la guerra de Secesión, Abraham Lincoln condenó la
esclavitud en los términos más contundentes posibles, y encomendó a la
nación la misión de dejar atrás aquella atroz injusticia (es evidente que, aún
hoy en día, no la hemos superado del todo; pese a ello, la igualdad racial
plena es un objetivo hacia el que el país ha avanzado paulatinamente por un
camino en el que siguen quedando compromisos por cumplir desde hace
mucho tiempo, como el asesinato de George Floyd en mayo de 2020 puso
de manifiesto). Lo que no hizo Lincoln, sin embargo, fue jactarse triunfal de
la victoria de los suyos. En vez de eso, recomendó un espíritu de trabajo
constructivo y de amor positivo como único camino por el que avanzar
dejando atrás los indignantes pecados del pasado:
Sin guardarle rencor a nadie, sintiéndonos caritativos con todos, y manteniéndonos firmes en la
justicia, pues Dios nos otorga el don de apreciarla, esforcémonos por terminar el trabajo que
hemos empezado, por suturar las heridas de la nación, [...] por hacer todo aquello que pueda
ayudarnos a lograr y preservar una paz justa y duradera, entre nosotros mismos y con el resto de
las naciones.

Lincoln pide de nosotros una justicia desprovista de malevolencia, una


vigilante firmeza de criterio animada por un espíritu de amor por el
potencial de bondad que habita en nuestros congéneres humanos. Muchos
años más tarde, King recuperó esa misión de nuevo, ante el incumplimiento
de esa promesa de igualdad y respeto asumida por la nación en su día, y dio
continuidad y profundidad al llamamiento de Lincoln a una revolución del
corazón que dejara de lado la revancha y permitiera crear un mundo de paz.
Las mujeres y los hombres también necesitan una paz así. Para llegar a
ella, en este libro se proponen algunas estrategias (tanto estructurales como
emocionales) extraídas del estudio de las causas de nuestra «guerra» de
género.
¿Qué me ha llevado a abordar este tema en este momento? Para empezar,
más de treinta años de docencia y producción académica sobre feminismo.
Desde 1990, más o menos, imparto una asignatura titulada Filosofía
Feminista en la que intento tratar con el máximo respeto e imparcialidad
posibles todas las variedades principales del feminismo, y debo decir que he
aprendido mucho de todos los libros y artículos que allí enseño. Más aún he
aprendido de las sucesivas generaciones de estudiantes que he tenido en
esas clases y, en especial, de sus cuestionamientos críticos. También he
tenido la buena fortuna de enseñar estos últimos veinticinco años en una de
las mejores facultades de Derecho del país, donde me he empapado de
conversaciones y debates sobre derecho penal y civil, y he mantenido a
diario diálogos con algunas de las mejores pensadoras y pensadores
jurídicos sobre estos temas, como Catharine MacKinnon, creadora de
nuestra actual teoría jurídica sobre el acoso sexual y antigua docente en
nuestra facultad, o como Stephen Schulhofer, uno de los grandes críticos
progresistas de la presente legislación sobre la agresión sexual, con quien
enseñé una asignatura llamada Autonomía Sexual y Derecho. También he
tenido como colegas a dos jueces —Richard Posner, antiguo magistrado del
Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito federal, actualmente jubilado,
y Diane Wood, presidenta hasta hace poco de ese mismo tribunal— que han
realizado importantes aportaciones jurídico-legales en este ámbito. Aunque
soy filósofa y no abogada, he podido aprender de algunas de las mejores
mentes del derecho de este país y, gracias a ello, he publicado artículos
sobre teoría legal de la violación y del acoso sexual.
También soy una mujer y, como tantas otras en nuestra sociedad, he sido
víctima tanto de acoso como de agresión sexual. En un artículo que escribí
sobre mi formación como estudiante de posgrado en Harvard, referí el
acoso sexual del que tanto yo como otras muchas compañeras fuimos objeto
por parte de dos destacados profesores. 6 Y en un artículo para el Huffington
Post, publicado justo después de la condena a Bill Cosby, cuando muchos
trataban sus delitos como si solo fueran actos sui generis de una «manzana
podrida» aislada, describí la agresión sexual de la que yo misma fui víctima
por parte de otro conocido actor que también gozaba de una reputación de
rectitud similar a la de Cosby hasta entonces: Ralph Waite, el «patriarca» de
la familia de la serie de televisión Los Walton. 7 También me violaron
durante una cita (aunque en un incidente no relacionado con los anteriores).
No le veo el valor a contar esas experiencias de nuevo aquí, pues lo único
que pretendía al narrarlas en su momento era evidenciar que el caso de
Cosby no era en absoluto inusual, y ahora ya sabemos todos que esas cosas
les suceden a muchas mujeres. Tampoco quiero que este libro se entienda
como el relato de una víctima; busco más bien una perspectiva que sea justa
con todas las partes implicadas, que creo que siempre debemos buscar en la
vida.
Fijémonos, más bien, en las historias contadas por muchas mujeres, en lo
obtusa que la ley ha sido hasta ahora y en los valientes esfuerzos realizados
por cambiar las cosas.
Primera Parte
ESCENARIOS DE LUCHA
Capítulo 1

COSIFICACIÓN
Tratar a las personas como si fueran cosas

Es verdad —y viene muy al caso decirlo— que las mujeres son objetos,
mercancías, algunas consideradas más caras que otras; ahora bien, solo
afirmando nuestra propia humanidad en todo momento y situación,
pasamos a ser alguien en vez de algo. Esa, a fin de cuentas, es la
esencia fundamental de nuestra lucha.

ANDREA DWORKIN, Woman Hating

«ALGUIEN EN VEZ DE ALGO»

La violencia sexual no es solamente un problema de unos cuantos


individuos «enfermos» aislados. Se alimenta de características muy
extendidas en la sociedad estadounidense. Como casi todas las demás
sociedades del mundo, Estados Unidos ha fomentado desde hace tiempo
una cultura de privilegios masculinos arraigados que define a las mujeres
como seres subordinados que no valen tanto como los hombres. Pero la
cosa no se queda ahí. Como argumento en estas páginas, esa cultura de
fondo —incluso cuando se disimula bajo proclamaciones de respeto y
afecto, muchas de las cuales pueden ser muy sinceras— niega a las mujeres
ciertos atributos clave de los seres humanos plenos e iguales, y las trata, en
ciertos sentidos, como si fueran mercancías u objetos para el uso masculino.
Dos atributos centrales de un ser humano pleno —según bien predican
desde hace tiempo tanto nuestras principales religiones como una cultura
laica ampliamente compartida— son la autonomía y la subjetividad. Los
seres humanos son, por así decirlo, centros de libre capacidad electiva a los
que, por lo tanto, se les debe permitir tomar por sí mismos ciertas
decisiones definitorias de sus vidas, sin que estas les vengan dictadas por
otros. 1 Y son también centros de una experiencia interior profunda, cuyos
sentimientos y pensamientos tienen una gran importancia tanto para ellos
como, si las cosas van bien, para otras personas que tratan con ellos. Se
entiende que, en las democracias modernas, las buenas instituciones
sociales y políticas son aquellas que cumplen la función de proteger tanto la
autonomía como la subjetividad. Una democracia sana protege la
autonomía cuando da a las personas oportunidades para elegir por sí
mismas sobre religión, expresión, opinión política, trabajo, asociación, sexo
o matrimonio. Protege la subjetividad cuando da cobertura al hecho de que
las personas necesitan espacios para que sus creencias e ideas cobren forma
(y, para ello, ampara libertades como la de religión y la de expresión) y para
satisfacer sus emociones (con garantías como la libertad de asociación, o
los derechos a casarse y a establecer amistades, o, muy especialmente, con
la protección del consentimiento sexual).
Estas normas clave tienen implicaciones en muchas áreas de la vida
social a las que las mujeres han tenido restringido el acceso en el pasado,
como el voto, la educación o la libre elección matrimonial. Pero son
especialmente relevantes para el tema aquí tratado.
La agresión y el acoso sexuales representan una profunda violación de la
autonomía y la subjetividad. Suelen ignorar o pisotear la capacidad de
consentimiento de una mujer —u obtener de esta un seudoconsentimiento
forzado mediante extorsión— porque se la trata como si fuera un útil objeto
de gratificación masculina cuyas decisiones no importan en realidad. Al
mismo tiempo, la violencia sexual vuelve irrelevantes las emociones y los
pensamientos de las mujeres: es como si los únicos deseos reales e
importantes fueran los del varón dominante. Hay ocasiones en que la
desatención a lo que las mujeres piensan y sienten es tan profunda que se
les llega a imputar una subjetividad espuria que encaje a la perfección con
los deseos masculinos: es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se sostiene
que «un no quiere decir sí», y que las mujeres en el fondo disfrutan con su
sometimiento sexual forzado.
Peor todavía: hay veces en que la dominación masculina de las mujeres
las induce a aceptar una dócil sumisión. John Stuart Mill escribió en El
sometimiento de las mujeres que los hombres —a los que él llega a llamar
«amos de las mujeres» para enfatizar la analogía con la esclavitud—, no
contentos con controlar el ser físico de estas, querían algo más que su
voluntaria obediencia. «Han aplicado todos los medios posibles con el fin
de esclavizar sus mentes.» 2 De ahí que, a las mujeres, proseguía él, se les
enseñe ya desde muy tierna edad que su carácter ideal es «no tener voluntad
propia ni gobernarse por el propio control, sino someterse y ceder al control
de otros». Aprenden que los únicos sentimientos apropiados para una mujer
son los que implican su propia abnegación, y que el único modo de resultar
atractivas sexualmente a los varones es cultivando «la mansedumbre, la
sumisión y la renuncia a toda voluntad individual a favor de un
hombre». 3 Las mujeres pueden desarrollar de ese modo lo que podríamos
llamar una mentalidad contraria a la autonomía y, en cierto sentido, una
subjetividad contraria a la propia subjetividad, y decirse a sí mismas que sus
propias experiencias y sentimientos no importan en el fondo, y que no está
bien quejarse ni autoafirmarse. Esto hace que la protesta contra las
desiguales condiciones sexuales que padecen se vuelva mucho más difícil.
A veces las propias mujeres se convierten a sí mismas en mercancías, en
objetos complacientes para la mirada masculina. Victoriano cabal como era,
Mill no entró más a fondo en las implicaciones de sus reflexiones para la
cuestión de la violencia sexual (aun cuando, más adelante, en otro capítulo
de ese mismo libro, sí ataca la ausencia de leyes contra la violencia
doméstica y la violación conyugal). Otras feministas posteriores, como
veremos, sí han aceptado el reto de explorar las derivaciones lógicas de
aquellas ideas.
La mayoría de los hombres de la época de Mill (como la mayoría de los
de la nuestra) habrían negado rotundamente que dominasen a sus esposas e
hijas. Y sin embargo, esos hombres crearon, sostuvieron y perpetuaron para
esas mujeres a las que presuntamente amaban un régimen legal sesgado en
el que la violación dentro del matrimonio no era delito, y en el que las
mujeres casadas carecían de los derechos de propiedad, de sufragio y de
divorcio (incluso aunque alegaran crueldad del marido). 4 Aún hoy, cuando
estos derechos están ya consagrados por ley y las mujeres pueden tener
puestos de trabajo independientes (y muchos hombres apoyan sinceramente
la igualdad de autonomía de las mujeres), la ley, como veremos, sigue
conservando numerosos vestigios recalcitrantes de esa negación de una
autonomía y una subjetividad iguales a las del varón, y nuestra cultura
informal contiene aún muchos más.
Las mujeres nunca llegan a convertirse realmente en meros objetos, claro
está. Su condición de personas, por mucho que se obvie, permanece viva
bajo el corsé de la conformidad. Como bien sabía Mill, muchas mujeres se
resisten a los esfuerzos dirigidos a subyugar sus mentes. Y ni siquiera
cuando son «esclavizadas» (en mayor o menor medida), deja de ser
reversible la perniciosa autotransformación que él describía: siempre es
posible despertar en todas las mujeres cierto deseo reprimido de plena
autoafirmación humana. Y eso, como él también señalaba, ya ha hecho que
muchas de ellas se rebelen contra el statu quo, lo que, en su opinión, solo
puede redundar en beneficio mutuo, tanto de las mujeres como de los
hombres.
Una larga tradición de reflexión feminista ha explorado ese contraste
entre la condición de persona plenamente humana y la de simple cosa.
Acompañada de cierto análisis y desarrollo adicional, esa tradición es una
buena guía para avanzar en nuestro camino.

ELIZABETH CADY STANTON COMPARECE ANTE EL


CONGRESO

Invitada junto con otras destacadas feministas para hablar en 1892 ante la
Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes, Elizabeth Cady
Stanton (1815-1902) pronunció un discurso que seguramente sorprendió
tanto a las otras feministas como a los congresistas. Stanton estaba un tanto
aislada del propio movimiento feminista de su época desde hacía ya
bastante tiempo por su radicalismo inflexible y, en especial, por su defensa
del acceso de las mujeres al divorcio. Su biógrafa Vivian Gornick tiene
razón al considerarla una precursora del feminismo radical de los años
setenta del siglo XX. 5 Puede que aquel día se esperara de ella una alocución
con demandas feministas concretas, con especial énfasis en promover
avances tanto en el derecho de sufragio como en el de divorcio.
Sin embargo, el discurso que Stanton pronunció finalmente fue muy
diferente. Se hizo muy famoso, además: la feminista Lucy Stone publicó su
transcripción completa en la revista Woman’s Journal, y años después, en
1915, el Congreso estadounidense lo reimprimió y envió diez mil
ejemplares al resto del mundo. La propia Stanton estaba muy orgullosa de
aquella intervención suya. Pero el discurso no fue radical en el sentido
previsto, es decir, por el tipo de demandas políticas específicas en él
referidas. De hecho, de entrada, puede incluso parecer extrañamente
irrelevante en el plano político, pues su tema fundamental fue el aislamiento
en el que se encuentra cada individuo en su viaje a través de la vida, el
«aislamiento de toda alma humana».
El discurso es más un ejercicio poético que de precisión analítica. De
hecho, reconstruirlo requiere cierto esfuerzo. Stanton empieza hablando de
la inquietante soledad del alma humana: cada uno de nosotros y nosotras
vive y muere solo. «Ricos y pobres, inteligentes e ignorantes, prudentes e
insensatos, virtuosos y viciosos, hombres y mujeres, siempre es igual: cada
alma no depende más que de sí misma.» La soledad resulta dolorosa, a
veces: una especie de «marcha» y de «batalla». Pero es inevitable. Por
consiguiente, concluye Stanton, las mujeres necesitan autodesarrollarse
mediante la educación y las oportunidades políticas para poder tomar sus
propias decisiones o, en definitiva, para estar preparadas para regir
correctamente sus destinos individuales.
Ahora bien, hay en el discurso otra imagen de la soledad aparentemente
diferente, incluso se diría que en tensión con la primera. Toda vida humana,
según Stanton, contiene un precioso mundo interior que ninguna otra
persona puede ver del todo: un espacio interno al que acertadamente
llamamos conciencia y uno mismo (o una misma). La conciencia implica
tanto una capacidad de elección autónoma como una rica subjetividad, y
ambas son facultades que hoy consideramos sumamente valiosas, aunque
estén «más ocultas que las cuevas de un gnomo». Esta concepción de la
soledad, que Stanton vincula explícitamente con las tradiciones protestantes
norteamericanas, 6 proporciona mayores motivos si cabe para dar una buena
educación y derechos políticos a las mujeres, dado que ese mundo interior
es valioso y sublime, y exige respeto. Respetarlo significa desarrollarlo.
Stanton se refiere entonces al «derecho» de una mujer «a la conciencia y al
juicio individuales», y también a su «derecho innato a la soberanía sobre sí
misma». Así pues, según parece decirnos, aunque las mujeres llegaran a
depender por completo de los hombres, el hecho de no darles libertad de
elección ni la oportunidad de desarrollar sus pensamientos y sus emociones
seguiría siendo un crimen indignante.
¿Cómo deberíamos encajar esas dos partes del discurso entre sí? Es
evidente que su centro de gravedad normativo radica en la defensa del
deber de respetar el valioso núcleo interior de cada yo humano. ¿Para qué
sirven, entonces, los pasajes previos? A simple vista pueden parecer
incompatibles con las secciones posteriores, dado que en ellos la soledad
queda caracterizada como algo doloroso y no como una zona oculta de
preciosa individualidad. No cabe duda de que la soledad puede ser ambas
cosas, pero creo que los pasajes iniciales cumplen una función: atajan la
posible respuesta defensiva masculina. Podemos imaginar a muchos
hombres del público asistente pensando: «Sí, claro, las mujeres tienen
conciencia, pero son inmaduras, como niños, así que, para ejercerla bien,
necesitan una supervisión masculina constante». Respetar a las mujeres,
según esa visión masculina, no significa darles educación superior ni
derechos políticos, sino justamente lo contrario: implica una estrecha
protección paternal. Ahora bien, la parte primera del discurso de Stanton
desactiva esa respuesta al recordar al público que nadie puede pasarse la
vida entera bajo el cuidado de otra persona. Según la tradición protestante,
cada persona debe hacer sola su propio viaje hacia la salvación. La razón
principal de educar a las mujeres y reconocerles derechos políticos nace,
pues, de la importancia y del inestimable valor normativo que tiene la
conciencia, y de la necesidad de elegir y de la subjetividad que emanan de
ella. Pero la inevitabilidad de la soledad debería servir también de salutífera
advertencia a cualquiera que se proponga inscribir la conciencia dentro de
una sociedad patriarcal en la que las mujeres carezcan de independencia,
pues entonces cada una de ellas se enfrentará a su muerte y su juicio final
(forzosamente solitarios) sin estar preparada para ello.
En resumen, los hombres niegan a las mujeres su autonomía y su
subjetividad plenas, pero, a la hora de la verdad, deben admitir que las
mujeres tienen almas igual que ellos (o, al menos, eso es lo que les dicta su
religión). Por lo tanto, deberían asumir las consecuencias de esa admisión:
deberían dejar de privar a las mujeres de la oportunidad de cultivar sus
facultades de elección y de profundizar en su mundo interior por medio de
la educación.
Este es un tipo de análisis muy familiar en la tradición estadounidense de
la defensa de la libertad de elección religiosa: se aprecia cierta relación de
parentesco ideológico, por ejemplo, entre Stanton y alguien como Roger
Williams, fundador de Rhode Island y prolífico autor de escritos sobre la
libertad de culto 7 (Williams sostenía que negarles la libertad de expresión
religiosa a aquellos con quienes no estamos de acuerdo equivale a una
«violación del alma»). De ahí que el público de Stanton estuviera
probablemente más que preparado (culturalmente) para escuchar su
llamamiento.
Como han hecho muchas destacadas feministas, desde Mary
Wollstonecraft hasta Catharine MacKinnon, Stanton generaliza y no
menciona ejemplos de hombres respetuosos que sí honran la igualdad de las
mujeres. No obstante, existen dos buenos motivos para servirse de esa
estrategia. En primer lugar, ayuda a mostrar que ese mal comportamiento
masculino es la norma y no la excepción: es demasiado fácil perder de vista
la magnitud de un problema cuando alguien dirige constantemente nuestra
mirada hacia las excepciones. En segundo lugar, si incluso los hombres
ejemplares viven en un pernicioso régimen legal que no se esfuerzan por
cambiar, un régimen en el que las mujeres tienen derechos groseramente
inferiores a ellos, ¿hasta qué punto se los puede considerar realmente
ejemplares? Esta será una pregunta recurrente en el presente libro, pues,
durante mucho tiempo, incluso los hombres que no acosaban a las mujeres
en el entorno laboral juzgaban extremo que el acoso sexual fuera abordado
como un problema jurídico y legal. Y este solo es un ejemplo.
Stanton se centra en su discurso en los derechos al sufragio y a la
educación superior. No habla en él de la violencia sexual. Esta última
preocupación, sin embargo, sí ocupó un espacio central en la labor de toda
su vida, como su público de ese día seguramente sabía. Uno de los
principales argumentos que siempre alegaba en favor de conceder a las
mujeres el derecho al divorcio era la crueldad conyugal. Y en 1868, en uno
de sus discursos más famosos, defendió el sufragio femenino aduciendo que
la dominación masculina acumulaba hasta entonces un historial muy
negativo de violencia: «El elemento masculino es una fuerza destructiva,
severa, egoísta, engrandecida, amante de la guerra, de la violencia, de la
conquista, de la adquisición, que engendra (tanto en el mundo material
como en el moral) discordia, desorden, enfermedad y muerte». 8 Aunque el
vocabulario que usó ahí es excesivamente retórico y vago, y su tendencia a
simplificar la esencia de las naturalezas de lo masculino y lo femenino poco
afortunada, la intención de sus palabras era muy clara: la violencia
masculina es un hecho empírico arraigado que la ley debe abordar. Y en sus
cartas se expresó sin ambages al respecto: el matrimonio sin derechos que
protejan a la esposa contra el sexo no consentido «no es ni más ni menos
que prostitución legalizada». 9 Stanton trabajó de forma continuada por
reformar la legislación matrimonial. La combinación de ambos discursos
nos induce a buscar negaciones de la autonomía y la subjetividad también
en la violencia sexual, y no solo en otras formas (más civilizadas) de
dominación masculina, como el rechazo a la educación universitaria y al
derecho de sufragio de las mujeres. De hecho, serían las feministas del siglo
XX, herederas de Stanton, las que explicitarían esa conexión.
Interludio

SEXISMO Y MISOGINIA

Llegados a este punto, conviene que introduzcamos una distinción. La


negación de derechos y de privilegios para las mujeres puede tratar de
justificarse por dos vías diferentes: una es la vía de lo que yo llamaré aquí
sexismo, y la otra, la de lo que denominaré misoginia. Uso ambos términos
en el sentido específico definido por la filósofa feminista Kate Manne en su
reciente libro Down Girl: The Logic of Misogyny, 1 cuyo análisis ya acepté
(hasta cierto punto) y amplié en mi propia y también reciente obra La
monarquía del miedo 2 (de lo que aquí se trata es de precisar el significado
de dos conceptos útiles y diferenciados, no de plasmar el sentido cotidiano
de esas palabras; eso significa que las definiciones nos indicarán por sí
solas lo que ambos términos —en su particular uso técnico— quieren
decir). Pues bien, definimos el sexismo como un sistema de creencias por el
que se considera que las mujeres son inferiores a los hombres en unos
sentidos determinados. Un sexista se vale de ese sistema de creencias para
negar a las mujeres su derecho al sufragio, a la educación superior, etcétera.
La misoginia, sin embargo, es un mecanismo de imposición: el misógino se
enroca en el mantenimiento de un privilegio arraigado y, simplemente, está
decidido a no dejar que las mujeres participen de él (el misógino no odia
necesariamente a las mujeres, como pueden sugerir algunas acepciones
habituales de ese término; es más común que lo motive el egoísmo y la
mera negativa a admitir a mujeres en el mundo del privilegio masculino).
Con frecuencia, esas dos maneras de abordar las demandas de las
mujeres aparecen entremezcladas: así, el misógino suele invocar
argumentos sexistas para vetar la entrada a las mujeres. Pero si escarbamos
más a fondo, normalmente podemos descubrir cuál de los dos enfoques es
el primario. Las ideas sexistas son frágiles y tienden a ser desmentidas por
la evidencia. De ahí que difícilmente encontremos a alguien que trate de
fundamentarse demasiado en ellas. Como John Stuart Mill comentó ya en
1869, los sexistas deben de confiar muy poco en sus propios juicios sobre la
incapacidad femenina, porque se esfuerzan mucho por impedir que las
mujeres hagan cosas que, según sus propios argumentos, son incapaces de
hacer: «El afán del hombre por intervenir a favor de la naturaleza, por
miedo a que la naturaleza no consiga llevar a cabo sus propósitos, es un
empeño del todo innecesario. Es absolutamente superfluo prohibir a las
mujeres que hagan lo que no pueden hacer por naturaleza».
De hecho, añadía Mill, si examinamos todas las prohibiciones y
requisitos que la sociedad ha organizado, llegaríamos racionalmente a la
conclusión de que los hombres no creen que «la vocación natural de la
mujer [sea] la de esposa y madre». Más bien se diría que deben de estar
convencidos de que esa vocación no atrae a las mujeres, y «que si se les
otorgara la libertad de hacer cualquier otra cosa, si tuvieran abierto
cualquier otro medio de vida o de ocupar su tiempo y sus facultades [...],
entonces no habría bastantes mujeres dispuestas a aceptar que la ocupación
citada es la natural para ellas». Mill está diciendo aquí que la negación a las
mujeres de derechos básicos (incluidos los de divorcio, sufragio y acceso a
la educación superior, pero también el de negarse a tener sexo, incluso
dentro del matrimonio) puede parecer motivada por ciertas ideas sexistas
sobre la inferioridad femenina, pero, si la miramos más de cerca, vemos que
se trata de un juego de poder: los hombres se valen de la retórica sexista
para levantar barreras a la incorporación plena de las mujeres a la sociedad
y para mantenerlas a su disposición, para su propio servicio y uso, por
mucha palabrería cortés y amable sobre la necesidad femenina de cobijo y
protección que quieran emplear para justificarlo.
Esta reflexión de Mill (que Manne desarrolla más a fondo con su
distinción entre sexismo y misoginia) nos ayudará a pensar mejor sobre las
cuestiones de la violencia y el acoso sexuales. La mayoría de los hombres
niegan ser cómplices de tales delitos, e insisten en que aman y respetan a las
mujeres. Aun así, en la medida en que apoyan (y se benefician de) una
estructura de poder legal y social que niega sistemáticamente a las mujeres
el pleno respeto a su autonomía y su subjetividad, estarán siendo misóginos
pasivos y ayudando a hacer efectiva la desigualdad de poder y privilegios
de la que nacen esos abusos.

COSIFICACIÓN

Esto nos lleva a un concepto clave para el feminismo, un eje del análisis
feminista de los últimos cincuenta años: la cosificación. Puede parecernos
largo el trecho que separa el poético discurso de Stanton del severo
proselitismo de feministas radicales como Catharine MacKinnon o Andrea
Dworkin, pero lo cierto es que entre la primera y las segundas existe una
considerable continuidad de pensamiento y análisis. Las palabras del
epígrafe inicial del capítulo 1, de Andrea Dworkin, podrían haber salido de
la boca de Stanton, y muchas feministas actuales explicitan esa conexión
con la violencia sexual que, claramente, era una preocupación de primer
orden también para Stanton (aunque no la analizara lo suficiente).
La cosificación sexual es hoy un concepto muy familiar. Si en tiempos
era un término relativamente técnico, asociado sobre todo a la obra de
MacKinnon y Dworkin, la cosificación se ha convertido en una palabra
usada para hacer valoraciones normativas en el habla corriente, ya sea para
criticar anuncios, películas u otras representaciones culturales, o para
criticar el discurso y la conducta de los individuos. Casi siempre tiene un
sentido peyorativo, pues con ella se designa una forma de hablar y de actuar
que se considera censurable, referida por lo general (aunque no siempre) al
ámbito del género y de la sexualidad. Oímos, así, decir que a las mujeres
«se las deshumaniza convirtiéndolas en objetos sexuales, cosas o
mercancías», 3 y que esa deshumanización es un problema social
preponderante a juicio tanto de las teóricas del feminismo como de muchas
mujeres cuando describen sus vidas cotidianas. Es un problema que se
considera justificadamente central para el feminismo.
MacKinnon insiste en un aspecto adicional: la cosificación es tan
generalizada que, durante la mayor parte del tiempo, las mujeres no pueden
evitar vivir envueltas o incluso inmersas en ella. Con una impactante
metáfora nos dice que «todas las mujeres vivimos en la cosificación sexual,
como los peces en el agua», lo que presumiblemente significa que las
mujeres no solo están rodeadas por la cosificación, sino que su situación es
tal que incluso su sustento y su alimento derivan de aquella (coincide en ese
argumento con Mill y con Mary Wollstonecraft, que lo expusieron antes que
ella). Pero las mujeres no son peces, y MacKinnon es crítica con la
cosificación porque impide la autoexpresión y la autodeterminación plenas
de las mujeres; las priva, en el fondo, de su humanidad. El nexo de este
concepto normativo con el radicalismo de Stanton es evidente, pero, aun
así, se hace precisa una mayor clarificación: ¿qué es la cosificación y cuál
es su esencia central?
Cosificar significa dar trato de cosa. Pero a tratar un escritorio o un
bolígrafo como cosas no lo llamaríamos cosificación, pues los escritorios y
los bolígrafos simplemente son cosas. Cosificar significa convertir en una
cosa, tratar como una cosa, aquello que en realidad no es una cosa, sino un
ser humano. 4 La cosificación implica, pues, una negativa a apreciar lo
humano de aquello que se cosifica o, más habitualmente, a negarle
activamente su plena condición humana. De todos modos, necesitamos
explorar más a fondo y preguntarnos qué entra en juego en la idea de tratar
a alguien como si fuera una cosa, pues es un concepto que no siempre se ha
analizado con la claridad y la complejidad debidas. Yo, en concreto, llevo
veinticinco años sosteniendo que es necesario establecer una serie de
distinciones adicionales. 5
Así, son muchas las maneras en que se puede negar una condición
humana plena a alguien, por lo que la cosificación debería entenderse como
un concepto agrupador que entraña (como mínimo) siete ideas
diferenciadas, siete formas de tratar a una persona como una cosa al
considerarla...

1. Instrumental: los cosificadores tratan a su objeto como una (mera)


herramienta para sus fines.
2. No autónoma: los cosificadores tratan a su objeto como si no
dispusiera de autonomía y autodeterminación.
3. Inerte: los cosificadores tratan a su objeto como si careciera de
capacidad para actuar, y puede que incluso de actividad.
4. Canjeable: los cosificadores tratan a su objeto como si fuera
intercambiable con (a) otros objetos del mismo tipo, o (b) objetos de
otros tipos.
5. No inviolable: los cosificadores tratan a su objeto como si no tuviera
unos límites cuya integridad hubiera que respetar, como si fuera algo
que se puede deshacer, machacar, penetrar o asaltar.
6. Apropiable: los cosificadores tratan a su objeto como algo que se
puede poseer o adquirir, comprar o vender, o sencillamente que se
puede usar como una propiedad.
7. Carente de subjetividad: los cosificadores tratan a su objeto como si
fuera algo cuya experiencia y cuyos sentimientos (aun
suponiéndoselos) no tienen por qué ser tomados en consideración.
Estas diferentes formas de cosificar a un ser humano se pueden ver tanto
en el contexto de las relaciones sexuales como en otros (como la esclavitud,
las relaciones laborales, etcétera). Las siete representan nociones
diferenciadas que dan pie a tipos de cosificación distintos, aunque
interrelacionados por vías diversas y complejas. También deberíamos
imaginarnos la cosificación como algo que entraña toda una familia de
criterios conceptualmente independientes, pero entretejidos unos con otros,
más que como una idea que se infiere de un único conjunto de condiciones
necesarias y suficientes. No obstante, y pese a su independencia conceptual,
estas nociones están causalmente ligadas entre sí en múltiples y complejos
sentidos. Por ejemplo, es muy posible negarles autonomía y subjetividad a
las mujeres sin tratar a una de ellas como canjeable por otras, pues pueden
seguir difiriendo entre sí por su aspecto o su manera de moverse. Pero en
cuanto a esa mujer se le niegan esos aspectos clave para su plena condición
humana, las diferencias que la distinguen del resto de las mujeres (a las que
también se les niegan los mencionados aspectos) se vuelven superficiales,
simples cuestiones de apariencia exterior, lo que hace que resulte fácil caer
en la suposición de que una puede ser sustituida por otra. También se puede
negar la capacidad de autonomía o la subjetividad de una mujer sin
considerarla una propiedad o una mercancía comercializable. Pero, de
nuevo, en cuanto se le niegan esas características fundamentales, las
razones para no tratar a ese vacío armazón de ser humano como algo que se
puede comprar y vender se antojan muy poco convincentes.
De acuerdo con la feminista Rae Langton, a mi lista de 1995 le podemos
añadir que otra manera de cosificar a una persona es considerarla...

8. Silenciable: los cosificadores tratan a su objeto como si fuera incapaz de


hablar. 6
Silenciar a alguien constituye, de hecho, un aspecto de la negación de su
autonomía, pero es una práctica tan presente que no viene mal destacarla
por separado. 7 Y, también de acuerdo con Langton, debemos incidir en la
existencia de cierta distinción transversal, que recorre varios de los puntos
de la lista anterior, en especial los números 2, 7 y 8, y que presenta
paralelismos con mi propia distinción entre el sexismo y la misoginia. Me
refiero a que puede ser que alguien no crea que las mujeres son capaces de
ser autónomas, o de pensar y expresarse con elocuencia, o de tener
pensamientos y sentimientos dignos de reseñar. Pero también puede ser,
como la propia lista da a entender, que alguien niegue o sabotee
activamente que una mujer busque su autonomía, su expresión o un
reconocimiento de su vida interior. Puede ser, incluso, que ese alguien se
deleite en la violación de la subjetividad de una mujer, es decir, en la
invasión y colonización del mundo interior de esta.
Según Stanton, la mayoría de los hombres son (la mayoría de las veces)
negadores activos de la autonomía y la subjetividad de las mujeres, por
mucho que puedan disimular su comportamiento bajo una retórica
superficial de tutela paternal. Y si imputar a los hombres esta negación
activa de la plena condición humana de las mujeres —esta imposición
misógina de un estatus subhumano a sus congéneres femeninas— nos
parece una acusación excesiva o paranoica, recordemos que esa fue
precisamente la diagnosis que John Stuart Mill hizo en su día del fenómeno
del sometimiento de las mujeres: los «amos de las mujeres», no satisfechos
con la dominación física sobre ellas, se las habían ingeniado también para
invadir y domeñar su autonomía y subjetividad.
Las ocho formas de la cosificación no son equivalentes y no siempre se
presentan todas a la vez. Cabe, pues, preguntarse: ¿cuál es el paso negativo
principal, la clave de la nocividad de la cosificación de las mujeres?
Centrémonos de momento en tres de ellas solamente: la negación de la
autonomía, la negación de la subjetividad y la instrumentalidad (o el hecho
de tratar a las mujeres como simples medios). En 1995 dije que tratar a
alguien como un medio en vez de como un fin en sí mismo era el perjuicio
fundamental que entraña la cosificación, que era el tipo de falla moral que
Immanuel Kant diagnosticó en su día cuando recalcó que siempre estaba
mal tratar la condición humana (propia o de otras personas) como solo un
medio y no como un fin. Esa es una apreciación que me sigue pareciendo
correcta, pero creo que es necesario decir más acerca de cómo esa falla se
relaciona con los otros componentes de mi lista. Es evidente que si alguien
no ve a otra persona más que como un medio, la negación de la autonomía
y de la subjetividad de esta última se derivará naturalmente de ello. Si tú
entiendes que otra persona está ahí para hacer lo que tú quieras y para servir
a tus fines, sus propias elecciones se sacrificarán ante las tuyas (negándose
así su autonomía) y sus sentimientos no serán tenidos plenamente en cuenta
(negándose así su subjetividad). Pero no es menos cierto que, a veces,
negamos la plena autonomía de otra persona sin instrumentalizarla o sin
negar su subjetividad (por ejemplo, cuando tenemos motivos válidos y
correctos para creer que esa otra persona no tiene —o no posee todavía— la
plena capacidad humana de elegir libremente). Por ejemplo, les negamos la
autonomía plena a los niños muy pequeños, o a las personas con
discapacidades mentales muy severas, o a la mayoría de los animales
domesticados, pero podemos amarlos a todos como fines en sí mismos, y
podemos interesarnos mucho por sus sentimientos (en la medida en que
lleguemos a captarlos). En definitiva, aun si las afirmaciones sexistas sobre
la incapacidad de las mujeres fuesen ciertas, la negación de su autonomía y
de su subjetividad no tendría por qué ser incompatible con la posibilidad de
tratarlas como fines.
Esto nos lleva de vuelta al argumento de Stanton: si esos hombres se
dicen seguidores de una religión y una cultura que reconocen que las
mujeres tienen alma y unos destinos que ellas mismas deben perseguir
mediante sus propias elecciones, la ficción sexista de que son como niñas
muy pequeñas suena falsa y se puede interpretar como una excusa misógina
con la que apuntalar la situación de privilegio del dominador.
¿Por qué los hombres participan de la ficción de que las mujeres son
como niñas pequeñas, cuando esta idea entra en conflicto —como afirma
plausiblemente Stanton— con otras cosas que los propios hombres creen?
Una probable respuesta es porque, en el fondo, no ven a las mujeres como
seres que son plenamente fines en sí mismos, sino, sobre todo, como
servidoras, como seres que están ahí para hacer cosas para ellos, los
hombres. De ahí que sus negaciones de la autonomía de las mujeres estén
muy estrechamente ligadas al interés que tienen en convertirlas en
instrumentos suyos. Quieren obligar a las mujeres a elegir lo que a ellos les
convenga. En cuanto a la negación de la subjetividad, un varón dominante
puede quejarse de que lo acusen de hacer tal cosa y decir que está claro que
se preocupa mucho por lo que las mujeres de su vida sienten y piensan, pero
solo será verdad hasta cierto punto. Mientras lo que estas piensen sea
conveniente para él y no ponga en peligro su posición, todo irá bien.
Cualquier otra cosa será probablemente ignorada o silenciada de forma
activa. Tampoco a los esclavos se les niega siempre la subjetividad; los
amos pueden imaginárselos como seres bien dispuestos mentalmente para la
vida que les ha tocado en suerte. Y también pueden interesarse —aplicando
unas limitadas dosis de empatía— por el placer o el dolor de esos esclavos.
Por otra parte, la decisión en sí de tratar a las personas no como fines en
sí mismas, sino como simples herramientas, conduce de manera bastante
automática a un fallo de capacidad imaginativa. Desde el momento en que
alguien decide usar a otra persona como un instrumento, es muy fácil, en
realidad, que deje de hacerse las preguntas que la moral suele dictar, como
por ejemplo: «¿Qué sentirá probablemente esa persona si yo hago x?», o
«¿Qué desea esa persona y cómo el hecho de que yo haga x la afectará a
propósito de esos deseos suyos?». Y así sucesivamente. Es probable que los
monarcas también hayan jugado a algo parecido: aun pensando que las
clases inferiores son humanas en cierto sentido, les han negado elementos
clave de la plena condición humana porque un reconocimiento más
completo de estos habría puesto en peligro el, para ellos, conveniente
sistema que hacía que esas personas estuvieran al servicio de sus intereses
como reyes o emperadores.
Ni que decir tiene que las feministas que aceptan este análisis no piensan
necesariamente que no haya en los propios hombres otras tendencias que
contrarrestan las anteriores. De hecho, en la labor de difusión y proselitismo
de la causa de muchas feministas —incluidas las muy optimistas
enseñanzas que MacKinnon ha impartido en las facultades de Derecho a lo
largo de los años—, se presupone que los hombres también tienen otras
ideas y creencias, mejores que las anteriores, y que son capaces de practicar
la autocrítica y de cambiar. Pero lo que vienen a decir es que esas voces
mejores tendrán pocas posibilidades de imponerse mientras el derecho y el
guion de la sociedad en general sigan siendo escritos por las voces «malas».
De ahí que la reforma legal sea tan fundamental para las feministas
radicales actuales como lo era para Stanton.

LA COSIFICACIÓN Y LA AGRESIÓN SEXUAL

Todavía no he comentado nada a propósito de la violencia. Pero lo cierto es


que, desde el momento en que una mujer es vista simplemente como un
instrumento valioso y se le niegan su autonomía y su subjetividad plenas,
pasa a depender básicamente del azar y de las circunstancias el que se la
trate con mayor delicadeza o con mayor dureza. Igual que, a veces, a los
esclavos, considerados meramente como unas herramientas útiles, se los
trataba y se los alimentaba bien (porque así la hacienda del amo funcionaba
mejor o, simplemente, porque así mejoraba la imagen que ese hacendado
tenía de sí mismo), también a las mujeres pueden tratarlas bien sus «amos».
Desde ese punto de vista, la diferencia entre el varón delicado y cariñoso
que, de todos modos, acepta las estructuras legales y sociales de la
subordinación y se beneficia de ellas, y el varón violento que viola y trata a
golpes a las mujeres es circunstancial y relativa, pero no cualitativa ni
absoluta. También según ese mismo análisis se podría decir que la
colaboración con una mala causa solo difiere de la comisión activa de esos
malos actos por una cuestión de grado: ocurre, simplemente, que no suele
estar bien visto que un hombre casado de clase media viole a su mujer; la
institución del matrimonio, conveniente como es para ese varón, funciona
mejor si este consigue lo que quiere sin tener que hacerlo por las malas, es
decir, si solo se vale de formas más delicadas de lograrlo, PERO en el
momento en que su interés propio así lo dicte, toda barrera desaparece (La
saga de los Forsyte [1906-1921], de John Galsworthy, es una exploración a
fondo de ese «cambio de chip» en un personaje como Soames, a quien de
pronto su «honor de hombre» le obliga a violar a su esposa Irene ante la
obstinada negativa de esta a ser la dócil ayudante que él quiere que sea). Es
evidente que un hombre así se opondrá con firmeza a la reforma legal.
Repito que es importante que digamos que existen también voces buenas
en la mayoría de los hombres: voces que se oponen a la violencia y que
instan al cariño y al respeto. Pero mientras la ley esté del otro lado (en el
caso de Soames, por ejemplo, diciéndole que puede violar a su esposa
impunemente), esas voces tienen pocas probabilidades de imponerse, para
la sociedad en general, en lo que respecta al orgullo y al interés egoísta.
Hablemos ahora de cómo se desarrollan y se aplican esas conexiones en
la cultura sexual de Estados Unidos, donde la violencia en el ámbito de las
relaciones íntimas no es infrecuente, y donde, de hecho, la mayor parte de
episodios violentos se producen dentro de una relación. La más reciente
«National Intimate Partner and Sexual Violence Survey» (NISVS,
«Encuesta nacional sobre violencia sexual y de pareja»), publicada por los
Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus
siglas en inglés), sitúa la actual incidencia de la violencia sexual por encima
incluso de los niveles recogidos en estudios previos. 8 Casi una de cada
cinco mujeres encuestadas dijo haber sido violada o haber sufrido algún
intento de violación, y una de cada cuatro reconoció haber sido golpeada
por su pareja. Una de cada seis mujeres ha sido víctima de acoso físico. La
violencia sexual no afecta exclusivamente a las mujeres, desde luego, pero
sí se ceba en ellas de forma desproporcionadamente mayor. Un tercio de las
mujeres dijeron haber sido víctimas de algún tipo de agresión sexual. Uno
de cada siete hombres ha experimentado violencia sexual, y uno de cada
setenta y uno ha sido violado (por lo general, cuando era muy joven). Más
de la mitad de las víctimas femeninas de violación lo fueron a manos de sus
parejas, y un 40%, por algún conocido.
No se puede decir que esas cifras no estén conectadas con las actitudes
patriarcales tradicionales. Edward Laumann, uno de los grandes sociólogos
de nuestro tiempo, halló algunos datos muy preocupantes en su exhaustivo
estudio de las actitudes y experiencias sexuales de los estadounidenses,
publicado tanto en el libro The Social Organization of Sexuality como en el
muy popular Sex in America 9 (Laumann no es ningún radical; ni siquiera es
feminista, sino, más bien, un muy conservador especialista en análisis
cuantitativo, un campo en el que goza de una impecable reputación).
En primer lugar, los varones estadounidenses comparten la idea de que la
sexualidad masculina es fácilmente excitable y, una vez activada, resulta
incontrolable. Cuando un hombre se excita, ya «no puede parar». A las
mujeres se las ve habitualmente como a unas seductoras cuya sola presencia
y cuyo atractivo físico hacen que los hombres pierdan el control; a partir de
ahí, estos dejan de ser responsables de lo que hagan. Los hombres
combinan esa creencia con otro mito sobre las mujeres, relacionado con
aquella, que es el de que estas, en realidad, quieren sexo incluso cuando
dicen que no, e incluso cuando pelean por no tenerlo. Laumann llegó a la
siguiente conclusión a propósito de cómo esas actitudes conducen a actos
de agresión problemáticos:
Aunque es evidente que las interacciones sexuales entre hombres y mujeres están cargadas de
ambigüedad y de conflictos potenciales, lo que se produce en ese terreno va más allá de unos
simples malentendidos. Más que una brecha de género, parece existir un abismo en cuanto a las
percepciones de cuándo el sexo ha sido forzado o no. Hemos comprobado que un gran número de
mujeres dicen que han sido forzadas por hombres a hacer algo sexual que no querían hacer. Pero
son muy pocos los hombres que reconocen haber forzado nunca a una mujer. Las diferencias que
hombres y mujeres muestran en la situación sexual, y las diferencias en sus experiencias
respectivas del sexo, sugieren a veces que existen dos mundos sexuales separados: el de él y el de
ella. 10

En concreto, Laumann descubrió que un 22% de las mujeres decían que


habían sido forzadas sexualmente en algún momento a partir de los trece
años de edad (de las que solo un 0,6% habían sido forzadas por otra mujer).
Únicamente, un 2% de los hombres lo habían sido. Todas, salvo el 4% de
esas mujeres, conocían al hombre que las había forzado, y casi la mitad
dijeron que estaban enamoradas de él.
Por el contrario, la inmensa mayoría de los hombres negaron haber
usado la fuerza: solo un 3% dijo que había forzado a una mujer, y un 0,2%,
que había forzado a otro hombre. Es posible que algunos de los encuestados
mintieran, pero Laumann y los coautores del libro sostienen de un modo
bastante creíble que esas enormes disparidades no se pueden atribuir
únicamente a la insinceridad. Es más probable que se expliquen, sugieren
los investigadores, por el hecho de que «la mayoría de los hombres que
forzaron el sexo no reconocieron lo coactiva que, desde el punto de vista de
las mujeres, fue su conducta en ese momento». 11 Citan como casos
paradigmáticos el del marido que llega borracho a casa tras una noche de
juerga con los amigos y quiere sexo en ese momento, y piensa que no se le
puede negar, que tiene derecho a él; o el del joven que tiene una cita con
una mujer atractiva que hace y acepta algunas insinuaciones, aunque luego
se niega a mantener relaciones. Laumann y los coautores del estudio lo
resumen así: «Él piensa que el sexo que tuvieron fue consensuado. Ella
piensa que fue forzado». 12
Conectemos ahora esos hallazgos de Laumann con nuestro interés por la
cosificación. La característica básica en esas interacciones es la sensación
que tiene el hombre de «estar en su derecho» de actuar así, un derecho
vinculado a cierta idea semiconsciente de que las mujeres están ahí para
servir en cierto modo a los hombres: el marido piensa que ese sexo es algo
que «le corresponde»; el joven que invita en una cita piensa también que
está realizando una transacción al final de la cual la mujer debe atender las
necesidades de él. Estos hombres ni siquiera piensan que estén empleando
la fuerza, porque están convencidos de que solo están reclamando su parte
de un trato social provechoso. Ante ese trasfondo de sensación de «creerte
en tu derecho» y de instrumentalización, es muy fácil negar la plena
autonomía de la otra persona (ignorar la ausencia de consentimiento) y su
subjetividad (creer que «no significa sí»). También la canjeabilidad asoma
entre bambalinas: «Si esta mujer no sirve a mis intereses, ya me buscaré a
otra que lo haga».
Nuestra cultura de internet y las redes sociales magnifica esos
problemas, pues hace que sea increíblemente fácil negar la autonomía y la
subjetividad a mujeres que solo son imaginadas en el ciberespacio. El porno
en la red provee un número aparentemente infinito de representaciones de
mujeres dóciles, perfectamente intercambiables, cuyos movimientos y
expresiones no hacen más que potenciar una sensación masculina de control
y poder. Estas representaciones femeninas están desprovistas de autonomía:
están ahí para satisfacer los deseos del hombre, nada más. Y se caracterizan
por una subjetividad ficticia diseñada a medida de las especificaciones
masculinas. Esto es algo que sin duda provoca efectos colaterales en «el
mundo real», aunque la magnitud de estos sea objeto de debate (e incluso
aunque haya quienes recalquen que hay pornografía valiosa, también para
los fines del feminismo). 13 La cultura de internet no es cualitativamente
diferente en realidad de la ya larga tradición de representación de las
mujeres en la publicidad, la pornografía impresa y otros medios. Pero sí es
preocupantemente distinta en grado: el ciberespacio es un mundo en sí
mismo, un mundo en el que el observador, completamente inmerso en él, no
ve más que representaciones de mujeres dispuestas a obedecerle. Y
numerosos hombres pasan actualmente muchas horas en ese mundo.
Por ello, aunque siempre ha habido hombres que no consiguen atraer a
las mujeres que les gustan, no ha sido hasta el momento actual, en plena era
de internet, cuando ha surgido el movimiento incel [abreviatura de la
expresión involuntarily celibate, «célibe involuntario»], difundido a través
de la web y las redes sociales, en el que un gran número de hombres que
creen que las mujeres les han negado una satisfacción que ellos consideran
que les corresponde por derecho se refuerzan mutuamente en el
convencimiento de que, cuando una mujer del «mundo real» no se pliega
dócilmente a sus deseos como lo haría una mujer en el porno de internet,
está justificado castigarla de forma violenta. 14
El concepto feminista de cosificación, sumado a otras ideas que lo
precedieron en los escritos y discursos de Stanton, Mill y Wollstonecraft,
nos ayuda a entender mejor el qué del daño sexual: es decir, qué está
pasando y en qué sentidos importa. Aún nos queda comprender el porqué:
los procesos de formación subyacente de emociones y deseos que
desembocan en esa clase de comportamientos.
Capítulo 2

VICIOS DE DOMINADOR
La soberbia y la avaricia

Bueno, ya sabéis, yo ya era una superestrella de crío.

JAMEIS WINSTON, jugador de la NFL y depredador sexual,


en un vídeo casero grabado en la habitación de los trofeos
de su casa, a la que él llama Boom Boom Room 1

La cosificación es un elemento central de la violencia sexual y de otras


formas de daño. Pero la cosificación es conducta. Surge de unos rasgos
subyacentes del carácter, y de unos patrones duraderos de actuación, de
percepción y de emoción. Las emociones forman parte importante del
carácter, como Aristóteles y otros muchos filósofos posteriores han puesto
de relieve; pero las emociones pueden ser efímeras y, a veces, pueden no ser
representativas de rasgos más perdurables. Aquí me centraré en ciertos
síndromes fomentados por nuestra sociedad (y por otras), sobre todo en los
hombres. Y defenderé que la soberbia —el rasgo de carácter, no la emoción
de orgullo momentáneo— es clave para entender la prevalencia de la
cosificación sexual en nuestra sociedad.
La soberbia es un rasgo que, normalmente, implica que la persona se
crea por encima de otras y piense que esas otras no cuentan del todo como
personas. La soberbia adopta múltiples variantes, y hay individuos que
tienen alguna de ellas, pero no otras (puede haber personas, por ejemplo,
que sientan soberbia racial, pero no de clase, o que incluso se aferren a la
primera para sustituir la ausencia de motivos para sentir un orgullo clasista).
Ahora bien, sea cual sea la situación de los hombres en otras jerarquías
sociales estadounidenses, ciertas tradiciones de largo recorrido han
alimentado en ellos la soberbia de género: un punto de vista desde el que las
mujeres no cuentan del todo como personas y desde el que se considera
aceptable menospreciarlas. La soberbia es instigada, a su vez, por otros
rasgos negativos del carácter, sobre todo por la avaricia y la envidia. Pero
estos adquieren su máxima toxicidad social justamente cuando se combinan
con la soberbia.
La soberbia es una causa muy profunda del sometimiento de las mujeres
en general. Pero el análisis que se expone en este capítulo nos preparará
también para comprender en última instancia por qué la soberbia de género
se ha desbocado en ámbitos de extraordinario privilegio masculino, como el
deporte, los medios de comunicación y la Judicatura: cuanto mayor es la
soberbia generalizada en esos terrenos, más fácil resulta no escuchar ni
mirar a las mujeres que hay en ellos. El orgullo herido y la vergüenza
consiguiente son también dañinos y desempeñan un importante papel en
gran parte de la violencia doméstica.
Pero fijémonos primero en los soberbios dejándonos guiar para ello por
un poeta y filósofo perceptivo como pocos: Dante Alighieri (c. 1265-1321).
La poesía de Dante escarba a fondo en las virtudes y los vicios humanos, y
alcanza, a través de la imaginería lírica, un insólito nivel de comprensión de
la condición humana. Las ánimas del purgatorio, protagonistas de la obra
intermedia de su gran trilogía, no han sido condenadas sin remisión porque
se han arrepentido; otras muchas con vicios similares no lo hicieron y, por
lo tanto, están en el infierno. Aun así, esas almas del purgatorio tienen unos
malos hábitos de carácter y han de cambiarlos mediante la práctica
laboriosa de las buenas acciones y una adecuada atención a los demás.
Dante, cuya visita por el purgatorio es guiada por otro literato, el gran poeta
latino Virgilio, se da cuenta de que tiene muchos de los vicios que va
descubriendo en su recorrido, y espera poder librarse, al menos, de algunos
de ellos antes de que le llegue la hora de la muerte. Yo defiendo que esa
autocrítica de Dante es una poesía que necesitamos en nuestro tiempo para
ayudar a nuestra sociedad a verse a sí misma.
De subida por el monte del purgatorio, Dante y Virgilio alcanzan una
grada desolada donde un reducido número de ánimas se esfuerzan por
corregirse y ascender (los lectores saben ya a esas alturas, tras haber leído el
«Infierno», que el motivo por el que hay tan pocas almas allí no es que el
rasgo negativo que se corrige en aquel lugar sea poco frecuente, sino que
muy pocas de las que lo tienen llegan a arrepentirse y cambiar, y, por lo
tanto, van al purgatorio en vez de al infierno). Contemplan entonces una
extraña imagen: la de unas formas que parecen casi humanas, pero están
curvadas sobre sí mismas como argollas, lo que les impide mirar hacia fuera
y ver así el mundo o a las otras personas. Como los rostros de esas figuras
no miran más allá, sino hacia dentro, hacia sí mismas, no pueden ver ni ser
vistas. De ahí que el admirado Dante afirme: «No me parecen personas»
(«Non mi sembian persone», canto X, 113). Virgilio le explica que es la
«pesada condición de su castigo» («la grave condizione di lor tormento») la
que hace que sus cuerpos se doblen hacia el suelo. Pero, por supuesto, como
es habitual en Dante, aquella pena que sufren no expresa algo externo,
añadido a quienes son o fueron, sino que es una manifestación muy acertada
de su atrofiada condición ética. Aunque eran humanos, nunca miraron a
otras personas cara a cara, jamás reconocieron plenamente la humanidad de
estas. Solo se contemplaban a sí mismos.
¿Quiénes son estas desdichadas ánimas? Podríamos calificarlas de
narcisistas, pero el nombre que Dante elige para su pesado vicio es el de
soberbia. Deja claro que es un vicio estrechamente relacionado con otras
formas comunes de autoobsesión narcisista, como el resentimiento, la
envidia crónica y la avaricia. Pero el ensimismamiento de la soberbia es el
más absoluto y, en ese sentido, se puede decir que es un vicio maestro, malo
en sí mismo y agravador de otros. Es también omnipresente en la muy
competitiva sociedad florentina de Dante, quien adquiere entonces
conciencia de que él mismo es poseedor de ese rasgo, al menos en lo
relativo a la competencia literaria. Cuando esa letra p (por peccatum,
«pecado» o «vicio») se borra de su frente, todas las demás p se vuelven
inmediatamente más tenues (la imagen que retrata Dante es religiosa, pero
encarna un conocimiento de lo humano que va más allá de la religión).
Hablaré de virtudes y de vicios, pero el lenguaje del pecado también
halla un eco en este contexto, pues los debates cristianos sobre los pecados
capitales son, en realidad, una fuente sumamente valiosa desde el punto de
vista filosófico, amén de muy influyente en la cultura estadounidense 2 (mi
uso de la palabra pecado no implica ninguna imagen religiosa en particular,
ni tampoco ninguna noción de un pecado original). Los rasgos aquí
considerados son fomentados y moldeados socialmente y desde múltiples
puntos de vista diferentes, aunque también se sustenten, muy
probablemente, en ciertas tendencias evolutivas innatas de los seres
humanos (previas a cualquier socialización concreta) como, por ejemplo, la
propensión a formar jerarquías y a competir con otros por puestos más altos
en ellas. Eso quiere decir que son fáciles de potenciar y difíciles de
erradicar.

LA SOBERBIA COMO EMOCIÓN

Antes de que conozcamos mejor lo que es la soberbia como rasgo negativo


del carácter, necesitamos examinar su versión como emoción transitoria. La
soberbia es una emoción común, pero rara vez ha sido analizada por
filósofos laicos. Uno que sí lo hace (y con brillantez) es David Hume: el
orgullo —y también su opuesto, al que erróneamente llama humildad— es
la primera de las emociones que analiza en el libro intermedio (titulado «De
las pasiones») del Tratado sobre la naturaleza humana. 3 Como bien señaló
el filósofo Donald Davidson, Hume atribuye al orgullo un rico contenido
cognitivo, pese a que se empeñe en hacerlo entrar con calzador (como todas
las emociones) dentro de su simplificado esquema de las impresiones y las
ideas. 4 El análisis de Hume del orgullo contiene muchas vías para entender
mejor el concepto, pero su tesis básica es que el orgullo o soberbia implica
la combinación de una sensación agradable con un pensamiento de doble
dirección, pues se orienta tanto hacia un objeto (la cosa de la que tú estás
orgulloso) como hacia ti mismo (la razón por la que tú estás orgulloso de
esa cosa). A lo primero lo llama objeto de la emoción; a lo segundo, su
causa. Así pues, una persona que tiene una casa bonita y cara se siente
orgullosa de su vivienda, pero la razón de ello es que es suya. Dicho de otro
modo, la casa solo representa una oportunidad de sentir la emoción (si
hablamos de orgullo y no de una sensación estética). Causa la emoción
placentera, pero no es aquello en lo que se enfoca la emoción ni es la
esencia de esta. El objeto o el foco real de la emoción es uno mismo o una
misma. De ahí que el orgullo difiera de la admiración o del amor.
Hume añade que existen múltiples causas posibles del orgullo, pero lo
normal es que sean elementos que ya se encuentran en algún tipo de
relación cercana con el yo del propio sujeto: características personales,
aspecto físico, pertenencias... Las mismas características exactas,
imaginadas en alguna otra persona o en alguna de sus posesiones, no
concitan orgullo. Además, la causa suele ser algo que no sea demasiado
común, sino «exclusivamente nuestro o, por lo menos, de muy pocas
personas más». El motivo que da para ello es que el orgullo no está
centrado en la cualidad intrínseca del objeto, sino que su sentido es
esencialmente comparativo. Tiene que ver contigo, pero tú no lo sientes si
el objeto en cuestión es algo que pertenece a otra persona. Los juicios
sociales, según él, son en todo caso más comparativos que intrínsecos, y el
único sentido del orgullo es elevarse a uno mismo o una misma por encima
de otros. Por consiguiente, si cientos de invitados están sentados a la mesa
de un delicioso banquete, es posible que todos sientan alegría, pero solo «el
anfitrión» se sentirá orgulloso, pues solo él tendrá «la pasión adicional de la
vanidad y satisfacción propia». Además, la causa del orgullo, por esa misma
razón, debe ser notoria y obvia para los demás. El orgullo, según Hume,
tiene raíces en la naturaleza humana presocial, pero está fuertemente
influido a su vez por jerarquías sociales contingentes. De hecho, florece de
manera más llamativa en una sociedad muy competitiva y preocupada por
el estatus.
El orgullo como emoción puede ser fugaz (y, por lo tanto, inocuo), pero
su sola existencia encarna una manera distorsionada de ver tanto el mundo
como al propio yo en ese mundo. En lugar de amar tu casa porque es bonita
y confortable, la ves como algo que te aporta distinción social. En vez de
amar a tus animales de compañía por su naturaleza afectuosa y sus
habilidades, los ves como algo que tiene que ver contigo y nada más que
contigo. Pensemos también en el caso en que la principal emoción que
despiertan los hijos en unos padres es el orgullo, un fenómeno muy
conocido de todos, por desgracia. A unos padres así les cuesta mucho amar
a sus hijos, ya que para ellos son instrumentos de su propio prestigio
personal. Y aunque es evidente que, a lo largo de los tiempos, los maridos
se han sentido a menudo orgullosos de sus esposas, no es probable que esta
actitud sea compatible con un reconocimiento estable de la autonomía y la
subjetividad de la mujer. Igual que en la época homérica una mujer era
literalmente un trofeo que conquistar en la batalla, también en nuestros
tiempos conocemos bien el fenómeno de la «esposa trofeo», un objeto de
orgullo porque su belleza (u otras virtudes típicas de las esposas) confieren
prestigio a la masculinidad del hombre que se la «ganó».
En resumidas cuentas, la soberbia como emoción entraña de por sí
instrumentalización y, por ende, cosificación, con la correspondiente
tendencia a negar la autonomía y la subjetividad plenas. Por sí sola, esta
mentalidad ya bordea la violencia. Pensemos de nuevo en Soames Forsyte,
el personaje de Galsworthy al que conocimos en el capítulo 1. Hombre sin
encanto, pero rico, adquiere prestigio a ojos del mundo al cortejar con éxito
a la bella Irene. Lo que siente por ella es más orgullo que amor. Cuando,
llegado el momento, ella le planta cara y se niega a dormir con él —un
comportamiento que amenaza con desembocar en una humillante ruptura
pública—, no hay barrera que frene las emociones de él para demostrar su
masculinidad y su dominio sobre ella, recurriendo incluso a la violación
dentro del matrimonio (he ahí un ejemplo de cómo la vergüenza que sigue
al orgullo herido conduce a la violencia doméstica).

LA SOBERBIA COMO RASGO DEL CARÁCTER:


LA SOBERBIA DE GÉNERO Y SU OPUESTO

Hablemos ahora del orgullo que se consolida en un rasgo continuado de la


personalidad, un complejo de emociones, creencias y tendencias a la hora
de actuar. Es un rasgo que Dante expresa con brillantez en su descripción de
los soberbios: son ciertamente como argollas, curvados sobre sí mismos de
tal forma que solo pueden ver su yo y no el mundo exterior. Al pasar de
emoción placentera a rasgo duradero del carácter, vemos que el orgullo ya
no siempre se siente como algo agradable. Al haberse convertido en una
forma habitual de estar en el mundo, ya no podemos entender ese orgullo
como un arranque súbito de placer, sino más bien como un estado
permanente de ensimismamiento, tan habitual que la persona orgullosa
suele no ser consciente de él. Este ensimismamiento es a menudo una forma
de autosatisfacción, aunque, como en el caso de Soames Forsyte, presenta
también un matiz de preocupación: cualquier amenaza a la superioridad de
la persona soberbia, sin duda, será sentida por esta como una herida
dolorosa.
Si, como Dante, pensamos que todas las personas persiguen el bien
poniendo en ello algún tipo de amor o esfuerzo —un aspecto de la tradición
católica que yo considero muy acertadamente correcto—, también
deberíamos coincidir con él en pensar que la soberbia representa una
deformación muy fundamental del amor. Por amor, él entiende un anhelo y
una búsqueda del bien que son básicos para nuestra condición humana. Para
los soberbios, nada es real fuera de sí mismos. La soberbia despoja como
ningún otro pecado a la persona de una relación fundamental con la realidad
externa, que es uno de sus atributos esenciales como tal persona. El
soberbio no llega ni tan solo a hacer una mala elección de objetos externos,
pues no puede ni siquiera ver objetos diferenciados de sí mismo, sino
solamente a su propio yo. Todas sus relaciones con el mundo son formas de
instrumentalización. Dante supo ver que, de este modo, los orgullosos no
solo se vuelven unos cosificadores, sino que también se convierten en seres
que no alcanzan a ser plenamente humanos, porque sus rostros no están
vueltos hacia el exterior, «no parecen personas».
En algunos individuos, la soberbia es global: en todos sus tratos y
comunicaciones con el mundo no ven más que a su propio yo. De ahí que
carezcan completamente de compasión por aquellos a quienes consideran
muy inferiores a ellos. Dante nos muestra a personas cuya soberbia es
general, aunque enfocada en un único atributo, ya sea este el poder, la
ascendencia noble o (el suyo propio) la excelencia artística. Pero como
estas personas también piensan que su propio ámbito de excelencia
particular es el más importante, su soberbia enseguida tiende a extenderse a
todo lo demás.
Sin embargo, también podemos imaginarnos a personas que son
soberbias de forma solo local o circunscrita, y que ven la realidad de ciertas
partes del mundo, pero no de otras; o que ven la humanidad real en sus
tratos con ciertas personas, pero solo a sí mismas (frente a meros
instrumentos de su yo) en sus tratos con otras. Probablemente, los
gobernantes que consideraban a sus súbditos como simples cosas amaban al
mismo tiempo a sus familiares y se preocupaban por el bienestar de estos. Y
en la mayoría de las culturas donde dominan los varones, estos mantienen
una relación horizontal de amistad y respeto con otros hombres, al tiempo
que no aprecian la condición humana de quienes están «por debajo» de
ellos. Además, la propia interpretación de quién está «por debajo» puede
variar y dar así origen a diferentes tipos de soberbia grupal.
Por eso, las personas blancas (tanto varones como mujeres) han tenido
durante siglos una soberbia de raza blanca sin (muchas de ellas) tener una
soberbia de clase: el racismo estadounidense es transversal a todos los
estratos sociales. Muchas mujeres blancas, además, han sentido a menudo
una soberbia racial blanca, pero no una soberbia de género. Elizabeth Cady
Stanton luchó en su día por hacer visible la plena humanidad de las mujeres
(blancas), al tiempo que conservaba algunas actitudes racistas deplorables.
Hay personas que pueden tener soberbia de clase sin sentir soberbia racial:
algunos abolicionistas blancos, por ejemplo, eran de estratos sociales
elevados y lucharon por la igualdad de derechos de los afroamericanos
cultos, al tiempo que menospreciaban e instrumentalizaban a los obreros y
los granjeros. Algunos pueden renegar sin reservas de la soberbia de género
masculina, pero conservar cierta soberbia racial y de clase: un caso así de
raro lo representaba John Stuart Mill, que luchó por el reconocimiento de la
autonomía y la subjetividad de las mujeres (tanto en la teoría como en la
práctica) al tiempo que escribía sobre la inferioridad racial de la población
de la India y mantenía actitudes indicativas de cierta soberbia de clase (por
ejemplo, describía el fenómeno de la violencia doméstica como si fuera
privativo de las clases bajas).
Como Dante nos indica, la soberbia es una tendencia general de la
mente; aun así, las personas compartimentan y pueden mirar a algunos
grupos de personas de igual a igual mientras tratan a otros desde un
deplorable narcisismo. Y a menudo justifican tal compartimentación con
una profusión de argumentos sobre la inferioridad o, incluso, el carácter
bestial de aquellos a quienes menosprecian. A veces (recordemos nuestra
distinción entre sexismo y misoginia), tales argumentos son endebles
estratagemas con las que justificar un comportamiento motivado por el más
puro afán de dominación. Otras veces, sin embargo, las ideas que entran en
juego en esas situaciones son creencias sinceras (por ejemplo, hoy en día, la
mayoría de las personas creen de veras que los animales no humanos son
inferiores y justifican así que se los trate como simples cosas).
A veces, las personas se aferran más intensamente a un tipo o motivo de
orgullo cuando se sienten inseguras a propósito de otro. Y hay un tipo de
soberbia en la que todos los hombres pueden refugiarse, aun cuando se
sientan vulnerables por su clase, su raza, su poder político, su empleo u
otras fuentes de ventaja o desventaja jerárquica: me refiero a la soberbia
masculina de género. Hablamos de un tipo de orgullo que se enseña en
todas las sociedades y en todos los grupos dentro de estas, y que otorga un
lugar de superioridad a varones que pueden no tener ninguna otra ventaja
jerárquica a la que acogerse. Mill lo explica muy bien:
Pensemos lo que significa para un muchacho hacerse hombre con la creencia de que, sin ningún
mérito ni esfuerzo por su parte, aunque sea el más frívolo y vacuo, o el más ignorante y estúpido
de los mortales, por el mero hecho de haber nacido varón es superior por derecho a la mitad de la
raza humana; incluso, probablemente, a algunas personas cuya verdadera superioridad sobre él
puede apreciar cada día o cada hora. [...] [Los hombres así] no se vuelven más que orgullosos, y
del peor orgullo, del que se valora a sí mismo por ventajas casuales y no conseguidas por méritos
propios. Sobre todo, cuando el concepto de estar por encima de la totalidad del otro sexo se
combina con la autoridad personal sobre uno de sus miembros. 5

Mill cree que esa es una lección que se enseña por doquier, aunque no
sin excepciones. Y Mill está básicamente en lo cierto (o, al menos, lo estaba
hasta hace pocos años). En la frase final, vincula la soberbia masculina con
cierta forma perniciosa de autoridad personal sobre una mujer, y lo hace tras
haber conectado previamente esa autoridad con la tendencia a emplear la
violencia sexual en el matrimonio. Es cierto que la mayoría de los hombres
no toman ese derrotero. Prefieren negar la plena autonomía de las mujeres,
pero tratándolas bien, como si fueran niñas amadas. Pero la cosificación,
desde el momento en que se produce, hace que no haya ninguna barrera
consistente e inexpugnable que impida pasar a la violencia emocional o
física.
La soberbia de género es barata y fácil en una cultura que somete a las
mujeres por la vía legal o social. Para otras formas de orgullo, hay que tener
algo de lo que alardear y, como bien dice Hume, debe ser algo reconocible
por todos como un elemento otorgador de una ventaja comparativa de
estatus. Puede que las personas que dispongan de esas ventajas
comparativas tengan una mayor propensión a volverse soberbias en general,
como le ocurrió al propio Dante (aunque, como veremos más adelante con
el ejemplo del emperador Trajano que él cita, Dante sabe que uno puede
tener muchas ventajas y no ser soberbio en absoluto). Pero basta con que
uno presuma de las características secundarias del sexo masculino para,
como dice Mill, sentirse con derecho a una inmerecida situación de
privilegio frente a la mitad de la población humana mundial.
Muchos gobernantes deseosos de tener súbditos dóciles han sabido
entender el atractivo de esta fácil fuente de orgullo. La historiadora Tanika
Sarkar recuerda que los mandatarios británicos de la India reforzaron allí las
formas masculinas tradicionales de autoridad sobre las mujeres, aun en
contra de algunas iniciativas de reforma autóctonas: por ejemplo,
manteniendo muy baja la edad legal mínima de las mujeres para casarse
(¡doce años en aquel entonces!), o negándose a considerar delito la
violación dentro del matrimonio, incluso aunque la novia fuese una niña.
De su convincente análisis de la retórica británica de aquella época, Sarkar
concluye que la defensa de la autoridad de género del varón indio fue una
astuta estratagema dirigida a conceder a aquellos súbditos hombres un
ámbito de dominio absoluto con el que se esperaba disuadirlos de rebelarse
contra el Raj. 6
La virtud opuesta a la soberbia suele recibir el nombre de humildad. Se
trata de un vocablo engañoso si lo que con él se quiere decir es que el
humilde piensa que está por debajo de otras personas y que ese pensamiento
le produce pesar (de hecho, esa fue la definición que Hume dio de la
emoción que él erróneamente denominó humildad). Tender en general a
situarse uno mismo por debajo no parece demasiado virtuoso que digamos.
Tampoco corrige el error propio de la soberbia, ya que las personas
obsesionadas con su propia inferioridad no prestan especial atención a lo
que está fuera de sí mismas ni parecen particularmente inclinadas a respetar
la autonomía ni la subjetividad de otras. De hecho, es una tendencia
narcisista a su modo, pues para ese individuo, la competencia por el estatus
comparativo sigue estando por encima de todo. Ahora bien, ese uso humano
de la palabra humildad no es el de la tradición cristiana; de hecho, el
término que probablemente debería haber empleado Hume es vergüenza. Y,
de hecho, él nunca dijo que esa vergüenza fuera una virtud.
La virtud cristiana opuesta a la soberbia tal como la describe Dante
consiste básicamente en una combinación de no narcisismo y humanidad:
es la tendencia a no enorgullecerse de las posibles ventajas jerárquicas
propias y a mirar hacia fuera, hacia las otras personas, viéndolas y
escuchándolas comprensivamente con atención. Dante da tres ejemplos.
Dos de ellos están relacionados con la doctrina religiosa, así que me
centraré en el tercero: el emperador Trajano. Una pobre viuda, a cuyo hijo
han matado, se dirige a Trajano pidiéndole justicia. 7 Este le promete
atender su petición tan pronto como haya regresado de su viaje. Ella no
termina de creerle y está atormentada, así que Trajano la anima a
consolarse; al final, decide encargarse de aquel tema antes de partir: «La
justicia así lo quiere, y la compasión me mantiene aquí» (canto X, 93).
Trajano ve realmente a esa pobre mujer indefensa como a un ser humano
pleno y la escucha de verdad. No la considera inferior a él ni, menos aún,
un instrumento para sus fines. Se preocupa por lo que ella siente, le inspira
compasión (pietà) y hace efectiva la capacidad de elección de aquella mujer
convirtiéndose en fiel agente de esta y, con ello, procurándole una
autonomía de la que, de otro modo, carecería en aquella cultura. Podría
haberse mostrado de un modo totalmente distinto; al fin y al cabo, la
mayoría de los hombres de su posición lo habrían hecho, llevados de una
soberbia de rango social y de género, y del más puro ensimismamiento. La
virtud más notable del emperador es que deja caer la barrera de su yo
particular durante un momento, y mira y escucha; podríamos llamarlo
respeto entremezclado con compasión, o incluso filantropía. Se está
desenrollando hacia el exterior y está mirando el mundo desde su misma
altura.
Insisto: las personas compartimentamos. Los abolicionistas, tanto negros
como blancos, solían tener soberbia de género al tiempo que deploraban la
racial. Las mujeres ni siquiera tenían permitida la entrada en las reuniones
de los círculos abolicionistas: por eso rechazaron a Elizabeth Cady Stanton,
pero admitieron al mediocre de su marido. Ahora bien, ya nos hemos
podido hacer una idea (rudimentaria, como mínimo) de cómo funciona el
orgullo y de cómo la soberbia de género es una de sus formas más
insidiosas. Y desde luego, del mismo modo que los hábitos de la soberbia
tienden a extenderse de un terreno a otro, también suelen hacerlo los de la
virtud: en cuanto alguien adquiere la costumbre de tratar a otras personas de
forma humana y abierta, se siente también más fácilmente impelido a
hacerlo en otro ámbito en el que su actitud hasta entonces había sido
soberbia.
El purgatorio es un lugar en el que las ánimas pierden progresivamente
sus vicios. ¿Cómo es posible que lo hagan? En primer lugar, logran
comprender qué hay de defectuoso en el rasgo negativo de su carácter que
allí purgan: concretamente, los soberbios se enfrentan a su propio
narcisismo y entienden cómo los ha aislado y les ha impedido ver a los
demás. En segundo lugar, ven ejemplos de la virtud opuesta. Lo que Dante
llama el «látigo de la soberbia» es realmente como un azote: la aguda
conciencia de que hay una mejor manera de ir al encuentro del mundo
fustiga a las almas para instarlas a hacer un mayor esfuerzo. En vez de ser
castigadas con un descarnado dolor punitivo, reciben remodelación y
reforma, que empiezan con el estudio de ejemplos históricos y
contemporáneos de conducta virtuosa. Y, en tercer lugar, terminan
practicando la virtud. Dante, como Aristóteles, piensa que las virtudes y los
vicios son patrones de emociones y elecciones formados por el hábito y la
repetición; y no una repetición sin sentido, sino una práctica inteligente
inspirada por la toma de conciencia de la diferencia entre la virtud y su
contrario. Si nos guiamos por el ejemplo de Trajano, vemos que esa práctica
implicaría un diálogo abierto y respetuoso y, en especial, la atención a las
quejas de las víctimas a las que el sistema social ha tratado de forma injusta.
En mi conclusión describiré una imagen de reconciliación basada en esa
idea.
Pasemos ahora al caso de nuestro país y, en particular, a una
combinación muy característica en Estados Unidos de soberbia y avaricia
que, en los hombres con aspiraciones de movilidad social ascendente (y en
Estados Unidos, ¿quién no está tratando de mejorar su posición social?),
bloquea la visión del amor y de la alegría, y siembra así las semillas del
maltrato.

DANTE EN AMÉRICA: LA SOBERBIA Y LA AVARICIA

La masculinidad estadounidense está dominada por un tipo de competencia


por el estatus comparativo que gira en torno a la cantidad de dinero que se
gana. No otorgamos títulos nobiliarios, por lo que, para nosotros, la
superioridad comparativa viene determinada, en general, por el dinero y por
lo que se puede comprar con él. En su influyente libro The Darwin
Economy, el economista Robert Frank sostiene que todas las sociedades
modernas están atrapadas en una lucha cuasi darwiniana por la ventaja
competitiva centrada en el dinero y las posesiones. 8 Frank tiene, en mi
opinión, una concepción deficiente tanto del cambio histórico (pues las
sociedades aristocráticas y monárquicas no son así) como, incluso, en lo
que se refiere al capitalismo moderno, de las diferencias entre sociedades
(pues Finlandia es notablemente distinta de Estados Unidos), por lo que, de
hecho, no debería haber recurrido a Darwin para poner nombre a su teoría,
ya que Darwin halló unos mecanismos universales que funcionan en
poblaciones y eras diferentes. Lo que sí aporta Frank, no obstante, es una
reveladora descripción del carácter nacional estadounidense, si es que tal
cosa existe. Por decirlo en términos dantescos, ve una conexión estrecha
entre la soberbia estadounidense y otro rasgo negativo del carácter: la
avaricia.
Frank no es el único autor que considera que la vida en Estados Unidos
está dominada por una competencia de estatus por el dinero. A Sigmund
Freud, que pasó unos años aquí impartiendo docencia, nunca le gustó el
país, aunque siempre se expresaba con tacto cuando los periodistas le
preguntaban por qué. Tras su muerte, sin embargo, varios de sus amigos
confesaron lo que de verdad opinaba. Así, en un discurso ante la Sociedad
Psicoanalítica de Nueva York en 1947, el analista vienés Paul Federn dijo
que Freud solía decir que allí no había «libido suficiente que él pudiera
detectar y sentir». 9 Entonces, ¿qué había pasado con toda aquella energía?
¿Se había reconducido hacia la creación de arte, poesía o filosofía? No,
decía Freud; toda aquella energía libidinal se había dedicado al propósito de
ganar dinero. Como explica el también analista Ernest Jones, a Freud le
parecía «que el éxito comercial dominaba la escala de valores en Estados
Unidos». 10 Con su característica corrección en las formas, el propio Freud
contó en una ocasión ante un auditorio en la Universidad Clark que dar
clases sobre los sueños en Estados Unidos parecía un empeño irrelevante,
dado lo mucho que ese país estaba «dedicado a los fines prácticos». 11
La avaricia también era un vicio demasiado familiar en la Florencia
medieval, y Dante lo sitúa muy próximo a la soberbia. A diferencia de otros
rasgos de la personalidad que implican la búsqueda obsesiva y excesiva de
una cosa (como la gula o la lujuria), la avaricia, a juicio de Dante, no apunta
hacia fuera de sí misma, en dirección a otra cosa, como hace el amor. El
glotón y el lujurioso aciertan al menos en algo: tienen su mirada puesta en
un bien genuino, aunque su concepción de ese bien sea superficial. Se les
puede educar para que lo valoren de un modo más profundo. Como aciertan
a ver un bien auténtico, poseen abundante energía para hacer otras muchas
cosas buenas, como tener amigos y escribir poesía (el propio Dante está en
el grupo de los promiscuos sexuales y tiene también muchos amigos entre
los amantes de la buena comida). La avaricia, sin embargo, apenas tiene
continuidad con otros elementos más elevados: el dinero es inerte, pura
materia; no es una persona (ni varias), ni un bien dador de vida como es la
comida. Es un símbolo puramente competitivo, sin valor intrínseco. Y la
avaricia puede tornarse asombrosamente obsesiva, hasta el punto de
eclipsar todos los demás afanes.
La penitencia con la que se purga la avaricia (como la de la soberbia) es
una representación del pecado en sí: «Lo que hace la avaricia se declara
aquí, y el convertido purga en duelo» (canto XIX, 115-116). A los
avariciosos se los estira sobre el suelo boca abajo, por como en su día «el
ojo no se alzaba al cielo, y miró a lo terreno con codicia» (118-119). Igual
que, en vida, admiraban embelesados una materia inerte, ahora tampoco se
les deja ver a las personas, la naturaleza ni la hermosa luz del día. Como los
soberbios, los avariciosos padecen una merma visual; la diferencia es que
los avariciosos, por lo menos, miran lo terreno (léase: su dinero y sus
posesiones), mientras que los soberbios están encorvados sobre sí mismos y
solo se ven a sí mismos. No obstante, esa distinción deja de ser una
diferenciación real desde el momento en que el dinero no es más que un
símbolo de estatus. La avaricia y la soberbia combinan muy bien, y la
segunda hace que la primera esté menos abierta al cambio.
La soberbia y la avaricia deforman el erotismo, y esa deformación hace
que, con demasiada frecuencia, se vea a una mujer como símbolo de dinero
y estatus. Esta actitud, como dice Dante, supone no mirar hacia fuera, por lo
que tiene algo de narcisismo infantil. Si reflexionamos un poco sobre la
viciosa trayectoria del (presunto) suicida Jeffrey Epstein y sobre la historia
de sus manejos pedófilos, en los que se supone que participaban muchos
otros hombres ricos, vemos muy claramente el nexo entre la pedofilia de
estos y su obsesión por el dinero y el estatus. La pedofilia implica cierta
necesidad de no reconocer la autonomía y la subjetividad adultas del
compañero o compañera sexual, y constituye, pues, una forma
paradigmática de cosificación sexual.
Resumiendo, esta sería la intuición dantesca de Freud: los soberbios
estadounidenses varones, obsesionados con la competencia por el estatus,
no son capaces de apreciar la condición humana plena de una mujer y,
sencillamente, no saben amar. Una compañera sexual es, para ellos, un
mero símbolo de riqueza y posición social.
¿Cómo podría conseguirse que la sociedad fuera diferente? Al
narcisismo hay que derrotarlo desde muy pronto. Dante diría que debemos
dirigir el eros hacia fuera, hacia otras personas, valiéndonos para ello de
una educación que haga hincapié en el carácter separado de los otros seres
humanos y en su valor real, además de en la valía de sus propios
sentimientos y elecciones. Educarse así implica entrenar continuamente el
escuchar y el ver, como las ánimas del purgatorio aprenden ya muy tarde.
Supone, pues, imitar el ejemplo de Trajano: ser capaces de respaldar la
libertad de elección autónoma de otra persona e imaginar la subjetividad de
esta.
Dante tuvo una suerte extraordinaria: la intercesión divina lo embarcó en
su particular viaje cuando se encontraba justo «a mitad del camino de la
vida» (¡treinta y cinco años!). Era además (y esto es importante) un poeta,
alguien que había cultivado su imaginación (de todos modos, en el capítulo
7 veremos que los grandes artistas no son inmunes en sus vidas sexuales a
la deformación provocada por la soberbia).
Las personas en las que la soberbia de género se combina con un elevado
grado de otras formas muy estadounidenses de éxito competitivo pueden
resultar más recalcitrante y altivamente orgullosas, y creerse capaces de
hacer que el conjunto de la sociedad, incluida la ley, se pliegue a sus usos e
intereses propios. Recuerden a cuán pocos de los soberbios imagina Dante
en el purgatorio; la mayoría de los «peces gordos» florentinos están en el
infierno porque no mostraron remordimiento. Este será el tema de la tercera
parte del libro, en la que estudiaremos los déficits de responsabilización
jurídica y ética en tres ámbitos de la sociedad estadounidense donde se
pueden alcanzar muy elevadas cotas de éxito.

OTROS PARIENTES DE LA SOBERBIA: LA ENVIDIA Y EL


RESENTIMIENTO

Dante vincula otros dos pecados muy estrechamente con la soberbia, pues
dice que comparten el narcisismo de esta. En el caso de la envidia, esa
conexión es fácil de entender. Las personas envidiosas (es decir, aquellas
para las que la envidia, más que una emoción momentánea, es un rasgo
continuado de su carácter) se focalizan en la buena fortuna de otras, la cual,
desde su punto de vista, les hace sombra. Parecen así obsesionadas por la
competencia y por su propio estatus relativo. No obstante, conviene hacer
una advertencia al respecto. En La monarquía del miedo señalé que ciertas
formas de envidia están relacionadas con una desigualdad de acceso a los
bienes genuinos de la vida humana. Así, por ejemplo, si pensamos (como
pienso yo) que el acceso a una sanidad adecuada es un bien importante y
necesario para una vida humana digna, no podemos menos que constatar
también que algunas sociedades, incluida la nuestra, sitúan ese bien fuera
del alcance de muchas personas. La envidia que una de estas siente por la
adecuada atención sanitaria que reciben los ricos no está ligada al
narcisismo, ni tampoco a una falta de conciencia de los bienes intrínsecos.
Este tipo de envidia tiene que abordarse por medio de políticas adecuadas
que pongan esos bienes auténticos al alcance de todo el mundo. ¿Se puede
siquiera considerar pecado esa clase de envidia? Si está centrada en el deseo
de arruinar la felicidad de quienes disfrutan del bien en cuestión (más que
en conseguir un cambio político que haga que todo el mundo disponga de
ese bien), es sin duda defectuosa; pero si mueve a las personas a aspirar a
que un bien genuino esté ahí para todos y todas (y a esforzarse por
conseguirlo), es ciertamente virtuosa.
La envidia que está estrechamente vinculada con la soberbia es aquella
que está enfocada únicamente en el estatus relativo y muestra una nula (o
muy escasa) conciencia del valor intrínseco genuino. En momentos de
cambio social, sin embargo, suele existir una gran confusión en torno a los
valores y los derechos. Pensemos, si no, en la rápida progresión en todo el
mundo de la presencia de las mujeres en la educación superior y en muchas
profesiones, y la muy común reacción masculina de envidia por esos éxitos
competitivos. 12 Cuando la sociedad en su conjunto define el éxito en
términos de estatus relativo, y cuando el número de posiciones elevadas es
limitado (como suele ser el caso), la súbita entrada de personas de un grupo
hasta entonces excluido tiende a ser percibida (por algunos, al menos) con
envidia, por mucho que represente un avance positivo en materia de
inclusión y justicia. Pero cuando a los varones se los educa para creerse con
el derecho a copar las plazas disponibles en las universidades y en las
profesiones, y para esperar que las mujeres estén por debajo de ellos y a su
servicio, es difícil que atiendan a razones de justicia. Como era de esperar,
pues, el éxito repentino de las mujeres ha dado pie a reacciones confusas y,
algunas de ellas, imbuidas de envidia. Se funde así una afirmación que, por
sí sola, sería virtuosa («me merezco una formación universitaria») con otra
que denota envidia de estatus («se están quedando con las plazas que, por
derecho, nos corresponden»). Y esta confusión se ve agravada por el hecho
de que, en su conjunto, nuestra sociedad es avariciosa y está muy enfocada
hacia el estatus, y también por el hecho de que son demasiado pocas las
personas que tienen acceso a ese importante bien.
Cuanto más se ven las cosas buenas de la vida desde una perspectiva
puramente competitiva de estatus, más margen tiene la envidia para
enconarse. Cuando las personas tienen una clara percepción de que un bien
importante —como la atención sanitaria o la educación superior— es un
bien intrínseco que debería estar asegurado para todos y todas, lo más
normal es que apoyen movimientos sociales que reclaman una mayor
inclusión y no que rabien de envidia por la suerte de otros grupos o
individuos. Sin embargo, si reaccionan con resentimiento envidioso hacia
quienes reclaman ahora sus derechos (como ocurre con muchos de los que
se oponen a los movimientos por la expansión del acceso a la educación
universitaria o a otros bienes importantes), tendremos una clara señal de
que, para ellos, la competencia por esos bienes es un juego de suma cero.
De ahí la afinidad entre la envidia y la soberbia, espoleada como está la
primera por la idea obsesiva de que el éxito de otras personas es una
amenaza al propio ego.
La envidia de estatus adopta múltiples formas, pero una de ellas es la
cosificación (e incluso la violencia) sexual. Algunos hombres que no
triunfan en la competencia social contraatacan calificando a las mujeres
deseables de meros «putones» y tratando de arruinar las vidas sociales de
estas. Probablemente, la forma de envidia sexual más depurada y más
manifiestamente violenta la representa el movimiento incel, formado por
varones que entienden la conquista sexual como una competición y que se
consideran a sí mismos como los perdedores de esa contienda entre machos.
Actúan violentamente contra mujeres que (según la percepción que ellos
tienen) les hacen pasar vergüenza por rechazarlos (a menudo, esas mujeres
ni siquiera conocen al hombre en cuestión). Espoleados por sus
conversaciones en línea, a veces se deciden a cometer actos violentos contra
una mujer (o mujeres). Como sucede con todas las representaciones
sexualizadas violentas, cuesta saber cuánta de esa violencia real es generada
por el mundo digital, pero la conclusión de que la violencia representada es
una causa del daño ocasionado en el mundo real está, cuando menos, igual
de respaldada por las pruebas empíricas que otras muchas hipótesis causales
que consideramos aceptadas. 13
Los incels podrían parecernos un caso puramente patológico, pero lo
cierto es que representan la forma extrema de una tendencia más general a
represaliar a las mujeres mediante su denigración sexualizada como
resultado de una cierta envidia de estatus. 14 En los incels, la competencia
imaginada parece ser por el estatus social y se enfoca en el éxito relativo de
otros hombres. Un caso distinto, en el que la competencia es profesional y
la envidia tiene como destinatarias a las propias mujeres, es el de la web
AutoAdmit. Este sitio nació con el propósito de asesorar a quienes querían
conseguir plaza de estudiante en las facultades de Derecho. Pronto
degeneró, sin embargo, en una web porno llena de referencias del mundo
real: algunos alumnos varones anónimos que escribían entradas en dicho
sitio usaban los nombres reales de sus compañeras estudiantes de Derecho
para caracterizarlas como los «putones» protagonistas de situaciones
pornográficas inventadas. No se trataba solo de hacer que a una buena
estudiante, compañera de clase, se la viera como una mera «zorra» (y
proclamarse así superiores a ella), sino también de dañar en la vida real a
esas mujeres cuando se presentaban a entrevistas de trabajo, pues, aunque
los potenciales contratantes no se creyeran el cuento pornográfico de turno,
este no dejaba de manchar (a su particular modo de entender) la reputación
de tales candidatas. En el sitio se ofrecían incluso consejos sobre cómo
conseguir que la historia falsa llegara a la primera página de búsquedas de
Google si se tecleaba el nombre de la mujer en el buscador. Por lo tanto,
AutoAdmit no solo provocaba tensión en las aulas (era evidente que los
autores de aquellas publicaciones anónimas conocían los nombres y los
rasgos físicos de las mujeres), sino que también causaba un daño real. Dos
mujeres, brillantes estudiantes de Derecho de Yale, se querellaron por
difamación y causación de dolor emocional. Pero se toparon con el enorme
obstáculo representado por el anonimato en internet: solo a tres de los
muchos hombres implicados en aquellas prácticas se les pudo seguir el
rastro, y en la querella se mencionaba a algunos más, aunque solo por sus
seudónimos. Al final se llegó a un acuerdo extrajudicial cuyos términos no
se revelaron.
Dante también vincula la ira resentida con la soberbia. De entrada, ese
nexo parece misterioso. ¿Acaso la ira no tiene que ver con la acción
indebida de otra persona y con la justicia? ¿Por qué iba a estar ligada al
narcisismo? La grada de los «iracundos» está cubierta por una oscura
humareda. Dante no acierta a divisar nada allí: ni personas ni objetos. Es
porque los «iracundos», como los soberbios, no son capaces de ver a nadie
más, envueltos como están en el humo acre de su propio resentimiento.
Además, lo que les falta (y lo que necesitan para reformarse) es el espíritu
del amor; es en esos versos donde encontramos el famoso discurso sobre el
amor y la compasión que constituye el corazón de todo el poema. Dante
quiere mostrar cómo el hábito de resentirse por las ofensas (el resentimiento
como rasgo del carácter) puede hacer que las personas se obsesionen
fácilmente por lo que creen que es «su derecho» legítimo y por quienes
ellas piensan que se lo están hurtando. En ese estado mental o anímico, no
ven a las otras personas. Su ira les está diciendo «yo, yo, yo», y los demás
individuos se convierten en simples medios con los que aliviar el ego
herido. En el purgatorio aprenden ejemplos de reconciliación cristiana, la
cual mira siempre hacia el futuro y busca una exculpación comunitaria, y no
solitaria. No hace falta que creamos que toda ira es narcisista para entender
que hay mucho de verdad en la afirmación de Dante de que a menudo sí lo
es.
Todo esto son imágenes poéticas, pero antes incluso de que nos
adentremos en un análisis más extenso de la ira, podemos ver lo mucho que
atañe a las relaciones entre hombres y mujeres en una sociedad jerárquica
en un momento de transición. Los hombres se sienten «con derecho» y las
mujeres no están cooperando. Se sienten con derecho a puestos de trabajo y,
de pronto, son mujeres las que pasan a ocupar muchos de esos empleos.
Peor aún, antes podían tratarlas como provechosas y dóciles auxiliares en su
propia búsqueda del éxito jerárquico: eran sus aquiescentes objetos
sexuales, sus útiles amas de casa y sus criadoras de niños. Después de todo,
durante gran parte de la historia estadounidense, hasta la ley convertía a la
mujer en una especie de propiedad que carecía de potestad alguna para
negarse a tener relaciones con su marido, o que no contaba con derechos de
propiedad independientes, entre otros. Y ahora hete aquí que el mundo de
toda la vida se viene abajo. Las mujeres se niegan a jugar con las reglas de
antaño. Tú te esperas un objeto dócil y, de pronto, ese objeto reivindica
cosas e intenta que se le reconozca como una persona de pleno derecho. En
una situación así, hay un margen indefinido para que aflore una ira que es
obsesiva (solo importa el ego herido), muy punitivo-vengativa (las mujeres
se merecen una «paliza» por desairar a los hombres y sus demandas) y
enfocada en reflotar el ego, en vez de en crear un mundo nuevo de
responsabilidad y reconocimiento compartidos. 15
La cosificación es un fenómeno muy conocido en la vida social. La
instrumentalización de las personas, con la consiguiente negación de la
autonomía y la subjetividad de estas, tiene una fuente interior profunda: el
vicio de la soberbia, para el que las otras personas (o, como mínimo, otros
grupos de personas) no son del todo reales, y para el que el yo es el foco de
la visión y el esfuerzo prácticos. La envidia y el resentimiento son parientes
cercanos de la soberbia, porque reproducen su tendencia a negar una visión
amorosa de la humanidad, y a enroscar el yo personal sobre sí mismo.

EL ASCO PROYECTIVO ENTENDIDO COMO SOBERBIA

Hay otro pariente de la soberbia, aunque no reconocido como tal por Dante,
que ejerce un papel muy significativo en nuestras enfermizas dinámicas de
género. Me refiero al rasgo de carácter afín a la emoción del asco.
Como ya he comentado en La monarquía del miedo y en otros
escritos, 16 hay dos variantes del asco. El asco primario objetivo es aquel
que se centra en productos de desecho como las heces y la orina, o en los
cadáveres en descomposición, o en los animales que comparten propiedades
similares a los anteriores (mal olor, putrefacción, fangosidad, viscosidad).
Aunque, en términos evolutivos, el asco primario objetivo probablemente
está conectado con la evitación del peligro, es bien sabido
experimentalmente que el asco no se corresponde exactamente con las
situaciones peligrosas. Los científicos experimentales han descubierto que
el asco está ligado más bien a la rehuida de sustancias que son
«zoorreminiscentes», símbolos de nuestra debilidad y vulnerabilidad
animales (que no de nuestra belleza o nuestra fuerza..., ¡igualmente
animales!). A partir de ahí, nuestra imaginativa psique humana ha generado
un tipo adicional de asco que proyecta esas mismas propiedades de
repugnancia (el mal olor, la hiperanimalidad, la hipersexualidad) hacia un
grupo de seres humanos subordinados frente a los que el grupo dominante
puede autodefinirse representándose a sí mismo como un colectivo de seres
que han trascendido lo meramente físico. A partir de ahí, es fácil concluir
que, si esas otras personas presuntamente subhumanas encarnan la
hediondez y el olor de los cuerpos, es porque son inferiores a nosotros, y
nosotros no somos así.
El gran satírico del siglo XVIII Jonathan Swift, obsesionado con el asco
en buena parte de su obra, insinúa en reiteradas ocasiones que la sociedad
humana es un frágil conjunto de estratagemas destinadas a ocultar nuestros
repugnantes fluidos y olores internos. A Gulliver, por ejemplo, lo reciben
muy bien los pulcros y hermosamente caballunos houyhnhnms por el simple
hecho de que va vestido y de que sus anfitriones dan por supuesto que esas
limpias vestimentas son parte del cuerpo del protagonista. Los yahoos,
humanos desnudos, les dan asco, como también se lo acabará dando (con el
tiempo) el propio Gulliver. Swift sabía también que, aunque el asco es un
universal humano y va dirigido en última instancia a uno mismo, sus
ardides disimuladores tienen como blanco muy particular a las mujeres: los
hombres proyectan de entrada sobre ellas unas cualidades ideales de pureza,
pero no pueden evitar sentir asco cuando, como le ocurre al decepcionado
amante del poema de Swift «The Lady’s Dressing Room» («El vestidor de
la dama»), descubren el cuerpo animal que se esconde tras esa fachada
inicial. 17 Después de que el amante haya ido revelando los olores y las
pruebas de la realidad fisiológica de su amada (cerumen, mocos, fluidos
menstruales, sudor), termina finalmente exclamando horrorizado: «¡Oh!,
Celia, Celia, ¡Celia caga!», repitiendo así tres veces el celestial nombre de
la amada (Celia deriva del latín, caelum, «cielo») para, acto seguido,
recordarnos esa otra realidad supuestamente repulsiva.
El asco proyectivo funciona de forma distinta según las sociedades, pues
en cada una de ellas se usa la proyección para subordinar a grupos
diferentes; pueden ser subgrupos raciales, castas «inferiores», minorías
sexuales y religiosas, personas mayores. Y cada uno de esos procesos de
formación del asco es sutilmente distinto de los demás. 18 No obstante, en
todas las sociedades las mujeres han sido blancos del asco, dado que los
hombres se definen como seres capaces de trascender, mientras que a las
mujeres se las vincula inexorablemente al parto, la sexualidad y la muerte.
Una manera de mantenerlas en su lugar consiste, pues, en hacer referencias
insistentes a la presunta repugnancia de los periodos femeninos, la
lactancia, los fluidos sexuales y hasta el simple excremento. El presidente
Donald Trump es muy aficionado a incidir en este tema. 19 Pero el asco
proyectivo, aunque aprendido, es real, y para aquellos a quienes de verdad
les repugnan los cuerpos de las mujeres (un asco que, muchas veces, se
entremezcla con el deseo), esa repulsión es una razón más para mantenerlas
sometidas y separadas (de ciertos lugares de trabajo, del espacio político,
etcétera).
El asco proyectivo es una notoria fuente de resistencia a dar crédito a los
testimonios de violencia sexual que facilitan las propias mujeres: seguro
que son unas «guarras», seguro que lo estaban «pidiendo a gritos». Como
veremos, una forma repetida de eludir la búsqueda de justicia legal de las
mujeres es retratarlas de ese modo, como si no fueran más que mugre y
suciedad.
El asco proyectivo es un pariente narcisista de la soberbia. Las personas
que representan a un grupo de seres humanos como si fueran subhumanos,
animales, repugnantes, al tiempo que se ven a sí mismas como
trascendentes, limpias y puras, se están engañando y se están negando a
mirar el mundo como es. Todos somos animales y decir que yo no soy un
animal y tú sí lo eres es una mentira narcisista. Ahora bien, el asco difiere
sutilmente de la soberbia dantesca. Los soberbios solo se miran a sí
mismos, como argollas vueltas sobre sí. Los asqueados se niegan a mirarse.
No es que tengan tampoco una mirada clara del mundo, pero cuando se
fijan en ellos mismos se ven en un espejo mágico que representa su yo
como un ser angélico y no animal.
Nacer en un grupo dominante es una gran suerte (en cierto sentido),
porque abre muchas oportunidades para cultivarse como persona y para
participar en los ámbitos político, laboral y social. Pero podemos ver que
suele ser también una desgracia moral, pues induce a la persona, desde
joven, a adquirir unos vicios muy graves conducentes a la cosificación y la
utilización de otros seres humanos. Llevados al extremo, le abren incluso la
puerta a las conductas violentas. Pero no tiene por qué ser así: no es
inevitable que los miembros del grupo dominante se dejen arrastrar por los
cantos de sirena de la soberbia. Ahí está Trajano, que cultivó la virtud de
mirar y escuchar, y reconoció la plena condición humana de una mujer que
estaba «por debajo» de él tanto en clase social como en género. De todos
modos, las sociedades jerárquicas ponen muy difícil a los dominantes la
opción de llegar a ser virtuosos de ese modo.
El comportamiento generado por la soberbia es malo, y las personas que
cometen esas malas acciones merecen que se las culpe por ellas. Las
acciones constituyen el ámbito de la ley, y debemos presionar para que
aumente la imputabilidad legal de las que constituyen delitos o faltas. En la
segunda parte del libro contaré la historia de ese tipo de esfuerzos e
iniciativas hasta la fecha. Al mismo tiempo, sin embargo, debemos recordar
también que las personas no son totalmente culpables de los rasgos
negativos de su carácter: no fueron ellas las que hicieron la sociedad que
prácticamente impidió que no sean como son. Si nos acordamos del
jovencito que, en su día, tenía ante sí múltiples posibilidades en la vida,
alguien que podría haber sido un Trajano si hubiera recibido la educación
correcta, pero que, en cambio, se convirtió en una persona defectuosa, a lo
mejor comenzamos a darnos cuenta de que la piedad y, en la medida de lo
posible, la reconciliación y la reforma serían mejores respuestas que
abismar a todas esas personas en un infierno helado.
El purgatorio es duro. Nadie esquiva allí la culpa por sus vicios. Pero el
proceso de cambio moral se centra en todo momento en la imagen de la
amorosa alma infantil, que «lo mismo que a una niña la acaricia, [...]
llorando y riendo juguetea, [...] simplecilla, sin pericia, pero [...] se inclina a
cuanto piensa ser delicia» (canto XVI, 86-90), y a la que, sin embargo,
distorsionan luego las varias presiones que recibe de un mundo vicioso.
Estas almas tienen que abrir los ojos y reaprender el amor. Pero Dante
también tiene que aprender a no odiarlas y a ver sus vicios como simples
deformaciones de las posibilidades humanas, unas deformaciones de las que
no son del todo culpables. El purgatorio es una lección de misericordia y de
la idea de la posibilidad humana. Hoy no nos vendría mal reflexionar sobre
esa lección.
Capítulo 3

VICIOS DE VÍCTIMA
La debilidad de las furias

Así fue como la perversidad en todas sus formas se instaló en el mundo


griego a raíz de las luchas civiles, y la ingenuidad, con la que tanto
tiene que ver la nobleza de espíritu, desapareció víctima del escarnio,
mientras que el enfrentarse los unos contra los otros con espíritu de
desconfianza pasó a primer plano; no había ningún medio para
reconciliar a los contendientes, ni palabras suficientemente seguras ni
juramentos bastante terribles; unos y otros, cuando tenían el poder, se
hacían a la idea de que no había esperanza de estabilidad y se cuidaban
más de precaverse contra cualquier contingencia que de llegar a confiar
en la situación.

TUCÍDIDES,
Historia de la guerra del Peloponeso, III, 82-83

¿Y qué les ocurre a las víctimas de las malas acciones? ¿Transitan sin
esfuerzo por la vida, incólumes, o se cobra en ellas a veces la injusticia un
precio moral, a la par que emocional?
Estamos al final de la guerra de Troya. Hécuba, la noble reina de esa
ciudad, ha soportado muchas pérdidas: su marido, sus hijos, su patria
arrasada por el fuego. Y pese a todo, conserva su carácter de persona
admirable: amorosa, capaz de confiar y de amistarse, capaz de conjugar la
acción autónoma personal con un considerable interés por los demás. Pero
entonces sufre una traición que la hiere muy hondo y que traumatiza todo su
ser. Un amigo muy cercano, Poliméstor, a quien ha confiado el cuidado del
único hijo que le queda, asesina a este por dinero. He ahí el acontecimiento
central de la Hécuba de Eurípides (424 a. C.), una versión anómala del
relato de la guerra de Troya que impacta por su fealdad moral, y que, pese a
ello, es una de las obras más profundas y reveladoras del canon trágico. 1
Desde el momento en que Hécuba tiene conocimiento de la traición de
Poliméstor, pasa a ser una persona distinta. Incapaz de depositar su
confianza en nadie, reacia a dejarse convencer, se vuelve en extremo
solipsista, replegada sobre sí misma. A partir de ese momento decide
entregarse por completo a la venganza. Asesina a los hijos de Poliméstor y
a este le saca los ojos (como símbolo, al parecer, de la total extinción de la
anterior relación de reciprocidad y cariño que los unía, así como de la
propia negativa de ella a reconocerle —tanto a él como siquiera a sus hijos
— una condición humana plena). Poliméstor aparece en escena ciego,
arrastrándose a gatas como la bestia que siempre fue. Hacia el final de la
obra se profetiza que Hécuba se transformará en perro, un animal que los
griegos asociaban a la rabiosa persecución de las presas y a una falta
absoluta de interés interpersonal. 2 Dante resume así el destino de la
protagonista: «Igual que un can ladró desesperada, de tal modo el dolor la
desconcierta» (canto XXX, 20-21).
Hécuba no solo está afligida por la pena; también lo está en el corazón
mismo de su personalidad moral. Se torna así incapaz de practicar las
virtudes que antes la caracterizaban como ser humano, amiga y ciudadana.
Para describir esa transformación decadente del personaje, Eurípides hace
una indisimulada alusión a la creación mítica de la ciudadanía y la
comunidad humana simbolizada en la tragedia final de la Orestíada de
Esquilo (458 a. C.), que ya era en aquel entonces una famosa representación
ficcional de la creación de la democracia ateniense, y le da la vuelta. En la
tragedia de Esquilo, las furias, funestas diosas de la venganza, comienzan
siendo perros que huelen el rastro de su presa, insensibles al amor o a la
justicia. Pero, al final de la obra, acceden a confiar en las promesas de la
diosa Atenea y a adoptar una nueva mentalidad caracterizada por la
«templanza» y por la «amistad común». Se ponen de pie, reciben la
vestimenta de los ciudadanos adultos y solemnizan la justicia de la polis,
basada en la obediencia a la ley. 3
La moraleja de Esquilo es que una comunidad política debe renunciar a
la búsqueda obsesiva de la venganza y adoptar un concepto de justicia
entendida como algo gobernado por las leyes y orientado al bienestar: es
decir, como algo centrado no en cazar la presa particular de nadie, sino en
disuadir malas conductas futuras y en producir una ulterior prosperidad. La
moraleja de Eurípides es la inversa: el trauma moral puede provocar el
desmoronamiento de la confianza y de las virtudes basadas en la
consideración por los demás, y dar pie así a una obsesión por la venganza,
una parodia de la justicia verdadera.
La sombría obra teatral de Eurípides se inscribe en lo que, en el mundo
grecorromano, fue una larga tradición de reflexión en torno al daño que
unos acontecimientos que escapan al control particular de las personas
pueden causar a estas aunque estén tratando de llevar una vida humana
floreciente, una vida que incluya comportarse de conformidad con todas las
grandes virtudes. La conclusión más notoria de dicha tradición es que esos
hechos que las personas no controlan pueden bloquear en ellas muchos
posibles comportamientos valiosos. Al despojar a una persona de su
ciudadanía política, sus amigos, su familia y sus recursos para actuar en
sociedad se puede impedir que su vida sea completamente floreciente o
eudaimôn. El simple hecho de tener las virtudes dentro de ti, como bien
recalcan Aristóteles y otros pensadores, no basta para que alcances la
eudemonía (el «florecimiento humano») si te ves radicalmente
imposibilitada o imposibilitado para actuar. Sin embargo, en Hécuba,
Eurípides indaga a fondo y sugiere una conclusión más radical: esos
sucesos pueden también corroer las virtudes en sí y ocasionar así un daño
moral de carácter duradero. El primer tipo de daño es fácilmente reversible:
una persona que estaba en el exilio puede recuperar su ciudadanía; alguien
que se quedó sin amigos puede hacer otros nuevos. Pero el daño de Hécuba
es más profundo y afecta a las pautas de conducta y a las aspiraciones a
largo plazo que forman parte de su carácter. Especialmente vulnerables son
las virtudes relacionales, los patrones de amistad y confianza. El maltrato
infligido por otros, al eliminar la confianza, puede hacer en realidad que las
personas sean peores.
¿Cómo es posible? ¿Cómo pueden los crímenes de Poliméstor socavar la
virtud de Hécuba? Aristóteles parece negar tal posibilidad, pues afirma que
una buena persona tiene firmeza de carácter y siempre actúa «de la mejor
manera posible, en cualquier circunstancia» y bajo los golpes de la fortuna,
aun cuando, quizá, en condiciones extremas, pueda no llegar a alcanzar la
plena eudemonía. 4 La mayoría de las tragedias teatrales coinciden en ello y
nos muestran a personas que conservan aún su carácter noble frente a las
adversidades de la fortuna. El personaje de Hécuba en la obra de Eurípides
Las troyanas es una de esas figuras nobles que hace gala de su amor, su
liderazgo y su capacidad de deliberación racional aun en medio del
desastre. Sin embargo, Hécuba, una obra prácticamente única en ese
sentido, exhibe los acontecimientos trágicos en toda su fealdad potencial y
nos muestra que su coste suele ser mayor que el que se revela en nuestros
relatos. Por eso es una obra que se infravaloró durante gran parte de la Edad
Moderna y de la Contemporánea; se la tachó de repugnante, de mero
espectáculo de terror. Pero, según señaló el estudioso Ernst Abramson en
1952, serían los aciagos sucesos del siglo XX los que mostrarían que el buen
carácter es más frágil de lo que querríamos creer, y traerían de nuevo a un
primer plano aquella denostada tragedia. 5

¿VIRTUD INMUTABLE?
A las feministas nos resulta atractivo creer que las víctimas siempre son
puras y siempre tienen razón (me refiero tanto a las mujeres como a otras
víctimas de las injusticias). Normalmente, las personas que adoptan ese
punto de vista se inspiran en una concepción filosófica dominante en la
época moderna: la idea de que la buena voluntad no se ve afectada por
contingencias que escapan al control de las personas. Immanuel Kant es una
de las más influyentes fuentes de esta noción, aunque esta tiene
antecedentes grecorromanos antiguos en la ética estoica (que influyó tanto
en la ética cristiana como en la kantiana) y también se corresponde con
ciertas corrientes internas del pensamiento cristiano. Kant dice que, aunque
la buena voluntad no tuviera oportunidad alguna de lograr nada, «brillaría
pese a todo por sí misma cual una joya, como algo que posee su pleno valor
en sí mismo. A ese valor nada puede añadir ni mermar la utilidad o el
fracaso». 6 La imagen de la joya implica claramente, además, que ninguna
de esas circunstancias externas puede corromper la voluntad. Otra posible
inspiración de las personas que tienen ese concepto de la voluntad es
también una conocida tendencia psicológica denominada hipótesis del
mundo justo: si alguien sufre, algo debe de haber hecho para merecerlo. Sin
tal merecimiento, no puede padecerse un daño profundo.
Esa visión kantiana fue certeramente cuestionada ya en los albores de la
tradición feminista. Mary Wollstonecraft analizó el daño que las
personalidades y las aspiraciones de las mujeres sufren bajo la desigualdad,
y constató que en ellas se daba, con demasiada frecuencia, una actitud
servil, una falta de control emocional y también una ausencia de la debida
consideración por su propia racionalidad y autonomía. Estos, sostenía ella,
son malos rasgos morales que a las mujeres les han sido inculcados por su
dependencia de la buena voluntad de los hombres. Al tiempo que criticaba a
Jean-Jacques Rousseau por haber elogiado a la coqueta y sumisa Sophie y
haberla puesto como modelo normativo del carácter femenino, insistía en
que las mujeres, al igual que los hombres, deberían tener la oportunidad de
crecer y desarrollarse como agentes plenamente autónomos, y de hacerse
acreedoras del respeto (a sí mismas, y también a su dignidad y a sus propias
elecciones particulares) de las otras personas. 7 Cuando se les niega dicha
oportunidad, sufren un daño en el fondo mismo de su ser.
En parecida línea, aunque desde una tradición filosófica muy diferente,
se expresó John Stuart Mill al recalcar que una de las peores facetas del
«sometimiento» masculino de las mujeres es su aspecto mental y moral. Ya
hemos visto partes del siguiente pasaje en el capítulo 1, pero veamos ahora
el argumento completo de Mill:
Los hombres no solo quieren la obediencia de las mujeres: quieren también ser dueños de sus
sentimientos. Todos los hombres, salvo los más brutales, desean que la mujer más unida a ellos
no sea una esclava forzada, sino voluntaria; no una simple esclava, sino una favorita. Han
aplicado todos los medios posibles con el fin de esclavizar sus mentes. Los amos de todos los
demás esclavos se basan en el miedo para mantener la obediencia: en el miedo a los propios
amos, o en los temores religiosos. Los amos de las mujeres querían algo más que la mera
obediencia, y aplicaron con este fin toda la fuerza de la educación. A todas las mujeres se les
inculca desde sus primeros años la creencia de que su carácter ideal es el diametralmente opuesto
al del hombre; no tener voluntad propia ni gobernarse por el propio control, sino someterse y
ceder al control de otros. 8

Como a las mujeres se las educa de ese modo, y como, por su falta de
poder social y legal, no pueden obtener nada si no es complaciendo a los
hombres, terminan por pensar que resultarles atractivas a estos es lo
principal en la vida.
Y una vez adquirido este gran medio de influencia sobre las mentes de las mujeres, el instinto
egoísta llevó a los hombres a aprovecharlo al máximo como medio para tener sometidas a las
mujeres, presentándoles la mansedumbre, la sumisión y la renuncia de toda voluntad individual a
favor de un hombre como parte esencial del atractivo sexual. 9

Estas reveladoras observaciones han sido retomadas en época reciente


por algunos científicos sociales que se dedican a investigar la deformación
de las preferencias bajo condiciones de desigualdad. En Sour Grapes (Uvas
amargas), Jon Elster recurrió al concepto de preferencias adaptativas para
explicar la larga persistencia histórica del feudalismo y el hecho de que las
revoluciones del siglo XVIII precisaran de una revolución adicional en la
conciencia de las personas para que se hiciera efectivo un cambio en el
terreno de los derechos. Elster tomó el título de su libro de la conocida
fábula de Esopo en la que una zorra, tras darse cuenta enseguida de que las
uvas que inicialmente quería estaban fuera de su alcance, se enseña a sí
misma rápidamente a no quererlas diciéndose que no valen la pena porque
están amargas. 10 Otros estudiosos de estos fenómenos han subrayado que
las preferencias deformadas pueden aparecer incluso en etapas más
tempranas de la vida, de tal modo que las personas aprendan ya de entrada a
no querer nunca aquello que, en principio, las atraería de verdad (algo que
nos recuerda a lo que comentaban tanto Wollstonecraft como Mill sobre las
mujeres). El economista Amartya Sen ha detectado la presencia de
preferencias deformadas en mujeres subordinadas incluso en lo relativo a su
fortaleza y su salud físicas. Por ejemplo, en un estudio sobre viudas y
viudos en la India, comprobó que las primeras (a las que la cultura les dice
que ya no tienen derecho a seguir viviendo) no se quejaban de ningún
problema de salud, pese a estar sufriendo malnutrición y otras
enfermedades, mientras que los segundos (acostumbrados a tener a una
compañera sumisa que atienda sus necesidades y de la que carecen en su
nueva situación) sí tenían abundantes quejas de ese tipo. Yo he desarrollado
esa misma idea aplicada a la educación superior y la participación política:
las mujeres a las que se ha dicho toda la vida que la universidad o los cargos
políticos no son cosas pensadas para ellas, sino para los hombres, tienden a
no quejarse cuando se les niega acceso a esos dos importantes ámbitos. 11
Sin embargo, las feministas modernas tienen también algunas razones de
peso para adherirse al punto de vista kantiano. La culpabilización de las
víctimas es una muy generalizada estrategia de sometimiento que resulta
muy conveniente para los soberbios a la hora de construir ficciones sobre su
propia superioridad moral, en las que caracterizan a los seres subordinados
como si, en cierto modo, se merecieran su subordinación por alguna
inferioridad intelectual y moral. La dominación colonial se «justificó» con
argumentos sobre la infantilidad de los pueblos dominados, pues
presuntamente eran como niños que requerían de un control firme. Ni
siquiera el, por lo general, lúcido John Stuart Mill se libró de defender eso
mismo acerca de la población y las culturas de la India (cuando trabajaba al
servicio de la Compañía Británica de las Indias Orientales). En nuestros
días, todos hemos oído denigraciones parecidas referidas tanto a los
afroamericanos (sobre todo a los que viven en condiciones de pobreza)
como a su cultura, utilizadas como desagradables excusas del dominio
blanco. 12 De hecho, ese tipo de culpabilización de las víctimas casi se ha
convertido ya en un tema recurrente en las recientes publicaciones del
pensamiento conservador referidas a la raza. El problema, como la filósofa
Lisa Tessman ha escrito a propósito del autor de una de ellas, es que «su
descripción del problema no deja margen alguno a contemplar la influencia
de los sistemas sociales opresivos que causan un daño moral». 13 También
un sustancial corpus de literatura feminista plantea dudas en torno al
concepto de preferencias adaptativas aplicado al caso de las mujeres, y por
motivos similares. 14 No existe ningún grupo subordinado al que no se haya
acusado sistemáticamente de un déficit moral inherente sin que se haya
reconocido al mismo tiempo la magnitud del daño causado por la
dominación en sus sometidos miembros.
A veces, esas negaciones implican refutar de forma absolutamente irreal
hechos inopinables, como, por ejemplo, la fractura deliberada de las
familias afroamericanas que se practicó en los tiempos de la esclavitud, o la
actual realidad del «sobreencarcelamiento» (tanto durante el periodo previo
al juicio como durante la fase de cumplimiento efectivo de las penas) de los
acusados y reos de esta comunidad, que hace que una gran proporción de
los varones afroamericanos de nuestro país estén hoy ausentes de sus
hogares. 15
Podríamos decir que para las personas que buscan justicia para su
situación es crucial que no se trivialicen esas funestas realidades ni el precio
moral que se cobran en quienes las padecen. Varias son las cuestiones
delicadas implicadas en este caso: ¿hasta qué punto es un daño social una
mera fuente de infelicidad, y a partir de qué momento comienza a corroer la
personalidad moral? ¿Cuánto llegan a interiorizar realmente las personas
subordinadas la imagen negativa que de ellas mismas suministran sus
dominadores, y hasta qué punto terminan comportándose conforme a ella,
impidiéndose a sí mismas de ese modo (según sostienen Wollstonecraft y
Mill) alcanzar ciertas virtudes morales fundamentales? Estos son temas
complejos que se deben enfocar con sutileza, pero también con la máxima
franqueza. De nada sirve fingir que todo es de color de rosa y que nada
grave les ocurre a las personas cuando se les ha inculcado el servilismo y se
les ha negado el fomento de su autonomía. De hecho, esa ficción no hace
más que servir al propósito de los dominadores, pues da a entender que el
daño infligido por la dominación es meramente superficial.
En general, mi visión de la situación es la siguiente. En primer lugar, los
dominadores suelen tener una cultura moral defectuosa que racionaliza su
dominación de muchas formas, por ejemplo, culpabilizando a sus víctimas.
En segundo lugar, algo que los dominadores tienden a hacer para mantener
su poder es potenciar el servilismo y la ausencia de autonomía y coraje en
los subyugados. También les infligen un trauma recurriendo a la crueldad,
con el propósito (entre otros) de quebrar el ánimo de las víctimas. A veces
fallan: las personas tienen muchos recursos para ser resilientes y para
comprender la realidad, y pueden, de hecho, brillar como joyas en las
peores circunstancias. Pero, a veces, las trampas de la dominación triunfan
en su propósito, y esa victoria es el más profundo de los crímenes morales
del dominador.
La probabilidad de evidenciar una compleja mezcla de superación y
daño en el plano moral es especialmente alta en el caso de las mujeres. A
diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los grupos subordinados, ellas
viven en estrecha proximidad con sus dominadores. Esto es bueno para
ellas en un sentido, pues significa que pueden estar bien alimentadas,
cuidadas o incluso educadas. Pero también es malo, pues ese contexto
íntimo encierra unas honduras de crueldad que no siempre están presentes
cuando no se da tal intimidad. En un artículo titulado «Racism and Sexism»
[«Sexismo y racismo»], el filósofo afroamericano Laurence Thomas
predecía que el sexismo sería más difícil de erradicar que el racismo,
porque los varones se juegan normalmente su hombría con la dominación
de las mujeres (de ahí que exista la expresión un hombre de verdad),
mientras que los blancos no ponen en juego su racialidad con la dominación
de los negros (la expresión paralela un blanco de verdad no existe, o eso
escribió él). 16 El artículo de Thomas fue objeto de numerosas y duras
críticas, y cuarenta años después, bien podría decirse que estaba equivocado
en cuanto a lo arraigado que sigue estando el racismo en la cultura
estadounidense. Pero lo que dijo seguramente sí se ha cumplido cuando lo
aplicamos al prejuicio por la orientación sexual en Estados Unidos en
comparación con el prejuicio del sexismo y la misoginia en la propia
sociedad estadounidense. El prejuicio por la orientación sexual ha decaído
con asombrosa rapidez, en parte porque la sociedad heterosexual dominante
no se juega nada con su mantenimiento. No existe ese concepto del hetero
de verdad erigido sobre una subordinación persistente de las personas
LGTBQ. Sin embargo, con el género, y debido al contexto de intimidad que
con frecuencia lo envuelve, lo que los varones orgullosos se juegan
cultivando la docilidad de las mujeres sigue siendo mucho.

EL DAÑO MORAL EN EL PENSAMIENTO FEMINISTA

Por lo general, no ha habido kantianas acríticas en las filas de las filósofas


feministas. Ni Kant ni los varones blancos kantianos tuvieron que lidiar
nunca con cosas como la violencia sexual, o el sometimiento a la
dominación de un cónyuge, o cualquiera de los innumerables problemas
que la crianza de los hijos y las labores domésticas representan para las
aspiraciones de las mujeres. Ellos —y sus seguidores en el siglo XX—
pudieron afirmar despreocupadamente cosas sobre la virtud que,
simplemente, eran falsas: por ejemplo, que dos enunciados morales válidos
jamás pueden entrar en conflicto. Una de las maneras en las que la suerte
influye en la virtud, como los poetas trágicos griegos sabían muy bien, es
precisamente produciendo tales conflictos, en los que parece que, hagamos
lo que hagamos, no podremos evitar quebrantar los preceptos de algún
mandamiento o virtud importante. Pero Kant sencillamente negó que eso
sucediera nunca, y muchos siguieron sus enseñanzas.
Las mujeres filósofas de mi generación cuestionaron esa negación.
Obligadas como estábamos a compaginar la crianza de los hijos y el trabajo,
sabíamos que las demandas de las diferentes virtudes entraban en mutuo
conflicto con frecuencia, sobre todo cuando la sociedad es injusta.
Teníamos aliados entre algunos de los filósofos hombres más destacados,
sobre todo Bernard Williams (quien, por cierto, dedicó mucho tiempo a la
crianza de sus hijos y, en general, comprendía las reivindicaciones de las
mujeres con una sensibilidad fuera de lo común). 17 A fin de cuentas, para
unas mujeres jóvenes y sin poder como nosotras era mucho más difícil
plantear unas demandas atrevidas y contraculturales como aquellas que para
un varón dominante como él, que, además, gozaba del aura de haber sido
piloto de la RAF durante su servicio militar.
Aun así, persistimos en el empeño. Y aunque algunas filósofas
destacadas han desarrollado su obra siguiendo la tradición kantiana (y, en
muchos casos, sacando a relucir las complejidades y tensiones inherentes a
esta: ahí están mujeres como Onora O’Neill, Christine Korsgaard, Barbara
Herman, Marcia Baron y Nancy Sherman, esta última, también aristotélica),
en conjunto, las pensadoras que han hecho filosofía explícitamente
feminista rara vez han optado por la línea establecida por Kant, porque han
entendido que el filósofo alemán negó importantes verdades de nuestra
experiencia como mujeres. Barbara Herman demostró (y de forma tan
sorprendente como convincente) que Kant tiene ciertas ideas importantes
que aportar sobre el ansia de dominación inherente a las relaciones
sexuales. 18 Pero el suyo fue ya un intento tardío de convencer a las
feministas que habían descartado a Kant de que este tenía algo que
ofrecerles en realidad, como ciertamente es el caso. Mi propio enfoque del
tema de la cosificación está imbuido de ideas kantianas y he aprendido
mucho de las tesis de Herman y de Korsgaard, así como también, por
supuesto, del gran John Rawls (otro autor de inspiración kantiana). De
todos modos, en su mayoría, las filósofas feministas, abordando la cuestión
desde diversas perspectivas, se han visto atraídas por otras fuentes y han
usado las ideas en ellas aprendidas para construir enfoques y teorías propias
en las que se toman los daños de la dominación muy en serio.
Sandra Bartky fue una pionera en este ámbito. En un artículo que data ya
de 1984, titulado «El masoquismo femenino y la política de la
transformación personal», recalcó (como ya hiciera Wollstonecraft en su
día) que muchas de las emociones y los rasgos de la personalidad de las
mujeres han sido moldeados por un sistema de dominación que busca con
ello satisfacer sus propios fines sistémicos. Bartky insistía en la burda
superficialidad de las teorías que niegan que dichos daños sean siquiera
posibles:
Quienes afirman que cualquier mujer puede reprogramar su conciencia solo con que esté lo
bastante decidida a hacerlo manejan una concepción muy poco profunda de la opresión
patriarcal. Todo lo hecho puede deshacerse, dan a entender; nada queda nunca dañado para
siempre, nada está irrecuperablemente perdido. Pero, desgraciadamente, eso es falso. Uno de los
males de un sistema de opresión es que puede causar a las personas unos daños que no siempre se
pueden subsanar. 19

En otro valioso artículo, «Foucault, la feminidad y la modernización del


poder patriarcal», Bartky describió de un modo similar a como lo hiciera
Mill —aunque con mucha mayor especificidad— la producción de un
«cuerpo ideal de la feminidad» que sirve a los intereses masculinos, y que
es esbelto en vez de corpulento, y débil en vez de forzudo 20 (Chris Evert,
por ejemplo, representaba a la mujer «buena»; Martina Navratilova,
introductora del entrenamiento fuerte con pesas en el régimen de
preparación de las tenistas, era la mujer «mala»).
Mi propio trabajo sobre la «fortuna moral», en La fragilidad del bien
(1986), no fue explícitamente feminista, pero sí se inspiró en la vida de (y
en conversaciones con) otras mujeres. Y pronto empezaron a aparecer otros
trabajos sobre la fortuna moral en todos los ámbitos de nuestra disciplina.
Claudia Card se fijó en el ideal de las mujeres como ayudantes solícitas
según aparecía en la obra de autoras como Carol Gilligan y Nel
Noddings. 21 Haciendo un uso elocuente del pensamiento de Friedrich
Nietzsche, defendía que la valorización de la abnegación representa una
especie de moralidad esclava: las mujeres, sintiéndose indefensas, llaman
virtud a rasgos que nos han venido impuestos por nuestro desvalimiento.
Vale la pena señalar que, ya en 1973, un filósofo kantiano, Thomas Hill,
desarrolló ciertas ideas relacionadas con las expuestas por Card. Lo hizo en
un importante artículo titulado «Servility and Self-Respect» [«Servilismo y
autorrespeto»], en el que analizaba explícitamente cómo una sociedad
dominada por los hombres exige de las mujeres una conducta servil. 22
En parecida línea, Marcia Homiak, distinguida estudiosa de Aristóteles,
argumentó que la verdadera virtud requiere que la persona disfrute de su
propia actividad y de un tipo de «amor propio racional» cultivado a través
de relaciones seguras y de confianza con otras personas, y criticaba que el
sexismo hubiera privado con demasiada frecuencia a las mujeres de ese
goce y de esa seguridad y confianza. 23 Poca difusión me parece que se ha
dado a las ideas de esta autora, que deberían ocupar un lugar central en el
pensamiento feminista.
En 2005, Lisa Tessman aportó un importante estudio sistemático sobre el
fenómeno global del daño moral en el contexto de la lucha y la resistencia
feministas. 24 Siguiendo el ejemplo de quienes se inspiran en el pensamiento
griego antiguo, pero haciendo un valioso desarrollo moderno de este,
Tessman sostiene en Burdened Virtues [Virtudes lastradas] que el sexismo
daña el yo subordinado, y lo hace en varios sentidos. Su conclusión es que
no se puede hacer una reflexión seria sobre la igualdad sin tener en cuenta
la necesidad de reparar ese yo dañado a base de apoyar el cultivo de
virtudes hasta ahora entorpecidas por la dominación.
Las pensadoras y los pensadores de esta tradición pueden poner
igualmente el acento (como muchas y muchos hacen) en la idea de la
necesidad de escuchar los relatos de las víctimas y de priorizar en cierta
medida el testimonio que estas dan de su propia experiencia. Esta
corrección epistémica es importante, dado que los miembros de los grupos
sometidos han tenido normalmente negado su igual estatus como
conocedores y prestadores de testimonio. 25 Pero escuchar jamás puede
significar hacerlo sin plantear cuestionamiento crítico alguno. Nunca
deberíamos descartar la posibilidad de que el daño moral (a menudo, en un
sentido «adaptativo», que lleva a que la persona que da su testimonio
niegue haber sido objeto de verdaderas injusticias o actos indebidos) esté
distorsionando el relato que estamos escuchando.

¿ES EL RETRIBUCIONISMO UNA «VIRTUD LASTRADA»?

Tessman expone un valioso argumento más a propósito de las virtudes. La


lucha contra la injusticia sistemática, sostiene, requiere de una batería
concreta de rasgos que son virtudes en el contexto de conflicto —pues
ayudan a que este progrese en sus objetivos—, pero no lo son tanto si los
entendemos como elementos de la vida global de un agente que aspira a
vivir bien. Puede que la lucha política requiera de cierta lealtad y cierta
solidaridad acríticas, por ejemplo, pero estas no son características que nos
preparen bien para los mejores (y más recíprocos) tipos de amistad. Y se
nos pueden ocurrir muchos más ejemplos de esta índole.
Consideremos como ejemplos dos reacciones, estrechamente
relacionadas entre sí, que nos retrotraen a la obra de Eurípides. La primera
es la negación de nuestra amistad y confianza a los miembros del «otro
bando»; la segunda es la obsesión por la ira punitiva. Tessman usa
explícitamente esta segunda como ejemplo: dice que la ira de una víctima
es útil para la lucha política, pero también puede ser excesiva y obsesiva
hasta el punto de deformar el yo de la persona. De ahí que, según ella
misma concluye, los seres humanos tengan una especie de elección trágica
ante sí: o bien no adaptan su carácter al máximo para la lucha, o bien lo
hacen, pero perdiendo en el proceso parte de la riqueza propia de una
personalidad plenamente virtuosa.
Convengo con Tessman en que, en ambos casos, hay una distorsión de la
personalidad, pero no estoy de acuerdo con que tal distorsión resulte útil en
una lucha por la libertad y la igualdad. No hay, pues, tal elección trágica,
aunque sí tenemos ante nosotros la en extremo ardua tarea de librar una
difícil batalla sin armas envenenadas en nuestro arsenal. Si queremos
reconciliación y un futuro compartido en el largo plazo, haremos bien en
imaginar cómo no depender de rasgos de carácter que, en última instancia,
envenenan la búsqueda de una comunidad política aceptable.
Para empezar, reflexionemos sobre la desconfianza en todas las personas
del «otro bando». Hécuba se enteró de que Poliméstor no era de fiar y, a
partir de ahí, concluyó que ningún hombre lo era. Ese es un paso que se da
con frecuencia en el feminismo (y en otras luchas por la igualdad). Cuando
yo era más joven se solía acusar a las mujeres heterosexuales de ser
desleales a la causa feminista, y se usaba la expresión mujer orientada a las
mujeres, que implicaba tanto «feminista» como «lesbiana». Algunas
organizaciones feministas que, por lo demás, estaban realizando una labor
admirable, incluso aconsejaban a sus afiliadas que no colaboraran
profesionalmente con varones (idéntica tendencia podemos encontrar en
otros movimientos por la igualdad).
El capítulo que aporté para el libro sobre Hécuba salió de una
conferencia en honor a Eunice Belgum que impartí en 1983, varios años
después de su trágico suicidio en 1977. Eunice, una talentosa compañera
mía de doctorado, había conseguido una buena plaza de profesora
universitaria. En su nuevo puesto le tocó enseñar una asignatura sobre
feminismo junto con otro docente varón (y feminista). En un encuentro de
la Sociedad en pro de las Mujeres en Filosofía (SWIP, por sus siglas en
inglés), de la que Eunice era miembro, la denunciaron por traidora a la
causa al estar cooperando con un profesor hombre. Sus padres me contaron
que había hecho muchas llamadas de teléfono el día en que se suicidó, entre
las que destacaban unas cuantas a alumnas de esa asignatura para
disculparse con ellas por haber corrompido su conciencia al confiar parte de
las clases a un enseñante masculino. Mi impresión en aquel entonces (y
también hoy en día) fue que Eunice tenía razón (inicialmente) y que la
SWIP estaba equivocada. Si no podemos forjar cooperaciones con personas
bienintencionadas del «otro bando» —colaboraciones no fundadas en una
confianza ciega, desde luego, pero sí establecidas tras el debido y
concienzudo escrutinio—, no nos queda esperanza posible de reconciliación
final. Así pues, la negación de confianza no es ni siquiera una virtud
lastrada, en el sentido en el que Tessman emplea ese concepto, pues ni es
útil ni hace más que retrasar el progreso de la lucha en cuestión.
En realidad, a veces, una lucha exige confiar aun sin contar con pruebas
sólidas de las intenciones de los otros. Nelson Mandela no era ningún
crédulo pusilánime. Su aptitud para confiar en otros se acompañaba de una
firme y avanzada capacidad crítica. A lo largo del proceso de lucha en
Sudáfrica, fue formando estrechos lazos con aliados blancos (como Denis
Goldberg, acusado como él en el juicio de Rivonia, o como Albie Sachs,
quien llegaría posteriormente a ser un distinguido juez). Estas amistades se
desarrollaron y examinaron con sumo cuidado a lo largo de los años,
gracias en parte a los estrechos vínculos de Mandela con la comunidad
judía sudafricana. En su caso, la confianza estaba más que fundada. Aun
así, Mandela corrió también ciertos riesgos en ese terreno. Entre las cosas
que recuerdo de la cobertura informativa que recibió el funeral del
legendario mandatario en 2013, está el testimonio de un policía ya veterano
que, con lágrimas en los ojos, recordaba un momento del desfile de la toma
de posesión presidencial en 1994. Mandela descendió de su automóvil para
hablar con un grupo de jóvenes policías (blancos, evidentemente) recién
ingresados en el cuerpo. Estrechó la mano de todos ellos y les dijo:
«Confiamos en ustedes. Confiamos en ustedes». De Mandela solo
esperaban hostilidad y represalias, pero este llegó de pronto y les ofreció
confianza. 26 En ese caso, a diferencia de los de Sachs, Goldberg y tantos
otros, no era una confianza que se hubieran ganado ni que se hubiera
examinado a fondo. Pero aquellos hombres eran jóvenes e influenciables, y
Mandela propuso valerse de la amistad y la confianza comportándose de
forma amistosa y confiable con ellos. Creo que esa es la dirección correcta,
y así lo argumentaré en mi conclusión. Hécuba nos recuerda que, sin
confianza (la cual nunca podrá ser totalmente segura), no existe esperanza
de forjar una comunidad.
Reflexionemos ahora sobre la ira. La defensa feminista de este
sentimiento lo imagina como una especie de protesta vigorosa, como la
actitud opuesta a la inactividad servil. Así entendida, la ira parece una
respuesta fuerte y, de hecho, esencial. No obstante, debemos establecer una
distinción de inicio. Si descomponemos la ira en sus elementos
constituyentes, como una larga tradición filosófica ha hecho tanto en el
pensamiento occidental como en el no occidental, veremos que incluye un
componente de dolor por lo que la víctima percibe como un acto injusto del
que ella misma (u otras personas o causas muy importantes para ella) ha
sido objeto. Esto nos ofrece, ya de entrada, muchísimo margen para el error:
la persona puede estar equivocada acerca de si el acto en cuestión fue
cometido con mala intención o fue puramente accidental; puede haberse
hecho un concepto erróneo de su significación. Pero supongamos que esos
pensamientos resisten el escrutinio: la ira sería entonces (siguiendo el
argumento hasta este punto) una respuesta apropiada a la injusticia. Expresa
una demanda: esto está mal y no debería repetirse nunca más. Alude al
pasado, sí, pero apunta hacia delante y propone arreglar el mundo con miras
al futuro.
Ese sería el tipo de ira que yo he llamado ira de transición, porque toma
nota de algo que ha sucedido ya, pero vuelve la vista hacia el futuro en
busca de un remedio. Este tipo de ira puede acompañarse de propuestas
para castigar al infractor, pero en ellas se entenderá el castigo en algún
sentido (o en más de uno) orientado al porvenir: como algo que se impone
con propósito de reforma, como expresión de normas importantes, como
«disuasión específica» para ese mismo infractor, o como «disuasión
general» para otros que puedan cometer similares infracciones.
La ira de transición es sin duda importante para cualquier lucha contra la
injusticia. Es una protesta indignada, y la protesta es relevante para llamar
la atención sobre injusticias y para activar a las personas de modo que les
pongan fin. Este tipo de ira no representa un «lastre» para la personalidad,
porque no la deforma. Mirar hacia delante e imaginar soluciones para los
problemas es un ejercicio tan estimulante como liberador. Además, con este
tipo de ira no se corre el riesgo de caer en la obsesión o en la distorsión.
Tenemos que reconocer, no obstante, que eso no es lo único a lo que se
refiere normalmente la gente cuando habla de ira. La ira rara vez está limpia
de un muy contaminante elemento adicional (presente en todas las
definiciones filosóficas de la ira, incluida la de Gandhi): el deseo de
tomarse la revancha, de infligirle un daño parejo al agresor. Ya he
comentado que la ira de transición concibe el castigo como algo funcional,
pensado para unos determinados usos (disuasión, educación, reforma), pero
no es fácil diferenciar esa variante orientada hacia delante de esta otra
puramente dirigida hacia atrás, punitiva. Y las personas no suelen ser
estrictamente puras en sus planteamientos orientados al bienestar futuro.
Cuando las atacan, su impulso es contraatacar. Enseguida se imaginan que,
infligiéndole un dolor equivalente a la contraparte, se anulará o se
«deshará» el dolor o la injusticia que aquella les ha infligido a ellas. De ahí
el muy extendido apoyo con el que cuenta la pena capital entre los
familiares de las víctimas de homicidio. Las personas se decantan por ella
por su presunta proporcionalidad como castigo. La muerte de un hijo se
arregla con la muerte del criminal, o eso es lo que se tiende a pensar con
demasiada facilidad.
Todos conocemos a víctimas que centran obsesivamente su atención en
fantasías y planes punitivo-vengativos contra quienes las han dañado
injustamente. Prácticamente todos los litigios por divorcio y custodia de los
hijos se dirimen en medio de un espíritu de desquite, rara vez dirigido a la
equidad y al bienestar general. Nuestras grandes religiones también
alimentan las fantasías revanchistas: el libro del Apocalipsis, por ejemplo,
es merecedor para Nietzsche de la calificación de desagradable fantasía de
venganza. Y según un estudio sobre cómo han funcionado las llamadas
declaraciones de «efecto sobre las víctimas» en los juicios penales (en
aquellos procesos donde tales declaraciones han sido permitidas por el
tribunal), estas sirven principalmente para pedir unos castigos retributivos
más duros. 27 Los daños pasados, sin embargo, pasados están. El dolor
engendra más dolor y no repara el perjuicio inicial. La proporcionalidad del
sufrimiento que se pretende en respuesta a un padecimiento pasado nunca
puede ser en sí misma una razón para imponer un castigo duro, y además,
suele distraernos del objetivo de arreglar el futuro.
Tanto las tradiciones filosóficas occidentales como las indias 28 (que son
las únicas no occidentales que conozco lo suficiente) consideran que la ira
común es punitivo-vindicativa, y juzgan excepcional esa otra que yo llamo
ira de transición. Y lo cierto es que, si estudiamos las rupturas de los
matrimonios y de las amistades, es fácil que nos sintamos inclinados a
coincidir con esa apreciación; también es verdad, por otra parte, que, hoy en
día, la mayoría de los padres y madres tratan de no enfadarse nunca de un
modo punitivo-vindicativo con sus hijos, y buscan canalizar esos momentos
puntuales de ira hacia el bienestar futuro. Sin embargo, no es una cuestión
de número: lo que importa es la distinción entre tipos, y esta diferenciación
no está aún establecida de forma clara en el conjunto de la tradición
filosófica. La ira de transición es útil en la lucha por una causa justa y no
perjudica la personalidad lastrándola con cargas indebidas. La ira punitiva
sí que lastra la personalidad, y no es muy útil, que digamos, cuando se
pretende aplicar a una lucha por la libertad. Martin Luther King Jr., el único
filósofo occidental destacado que supo reconocer y subrayar esta distinción,
habló de lo necesario que era que la ira de las personas de su movimiento se
«purificara» y «cristalizara». En unas declaraciones de 1959, caracterizó
muy gráficamente los dos tipos:
Uno lleva al desarrollo de una organización social íntegra y saludable, capaz de resistir con
medidas eficaces y firmes todo esfuerzo por obstaculizar el progreso. Del otro solo nace un
impulso confuso y movido por la ira a contraatacar con violencia, con la sola intención de infligir
un daño. Su propósito primario es causar un perjuicio como represalia por un sufrimiento injusto
[...]. Es punitiva, pero ni radical ni constructiva. 29

Yo estoy con King: esa ira vengativa dirigida a represaliar no es útil para
la lucha. Tampoco es auténticamente radical, en el sentido de que no sirve
para crear algo nuevo y mejor. King quería la responsabilización de los
culpables y el castigo legal de sus conductas indebidas, pero también la
expresión pública de unos valores compartidos. Rechazaba responder al
dolor con dolor, por considerar que esa era una reacción fácil, débil y
estúpida.
LA DEBILIDAD DE LAS FURIAS

El feminismo precisa hoy que establezcamos una distinción parecida. La ira


es un instrumento fuerte y valioso si es la expresión de una indignación bien
fundada y que mira hacia delante (con ideas constructivas, rechazando el
retribucionismo revanchista y, mejor aún, confiando radicalmente en lo que
podemos crear si unimos fuerzas). No es ni fuerte ni valiosa si cae en el
revanchismo fácil, y todos sabemos que quedarnos atrapados en esa ansia es
una flaqueza humana muy común. Si percibimos claramente lo que el
retribucionismo tiene de debilidad cuando hablamos de la pena capital —y
yo diría que la mayoría de las feministas lo ven—, no parece lógico que
defendamos la ira punitiva como elemento esencial de la lucha del
feminismo. Aun así, curiosamente, incluso ahora que la distinción entre la
ira punitivo-vindicativa y esta otra, que yo llamo ira de transición, ha sido
ya más que anunciada e incluso ha sido convertida por algunas figuras muy
importantes (como King y otros que se han inspirado en su ejemplo) en
parte central de las luchas por la justicia, los análisis feministas del valor de
la ira siguen tendiendo a ignorar esa diferencia e incluso a pisotearla, lo que
atestigua la dificultad de hacerse a la idea de que existe una ira que renuncia
a la represalia.
Necesitamos abordar el futuro y, para ello, se hacen precisos la confianza
sin certezas absolutas y un tipo radical de amor.
Segunda parte
LA LEY EMPIEZA A AFRONTAR SUS
PROBLEMAS
El ámbito de la acción legal

La ley habla para todas y para todos. Aunque su aplicación sea desigual y
deficiente, e incluso aunque precise con urgencia de grandes reformas
estructurales, se expresa en el lenguaje de la ciudadanía y los derechos. Una
mujer puede suplicar que no la violen. Puede esperar que no haya acoso en
su lugar de trabajo. Pero la ley le dice: «No hace falta que supliques ni que
esperes, porque esas cosas te corresponden por derecho. Si no las tienes allí
donde trabajas, tienes derecho a ir a los tribunales y exigirlas, no porque
seas alguien especial, sino porque todo el mundo tiene reconocida esa
potestad». De ahí que uno de los grandes objetivos de las mujeres
concienciadas al respecto sea situar los delitos sexuales dentro del ámbito
de la ley y elaborar legislación adecuada para proteger a las mujeres de los
abusos.
La ley y la conducta individual interactúan de muchas formas. La ley
expresa las normas de la sociedad y anuncia qué consideramos bueno y qué
consideramos malo. También busca disuadir los malos comportamientos
anunciando que estos serán castigados y disponiendo una vigilancia
continuada y fiable frente a ellos. La ley aspira a disuadir al individuo que
delinque de cometer un acto similar de nuevo (lo que se conoce como
disuasión específica) y también aspira a disuadir a otras personas de
cometer malos actos de esa clase (disuasión general). La ley puede sumar a
esa función disuasoria un aspecto expresivo: al anunciar un mandato social
fundamental, la ley pone a todo el mundo sobre aviso de que estamos
hablando en serio. La ley puede también reformar a delincuentes, aunque
ese objetivo solo se consigue en muy raras ocasiones en el sistema
penitenciario estadounidense, cuyas espantosas prisiones difícilmente
ayudan a promover la mejora personal. Pero la ley hace efectiva la reforma
en un sentido más global: educa a las personas al indicarles lo que está bien
y lo que está mal, y esa enseñanza ha ido evolucionando con el tiempo (las
personas nos hemos criado desde hace milenios sabiendo que asesinar está
mal, pero, hasta fecha reciente, rara vez lo hacíamos sabiendo que acosar
sexualmente también lo está).
La ley siempre es muy general, pues tiene que facilitar unas
instrucciones con las que abordar una amplia gama de casos individuales.
Pero, al mismo tiempo, nuestro sistema jurídico-legal aspira a ser justo con
el individuo, principalmente a través del procedimiento de la acusación, el
juicio, la sentencia (condenatoria o exculpatoria) y —si hay condena— la
imposición de la pena. Según el derecho penal estadounidense, un individuo
que es llevado a juicio ante un jurado o un juez (es decir, alguien cuyo caso
no se haya resuelto por la vía de un acuerdo con la Fiscalía) solo puede ser
condenado siguiendo el muy exigente criterio de la superación de toda
«duda razonable», que no se aplica en la mayoría de las naciones que no se
rigen por el sistema de common law (Japón es una excepción en ese
sentido), pero que es el preferido dentro de esta otra tradición, que es la
propia del derecho anglosajón (el de Gran Bretaña y las antiguas colonias
británicas), debido a la gran importancia que los pensadores de esta cultura
jurídica han atribuido históricamente al imperativo de no castigar a
personas inocentes. Sin embargo, para el derecho civil estadounidense —
que es aquel en el que se enmarca el derecho antidiscriminatorio en este
país—, el criterio es el de la preponderancia de la prueba, menos estricto
que el anterior. Este criterio también es el que se aplica cuando se plantea
una causa civil conectada con una causa penal. De ahí que un acusado
absuelto de un cargo criminal (como, por ejemplo, O. J. Simpson) pueda
enfrentarse a continuación a un proceso civil por daños y perjuicios (como
le ocurrió al propio Simpson) y perderlo sin incurrir con ello en una
incongruencia. La mentalidad tradicional imperante es que privar a alguien
de libertad es un asunto muy grave y que, por lo tanto, obliga a aplicar un
criterio más exigente que el que se exige en una causa civil, donde la pena
habitualmente aplicada es económica (Simpson fue condenado a pagar
33,5 millones de dólares de indemnización por responsabilidad civil).
Existe otra vía en nuestra tradición por la que lo general y lo particular
interactúan, y tiene que ver con el hecho de que seamos un país regido por
el sistema de common law. La idea básica en las tradiciones jurídico-legales
anglosajonas es que la ley funciona como un depósito de sabias ideas
acumuladas a lo largo del tiempo que nunca deja de enriquecerse (y
ajustarse) con los nuevos casos particulares que se van incorporando. Dicho
de otro modo, el derecho aquí es gradual, no fijo. Lógicamente, hay
también textos legislativos (leyes y, en algunos países, una Constitución
escrita), pero estos se entienden integrados dentro de ese corpus de
sabiduría jurídica en evolución, aunque relativamente estable. Así, si bien
las leyes son muy generales de entrada, van adquiriendo especificidad y
densidad con el tiempo gracias a la adjudicación de casos y al respeto por el
principio del stare decisis, «seguir lo decidido», que normalmente se aplica
interpretando la ley para cada nuevo caso según lo que se haya decidido en
casos anteriores. Tanto las leyes (los textos legislativos aprobados por un
órgano representativo) como los principios constitucionales se modelan de
ese modo en la tradición estadounidense, y ambos pueden ejercer un papel
en el ámbito del abuso sexual.
Nuestro concepto anglosajón (de common law) del derecho tiene dos
caras, como el dios Jano: una mira hacia atrás y otra hacia delante. Para ser
expresiva y disuasoria a la vez, la ley tiene (o debería tener) una visión de
futuro, guiada por el propósito de ayudar a mejorar nuestro porvenir. Pero,
en un sistema de common law, la ley también se concibe como una
acumulación de sentencias e ideas pasadas a las que se otorga una
relevancia normativa, pues se las considera fuente tanto de estabilidad como
de buen juicio. Para las mujeres, hasta ahora excluidas de la condición de
miembros plenos de esta «juiciosa» tradición, esa idea representa un
problema. Los críticos del sistema de common law, y sobre todo los
utilitaristas británicos, quienes, empezando por Jeremy Bentham ya en el
siglo XVIII, creían que, por ese motivo, el sistema tradicional de derecho
anglosajón era típicamente «retrógrado», pues no se ponía al día con el
avance de los tiempos y lastraba el progreso. Así pues, ellos aspiraban a
reemplazar el gradualismo del sistema de common law por un régimen de
leyes escritas ideales y diseñadas para fomentar el máximo bienestar social
futuro.
Hoy sabemos lo bastante como para darnos cuenta de que suponer que
una élite sería capaz de diseñar el bienestar social de una vez por todas
denotaba una considerable arrogancia, y también para reparar en el hecho
de que la idea de que los principios que evolucionan a lo largo de un
prolongado periodo de tiempo encierran un poso de sabiduría y buen juicio
no está exenta de verdad. No obstante, en el ámbito del derecho penal en
particular (en el que los utilitaristas fueron unos audaces reformadores que
se opusieron a la pena capital y a la tortura, e hicieron campaña, ya desde el
siglo XVIII, por la despenalización de los actos homosexuales y por el
sufragio femenino), podemos ver lo valioso que resulta reservar e
incorporar dentro del proceso del sistema de common law un papel para la
crítica y para las voces de las personas profanas en el tema o externas al
sistema en sí. Los utilitaristas se dieron cuenta de que los «sabios juicios»
del pasado habían sido obra de una élite restringida y reflejaban las normas
propias de los varones de clase alta, incluidas las que ordenaban que las
mujeres y las personas pobres permanecieran en una situación subordinada.
Había mucha verdad en sus diagnósticos: el derecho basado en los juicios
de las élites pasadas no puede cumplir su función de manera satisfactoria a
menos que se permita que otras voces entren en la conversación jurídico-
legal. La violencia sexual es un buen ejemplo: las tradiciones sostenidas
durante mucho tiempo por el sistema de common law han sido típicamente
masculinas, y a las voces de las mujeres —y a las de los hombres que se
interesan por la igualdad de género, y a las de las personas LGTBQ— rara
vez se les ha permitido influir en la formación de las normas emergentes.
Pasemos ahora de estas observaciones muy genéricas a la configuración
concreta del derecho estadounidense en los ámbitos relacionados de la
violencia y el acoso sexuales. Nuestro sistema presenta ciertos rasgos
singulares, con frecuencia malinterpretados o, simplemente,
incomprendidos por completo, que debemos tratar si queremos entender
qué papel han tenido las protestas y los cambios legales en el pasado y
hacia dónde podríamos encaminarlos en el futuro. Algunos libros de
reciente publicación presuntamente divulgativos sobre este tema omiten una
información tan elemental como esta.
Primera cuestión que tener en cuenta, pues: en Estados Unidos —a
diferencia de lo que sucede en otros muchos países—, la agresión y el acoso
sexuales se abordan de un modo muy diferenciado y desde apartados muy
diferentes del sistema jurídico-legal, aun cuando se tienda a pensar en
general que existe una gran coincidencia entre esos dos tipos de delito (es
muy posible, por ejemplo, que un acosador sexual amenace con cometer
una agresión sexual o que incluso la cometa; por otra parte, la agresión
sexual puede formar parte tanto del quid pro quo de una coacción como ser
un elemento generador de un entorno hostil, que son los dos principales
indicios de la presencia de acoso sexual).
Legalmente, la agresión sexual se combate desde el derecho penal, pues
se entiende como un hecho delictivo concreto. Eso significa que el acusador
es el Estado, que presenta unos cargos (por lo general) a raíz de la denuncia
de una víctima concreta, que probablemente es también testigo clave en el
caso. El acusado suele ser un individuo que tiene derecho a un abogado,
entre otras garantías constitucionales, y al que se debe hallar culpable más
allá de toda duda razonable (siempre que no se llegue a un acuerdo con la
Fiscalía).
El acoso sexual, sin embargo, se considera un «delito civil» en virtud del
título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964 (federal). El mencionado
título VII funciona como una ley antidiscriminatoria general de defensa de
los derechos civiles, y el acoso sexual, como el racial (ninguno de los cuales
se menciona expresamente en el texto de la ley), está hoy reconocido como
una categoría más de las discriminaciones inaceptables, esta por razón de
sexo. En el capítulo 5 seguiremos ese hilo argumental, pero baste decir de
momento que, en estos casos, el acusado no es un individuo, sino la
empresa o el centro de trabajo, al que se acusa por negligencia por no haber
frenado la discriminación sexual. Aunque los actos concretos de ciertos
individuos con nombre y apellidos pueden ser importantes en un caso de
este tipo, la acusación normalmente tiene que demostrar que el centro de
trabajo no ha hecho lo bastante por solucionar el problema cuando ha tenido
la oportunidad de hacerlo. El demandante, sin embargo (y como suele
ocurrir en los casos de derecho civil), normalmente es un individuo y no el
Estado, aunque a veces se presentan demandas colectivas. Un demandado
individual puede afrontar al mismo tiempo una acusación por cargos
penales, pero lo habitual en causas por acoso es que las acciones
disciplinarias contra los individuos sean dejadas en manos de las empresas
de las que son (o eran) empleados, y que sea la responsabilidad de estas
organizaciones el fundamento legal clave. De hecho, el aspecto disuasorio
del derecho sobre acoso sexual se dirige principalmente a las
organizaciones: si no impiden o erradican esas conductas, se enfrentan a
una cuantiosa penalización económica.
Pero la cosa aún se complica más: el acoso sexual es una figura definida
uniformemente en todo Estados Unidos porque el título VII es legislación
federal, interpretada progresivamente a su vez en los tribunales federales
siguiendo la habitual evolución gradual del sistema de common law.
Normalmente, a los acusados se los juzga primero en un tribunal de distrito
(federal) y cualquier recurso posterior pasa por el sistema de apelaciones
(federal) hasta que, en última instancia, y si el recurso en cuestión se acepta,
llega al Tribunal Supremo (también federal). La agresión sexual, por el
contrario, está cubierta básicamente por leyes estatales (no federales). Si se
recurre una condena, ese recurso suele pasar por el sistema de apelaciones
del estado en cuestión, aunque si el caso suscita alguna cuestión
constitucional, puede acabar recurrido ante el Tribunal Supremo federal en
última instancia.
Hay un derecho penal federal, pero está reservado a cuestiones que
presentan algún aspecto interestatal. La mayor parte de ese derecho penal
federal está relacionado con los delitos de fraude, las actividades ilícitas en
la gestión empresarial o de capitales, etcétera. No obstante, algunos delitos
sexuales sí son federales: la Ley Mann de 1910, que prohibía trasladar a una
mujer más allá de los límites de un estado con «fines inmorales» (la ley en
virtud de la cual condenaron al boxeador Jack Johnson por viajar con su
esposa blanca), contemplaba una figura de ese tipo. Una ley federal
destacada hoy en día es la Ley de Protección de la Infancia, que persigue la
pornografía infantil y la explotación de los niños en los entornos digitales.
Esta ley, muy severa, firmada por el presidente Obama en diciembre de
2012, se contradice de forma bastante sorprendente con algunas
regulaciones estatales de la sexualidad, sobre todo en lo referente a la edad
mínima de consentimiento (según la ley federal, distribuir una foto de un
desnudo de una persona menor de dieciocho años es un delito federal, por
lo que, aunque en la mayoría de los estados los adolescentes pueden tener
legalmente relaciones sexuales a los dieciséis o a los diecisiete años, estarán
infringiendo una ley federal si se envían fotos de sí mismos desnudos. Y, en
alguna ocasión, se ha llegado a interpretar la ley en cuestión como si esta
prohibiera incluso la posesión de una foto de la persona adolescente
desnuda en su propio teléfono).
Parecidas tensiones existen actualmente entre la política federal y las
estatales a propósito de la regulación de la marihuana: un mismo
comportamiento, legal según la ley de un estado, puede ser ilegal según la
ley federal en casos que impliquen transporte y venta. Un nuevo elemento
fijo del paisaje del aeropuerto O’Hare de Chicago desde la reciente
legalización de la marihuana para usos recreativos en Illinois es el «buzón
de amnistía del cánnabis», de color azul vivo: antes de atravesar la
seguridad del aeropuerto para pasar a zona bajo autoridad federal, a los
pasajeros que estén en posesión de sustancias legales según las leyes de
Illinois, pero ilegales según las federales, se les invita a depositarlas allí
mismo.
La diferencia entre el acoso y la agresión sexuales afecta a la estrategia
de la reforma y al papel de la teoría académica dentro de los movimientos
reformadores. En la evolución del derecho federal sobre el acoso sexual
entendido como un daño o perjuicio por el que exigir una responsabilidad
civil —una evolución que ha seguido una vía muy centralizada a través de
una sucesión de sentencias del Tribunal Supremo—, la teoría jurídica
académica ha desempeñado un papel clave. De hecho, tanto el libro de
Catharine MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women, de 1978,
como su labor en paralelo como abogada en dos de esos casos
fundamentales han tenido una enorme importancia en este sentido.
Con el derecho penal, la cosa es muy distinta. Aunque todo derecho
penal generado en Estados Unidos puede plantear cuestiones
constitucionales (sobre los derechos de todo acusado a una correcta
representación legal, a que se le lean sus derechos al ser detenido, a carearse
con su acusador, etcétera) dirimibles ante el Tribunal Supremo federal, la
mayor parte de la acción jurídica se dilucida a escala estatal, y las leyes
penales de los estados varían mucho, tanto por cómo se clasifican los
diferentes delitos, como por qué elementos específicos se recogen en cada
una de esas figuras delictivas. Esto quiere decir que la mayor parte de la
acción de los reformadores también debe llevarse a cabo en el nivel de los
estados. Obviamente, estos mantienen una comunicación y unas consultas
mutuas, por lo que, tarde o temprano, las reformas de las leyes sobre
violación tienden a extenderse por muchos de ellos, aunque no
necesariamente. De hecho, continúa habiendo variaciones significativas, y
los estados pueden ser más o menos receptivos a las reformas progresistas.
El Código Penal Modelo desarrollado por el Instituto Estadounidense de
Derecho en 1962 representó un intento de introducir uniformidad tanto en la
categorización de los delitos como en las sentencias, y fue propuesto
principalmente por reformadores progresistas, pero ha tenido una
aceptación desigual desde entonces, pues algunos estados han hecho más
caso de sus recomendaciones que otros (no se sabe muy bien por qué, pero
Nueva Jersey ha destacado como ejemplo de reforma progresista de la
legislación sobre la agresión sexual). A los estudiantes se les suele enseñar
derecho penal atendiendo a grandes figuras delictivas generales, pero un
buen manual de casuística siempre cita la ley estatal concreta de cada caso
en él recogido y muestra cómo la redacción del texto legal en cuestión
influye en el resultado judicial.
Dada la situación, no podemos esperar grandes heroínas o héroes
famosos en este terreno. Los tratados académicos han dado valiosos
impulsos a la legislación en materia de agresión sexual. De hecho, en la
segunda parte de este libro me inspiraré en algunos argumentos clave de la
obra de Stephen Schulhofer Unwanted Sex, por ejemplo; tuve, además, la
gran fortuna de enseñar una asignatura con él cuando empecé a instruirme
sobre esta área. Antes de eso, fue también muy destacada la contribución
hecha por el trabajo de la abogada y académica Susan Estrich, y en
particular por su libro Real Rape; a Estrich se la considera (y con razón)
una de las principales proponentes del criterio del «no es no». Pero mucho
del trabajo que se ha llevado a cabo en este ámbito se ha hecho en las
trincheras de la política y la Justicia: en ámbitos legislativos estatales donde
se han revisado las leyes vigentes, en juzgados de primera instancia donde
los abogados han luchado por que se haga justicia a las víctimas de
agresiones, en deliberaciones de los jurados donde muchas personas
corrientes se tomaron su tiempo para pensar y debatir a fondo los
argumentos legales, en los despachos de los tribunales donde tanto jueces
de primera instancia como de apelaciones decidieron pensar por sí mismos
en vez de seguir acríticamente el criterio convencional. El capítulo 4 traza
un recorrido por algunos de los momentos importantes de este movimiento
de reforma gradual, plural y aún incompleta.
Capítulo 4

IMPUTABILIDAD DE LA AGRESIÓN SEXUAL


Una breve historia judicial

Con anterioridad al desafío feminista a la legislación penal estadounidense


que se inició en los años setenta del siglo XX, una mujer que denunciara una
violación tenía que demostrar que el hombre denunciado había empleado la
fuerza física, y que esta fuerza superó la mínima necesaria para consumar el
acto sexual en sí. Que el agresor la hubiera amenazado con matarla o con
provocarle graves daños físicos solía bastar también para condenarlo, pero
no así la «mera» amenaza de uso de la fuerza. Por lo general, también, la
mujer tenía que demostrar que se había resistido, incluso contra el uso real
(o la amenaza) de la fuerza por parte del agresor, pues solo esa resistencia
se tenía por prueba fehaciente de su no consentimiento. Algunos estados
llegaron incluso a convertir la resistencia en requisito legal formal, pero lo
más normal era que ese criterio se interpretara como ya implícito en las
leyes y, en particular, en los conceptos de fuerza o ausencia de
consentimiento. En un principio, el requisito era que la víctima se hubiera
resistido «al máximo»; posteriormente, esa fórmula se sustituyó por
términos como el de resistencia razonable o resistencia sincera. Una ley
típica de ese periodo es una de Nueva York, de 1965, en la que se estipulaba
que solo se comete violación cuando el hombre emplea «una fuerza física
que vence una resistencia sincera» o profiere una amenaza de «muerte
inmediata o de daño físico grave». 1 Si una mujer no oponía resistencia
física o cedía ante amenazas menores, se la juzgaba consintiente, y el
comportamiento del hombre ya no se consideraba delictivo en sentido
alguno.
Ese criterio produjo resultados bastante estrambóticos. En un caso, la
víctima dijo que cedió y mantuvo relaciones forzadas con un hombre
porque este la amenazó con un cuchillo o un cúter. Consiguió arrebatarle el
arma, pero luego volvió a ceder cuando él comenzó a estrangularla y le dijo
que podía matarla. Un tribunal de apelaciones de Nueva York revocó la
condena del acusado con el siguiente argumento: «No se comete violación a
menos que la mujer se oponga al hombre hasta el máximo límite de su
poder. La resistencia debe ser auténtica y activa. Cuesta concluir que la
denunciante planteara aquí una aguerrida lucha por defender su
honor». 2 En otro caso, una mujer de complexión menuda de Illinois que se
había detenido un momento en un apartado sendero para bicicletas tuvo que
practicarle sexo oral a un hombre después de que este, que casi la doblaba
en peso y era treinta centímetros más alto que ella, le pusiera una mano en
el hombro y le dijera con un tono conminatorio: «Será solo un momento. Es
que mi novia no atiende mis necesidades. No quiero hacerte
daño». 3 Advirtiendo la amenaza implícita en aquellas palabras, la mujer no
se resistió. Pese a la situación, un tribunal de Illinois revocó la condena que
se le había impuesto al hombre en una instancia menor, pues «nada consta
en autos sobre circunstancias concomitantes que indiquen que la
denunciante fue obligada a ceder». 4
Esos requisitos eran criticados por muchos profesionales de las fuerzas
del orden público, que consideraban muy poco aconsejable que las mujeres
lucharan o se resistieran ante una situación de ataque contra ellas. Pero
todavía en 1981, en un caso en que el acusado le quitó a una mujer las
llaves de su coche en una zona peligrosa de la ciudad, la «estranguló
ligeramente» y se expresó con gestos amenazadores, un juzgado de
instancia menor falló que ella no se había resistido lo bastante como para
poder inferir de ello que hubo ausencia de consentimiento por su
parte. 5 Aunque la condena se reintegró en un tribunal de una instancia
superior (de apelaciones), no fue sin que la minoría (tres magistrados frente
a los cuatro de la mayoría) expresara en su voto discrepante, a propósito de
la víctima, que una persona como ella «debe seguir el instinto natural de
toda mujer honrosa a resistirse (con algo más que palabras) a ser violada
por un extraño o por un amigo que se esté propasando». 6 En otro caso, un
director de instituto de secundaria coaccionó a una alumna para que
accediera a mantener relaciones sexuales en múltiples ocasiones
amenazándola con impedir su inminente graduación si no se dejaba. 7 Pese a
ello, la causa se desestimó porque el director no amenazó a la víctima con
emplear la fuerza física contra ella.
Nótese la extraña asimetría entre este tratamiento del delito sexual y
nuestras actitudes convencionales ante los delitos contra la propiedad. Si yo
te quito la cartera sin tu permiso expreso, estoy delinquiendo. No puedo
defenderme alegando que tú no te resististe. Pero si un hombre tenía
relaciones con una mujer, invadiendo su espacio corporal íntimo, nuestro
sistema solo consideraba que hubiera delito en ello si ella ofrecía una
resistencia física, por lo general, afrontando un riesgo o un peligro. Para una
condena de hurto no hace falta demostrar que el ladrón empleó «más fuerza
de la necesaria» para hacer efectivo el hurto propiamente dicho (aun cuando
ese uso de la fuerza agravaría el delito). Sin embargo, no fue hasta 1992
cuando, en una sentencia fuera de lo común hasta entonces, un tribunal de
Nueva Jersey sostuvo (rechazando explícitamente la tradición previa) que el
elemento de fuerza en la violación quedaba establecido simplemente por el
hecho de que hubiera sido «un acto de penetración no consentida que no
implicó más fuerza que la necesaria para lograr ese resultado». 8
Volvamos sobre el tema de la cosificación, que, según mi análisis del
capítulo 1, entraña, sobre todo, una doble negación (tanto de la autonomía
como de la subjetividad) de la otra persona, que lleva a tratarla como si no
tuviera la plena condición de ser humano. Esas dos negaciones eran
evidentes en la antigua tradición jurídica. La autonomía se negaba cuando
se menospreciaba la capacidad de una mujer para elegir. No existe
autonomía real cuando las únicas opciones que se dejan son someterse a
unas relaciones no deseadas o afrontar un riesgo para la propia integridad
física. Joseph Raz, un destacado teórico de la autonomía, imaginó la figura
de una «mujer perseguida» por un animal carnívoro en una isla pequeña:
esta persona tiene libertad de elección en un sentido muy limitado, pues sí
es verdad que puede correr en una dirección o en otra. Pero nadie concluiría
que goza de una libertad de elección mínimamente significativa: «Su lucha
por seguir viva lleva al límite su resistencia mental, su ingenio intelectual,
su fuerza de voluntad y sus recursos físicos. En ningún momento tiene
oportunidad de hacer nada más, ni siquiera de pensar en otra cosa que no
sea en cómo huir de la bestia». 9 Tampoco deberíamos pensar, pues (y eso
era lo que Raz quería mostrar con su ejemplo), que un sistema político que
coloca a una persona en semejante situación y no la problematiza esté
mostrando un verdadero respeto por la autonomía.
El antiguo régimen jurídico tampoco muestra respeto por la subjetividad.
El miedo de la mujer, su renuencia, la ausencia de un consentimiento
afirmativo genuino de su parte: nada de eso se toma en serio. No es de
extrañar que esas leyes provinieran de una época en la que, en líneas
generales, a las mujeres se las definía legalmente como propiedades, o lo
que es lo mismo, como cosas con forma de persona.
La negación jurídico-legal de la subjetividad iba más lejos aún: una
mujer que presentaba una acusación de violación era sometida normalmente
a un interrogatorio humillante sobre su historial sexual. Por algún extraño
motivo se suponía que el hecho de que una mujer no fuera casta era una
prueba de su consentimiento del acto sexual en cuestión. ¿Por qué se hacía
tal suposición? Cuando nos encontramos a amigos cenando en un buen
restaurante, no solemos suponer por ello que, en ese momento, les
encantaría que les metieran un plato de brócoli rancio garganta abajo. Pero
justo esa clase de «razonamientos» eran los preponderantes en la mayoría
de los juicios por violación. Se diría que semejante inferencia reflejaba una
imagen subyacente de las mujeres que las dividía en dos grupos: el de las
castas, que luchaban a muerte contra el sexo extramatrimonial, y el de las
putas, con las que todo valía. Estas imágenes de las mujeres están muy
arraigadas en nuestra cultura y tiñen nuestras maneras de ver (o
distorsionar) los hechos particulares. Una autoridad tan eminente en nuestra
cultura como Samuel Johnson le dijo una vez a James Boswell —en
respuesta a una pregunta que le hiciera este sobre si era «difícil que una sola
desviación de la castidad arruinara por completo a una joven»— que «para
nada, señor mío; ese es el gran principio que se le inculca. Una vez ha
renunciado a ese principio, también renuncia a toda noción de honor y
virtud femeninos, que están incluidos en la castidad». 10 Esa idea influye,
sin duda, en la creencia de que una mujer que no lucha, aun poniendo en
riesgo su integridad física, está consintiendo y no tiene derecho a quejarse.
Son percepciones muy reforzadas a su vez por las caracterizaciones de las
mujeres en la pornografía. Las mujeres cuya ausencia de castidad implica
un consentimiento de todo lo que les hagan son una figuración que existe en
las producciones pornográficas, pero no en la realidad (salvo en el caso
límite de una persona cuya mismidad está tan hundida a causa del maltrato
reiterado que ya no puede hacer valer sus elecciones ni su individualidad en
absoluto).
Dada nuestra desgraciada historia de racismo, la tendencia a ver a las
mujeres como simples putas o animales (tanto si han tenido sexo alguna vez
en su vida como si no) ha sido especialmente acusada en el caso de las
afroamericanas, lo que hizo que durante mucho tiempo estuviera muy
extendida la impresión de que no podía existir nunca un delito de agresión
contra una mujer negra. A veces, esa opinión se fundamentaba en el mito de
que todas las personas afroamericanas se caracterizaban por una especie de
sexualidad animal descontrolada; a veces, nacía de la idea de que eran una
mera propiedad; y otras veces, era producto de ambas creencias. 11 Y las
mujeres pobres también eran objeto de estereotipos degradantes, como la
idea de que carecían del «honor» de las damas y podían irse a la cama con
cualquiera.
Las opiniones distorsionadas sobre las mujeres contaminaban, asimismo,
la interpretación del componente mental de la violación. Los hombres que
tienen una concepción estereotípica de las mujeres pueden llegar a creer que
una mujer que dice «no» está consintiendo igualmente en tener relaciones
sexuales. La cuestión a la que la ley tuvo que enfrentarse por lo general en
ese terreno era la de si ese tipo de creencias eran razonables. Bien sabido es
lo impreciso que es el criterio de la razonabilidad y lo habitual que resulta
que los jueces lo usen como una pantalla sobre la que proyectar sus propias
concepciones (masculinas, en la mayoría de los casos) de las normas
sociales apropiadas. Seguramente recordarán el juicio a Mike Tyson por
violación, en el que él alegó (sin éxito) que la disposición mostrada en un
principio por D. W. para acompañarlo a su habitación bastaba para convertir
en razonable la suposición del boxeador de que ella estaba consintiendo en
tener relaciones sexuales, pese a las pruebas de que ella se opuso
enérgicamente a ello y trató de escapar. 12 Esas creencias sobre el
consentimiento no se consideraron razonables en 1993; antes de eso,
probablemente sí que lo habrían parecido.
A principios de la década de 1980, cada vez eran más generalizadas las
críticas a esas anticuadas y degradantes concepciones de las mujeres. En un
caso de 1982, un grupo de médicos de Boston fueron juzgados por haber
metido a una enfermera en volandas en un coche, haberla llevado hasta
Rockport y haberla violado allí repetidas veces a pesar de sus reiteradas
quejas. El juez Frederick L. Brown, del Tribunal de Apelaciones de
Massachusetts (primer juez afroamericano de apelaciones de la historia de
ese estado), comentó en su sentencia que ya iba siendo hora de rechazar la
defensa del «error razonable» como justificación de consentimiento en
casos como ese:
Es hora de que desterremos ya el mito social de que, cuando un hombre está a punto de tener
relaciones sexuales con una mujer que está siendo «amable» con él, «siempre hace falta usar algo
de fuerza». [...] Me atrevo a afirmar que, cuando una mujer le dice «no» a alguien, toda
inferencia que ese alguien extraiga de ello que no sea una manifestación de no consentimiento es
legalmente irrelevante y, como tal, no constituye defensa alguna. [...] En 1985 no puedo
encontrarle utilidad social alguna a establecer una regla que defina las relaciones no consentidas
en función del punto de vista subjetivo (y, muy probablemente, más basado en el deseo que en la
realidad) del participante más agresivo en el encuentro sexual en cuestión. 13

Como bien admite el juez Brown, muchos hombres confunden sus


propios deseos con la realidad cuando se trata de interpretar la voluntad de
las mujeres, por lo que (hipócrita o sinceramente) se convencen a sí mismos
de que, en esos momentos, la situación requiere una conducta agresiva de
su parte. Si interpretamos la razonabilidad del «error razonable» de
conformidad con las normas sociales masculinas prevalentes, estaremos
potenciando esa forma de pensamiento desiderativo. El juez Brown enuncia
a partir de ello una conclusión ciertamente radical: cuando una mujer dice
«no», nunca puede ser razonable en el sentido jurídico suponer que quiere
decir «sí».
Las falsas creencias han dado forma a muchos deseos y
comportamientos sexuales de los hombres, como, por ejemplo, cuando
saber que una mujer no era casta hacía suponer a muchos que «se lo haría»
con cualquiera, 14 o cuando sentirse excitados por la ropa, los gestos o el
beso de una mujer se interpretaba como una licencia para el uso de la fuerza
sexual. Pero las falsas creencias también moldearon las preferencias y las
elecciones de las mujeres en múltiples y perjudiciales sentidos. Muchas de
aquellas a las que habían violado, por violento y nulamente consentido que
hubiera sido el incidente, solían sentirse avergonzadas y sucias, y con
frecuencia ni siquiera contemplaban la posibilidad de buscar ayuda en el
sistema legal. A menudo, la culpabilidad acerca de sus propios deseos
sexuales, o del hecho de haber aceptado besar o acariciar a la otra persona,
hacía que las mujeres sintieran que «se lo habían buscado», incluso aunque
la violación hubiera implicado violencia y un daño físico sustancial para
ellas. Además, las mujeres que habían consentido tener relaciones, pero no
los actos de violencia que se habían terminado produciendo en el contexto
de estas, también sentían que era imposible para ellas denunciar, pues el
punto de vista imperante era que una mujer que aceptaba iniciar relaciones
renunciaba con ello al derecho a quejarse de lo que ocurriera a
continuación. Si una mujer se quejaba de una agresión de ese tipo, muy
probablemente era tratada con burlas e insultos por la propia policía.
Estas reacciones, muy frecuentes por desgracia, venían causadas por una
especie de distorsión de las creencias y los deseos que el movimiento
feminista de los años setenta del siglo XX sacó a relucir y denunció, al
tiempo que defendía una y otra vez que el deseo y el atractivo sexuales
femeninos no se deben interpretar como una «petición» directa de sexo, y
que lo único que cuenta como tal es el consentimiento que una mujer da
expresamente a un acto en concreto (igual que la única forma de que una
persona «pida» a otra que se lleve su cartera del bolsillo es que se la saque y
se la dé, sin intimidaciones ni amenazas explícitas o implícitas). Pero
aunque estas falsedades están más que evidenciadas y ya no son aceptadas
acríticamente por el sistema jurídico-legal como antes, continúan siendo
preponderantes en la cultura popular. Incluso desde el ámbito del derecho
queda aún trabajo por hacer para conseguir un sistema jurídico que proteja
adecuadamente las elecciones de las mujeres.
Un régimen en el que no no significa no, además de ignorar la libertad
de elección autónoma de una mujer, crea una ficción: cuando una mujer
viste ropa sexi, baila con hombres o, en definitiva, no se comporta como
una doncella victoriana enclaustrada, está expresando públicamente que ha
elegido tener sexo con cualquier hombre con el que se relacione. Es una
ficción ciertamente ridícula, muy gratificadora para el ego masculino, pero
totalmente inverosímil. Las mujeres no son ni vírgenes en régimen de
clausura, ni «putones» que van por ahí diciendo que sí a todo el sexo que
puedan tener con todos los hombres. Hoy en día, la mayoría desea vestirse
para sentirse atractiva, coquetear, bailar y tener citas conservando en todo
momento el control sobre su propia sexualidad. De hecho, ni las prostitutas
están diciendo que sí a todo sexo con hombres por el hecho de prostituirse.
Siempre que les es posible conservar cierto control sobre sus condiciones de
trabajo, dicen que no a hombres que les parecen peligrosos o abusadores, o
a aquellos que se niegan a ponerse preservativo, o, claro está, a aquellos
otros que no pueden pagar. Las prostitutas pueden ser víctimas de violación
y, a menudo, lo son. Ignorar la autonomía de las mujeres es bastante malo
por sí solo, cuanto más si se acepta la ficción (muchas veces alentada por la
pornografía) de que la sola existencia de una mujer ya significa un sí de su
parte.
Con la subjetividad ocurre lo mismo: no solo se ignora, sino que se
sustituye por otra falsa. Muchos hombres no se esforzaban por averiguar lo
que la mujer verdaderamente deseaba, pues crecían en un mundo de ficción
en el que todas las mujeres quieren sexo con todos los hombres o, al menos,
con ellos. Y cuantos más obstáculos ponía el mundo real a esa percepción
(por ejemplo, en forma de mujeres indiferentes o reacias), más se sentía
tentado ese varón a refugiarse en el mundo ficticio del «no es sí».
Una barrera adicional a la autonomía y la subjetividad de las mujeres la
constituía la negativa a reconocer la figura de la violación dentro del
matrimonio. Dentro del sistema británico de common law, la violación de
una esposa por su marido era conceptualmente imposible, pues se
interpretaba que el matrimonio en sí comportaba consentimiento para el
sexo desde el mismo momento de las nupcias, y que, de hecho, anulaba la
entidad legal separada de la mujer casada. Aunque la violación conyugal
fue duramente criticada por John Stuart Mill, en El sometimiento de las
mujeres, y por otros reformistas, y estaba reconocida por muchas y muchos
como un mal moral —hasta el punto de que las feministas decimonónicas
solían defender el «derecho» de una mujer casada «al control sobre su
propia persona»—, las esposas carecieron de aval jurídico-legal para
denunciarla hasta la década de 1970. En 1976, Nebraska se convirtió en el
primer estado de la Unión en abolir la «exención conyugal» en el delito de
violación. Pronto siguieron otros estados. En 1984, en una sentencia típica
de la línea progresista, el Tribunal de Apelaciones del estado de Nueva
York afirmó: «Las varias justificaciones que se han aducido en defensa de
la exención [conyugal] están basadas en nociones arcaicas sobre el
consentimiento y los derechos de propiedad inherentes al matrimonio, o no
resisten ni el más somero escrutinio». 15 De todos modos, como veremos
más adelante, la revolución anunciada por una sentencia como aquella está
todavía incompleta.

NO ES NO

Un punto de inflexión en la lucha feminista en el ámbito judicial se produjo


en 1983, con el caso de Cheryl Araujo, que sirvió de argumento a la
película de 1988 Acusados, protagonizada por Jodie Foster (que, a mi
entender, es uno de los mejores filmes de temática judicial de todos los
tiempos). 16 La cinta es razonablemente fiel al caso, aunque con una
importante variación: los violadores reales fueron unos varones portugueses
de clase trabajadora, mientras que, en la película, se los caracterizó como
muchachos miembros de una fraternidad universitaria. Se optó —con buen
tino, en mi opinión— por no denigrar a los hombres de una determinada
clase social u origen étnico, y caracterizar la cultura de la violación como
un fenómeno universal, como es en realidad.
Cheryl Araujo, de veintidós años de edad, 1,65 metros de altura y
cincuenta kilos de peso, entró en un bar, Big Dan’s Tavern, de New Bedford
(Massachusetts) para comprar cigarrillos la noche del 6 de marzo de 1983.
Cito a continuación pasajes de la propia transcripción del juicio. «Mientras
se encontraba allí, pidió una bebida y mantuvo una breve conversación con
otra clienta. Las dos mujeres conversaron asimismo con dos de los
acusados, John Cordeiro y Victor Raposo, mientras los veían jugar al
billar.» 17 En la susodicha taberna, había en aquel momento una quincena de
hombres. «Cuando ya hacía un rato que la otra mujer se había ido de Big
Dan’s, la víctima se dispuso a marcharse también. Cordeiro y Raposo se
ofrecieron a llevarla en coche a casa, pero ella rechazó el ofrecimiento.
Mientras la víctima estaba de pie en la zona de la barra, [Daniel] Silva y
[Joseph] Vieira se acercaron a ella por detrás, la golpearon tirándola al
suelo, y le quitaron los pantalones, mientras Cordeiro y Raposo trataban de
obligarla a que les practicara una felación.» Entonces la arrastraron,
mientras ella «daba patadas y gritaba», y la subieron encima de la mesa de
billar, donde fue violada en grupo por aquellos hombres, por turnos:
mientras uno la violaba, los demás la sujetaban. «Al final, vestida solo con
una camisa y un zapato, la víctima escapó y corrió hacia la calle, donde
logró parar un camión que pasaba por allí.» 18
El camarero que atendía el bar aquel día testificó en el juicio que Araujo
estaba «tirada en el suelo gritando» cuando dos hombres le quitaron la ropa
a la fuerza, y otros dos gritaban alborotados «¡dadle!, ¡dadle!». 19 Los
acusados testificaron que ella los había incitado al bailar con ellos y
devolverles los besos que le daban. A pesar de los esfuerzos del tribunal por
protegerla, el nombre de Araujo se repitió en innumerables ocasiones en los
canales de televisión por cable de la época. Destacadas feministas se
reunieron para hablar del caso, que se convirtió un tema de debate nacional.
Al final, cuatro acusados fueron condenados por violación. Otros dos
quedaron absueltos. Uno de los miembros del jurado declaró: «No era la
mujer más ejemplar. Probablemente los provocó hasta cierto punto y ellos
perdieron el control. Pero a partir del momento en que dijo “no”, la
violaron. Ahí fue donde quebrantaron la ley». 20
Hay cierta confusión en las palabras de ese jurado. Por un lado,
encontramos en ellas la vieja idea de que, cuando a los hombres se los
incita, «pierden el control». Pero la idea que toman como referencia justo
después es otra bien distinta: ella dijo que no, y eso significa que, desde ese
momento en que ellos decidieron no parar, la violaron y cometieron un
delito. Muchos años después, uno de los testigos que recogió a Araujo en la
calle cuando huyó del local se haría eco de esa misma idea: «Salieron tantas
cosas con este caso, tantas mentiras: que si era una puta..., cosas así. Pero lo
que yo pensé siempre es que una mujer, pase lo que pase, tiene derecho a
decir “no”. Y sinceramente, si era una puta, da igual, porque dijo “no”». 21
Como bien indican esos dos comentarios, el caso supuso un auténtico
punto de inflexión en el derecho estadounidense, y ayudó mucho a educar a
la ciudadanía sobre el tema. Sirvió para instaurar el principio de que un no
significa no. Que una mujer baile con movimientos insinuantes, o que vista
una ropa que deja partes de su cuerpo al descubierto, no equivale a una
invitación a tener relaciones sexuales con ella si ella dice que no quiere
tenerlas. Los hombres quedaban advertidos a partir de entonces: debían
tomarse en serio las palabras de las mujeres y parar cuando estas les dijeran
que pararan.
No hay duda de que, en la confusión propia de aquel momento cultural,
algunas mujeres solían decir «no» cuando en realidad querían que el
hombre no parara. Existen incluso algunas pruebas empíricas de
ello. 22 Pero usar el nuevo criterio no supone ningún problema; en el peor de
los casos, algunas mujeres que quieren realmente relaciones sexuales en un
momento dado tendrán que esperar un poco a estar menos confusas acerca
de cómo quieren presentarse ante los hombres. Pero esa consecuencia solo
puede ser positiva. Las mujeres deberían respetar su propia autonomía y, al
mismo tiempo, pedir a los demás que también la respeten. Aun así, «no es
no» sigue sin ser una ley nacional: veintitrés estados continúan requiriendo
que, para que en un caso exista violación, se haya aplicado más fuerza de la
necesaria para completar el acto sexual (o se haya amenazado con
aplicarla). 23

DÓNDE ESTAMOS Y HACIA DÓNDE NECESITAMOS IR

Bajo la presión de la crítica feminista, el derecho en materia de violación ha


cambiado de forma considerable y ha incorporado cada vez más los
principios de que (1) el no de una mujer significa que no consiente, y no
que «le gusta jugar» ni que «en el fondo» lo está deseando; y (2) su historial
sexual previo es irrelevante para dirimir la cuestión del consentimiento en
una ocasión concreta. Ese cambio ha sido lento y quedan muchos
problemas por resolver con vistas a crear una cultura jurídica que proteja de
verdad la igualdad de autonomía de las mujeres, y reconozca sus deseos y
sentimientos subjetivos genuinos (y no falsas proyecciones de estos), y que,
al mismo tiempo, respete las garantías procesales de las personas acusadas.

LA AUSENCIA DE CONSENTIMIENTO CUANDO NO HAY UN NO EXPRESO

Años y años de insistencia en que «no es no» no han posibilitado aún que la
ley dé siempre una respuesta satisfactoria a aquellos casos en los que la
víctima calla por miedo durante la agresión (como se puede ver en la
sentencia de Warren, el caso de la ciclista de complexión menuda de
Illinois). Sigue existiendo cierta tendencia a confundir el silencio con una
expresión de consentimiento. Y eso que jamás se nos ocurriría pensar que el
silencio de un paciente a una pregunta sobre si quiere someterse o no a un
procedimiento médico es una prueba de que ha consentido que lo sometan
al mismo; a un médico que, en una situación así, procediera sin más
(argumentando que el paciente, con su silencio, dio su consentimiento) se lo
consideraría culpable. 24 De hecho, la gran revolución en el campo de la
ética médica de los últimos cien años ha sido ese renovado énfasis en la
autonomía del paciente. Los facultativos solían pensar que solo tenían que
atender a su propio criterio de qué es lo mejor para un paciente. Ahora, la
norma es el consentimiento informado explícito. 25
¿Por qué se necesita un consentimiento informado explícito para seguir
adelante con una colonoscopia o cualquier otro procedimiento médico y no
se trata con ese mismo respeto y cortesía la elección íntima de una mujer
sobre si practicar sexo o no? La antigua actitud de los médicos manifestaba
una desconsideración por la autonomía y la subjetividad del paciente, una
postura sabelotodo de superioridad que se asemeja en muchos sentidos a la
actitud de los varones autoritarios con las mujeres (aunque con la diferencia
de que los doctores y doctoras normalmente trabajan por el bien de los
pacientes, según ellos entienden ese bien). En ese caso, ¿por qué los
estadounidenses hemos puesto efectivamente fin al régimen de autoridad de
los sabelotodo en el ámbito de la medicina, pero nos hemos quedado
rezagados en el terreno sexual?
En parte, esta asimetría se debe al mito social heredado según el cual, en
situaciones así, una mujer decente lucha hasta el máximo de sus fuerzas, y
que, por lo tanto, si no hay lucha, se entiende automáticamente que ha
habido consentimiento. En otros casos se explica más bien por cierta
concepción infantilizada de las mujeres, a las que se tiene por niñas que no
saben realmente lo que quieren. También hay que añadir el problema de
cierta visión romántica del sexo como algo que no se decide, sino que nos
«arrebata». Aunque en muchos campus universitarios y en, al menos, unas
cuantas legislaciones estatales se insiste en la necesidad de que haya una
manifestación afirmativa de consentimiento (mediante palabras o gestos)
para validar el sexo, sigue sin existir un consenso claro en cuanto a si esa es
la forma aconsejable de proceder en las relaciones sexuales, y eso que hace
ya tiempo que sí existe tal unanimidad a la hora de entender que una
persona necesita el consentimiento afirmativo de otra para poder llevarse
una propiedad de esta para que no se considere hurto. Muchas personas
piensan que la insistencia en un sí continuado mata la pasión. Pero ¿qué
expresión más profunda de la autonomía personal puede haber que la
intimidad sexual? Aunque el sexo difiere en muchos aspectos de la cirugía,
no deja de ser, en última instancia, una expresión de los valores personales
en la que nada puede ser menos antirromántico (ni más respetuoso y
apropiado) que el respeto por la elección del individuo.
Difícilmente puede el derecho articular esa idea del consentimiento para
que proteja la autonomía de una mujer en casos como el de Warren sin
imponer el requisito de un consentimiento afirmativo. No se trata,
obviamente, de obligar a sellar un contrato formal. Pero, ante la elevada
probabilidad de que se den lecturas e interpretaciones erróneas en este
terreno, un sí nunca es demasiado pedir, y no cabe temer que por ello vaya a
decaer la pasión. Y, de hecho, no sería malo que decayera si es la de alguien
que estaría dispuesto a seguir adelante aun sin un sí expreso para hacerlo.
Pese a ello, son muy pocos los estados que han adoptado el estándar del
consentimiento afirmativo.
La autonomía y la subjetividad sexuales son cuestiones complejas. No
obstante, no parece probable que, en una cultura hipersexualizada como la
nuestra, el deseo sexual corra peligro de extinguirse si la ley y los tribunales
comienzan a regirse por la regla del consentimiento afirmativo. Como ya
ocurre con el consentimiento informado en medicina, desde el momento en
que se promulgue esa norma, lo más probable será que todo el mundo acabe
por interiorizarla y por estar sobre aviso de que «solo sí es sí».

EL USO EXTORSIONISTA DEL PODER

La regla del «no es no» tampoco nos permite tratar correctamente las
situaciones de uso extorsionista del poder. A veces existe algo parecido a un
sí, pero contaminado por una situación de poder asimétrico. Recordemos el
caso del director de instituto que exigía sexo a cambio de su graduación a
una alumna. A diferencia de la víctima del caso Warren, aquella estudiante
no temía que el agresor fuera a usar la fuerza física contra ella, y, de hecho,
ella «accedió» expresamente a tener sexo. Pero lo hizo sometida a una
petición abusiva, extorsionadora, que habría sido claramente ilegal en el
ámbito económico. La extorsión sexual es difícil de teorizar. La ley no
puede examinar cada posible escenario yendo caso por caso, preguntándose
si existe una asimetría de poder en cada uno. Lo que sí debe hacer es
preguntarse qué relaciones presentan una asimetría de poder inherente.
Como veremos, ese tipo de preguntas son el fundamento de las leyes
sobre acoso sexual, pero también son relevantes para el derecho penal en
materia de agresión sexual. Todos los estados cuentan con leyes contra el
sexo con personas menores de edad (estupro), en las que este queda
definido como ilegal por sí mismo, tanto si ha habido un sí explícito como
si no. 26 La mayoría de los estados establecen algunos matices adicionales:
así, el sexo entre dos adolescentes de edades próximas entre sí es menos
problemático que el sexo entre personas con una diferencia de edad notable.
La inmensa mayoría también prohíbe por ley el sexo entre un funcionario o
funcionaria de prisiones y un interno o interna de un centro penitenciario.
Además, la Ley de Eliminación de las Violaciones en las Prisiones, de
2003, es una legislación federal que se aprobó con el propósito de disuadir
de las agresiones sexuales en las cárceles. Muchos estados también han
ilegalizado el sexo en otros contextos de autoridad y confianza: educación,
medicina, psiquiatría. Y otros han dejado esa responsabilidad en manos de
los órganos reguladores de cada una de esas profesiones.
Un área del derecho que continúa evolucionando es la relacionada con la
discapacidad mental, tanto si está relacionada con la edad como si no. Poco
a poco, los estados están desarrollando criterios flexibles de competencia
psíquica que se adapten a la compleja situación de una población cada vez
más envejecida, en la que, a menudo, las competencias varían incluso en
una misma persona: es decir, alguien que está capacitado para consentir una
relación sexual puede no estarlo para gestionar decisiones sobre sus
propiedades inmobiliarias. Todos estos son temas de una extrema
complejidad, ya que la ley necesita equilibrar el respeto a la autonomía y la
subjetividad sexuales con la necesidad de proteger a un individuo
vulnerable de posibles situaciones de explotación.
La excepción que se aplicaba a los casos de violación conyugal ha
desaparecido en muchos estados. En 2019, en veintiocho de ellos se había
abolido por completo. Aun así, todavía está vigente un conjunto
fragmentario de exenciones particulares en determinados niveles; en
algunos estados, la excepción se ha eliminado solo en aquellos casos en que
el marido usa la fuerza o amenaza con usarla, pero no si aplica otras formas
de coacción extorsionadora (que sí serían reconocidas como delictivas en
contextos no matrimoniales, como en los casos de amenazas económicas).
Es evidente que queda mucho trabajo por hacer todavía.

LA PRESCRIPCIÓN DE LOS DELITOS

El movimiento #MeToo ha hecho muy bien en cuestionar muchos aspectos


sobre la prescripción legal de los delitos de violación y agresión sexual.
Cuando las mujeres (y los hombres, muchos de ellos víctimas de abusos
sexuales en la infancia) se deciden a hablar, favorecidos por un nuevo clima
en el que sí se da crédito a su testimonio, suelen encontrarse con que ya no
pueden presentar una denuncia formal de los hechos porque es demasiado
tarde. En este punto, las normativas vigentes en los diferentes estados son
muy diversas. Solo treinta y cuatro de ellos tienen normas que establecen
algún plazo de prescripción para el delito de violación, y entre ellos se
incluyen algunos de los tradicionalmente conservadores (Alabama,
Arkansas, Luisiana, Wyoming, Idaho), pero también otros tradicionalmente
más liberales (Maryland, Nueva York... e incluso Nueva Jersey, considerado
el más progresista en materia legislativa de toda la Unión). Complica más
aún las cosas la enorme variación con la que los diversos estados definen
los delitos de violación y agresión sexual, así como los diferentes grados
que se reconocen en estos; los plazos de prescripción pueden ser distintos
para cada uno de esos grados y tipos. Algunos estados tienen plazos más
largos para las víctimas infantiles. Otros contemplan excepciones para casos
con pruebas de ADN: si se encuentra una coincidencia con una base de
datos genéticos, se puede presentar un cargo de ese tipo aun después de que
haya vencido el plazo legal de prescripción del delito en cuestión.
¿Por qué hay estados que imponen plazos de prescripción de esos
delitos? En primer lugar, porque hay que tener en cuenta la dificultad de
encausar a alguien por algo así cuando ya ha pasado mucho tiempo desde
que ocurrieron los hechos en cuestión. Es posible que los testigos hayan
desaparecido o fallecido, o que sea ya imposible recoger pruebas esenciales
(como las de ADN, por ejemplo), o que las disponibles estén ya muy
degradadas. Además, es comprensible que los estados no quieran cargar a
sus inspectores de policía con un aluvión de casos sin esperanza; y el hecho
en sí de que consten unos plazos de prescripción sirve supuestamente para
incentivar que se denuncie el delito lo antes posible. Además, incluso
cuando este se denuncia pronto, hay que tener en cuenta las dificultades
inherentes a la recogida y almacenaje de las pruebas que se reúnen con el
kit protocolario para casos de violación. A la vista de estos problemas,
incluso los estados que carecen de límites temporales legales para denunciar
esos delitos rara vez persiguen los que se hayan producido mucho tiempo
atrás.
Ahora bien, existen asimismo otras razones más teóricas para que los
delitos prescriban. Destaca, por ejemplo, la idea de que el perpetrador
(presunto o real) no debería estar en un brete a perpetuidad: tras un periodo
estipulado de angustia incrementada, debería poder seguir con su vida como
cualquier otra persona. No obstante, no existe plazo legal de prescripción de
los asesinatos, porque estamos de acuerdo en considerar que un asesino
jamás debería volver a dormir tranquilo, por así decirlo. De hecho, una de
las ideas en las que se apoya el movimiento que pide abolir o, cuando
menos, alargar los plazos de la prescripción del delito de violación es que
este constituye en realidad un acto terrible que cambia para siempre (y para
mal) la vida de las víctimas, y que, aun no siendo lo mismo que el
asesinato, se acerca más a este de lo que los sistemas legales de muchos
estados dan a entender. Por otra parte, parece bastante evidente que muchos
de los estados que no tienen prevista la prescripción legal del delito de
violación simplemente lo hacen porque quieren mostrarse «duros con el
crimen» en general, y que detrás de algunas de esas políticas de dureza con
la delincuencia hay un componente racial.
A raíz de la eclosión del movimiento #MeToo, ha habido muchos
llamamientos a suprimir los plazos legales de prescripción del delito de
violación, o al menos, los de los más graves. En 2017, mi propio estado,
Illinois, revocó la prescripción legal para una lista de crímenes sexuales en
los que hubiera implicadas víctimas menores de dieciocho años, y en 2019,
el límite se eliminó para todos los casos de agresión o abuso sexual
juzgables como delito mayor. Un caso raro de ley de ese tipo es una de
California, de 2016, que elimina la prescripción legal de los delitos de
violación para todos los cometidos a partir del 1 de enero de 2017. Aunque
es fácil entender el potencial valor expresivo y disuasorio de una ley así, es
como si se hubiera pretendido acometer el problema casi al revés de como
debería haberse hecho: yo diría que lo que necesitamos sobre todo es que se
puedan procesar las violaciones que se cometieron cuando las mujeres
tenían motivos de sobra para denunciar, pero rara vez lo hacían. Ahora, y
por difícil que siga siendo hablar y denunciar, es ciertamente más fácil de lo
que era, y las mujeres disponen de (bastante) libertad de decisión real para
hacerlo.
¿Qué deberíamos decir sobre todo esto? Yo me inclino por apoyar al
movimiento que reclama la eliminación de la prescripción legal de estos
delitos sobre la base de que a las mujeres les sigue resultando muy
complicado dar el paso de denunciar, y también porque, suprimiendo esa
limitación temporal, se da a los fiscales un mayor grado de discrecionalidad
para valorar las circunstancias de cada caso (incluyendo la naturaleza de las
pruebas y los motivos por los que la víctima no denunció en su día).
Debemos admitir que, por una simple cuestión de pruebas, muy pocos
delitos sexuales antiguos podrán llegar realmente a juicio. Y debemos estar
alerta para no incurrir en un ejercicio de discriminación por razón de raza o
clase social cuando se trata de procesar crímenes muy antiguos (la
discriminación podría darse tanto en un sentido como en otro: es decir, tanto
si se favorece a las víctimas blancas ricas en detrimento de las que son
pobres o miembros de minorías, como si se prefiere enjuiciar a acusados
pobres o de minorías por ese tipo de crímenes antiguos, pero no a varones
ricos o poderosos). De todos modos, eliminar la prescripción legal de esos
delitos potencia la autonomía de las mujeres y el respeto por las emociones
que todavía las desaniman para denunciar con la máxima prontitud.

MEJORA DE LAS PRUEBAS

Ya se está produciendo una mejora en la naturaleza y la utilización de las


pruebas, y es más por una cuestión de cambio social que de ley: hoy es
mucho más probable que se dé crédito al testimonio de una mujer de lo que
lo era tiempo atrás. Como otros colectivos subordinados, las mujeres han
sufrido una injusticia epistémica, sumada a otras injusticias
sustantivas. 27 Podría decirse que, en este punto, se ha volteado la tortilla en
gran parte debido a las muchísimas mujeres que se han decidido a
denunciar, y a que la gente se ha dado cuenta de que las agresiones sexuales
son muy comunes, afectan a víctimas de todos los sectores de nuestra
sociedad, se producen con especial frecuencia en relaciones entre
conocidos, muchas amigas, parientes y vecinas nuestras han sido víctimas
de ellas, y numerosos abusos han quedado sin denunciar en el pasado.
Ahora es mucho más probable que a una mujer que se atreve a
denunciar, aunque sea un caso más antiguo, se la considere creíble. Si su
caso llega a juicio, también es mucho mayor hoy en día la tendencia a dar
credibilidad al testimonio de esa víctima. Como muchas voces señalaron
tras las sesiones de confirmación en el Senado del juez Kavanaugh para el
Tribunal Supremo federal (en 2018), hoy se consiguen bastantes condenas
sin necesidad de una corroboración externa por parte de terceros (que,
muchas veces, es muy difícil de obtener), y simplemente porque se ha
considerado creíble el testimonio de la mujer (siempre ayuda que, en el
momento en que ocurrieron los hechos, contara lo sucedido a alguien —o a
algunas personas— más). La ley ha ayudado en cierta medida, pues ahora
esa mujer ya no tiene que soportar humillantes interrogatorios sobre su vida
sexual, algo que disuadía a muchas de denunciar y que, en caso de que
alguna lo hiciera, manchaba su testimonio a ojos de los miembros del
jurado. Pero el progreso en este terreno dista mucho de ser completo. La
ciudadanía necesita mucha educación e información para entender mejor los
relatos de las mujeres y cómo se comportan las víctimas de violación tras
una agresión sexual. Todavía es demasiado habitual que los jurados no se
crean las historias de esas mujeres, en parte, porque carecen de la debida
formación en la materia.
Otro problema con las pruebas que requiere de urgente atención es el
procesamiento de los llamados kits de violación. En la mayoría de los
estados se registran enormes acumulaciones de trabajo atrasado, y no se
cuenta con fondos suficientes para garantizar que se tomen las muestras a
tiempo. Eso hace que una prueba de ADN que sería crucial para un caso y
que, muchas veces, serviría para impedir futuros crímenes, se quede sin
analizar, en ocasiones, incluso hasta después de superado el plazo límite de
prescripción legal del delito (uno de los motivos por los que algunos
estados han introducido una excepción en esa prescripción relacionada con
las pruebas de ADN). Garantizar un procesamiento adecuado de las pruebas
redunda en interés de todas y todos, pero en la crisis presupuestaria general
a la que se enfrentan muchos municipios y estados de nuestro país, este
problema se ha debatido demasiado poco y tiene aún muy escasa
visibilidad; con frecuencia se pierde entre los otros muchos problemas que
causan mayor sensación entre la ciudadanía y, por ello, atraen más atención
pública. Pero si tenemos especialmente en cuenta el elevadísimo coste del
encarcelamiento (que supera los 55.000 dólares por preso y año),
deberíamos tomar en consideración el hecho de que hay otras formas de
usar ese dinero público para reducir la delincuencia. A los alcaldes y a los
gobernadores se les debería exigir por presión popular que elaboraran y
presentaran planes para cubrir esa necesidad enmarcándolos dentro de sus
enfoques generales en política de justicia penal y lucha contra el crimen.
Ignorar este problema en nuestro debate público solo sirve para enviar a las
mujeres una muy elocuente señal de que el sistema jurídico-legal no valora
su autonomía y su protección personales en la debida medida, sobre todo, si
tenemos en cuenta en qué se gastan el dinero los estados y los municipios
hoy en día.

INCENTIVOS PARA QUE SE DENUNCIE

A pesar de lo generalizados que están estos cambios sociales, continúa


habiendo demasiado pocas denuncias a tiempo. Todavía pesan ciertos
factores habituales para que así sea: la vergüenza, el miedo a que no se
proteja el anonimato de la víctima (aun a pesar de las actuales leyes de
protección de las denunciantes de violación), y la preocupación por cómo
reaccionarán ante una denuncia así los jefes y los compañeros en el trabajo,
o las amistades, o la pareja de la denunciante. De todos modos, el cambio
social está minando poco a poco esas barreras. Sigue existiendo la normal
reticencia de la víctima a verse envuelta en un proceso judicial prolongado.
Cuando una mujer ha sido violada, el daño ya está hecho. ¿Qué puede ganar
ella tratando de llevar una denuncia hasta sus últimas consecuencias?
Muchos dicen que así podrá «pasar página» por fin, o darse la satisfacción
de hacer valer sus derechos. Pero estos son unos beneficios a menudo poco
claros de un proceso judicial incierto y largo en el que esa mujer sabe que
tendrá que enfrentarse a un contrainterrogatorio intenso, al que se presenta
armada (muy probablemente) con escasas pruebas confirmatorias. No
podemos olvidar tampoco la enorme carga que esto representa para su
propio tiempo personal disponible. De todos modos, algunas mujeres se
quedan tan traumatizadas por una violación que no pueden avanzar más allá
si no buscan y obtienen justicia legal para su sufrimiento. Otras, sin
embargo, consideran que el trabajo, las amistades, la terapia y el simple
hecho de seguir con su vida son bienes superiores a una batalla judicial. Las
víctimas de un robo en su domicilio tienen sin duda algo que ganar
recurriendo a los tribunales, tanto si hablamos de la restitución de su
propiedad como de alguna compensación adecuada por su pérdida. Pero
para la víctima de violación, las únicas ventajas personales que puede
obtener actuando así son demasiado nebulosas ante semejante estrés.
Sin embargo, cuando una mujer no denuncia, es muy probable que otras
sufran las consecuencias. A menudo, la agresión sexual es un delito en
serie, y las víctimas posteriores tienen un reproche justificado que hacerles
a otras anteriores si estas no lo comunican. De ahí que tanto juristas como
decisores políticos hayan lanzado en los últimos tiempos varias propuestas
para inducir una más pronta denuncia de ese tipo de hechos. Una manera
evidente de abordar ese problema es la comunicación obligatoria de las
denuncias o quejas recibidas. En ámbitos como los abusos infantiles y la
violencia doméstica, hace ya tiempo que diversos estados obligan a cierto
personal (médico, educativo) a comunicar cualquier indicio de abuso. El
título IX de la Ley de Derechos Civiles sigue ese modelo en referencia a los
llamados testigos de oídas, es decir, a aquellas personas (y no hablamos de
familiares ni amigos, sino, por ejemplo, de personal universitario que ocupa
algún puesto de supervisión o autoridad) a las que una víctima ha contado
que la han agredido sexualmente.
Para que nos entendamos, si una estudiante acude a mí, una profesora,
informándome de que ha sido víctima de una violación, yo estoy obligada a
avisar a la coordinadora de cuestiones relacionadas con el título IX en mi
campus y comunicarle el nombre de la afectada. Esa manera protocolaria de
actuar suele incentivar que las propias víctimas presenten la
correspondiente denuncia por los canales oficiales. La coordinadora llama a
la estudiante, le ofrece proteger su anonimato, le explica el procedimiento
de denuncia y le pregunta si quiere presentar una. Aunque hay quienes han
expresado su inquietud por que este método pueda desanimar a las víctimas
que solo buscan asesoramiento directo y honesto de una profesora o un
supervisor en esas situaciones, por mi experiencia puedo decir que funciona
bien y que normalmente facilita que la víctima acceda al procedimiento.
Pero tiene sus fisuras, pues la obligación de comunicar o denunciar no es
extensiva a otros testigos de oídas ni, para el caso, a testigos directos del
propio delito (no, a menos que la víctima los nombre como tales testigos, en
cuyo caso se contacta con ellos o ellas para que presten declaración). Los
campus pueden hacer mucho más de lo que están haciendo actualmente
para convencer a todos los miembros de sus comunidades de que acudir a
las autoridades con una denuncia «de oídas» o como testigos presenciales es
una norma de buena conducta, y no un «chivatazo» censurable.
Mucho se habla hoy en día en las noticias de las denuncias internas de
malas prácticas en empresas o instituciones. Tanto el Gobierno federal en
general (con la Ley de Protección de los Denunciantes Internos, de 1989)
como la Justicia federal (con las reformas que se comentan en el capítulo 6
del libro) han dado recientemente pasos para proteger a esos informantes
internos y defenderlos de quienes los acusan de estar infringiendo alguna
norma ética (como la presunta ley del silencio que censura los «chivatazos»
entre alumnos o alumnas de una institución de enseñanza, o la también
presunta norma de la confidencialidad en el contexto judicial). Sin embargo,
se podría hacer mucho más al respecto. En ciertos ámbitos, como el fraude
fiscal, se premia a los denunciantes internos si su información resulta
correcta. En un artículo reciente, Saul Levmore y yo misma hemos
investigado ese aspecto —de un modo deliberadamente preliminar y no
concluyente— aplicado a la cuestión de las agresiones sexuales en los
campus universitarios. 28 Tras estudiar múltiples posibilidades —premiar
con el reconocimiento público, penalizar por no informar, etcétera—,
nuestra conclusión es que la mejor forma de incentivar las denuncias es con
zanahorias en vez de palos, y que la sola expresión pública de gratitud hacia
los denunciantes es una señal demasiado débil (tendente en exceso a
quedarse en el plano de lo genérico y lo impersonal) frente a un número tan
elevado de agresiones.
En esas mismas páginas, Saul y yo consideramos una opción que se basa
en el modelo de las pólizas de seguros. Una universidad podría firmar un
contrato con un agente externo, un tercero con buena reputación (un bufete
de abogados o un investigador profesional). Con el tiempo, este agente
externo terminaría funcionando como una especie de compañía
aseguradora. La universidad exigiría entonces que todos sus estudiantes
estuvieran cubiertos por un seguro. Si alguna de las aseguradas o
asegurados fuera objeto de una agresión sexual en el campus y lo
denunciara ante la autoridad designada en menos de un mes desde la fecha
del suceso (y si su denuncia se considerara creíble), la «aseguradora»
pagaría una compensación determinada. Con el tiempo, esa aseguradora
podría llegar a construir una historia que identificaría a los individuos o
grupos peligrosos (las fraternidades, por ejemplo) de la comunidad del
campus, a los que negaría cobertura. Las aseguradoras también elaborarían
un registro comparativo de diferentes universidades y podrían aumentar los
precios de sus primas a aquellas que registraran más agresiones sexuales
que las otras, con lo que las propias instituciones de enseñanza superior
tendrían incentivos para poner en práctica estrategias dirigidas a controlar la
incidencia de esos ataques. Los pagos se considerarían no una
indemnización a las víctimas por los daños sufridos, sino un premio por
denunciar los hechos con prontitud y ayudar así a que otras mujeres no
pasen por lo mismo en el futuro.
Son muchos más los argumentos que se pueden dar a favor y en contra
de esta idea; por ejemplo, una posible crítica es que podría incentivar las
falsas denuncias. Pero lo cierto es que se necesitan nuevas y atrevidas
propuestas para estimular la rápida comunicación de esos casos. Nuestro
país ya está listo para reconocer el importante papel de servicio al bien
público que tienen los denunciantes internos, en particular, cuando son ellos
mismos las víctimas. En la tercera parte del libro veremos que a los
denunciantes internos les corresponde una función especialmente crucial a
la hora de derribar las «ciudadelas de la soberbia», esas zonas de privilegio
masculino excepcionalmente bien resguardadas.

VIOLACIONES DE HOMBRES Y DE NIÑOS

A nuestra sociedad le cuesta entender que los hombres y los niños pueden
ser víctimas de agresión sexual. Parte del problema reside en la homofobia,
que hace que la gente sencillamente no quiera pensar en el sexo entre
hombres (pues la mayoría de las violaciones con víctimas masculinas las
cometen otros varones). Otro problema es la vergüenza de las víctimas, que
no solo se sienten sucias por lo ocurrido, sino que también lo viven como si
su masculinidad hubiera quedado en entredicho. Pueden sentir también que
el hecho de haber sido víctimas de una agresión de ese tipo las sitúa en la
órbita de la homosexualidad, aunque no sean homosexuales. Pero lo cierto
es que la violación es un abuso de poder, como vengo argumentando en
estas páginas. Con ella no se busca primordialmente una expresión del
deseo o de la atracción sexual. Cabe cuestionarse, de hecho, si los curas
pedófilos o los presos que violan a otros internos en prisión son gais en el
sentido estricto del término. Sus delitos son abusos de su posición de poder.
En la tercera parte del libro estudiaremos algunas «ciudadelas de la
soberbia» en las que los varones jóvenes han sido objeto frecuente de abuso
junto con las mujeres. La Ley para la Eliminación de la Violación en las
Prisiones, aprobada por unanimidad por el Congreso en 2003, dio por fin
reconocimiento oficial a ese problema; también instauró una comisión
encargada de trabajar en su puesta en práctica. Entre titubeos, a
regañadientes y de forma bastante imperfecta, las iglesias y los centros
educativos también están empezando a abordar ese problema. Aun así, hay
todavía mucho más por hacer.
Las agresiones sexuales siguen siendo un problema tremendo en nuestra
sociedad. A pesar del considerable avance que la ley ha hecho en los
últimos cincuenta años, la autonomía de las mujeres (y la de las víctimas
masculinas) continúa siendo rehén en demasiados casos y situaciones del
abuso de poder y del privilegio masculinos.
Capítulo 5

LAS MUJERES Y LA SOBERBIA MASCULINA


EN EL TRABAJO
El acoso sexual entendido como
discriminación por razón de sexo

Ninguna mujer tuvo voz en el diseño de las instituciones legales que


rigen el orden social en el que viven tanto ellas como los hombres [...].
El hecho de que las mujeres se hayan dedicado al derecho ha sido, en sí
mismo, un triunfo de la determinación sobre la experiencia.

CATHARINE MACKINNON,
«Reflections on Sex Equality under Law»

El trabajo importa. De entrada, es una fuente de ingresos necesarios y, por


ende, para las mujeres, de independencia respecto al sostén masculino (o
respecto a la ausencia de tal sostén). Pero, hoy en día, para la mayoría de las
personas es más que eso: el trabajo es lo que llena gran parte de nuestro
tiempo. Así que, para bien o para mal, lo que allí ocurre tiene un gran efecto
en el concepto que una persona tiene de sí misma. Un eterno problema que
ninguna sociedad moderna ha resuelto es el de cómo se puede conseguir
que el trabajo sea una fuente de realización o de sentido vital para la
inmensa mayoría de los trabajadores y trabajadoras, que disponen de muy
escasa libertad para definir sus propias tareas. Aun así, incluso cuando el
trabajo no es muy interesante ni especialmente expresivo de la personalidad
de quien lo realiza, las condiciones laborales pueden ayudar a proteger la
dignidad humana de la persona trabajadora o pueden contribuir a socavarla,
como también pueden abrir un margen para la autonomía personal (o bien
pueden reprimirla) en ciertos ámbitos especialmente cruciales para la
definición de la personalidad, como son los relacionados con el control
sobre el propio cuerpo y la propia sexualidad. Para las mujeres, la conquista
de la protección de su autonomía y su dignidad en el trabajo ha sido el
resultado de una larga batalla en la que la ley y la teoría jurídica han
desempeñado un papel determinante, y en la que las mujeres han asumido
las riendas de la creatividad jurídico-legal.
En los pacíficos años de la posguerra que, a veces, tendemos a idealizar
como una época en la que Estados Unidos iba bien y la familia
estadounidense permanecía unida, las mujeres que podían permitirse
quedarse en casa rara vez trabajaban (y por trabajar se entiende aquí
trabajo asalariado, pues es evidente que sí realizaban un inmenso volumen
de labores muy valiosas en el hogar). A las mujeres que sí trabajaban fuera
de casa, el mundo laboral les ofrecía muy pocas vías de empoderamiento, y
la mayoría estaban condenadas a realizar tareas de carácter repetitivo y de
bajo nivel a las órdenes de unos hombres que esperaban de ellas que las
cumplieran con sumisa obediencia. El lugar de trabajo estaba configurado
por hombres y era un expresivo reflejo de lo que a estos les gustaba y de
cómo les apetecía comportarse. Los hombres esperaban de ellas deferencia
y, muchas veces, algo más. Las bromas sexuales, las proposiciones sexuales
y la petición de favores sexuales como condición para trabajar allí eran
fenómenos muy extendidos.
Siempre hubo muchos hombres que respetaban a las mujeres y que
jamás mostraban con ellas ese tipo de comportamientos. Pero incluso ellos
solían no tener ni idea de cómo tratar con sus compañeros de trabajo
varones que se pasaban el día insinuándose impertinentemente a las
trabajadoras, o que no sabían tratar a las mujeres más que lanzándoles
indirectas sexuales, o que las menospreciaban con comentarios alusivos a
otros estereotipos de género (su voz aguda, su baja estatura o, peor aún, su
presunta idiotez). En todos los sitios en que he trabajado hasta fecha muy
reciente me he encontrado con hombres así, y basta con uno o dos de ellos
para contaminar el ambiente de todo el lugar y hacer que la vida allí sea
insufrible.
Los hombres buenos desaprobaban esas malas conductas y, a veces,
incluso expresaban su estupor, pero no sabían qué hacer al respecto salvo,
como mucho, trasladarle alguna queja al abusador (a menudo facilitándole
de paso —y con muy mal criterio— el nombre de la persona que se había
quejado de él), lo que más bien tendía a empeorar las cosas. El
comportamiento vacilante de muchos hombres bienintencionados recuerda
a aquellos famosos versos de Yeats: «Los mejores carecen de toda
convicción, mientras que los peores / rebosan apasionada intensidad». Esas
palabras, escritas como profética advertencia contra el auge del fascismo,
manifiestan una verdad general de la naturaleza humana: pocas personas
asumen un riesgo personal en pro de la justicia. Con frecuencia, estos
varones bienintencionados llevaban en lo demás unas vidas convencionales
para su época, con la mujer encasillada en el papel de «ayudante», y
carecían de un interés personal en impulsar cambios fundamentales.
¿El resultado? Que los abusadores no sufrían penalización alguna, pero
las mujeres, sí (casi siempre). No había previstos procedimientos para
resolución de quejas en ninguna parte, y no los hubo hasta principios de la
década de 1980, cuando la ley y los tribunales ya habían empezado a tomar
cartas en el asunto.
La ausencia de procedimientos y de legislación pertinente transmitía la
idea de que nada de aquello trascendía el plano de lo personal. No era un
problema del que la empresa u organización de turno tuviera que
responsabilizarse. No era una cuestión de principios ni de protocolos o
políticas. Tal vez fueran incidentes muy de lamentar, pero poco se podía
hacer al respecto, más allá de algún que otro (infructuoso) ejercicio de
persuasión personal. Y a menudo, aún era peor, pues lo que se venía a
insinuar era que aquella era una consecuencia inevitable de la incorporación
de las mujeres a los entornos de trabajo, pues con su presencia excitaban las
ansias sexuales innatas de sus compañeros varones y, a fin de cuentas, los
hombres son así. Se daba a entender que eso es natural en ellos, aunque no
les resultara cómodo hablar de esas cosas. A veces también se podían oír
cosas como «a los hombres nos gusta que sea así, las chicas bonitas hacen
que nos sintamos bien», o «sentir que están ahí y que nos podemos dirigir a
ellas haciéndoles proposiciones, o tocándolas, nos excita y nos transmite
sensación de poder».
En el caso del delito de agresión sexual, aunque fue mucho el trabajo que
se necesitó para definirlo de un modo más apropiado y expandir la ley y la
jurisprudencia existentes, al menos la legislación y el derecho relevantes
(por rudimentarios que fueran) ya estaban ahí desde hacía más de dos
milenios. En el caso del acoso sexual, sin embargo, nos encontrábamos ante
una conducta ofensiva que ni siquiera tuvo nombre hasta que las propias
mujeres que se propusieron introducir un cambio legal en ese ámbito
establecieron el término acoso sexual en la década de 1970. 1 Se necesitaron
años de esfuerzos de muchas personas para que el acoso sexual llegara a ser
reconocido como un daño social y político regulable por ley: es decir, no
como algo puramente personal, sino, por decirlo con las palabras de
Catharine MacKinnon, como «una injusticia y una herida sociales que se
producen en el nivel de las personas individuales». 2 En aquellos tiempos,
sin embargo, «la vida era así». 3
Como consecuencia de esa insensibilidad, todas las mujeres de mi
generación que conozco (personalmente o de oídas) han tenido que lidiar
con algún tipo de acoso en sus trabajos sin poder contar con recursos
externos para hacerle frente.
Un aspecto muy útil de la ley es que es impersonal. De ese modo,
protege a aquellas personas que, aun teniendo buenas intenciones, no andan
sobradas de determinación. Gracias a la ley, ya no hace falta que se
involucren personalmente en la lucha por la igualdad de las mujeres; basta
con que recuerden a los infractores la evidente conveniencia de que se
comporten conforme a la normativa legal. En la actualidad se puede ver que
ese giro hacia la ley ha tenido muy buenos efectos en el ámbito del acoso
sexual y ha disuadido gran parte de los comportamientos existentes hasta
hace pocos años, ha educado a la sociedad sobre la importancia de la
dignidad de las mujeres, ha servido como expresión pública de la
importancia de esa dignidad, y ha proporcionado una justificación a la que
los bienintencionados indecisos pueden «asirse» a la hora de reprender a
algunos de sus compañeros. 4 Las normas han cambiado, aunque todavía
haya muchos comportamientos reprobables.
Ahora bien, en los años setenta del siglo XX, el derecho no había
incorporado aún toda esa experiencia de las mujeres. ¿Qué se podía hacer
para que la incorporara? ¿Y quién tomaría la iniciativa? Era evidente que
encontrar un asidero en la legislación ya existente podría venir muy bien,
pues impulsar una ley totalmente ex novo sobre un tema controvertido era
una misión que se antojaba más que ardua. Y también estaba claro que lo
mejor sería que la ley en cuestión fuera federal, pues aprobar nueva
legislación penal en cada uno de los estados podía convertir ese reto en
prácticamente imposible. Pero, aun así, ¿quién se encargaría de liderar la
ofensiva? Era obvio que tendrían que ser mujeres, aun a pesar de su práctica
ausencia total en las altas instancias del derecho académico y de la
Judicatura en aquel entonces. Y lo cierto es que las mujeres dieron
realmente un paso adelante: como juristas, como abogadas y también como
demandantes.

LA BASE TEXTUAL: EL TÍTULO VII


La Ley de Derechos Civiles de 1964 incluye una larga y detallada sección
sobre discriminación en el trabajo. En ella se puede leer que «será práctica
laboral ilícita de cualquier empleador [...] el discriminar a un individuo por
su raza, su color, su religión, su sexo o su origen nacional» en una extensa
lista de contextos ocupacionales (la ley delata ciertos signos de su tiempo: a
los comunistas se los exceptuaba explícitamente de toda protección). Las
expresiones por su sexo y por razón de sexo se definen de tal modo que
incluyen (pero «no se limitan a») situaciones como el embarazo y el parto.
De todos modos, enseguida se aclara que la ley no obliga a los empleadores
a sufragar abortos, salvo en casos en que la vida de la madre esté en peligro;
aunque, por otra parte, tampoco se impide que las empresas paguen las
interrupciones voluntarias del embarazo de sus empleadas. Las que sí están
prohibidas por esa sección son aquellas prácticas que tengan un «impacto
dispar» sobre los grupos protegidos si tales prácticas no están «relacionadas
laboralmente con el puesto en cuestión [ni] son inherentes a las necesidades
del negocio». La ley creó asimismo un organismo administrativo, la
Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (EEOC, por sus
siglas en inglés), encargada de hacer cumplir las disposiciones de dicho
texto legal.
El título VII, según su primera redacción inicial, iba a centrarse en la
raza; el sexo se añadió a posteriori, durante el debate parlamentario del
proyecto, a raíz de una enmienda presentada por un segregacionista, el
demócrata Howard W. Smith, de Virginia. De la lectura del diario de
sesiones se hace evidente que, entre sus razones destacadas para introducir
tal modificación, estuvo la de restar apoyos a la aprobación de la nueva ley
en su conjunto. Y también quiso hacer cierta concesión a las mujeres
blancas, pues circulaba por entonces la teoría de que estas iban a quedar en
desventaja por culpa de las nuevas protecciones que se darían a los negros
(una teoría bien extraña, pues, sin esas palabras añadidas, tampoco las
mujeres afroamericanas habrían quedado protegidas frente a la
discriminación sexual, por mucho que sí lo hubieran estado frente a la
racial). De hecho, la abogada afroamericana Pauli Murray manifestó una
visión distinta de aquellas hipotéticas consecuencias: según ella, las mujeres
afroamericanas necesitaban más que las blancas aquella enmienda, sin la
cual solo los varones negros saldrían beneficiados. 5 En cualquier caso,
como no podemos olvidar que el Congreso es un sujeto plural y no singular,
no existe una respuesta única a la pregunta de cuál era la intención de los
redactores de aquella ley. Pero Murray estaba sin duda en lo cierto cuando
dijo que las mujeres afroamericanas necesitaban protección frente a la
discriminación por razón de sexo más aún que las mujeres blancas, y que
eran más vulnerables al acoso sexual en el trabajo.
En cuanto a qué querían decir los legisladores con la propia palabra sexo,
podemos considerar que se trata de una pregunta muy abierta desde el
momento en que en el propio texto legal se indica que los supuestos «no se
limitan» a los allí explicitados. Lo que allí se indica expresamente es que no
se puede discriminar a las mujeres por embarazo si «su aptitud laboral» es
similar a la de «otros individuos no afectados». Pero se dejó abierta la
posibilidad de que, llegado el momento, se pudieran añadir otros motivos de
discriminación perseguibles como tales. Podemos afirmar con casi total
seguridad que nadie estaba pensando concretamente entonces en lo que hoy
llamamos acoso sexual. Pero lo cierto es que la ley descartó explícitamente
ciertos actos (como la obligación de pagar por los abortos de las empleadas
en una mayoría de los casos), pero no la que sería la posterior extensión de
ese principio al problema del acoso sexual.
Existe un muy antiguo debate en derecho acerca de la lectura de los
textos legales. ¿Deben interpretarse con arreglo a las intenciones de quienes
los redactaron? ¿O debemos fijarnos únicamente en su significado literal?
No es una cuestión de división típica entre progresistas y conservadores. En
el Tribunal Supremo federal, el juez Antonin Scalia (conservador) era el
gran enemigo de las interpretaciones de las leyes basadas en la presunta
intención de los legisladores originales. Y en el caso de esta ley en
particular, que nació de una evidente pluralidad de intenciones
contradictorias entre sí, parece casi imposible no estar de acuerdo con él
(más adelante, veremos que Scalia fue de hecho un firme valedor del uso
del título VII como base legal para las demandas judiciales por acoso
sexual). Especialmente en el caso de este texto normativo, cuyo sentido
literal viene a decirnos que deja huecos pendientes de rellenar más adelante,
suena poco convincente afirmar que la ley en cuestión no abarca también el
acoso sexual porque nadie hizo mención expresa de este problema en el
momento en que aquella se debatió y se aprobó. De hecho, el Tribunal
Supremo no hizo caso alguno de ese tipo de argumentos cuando reconoció
que el acoso sexual era una más de las formas de discriminación
perseguidas por el título VII, a pesar de que no se mencione de manera
explícita en el texto de la ley.
Esta cuestión sigue teniendo gran relevancia en el momento actual, dado
que el Tribunal Supremo falló en junio de 2020 que el sexo al que se alude
en el título VII debe interpretarse de tal modo que incluya también garantías
contra la discriminación laboral por razón de orientación sexual e identidad
de género. 6 De hecho, el Supremo aplicó en esa sentencia una
interpretación textualista de la ley, como puso de manifiesto su ponente, el
juez Neil Gorsuch. Es evidente que los legisladores tampoco tenían en
mente ese tipo de casos en 1964. Pero discriminar a A, una mujer, porque A
prefiere tener sexo con mujeres y no con hombres es claramente, en el
sentido más literal de la expresión, discriminarla por razón de sexo. Si esa
mujer hubiera optado por tener sexo con un hombre, no habría sufrido
discriminación. Examinaré con mayor detenimiento este histórico dictamen
más adelante, en este mismo capítulo. Pero, de entrada, es importante
señalar que la audaz ofensiva feminista previa en el terreno del derecho
sobre acoso sexual fue muy relevante también para este otro caso, pues la
sentencia constituye un ejemplo claro de lectura textual del título VII, con
independencia de cuáles fueran las intenciones mentales del Congreso en su
día. 7
En definitiva, y como la jueza Diane Wood —presidenta hasta hace poco
del Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito federal— ha expresado
en un reciente artículo, varias partes del título VII son aún una «obra en
construcción» en lo que a la discriminación sexual se refiere, si bien cabría
pensar que cincuenta y cinco años «han sido tiempo suficiente para
deshacer nudos y garantizar que sus protecciones estén inmediatamente al
alcance de cualquier persona que las necesite». 8 En los años setenta, ese
carácter incompleto representaba un grave defecto, pero también suponía
una especie de invitación a aportar soluciones creativas al respecto.
Pronto se comenzó a trabajar en ese sentido. Catharine MacKinnon dice
que empezó a escribir su trascendental libro de 1979 a finales de 1974,
cuando todavía era una estudiante de Derecho en Yale (posteriormente se
doctoraría en Leyes, en 1977, y en Ciencias Políticas, en 1987). Pero no
estaba sola: algunas abogadas feministas ya habían comenzado a presentar
demandas en las que defendían la inclusión del acoso sexual entre las
prácticas prohibidas por el título VII, por considerarlo una forma de
discriminación ilícita por razón de sexo.
La teoría de que el acoso sexual es discriminación por razón de sexo
según se define en el título VII de la Ley de Derechos Civiles se propugnó
en una serie de causas judiciales instruidas entre 1974 y 1976, aunque, al
principio, sin éxito. Sin embargo, en el caso Williams contra Saxbe, de
1974, 9 un juez del distrito de Washington D. C. falló a favor de la
demandante, pues halló que la acción de un supervisor (que despidió a
Williams porque rechazaba sus proposiciones) era un caso de
discriminación sexual y que, por lo tanto, el empleador había infringido las
disposiciones del título VII. Aunque esa sentencia se recurrió a instancias
superiores y terminó siendo revocada, la opinión de ese juez tuvo una gran
incidencia en las apelaciones de otros casos, algunas de las cuales se
traducirían también en revocaciones de sentencias, pero en el sentido
inverso. 10
Una demanda en última instancia infructuosa, pero que tendría una gran
repercusión y haría mucho por promover la teoría sobre la inclusión de la
discriminación sexual dentro de los supuestos contemplados en el título VII,
fue la del caso Alexander contra Yale, 11 primera ocasión en que se utilizó el
título IX (una parte de la Ley de Derechos Civiles más propiamente referida
al ámbito de la enseñanza) para impulsar la teoría de que el acoso sexual en
educación constituye discriminación por razón de sexo. Interpuesta por
cinco estudiantes de grado de Yale y (en una primera fase) por un miembro
del profesorado de esa misma universidad, la demanda alegaba que cada
una de las cinco alumnas denunciantes había sufrido acoso sexual, y el
profesor en cuestión sostenía que aquel clima de acoso le imposibilitaba
llevar a cabo su trabajo, tal era el «ambiente de desconfianza» generado (el
profesor era el reputadísimo especialista en filología clásica John J.
Winkler, que también era un activista gay). El Colectivo de Derecho de
New Haven (una asociación feminista) y, en especial, una abogada —la
también feminista Anne Simon— llevaron el caso, mientras que Catharine
MacKinnon, por entonces una recién graduada en Derecho por la propia
Yale, asesoró a las demandantes. Estas pedían simplemente que la
universidad instaurara un procedimiento de gestión de reclamaciones por
acoso sexual. 12 Durante el proceso, MacKinnon y Winkler no cesaron de
acudir a los medios y alimentar así la avidez de estos por destapar
escándalos en instituciones como Yale; con ello, lograron captar la atención
del país entero sobre el tema.
El Tribunal de Distrito no admitió a trámite las peticiones de cinco de los
seis demandantes, pero sí dejó que prosperara la de una de ellas, pues
entendió que, en el caso de esa estudiante, era «perfectamente razonable
argüir que el hecho de que su progresión académica se condicionara a su
sometimiento a unas determinadas exigencias sexuales constituye
discriminación por razón de sexo en el ámbito de la educación» (aun así, en
la posterior tramitación de la demanda y tras el correspondiente
requerimiento de pruebas, el tribunal halló que la alumna se merecía una
mala nota en cualquier caso, y que, por consiguiente, no hubo quid pro
quo). Al final, las cinco estudiantes recurrieron (Winkler no), pero como
solo una de ellas no se había graduado todavía cuando el tribunal oyó la
apelación, este consideró que los presuntos daños alegados por las
demandantes eran insustanciales. Aun así, y probablemente debido a la
amplia y poco favorecedora publicidad que generó aquel caso, Yale terminó
haciendo lo que aquellas exestudiantes solicitaban e instauró un
procedimiento de atención a las reclamaciones.
Sirva el siguiente ejemplo como botón de muestra de mi anterior
afirmación sobre los bienintencionados: en aquel entonces, una opinión
típica incluso entre algunos de los miembros varones más morigerados del
Departamento de Clásicas de Yale era que Jack Winkler había emprendido
una cruzada política un tanto extrema y descabellada. Hablamos de
personas que desaprobaban por completo el acoso como conducta, pero a
las que les resultaba casi cómico que alguien pensara que algo así
infringiera en algún sentido la legislación vigente. 13
No todo el trabajo jurídico relacionado con la desigualdad sexual se basó
en los títulos VII y IX de la Ley de Derechos Civiles. Del mismo modo que
algunas reivindicaciones de la lucha contra la discriminación racial habían
prosperado a partir de mediados de la década de 1950 apelando a la cláusula
sobre la igualdad de amparo de la ley para todos y todas recogida en la
decimocuarta enmienda de la Constitución, algunas demandas relacionadas
con el sexo lograron ser atendidas por los tribunales sobre esa misma base
unos años después. En 1971, en Reed contra Reed, 14 el Tribunal Supremo
reconoció que la desigualdad por razón de sexo podía constituir una
violación de la cláusula constitucional sobre la igualdad del amparo legal.
El caso nació de una ley de Idaho que estipulaba que los varones tenían
preferencia como administradores de herencias. Dos coautoras del escrito
amicus curiae en favor de la parte demandante fueron Pauli Murray y Ruth
Bader Ginsburg. No sería hasta 1976 cuando el Tribunal Supremo
argumentaría por fin que las clasificaciones relacionadas con el sexo
merecían ser estudiadas mediante la aplicación de un criterio más parecido
al de escrutinio estricto que ya se había reconocido como válido para los
casos relacionados con la raza y que era mucho más riguroso y crítico que
el que se aplicaba siempre en esos casos, el llamado estudio de la base
racional, con el que el Estado prácticamente siempre gana. De todos
modos, y como decía, para las clasificaciones basadas en el sexo, el alto
tribunal reconoció un tipo de estudio ligeramente más suavizado, que
bautizó como escrutinio intermedio. 15 En todo caso, Reed contra Reed
supuso un hito de la abogacía feminista.
Así pues, la de MacKinnon no era una voz solitaria predicando en el
desierto. 16 Formaba parte de una extensa red de feministas activas en el
ámbito jurídico que estaban decididas, entre otras cosas, a aprovechar el
título VII para garantizar protección legal frente al acoso sexual. La propia
MacKinnon reparte abundantes méritos entre otras figuras de ese
movimiento, si bien ella fue sin duda la más creativa en el ámbito teórico y
la más profunda en el plano analítico, dicho sea esto sin menoscabo de la
enorme perspicacia y de las aptitudes como abogada que también demostró.
Y dicho sea también sin olvidar el fuerte nivel de aislamiento en el que tuvo
que trabajar en el ámbito académico del derecho, donde no obtuvo una
plaza de profesora titular (siquiera interina) hasta muchos años después de
la publicación de su fundamental libro. 17

LA RAZA Y EL SEXO

El título VII de la Ley de Derechos Civiles se diseñó sobre todo para poner
fin a la discriminación racial. La atención a la raza como ejemplo central de
discriminación ha inspirado todos los trabajos subsiguientes sobre otros
fenómenos discriminatorios y, en particular, sobre la discriminación sexual.
Esta importancia de la raza ha obedecido, en parte, a razones estratégicas:
decir que algo es análogo a la discriminación racial es un valioso recurso
retórico que ayuda a que los destinatarios del mensaje capten más
nítidamente que aquello no está bien. Pero, en parte también, la raza se
convirtió en un factor central debido al papel clave que tuvieron mujeres de
color como, en especial, la abogada feminista Pauli Murray y, años después,
la demandante Mechelle Vinson, en la elaboración y promoción de nuevos
enfoques jurídico-legales sobre la discriminación sexual, a la que Murray
incluso llamó «Jane Crow» para equipararla (en femenino) con el régimen
de leyes racistas («Jim Crow») que imperó en su día en el Sur
estadounidense. 18 Pero, a cierto nivel, más profundo, la analogía con la raza
también hacía más expresa (y más gráfica) la idea de que la discriminación
sexual está basada en la subordinación, tanto como pueda estarlo la racial
(por mucho que, a veces, revista una apariencia más amable que esta).
En el ámbito del sexo, al principio se tuvo la tentación de pensar que las
mujeres simplemente debían exigir que se las tratase exactamente igual que
a los hombres, es decir, que se les aplicaran los conceptos de la ley del
mismo modo que se les aplicaban a ellos. Sin embargo, ese enfoque ya
había mostrado importantes deficiencias en el terreno de la raza. Pensemos,
por ejemplo, en el sistema educativo: el principio de «separadas, aunque
iguales», aplicado a la distribución de las razas en centros de enseñanza,
siempre fue una falacia, pues las escuelas para niñas y niños afroamericanos
nunca fueron iguales de verdad a las otras. Pero es que, además, se hizo
perfectamente evidente que, aun en el caso de que sí hubieran sido iguales,
su sola separación implicaba una asimetría: para los blancos, el tener que ir
a escuelas solo para su raza a lo sumo podía representar un incordio y una
negación de su libertad de asociación, pero para los niños negros siempre
sería una marca de inferioridad. En Brown contra el Consejo Educativo de
Topeka, célebre sentencia del Tribunal Supremo de 1954, 19 los jueces
supieron ver más allá de la fachada de aparente similitud de trato para
destapar la realidad de la subordinación y poner el énfasis en el daño
causado a los niños negros al obligarlos a acudir a centros educativos
separados. Pongamos otro ejemplo: el matrimonio. Si un estado prohíbe que
personas negras y blancas se casen entre ellas, la prohibición puede
parecernos simétrica en cierto sentido, pues ni negras ni negros pueden
contraer matrimonio con blancos ni blancas, ni blancas ni blancos con
aquellos ni aquellas. Pero, obviamente, en la realidad no existía simetría
alguna; el principio en cuestión no hacía más que expresar cierta ideología
de «supremacía blanca», como el Tribunal Supremo federal sentenció en
Loving contra Virginia, otro famoso dictamen, este de 1967, que abolió las
prohibiciones estatales de los matrimonios interraciales. 20 En definitiva, la
legislación puede vulnerar la cláusula constitucional sobre el igual amparo
de la ley, incluso aunque disponga sistemas aparentemente simétricos, si
estos no hacen más que mantener una jerarquía que obliga a un grupo a
ocupar una posición sistemáticamente subordinada.
Esta forma antijerárquica sustantiva de concebir la discriminación —así
como la cláusula constitucional de la igualdad de amparo de la ley— no
gozó de un consenso generalizado (no en un primer momento, al menos).
En uno de los artículos de una revista especializada de derecho más citados
de todos los tiempos, «Toward Neutral Principles of Constitutional Law»
(«Hacia unos principios neutrales del derecho constitucional»), 21 el juez del
Tribunal de Apelaciones federal Herbert Wechsler defendió en 1959 que la
sentencia del caso Brown se había equivocado al tomar en consideración el
estigma asimétrico que la separación imponía a las niñas y niños negros. Él
empezaba diciendo que la ley debe buscar unos principios neutrales que no
sean meras expresiones de la política partidista. Hasta ahí, nada que objetar.
Pero, en su argumento, Wechsler deja claro también que cree que esa
búsqueda de razones sistematizables exige que nos situemos tan lejos de las
circunstancias presentes y de su historia como para que ignoremos muchos
hechos sociales e históricos específicos. De ahí que defienda que los jueces
a quienes toca decidir sobre casos relacionados con instalaciones
«separadas aunque iguales» deban abstraerse de interpretaciones
contextuales concretas de las desventajas especiales sufridas por las
minorías, así como de los significados asimétricos de la segregación para
negros y para blancos. Dicho de otro modo, en su calidad de jueces,
deberían olvidarse de los factores históricos y contextuales que obviamente
conocen.
Wechsler hace entonces un revelador aparte: «En una época en que
trabajé con Charles H. Houston en un caso que llevamos ante el Tribunal
Supremo, [...] yo no sufría menos que él sabiendo que teníamos que
desplazarnos hasta Union Station para poder almorzar juntos durante los
recesos». 22 Wechsler sugiere así que el hecho de que un hombre blanco y
otro negro no puedan comer juntos en un restaurante para blancos supone
una carga simétrica para ambos por tratarse de una mera negación del
derecho de asociación del uno y el otro. Aparte de su extraña omisión del
detalle de que los blancos siempre eran perfectamente libres de entrar en los
restaurantes negros (y ahí estaba la conocida historia de los locales de jazz
de Harlem para evidenciar ese hecho), no deja de sorprender su torpe
elección de ejemplo y de manera de enfocarlo, pues él era un apasionado
oponente de la segregación. Después de todo, para Wechsler esa negación
de su derecho de asociación no pasaba de ser un inconveniente y, a lo sumo,
un motivo de culpa; 23 para Houston, sin embargo, era una marca pública de
inferioridad. Reconocer una realidad evidente como esa difícilmente puede
entenderse como un ejercicio de tendenciosidad política o de alejamiento de
unos principios generales.
Wechsler quiso hacer extensivo ese obtuso criterio suyo a más casos que
el de Brown. En concreto, en su párrafo final de análisis de la sentencia
concluye con dos preguntas retóricas: «La separación obligatoria entre
sexos ¿discrimina a las mujeres solo porque pueden ser ellas las que se
sientan perjudicadas y porque ha venido impuesta por decisiones
predominantemente masculinas? ¿Acaso cuando se prohíben los
matrimonios mixtos se está discriminando solo al miembro de color de una
pareja afectada por la prohibición?». 24 Eran preguntas pretendidamente
retóricas para las que el autor no podía imaginar más que sendas respuestas
negativas, y que, por consiguiente, perseguían reducir al absurdo el modo
de razonamiento seguido en la sentencia del caso Brown. Pero nada más
fácil que estar en desacuerdo con Wechsler, rechazar su reductio con sendas
respuestas afirmativas a sus preguntas, y llegar así a la conclusión de que,
de una buena reflexión sobre la cuestión de la raza (como la que se hizo en
la sentencia Brown), es ciertamente posible derivar un modo muy
productivo de reflexionar sobre la discriminación sexual.
Las feministas aceptaron el reto de Wechsler y usaron las formas
antijerárquicas de razonamiento aplicadas a la discriminación racial para
dar forma a los argumentos jurídico-legales sobre la discriminación por
razón de sexo. Podemos ver así los argumentos de Wechsler como el
pretexto del que MacKinnon se sirvió para elaborar su teoría de la
«dominación» aplicada al problema del acoso sexual.
La raza, pues, fue un paradigma muy importante para las reflexiones
sobre la discriminación por razón de sexo. De todos modos, no es un
paradigma perfecto para el acoso sexual, porque no contempla ese sentido
característico diferenciado que hace de las peticiones de favores sexuales
algo insultante y humillante para todas las mujeres, tanto negras como
blancas.

EL ACOSO SEXUAL DE LAS MUJERES TRABAJADORAS

En 1979, MacKinnon publicó por fin su esperado libro. Hoy podemos


considerarlo como una de las obras más influyentes de la historia del
estudio académico del derecho. «Fue una revelación —comentó la juez
Ruth Bader Ginsburg—. Y supuso el comienzo de un campo que no existía
hasta entonces.» 25 No fue la única que lo vio así. Tanto desde la izquierda
como desde la derecha se coincide en que el libro ha moldeado la ley y el
derecho como prácticamente ningún otro. Un destacado juez federal a quien
generalmente se sitúa en las filas de la derecha decía a menudo que era el
libro escrito por un docente de derecho que más influencia había tenido en
la Judicatura federal. 26 A MacKinnon se la tiene actualmente por una
radical extrema debido básicamente a su trabajo sobre la pornografía. Pero
es importante reconocer que su libro de 1979 fue considerado osado y
atrevido en aquel entonces, pero hoy forma parte ya del modo de pensar
establecido en el ámbito jurídico y legal.
Lo que hizo MacKinnon fue, en primer lugar, dejar sobradamente claro a
los despistados lo omnipresente y dañino que era el acoso sexual en los
lugares de trabajo, y, acto seguido, exponer con argumentos jurídicos y
teóricos detallados y contundentes dos teorías diferenciadas de por qué el
acoso sexual debería considerarse un tipo de discriminación por razón de
sexo como la que se contempla en el título VII de la Ley de Derechos
Civiles. Aunque MacKinnon tiene hoy fama de ser una proselitista de la
causa muy dada a excitar pasiones (y, en ocasiones, en algunas de sus
apariciones públicas, hace honor a esa fama), Sexual Harassment of
Working Women, aunque escrito en un lenguaje elocuente y expresivo, es un
libro cauto, mesurado y muy cuidadosamente argumentado con un estilo de
jurista de primer nivel. MacKinnon siempre ha sido, ante todo, abogada y
ha aspirado durante toda su carrera a conseguir que la ley exprese la
igualdad de respeto debida a las mujeres. Antes de la publicación del libro
había trabajado en el caso Alexander; posteriormente, en 1980, inició su
labor en la EEOC, a la que asesoró para la elaboración de sus directrices en
materia de acoso sexual. Y unos años después, elaboraría un informe
amicus curiae para el trascendental caso del Tribunal Supremo Meritor
contra Vinson. 27
De Sexual Harassment of Working Women se tiene a menudo un
recuerdo equivocado, y existe cierta tendencia a citarlo de oídas, pero
incorrectamente. A menudo se usa, por ejemplo, para rechazar lo que
podríamos llamar la teoría de la diferencia de la discriminación y apoyar la
teoría de la dominación. Esta interpretación es incorrecta. MacKinnon
muestra que el acoso sexual es un tipo de discriminación por razón de sexo
sea cual sea (de esas dos) la teoría que se emplee para definir la
discriminación. También da motivos para explicar por qué la teoría de la
igualdad, que es la denominación que ella utiliza en su libro para referirse a
lo que posteriormente se conocerá como teoría de la dominación, es más
adecuada para reflexionar sobre este fenómeno. Y no deja ninguna vía de
escape a aquellos o aquellas no convencidos por tan audaces argumentos
teóricos, pues nos dice que incluso la familiar teoría de la diferencia basta
por sí sola para llegar a la conclusión a la que ella quiere llegar.
La teoría de la diferencia propugna que, si dos partes son similares,
deberían ser tratadas de forma similar, pero si son diferentes, se las puede
tratar de forma diferenciada. La teoría viene con su propia lista de
similitudes y diferencias relevantes. Obviamente, todo el trabajo normativo
de esta teoría se reduce a motivar tal relevancia. Pensemos de nuevo en
Wechsler: él y Houston son similares porque ambos son jueces federales y,
por lo tanto, una ley que les prohíbe almorzar juntos está tratando a los
parecidos de un modo similar (o eso dice él), y por eso resulta permisible.
Sin embargo, lo que se debería responder a eso es que Wechsler y Houston
no son en absoluto parecidos en ningún aspecto que se pueda considerar
relevante fuera de toda duda. Hay factores históricos y sociales que los
diferencian y que convierten la negación de su asociación en una carga
totalmente asimétrica. Así pues, la teoría de la diferencia no es
necesariamente obtusa ante la realidad, ya que lo único que exige es un
criterio de relevancia.
MacKinnon critica la manera en la que, con frecuencia, se aplica la
teoría de la diferencia conforme a la línea marcada por Wechsler, es decir,
ignorando deliberadamente la historia y el contexto. Analiza en concreto un
famoso caso en el que la denegación de unas prestaciones por embarazo por
parte de las compañías aseguradoras se juzgó válida sobre la base de esa
falaz neutralidad: todas las «personas no embarazadas» reciben un trato
similar (tienen reconocidas unas determinadas prestaciones sanitarias), y
todas las «personas embarazadas» también (se les deniegan otras
prestaciones a todas por igual). Pero esa falsa neutralidad no es algo que se
desprenda, ni mucho menos, de la aplicación del enfoque de la diferencia:
la propia MacKinnon señala un caso en el que el Tribunal Supremo sostuvo
que denegar la antigüedad acumulada a las mujeres que retoman su trabajo
tras una baja por maternidad pero, al mismo tiempo, reconocérsela a un
empleado que había estado de baja por enfermedad o incapacidad
transitoria, constituye discriminación por razón de sexo (pág. 112). 28 El
problema, según ella, es que la teoría de la diferencia propiamente dicha no
trae de serie una explicación clara de qué diferencias son relevantes y
cuáles no. Incluso en su mejor versión, es una teoría que precisa de un
relleno adicional.
No obstante, si quisiéramos mantenernos fieles a ella conservando sus
aspectos más valiosos, prosigue la autora, aún podríamos demostrar que el
acoso sexual es discriminación por razón de sexo (pág. 192). Las mujeres,
en su condición de empleadas, están siendo objeto (como grupo definido
por su género) de un trato especial que las limita de forma adversa como no
limita a los hombres. «De ese modo se crean dos estándares laborales: uno
para las mujeres, que incluye los requerimientos sexuales, y otro para los
hombres, que no los contempla» (pág. 193). MacKinnon no niega que los
varones puedan sufrir acoso sexual (como quedaría más que patente en su
posterior papel en el caso Oncale contra Sundowner). 29 Pero, continúa su
argumento, como la mayoría —que no la totalidad— de las personas
acosadas sexualmente son mujeres, podemos concluir de todos modos que
esa conducta se centra en estas por su propia condición de mujeres: no se
habría producido (en la mayoría de los casos) si el sexo de la víctima
hubiera sido otro (pág. 195).
La teoría por la que de verdad aboga MacKinnon, sin embargo, es la que
ella llama en su libro teoría de la igualdad, y que posteriormente se
conocerá como teoría de la dominación. En ella se otorga una importancia
central a los factores históricos y sociales de las desigualdades de poder.
Podría entenderse como un tipo de teoría de la diferencia que incorpora una
concepción muy particular de qué es una diferencia relevante a efectos de
buscar la igualdad. De hecho, MacKinnon señala que, en la práctica, las dos
teorías coinciden (pág. 120): la teoría de la igualdad aporta profundidad y
un argumento normativo claro allí donde la teoría de la diferencia es vaga.
Dice que, al preguntarnos si una situación dada es discriminatoria o no (o,
trasladándonos al contexto constitucional, si infringe la cláusula del igual
amparo de la ley o no), tenemos que fijarnos en las estructuras sociales de
poder amplias y en su historia.
Volvamos un momento al caso Loving contra Virginia: prohibir a las
personas negras que se casen con blancas y a las blancas que se casen con
negras no es simétrico ni neutral, sino discriminatorio, y constituye una
violación de la cláusula constitucional del igual amparo de la ley, pues el
significado histórico y social de esa negativa es totalmente asimétrico. Del
mismo modo que negar a las parejas interraciales el derecho a contraer
matrimonio carece, por decirlo con las palabras del propio Tribunal
Supremo, de «una finalidad legítima superior independiente de la pura y
odiosa discriminación racial» y es una medida «diseñada para preservar la
supremacía blanca», también las disposiciones que sitúen a las empleadas
en el papel de potenciales juguetes sexuales de los hombres, y hagan que su
empleo dependa de su sometimiento, carecen manifiestamente de finalidad
legítima alguna y solo sirven para mantener una jerarquía tradicional de
poder dividido por géneros, según MacKinnon. Esta estructura de poder ha
pasado mucho tiempo inadvertida porque se la ha considerado natural, pero,
como concluye MacKinnon, una «división que produce desigualdad puede
parecer natural porque esta situación desigual está muy generalizada y, por
ello, rara vez ha sido cuestionada o siquiera considerada racionalmente
cuestionable» (pág. 109). La teoría de la igualdad aporta una justificación
lógica más profunda para la prohibición de algo así, porque pone el foco de
atención en estructuras sociales más generales. 30
Aquí añado también que la teoría de la igualdad recoge una explicación
más profunda de dónde radica la injusticia: concretamente, me refiero a las
injusticias que he tratado de plasmar en mi anterior análisis sobre la
soberbia y la cosificación. 31
Los oponentes (mayoritariamente masculinos) a la teoría de MacKinnon
enseguida la acusaron de ir contra el sexo en sí, pues decían que los
ambientes laborales debían ser espacios abiertos al surgimiento de apegos
eróticos entre compañeros y que, con aquellas ideas, se negaba tan
romántica oportunidad. Pero no, para nada. Si acaso, yo diría que la actitud
que la autora muestra en el libro ante las relaciones en el trabajo es incluso
demasiado permisiva. Así, frente a la crítica de que su norma jurídica
imposibilitaría el erotismo, responde: «Si hay buena intención y no
interviene coacción alguna, una contraindicación firme debería ser más que
suficiente» (pág. 200), y ahí lo deja, dando a entender que se podrían
permitir todas aquellas relaciones que no estén desaconsejadas por tal
«contraindicación». Aparte de la dificultad de definir qué constituye
consentimiento en situaciones de poder asimétrico, no podemos olvidar que
hasta la relación más mutuamente entusiasta de todas puede romperse, y
que la parte menos poderosa siempre saldrá perdiendo. Por eso, la mayoría
de las universidades y otros muchos centros de trabajo prohíben con buen
criterio las relaciones sexuales entre personas sujetas a una situación de
supervisión directa de una sobre otra.

EL TRATAMIENTO
JURÍDICO-LEGAL DEL ACOSO SEXUAL

La teoría de MacKinnon pronto se incorporó a las directrices de la EEOC,


pero el siguiente paso para completar el trabajo iniciado con los primeros
casos debía darse en los tribunales de justicia. La primera sentencia clave
fue la del caso Meritor Savings Bank contra Vinson, en 1986; la propia
MacKinnon había redactado un informe amicus curiae en favor de la
demandante en esa causa. 32 A Mechelle Vinson la habían contratado en la
caja de ahorros Meritor como aprendiz de cajera en 1974. En mayo del año
siguiente, su supervisor, Sidney Taylor, empezó a acosarla y a requerir de
ella favores sexuales. Temerosa de las represalias, mantuvo relaciones con
él en múltiples ocasiones: en algunas consintió, pero en otras fue violada a
la fuerza. También le hacía tocamientos en público y hasta le mostraba sus
partes íntimas. Vinson se quejó de que el acoso de Taylor creaba un
«ambiente de trabajo hostil», y que eso constituía una forma de
discriminación ilícita conforme al título VII de la Ley de Derechos
Civiles. 33 Al final, ganó el caso. La sentencia instituyó el principio de que
cierto tipo de acoso sexual —concretamente, el tipo que ahora llamamos de
creación de un entorno hostil, y que MacKinnon llamó en su libro de
condiciones de empleo— constituye una discriminación por razón de sexo
como la que se recoge en el título VII: la empleada tenía la razonable
impresión de que, para seguir trabajando donde lo hacía, debía tolerar
conductas sexuales «indeseadas». El Tribunal Supremo estableció una útil
distinción entre lo involuntario y lo indeseado. Vinson a menudo (no
siempre) consintió esa conducta sexual, pero le resultaba profundamente
indeseable. El criterio legal correcto para determinar si una conducta
constituye acoso laboral, dijo el alto tribunal, es que sea indeseada, no que
sea involuntaria.
Nótese, pues, que el tribunal trata así de llenar un vacío en el derecho
penal al que me he referido anteriormente: el de qué hacer ante un uso
extorsionista del poder. Sea cual sea nuestra teoría del acoso sexual, lo
fundamental es que se trata de un abuso de poder (como se preveía en mi
análisis de la soberbia). Los dos tipos de acoso sexual que han sido
reconocidos como tales por la Justicia son el de quid pro quo y el del
entorno hostil. Ambos implican un poder asimétrico. Es un acoso con quid
pro quo cuando a la demandante se le dio en su día algún tipo de ultimátum
sexual. En los casos de acoso que crea un entorno hostil, sin embargo,
existe una presión más difusa para que la demandante tolere algo que no
desea: puede ser una presión para que acepte mantener relaciones sexuales,
pero puede ser también una sexualización más difusa de las relaciones de
trabajo. En ambos casos, no podemos apreciar realmente qué está mal hasta
que vemos que, en la práctica, la mujer está atrapada: tolera una situación
abusiva porque esta se ha convertido en una condición para seguir
trabajando allí.
Para que encaje con el criterio de un patrón creador de un entorno de
trabajo hostil, el acoso —según los tribunales— debe ser duro o extendido.
Durante un tiempo, hubo dos versiones diferenciadas de ambos conceptos
clave. Según una de ellas, para ser duro, el acoso debía infligir un daño
psicológico grave. Según la otra, debía resultarle profundamente ofensivo a
una persona «razonable» a la que imagináramos en una situación así. El
primer requisito es más exigente (más difícil de cumplir) que el segundo,
porque obliga a presentar pruebas de una lesión psicológica, algo que puede
que no esté siempre presente, ni siquiera en situaciones en extremo
ofensivas. Además, ¿por qué ha de ser el daño psicológico el criterio por el
cual se mida el acoso? Lo indeseado y lo ofensivo causan un mal, por
mucho que ni lo uno ni lo otro lleguen a incapacitar a una mujer de carácter
fuerte. En el importante caso de 1993 Harris contra Forklift Systems, 34 el
Supremo falló decisivamente en esta cuestión a favor del criterio de la
ofensa objetiva: la conducta en cuestión debe ser «lo bastante dura o
extendida como para dar lugar a un entorno de trabajo objetivamente hostil
o abusivo», pero la parte demandante no tiene por qué demostrar que ha
sufrido una lesión psicológica grave, aunque esta sin duda podrá tenerse en
cuenta. A los tribunales que juzgan estos casos se los instaba a examinar
todas las circunstancias, incluida «la frecuencia de la conducta
discriminatoria; su dureza; si constituye una humillación o una amenaza
física, o si no pasa de las palabras ofensivas; y si interfiere indebidamente
en el rendimiento laboral de la persona empleada».
Conforme a ese criterio jurídico, el comportamiento del juez Clarence
Thomas con Anita Hill (de la que fue supervisor, primero, en el
Departamento de Educación y, luego, en la EEOC), sobre el que ella
testificó en 1991, sería, según el derecho hoy vigente, un caso no del todo
claro. Suponiéndole veracidad al testimonio de Hill, la conducta que ella
describió no fue físicamente abusiva ni amenazadora, pero sí fue ofensiva y,
en cierto modo, extendida, y ella dejó claro que las conversaciones de
Thomas sobre pornografía y sus fanfarronadas a propósito de sus hazañas
sexuales tenían como propósito que ella saliera con él (aunque difícilmente
podríamos imaginar una manera más contraproducente de acercarse a
alguien de una personalidad tan refinada y exigente como la de Hill). Hill
aseguró que sentía un razonable temor a ser objeto de represalias si no
respondía favorablemente. Aunque, por otra parte, en la situación de Hill no
se produjo la intimidación física extrema que sí estaba presente en el caso
de Vinson, ni tampoco el acoso hostil que sufrió Harris (que tuvo que
enfrentarse reiteradamente no solo a insinuaciones sexuales, sino incluso a
intimidaciones sexistas como que la llamaran «mujer tonta del culo»).
Sobre la extensión de la conducta, hay mucho que desconocemos, dado que
no se admitieron testimonios de más testigos. El título VII se centra en
individuos, no en grupos, por lo que Hill no habría tenido que demostrar
que Thomas acosaba a todas las mujeres, ni siquiera a muchas de ellas; aun
así, en un caso juzgado por el criterio de la creación de un entorno hostil,
que gira tanto en torno a la dureza como a la extensión de la conducta, sería
útil contar con otros testimonios con los que valorar hasta qué punto estaba
extendida la sexualización en el lugar de trabajo.
A mi entender, si el caso hubiera ido a juicio (aunque, como es bien
sabido, jamás se llevó siquiera ante un juzgado), Hill debería haber ganado
la demanda correspondiente, aunque no contra Thomas, sino contra el
Departamento de Educación y contra la EEOC, ya que el título VII ofrece
base legal para actuar contra la institución empleadora, no contra el
supervisor individual. Pero lo cierto es que podría haberla ganado o no,
pues otras demandantes con pruebas similares han perdido las suyas. Habría
que convencer al jurado de que el comportamiento de Thomas era
objetivamente duro y lo bastante extendido. Las directrices de la EEOC, por
ejemplo, dicen que «el coqueteo o la insinuación sexuales, o incluso el
lenguaje vulgar que no pase de trivial o de meramente irritante,
probablemente no alcanzan a crear un ambiente constitutivo de un entorno
hostil». Pero ¿qué dirían los jueces y los jurados reales de un hipotético
caso Thomas? Este se situaría en una zona en la que la casuística registra
hasta la fecha resultados divergentes, como veremos en breve al hablar del
caso Baskerville contra Culligan. 35
En los años que siguieron se fueron abordando progresivamente algunos
grandes vacíos en la ley y el derecho. De entrada, la teoría de MacKinnon y
la jurisprudencia relacionada se centraban (como era razonable que
hicieran) en un acoso sexual que implica en cierto modo sexo o relaciones
sexuales: era el que se consideraba puramente «personal» o «natural». Pero
una persona puede sufrir acoso por su sexo sin que se la esté presionando a
nada sexual, igual que un miembro de una minoría puede sufrir acoso racial
por el simple hecho de que se lo señale por su raza. Ni siquiera hace falta
que sea objeto de estereotipos raciales para que se entienda que sufre tal
acoso: basta con que se presenten pruebas de que su señalamiento puede
entenderse razonablemente ligado a su raza. Debido a ese énfasis previo en
las relaciones sexuales (en casos como Meritor o Harris), los tribunales se
confundían en ocasiones, y desestimaban alguna demanda porque
consideraban que no podía haberse generado un entorno hostil si no había
pruebas suficientes de presión sexual. 36 Una valiosa corrección y extensión
de la doctrina llegó en 1994 con la sentencia del caso Carr contra la Allison
Gas Turbine Division de General Motors. 37 Mary Carr, primera mujer
empleada en la división de turbinas de gas de General Motors en su planta
de Indiana, fue objeto de un acoso grosero y amenazador por los hombres
que allí trabajaban, que parecían temer que la llegada de mujeres a esos
puestos significaría que habría menos para empleados varones. Orinando
sobre ella desde el puente de trabajo, llenándole la caja de herramientas de
obscenidades, haciéndole trizas los monos de trabajo, etcétera, perseguían
hacerle la vida imposible y expulsarla de allí. Pero no la presionaron para
que tuviera relaciones sexuales con ninguno de ellos. Tampoco la base de
sus insultos eran los estereotipos denigrantes de género. Sin embargo, era
obvio que la acosaban por ser mujer. Si hubiera sido un varón, no habría
tenido que soportar nada de aquello. El juez Richard Posner, ponente de la
sentencia (y, como tal, redactor de la opinión de la mayoría del tribunal),
juzgó que el de Carr era un caso claro de acoso sexual como forma de
discriminación por razón de sexo, y falló que la ausencia de respuesta de
General Motors a las reiteradas quejas de su trabajadora constituía base
suficiente para considerar a la compañía responsable. En su escrito no dio a
entender en ningún momento que la ausencia de proposiciones sexuales en
ese caso fuese un problema doctrinal (al final, Posner hizo valer de forma
igualmente aproblemática la teoría de la dominación e invalidó la
exposición de los hechos del juez de la instancia inferior porque este había
olvidado incluir en ella la asimetría de poder en el lugar de trabajo).
El concepto de acoso sexual pasó así a estar íntegramente centrado en la
experiencia de las mujeres en el entorno de trabajo y en la dominación de
aquellas por los hombres. Sin embargo, hoy está claro que, según bajo qué
circunstancias, un hombre también puede sufrir acoso sexual. El caso clave
en este sentido fue Oncale contra Sundowner Offshore Services, de
1998. 38 Joseph Oncale trabajaba en una plataforma petrolera del golfo de
México con otros siete compañeros varones. Allí fue objeto repetido del
acoso y de la humillación de sus compañeros, que amenazaron con violarlo
y que, en una ocasión, lo sodomizaron con una pastilla de jabón, y todo, al
parecer, por sus presuntas características femeninas. Él alegó que lo habían
acosado «por razón de sexo» y pidió reparación acogiéndose al título VII de
la Ley de Derechos Civiles (como ya he dicho, hasta 2020, el Tribunal
Supremo no reconoció la discriminación por orientación sexual como una
vulneración de las disposiciones del título VII, aunque algunos tribunales de
instancias inferiores sí lo habían hecho; en cualquier caso, todos los
implicados en el caso Oncale eran heterosexuales). El Tribunal de Distrito y
el de Apelaciones desestimaron las pretensiones de Oncale, pues
entendieron que, al tratarse de un varón acosado por otros varones, no tenía
causa para que prosperara su demanda. Cuando el caso llegó, por vía de
recurso, hasta el Tribunal Supremo, Catharine MacKinnon redactó un
informe amicus curiae en apoyo de Oncale.
El Supremo falló por unanimidad a favor del demandante, y el juez
Scalia fue el ponente de la sentencia (el juez Thomas añadió únicamente
una frase adicional a modo de opinión concurrente). Del mismo modo que
en un caso no se puede descartar la discriminación racial solo porque el
demandante y el demandado sean de la misma raza, escribió Scalia,
tampoco se puede descartar que exista un entorno hostil «por razón de
sexo» cuando todos los implicados son hombres. Scalia volvió a hacer
hincapié en su oposición de siempre a examinar las intenciones del
legislador original del texto legal en cuestión: «Las prohibiciones por ley
suelen trascender el mal principal para abarcar también otros males
razonablemente comparables, y en última instancia, nosotros nos regimos
por las disposiciones de nuestras leyes y no por cualesquiera que hubieran
sido las preocupaciones primordiales de nuestros legisladores». No hace
falta que la conducta acosadora, proseguía, esté motivada por el deseo
sexual para que genere un entorno hostil. De todos modos, la sentencia del
caso Oncale destacó más por su importancia que por su claridad; muchos
tribunales de instancias inferiores continuaron discrepando a propósito de
los parámetros que se establecen en esa jurisprudencia. Pero, en todo caso,
constituyó un reconocimiento (muy de agradecer) de que el acoso sexual es
un tipo de abuso de poder independiente de la biología.

EL ACOSO SEXUAL EN LA ACTUALIDAD: HACIA DÓNDE


TENDRÍAN QUE ENCAMINARSE LA LEY Y LA
JURISPRUDENCIA

El tratamiento jurídico-legal del acoso sexual ha sido un triunfo inapelable


de las teóricas y las abogadas feministas. Pese a todo, y como en el ámbito
de la agresión sexual, queda aún mucho trabajo por hacer. He aquí tres de
los problemas pendientes todavía de solución o a los que apenas se les ha
comenzado a buscar una.

¿QUÉ ES UN ENTORNO HOSTIL?

La tradición de los sistemas de common law procede de forma gradual. Los


nuevos casos van haciendo que los vagos contornos previos se vuelvan cada
vez más precisos. Aun así, todavía hoy, ciertas partes cruciales de la idea de
la creación de un «entorno hostil» continúan estando tan poco claras que es
habitual que casos similares reciban un tratamiento distinto de tribunales
diferentes; los jueces y magistrados parecen disponer de excesiva laxitud en
este terreno. La jueza Diane Wood ha examinado en un muy relevante
artículo una serie de casos de acoso sexual en su circuito judicial en los que
las partes demandantes perdieron, y ha llegado a la conclusión de que al
menos algunas de las sentencias son cuestionables. 39 Wood comienza
señalando un error de concepto muy popular, que es la idea de que el título
VII únicamente trata de controlar comportamientos maleducados y
groseros. «La realidad —dice ella— es otra: es cierto que los actos inocuos
nunca se llevan ante los juzgados, y en el raro caso en que sí se llevan, son
inmediatamente desestimados por la instancia judicial de turno, pero
muchos de los verdaderamente terribles tampoco se suelen considerar
dentro del ámbito de esa ley.» La conclusión de Wood es que ya va siendo
hora de evaluar la situación y valorar reformas.
Wood repasa toda una serie de casos problemáticos, pero aquí nos
fijaremos en Baskerville contra Culligan. 40 Valerie Baskerville era una
secretaria del departamento de marketing de Culligan, un fabricante de
productos para el tratamiento del agua. Durante un periodo de siete meses
sufrió actos de acoso de su supervisor. El juez Richard Posner, ponente de la
impresionante sentencia del Supremo favorable a la demandante Mary Carr
en 1994, se encargó también de escribir la de 1995, contraria esta vez a
Baskerville. Posner enumeró los casos del comportamiento del supervisor
en una lista del uno al nueve y, por el propio tono sardónico de sus palabras
al describirlos, hizo que parecieran los actos típicos de un zafio inofensivo
(para muestra, un botón: una vez, cuando se anunció por los altavoces
«¡rogamos que presten atención, por favor!», el supervisor se detuvo junto a
la mesa de Baskerville y dijo «ya sabes lo que quiere decir eso, ¿no?, que
ahora saldréis todas las chicas guapas corriendo por aquí en medio,
desnudas»). Posner concluía entonces lo siguiente: «No creemos que estos
incidentes, repartidos a lo largo de siete meses, puedan ser razonablemente
considerados como constitutivos de acoso sexual». Posner añadió a
continuación un análisis con el que parecía desentenderse de las ideas que
él mismo había expuesto en la sentencia del caso Carr. El acoso sexual,
dijo, es un concepto legal «pensado para proteger a las mujeres trabajadoras
de las peculiares atenciones masculinas que pueden convertir el lugar de
trabajo en un infierno para ellas». Pero, entonces, dividió esas presiones en
dos categorías: las graves (agresiones, contacto físico no consentido,
lenguaje o gestos obscenos, etcétera) y, por otro lado, «la guasa vulgar
ocasional, teñida de insinuación sexual, propia de trabajadores groseros o
zafios». Entendiendo que el comportamiento del supervisor encajaba en
este segundo tipo —fue «de mal gusto con una mujer sensible», pero solo
«una mujer de victoriana delicadeza» lo encontraría profundamente
angustiante—, concluía que no se había establecido causa suficiente para
una demanda por acoso.
En el texto de Posner, sin embargo, no hubo cabida para el análisis de las
dinámicas de poder en el entorno de trabajo de Culligan. El juez ponente de
la sentencia no se preguntó cómo afectaban las asimetrías relevantes al
significado de las palabras y los gestos del supervisor. «Es un poco difícil
imaginar un contexto en el que las salidas u ocurrencias [del supervisor]
pudieran percibirse como amenazantes o, cuando menos, como muy
inquietantes», comentó Posner, aunque sin valorar la asimetría de poder
entre hombres y mujeres como un elemento de ese contexto (en la sentencia
ni siquiera se menciona cuántas empleadas mujeres había allí, por ejemplo).
Ese es el tipo de problema al que Wood se refiere en su artículo, y yo estoy
de acuerdo con ella: los jueces varones pueden ser demasiado dados a ver
comedia allí donde una mujer razonable puede percibir una situación
verdaderamente hostil (la experiencia de Baskerville no difiere mucho de la
situación de Anita Hill, y ya he dicho que, en mi opinión, Hill debería haber
ganado una demanda sobre su caso simplemente con los detalles que ella
expuso en público). Además, tal como señala Wood, Posner se valió de un
criterio anticuado: el de que solo hay entorno hostil si el lugar de trabajo se
convierte en un «infierno» para la víctima. Ese estándar ya se había
rechazado en la sentencia de Harris contra Forklift Systems, pero es
evidente que hay que clarificarlo un poco más.

LA CONCEPCIÓN CORRECTA DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL

Son muchas las confusiones e incertidumbres que, a lo largo de la historia


del tratamiento jurídico-legal del acoso sexual, han rodeado a la
responsabilidad civil atribuible a las empresas y organizaciones
empleadoras. El título VII da pie a reclamarle solamente al empleador una
compensación por daños, por lo que la conexión con este es crucial en una
causa de esta índole. ¿Qué clase de medida necesita tomar una potencial
demandante para que se considere que ha puesto la conducta censurable
debidamente en conocimiento de sus jefes o empleadores, a fin de tener
luego una causa para demandarlos si no actúan? ¿Con qué prontitud se debe
presentar la oportuna queja? ¿Qué nivel de aislamiento de toda
responsabilidad, si es que pueden lograr tal cosa, les brinda a los
empleadores el hecho de tener implantada de antemano una política
explícita contra el acoso en el trabajo? ¿Qué medidas correctoras a
posteriori por parte de los empleadores son suficientes para librarlos de
culpa? Ya existen sentencias judiciales que tratan todas esas cuestiones,
pero todavía no se aprecia la suficiente claridad en la manera de abordar
este tema, algo especialmente atribuible, además, al hecho de que siguen
denunciándose muchos menos casos de los que ocurren en realidad, y a que,
como bien señala Wood, más del 98% de los litigios civiles se solucionan
por acuerdo previo al juicio. La propia Wood ha realizado recientemente
una creativa aportación a una mejor comprensión general del concepto de
responsabilidad civil, concretamente, como ponente de la sentencia de un
caso de una mujer lesbiana acosada por sus vecinos de una comunidad
residencial para la tercera edad. 41 La inacción de los administradores,
dictaminó, es causa suficiente para considerarlos responsables civiles de un
daño. En la motivación de la demanda se invocaba la Ley de Equidad en la
Vivienda, y no el título VII de la Ley de Derechos Civiles, pero, en
cualquier caso, ambos textos legales utilizan un vocabulario similar para
definir la discriminación sexual y, a menudo, se entienden invocados de
forma conjunta.
Por otra parte, tal vez haya llegado el momento de replantearse la
responsabilidad civil para que no esté limitada solo al empleador, y valorar
si convendría ampliarla para que alcance también al propio culpable o
culpables. 42 El valor disuasorio de una modificación como esa sería
enorme. Obviamente, en la actualidad, una demandante ya puede presentar
también cargos penales contra el culpable o los culpables en casos en los
que ha existido una agresión física, pero impulsar dos procesos separados
(una demanda civil y una querella criminal) es difícil y caro.

LA DISCRIMINACIÓN POR RAZÓN DE ORIENTACIÓN SEXUAL

La sentencia de Oncale expandió el alcance del título VII de la Ley de


Derechos Civiles al hallar discriminación en un caso de acoso cometido por
personas del mismo sexo que la víctima. Scalia, como su ponente,
fundamentó firmemente esa decisión judicial en el texto legal y en otras
sentencias previas sobre acoso sexual. Pero en muchas situaciones laborales
de discriminación y acoso, las empleadas y los empleados parecían seguir
estando desprotegidos frente a la discriminación por razón de orientación
sexual o de identidad transgénero. Este tema siempre ha sido importante
para las feministas, que normalmente han hecho causa común con las
personas LGTBQ en su búsqueda de justicia. Y como el caso Oncale pone
de manifiesto, los temas y los argumentos se solapan. La opinión de Scalia
en la sentencia de Oncale fue precursora de las resonantes resoluciones
textualistas que el Supremo ha ido dando a estos otros temas adicionales.
En junio de 2020, en Bostock contra el condado de Clayton, 43 el alto
tribunal federal proclamó de forma inequívoca que la prohibición de la
discriminación laboral por razón de orientación sexual o de identidad de
género debe entenderse como comprendida en el término sexo del título
VII. Tres causas de ese tipo llegaron al Supremo por vía de recurso a
resoluciones contradictorias de diferentes tribunales de apelaciones.

El demandante del caso Bostock era Gerald Bostock, un empleado del


condado de Clayton (Georgia) que comenzó a jugar en un equipo de
una liga gay de softball y fue rápidamente despedido por conducta
«inapropiada» para un trabajador de dicha Administración pública. Su
demanda, en la que alegó haber sufrido discriminación por razón de
sexo según el título VII, fue desestimada por el Tribunal del Undécimo
Circuito federal, que argumentó en su sentencia que dicho título no
prohíbe a los empleadores despedir a sus empleados porque sean gais.
El demandante del caso Altitude Express, Inc., contra Zarda 44 era
Donald Zarda, instructor de paracaidismo. Cuando una clienta le
expresó su inquietud por tener que ir fuertemente sujeta a él en una
lección de salto con paracaídas, él intentó tranquilizarla diciéndole que
era «cien por cien gay», tras lo que la empresa lo despidió de
inmediato. Él también fundamentó su demanda en el título VII, y el
Tribunal del Segundo Circuito falló a su favor, lo que permitió que
aquella prosperara.
El caso R. G. & G. R. Harris Funeral Homes, Inc., contra la Comisión
de Igualdad de Oportunidades en el Empleo 45 tenía que ver con el
despido de Aimee Stephens, quien fue contratada por una funeraria
cuando era hombre, pero posteriormente anunció su intención de
«vivir y trabajar como mujer a tiempo completo». Al igual que Zarda,
Stephens ganó su demanda en el Tribunal de Apelaciones, en su caso,
el del Sexto Circuito. Este tipo de división de opiniones entre
tribunales de diferentes circuitos federales brinda una ocasión típica
para que el Tribunal Supremo entre a revisar y examinar jurídicamente
toda una familia de casos. 46

(En junio de 2020, tanto Zarda como Stephens ya habían fallecido —


Zarda en un accidente de paracaidismo y Stephens tras una larga
enfermedad—, pero sus familiares prosiguieron con ambos litigios.)
Dos casos intermedios, además del de Oncale, contribuyeron a la
trascendental sentencia del alto tribunal.

En Phillips contra Martin Marietta Corp., 47 la demandada fue una


empresa que se negaba a contratar a mujeres con niños pequeños, pero
no tenía problemas para contratar a hombres que tuvieran hijos de esas
mismas edades. Aunque la compañía sostenía que no estaba
discriminando a las mujeres (pues en el global de su plantilla las
prefería a los hombres), sino solo a la maternidad como condición,
perdió el caso porque a un hombre que estuviera exactamente en la
misma situación que la mujer a la que le negó el empleo se lo habrían
dado. Dicho de otro modo, la ley concierne al trato que se dispensa
intencionalmente a los individuos, no a los grupos, y basta con que se
demuestre que el sexo de la demandante fue un factor implícito en la
decisión de contratarla o despedirla para que se entienda amparada por
las protecciones legales.
El motivo para la demanda en el caso del Departamento de Agua y
Electricidad de Los Ángeles contra Manhart 48 era que la organización
empleadora obligaba a que las mujeres hicieran aportaciones más
elevadas a su fondo de pensiones que las de los hombres, aduciendo
para ello que ellas vivían de media más años que ellos y que, por
consiguiente, como grupo, se suponía que percibirían también una
mayor cantidad total de prestaciones a cargo de ese fondo. No existía
prueba alguna de que el empleador mostrara un sesgo adverso a las
empleadas mujeres ni que tuviera opiniones negativas sobre su
rendimiento en el trabajo. Pese a todo, una práctica que parece
razonable para los colectivos puede seguir siendo injusta para los
individuos y, de nuevo, el Supremo insistió en que el título VII se
refiere a los segundos y no a los primeros. Individualmente, a
cualquier mujer le podía suceder que, tras haber contribuido más que
un hombre a su propia pensión, muriera igual de pronto (o más) que
sus compañeros varones. Por lo tanto, el empleador no podía «superar
la sencilla prueba» de demostrar que una empleada individual
cualquiera iba a ser tratada igual con independencia de su sexo.

Los tres precedentes antes mencionados sirvieron para establecer el


siguiente marco de referencia claro para futuros casos: (1) las disposiciones
del título VII se aplican a individuos, no a grupos, y por lo tanto, no hace
falta demostrar un patrón de discriminación grupal; (2) tampoco hace falta
que el factor del sexo sea el único ni el principal en la decisión laboral, sino
solo una causa sine qua non, algo sin lo que la acción laboral concreta no
habría tenido lugar (de hecho, el empleador podría estar sinceramente
convencido de que se estaba centrando en una cuestión totalmente diferente,
como la «maternidad» o la «esperanza estadística de vida»); (3) la prueba
que el empleador debe superar es la siguiente: dada exactamente la misma
situación en la que se ha encontrado el empleado o la empleada en cuestión,
¿se habría tratado igual a una persona del sexo biológico opuesto?
Todo estaba preparado para que entrara en escena el juez Gorsuch. De
hecho, ya le habían allanado bastante el camino. «Cuando los términos
expresos de una ley nos dan una respuesta y las consideraciones
extratextuales nos sugieren otra, no hay discusión. Solo la palabra escrita es
ley, y todas las personas tienen derecho a ampararse en ella.» 49 Gorsuch
repasa en la sentencia los factores que he mencionado más arriba y se
detiene especialmente en la importancia del primero de ellos, la
individualidad, tanto para el acoso sexual como para otras formas de
discriminación. Para ganar una demanda por acoso sexual contra un
empleador, una mujer no necesita demostrar que este acosaba a todas las
mujeres o a la mayoría de ellas. Basta con que muestre que su sexo fue un
factor significativo en la discriminación que sufrió (es decir, que un hombre
en su misma situación exacta no habría sido tratado de ese modo). Gorsuch
pasa entonces a comentar los hechos presentados en el caso. Le parecen (y,
de hecho, son) bastante claros. «La homosexualidad o la condición
transgénero de un individuo no es un factor relevante para las decisiones
sobre empleo. Y no lo es porque resulta imposible discriminar a una
persona por ser homosexual o transgénero sin discriminarla como individuo
por razón de sexo.» Si una organización empleadora despide a un hombre
porque le atraen sexualmente otros hombres, pero no haría lo mismo con
una mujer por ese mismo hecho, el empleado varón está siendo
discriminado por razón de sexo. O, en el caso de una persona transgénero,
si el empleador despide a una empleada que tenía identidad de hombre al
nacer y ahora se identifica como mujer, pero mantiene en su puesto a otra
trabajadora idéntica en todo lo demás y que se ha identificado como mujer
desde que nació, ese empleador está incurriendo en una discriminación por
razón de sexo. Cuando un empleador discrimina por razón de orientación
sexual o de identidad de género, el sexo es «necesariamente una causa sine
qua non». El empleador tal vez pretendiera discriminar al empleado por
motivo de su orientación sexual, pero «para hacerlo, tuvo que tratarlo
intencionadamente peor basándose en parte en el sexo de ese individuo».
Los jueces que no se alinearon con la mayoría del alto tribunal en esa
sentencia aludieron reiteradamente en las opiniones de sus votos
discrepantes a las creencias y los fines que los legisladores tenían en mente
cuando aprobaron el título VII. De hecho, aunque hacen algún que otro
esfuerzo no muy convincente por defender su postura con argumentos
textualistas, el fundamento de su posicionamiento consiste en la atención
según ellos debida a la intención del Legislativo. 50 A propósito de esto, el
juez Gorsuch vuelve a hacer referencia a la opinión de Scalia en la
sentencia del caso Oncale: «Sin embargo, como explicó el tribunal por
unanimidad, “nosotros nos regimos por las disposiciones de nuestras leyes y
no por cualesquiera que hubieran sido las preocupaciones primordiales de
nuestros legisladores”». Y la verdad es que ese principio está tan
sólidamente afianzado en la historia del título VII (y, en particular, en
referencia al acoso sexual), que es simplemente imposible ignorarlo. Como
hemos visto, los redactores del título VII no tenían una opinión unánime,
pero lo que (casi con toda seguridad) ninguno de ellos tenía en mente era la
cuestión del acoso sexual en el trabajo.
La sentencia del caso Bostock es histórica por dos motivos: en primer
lugar, por su resultado, y en segundo lugar, porque representa una victoria
de los principios sobre la ideología, algo de lo que nuestra sociedad anda
muy necesitada en estos momentos. Muchas personas con opiniones de uno
y otro signo sobre este tema declararon su sorpresa o incluso su asombro
ante el hecho de que alguien como Gorsuch suscribiera los fundamentos de
derecho que expuso —como juez ponente— en la sentencia. Puede que su
extrañeza se debiera simplemente a que no habían estado prestando la
debida atención. Y es que el juez Gorsuch, como el juez Scalia antes que él,
siempre ha sido un enérgico defensor del enfoque textualista, e incluso ha
escrito un libro en el que defiende sus tesis sobre esta cuestión. 51 Además,
el juez Scalia ya había dado un importante paso textualista en el camino
hacia esa argumentación de Gorsuch. Ahora bien, la mencionada reacción
tal vez delate lo extendido que está un prejuicio que dice muy poco de
nuestro momento actual: la creencia de que un juez conservador votará en
función de su ideología antes que en función de unos principios jurídicos, y
que incluso se apartará de criterios bien fundamentados y contrastados a lo
largo de los años por meros motivos ideológicos. Es como si mucha gente,
tanto progresista como conservadora, hubiera esperado de él esa clase de
conducta. Por fortuna para nuestra democracia, sus expectativas no se
vieron confirmadas. Sí hubo, en cambio, una resonante reafirmación de los
principios jurídicos, un agradable recordatorio de que vivimos bajo el
gobierno de las leyes, y no en un campo de fuerzas opuestas e intereses en
conflicto.
Aun así, y pese a su importancia, esta sentencia deja temas sin resolver,
algunos de ellos explicitados por el propio juez Gorsuch. No sirve para
dilucidar casos relacionados con vestuarios y baños públicos, por ejemplo,
pues solo afecta a la discriminación laboral a propósito de los despidos o las
no contrataciones. 52 Tampoco indica hasta qué punto pueden estar exentas
las instituciones religiosas de esa obligación de no discriminar en los
lugares de trabajo. Por último (y esto no lo menciona el juez Gorsuch en la
sentencia), no resuelve una cuestión paralela planteada por la Ley de
Equidad en la Vivienda al incluir una prohibición de toda discriminación
por sexo en la que, de momento, el Tribunal del Séptimo Circuito ha
considerado comprendida también la discriminación en el acceso a la
vivienda por razón de orientación sexual. 53 El título VII y la Ley de
Equidad en la Vivienda emplean un lenguaje similar y suelen interpretarse
en mutua referencia, pero, hasta el momento, no ha habido ninguna
sentencia del Tribunal Supremo federal sobre esta cuestión. Los años
venideros traerán futuras controversias y, en la mayoría de ellas, de forma
implícita o explícita, el tratamiento jurídico previo del acoso sexual
continuará ejerciendo una influencia orientadora.
Como escribió el juez Gorsuch a propósito del título VII, «a veces, los
pequeños gestos pueden tener consecuencias inesperadas, pero las grandes
iniciativas prácticamente las garantizan». 54 El caso Bostock se sitúa en esa
distinguida tradición de sentencias audaces sobre el acoso sexual en las que
unos jueces textualistas aciertan a deducir consecuencias inesperadas del
lenguaje abierto que es característico del título VII de la Ley de Derechos
Civiles.

LA SOBERBIA Y LA JUSTICIA
La soberbia vuelve la mirada de la persona hacia dentro. La igualdad de
respeto que merecemos todos obliga a que nos miremos unos a otros a los
ojos, reconociéndonos en el hecho de que todos somos reales por igual. La
violación ha estado tipificada como delito en el derecho penal de este país
durante la mayor parte de su historia, pero con criterios inadecuados y
definiciones miopes, fundadas en estereotipos. Aun así, el derecho tenía
cierta concepción aproximada de ese delito, por lo que, más que crear
legislación o jurisprudencia desde cero, lo que hubo que hacer fue
modernizar y reformular el derecho ya existente. La cosa fue muy distinta,
sin embargo, con la cuestión del acoso sexual en el trabajo. Aunque el
delito en cuestión fuese un fenómeno habitual, la ley simplemente no lo
veía: podría decirse que ella misma estaba afectada de soberbia. Los jueces
varones miraban en el fuero interno de otros varones, en vez de a las
experiencias de las mujeres y las generalizadas negaciones de su autonomía
laboral. Y la ley también miraba hacia dentro con ellos.
Si la reforma del derecho penal ha sido un éxito notable surgido del
entregado ejercicio de la abogacía y de una valerosa protesta intelectual, el
triunfo en el terreno del derecho civil sobre el acoso sexual, aun siendo
todavía incompleto, ha sido más asombroso si cabe: ha significado la
creación de un nuevo ámbito del derecho, casi ex novo, a partir únicamente
del lenguaje abstracto y abierto del título VII de la Ley de Derechos Civiles.
Allí donde en eras anteriores se hablaba de «naturaleza», «erotismo»,
«coqueteo» y puede que, a lo sumo, de una «desafortunada situación
personal», aparece ahora una teoría, una tradición de jurisprudencia y un
avance en los problemas pendientes de solución, que cada vez se van
haciendo más específicos y depurados. Es una tradición de la que
congratularse.
Enorgullecerse de ella no obliga a tomar partido en ninguna de las agrias
luchas territoriales que se dirimen en el seno del feminismo. Linda
Hirshman, por ejemplo, insinúa en Reckoning que alinearse con MacKinnon
y los tribunales en la cuestión del acoso sexual equivale a cuestionar la
revolución sexual y la legalidad de la pornografía. Pero si centramos la
mirada en las cuestiones clave de la dominación y la autonomía, veremos
que el actual derecho civil sobre acoso sexual es neutral a propósito de esos
temas. La legalidad de la pornografía no es óbice para que pueda ser un
componente de un entorno laboral hostil (no hace falta prohibir los martillos
para tratar una agresión con uno de ellos como un delito). 55 Y lo que es aún
más claro es que la aceptación de nuevas normas mucho más liberales en
materia de elección sexual no da a los hombres el derecho a negar a las
mujeres su autonomía sexual, sometiéndolas a presiones insistentes en el
trabajo.
Por usar un término tomado del pensamiento político rawlsiano,
podríamos decir que las actuales normas jurídico-legales conforman un
consenso por solapamiento que puede ser aceptado por personas con
variadas concepciones «comprehensivas» de cómo deben ser las relaciones
de género, algo que no debería sorprendernos si tenemos en cuenta que la
formulación de la doctrina le debe momentos clave a Catharine
MacKinnon, a la juez progresista Ruth Bader Ginsburg, a la juez moderada
Sandra Day O’Connor, a los jueces textualistas Antonin Scalia y Neil
Gorsuch, y al juez liberal-libertario pragmático Richard Posner. ¿Qué tienen
todas estas figuras en común? Todas han mirado a la cara la realidad de la
situación de las mujeres (y de los hombres) en el trabajo, teniendo muy
presentes los ideales del título VII y aplicando una valiente visión sobre las
posibilidades de ampliación del imperio de la ley abiertas por la vaguedad
del texto original.
Interludio

REFLEXIÓN SOBRE LAS AGRESIONES


SEXUALES EN LOS CAMPUS
UNIVERSITARIOS

Hasta aquí hemos seguido la evolución de los criterios jurídico-legales que


se aplican a la hora de enjuiciar la agresión y el acoso sexuales, y hemos
analizado sus actuales problemas y defectos. No obstante, existe un ámbito
importante de nuestro debate nacional que no está del todo cubierto por
estas discusiones debido a que implica una compleja y frágil mezcla de
derecho federal (el título IX de la Ley de Derechos Civiles, comentado en el
capítulo 5) y tribunales de naturaleza más informal: me refiero a las
agresiones y al acoso sexuales en los campus universitarios. Dado que mis
análisis previos han tratado ya las cuestiones más destacadas de cada uno de
esos dos ámbitos jurídicos y legales, no hace falta que dedique ahora un
capítulo entero a esta otra familia de casos; tampoco desearía poner en ella
el foco de una manera tan desproporcionada que diera a entender que las
mujeres que van a la universidad merecen más atención que las demás. El
desigual acceso a la educación superior ya es de por sí un gran problema de
falta de justicia en nuestra sociedad, que agrava a su vez otras desventajas
sociales basadas en la raza y en la clase. No hay razón para perpetuar tal
injusticia prestando mayor atención a los problemas de las mujeres que han
logrado llegar a la universidad. De hecho, uno de los grandes puntos fuertes
de las tradiciones que he descrito en páginas precedentes es que han
contado con mujeres de clase trabajadora y de minorías (como, por ejemplo,
Cheryl Araujo, Mechelle Vinson o Mary Carr) entre sus demandantes más
señaladas.
Pero como las estructuras institucionales son diferentes, también el tema
de las agresiones en los campus merece ser tratado por separado, aunque
sea brevemente. Nadie sabe cuál es la magnitud exacta de este problema,
pero, según una encuesta reciente de la Asociación de Universidades
Estadounidenses, en torno a un 20% de las alumnas universitarias de grado
son víctimas de agresión o de alguna otra conducta sexual inapropiada en
un momento u otro de su vida en el campus. 1 Otros estudios han detectado
abusos sexuales frecuentes a los estudiantes varones también (entre un 6% y
un 8% de estos). Aunque pueden discutirse ciertos detalles de metodología
y definición, de lo que no cabe duda es de la gravedad del problema. De
todos modos, parece que el hecho de que una mujer vaya a la universidad
no aumenta sus probabilidades de sufrir una agresión sexual. 2
Hace mucho que entre los casos de acoso y de agresión sexuales se
incluyen algunos de abuso de poder entre docentes y alumnas o alumnos,
pero, en general, todos estos se han entendido como casos de abuso de
poder en el trabajo y se tratan con arreglo a unas normas públicas claras, de
un modo muy parecido a como ocurre en otros entornos laborales. Desde
este punto de vista, pues, son casos de los que, básicamente, ya se ha
hablado en el capítulo 5. En este interludio, sin embargo, me voy a centrar
en las agresiones y el acoso entre estudiantes.
La literatura especializada dedicada a este tema es abundante, y las
controversias, intensas, en parte porque las directrices establecidas por la
Administración Obama en su momento se han sustituido recientemente por
otras diferentes elaboradas por el Departamento (federal) de Educación bajo
los auspicios de su máxima responsable, Betsy DeVos. 3 Aun así, las
polémicas trascienden las líneas de separación de los bandos políticos. Por
ejemplo, el grupo de profesores de la Facultad de Derecho de Harvard que
se quejó públicamente de las directrices de Obama calificándolas de
injustas con los hombres acusados, y se adelantó así a la crítica de la propia
DeVos, incluía a unos cuantos conservadores, pero también a profesorado
de la izquierda y hasta de la extrema izquierda de dicha facultad (ya
describiré la intervención de dicho colectivo un poco más adelante, cuando
hable de la «fase 2» de este debate).
Trataré brevemente las cuestiones más destacadas sin entrar en los
pormenores de todas las controversias. Así pues, la intención de este breve
comentario es indicar, en un sentido amplio, cómo se abordarían los casos
de los campus desde el enfoque que expongo y defiendo en los capítulos de
este libro, sin pretensión alguna de elaborar un argumento completo. 4

ALCOHOL

Una gran parte de las agresiones sexuales (confirmadas o solo presuntas) se


producen cuando una de las partes o, con frecuencia, ambas han estado
bebiendo mucho. Beber mucho hace que los recuerdos sean más confusos y
entrecortados, lo que complica sobremanera la posterior adjudicación de
responsabilidades. En general, los campus tienen que mejorar mucho en el
aspecto de la educación sobre el alcohol y del tratamiento del problema.
Pero una recomendación que la mayoría de los administradores
universitarios respaldarían es reducir la edad mínima a partir de la que está
permitido beber. Una medida así puede parecer contraproducente de
entrada, pero no lo es: es muy sensata. Ahora mismo, si hay adultos
presentes donde otras personas están consumiendo alcohol sin tener la edad
legal para hacerlo (y eso es fácil que ocurra en las universidades, donde la
mayoría de los estudiantes tienen menos de veintiún años, que es la edad
legal mínima en Estados Unidos), se les puede acusar de incitación a la
delincuencia de un menor. Por eso, muchos se abstienen de acudir a
encuentros de ese tipo, por lo que estos carecen de la supervisión precisa y
de las personas que mejor pueden ayudar si alguna alumna o alumno pierde
el conocimiento. Si la edad mínima legal para beber se redujera hasta los
dieciocho años, podría haber más adultos en las fiestas universitarias y, por
lo tanto, más gente preparada para prestar ayuda.
Otro problema relacionado con el alcohol que debe abordarse y que
afecta tanto al aspecto educativo como al de la adjudicación de
responsabilidades es el siguiente: el sexo con una persona que ha perdido el
conocimiento o está a punto de perderlo constituye una agresión. Este
vendría a ser un subpunto de mi argumento general en defensa del
consentimiento afirmativo, pero conviene repetirlo todas las veces que haga
falta. Sin embargo, parece que la aplicación de este criterio en la práctica
sigue sin estar demasiado clara. Muchos de los casos que se ven ante los
llamados tribunales de campus giran en torno a la espinosa (y aún
irresuelta) cuestión de cuán impedida debe estar una persona en su
capacidad de discernimiento para que se la considere incapaz para decidir
por sí misma. Y dado que las pruebas de lo ocurrido suelen ser aportadas
por dos individuos que tenían sus facultades bastante mermadas en el
momento de los hechos, es difícil que estos recuerden lo ofuscados que
estaban. Las pruebas aportadas por terceros suelen ayudar mucho, pero no
siempre hay testigos disponibles.

TRIBUNALES DE CAMPUS

En la opinión pública hay mucha confusión a propósito de por qué los


campus universitarios no trasladan directamente las acusaciones a la
policía. Así que es importante recordar que los campus tienen unas
condiciones establecidas para quienes ingresan en ellos, normalmente
expuestas en el contrato de admisión del alumno o de la alumna (o de otro
miembro de la comunidad universitaria), que van más allá de la literalidad
de la ley y que las propias autoridades de la universidad en cuestión deben
hacer cumplir. Plagiar, no asistir a clase, copiar en los exámenes: todas estas
cosas se castigan normalmente, a veces con una suspensión o incluso con la
expulsión, pese a que no son delitos penales. Los campus también pueden
adoptar normas sobre sexualidad que trascienden lo estipulado en las leyes.
Algunas son bastante extremas: ahí están, por ejemplo, los códigos de honor
de ciertos centros religiosos que penalizan toda conducta sexual
extramatrimonial. Yo encuentro contraproducentes tales restricciones, pues
fomentan culturas del silencio (si una mujer revela que la han violado, es
posible que la penalicen antes por haber mantenido sexo). Aun así, también
hay normas razonables, como la que requiere un consentimiento afirmativo
expreso, incluso cuando no coincidan necesariamente con la legislación
nacional o estatal vigente.
Además, el sistema de justicia penal se demora mucho y las víctimas
necesitan un desagravio mucho más rápido para afrontar mejor el trauma y
seguir adelante con sus estudios.
Por último, si a un perpetrador se le condena en el sistema de justicia
penal, pasa a tener unos antecedentes que pueden arruinar su vida y sus
perspectivas laborales futuras. Las condenas de la justicia universitaria, por
su parte, tienen diferentes grados, y muchas comportan sesiones de terapia u
orientación obligatorias y otras sanciones menores. Si el sistema de justicia
penal fuera la única opción disponible, muchas víctimas se sentirían
disuadidas de denunciar y presentar cargos, pues es habitual que duden
antes de arruinar la vida del perpetrador, pero eso no significa que no estén
buscando que este admita de algún modo el mal infligido. Quieren que se
reconozca la injusticia de la que han sido objeto —es decir, tanto el hecho
de que ocurrió como de que estuvo mal— y quieren que el perpetrador
asuma su responsabilidad por ello; pero, normalmente, no pretenden
obtener una venganza máxima (como tampoco quieren verse envueltas en
un largo proceso del sistema de justicia penal formal).
Esos son, pues, unos cuantos motivos por los que los tribunales de
campus no son reemplazables por el sistema judicial penal. No obstante,
hay que decir también que estos tribunales suelen desempeñar con escaso
acierto la función que les corresponde. Los profesores y administradores
que los componen rara vez cuentan con la formación apropiada para ejercer
esa labor, y no siempre entienden las cuestiones cuasi jurídicas con claridad.
Los procedimientos no suelen estar bien definidos, y los acusados —que,
muchas veces, carecen de un representante legal que ejerza su defensa—
tienden a estar en desventaja.

CUESTIONES PROCESALES QUE ESTOS TRIBUNALES DEBEN


CUIDAR

Así pues, ¿qué se puede hacer para que estos tribunales funcionen mejor?
En esta sección me referiré a varias fases clave de la evolución de este
debate. La fase 1 fue el momento en que la Administración Obama envió
una carta (conocida por su encabezamiento, «Querido colega») con
instrucciones sobre los criterios que todas las universidades debían cumplir
para recibir fondos federales. 5 La fase 2 llegó con la manifestación pública
de una serie de objeciones a dichos criterios, algunas de ellas planteadas
nada menos que por Betsy DeVos cuando accedió al cargo de secretaria de
Educación, 6 aunque parecidas críticas habían sido lanzadas con
anterioridad por varios profesionales jurídicos, con mención destacada para
un grupo de veintiocho profesores de la Facultad de Derecho de Harvard,
procedentes tanto de la izquierda como de la derecha del espectro político,
que publicaron una carta conjunta (primero en el Boston Globe, y luego
reimpresa en otros muchos medios). 7 A continuación, en la fase 3, llegó el
nuevo borrador de normativa del propio Departamento de Educación, que,
como todas las reglamentaciones administrativas, fue sometido a «consulta
pública previa», 8 durante la que recibió más de ciento veinticuatro mil
comentarios y alegaciones. 9 Por último, en la fase 4 (en mayo de 2020), el
Departamento de Educación emitió su regla final, que es la actualmente
vinculante para todas las universidades que reciben dinero
federal. 10 Procederé punto por punto.
En primer lugar, todas las partes implicadas en el tema deben tener clara
cuál es la mejor carga de la prueba. Ha sido en esta cuestión donde ha
radicado una de las mayores disputas políticas. En nuestro sistema jurídico-
legal, tres son los criterios que se utilizan actualmente. El más exigente, que
es el empleado en el sistema de justicia penal de todo Estados Unidos, es el
de la prueba más allá de toda duda razonable. Muchos países no aplican
este estándar en sus juicios penales, pero en nuestra tradición se entiende
que condenar a una persona inocente es más monstruoso (y, por
consiguiente, algo que estamos más obligados a evitar) que dejar libre a una
culpable. Junto con tan riguroso criterio, nuestro sistema de justicia penal
da a la persona acusada un derecho constitucional a la asistencia o defensa
jurídica «efectiva» y gratuita, aunque continúan existiendo grandes
disparidades entre los defensores públicos (de oficio) que asisten al acusado
o a la acusada sin coste para este o esta, y los abogados que alguien más
adinerado se puede permitir (unas diferencias, por cierto, que no siempre se
deben a la calidad de unos y otros, sino a que los abogados de oficio están
sobrecargados de trabajo y, por lo general, no disponen de tiempo suficiente
para cada cliente). Pero, cuando menos, existe la asistencia legal gratuita
para los acusados. Además, la «cláusula de confrontación» recogida en
nuestra Constitución da a las partes acusadas el derecho a conocer y
confrontarse con sus testigos de cargo. A partir de esas garantías
constitucionales, con el tiempo se han ido deduciendo otros derechos, entre
los que el más famoso seguramente sea la llamada regla Miranda: la
obligación de leerles sus derechos a los acusados en el momento de su
arresto (sobre todo, sus derechos a contar con la asistencia de un abogado y
a guardar silencio). Así pues, nuestro sistema protege las garantías de los
acusados en múltiples formas y sentidos.
En los juicios civiles, sin embargo, el criterio que se aplica es el de la
preponderancia de la prueba, lo que significa que la parte demandante gana
si consigue que los indicios y las pruebas que presenta pesen a favor de sus
argumentos en más de un 50% sobre el total. Se trata, como es evidente, de
un estándar mucho más débil. Tampoco se garantiza la presencia de
abogados gratuitos en las causas civiles (solo en algunos estados; en la
mayoría, no). Aun así, el sistema de litigación civil cuenta con firmes
estructuras procesales que salvaguardan a las partes, y en particular, con un
prolongado periodo de «descubrimiento» probatorio que da a demandados y
a demandantes la oportunidad de examinar las pruebas presentadas por la
otra parte. De hecho, muchas personas piensan que, sin tales salvaguardas
estructurales y sin letrados que asesoren jurídicamente a las partes, el
criterio de la preponderancia de la prueba sería bastante propenso a producir
errores.
Un tercer estándar intermedio es el de la prueba clara y convincente, que
se utiliza según lo especifican las leyes estatales pertinentes, aunque, por lo
general, se aplica en ámbitos relacionados con la paternidad y la custodia de
los hijos. Cuando se usa este criterio se suele entender que basta con que
haya un 75% de probabilidades de que lo que alega la persona demandante
sea verdad.
Antes de que las autoridades responsables en la Administración Obama
enviaran aquella carta a sus «queridos colegas», 11 en la mayoría de las
universidades se empleaba la prueba clara y convincente como criterio
probatorio en los tribunales internos que entendían de casos de agresión
sexual. La Administración Obama instó, sin embargo, a que se utilizara el
criterio de la preponderancia de la prueba, característico del procedimiento
civil. La carta del profesorado de la Facultad de Derecho de Harvard y los
comentarios de la propia DeVos sostenían que este otro estándar no era lo
bastante garantista con los derechos de los acusados. De momento, no
parece que nadie propugne el criterio de la duda razonable, que sería muy
difícil de aplicar en el contexto informal y de menor solidez probatoria
propio de esos tribunales universitarios. Así que la alternativa es entre los
otros dos estándares y, al final, la regla definitiva aprobada por el
Departamento de Educación cede a cada centro la elección última al
respecto.
Es importante aclarar que un tribunal de campus no puede privar de
libertad a un acusado. El hecho de que en él se contemple una sanción tan
dura como esa es el principal motivo por el que nuestro sistema jurídico
penal opta por el criterio de la duda razonable. Pero los tribunales formales
de justicia han reiterado que las oportunidades educativas constituyen
intereses económicos o de propiedad, y no entran en el ámbito de las
libertades constitucionalmente protegidas. Por lo tanto, no parece que tenga
nada de extraño aplicar o bien el criterio de preponderancia, propio de la
justicia civil, o bien el más estricto criterio de la prueba clara y
convincente. Y ahí está el debate.
En la vida real, ambos bandos tienen sus propias y meritorias razones.
Los defensores de la preponderancia de la prueba creen justificadamente
que en las típicas interacciones en las que interviene el alcohol difícilmente
se podría imponer ningún otro estándar más riguroso. No obstante, también
es cierto que la educación, aunque se considere una propiedad, no deja de
ser una propiedad de importancia especial y definitoria en nuestra sociedad.
Por lo tanto, es importante ser garantistas con las personas acusadas. Y el
criterio típico de la justicia civil probablemente no es lo más aconsejable en
un contexto que carece de las salvaguardas procesales que sí suelen estar
presentes en las causas judiciales. El estándar de la prueba clara y
convincente tiene más sentido, creo yo; pero si un centro opta por la
preponderancia —pues, como ya he dicho, la regla definitiva deja en última
instancia, y de forma bastante sorprendente, la elección entre esos dos
criterios en manos de las propias instituciones—, un tribunal de campus
cuidadoso probablemente valoraría las pruebas con un criterio de
preponderancia reforzada, por el que no condenaría necesariamente a
alguien solo porque las pruebas sugieran un escaso 50,5% de probabilidades
de culpabilidad. El enfoque de «la mitad más uno» no sería realmente lo
bastante garantista con el acusado. Por eso, muchos tribunales que se guían
por el estándar de la preponderancia hacen una interpretación algo más
exigente de ese criterio en la práctica. Pero, eso sí, sea cual sea el estándar
aplicado, los miembros de los tribunales informales tienen que estar mejor
formados en todo este tema de las evidencias y la carga de la prueba.
Una segunda cuestión de gran importancia es la definición de acoso
sexual. En los procesos seguidos en los campus se suelen mezclar las dos
figuras que nuestro sistema jurídico-legal tanto se ha esforzado por
diferenciar: la agresión (o el abuso) sexual y el acoso sexual (en el trabajo).
Nada de malo hay en combinarlos si se establecen unas definiciones
adicionales claras. Así, la agresión sexual se define normalmente como un
acto único, y no como un patrón de acciones; para que nos entendamos,
basta con violar a una mujer una vez para ser culpable de violación. El
acoso sexual, sin embargo, presenta dos formas distintas. Si existe un quid
pro quo, basta un solo acto de ese tipo para que sea constitutivo de acoso.
Pero cuando hablamos de acoso por la creación de un entorno hostil, la
parte demandante tiene que demostrar una pauta de actuaciones que sean lo
bastante «duras» y «extendidas», amén de «indeseadas». Un comentario
degradante o una insinuación grosera no bastan. Esta es una distinción que
me parece correcta.
Pues bien, desde el punto de vista de estos antecedentes jurídicos, la
carta «Querido colega» distaba mucho de ser adecuada. Definía el acoso
sexual como una «conducta no deseada de naturaleza sexual», en la que se
incluyen «proposiciones sexuales no deseadas, peticiones de favores
sexuales, y otros comportamientos verbales, no verbales o físicos de
naturaleza sexual». Eso significaba en la práctica que un solo comentario
grosero o degradante, sin prueba previa de que no fuera deseado, sería
denunciable. Por el contrario, la actual regla final del Departamento de
Educación (la fase 4 del debate) se ajusta bastante a los estándares
aceptados en otros ámbitos de nuestro sistema jurídico-legal. Se reconocen
tres categorías de acoso sexual: (1) «cualquier caso de acoso quid pro quo
por parte de un empleado del centro», (2) «cualquier conducta no deseada
por la persona destinataria que cualquier individuo razonable pudiera
considerar lo bastante dura, extendida y objetivamente ofensiva como para
que aquella se viera privada de su acceso igualitario a la educación», y (3)
«cualquier caso de agresión sexual según esta se define en la Ley Clery
[una norma legal federal que regula la seguridad en los campus
universitarios], o de violencia durante una cita, o de violencia doméstica, o
de acoso físico (stalking) según se definen en la Ley contra la Violencia
contra las Mujeres». Dicho de otro modo, un solo acto sin previo aviso
sigue pudiendo considerarse agresión sexual o acoso con quid pro quo, pero
para que una conducta sea constitutiva de acoso verbal debe haber un
patrón que cumpla con el criterio de extensión y dureza postulado por el
Supremo, y que se podrá valorar desde el punto de visto de un hipotético
observador razonable. La regla final protege a quien hiciera un comentario
muy ofensivo a otra persona sin saber que no iba a ser bien recibido por esta
si, a partir de ahí, no persistió en esa conducta.
En la mayoría de los sentidos, la regla final del Departamento de
Educación representa un progreso respecto a la normativa impulsada por la
Administración Obama, y también respecto a la primera regla provisional
(la de la fase 3) del propio Departamento de Educación cuando DeVos
accedió al cargo, pues en ella no se incluían la violencia durante las citas, la
violencia doméstica ni el acoso físico. La regla final es quizá un tanto
limitadora en exceso al requerir que la parte acusadora demuestre no solo
que el acoso ha sido duro, extendido y objetivamente ofensivo, sino que
también ha causado un efecto nocivo para el acceso igualitario a la
educación de la persona afectada. Los campus universitarios son
organizaciones académicas, pero también son organizaciones sociales. El
acoso social no siempre afecta a la capacidad de la persona para estudiar,
así que ¿por qué debería demostrarse que lo hace? ¿Por qué no basta con
demostrar el envenenamiento de la vida social que la persona perjudicada
padece con sus compañeros o profesores en el campus? También se han
criticado otros aspectos de la norma, pero, en general, el procedimiento de
consulta pública previa parece haber funcionado muy bien.
No entraré aquí en los detalles de los diversos debates sobre las
diferencias del procedimiento para interrogar a los testigos y contrastar sus
testimonios en la normativa antigua y en la nueva. En lo que sí que me
quiero centrar, sin embargo, es en lo que considero que es uno de los
mayores problemas de los tribunales de campus y que ninguna de esas
reglas ha abordado: me refiero al hecho de que el acusado no tenga acceso
a una asistencia jurídica gratuita en esos procesos. La mayoría de las
universidades y colleges no solo no prevén la presencia de un abogado que
asista a la parte denunciada, sino que desaconsejan activamente que esta
contrate a alguno. Normalmente, al acusado se le permite tener a un valedor
o asesor, pero cuando pregunta si puede buscarse a un abogado para que
ejerza ese papel de defensor, se le suele disuadir de que lo haga. No está
bien que sea así. Los «asesores» suelen ser profesores o administradores de
la propia universidad sin formación legal y sin capacidad real para defender
con firmeza los derechos de su cliente. Y tampoco está bien que quien
quiera un abogado se lo tenga que pagar de su bolsillo. La asistencia
jurídica gratuita ayudaría muchísimo a disipar dudas como las planteadas
por los veintiocho profesores de la Facultad de Derecho de Harvard
(recordemos la fase 2) sobre la equidad del sistema. La Universidad de
Columbia sí facilita asesoramiento legal gratuito para los acusados, y
también lo hace (ahora) la Facultad de Derecho de Harvard, aunque no el
resto de los centros de esa universidad. La mía propia ha puesto en marcha
hace poco una nueva política que ofrece asesoramiento jurídico gratuito
tanto a los denunciados como a los denunciantes. No he logrado averiguar
cuántas instituciones más lo hacen. Sí sé que hay dinero de subvenciones
federales disponible para prestar asistencia a estudiantes acusados en ese
tipo de procesos en las universidades estatales. Pero el eje sobre el que gira
nuestro sistema de justicia es la defensa legal. Tal vez este requisito no sea
exigible para casos donde se juzgan infracciones menores que,
posiblemente, no conlleven mayor sanción que la obligación de asistir a
sesiones de terapia u orientación antialcohólica, por ejemplo; pero en casos
en que la persona acusada se enfrente a la posibilidad de ser expulsada, la
presencia de un abogado defensor debería ser obligatoria, fuera cual fuere
su coste. Las universidades tienen a muchos médicos, enfermeros y
psicólogos en plantilla, por ejemplo. Y también cuentan con abogados entre
su personal, solo que no para fines como este. Deberían ampliar sus
departamentos de servicios jurídicos para incluir a letradas y letrados al
servicio del alumnado precisamente para esta clase de problemas.
Ya he dicho que los miembros de los tribunales de campus no suelen
estar suficientemente instruidos en la materia. Creo que la mejor solución
para este problema —en vista de que la composición de dichos tribunales
va variando por turnos rotatorios— es que se dé formación obligatoria
sobre el tratamiento legal de la agresión y el acoso sexuales a todo el
profesorado y personal de administración. De hecho, esta formación ya es
preceptiva en la mayoría de las universidades, como también lo es en la
mayoría de las empresas. En la Universidad de Chicago, todos los
administradores y miembros del profesorado debemos realizar ese cursillo
en línea todos los años. No es perfecto, pero sirve para proporcionar un
nivel bastante uniforme de concienciación sobre el problema.
PROCEDIMIENTO EN CASOS AMPARADOS POR EL TÍTULO
IX

Un elemento de experimentada profesionalidad muy de agradecer es el


proporcionado ya en la actualidad por la presencia en muchos campus de
oficinas para casos amparados por el título IX. Suelen ofrecer formación
tanto presencial como en línea, aunque esta última no es tan frecuente. Pero
también desempeñan un papel crucial gracias a la implantación de una
firme política de comunicación obligatoria (de las denuncias o quejas
recibidas) como norma, que está contribuyendo a llenar el vacío
informativo hasta ahora existente. Si una estudiante le revela a un miembro
del profesorado o la administración del centro que ha sido objeto de acoso o
agresión sexual, la persona que recibe esa queja o denuncia debe trasladarla
de inmediato al coordinador o coordinadora de la oficina que se encarga en
el campus de los casos amparados por el título IX, y acompañarla del
nombre de la denunciante. El coordinador contacta con esta última a
continuación y (normalmente) le promete absoluta confidencialidad y
anonimato si así lo solicita ella. La denunciante también suele contar con
autonomía de decisión: no se hará nada ni se contactará con el presunto
perpetrador a menos que ella lo autorice. Mientras tanto, el coordinador
puede asesorar a la denunciante informándole sobre cómo funciona el
procedimiento.
La política de comunicación obligatoria de las quejas o denuncias es
controvertida. Mucho se ha temido que disuada precisamente las
revelaciones que se tienen que comunicar, pues en el momento en que la
persona afectada se abre a otra en la que confía contándole lo que le ha
ocurrido, esa información se traslada de inmediato a otro responsable que
aquella ya no conoce. Pero, en general, la comunicación obligatoria parece
una política acertada. Por mi experiencia, el personal de los departamentos
que se encargan de asuntos relacionados con el título IX se comporta con
discreción y profesionalidad, y sabe proteger la confidencialidad. En cuanto
el profesorado y los administradores han tenido ya alguna experiencia de
trato con los coordinadores de esas oficinas, lo normal (según mi
experiencia, repito) es que terminen confiando en ellos. Y esto libera a los
docentes (y a otros miembros del personal universitario) de la enorme
responsabilidad de tratar con todo lo que comporta la vida y las decisiones
de la persona traumatizada a partir de entonces. Los profesores no suelen
estar preparados para soportar esa carga, por muy buenas que sean sus
intenciones.
En su carta, los ya mencionados veintiocho miembros del profesorado de
la Facultad de Derecho de Harvard ponían peros a que se centralizara tanto
poder en la oficina encargada en su centro de los casos amparados por el
título IX, creada por la facultad para tratar de poner en práctica los criterios
marcados por la Administración Obama. El principal problema, a su juicio,
era que dicha «oficina del título IX» se ocupaba tanto de investigar los
casos, por un lado, como de juzgarlos y adjudicar responsabilidades, por el
otro. Su carta estaba seguramente en lo cierto: ese sistema es muy injusto y
bastante desatinado. De hecho, la facultad enseguida tomó nota de aquella
crítica y separó las dos funciones. La función principal de la oficina
encargada de asuntos relacionados con el título IX debía ser la de investigar
y asesorar (como básicamente lo es ya ahora). Los tribunales en sí están
formados normalmente por personal docente y, en ocasiones, también
administrativo, y se constituyen con arreglo a procedimientos sujetos a las
reglas de la autonomía y el gobierno propio del profesorado. Y tienen
muchos defectos, pero no son la burocracia ajena e invasora del campus que
los firmantes de aquella carta temían que sería.
Todos hemos aprendido muchísimo de estos debates, tan dolorosos a su
modo. Y se han hecho progresos. Aunque DeVos ha sido una figura
polarizadora de la polémica en varios sentidos, hay que reconocer que la
regla definitiva adoptada por el Departamento de Educación durante su
mandato como secretaria es, gracias a la inclusión del procedimiento de
consulta pública previa, bastante justa y equitativa, aunque también
discutible. Parece, en cualquier caso, claramente mejor que la regla
provisional previa y que los criterios elaborados y difundidos por la
Administración Obama. Queda pendiente abordar y solucionar los vacíos
aún presentes en el procedimiento vigente y que atañen muy especialmente
al ámbito de la defensa legal de los acusados.
Tercera parte
CIUDADELAS, RECALCITRANTES: LA
JUDICATURA, EL ARTE, EL DEPORTE
Abusos de poder y ausencia de responsabilización

Ahora sí: las denuncias de agresión y acoso sexuales que presentan las
mujeres por fin se toman en serio. No en todas partes, ni tampoco todo el
mundo, es cierto (baste recordar que no se llevó a cabo una investigación
completa de las acusaciones lanzadas contra Brett Kavanaugh durante el
proceso de confirmación en el Senado de su nominación para juez del
Supremo, como tampoco se investigaron las formuladas contra Clarence
Thomas durante el suyo en 1991). Pero el movimiento #MeToo ha dado
pasos de gigante y ha generado una gran concienciación pública sobre lo
extendidos que están estos particulares daños a las mujeres y sobre el precio
que se cobran.
Como ya hemos visto, este movimiento no es en absoluto el invento de
un puñado de personas famosas que se han decidido a denunciar. Muchas
mujeres de a pie (y sus abogadas y abogados) llevan décadas alzando sus
voces, y sus esfuerzos han logrado dar un gran impulso a la conformación
de una cultura jurídica y legal en la que las alegaciones de las mujeres se
puedan tomar por fin en serio, aun cuando no siempre ganen ellas. La
multiplicación de voces ha empezado a crear una cultura de la confianza:
«Si esas valerosas mujeres no temen dar un paso adelante —han pensado
otras muchas—, entonces yo también debería estar dispuesta a denunciar».
La propia razón de ser del #MeToo es la de solidarizarse para reclamar una
mayor responsabilización de los culpables. La etiqueta #MeToo es un apoyo
para las mujeres: no tienes que dar la cara tú sola; la das con todas nosotras
a tu lado y todas nos apoyamos para exigir justicia.
La cultura del #MeToo ha funcionado como un estimulante para el
conjunto de nuestra sociedad y ha despertado a todos los que estaban
dispuestos a escuchar. También ha traído ciertos problemas consigo. Es muy
habitual que las acusaciones actuales de las mujeres ya no se puedan
sustanciar claramente porque los presuntos delitos sucedieron en un
momento muy anterior. A menudo, la prescripción legal de los delitos
impide enjuiciarlos; pero incluso si no han prescrito, los años transcurridos
desde los hechos se traducen en una mayor escasez de pruebas. Por lo
general, son casos en los que no se practicó ningún kit de violación y cuyos
testigos (si los hubo) han desaparecido hace ya algún tiempo o han olvidado
los detalles. Esto es malo para la mujer que presenta la denuncia, porque
impide que se le haga justicia. Pero también es malo para la persona
acusada, pues el carácter informal de esas acusaciones implica que no esté
amparada por las garantías procesales previstas por la ley y que, en muchos
casos, no se lleve a cabo una investigación exhaustiva. De ese modo, la
mujer no consigue que se le haga justicia, pero el hombre también puede
perder muchísimo (su carrera profesional, su medio de vida, su
tranquilidad) sin instancia alguna a la que recurrir para remediarlo. El lugar
de la ley y sus salvaguardas es tomado en esos casos por una cultura del
avergonzamiento público que todos los que se preocupan o se han
preocupado por el interés de la justicia llevan siglos tratando de sustituir por
los instrumentos del Estado de derecho. El castigo por avergonzamiento
tiene hoy en día sus partidarios, pero encierra toda una serie de defectos
sobre los que volveré más a fondo en mi «Conclusión». La ley es imparcial
de un modo que una cultura basada en la vergüenza no lo es. Y, en la
medida de lo posible, siempre deberíamos acudir a la ley para disuadir las
malas conductas, y no a la censura informal.
De todos modos, el #MeToo también ha acicateado con fuerza a los
legisladores y a la población en general: les ha dicho que las conductas de
ese tipo son malas y que deben comportar algún tipo de sanción, ya sea
penal o civil. También envía un mensaje a las organizaciones: «Instituyan
normativas claras si no lo han hecho aún —en las que se defina qué
comportamientos son aceptables y cuáles no— y hagan que se cumplan de
forma equitativa y sin excepciones». A estas alturas, ya sabemos que, en
lugares de trabajo bien definidos, como pueden ser los gabinetes jurídicos,
las empresas o las universidades, las normas institucionales claras referidas
al acoso y la agresión sexuales tienen una gran capacidad disuasoria y
reformadora. En la década de 1970, el acoso sexual estaba muy extendido
en todos esos contextos, y los hombres que se abstenían de comportarse de
ese modo tampoco estaban lo bastante convencidos de la improcedencia de
tal conducta como para recriminársela o prohibírsela a los otros. Las
víctimas no tenían adónde acudir, e incluso el hecho de que se quejaran
solía tomarse como un síntoma de una hipersensible debilidad de su parte.
A menudo, incluso muchos hombres bienintencionados pensaban que ese
tipo de conducta o actitud en pequeña medida era aceptable y no hacía
daño: a muchos, las relaciones sexuales consentidas entre supervisores y
supervisadas les parecían expresiones «naturales» del deseo erótico, y no
dañinos abusos de poder.
Hoy en día, sin embargo, existen por lo normal unas reglas claras que
definen qué tipos de relaciones se permiten y cuáles se prohíben en el
trabajo, y el erotismo ya no sirve de difuso halo excusador con el que los
hombres se puedan engañar a sí mismos para seguir haciendo «lo mismo de
siempre». A las personas, en general, les gusta conformar su conducta a
unas leyes y normas: a algunas, porque consideran que es lo correcto; a
otras, porque temen las consecuencias de no hacerlo. Las reglas también
pueden educar a los jóvenes. Hoy en día, cuando toda una generación ha
vivido ya en un contexto de legislación efectiva contra el acoso sexual, los
infractores en entornos laborales claramente regidos por normas tienden a
ser personas que tienen problemas atípicos con los límites: psicópatas,
consumidores abusivos de estupefacientes, etcétera. En general, en el
entorno laboral bien regulado por normas suele haber mucha
responsabilización, y el chaparrón del #MeToo ha brindado un apoyo
adicional a la cultura del lugar de trabajo que fomenta el cumplimiento de
esas reglas. Incluso a algunas personas que ocupan puestos de enorme
poder —como el que fuera consejero delegado de McDonald’s, Stephen
Easterbrook, despedido por haber tenido una aventura consentida con una
empleada en contra de la política oficial de la empresa— se les están
exigiendo responsabilidades si violan normativas claras y públicamente
estipuladas para todos. Aunque la indemnización por despido de en torno a
42 millones de dólares que Easterbrook recibió deslució un tanto esta
victoria de la justicia regida por normas (y, sin duda, puso de relieve la
brecha salarial existente en las grandes sociedades anónimas), su caso
revela una llamativa imparcialidad en la aplicación de las regulaciones de
los entornos laborales.
Otros ámbitos, sin embargo, se resisten a esa responsabilización. En
ellos, a los infractores ni se los disuade ni se les imputa culpa alguna por
sus conductas inapropiadas. La ley no ha asumido aún en ellos ese papel
disuasorio que se le supone como inspiradora de temor, y posiblemente eso
hace que la propia ley no consiga reformar a fondo, tampoco, el
comportamiento de los individuos que actúan en esas esferas. Las personas
a las que estudiaré aquí están aquejadas de lo que podríamos llamar una
soberbia inflamada, pues creen que las normas rigen para otros, pero no
para ellas. La soberbia fomenta malos comportamientos. Pero la ausencia
de claridad institucional fomenta la soberbia. Como las instituciones son
débiles, los hombres a los que nos referiremos entienden (con motivo) que,
aunque las reglas en teoría también están vigentes para ellos, no se las harán
cumplir. Estos ámbitos de soberbia protegida coinciden normalmente con
áreas en las que unas pocas personas de aptitudes inusualmente elevadas
ganan mucho dinero o manejan mucho poder sobre otra gente. El hecho
mismo de que sean difíciles de sustituir las aísla. El consejero delegado de
una gran compañía ocupa un puesto de gran altura, pero se le puede
reemplazar con cierta facilidad. El político tiene muchos sustitutos
llamando a su puerta. No ocurre lo mismo con el deportista de gran talento,
ni con el artista excepcional, ni (por razones institucionales) con el
influyente juez federal. La tercera parte de este libro se centra en esas tres
«ciudadelas de la soberbia»: nos preguntaremos qué las hace tan resistentes
a la imputación de responsabilidades y cómo se podría lograr introducir
reformas en esos ámbitos.
Las tres áreas mencionadas son diferentes entre sí, pero una reforma
destaca como crucial en todas ellas: la instauración de unas normas públicas
bien definidas y de unos procedimientos establecidos para hacerlas cumplir.
En paralelo con esas reformas, hay que contar con una cultura de la
denuncia interna de los abusos, que incorpore a su vez unas políticas
explícitas de protección de esos denunciantes frente a potenciales
represalias. Ahora bien, en vista de nuestro historial de muy laxa (o
inexistente) vigilancia del cumplimiento de las reglas en esos ámbitos,
también se tiene que implicar la ciudadanía en general. Todos somos
consumidores y, como tales, tenemos una gran influencia sobre el éxito de
los productos de entretenimiento y los medios que nos los proporcionan, ya
sea en el apartado artístico o en el deportivo. Cuando las conductas
inapropiadas se conviertan en un lastre para los inversores que buscan
beneficios, se podrá romper el nexo de unión entre la soberbia y la avaricia.
Eso quiere decir que incluso aunque haya hombres que no quieran
reformarse, el comportamiento de los consumidores puede empujarlos a
hacerlo.
En dos de mis tres casos, al final debería bastar con aplicar remedios de
ese tipo. Pero en uno de ellos, el del deporte universitario, la estructura de
las influencias y los incentivos es tan patológica que, a mi juicio, el fútbol
americano y el baloncesto universitarios de la División I deberían
desaparecer por completo como competición (de hecho, en el baloncesto ya
se han dado grandes pasos en la línea de sustituir la vía de la alta
competición universitaria por un sistema de divisiones inferiores). Sé que lo
que propongo es controvertido, pero no hago más que alinearme con los
elocuentes argumentos del abogado (y graduado de la Facultad de Derecho
de la Universidad de Chicago) Adam Silver, actual comisionado de la
Asociación Nacional de Baloncesto (NBA) y una de las figuras más
influyentes y respetadas en el deporte de este país.
También han sido víctimas de agresión y acoso sexuales muchos varones
por parte de hombres poderosos. Y el abuso sexual es, en ciertos casos, la
expresión de un abuso de poder más general que cometen hombres que se
consideran por encima de la ley. Hace tiempo que las mujeres defienden
que el abuso sexual tiene que ver sobre todo con el poder y su abuso, y que
solo es sexual en segundo término. Yo estoy de acuerdo. Sus verdaderos
problemas son la soberbia y la cosificación, el no dar a otras personas el
pleno respeto que merecen como seres humanos iguales que cualesquiera
otros. Esa ausencia de respeto está ligada culturalmente al sexo masculino
porque son los hombres quienes dominan en muchas de las grandes
estructuras extendidas de poder, pero no hay razón para pensar que sus
víctimas solo van a ser las mujeres. Cualquier persona en una posición
inferior en la jerarquía de poder es vulnerable al abuso, y también cuando el
varón poderoso tiene una orientación homosexual puede sexualizar ese
abuso.
Repito: las protagonistas de este libro son, en cierto sentido, las mujeres,
pero su verdadero tema de fondo son las jerarquías de poder y los
comportamientos abusivos que estas instigan en personas que se crían
creyendo que están por encima de la ley y que otros seres humanos no son
del todo reales.
Capítulo 6

SOBERBIA Y PRIVILEGIOS
La Judicatura federal

PREGUNTA DE ALGUIEN DEL PÚBLICO ASISTENTE: Complete


la frase siguiente: «Ser juez significa...».
RESPUESTA DEL JUEZ ALEX KOZINSKI: «No tener que decir
nunca que lo sientes».

Pregunta formulada por el público a varios participantes


de un acto de la Sociedad Federalista el 14 de noviembre de 2015

Los jueces federales tienen un gran poder sobre prácticamente todos los
ámbitos de la vida estadounidense. Una vez nominados y confirmados en
sus puestos, ocupan ese cargo de por vida; el procedimiento para
destituirlos es muy dificultoso y solo se puede activar en casos muy
excepcionales. A veces su propia ambición los mantiene a raya, sobre todo
en el caso de que aspiren a llegar algún día al Tribunal Supremo: su actitud
entonces es más vigilante y se muestran más susceptibles a atender
presiones de las fuerzas políticas y de la ciudadanía. Si esa ambición no
existe o ya se ha desactivado (por lo avanzado de su edad, por haberse
ganado una fama de opinante controvertido, o simplemente por su poca
sintonía con los vientos políticos del momento), bien pueden llegar a tener
la sensación de que pueden hacer y decir lo que les plazca.
Esa era la gracia del chiste que el juez Alex Kozinski hizo en el foro de
la Sociedad Federalista (porque no era más que eso, un chiste, aunque,
como otros muchos de los que él hace, también es muy revelador de su
personalidad). Si eres un juez federal, venía a decir, te tienes que comportar
de un modo más que indignante para que alguien considere que vale la pena
hacerte responder por tu conducta. La trayectoria del propio Kozinski
ilustra cuánto de cierto hay en el chascarrillo. Durante muchos años se salió
con la suya actuando de un modo a todas luces nefasto y despreciando sin
miramientos toda regla de conducta apropiada, pues tenía comportamientos
sexualizados con sus auxiliares de la Judicatura mujeres, en particular, y
maneras agresivas y abusivas con todos sus ayudantes en general. Y
aunque, al final, fue obligado a jubilarse, dejó el puesto cobrando su
pensión completa y continúa en el pleno (y muy lucrativo) ejercicio de la
abogacía. Jamás ha reconocido los daños que su conducta causó a lo largo
de todo ese tiempo.
Voy a centrarme aquí en la Judicatura de los tribunales federales de
apelaciones. Los jueces estatales cuentan con tal variedad de reglas de
nombramiento y permanencia en sus cargos (dependiendo de los estados)
que difícilmente se puede generalizar al hablar de ellos; algunos son
nombrados con carácter vitalicio, mientras que otros lo son para mandatos
más limitados en el tiempo; muchos son elegidos por el electorado, y una
buena proporción de ellos son susceptibles de remoción de su cargo
también por votación popular. Los jueces federales, sin embargo, siempre
son nominados por el presidente. Algunos (como es el caso de los jueces
del Tribunal Tributario de Estados Unidos, o del Tribunal Contencioso-
Administrativo federal, o de otros jueces «del Artículo I») son magistrados
especializados y no especialmente politizados; lo mismo puede decirse de
los jueces del «Artículo IV» que componen los tribunales territoriales. Los
jueces más poderosos del sistema federal son los llamados del «Artículo
III» en honor de la disposición constitucional que los describe; todos son
nominados por el presidente y requieren de la posterior confirmación del
Senado. Se reparten en tres niveles: los jueces de distrito (673 en la
actualidad), los jueces de apelaciones (179 en la actualidad, cada uno
asignado a un «circuito» judicial federal) y los que componen el Tribunal
Supremo de Estados Unidos (nueve).
El cargo de juez de distrito federal es importante, pero sus funciones
pasan bastante desapercibidas y su desempeño no les reporta un especial
estatus público ni un desmedido orgullo personal. Los jueces del Supremo,
por su parte, son tan pocos y están tan constantemente en el ojo público que
es difícil formar generalizaciones sobre ellos o sobre su conducta para
aplicarlas también a otros jueces. Para empezar, su carga de trabajo es muy
reducida en comparación con la de los jueces de apelaciones. Por otra parte,
si no se comportan de forma apropiada, es fácil que la presión pública
externa a la Judicatura en sí logre influir en ellos hasta reconducirlos, como
ocurrió con la dimisión del juez Abe Fortas en 1969 ante la amenaza de que
se le abriera un expediente de destitución por varios tipos de corrupción
económica.
Los jueces de apelaciones se encuentran, por así decirlo, en el punto
óptimo de madurez para caer en la mala praxis profesional. Su
nombramiento es un honor reservado a relativamente pocos juristas y, por
lo tanto, un motivo de orgullo. Lleva asociada, además, una enorme
influencia: en la mayoría de los casos, nunca superan el nivel de los
tribunales de apelaciones, sobre todo, porque el Supremo no es muy dado a
permitir que prosperen los recursos que se interponen ante él. Así que buena
parte del modo en que vivimos bajo el imperio de la ley, al menos en la
mayoría de los ámbitos regidos por el derecho federal, se conforma en el
nivel de los tribunales de apelaciones. Y pese a ello, esta influencia se
ejerce casi siempre desde una gran opacidad, lejos del ojo público; de ahí
que la fuerza de la presión ciudadana rara vez incida en la conducta de esos
magistrados, ni siquiera después de que se sepa que han tenido
comportamientos inapropiados.

LOS JUECES FEDERALES Y SU PODER

Los magistrados de los tribunales federales de apelaciones son casi siempre


abogados titulados en derecho por alguna facultad de alguna universidad de
prestigio. Normalmente han practicado el derecho durante un tiempo antes
de acceder al cargo. A veces han tenido puestos académicos, aunque, hoy
en día, publicar algo sobre algún tema controvertido es más una desventaja
para sus carreras que un punto a su favor, pues con ello no hacen más que
dar material a sus oponentes para que lo utilicen contra ellos. Los asesores
del presidente examinan a fondo toda la trayectoria profesional y vital de
los candidatos antes de otorgarles la nominación presidencial, aunque ni
mucho menos hasta los niveles en los que se examina la de un potencial
nominado para el Tribunal Supremo. Las alarmas a propósito de Alex
Kozinski saltaron precisamente durante esa investigación previa de su
carrera, lo que hizo que se reabriera su proceso de confirmación, aunque
esto no impidió su nombramiento final (si bien, probablemente, sí sirvió
para cerrarle las puertas de una futura nominación para el Supremo). El
proceso de confirmación de los jueces de apelaciones nominados solía ser
bastante automático, pero se ha ido politizando con los años. Ahora se ha
convertido en un procedimiento tan arduo y prolongado que la gente ya no
quiere tener que repetirlo demasiado a menudo.
Una vez confirmado, el magistrado ocupa ese puesto de por vida,
«siempre y cuando observe una buena conducta», un matiz que significa
poco debido a lo difícil que resulta destituir a un juez. Además, con el
tiempo, la antigüedad se va traduciendo normalmente en un aumento de
influencia; de ahí que quienes sintonizan con las opiniones del juez por
motivos políticos o económicos casi siempre prefieran que esa persona siga
en el cargo, aparte de la dificultad de destituirla y de la no menor dificultad
de confirmar a otra para el mismo puesto. Esto hace que el juez goce de una
posición muy distinta de la de la mayoría de los consejeros delegados de
grandes empresas, por ejemplo, que pueden estar en el cargo una tarde y
haberlo dejado a la mañana siguiente. Los inversores quieren que la
empresa marche bien y saben que la compañía está por encima de cualquier
individuo concreto; los jueces de apelaciones, por el contrario, suelen
valorarse por sus aportaciones individuales. El carácter vitalicio de su cargo
hace también que el partido o la facción que apoyan su nombramiento se
jueguen mucho más con él; así, en cuanto consiguen que un juez de su
cuerda se siente en el tribunal, ya no están dispuestos a ceder posiciones y
harán lo que haga falta para rebatir cualesquiera alegaciones en contra de
ese magistrado, ya sea durante el proceso de confirmación o una vez en el
cargo. A veces, a los jueces que no están cumpliendo debidamente con sus
funciones se les puede convencer discretamente para que se jubilen, sobre
todo teniendo en cuenta que, tras diez años en el puesto, ya tienen derecho a
seguir percibiendo su salario completo (el mayor nivel salarial que hayan
alcanzado, además) durante el resto de su vida, siempre y cuando sumen al
menos ochenta años entre su edad y su tiempo de servicio en el cargo. 1 Este
(en principio, excelente) plan ha creado un resquicio legal por el que colar
conductas judiciales inapropiadas: una opción de salida lucrativa para un
juez contra el que, de otro modo, se procedería judicialmente.
También los académicos están protegidos, pues la institución de la
titularidad vitalicia de sus plazas (propia de Estados Unidos), 2 dificulta
mucho la posibilidad de desprenderse de cualquier profesor en particular.
Sin embargo, hasta el titular de la más distinguida plaza académica está
sujeto a una evaluación anual tanto de sus publicaciones como de su
docencia, y los decanos cuentan con múltiples estrategias a su disposición
para animar a jubilarse a quienes no rinden. Además, son los iguales de
todos los demás profesores y profesoras de su rango, y nadie es
indispensable. Tampoco representan poderosos intereses políticos ni
económicos (o no directamente, al menos), y consiguen la plaza y la
titularidad a través de un proceso de evaluación entre pares que,
supuestamente, aísla su nombramiento o designación de toda presión
política. Asimismo, están expuestos a diario a la crítica de igual a igual de
sus colegas y de la comunidad académica, lo que, como mínimo, dificulta
que se dejen llevar por el engreimiento. En los tribunales de apelaciones de
los diferentes circuitos federales, sin embargo, no es habitual que los
magistrados se reúnan e intercambien críticas; de hecho, en muchos de
ellos, sus jueces ni siquiera trabajan en la misma ciudad. El Séptimo
Circuito, con sede en Chicago y formado por un significativo número de
juristas académicos (que todavía imparten docencia con regularidad en
algunos casos), ha desarrollado unos hábitos de trabajo colegiado y de
intercambio crítico de ideas que bien se podrían tomar como modelo para la
Judicatura federal en general (si bien aún no se han llevado a la práctica en
casi ningún otro lugar). 3
Los jueces de la instancia de apelación federal cuentan también con un
flujo sucesorio constante de subordinados y subordinadas magníficamente
bien preparados: los auxiliares de la Judicatura. Los jueces federales de
apelaciones cuentan normalmente con dos auxiliares por año. El trabajo de
auxiliar de la Judicatura (o «secretario [o secretaria] de despacho judicial»,
como se llama también para distinguirlo del resto del personal
administrativo de los juzgados) consiste básicamente en ayudar al juez. La
labor de auxiliar de la Judicatura le sirve supuestamente a un joven abogado
o abogada para adquirir unas competencias muy útiles, y desempeñar esas
funciones asistiendo a un magistrado de un tribunal de apelaciones federal
es algo que sin duda potencia la reputación de cualquiera de esos jóvenes,
tanto si los encamina hacia un empleo de funcionarios asistentes en el
Tribunal Supremo como si los conduce hacia otro tipo de empleo jurídico
(haber sido auxiliar de la Judicatura siempre suena muy bien a los oídos de
los comités de contratación de personal de los grandes despachos de
abogados). Pero raro es el juez que se preocupa por que sus auxiliares
desarrollen realmente sus talentos y competencias. Alguno hay, y debe ser
elogiado por ello. Y también los hay que no quieren que sus auxiliares se
encarguen de hacer trabajo que consideran que deben hacer ellos mismos
como magistrados, como, por ejemplo, redactar las opiniones en las
sentencias. Pero lo cierto es que, hoy en día, los auxiliares redactan
prácticamente todos los borradores de opiniones de la mayoría de los jueces
de apelaciones (y también de casi todos los jueces del Supremo). Y no solo
introducen citas y referencias, sino que también escriben el argumento,
generalmente tras haberlo hablado con el juez, pues se trata de que expresen
la opinión de este y no la suya propia; pero el redactado suele ser suyo.
Todos los años, miles de estudiantes de Derecho brillantes echan la solicitud
para ser admitidos en esos puestos. ¿Qué puede alimentar más la sensación
de superioridad e inmunidad de unos jueces que saber que los mejores y
más brillantes graduados y graduadas en Derecho de ese momento están
trabajando para ellos día y noche (pues, a menudo, las jornadas laborales
son largas) e incluso haciendo cola para que esos magistrados les asignen
un trabajo que no desean hacer ellos mismos, aun cuando podrían (y,
seguramente, deberían) hacerlo?
La diferencia con el mundo académico es grande en ese sentido. Los
profesores de universidad tienen a doctorandas y doctorandos bajo su tutela,
pero se supone que estos están desarrollando la capacidad de hacer su
propio trabajo independiente, y que el docente que los supervisa se centra
en ser su mentor y, en una fase posterior, en ayudarles a conseguir puestos
como enseñantes e investigadores. De vez en cuando, los académicos tienen
la posibilidad de contratar a ayudantes de investigación remunerados que,
de hecho, trabajan para el profesor que les ofrece ese puesto, pero esa labor,
retribuida a destajo, se entiende totalmente separada de las tareas propias de
unos estudios de doctorado, aun cuando, a veces, una doctoranda o
doctorando puede asumir trabajos temporales de ayudante para ganar algo
de dinero extra, sobre todo en verano. Pero el caso es que la mayoría de los
estudiantes de doctorado nunca trabajan como ayudantes de investigación
de un profesor o profesora, y muchos ayudantes de investigación no son
doctorandos. Además, cuando los estudiantes de doctorado trabajan de
ayudantes de investigación, no suelen hacerlo durante mucho tiempo,
porque ya reciben fondos de becas y ayudas para realizar su propia labor
investigadora para su doctorado, y porque esas mismas becas y ayudas
suelen prohibir que las personas becadas acepten financiación paralela de
otras fuentes. Los ayudantes de investigación pueden entregar a los
profesores que los contratan unos memorandos con los resultados de sus
indagaciones, y los profesores pueden usar luego esos trabajos como ayuda
para redactar algún que otro capítulo de sus libros. Ahora bien, si realmente
utilizan un borrador entero del memorando de un ayudante, se supone que
deben convertir a este o esta en coautor o coautora del libro o del artículo
resultante. A los auxiliares de la Judicatura, sin embargo, jamás se los
reconoce como coautores de nada, y eso que, en muchas ocasiones, son en
realidad los creadores casi en solitario de los documentos, pues el juez se ha
limitado a darles alguna ayuda asesorándolos.
La diferencia de poder entre jueces y auxiliares es inmensa. El juez
posee una capacidad ingente de influir en el rumbo de toda la trayectoria
subsiguiente del auxiliar. Aunque los auxiliares de la Judicatura sigan luego
una carrera académica en alguna Facultad de Derecho, más que en la
práctica legal profesional, y se los evalúe entonces (hasta cierto punto) en
función de sus propias publicaciones, pueden dar por seguro que el comité
de contratación del centro universitario en cuestión llamará al juez para el
que hayan trabajado como asistentes y le pedirá referencias. Si estas son
malas, saldrán perjudicados. Además, hay jueces que tienen más poder que
otros: por ejemplo, los que poseen una reputación nacional, o los conocidos
como «jueces surtidores», que son magistrados de los tribunales de
apelaciones que cuentan con la confianza de uno o más jueces del Supremo
y, por consiguiente, poseen mayor capacidad de conseguir para sus propios
ayudantes alguno de los codiciados puestos de asistentes de magistrados del
alto tribunal federal. Como el propio Alex Kozinski escribió, «juez y
auxiliar de la Judicatura están atados, de hecho, por un cordón invisible
durante el resto de sus compartidas carreras». 4 Tan romántica afirmación,
no obstante, implicaría cierta mutualidad o reciprocidad que, en el caso de
la relación entre juez y auxiliar, no existe, pues el juez tiene plena libertad
para decir lo que le parezca sobre el asistente, pero este está limitado de por
vida por un estricto código de confidencialidad. Esa es otra gran diferencia
con el entorno académico, donde ni los doctorandos actuales ni los antiguos
tienen deber de confidencialidad alguno, y donde la dependencia del
profesor supervisor de turno es efímera: una vez concluida la relación entre
tutor y tutorizado, lo normal es que las referencias del primero no se
consideren válidas cuando el segundo se presenta a plazas de profesorado
de mayor nivel o a una titularidad.
«Aunque el Código de Conducta no define qué se entiende por
información confidencial, el término generalmente incluye toda aquella
información que la persona recibe durante su ejercicio como secretario de
despacho judicial y que no consta ya en documento público.» Eso es lo que
dice el código ético de los auxiliares de la Judicatura federal. 5 Los
ayudantes tienen prohibido revelar cualquier información de ese tipo, ni al
público en general ni a «familiares, amigos y antiguos colegas de trabajo»,
ni en comunicación firmada ni en anónima, a menos que el juez al que
auxiliaban autorice expresamente tal revelación. «Esa obligación se
mantiene después de concluido el servicio judicial.» Los asistentes que han
filtrado posteriormente cotilleos sobre lo acontecido en los despachos de los
juzgados han recibido público castigo, lo que significa que el no muy
preciso lenguaje del código se ha interpretado como una prohibición de
prácticamente cualquier revelación sobre el carácter o el comportamiento de
un juez. Mientras que el auxiliar puede tener que responder (en futuras
referencias) del más mínimo fallo, los deslices de un juez, según parece,
deben permanecer envueltos en la más absoluta oscuridad por siempre
jamás. Desde luego, sí que parece que ser juez signifique no tener que pedir
nunca perdón. Como veremos, el poco definido lenguaje del Código de
Conducta se ha reinterpretado en fecha más reciente. Pero, durante mucho
tiempo, le sirvió a alguien como Kozinski para ampararse en una inmunidad
de la que no tenía reparo en regodearse.

UNAS REGLAS DE CONDUCTA INADECUADAS

La confusión sobre las reglas no se limitaba al código de los auxiliares de la


Judicatura. También las que regulaban el comportamiento de los jueces eran
burdamente inadecuadas. Como ya se ha comentado en el capítulo 5, en
muchos grandes espacios de trabajo actuales de la empresa privada y del
mundo académico se han desarrollado unas claras normas públicas
reguladoras de la conducta sexual. No solo prohíben la agresión y el acoso
sexuales, sino que también definen como inapropiadas otras relaciones de
ese tenor, como, por ejemplo, las que pudiera haber entre una persona
supervisora y otra supervisada. Algunos códigos solo indican que esas son
relaciones desaconsejables. Mucho mejores son las normativas que
directamente no las permiten. Sí, es posible que con una claridad tan tajante
se aborten muchas relaciones que no pasarían de ser inocuas, pero, seamos
sinceros, las relaciones en las que interviene una diferencia de poder
acusada rara vez son tan inocentes o inofensivas. Entrañan una presión
encubierta de una parte hacia la otra: ya sea para iniciar la relación, ya sea
para no terminarla. También hacen que surjan dudas sobre tratos de favor o
sobre injusticias que afectan a otros empleados. Unas reglas claras que
veden ese tipo de relaciones protegen la equidad en el lugar de trabajo y
evitan riñas sobre favoritismos o manías a raíz de una ruptura.
En cuanto a la preocupación legítima por que, de ese modo, se prohíban
muchas relaciones potencialmente buenas, se puede decir que,
normalmente, las personas que actúan de buena fe pueden encontrar el
modo de ajustar su conducta para que esta encaje con las normas. Para los
consejeros delegados de grandes empresas, esa adaptación probablemente
es imposible, dado que son los «supervisores» de todos los demás
empleados. Pero, por lo general, existe la posibilidad de cambiar los
supervisores de puesto, así como procedimientos para garantizar que la
parte con más rango en una relación no participe en decisiones que afecten
al futuro de la otra parte. Toda buena solución requiere, eso sí, de
transparencia (por desgracia, muchas de esas relaciones en el trabajo son
adúlteras, por lo que el secretismo asociado a ellas tiende a ser un
importante motivo de que infrinjan las normas).
Como ya se ha explicado en el capítulo 5, el acoso en el trabajo no es
«natural». Es un producto de la cultura y eso significa que se puede disuadir
si se aplican unas reglas claras. La práctica ha demostrado que el acoso
sexual es un desmán del que se puede disuadir bastante bien. Las personas
temen recibir sanciones relacionadas con su profesión y, además, la mayoría
también quiere hacer lo correcto. La combinación de esos dos motivos
produce muy buenos resultados cuando las reglas son claras y públicas.
Precisamente, esa claridad era la que se echaba en falta en el ámbito de
la Judicatura federal hasta fecha muy reciente. Los jueces federales rinden
cuentas de su actuación conforme al Código de Conducta de los Jueces de
Estados Unidos (que llamaré aquí Código de los Jueces), y también con
arreglo a las Reglas de la Conducta Judicial y de los Procesos de
Inhabilitación para el Cargo de Juez (JCJD, por sus siglas en inglés), que
establece los mecanismos para la presentación de quejas contra un juez y
también para denunciar la incapacidad de un magistrado para desempeñar
sus funciones. Hasta marzo de 2019, ninguno de esos dos códigos
mencionaba el acoso sexual en el trabajo. El Código de los Jueces ordenaba
que estos actuaran «en todo momento de un modo que favorezca la
confianza pública en la integridad y la imparcialidad de la Judicatura» y que
se abstuvieran «de toda falta de decoro y de toda apariencia de ella». No
mencionaba ninguna lista de los actos que podían suponer una violación de
esas disposiciones. Tanto las JCJD como el Código de Empleados
(relacionado este último con los otros dos) sí incluían listas de ejemplos,
pero en ellos no figuraba la conducta sexual inapropiada; el foco de
atención estaba puesto íntegramente en el nepotismo y el enriquecimiento
ilícito. 6
Quedaba, pues, al criterio de cada juez individual el preguntarse si
insinuarse sexualmente, enseñar pornografía, hacer comentarios sexuales,
enviar correos electrónicos eróticos o (en general) acosar a sus auxiliares
constituía una falta de decoro. Aunque ya a las alturas de la pasada década
de los noventa se podía esperar que la mayoría de los jueces juzgaran que
conductas de ese tipo eran sin duda indecorosas (y seguramente, la mayoría
así las juzgaban), la laxitud de la normativa fomentaba los comportamientos
inapropiados. Era muy fácil pensar: «Puedo hacerlo sin pagar por ello». Y
eso fue más o menos lo que ocurrió a lo largo de la trayectoria de un juez en
concreto que protagonizó muchos comportamientos inapropiados durante
años sin tener que pagar por ello hasta ya muy avanzada su carrera, y solo
de forma harto ligera e incompleta (hasta la fecha, al menos).

UNA TRAYECTORIA MEFISTOFÉLICA

Nacido en Bucarest (Rumanía) en 1950 en el seno de una familia judía,


Alex Kozinski llegó a Estados Unidos cuando solo tenía doce años de
edad. 7 Aún habla con cierto rastro de acento foráneo, un detalle del que
parece envanecerse, pues lo utiliza como elemento con el que acentuar su
imagen pública de persona extravagante. Tras graduarse en Economía y
doctorarse en Derecho por la Universidad de California en Los Ángeles
(UCLA), fue auxiliar de la Judicatura tanto para el juez Anthony Kennedy
(cuando este era aún magistrado del Tribunal de Apelaciones del Noveno
Circuito federal) en 1975-1976 como para el presidente del Tribunal
Supremo Warren Burger en 1976-1977. Tras un par de años de práctica
privada de la abogacía, entró a trabajar en la Administración Reagan, en la
Oficina de Servicios Jurídicos, y en 1981-1982, ya como fiscal especial, en
la Junta (federal) de Protección de los Sistemas de Méritos. Mientras
ocupaba este último puesto, ayudó al personal del organismo a reescribir la
orden de destitución de un alto funcionario federal de minería (que había
denunciado desde dentro malas prácticas en materia de seguridad) para que
superara el escrutinio legal, 8 un incidente que salió a la luz pública más
tarde, durante su proceso de confirmación como juez del Noveno Circuito.
Fue magistrado del Tribunal Contencioso-Administrativo federal de 1982 a
1985. 9 Ese año, el entonces presidente Reagan lo nominó para ocupar una
plaza de juez magistrado de nueva creación en el Tribunal de Apelaciones
del Noveno Circuito, puesto que desempeñó de 1985 a 2017, incluyendo un
periodo de siete años como su presidente. En el momento de su
confirmación, era uno de los jueces de apelaciones más jóvenes que había
habido en Estados Unidos, una estrella emergente.
Kozinski ascendió rápido hasta las altas cimas judiciales y se convirtió
en uno de los más famosos y admirados jueces de apelaciones del país, un
«juez surtidor» para el Tribunal Supremo, un hacedor o destructor de
jóvenes carreras. Kozinski deslumbraba a muchas personas con su intelecto,
pese a que —a diferencia de su más independiente homólogo, el liberal-
libertario juez Richard Posner, del Séptimo Circuito— no escribió ningún
libro y solo apenas unos pocos artículos, y su fama de brillantez nunca se ha
puesto a prueba en el toma y daca de la argumentación académica rigurosa
(los jueces lo tienen bastante fácil en ese sentido y, debido a ello, se
autoconvencen de su propia seguridad intelectual con demasiada
frecuencia). Kozinski también ha encandilado a muchos con su encanto
personal. Inteligente, ingenioso, ofensivo y, a menudo, obsceno, sabe cómo
atraer hacia sí todas las miradas. No obstante, esa guasa jovial suya está
recorrida por una veta de crueldad. Cuando lo conocí, en la primavera de
2014, con motivo de una conferencia que impartí en la UCLA, y siendo yo
ya consciente de que su reputación lo precedía, 10 se me antojó muy
parecido a aquello que Goethe creó con el personaje de Mefistófeles de su
Fausto: una figura peligrosa, un espíritu de negación («¡yo soy el espíritu
que siempre niega!»), pero, a la vez, de ingenio y subversión que se deleita
en resultar ofensivo de un modo que atrae a algunas personas y repele a
otras (por supuesto, Mefistófeles a menudo también causa atracción y
repulsión en una misma persona, como claramente hace en el propio
Goethe). Por encima de todo, Mefistófeles es un espíritu cuyo ilimitado
ensimismamiento no deja espacio a la compasión ni a la amabilidad.
La mala conducta de Kozinski como jefe era ya muy conocida desde el
principio incluso de su carrera profesional. Cuando se sometió al proceso de
confirmación como nuevo juez magistrado del Noveno Circuito, pasó
rápidamente la aprobación inicial de la Comisión de Justicia del Senado,
pero el procedimiento se reabrió (algo bastante excepcional) como
respuesta tanto a la revelación de su ya mencionada actuación con aquel
denunciante interno, como a varias declaraciones juradas de antiguos
empleados de la Oficina del Consejero Especial de Estados Unidos (OSC
por sus siglas en inglés, la oficina federal de los fiscales especiales) que
retrataban a Kozinski como alguien «duro, cruel, humillante, sádico, falso y
falto de compasión». 11 Son palabras de una extraordinaria dureza para
referirse a cualquier jefe, pero Kozinski no se las tomó como una llamada
de alerta para moderarse, pues, según un sinfín de testimonios, siguió
comportándose así durante toda su carrera como juez, desvinculado ya
(gracias a su posterior —y ajustada— confirmación para el cargo de
magistrado) de todo deber de rendir cuentas ante empleado alguno: ni ante
aquellos cuyas carreras iban a depender de él a partir de entonces (sus
auxiliares de la Judicatura, por ejemplo) ni ante aquellos otros sobre
quienes ya no podría ejercer ese tipo de presión (como los miembros de la
OSC). Como abusador, Kozinski parecía practicar una política de no
discriminación: era cruel y grosero con todas y todos, fuera cual fuere su
grupo o condición. Sin embargo, debido a su virtual obsesión con todo lo
sexual, su crueldad tomaba muy a menudo un giro antifemenino.
La obsesión de Kozinski con su propia naturaleza como ser sexual era ya
evidente a principios de su carrera profesional. En un gesto un tanto extraño
para alguien que aspiraba a ser un líder en el mundo de la Justicia, a los
dieciocho años acudió como concursante a una edición del programa
televisivo The Dating Game [El juego de las citas]. Ese día compitió contra
David Lander, el actor que interpretaría tiempo después el personaje de
Squiggy en Laverne & Shirley. El programa se emitió originalmente el día
de Acción de Gracias de 1968 (en YouTube se puede ver un fragmento de
esa emisión con la aparición de Kozinski:
<https://www.youtube.com/watch?v=OdjCdbGucCU>). Kozinski, el
«soltero número 2», derrota a Squiggy alardeando de su acento extranjero
(parece una imitación de Drácula..., pero no lo era: así hablaba de verdad) y
usando expresiones poéticas («flor de mi corazón») que suenan como
salidas de una vieja película de vampiros. Tras ganar la cita con Rita, va
hacia ella y la besa muy agresivamente en la boca, mientras la agarra del
cuello de un modo inquietante. Quizá pretendía que se viera como algo
romántico, en línea con su retórica cursi. Visto con los ojos de hoy día,
parece más bien repulsivo, y todo un presagio de lo que estaba por venir.
Con el paso del tiempo, Kozinski continuó aprovechando las
oportunidades que se le presentaban de proclamar su superioridad sexual,
aunque valiéndose de un estilo menos transilvano y más chistoso, y de un
cierto tipo de autocrítica narcisista sui generis. En un blog «humorístico»
llamado Por debajo de sus togas, en el que cuentan cotilleos sobre los
jueces federales, aparece de forma regular una sección titulada «Bellezones
de la Judicatura federal». 12 Los jueces y juezas que aparecen en esa lista
suelen pasar bastante vergüenza por ello, aunque alguno habrá, sin duda,
que se sienta halagado. De todos modos, autonominarse para ella es algo
impensable para todas y todos ellos..., salvo uno en particular, que escribió
una «carta al blog» en junio de 2004 nominándose a sí mismo para el
concurso de selección de jueces varones «supermacizos». La carta es larga e
incluye una cuantiosa lista de cualificaciones medio chistosas (medio no)
para la nominación, así que bastará con ofrecer un breve extracto:
Querido A3G [abreviatura de Article III Groupie, o «Grupi del Artículo III», seudónimo del
editor]:

Debo decir que estoy sumamente decepcionado por la preselección de candidatos que has
preparado para tu concurso de «juez buenorro». Si bien creo que la lista de candidatas femeninas
es excelente, en la de candidatos masculinos falta algo, sinceramente. Y lo que falta soy yo.
Sí, sin duda John Roberts y Jeff Sutton son jóvenes y guapísimos, pero ¿y qué? Sé de gente
de autoridad en la materia que a las mujeres y los hombres gais entendidos y de buen gusto, los
varones de pelo cano, rollizos, de mediana edad y con un acento parecido al del gobernador
Schwarzenegger les resultan casi totalmente irresistibles.
Por eso me nomino a mí mismo [...]. Estos son los argumentos a favor de mi nominación.
* Soy el único juez del Artículo III que ha aparecido en el concurso The Dating Game, y
además, estuve dos veces. Incluso lo gané en una de ellas y tengo la grabación que lo demuestra.
* Tengo mi propio reportaje fotográfico en la revista George, con un montón de fotos mías en
las que salgo saltando. Fue hace unos años, pero con la edad, mi guapura no ha hecho más que
aumentar. 13

Y así dos páginas enteras más. Sí, claro, es gracioso..., según cómo. Y se
supone que es un chiste..., según cómo también. Pero también hay algo muy
raro en esa necesidad de tomarse tanto esfuerzo para proclamar
públicamente tu propia superioridad sexual, aunque sea medio bromeando,
y esa «rareza» casa muy bien con el tipo de persona descrita por los
empleados de la OSC, una persona para la que nadie más es del todo real:
una persona de extrema soberbia, en el sentido preciso que Dante le dio al
término.
Esa sexualización de todo continuó. He aquí cómo una antigua auxiliar
de la Judicatura (de un juez diferente), la escritora Dahlia Lithwick,
describe su primer encuentro con Kozinski en 1996, durante una sesión de
orientación para nuevos secretarios de despacho judicial:
En una recepción, nos presentaron juntos (a uno de mis nuevos compañeros auxiliares y a mí) a
este ya por entonces legendario y joven juez vitalicio, y hablamos durante un rato. No me
acuerdo de qué fue la conversación. Solo recuerdo haberme sentido muy poca cosa y muy sucia.
Sin que yo le dijera nada al respecto, ese antiguo compañero mío me envió un correo electrónico
esta semana en el que me describió aquella interacción: «A mí me ignoró por completo y a ti
parecía que te estaba desnudando con la mirada —escribió—. Jamás había visto a nadie comerse
a otra persona con los ojos de ese modo y nunca lo he vuelto a ver. Era algo incomodísimo de
observar, y eso que yo no era el objeto de las miradas». 14

Unas semanas después de aquel acto, Lithwick telefoneó al despacho de


Kozinski para hablar de un plan social con uno de sus auxiliares. El propio
juez cogió el teléfono. Le preguntó a Lithwick dónde estaba. Ella le dijo
que en su habitación, en un hotel. Entonces él le dijo: «¿Qué llevas
puesto?». Ella informó de aquello al juez al que asistía, quien se mostró
«horrorizado», pero no hizo nada al respecto.
Multipliquen ese incidente por cien, añadan algunos tocamientos no
deseados (con manoseo de senos y besos a la fuerza incluidos) y un
despacho inundado de chanzas sexuales y de frecuentes incitaciones a mirar
pornografía; sumen la «lista de chistes Easy Rider», una sucesión de
correos electrónicos (enviados a un grupo amplio de auxiliares en activo o
antiguos, y de otras personas), muchos de ellos sexuales y no pocos
bastante crueles, y remátenlo con frecuentes arrebatos de afirmación de su
control absoluto sobre todos los aspectos de la vida de sus auxiliares, y
tendrán la flagrante historia de fondo de la carrera judicial de Kozinski, que,
pese a todo, se desarrolló sin mayores trabas externas. Su inapropiado
comportamiento era tristemente conocido por mucha gente. Algunas
facultades de Derecho y, sobre todo, profesores y profesoras a título
individual se negaban a recomendar a mujeres para vacantes en su
despacho. Pero él conservaba su poder sin mayores restricciones y seguía
dejando un reguero constante de víctimas. Nos quedaríamos cortos diciendo
que la dureza y la extensión —los dos indicios de un entorno hostil—
estaban más que demostradas en su caso.
En su faceta estricta de juez, Kozinski se había ganado una justa
admiración. Su fama nacional de brillantez no era inmerecida, si bien
contribuía a ella su extravagancia, que hacía que el conocido sitio web de
asuntos jurídicos Above the Law [Por Encima de la Ley] le prestara una
atención desproporcionada, llegando incluso a reírle algunas de sus
misóginas gracias (Kathryn Rubino, la editora que sucedió a David Lat,
condenaría posteriormente las tendencias «idólatras» del blog y destacaría
que «el tiempo ha demostrado que había mucha oscuridad tras esa
personalidad de “bromista” que Kozinski se gastaba»). 15 En conjunto se le
podría clasificar de partidario del liberalismo libertario. Defendía de forma
sistemática una concepción amplia de la libertad expresiva y artística, no
exenta en ocasiones de polémica (como ocurrió con su defensa, en un voto
discrepante, de los derechos de expresión de los activistas antiabortistas, o
con su intento, en otro voto discrepante, de limitar la definición de
amenazas reales penalmente punibles), si bien en ocasiones complacía con
ella a los artistas al defender la libertad creativa frente a una interpretación
demasiado amplia de los derechos de propiedad intelectual en casos
relacionados con la parodia y la sátira. Fue también un influyente defensor
de la idea de que el discurso comercial debe ser objeto de la misma
protección que el discurso político y, de hecho, escribió un artículo sobre
ello 16 (este citadísimo artículo es una de las principales fuentes de su fama
de juez pro empresa privada).
En los casos penales, a veces se alzaba en defensa del débil: falló, por
ejemplo, que la práctica indiscriminada de encadenar a los presos aún no
juzgados era una violación de sus garantías constitucionales. Sobre la pena
capital, emitió un extraño y ambiguo voto discrepante en el que argumentó
que el uso de un cóctel de sustancias químicas letales solo era una forma de
disimular la brutalidad de las condenas a muerte, y que si de verdad
queríamos usar este castigo, debíamos mostrar claramente la crueldad que
le es inherente, como cuando se aplicaba mediante un pelotón de
fusilamiento, aunque no quedaba claro por qué senda estaba recomendando
realmente que transitara la ley. Tanto en esto como en lo demás, disfrutaba
con su papel de disidente impredecible.
De ahí que no nos deba sorprender que un joven y brillante auxiliar de la
Judicatura como Brett Kavanaugh admirara a Kozinski y quisiera
demostrarle lealtad e, incluso, solidarizarse con él cuando este cayó en
desgracia. Lo que ya no resulta creíble es que Kavanaugh jamás hubiera
oído hablar de ninguno de los desmanes de Kozinski con las mujeres (como
declaró bajo juramento en el Senado durante su proceso de confirmación
para el cargo de juez del Tribunal Supremo). Kavanaugh podía haber dicho
muchas cosas, como que «allí todo el mundo estaba indefenso y sometido a
su control», o «creo que mi deber de confidencialidad me prohíbe seguir
hablando sobre su conducta». Pero el hecho de que Kavanaugh no diera
ninguna de esas plausibles respuestas y optara por la táctica del «no querer
saber nada» es muy de lamentar y socava la credibilidad de todo lo demás
que declaró en esas sesiones. 17
Hubo avisos, eso sí, de que Kozinski podría no estar tan por encima de
las normas después de todo. En 2008 el diario Los Angeles Times reveló que
un servidor de archivos personales que Kozinski creía privado era en
realidad de acceso público abierto a quienes supieran buscar en él. 18 Una de
sus carpetas, que llevaba el nombre de «Cosas», contenía imágenes
sexuales explícitas, incluida una de vacas con rostros de mujeres, y otra de
un hombre semidesnudo «retozando con un animal de granja en visible
estado de excitación sexual». 19 Kozinski solicitó de inmediato una
investigación de sí mismo, y, conforme al procedimiento establecido, esa
misión se encargó a un circuito federal diferente. El subsiguiente informe
del Tercer Circuito aceptó el descargo de responsabilidad de Kozinski, que
alegó que él creía que había bloqueado todo posible acceso público al sitio,
y aceptó sus disculpas, aunque también lo amonestó por su falta de cuidado
y señaló que su conducta no había estado a la altura de la exigible para un
juez. Aunque Kozinski no sufrió mayor consecuencia disciplinaria que esa,
el episodio recibió mucha publicidad y él tuvo que soportar una fuerte
humillación pública. Aun así, el hecho de que el Tercer Circuito no pasara
de una leve reprimenda podía interpretarse como una señal de su poder
como juez y, de hecho, no parece que Kozinski se diera por advertido.
Otra señal de aviso que Kozinski bien podía haber leído como tal llegó
cuando, siendo presidente del Tribunal de Apelaciones, fue llamado a
investigar ciertas denuncias contra el juez del distrito federal de Montana
Richard Cebull, que había enviado centenares de correos electrónicos
racistas y misóginos (en uno de ellos, por ejemplo, había hecho el «chiste»
de que Barack Obama era producto del sexo entre su madre y un perro). En
ese caso sí que se presentaron testigos de cargo y se reunieron pruebas. El
tribunal de cinco jueces presidido por Kozinski impuso una sanción
disciplinaria a Cebull, pero no lo destituyó de su puesto; a instancias del
propio Kozinski, la mayoría de las actas del proceso se mantuvieron como
confidenciales. 20 Pero, en todo ese episodio, Kozinski tuvo control sobre el
resultado, así que tampoco se dio por advertido. Y lo cierto es que no le
faltaban motivos para sentirse seguro. A fin de cuentas, todo el mundo sabía
lo que estaba haciendo y nadie hacía nada al respecto. Él era alguien,
mientras que Cebull era un don nadie. Por ejemplo, ningún auxiliar de
Kozinski se atrevió a denunciarlo, pese a que eran muchos los que tenían
causas sobradas para quejarse. ¿Qué mayor señal de tranquilidad para él
podía haber que ese control total sobre sus auxiliares, tanto los presentes
como los pasados?
Hubo que esperar al 8 de diciembre de 2017 para que se abrieran las
compuertas de la indignación contenida. Seis mujeres, todas ellas antiguas
auxiliares de la Judicatura o colaboradoras externas, acudieron sin esconder
sus nombres al Washington Post para contar sus historias de acoso a manos
de Kozinski, y unos días después, acudieron otras nueve. 21 El grupo estaba
encabezado por Heidi Bond, una antigua auxiliar de Kozinski que ahora es
escritora de novelas históricas que firma con el seudónimo de Courtney
Milan. Irónicamente, fue apartando a mujeres como Milan y Lithwick del
mundo del derecho como Kozinski se fabricó su propia caída. Otras muchas
mujeres denunciaron también de forma anónima. Bond (Milan) relató
minuciosamente su propia experiencia personal y la de otras mujeres, y dio
ejemplos detallados de la pornografía que el juez obligaba a ver a las
auxiliares, sus conversaciones sexuales explícitas o insinuadas, y los hoy
tristemente famosos chistes de la «lista Easy Rider». 22 Otros testimonios
publicados destacables fueron los de Lithwick y Katherine Ku. 23 En todos
se contaba la misma historia de sexualización indeseada de las situaciones,
de conversaciones sexuales forzadas, de manoseos ocasionales, y la
humillación que sentían las mujeres cuando él las obligaba a ver y comentar
pornografía, todo ello dentro del contexto de un programa más amplio de
control y dominación absolutos, en el que el deber de confidencialidad de la
auxiliar se transformaba retorcidamente en una obligación de lealtad total al
propio Kozinski (esto le dijo una vez a Bondo: «Yo controlo lo que lees, lo
que escribes, lo que comes. Tú no duermes si yo digo que no duermas. Tú
no cagas a menos que yo diga que cagues. ¿Me has entendido?»). 24
Al principio, Kozinski cuestionó la veracidad de los relatos de aquellas
mujeres a través de su abogada (que, por irónico que parezca, era la famosa
profesora feminista de derecho Susan Estrich, una de las arquitectas de la
reforma del tratamiento jurídico de la violación). Pero lo hizo lamentando
que su «sentido del humor poco convencional» se hubiera malinterpretado.
También se mostró desafiante cuando, tras la publicación de la primera
tanda de acusaciones, declaró en el propio Los Angeles Times: «Si después
de treinta y cinco años eso es todo lo que han podido desenterrar, no tengo
demasiado motivo para preocuparme». Ahora bien, tras la segunda
andanada de testimonios, acompañada de nuevas acusaciones anónimas y
de los detallados artículos de Bond y Lithwick, la cosa tomó un rumbo muy
diferente. El juez Sidney Thomas, presidente del Tribunal del Noveno
Circuito, solicitó que se investigara la conducta de Kozinski y pidió al
presidente del Supremo, el juez Roberts, que asignara dicha investigación al
Consejo Judicial de otro circuito federal, como es preceptivo. 25 Roberts
aceptó y, el 15 de diciembre de 2017, decidió que fuera el Segundo Circuito
el encargado de esas diligencias. 26 Pero el 18 de diciembre, antes siquiera
de que se iniciara la investigación, Kozinski anunció que se jubilaba con
efecto inmediato; como, a partir de ese momento, el Consejo Judicial ya no
tenía competencia jurisdiccional sobre él, la denuncia se desestimó, aunque
no sin que antes se dejara constancia de su gravedad.
Buscándose tan rápido retiro, Kozinski conservó su pensión completa,
que incluye seguir cobrando su salario íntegro de por vida. Probablemente,
también disuadió a otras mujeres de denunciar sus propios casos, ya que
poco podrían ganar haciéndolo desde el momento en que se ordenó el cierre
de las investigaciones oficiales. Asimismo, eludió una potencial
inhabilitación para el ejercicio de la abogacía. Solo un día después de
anunciar su jubilación como juez, el 19 de diciembre, Kozinski reactivó su
licencia con el Colegio de Abogados de California (alguien que «desactiva»
voluntariamente su licencia de abogado puede reactivarla en cualquier
momento pagando las tasas correspondientes). El requisito de tener un
«buen carácter moral» que se estipula para poder estar colegiado siempre ha
sido poco estricto, pero en este caso, debido a la facilidad técnica de
reactivación de la licencia, no hubo al parecer ninguna deliberación previa a
la aceptación, ni tampoco se ha sometido Kozinski a medida disciplinaria
formal alguna desde entonces (aunque no podemos estar seguros de esto, ya
que las reglas del Colegio Estatal de Abogados de California obligan a que
todas las diligencias relacionadas con el carácter moral de un letrado sean
confidenciales). Así que, en estos momentos, disfruta de una lucrativa
práctica profesional de la abogacía.
En julio de 2018, Kozinski ya estaba de vuelta en el candelero público,
concediendo entrevistas y publicando un artículo de homenaje al juez del
Tribunal Supremo Anthony Kennedy con motivo de la jubilación de este.
Una de sus primeras acusadoras, la profesora de derecho Emily Murphy (de
la Escuela Hastings de Leyes, de la Universidad de California), dijo: «Me
preocupa que esto les transmita a las mujeres la idea de que, en nuestra
profesión, el acoso importa muy poco. Y viene a confirmar una
preocupación que varias de nosotras tuvimos después de que dimitiese, que
era que, de no seguirse una investigación o un proceso formal contra él,
acabara resultando más sencillo restarle importancia a su comportamiento y
rehabilitarlo de algo cuyo verdadero alcance no hemos llegado a ver». 27
El asunto Kozinski nos enseña varias cosas sobre la Judicatura federal
que deberían ponernos los pelos de punta. En primer lugar, su caso es
atípico en cuanto al número de auxiliares acosadas (mujeres... y hombres
también, pues recordemos que los auxiliares también sufrieron acoso y un
ambiente de misoginia que, sin duda, muchos de ellos deploraban). Así que
su ejemplo muestra, básicamente, que incluso un notorio abusador puede
sobrevivir veinte años en el cargo si es alguien brillante, excéntrico, con
buenos contactos y desvergonzado. También revela ciertos vicios
estructurales: en los códigos de conducta de la institución no había nada con
lo que acudir en ayuda de aquellas mujeres, y además, el deber de
confidencialidad, según se interpretaba entonces, actuaba en contra de ellas.
También muestra la facilidad con la que un juez acusado puede esquivar la
apertura de cualquier procedimiento formal simplemente optando por
retirarse de la Judicatura, y cómo en ese momento otros vicios estructurales
parecidos (estos, en la normativa de los colegios estatales de abogados) le
pueden garantizar una rentable continuación del ejercicio de la abogacía
(sumada a las prestaciones completas que le corresponden como juez
retirado).
El caso nos invita a imaginar que debe de haber numerosos infractores
por el estilo —aunque no tan desvergonzados, y más selectivos en cuanto a
los objetivos de su abuso— actuando ocultos entre las sombras sin que
nadie los castigue ni los disuada de ello. Aunque, más que imaginárnoslo,
podemos estar seguros de ello en vista de la cortísima nómina de jueces
federales que han llegado a afrontar denuncias formales, una lista en la que
no hay más jueces de apelaciones y solo cinco jueces de distrito, y todos
ellos eludieron las posibles sanciones optando por retirarse de la
Judicatura. 28

EL JUEZ ROBERTS HACE UN LLAMAMIENTO A LA REFORMA

A raíz de la dimisión de Kozinski, el presidente del Supremo federal, el juez


John Roberts, hizo un llamamiento a la reforma y a la toma de medidas. En
su informe final del año 2017, solo dos días después de que Kozinski
hiciera pública su dimisión, Roberts anunció: «El Poder Judicial empezará
2018 llevando a cabo una detenida evaluación para determinar si sus
estándares de conducta y sus procedimientos para investigar y corregir los
comportamientos inapropiados son adecuados para garantizar que los
juzgados y los tribunales sean entornos de trabajo ejemplares para todos los
jueces y todos los empleados judiciales». 29 Instituyó entonces una comisión
bipartidista para que estudiara los códigos relevantes y recomendara
cambios. Ese grupo informó de sus resultados seis meses más tarde y
recomendó numerosas reformas. El 12 de marzo de 2019, algunas de ellas
fueron incorporadas oficialmente a los códigos pertinentes.
El mencionado grupo de trabajo detectó que la Judicatura federal sufre
un problema de acoso. 30 No centró su examen en el acoso sexual en
exclusiva, pero sí lo convirtió en el foco principal de su atención en todo
momento. Señaló elementos del entorno laboral judicial que dificultan las
denuncias, sobre todo, la asimetría de poder entre jueces y auxiliares, y la
dependencia de por vida de los segundos respecto a los primeros. Otro
factor es la cortedad del plazo durante el que los auxiliares de la Judicatura
desempeñan sus funciones: la comisión dedujo que unos contratos laborales
más extendidos suelen ayudar a que los empleados se sientan más seguros
para presentar quejas, si las tienen. Así que recomendó modificaciones en
tres ámbitos: (1) los criterios sustantivos, (2) los procedimientos de queja o
denuncia, y (3) la formación previa para prevenir el acoso. En la primera de
esas áreas, explicitó que es deber de un juez o magistrado «no cometer ni,
en modo alguno, tolerar conductas y expresiones constitutivas de acoso o de
cualesquiera otras formas de intimidación por razón de raza, color, religión,
sexo, origen nacional, edad, discapacidad, orientación sexual o identidad de
género».
A los jueces, la comisión les supone también la obligación activa de
combatir el acoso en el entorno laboral judicial, sobre todo si proviene de
otros jueces del tribunal o juzgado de turno. El mismo grupo de trabajo
recalcó además que, si ya de por sí la relación entre jueces y auxiliares es
fuerte, erradicar el acoso contribuiría aún más a fortalecerla. En cuanto a los
procedimientos, recomendó dejar muy claro que los requisitos de
confidencialidad no prohíben «denunciar o revelar malas conductas
judiciales». También admitió la necesidad de instituir más procedimientos
informales de queja añadidos a los canales formales existentes; podrían
incluir, por ejemplo, equipos de empleados encargados de asesorar a
compañeros y compañeras de trabajo sobre cómo gestionar problemas
concretos que puedan tener, así como métodos de seguimiento, reducción y
prevención de casos de acoso. Por último, la comisión recomendó que
hubiera una formación obligatoria sobre criterios y normas en el entorno
laboral similar a la que existe en otros muchos centros de trabajo, y que
incluya también instrucciones para los testigos externos de esos casos, con
consejos sobre cómo intervenir. Dado el especial papel desempeñado por
los presidentes de tribunales del circuito federal a la hora de establecer las
pautas en sus lugares de trabajo, también animaba a que estos recibieran
formación especial sobre el tema.
Todas estas recomendaciones se han llevado a la práctica, incluida la
importante derogación de la confidencialidad obligatoria para ciertas
conductas. Otro cambio importante más es una norma por la que el hecho
de no denunciar la conducta inapropiada de otro juez es en sí mismo
constitutivo de mala praxis judicial. No deja de ser asombroso —y un claro
síntoma de la soberbia judicial— que se haya tardado tanto en mover la
Judicatura federal hacia los estándares del mundo laboral moderno, y esta
insistencia en las reformas es un mérito que cabe reconocerle al juez
Roberts, todo un presidente del Supremo; de todos modos, la Judicatura
federal no tendría que haber esperado a sufrir semejante bochorno para
activarse e introducir unos cambios tan obviamente necesarios como estos.

EL ESCÁNDALO REINHARDT

El abuso sexual no conoce fronteras políticas. El 29 de marzo de 2018, el


juez Stephen Reinhardt, del Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito
federal, un querido «adalid del progresismo», falleció de un ataque
cardiaco. Algo menos de dos años después de su muerte, emergió a la luz
pública su desagradable trayectoria de acosador sexual y de misógino
todoterreno. Fue porque una antigua auxiliar suya, Olivia Warren, testificó
ante la Subcomisión de Tribunales, Propiedad Intelectual e Internet de la
Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes federal, donde se
estaban celebrando unas sesiones de investigación sobre la cuestión de
cómo proteger a los empleados de la Justicia federal frente al acoso sexual y
a las conductas inapropiadas en el trabajo. El testimonio de Warren sobre su
experiencia como víctima de acoso sexual quedó registrado en un informe
de dicha comisión. 31 Dado que Reinhardt falleció durante el año en que
Warren fue auxiliar de su Judicatura, su intento de presentar una queja
formal ante la Oficina de Integridad Judicial no fructificó, y su reclamación
formal ante la Facultad de Derecho de Harvard (donde se había graduado
para cubrir esa plaza) para que esta se ocupara del asunto tampoco dio
resultado, que ella supiera. De todos modos, su relato, como los de las
afectadas por Kozinski, sirvió para destapar la caja de los truenos en un
momento en que se acumulaban procedimientos de confirmación
pendientes; setenta antiguos auxiliares de la Judicatura de Reinhardt
firmaron una carta abierta en la que pedían mayores reformas. 32 Está claro
que Reinhardt, como Kozinski, arrastraba un largo historial de comentarios
sexualizados, desagradables y humillantes dirigidos y referidos a las
mujeres.
Los detalles son tristemente similares, aunque, si nos fijamos bien, hay
también notables diferencias. Cada familia infeliz lo es a su manera, como
bien dijo Tolstói, pero repasar aquí todos los pormenores de la particular
forma de acoso desplegada por Reinhardt no aportaría mayor
esclarecimiento al tema que nos ocupa. Digamos básicamente, pues, que
hacía continuos comentarios sexualizados acerca de los cuerpos de las
mujeres (sobre todo, cuando contrataba a nuevas auxiliares), que las
puntuaba por sus fotos y que a menudo denigraba a aquellas que él
encontraba poco atractivas. Como Warren era una de estas últimas, vivió
sometida a una dieta continua de insultos referidos a ella y a su marido,
quien, según Reinhardt, debía de ser gay o un pobre diablo para estar con
ella, y seguramente no podía funcionar sexualmente. Defendía al juez
Kozinski, a Harvey Weinstein y a otros hombres acusados de conducta
sexual inapropiada. Atacaba a las feministas dirigiéndoles términos
peyorativos que se usan habitualmente contra las lesbianas, etcétera.
En su testimonio, Warren se mostró poco convencida de que las reformas
instauradas por el presidente del Supremo pudieran resolver el problema del
acoso en la Judicatura federal: le parecía que había demasiado poca
protección para la confidencialidad de los denunciantes internos. También
pensaba que las facultades de Derecho de las universidades de élite apenas
advertían a los potenciales nuevos auxiliares de la Judicatura de los abusos
de poder a los que se podían enfrentar. Tras su testimonio, un amplio grupo
de sindicatos estudiantiles de las facultades de Derecho de Yale, Harvard y
Stanford propusieron algunas reformas adicionales, entre las que instaban a
la centralización de las reclamaciones y quejas en la Oficina de Integridad
Judicial (ante la que Warren había intentado denunciar su caso en
vano). 33 Pero, aunque una vía centralizada podría funcionar mejor que la
actual fragmentación, este no deja de ser un remedio demasiado débil, en
mi opinión, para los profundos problemas inherentes a la institución del
auxilio dentro de la Judicatura en sí.

LA JUDICATURA DESPUÉS DE LA REFORMA

La soberbia es persistente. Los rasgos humanos y estructurales que


contribuyen desde hace tiempo a que los jueces estén virtualmente por
encima de la ley siguen estando ahí, así que la cuestión es si esas reformas,
que se esperaban como agua de mayo, tendrán el efecto deseado. El cambio
social es importante, sin duda: el movimiento #MeToo, unido a la caída de
Kozinski, debería servir como mínimo para que los futuros Kozinski anden
sobre aviso de que no pueden dar por sentado que nunca tendrán que pedir
perdón por sus abusos. La publicidad que se ha dado a los desmanes del
juez Reinhardt debería reforzar aún más ese mensaje. Hay motivos para
esperar que las nuevas generaciones de jueces accedan al cargo con una
educación diferente sobre este tema o para que, si no están adecuadamente
educados sobre él, se sientan al menos disuadidos de propasarse.
El aspecto más persistente continúa siendo la naturaleza íntima de la
relación entre el juez y sus auxiliares. En un bufete de abogados, lo normal
es que ningún joven pasante trabaje todo el tiempo para el mismo socio. La
rotación y la responsabilidad compartida favorecen la transparencia. En el
mundo académico, el supervisor de un doctorando o doctoranda tiene un
gran poder asimétrico sobre él o ella, pero solo durante unos tres años, más
o menos. Luego, a medida que pasa el tiempo desde el momento en que esa
joven académica obtiene su doctorado y publica sus propios trabajos, se va
haciendo más independiente del favor de su antiguo mentor o mentora. No
ocurre lo mismo con la antigua auxiliar de la Judicatura que intenta abrirse
camino en el mundo de los bufetes legales (resulta muy revelador, por
ejemplo, que una gran mayoría de las abogadas de estos gabinetes que
trabajaron en su día con Kozinski no hayan revelado nada acerca de sus
experiencias como auxiliares de ese juez). 34 Además, muchos
departamentos académicos han abierto el proceso de supervisión
ampliándolo a un comité de tres o más miembros que son más o menos
iguales en autoridad y que se reúnen todos ellos con regularidad con el
doctorando. La responsabilidad se reparte, lo que aumenta la probabilidad
de que las reclamaciones que puedan surgir sean atendidas.
A mí, como persona externa al sistema que, aun así, recomienda con
frecuencia a estudiantes de Derecho para plazas de auxiliar de la Judicatura,
me parece que esa sería una buena dirección hacia la que encaminar la
configuración de la figura de los auxiliares. Una rotación entre tres jueces
en el transcurso del año de servicio o, si no, un comité de tres magistrados
que acordaran dividirse los servicios de todos sus auxiliares de un modo
aceptable para todos, mejorarían considerablemente la transparencia y
destaparían el actual velo de secretismo. Pero también soy realista: nadie
favorecerá motu proprio esta solución. Existe tal idealización de la relación
juez-auxiliar, y tanto convencimiento de la validez de la dudosa idea de que
tiene beneficios educativos para toda la vida, que una reforma tan radical
como esta no hará fortuna. Lo más viable para avanzar en esa dirección
sería hacer que el presidente del tribunal de circuito designara para cada
auxiliar uno o dos «jueces secundarios» además del principal (el
contratante). Esos otros magistrados tendrían entonces una función de
supervisión de la labor del auxiliar y, por lo tanto, también podrían dar
referencias de él o ella en el futuro. O, como alternativa menos intensiva en
trabajo, también podría existir la posibilidad de que el juez presidente
nombrara a uno o dos magistrados cada año para que ejercieran la función
de «asesores de auxiliares»: serían las personas a las que se remitiría a un
auxiliar que tuviera algún problema relacionado con su trabajo. Todos estos
cambios son más factibles en circuitos como el Séptimo, que está
concentrado geográficamente. Cada circuito tendría probablemente que
abordar la cuestión del modo que más se ajustara a su propio tamaño,
geografía e historia.
Con independencia del valor o del recorrido que puedan tener estas
sugerencias, lo que de verdad importa es que los jueces no se congratulen
ya de haber solucionado el problema del acoso sexual. Pese a las loables
iniciativas de reforma, las estructuras básicas que facilitan que la soberbia
judicial se traduzca en abusos continúan estando ahí.
El 9 de diciembre de 2019, Alex Kozinski regresó al circuito federal que
él mismo había deshonrado para presentar ante él un argumento que había
preparado para una causa sobre derechos de propiedad. 35
Capítulo 7

NARCISISMO E IMPUNIDAD
Las artes escénicas

Alguien le pregunta a un joven alumno de violín que si pudiera salvar


solo a una persona, quién sería: ¿el director de su orquesta o la propia
madre del violinista? «Si dices que a tu madre —añade el director—,
saldrás por esa puerta y no volverás a verme nunca más. Si me eliges a
mí, cerrarás la puerta, entrarás en esta casa y estarás conmigo para
siempre.»

ALBIN IFSICH, violinista, sobre un encuentro


hace mucho tiempo con el director James Levine 1

Harvey Weinstein, Bill Cosby, James Levine, Plácido Domingo: ¿qué tienen
todas estas figuras en común? Todos ellos tenían un gran poder en el mundo
de las artes escénicas. Todos usaron ese poder para abusar de mujeres (o, en
el caso de Levine, de hombres adolescentes). Todos han caído en desgracia,
arrastrados cada uno por un aluvión de relatos de víctimas cuyo peso
acumulado ha convencido a los directivos de sus instituciones respectivas
para que rescindieran sus contratos (o, en el caso de Weinstein, para que le
hicieran el vacío a su productora, que terminó quebrando). Pero no nos
confiemos ni pensemos que la justicia y las voces de los vulnerables han
triunfado por fin, pues sus casos comparten también otro rasgo común:
todos ellos estaban (y están) ya al final de sus carreras. Weinstein, aunque
tenga solo sesenta y ocho años, está enfermo y apenas puede andar; Cosby,
a sus ochenta y tres años, está ciego y en mal estado de salud, y hace tiempo
que su carrera televisiva se acabó; Levine había llegado a sus setenta y siete
años a un punto en el que ya prácticamente no podía dirigir por culpa de su
enfermedad de Parkinson cuando la dirección de la Ópera Metropolitana de
Nueva York decidió hacer caso a los rumores que corrían sobre él (y que se
conocían de forma muy extendida ya desde principios de los años ochenta).
El caso de Domingo es el más complejo: tiene ochenta años, conserva un
gran vigor físico y continúa cantando bien a una edad a la que no deja de
asombrar a público y crítica, pero sigue transmitiendo una sensación de
vulnerabilidad ante la opinión pública (y las instituciones que lo contratan)
solo porque todo el mundo sabe que su carrera de cantante está próxima a
terminar, aunque no sepamos exactamente cuándo. Al mismo tiempo (y esto
es significativo), pese a ser el que se mantiene más vigoroso de los cuatro,
es también el que menos en desgracia ha caído, pues todavía es capaz de
arrancar del público una ovación en pie de media hora en Europa, a pesar de
que se le hayan rescindido todos sus contratos de actuación en Estados
Unidos. 2 En todos esos casos, hacía años que circulaban rumores creíbles
sobre la conducta depredadora sexual de los denunciados, que, en el caso de
Cosby, estaban respaldados incluso por demandas civiles en su contra y por
una lamentable declaración judicial del propio demandado ante el tribunal
que vio una de esas demandas. Y pese a ello, la sociedad siguió ignorando
en cierto modo las voces de las víctimas hasta que los culpables ya
estuvieron viejos, enfermos e incapacitados para seguir deslumbrándonos y,
sobre todo, para resultarles muy rentables a otros que se enriquecían gracias
a sus enormes talentos. Su actual caída en desgracia, pues, no justifica el
optimismo: no demuestra que las personas con un poder como el suyo
hayan dejado de estar por encima de la ley. Se los ha considerado
prescindibles porque ya lo eran. También han caído algunas figuras más
jóvenes, es cierto, pero ninguna de ellas —hasta donde puedo recordar—
con la categoría de estrellas ni la influencia en sus respectivos campos de
estos cuatro. ¿Acaso no podemos hacerlo mejor y proteger a quienes se
dedican al arte frente a los abusos de las grandes estrellas antes de que estas
estén ya a las puertas de su ocaso natural?
Todos los casos que he comentado en el capítulo 6 (incluido el de Alex
Kozinski) ejemplifican un tipo particular de orgullo deformado: la soberbia
de las personas que piensan que su capacidad para deslumbrar a otras las
sitúa por encima de las reglas (e incluso las leyes) de la sociedad. A
diferencia de alguien como Kozinski, sin embargo, estos artistas
distinguidos nos muestran una muy triste verdad sobre los seres humanos,
que es que la más profunda y sutil aptitud perceptiva, y la capacidad para
iluminar nuestras vidas en ámbitos de la más honda importancia para las
personas, pueden coexistir en los mismos individuos con un carácter
retorcido, narcisista y absolutamente desprovisto de compasión. Si Alex
Kozinski desapareciera de la faz de la tierra, nuestro mundo probablemente
no echaría de menos ni un ápice de la supuesta capacidad perceptiva que él
le haya estado aportando. James Levine y Plácido Domingo, sin embargo,
aportan a este mundo tal belleza e iluminación que nos vemos obligados a
valorar también qué hacemos con el legado de su obra una vez que
reconocemos el trastornado trato que han dispensado a otras personas.

LA SOBERBIA Y EL TALENTO ARTÍSTICO

Las artes escénicas seducen; la pasión ocupa un lugar central en su


contenido y en su modo de influencia. Dada su omnipresencia en el teatro,
en la ópera e incluso en la música sinfónica, las pasiones se infiltran con
facilidad en todos esos ámbitos. «Estás demasiado tiesa. Muéstrame que
sientes de verdad el papel. Sácalo todo.» Y como las artes escénicas usan el
cuerpo para expresar pasión, es difícil que lo corporal se mantenga al
margen de la relación laboral propiamente dicha.
En la enseñanza, en el entrenamiento y, con frecuencia, en la dirección
de esas artes, hay un contacto corporal generalizado, necesario y, por lo
general, positivo que se consideraría improcedente en entornos como
gabinetes jurídicos o aulas académicas. Los maestros de canto, por ejemplo,
suelen tener que colocar las manos sobre la espalda, el pecho y la
mandíbula del alumno o la alumna. Los de danza siempre están tocando
piernas, brazos o espaldas. Además, el carácter íntimo de lo que se explora
a través de las artes escénicas hace que sean muchas las situaciones más que
apropiadas de solitude à deux entre maestro o maestra y alumno o alumna.
Si todas las lecciones de canto, por ejemplo, se impartieran en grupo, se
aprendería mucho menos, y lo mismo ocurre con la música instrumental.
En la actuación se juntan normalmente varios tipos de transgresión de
límites. Las escenas se suelen ensayar solo entre dos personas antes de
hacerlo ante el resto del grupo, y pueden implicar (y a menudo implican)
formas diversas de contacto entre intérpretes, según se indican en el guion.
Posteriormente, el director o el instructor pueden intervenir, por ejemplo,
interpretando partes de la escena con uno u otro actor o actriz, o
incitándolos a expresarse con mayor autenticidad. Y también hay un cruce
de límites emocionales: a menudo se ha de interpretar un amor erótico, o
una atracción sexual, u otras pasiones complicadas.
A esto cabe añadir una manera convencional de enseñar actuación
heredada de los primeros tiempos de la compañía Group Theatre en Estados
Unidos, introductora (muy selectiva) de los métodos de Konstantin
Stanislavski. La idea, básicamente, es que la mejor manera que un actor o
actriz tiene de conseguir autenticidad en su interpretación es valiéndose de
recuerdos emocionales tomados de su propia vida, pues así podrá mostrar
mejor el sentimiento pretendido en cada momento, asociado a algún
recuerdo concreto. Eso significa que un maestro se puede sentir legitimado
para intentar evocar emociones reales de diversa índole en su alumno o
alumna de interpretación, sobre la base (a menudo falsa) de que tales
sentimientos emocionales, una vez que hayan sido exhibidos ante el
instructor en clase, quedarán guardados ya en el arsenal de gestos del
intérprete para cuando le resulte apropiado utilizarlos en alguna escena.
Tengo muy vivo el recuerdo de haber sido humillada ante mis
compañeras y compañeros de clase de la Universidad de Nueva York
(NYU) por un muy famoso docente de interpretación (cuyos orígenes se
remontaban al Group Theatre). Me enfadé y (llevada del propio ambiente
general que él había creado en aquella aula) lo abofeteé. Él presentó
entonces mi reacción como un gran avance en mi desarrollo como actriz
(aunque, como era de esperar, aquella expresión auténtica de emoción
nunca se guardó en mi repertorio expresivo). No conozco ningún caso en el
que ese maestro en particular usara la seducción erótica para «conseguir»
un «avance» parecido, pero lo cierto es que la teoría apoyaba esa forma de
enseñanza de la interpretación. Y si el maestro no intentaba seducirte por
esa vía, es probable que fuera algún compañero actor quien lo hiciera.
Como todos creíamos que actuar era una especie de composición de retazos
de nuestra realidad, se nos animaba a convencernos de que la única manera
de interpretar bien una escena erótica era desarrollando en nuestro interior
ciertos sentimientos eróticos hacia nuestro compañero de escena. En
aquellos tiempos (finales de los años sesenta), muchos pensaban también
que las drogas eran un pasaporte hacia una mayor autenticidad; he sido
curiosa observadora de qué carreras de mis compañeros y compañeras de
promoción duraron y cuáles no, y por lo general, los nombres de los que
eran consumidores más abusivos de estupefacientes son hoy totalmente
desconocidos.
Había opiniones discrepantes dentro de aquel panorama general. A otro
célebre maestro de interpretación de la propia NYU lo escandalizaban los
excesos del autodenominado realismo en nuestro trabajo. En una escena de
celos, mi compañero de escena interiorizó tan bien la mentalidad del
abusador doméstico que me retorció el brazo y me produjo unos fuertes
cardenales. En aquel entonces, yo pensaba que eso estaba muy bien, que era
una muestra de nuestra autenticidad. Al ver mis moratones, ese maestro nos
reprendió con la mayor severidad. Hay líneas que nunca se deben cruzar,
dijo. Su propio método para liberar nuestros cuerpos, más acorde con mi
carácter (y diría que también con las normas éticas), consistía en hacernos
ensayar una escena de Shakespeare, por ejemplo, mientras galopábamos por
el aula como caballos. Nos concentrábamos tanto en aquella extenuante
actividad que no podíamos bloquearnos, y además, nuestras voces sonaban
de un modo nuevo y distinto. Pero para el ya mencionado veterano del
Group Theatre aquello era una herejía y un ejercicio de falsedad. La actitud
heredada del Group Theatre y otras de ese estilo contribuyeron a aumentar
muchísimo la vulnerabilidad de los actores y actrices a los abusos, y todavía
contribuyen a ello hoy en día.
Esa actitud (o mito) no está tan presente, ni mucho menos, en el mundo
de la música clásica, pero como la ópera se está fusionando cada vez más
con la actuación (o, cuando menos, requiere de un mayor componente de
esta última) en la actual era de producciones en alta definición, a veces los
mitos de la profesión actoral se infiltran también en la operística.
Los abusadores se escudan a menudo no solo tras este «mito de la
autenticidad», sino también tras otro que invade todas las artes escénicas y,
en el fondo, todo el arte en general. Es un mito muy antiguo que se
remonta, al menos, a los tiempos del Romanticismo. Me refiero a la idea de
que la constricción de las normas y las reglas sociales al uso es mala para
los artistas. A estos hay que permitirles ser transgresores, romper con las
normas, pues, de lo contrario, se reprime su creatividad. La genialidad
trasciende el bien y el mal. Pues bien, este mito es básicamente falso: hay
muchos artistas que son perfectamente capaces de mantener un límite entre
su libertad interior en el ámbito de la creación y su manera de vivir fuera de
este. No obstante, el mito está tan generalizado que, para muchos, puede
convertirse en una profecía autocumplida. Un artista que cree sinceramente
que el quebrantamiento de las normas de la sociedad es una condición
necesaria para su éxito adquiere por hábito una incapacidad para crear sin
transgredir. Es muy revelador que el mito haga referencia en una inmensa
mayoría de los casos a la creatividad masculina, y que lo usen los varones
para referirse a los propios hombres. Y también es revelador que aluda
principalmente a las normas sexuales. No se me ocurre ningún artista al que
haya conocido que pensara que la necesidad de ser creativo le daba licencia
para cometer hurtos o robos en viviendas. Para un reducido número de
hombres de talento se trata, a fin de cuentas, pues, de una forma muy
oportuna de llegar a esa conclusión tan propia de la soberbia masculina:
«Yo estoy por encima de las leyes sexuales, y hay otras personas, pero no
son del todo reales».
Las víctimas suelen sentirse confundidas por culpa de ese mito. El arte y
los artistas son deslumbrantes. Es fácil que a las personas las atraiga el
carisma, como demuestra el conocido fenómeno de las grupis (el personaje
del blog Underneath Their Robes que firma como «Grupi del Artículo III»
juega con esa similitud entre el glamur artístico y el judicial). A veces, los
artistas llegan incluso a crear una especie de secta a su alrededor valiéndose
de la seducción de un grupo entero de personas, como hizo en repetidas
ocasiones James Levine. Los hombres poderosos suelen conseguir
voluntarios o voluntarias para tener sexo con ellos, pero también ocurre
(con demasiada frecuencia) que se sienten con el derecho de conseguir todo
el sexo que quieran de otras personas, tanto si se prestan voluntarias a ello
como si no.
En cuanto a lo que nos pasa al resto del mundo, nosotros —espectadores
y aficionados— también nos sentimos hechizados, deslumbrados y
confundidos por el glamur de esas personas poderosas y, a menudo, también
por la luz real que aportan a nuestra vida. Nos encanta sentirnos arrebatados
por el poder de las pasiones y de los sentimientos eróticos que esas personas
evocan en nosotros, y en la medida en que eso es así, también nos
mostramos reacios a criticar su conducta, o la consideramos «natural».
Aún podemos añadir otro factor: para que las artes que amamos
experimenten una pujanza, necesitan alimentarse de grandes estrellas. Estas
son las que generan tanto ventas de entradas como donaciones de
patrocinadores. Aunque no nos guste el poder de esas estrellas ni su
influencia, si queremos que el arte que amamos perdure y progrese, puede
que nos cueste mucho librarnos de ellas, por muy mal que se porten. Y
también hay a quienes no les importa tanto la salud del arte en cuestión
como rentabilizar el dinero que han invertido en él. De ahí que a algunas
estrellas cuyos talentos hacen que otros se lucren solo se las obligue a rendir
cuentas de su mala conducta cuando ya están demasiado viejas y enfermas
como para seguir siendo rentables.

ENTORNOS LABORALES SIN FRONTERAS

Ya hemos visto que algo que ayuda mucho, en lo que a la prevención del
acoso y las agresiones sexuales se refiere, es contar con un lugar de trabajo
bien definido, en el que esté claro quién es miembro y quién no. En unos
centros laborales así (como las universidades, la mayoría de los entornos
empresariales, los bufetes de abogados, etcétera), se pueden establecer
normativas claras que eduquen, disuadan de malas conductas por
adelantado y fijen unos criterios de equidad para las sanciones a posteriori.
Un concepto clave de la definición jurídica del acoso sexual, el de la
creación de un entorno laboral hostil, está pensado precisamente para
lugares de trabajo como esos, y el concepto clave del otro tipo de acoso
sexual, el de quid pro quo, también es más fácil de aplicar en ellos, pues allí
las reglas de promoción y despido son conocidas por todos y existe, cuando
menos, cierta idea compartida de qué se merece cada uno y quién se lo
merece. Obviamente se producen renovaciones de personal: cada año, por
ejemplo, entran nuevos estudiantes en una universidad y salen otros. No
obstante, en cada momento, está claro quién es alumno del centro y quién
no, y por lo tanto, para quién rigen las normas sobre el alumnado y para
quién no (lo digo ya para que quede claro: lo inevitablemente confusos que
son estos límites en el deporte universitario de la División I es uno de los
varios fallos graves en ese ámbito, como veremos en mi siguiente capítulo).
Lo mismo se puede decir de otros puestos y funciones en tales instituciones.
Es una situación que no se parece en nada a la de las artes escénicas,
salvo en contadas excepciones (como los músicos de las orquestas
sinfónicas, que suelen quedarse en una misma institución empleadora
durante un periodo largo de tiempo —e incluso pueden llegar a tener plaza
titular fija en ella— y cuya situación contractual se ajusta a una normativa
clara estipulada en su convenio sindical). Los cantantes en los coros de
ópera constituyen excepciones parecidas. Incluso cuando las orquestas y los
coros contratan a miembros extra a tiempo parcial, los términos de esa
utilización de personal adicional suelen estar bien definidos en el contrato.
Los bailarines con contratos de larga duración en una única compañía de
danza también son excepciones. Pero la mayoría del empleo en los ámbitos
del teatro, del cine, de las actuaciones televisivas, de la danza y de la
música solista (tanto vocal como instrumental, incluidos los pequeños
conjuntos o agrupaciones) es temporal, e incluso si los intérpretes están
sindicados, estos solo tienen un acceso limitado a las protecciones que los
sindicatos les pueden ofrecer. A los actores se les contrata para un
compromiso único, que puede durar más o menos, pero rara vez es muy
prolongado. Incluso las estrellas de los programas televisivos de éxito que
se renuevan varias temporadas renegocian sus contratos cada año. A los
bailarines de un espectáculo que tenga éxito en Broadway y dure,
pongamos, diez años en cartelera no se les suele contratar por la
programación completa de todas esas temporadas, pues sus facultades
pueden deteriorarse antes de eso. Sí, también las orquestas y los coros
tienen que volver a seleccionar nuevo personal a veces, pero ese proceso
está regulado por contrato, lo que rara vez es el caso en el teatro o en la
televisión. Y, de todos modos, pocos son los espectáculos que duran mucho
en cartelera.
Los actores y actrices, por consolidados que estén, siempre tienen que
pasar una audición y nunca pueden estar tranquilos en ese sentido. Como
Heidi Klum decía a menudo en el televisivo concurso de talentos Pasarela
a la fama: «Un día estás dentro, y al día siguiente estás fuera». Ninguna
fama (que no sea la de una superestrella mundial) es sólida; además,
siempre es vulnerable al envejecimiento, una forma de identidad
estigmatizada. Para los actores es muy importante mantener buenos
contactos, pues dependen de ellos, y para ello suelen contar con la
mediación de agentes que los ayudan a presentarse a castings, ya sean para
teatro, para televisión o para cine. Los castings no están regulados por
normas y es bien sabido que son impredecibles (compárese esa situación,
una vez más, con la de las orquestas sinfónicas, donde las reglas de las
pruebas de selección figuran descritas en el convenio sindical, y donde la
ocultación del género y la raza de quienes se presentan a ellas —detrás de
un telón o cortina, al menos hasta la ronda final, cuando el intérprete en
cuestión debe tocar con el resto de la orquesta— ha provocado una
revolución en el reparto de músicos de las orquestas estadounidenses, sobre
todo en comparación con el de las europeas actuales, donde todavía no se
ha implantado dicha práctica). Básicamente lo mismo se puede decir de los
músicos y cantantes solistas, tanto en el cabaret como en la ópera. En
esencia, uno o una siempre se está promocionando ante alguien, y su buena
suerte dura lo que dura. En Europa, las compañías nacionales de repertorio
ofrecen a veces plazas para músicos titulares con contratos de empleo fijo,
pero incluso en aquellas compañías de repertorio estadounidenses que
tienen miembros «regulares», a estos no se les puede garantizar su puesto
de trabajo de una temporada para la siguiente. En resumen, mientras una
artista está desempeñando un trabajo, siempre debe tener la vista puesta en
dos o tres más. E incluso si en su empleo presente no hay abusadores, no
puede dejar de temer que lo sean quienes controlen su acceso a la siguiente
oportunidad.
En definitiva, pues, el mundo artístico —en cada una de esas artes— es,
en su mayor parte, un gran espacio laboral sin fronteras. Eso significa que
ciertas personas que tienen gran poder y riqueza pueden influir en las
oportunidades de todos y todas, en mayor o menor medida. Aunque una
artista no trabaje actualmente para Harvey Weinstein ni busque trabajo en
su productora, la realidad es que siempre está buscando empleo y no sabe
cuándo necesitará que alguien con la riqueza, el poder y la extendidísima
influencia de Weinstein hable bien de ella. Tampoco un músico que no
trabajase en ninguna de las orquestas que James Levine dirigía podía eludir
el hecho de que la figura de este hombre era tan imponente en su ámbito
que influía también en la percepción que en él se tenía del talento de otros
músicos no contratados para trabajar directamente con él, sobre todo porque
impartía regularmente docencia en programas que formaban a intérpretes
musicales mucho más jóvenes y marcaba así su trayectoria de crecimiento
profesional. Tampoco, aunque no actúes con Plácido Domingo en este
momento, puedes estar segura de que no vayas a actuar con él el año que
viene; y aunque no tuvieras ningún contacto con la Ópera de Los Ángeles
(de la que él fue director general hasta 2019) en un momento dado, podías
descartar la posibilidad de que surgiera una oportunidad de empleo allí más
adelante. En el ámbito académico, alguna de las figuras más cimeras
también puede bloquearle el camino a alguien que quiera ir a trabajar a la
misma universidad donde está aquella o a algún otro centro donde tenga
una influencia desproporcionada. Pero las estrellas académicas no tienen
tan amplio ascendiente sobre todas las contrataciones en ese mundo, pues
estas suelen decidirse por votación de todo un departamento, y es
perfectamente posible conseguir empleos seguros (e incluso titularidades)
invulnerables al influjo de ese individuo. En las artes escénicas, sin
embargo, uno o una siempre está presentándose a audiciones, y nunca deja
de ser vulnerable.
Las grandes estrellas logran blindarse así frente al riesgo de ser
denunciadas desde dentro. No necesitan ningún requisito de
confidencialidad como el que obliga a los auxiliares de la Judicatura. Su
blindaje radica en la propia precariedad del resto de los intérpretes.
Dos mecanismos más del mundo artístico protegen a las estrellas. Uno es
el valor de taquilla de su mero estrellato. Aunque en cierto momento previo
pudieran haber sido reemplazables, en cuanto alcanzan el estatus de grandes
del espectáculo, parecen ya insustituibles (al menos, hasta que envejezcan o
enfermen). Las personas que participan en una producción temen contrariar
a la celebridad de turno, pues entienden que su propio bolsillo se verá
afectado si esta no está presente. Y en ámbitos artísticos menos
dependientes de las ventas de entradas y más supeditados a la dadivosidad
de los donantes, la gran estrella suele ser clave para una más generosa
implicación de estos últimos. Las grandes compañías de ópera, por ejemplo,
obtienen de las donaciones una proporción considerablemente mayor de sus
ingresos anuales que de la venta de entradas. 3 La comunidad de donantes
en la música clásica y la ópera (y seguramente también en la escena teatral
en Broadway) tiende a estar formada por personas relativamente mayores,
blancas, conservadoras en lo artístico y lo social, y dotadas de una desigual
formación musical. Y esto influye, porque el infrecuente donante con oído
bien educado valorará el desempeño artístico de un director o un músico
basándose en sus facultades reales, pero el donante típico lo hace guiándose
más por lo conocido o prestigioso que sea el nombre de la estrella.
Son muchos los factores, pues, que se conjuran para proteger a los
famosos desde el momento en que alcanzan la popularidad, pero el mayor
problema de todos es la precariedad del empleo en sí. El tratamiento
jurídico tradicional del acoso sexual es casi imposible de aplicar aquí,
cuando la estrella está acosando a diversas empleadas o empleados
temporales o simplemente potenciales. La carrera de intérprete lleva
aparejada una vulnerabilidad permanente, tanto económica como física.

LAS ARTES Y SUS DIFERENCIAS

Cada arte da pie a su propio tipo y grado diferenciado de vulnerabilidad.


Una variable que causa esa diferencia es el papel del talento innato, que
parece ser sumamente importante en la música clásica, aunque no tanto en
el oficio de actor. Si una persona ha sido bendecida por la lotería natural
con un don excepcional para la música, cuando menos, resulta más difícil
que un enemigo poderoso impida que su talento salga a la luz, aunque siga
siendo posible que le haga la vida muy difícil si la somete a acoso, por
ejemplo. Otro factor trascendental es la formación especializada. Resulta
sencillamente imposible tener una carrera profesional en la música clásica o
el ballet (o en la mayoría de las formas de danza moderna) sin muchos años
de muy arduo estudio y de disciplinada práctica y ensayo. Por lo general,
esta formación comienza ya en la infancia, aunque los cantantes clásicos
suelen iniciarse más tarde, pues la maduración de la voz (la masculina, en
especial) lleva más tiempo. Algunos cantantes de ópera de primerísimo
nivel no recibieron formación especializada hasta su época
universitaria, 4 aunque normalmente sus vidas ya venían muy condicionadas
por la música en algún otro sentido (tocaban el piano, cantaban en algún
coro de iglesia, etcétera). Otros muchos cantantes clásicos ya practicaban
otros estilos, pero nunca habían ido a una ópera... hasta que algún maestro
les mostró ese camino. La mayoría de los instrumentistas clásicos o de jazz
también comienzan su formación temprano; en ese caso, prácticamente no
existen los descubrimientos tardíos de la vocación.
De todos modos, como hay exceso de oferta, ni el talento y la formación
sumados bastan. Sí sirven, no obstante, para reducir el grupo de
contrataciones potenciales y convertir en prácticamente imposible
«enchufar» a un incompetente. Y quienes no quieran vivir en la inseguridad
constante propia de los profesionales autónomos pueden optar por algo más
sólido: un puesto en una orquesta sinfónica (con audiciones a ciegas), si su
talento es suficiente para ello, o, en el caso de los cantantes, un puesto en el
coro de una compañía de ópera. 5 Otra opción es un puesto fijo de músico
en una iglesia o una sinagoga complementado con encargos como free
lance. Hay también otros muchos músicos que se dedican a la enseñanza de
su arte, o que tienen algún otro tipo de trabajo principal, o que solo tocan o
cantan por añadidura.
Y si en la música clásica hay un exceso de oferta, es más que obvio que
los actores y actrices se enfrentan en el teatro, el cine y la televisión a una
elevadísima ratio de candidatos bien cualificados por puesto disponible.
Para actuar se necesitan ciertas condiciones naturales de voz, cuerpo e
imaginación, pero lo que requiere cada papel es bastante fluido y puede
satisfacerse de múltiples formas. Si alguien se presenta a una audición para
una orquesta sinfónica, más le conviene saber tocar las notas que le pongan
delante. Pero los papeles en teatro y televisión suelen ser más abiertos y
admiten una amplia gama de plasmaciones vocales y físicas. Además, en
cine y televisión, la tecnología puede compensar mucho las deficiencias de
los intérpretes (y hacer que parezcan más altos o más intensos, por ejemplo,
amén de eliminar la necesidad de que tengan que recordar todas las líneas
de un papel largo). Tampoco está claro que la formación previa sea un
requisito para actuar. Hay actores a quienes les sirve para aprender mucho
sobre interpretación, voz y movimientos, pero a otros les va mejor sin ella.
Creo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, por cada papel
para el que se hacen castings, hay más de mil personas capaces de
interpretarlo de un modo (como mínimo) aceptable. Y a las audiciones
abiertas (también conocidas en inglés como «llamadas al ganado») pueden
presentarse de hecho mil... y más. La suerte es un factor; la autopromoción
y los contactos son otro; y, claro está, también lo es la aptitud. Pero, entre
los actores y actrices, este último factor desempeña un papel mucho menor
que en los intérpretes de música clásica.
El de la música pop es un ámbito más misterioso para mí, pero creo que
se parece más al de los actores y actrices que al de los músicos clásicos.
Algunas estrellas tienen unos magníficos dones vocales o instrumentales
naturales, además de habilidades desarrolladas con mucha práctica y
formación. Lady Gaga posee un talento y una formación que nada tienen
que envidiar a los que se necesitan para la música clásica, y podemos decir
lo mismo de otros genios instrumentales como Keith Richards o Eric
Clapton. A menudo, sin embargo, el artista pop es básicamente un actor,
alguien embarcado en una autopromoción continua a quien la tecnología
ayuda mucho a hacerse más presentable. El volumen de aspirantes es
enorme, el número de los que triunfan es minúsculo, y para pasar del
primero de esos grupos al segundo importan muchísimo la suerte y los
contactos.
Como puede que el universo de candidatos cualificados para cada papel
sea enorme, el contratante (ya sea este un director o un productor) dispone
de un ingente poder para destacar a una persona o a otra entre las demás.
Para seleccionar a un actor o actriz no hay nada parecido a las audiciones a
ciegas de las orquestas, pues ¿cómo podrían escogerlo o descartarlo sin
verlo? Así que las conexiones con la persona poderosa de turno pueden
desempeñar un gran papel a la hora de impulsar o destruir carreras. Se
genera así mucho margen para la corrupción. Un contratante poderoso —un
Harvey Weinstein, por ejemplo— realmente puede impulsar o destruir
centenares de carreras. Añadamos a ello la porosidad de ese entorno laboral
y podremos ver que una persona poderosa corrupta puede trastocar la vida
de miles, pues más o menos todo el mundo que no es aún empleado suyo lo
es en potencia.
La corrupción suele ser recíproca: la inseguridad de ese tipo de empleos
hace que, al menos, algunas personas se presenten voluntarias para ser
utilizadas por alguien como Harvey Weinstein. La aspirante puede pensar
que esa es la única forma que tiene de destacarse del resto y darse algo de
ventaja. Ese hecho potencia la tendencia de un Weinstein a seguir abusando:
es «lo que buscan todas», puede pensar equivocadamente la persona
poderosa. Y desde luego potencia la poca disposición de otros muchos que
piensan eso mismo a tomarse en serio las acusaciones de abuso que hacen
las mujeres. A menudo, la amenaza de represalias del Weinstein de turno
puede contribuir a que personas débiles y poco seguras de sí mismas cedan
a sus peticiones, aunque no sean de su agrado. Puede que te hayas dicho
que nunca cruzarías la línea de acostarte con nadie para conseguir un papel,
pero que, aun así, hayas tenido que acceder a ello muy en contra de tu
voluntad porque esa persona amenazaba con ponerte en una lista negra.
Aunque un caso así encajaría con el modelo clásico de acoso sexual fijado
en Meritor contra Vinson, 6 no siempre se percibe como tal acoso sexual
ilícito.
El hecho de que el empleo de actores y actrices tienda a ser temporal o a
corto plazo magnifica estos problemas, pues aunque la intérprete sepa que
está felizmente empleada en el momento presente, es consciente de que no
lo estará más adelante. Así que alguien como Weinstein continúa ejerciendo
un gran poder sobre ella.
Normalmente, la persona poderosa que está en posición de explotar a
otras es un director, productor o, en el caso de Weinstein, jefe de una
productora. A veces, sin embargo, se trata de otro actor. La mayoría de los
actores y actrices no están seguros de sus posibilidades de empleo futuras
en ningún momento de sus carreras. Pero, como ya he dicho, los hay que sí
alcanzan un poder y una seguridad reales, ya sea porque se los reconoce
como estrellas cuya presencia puede garantizar el éxito de una película, o
porque interpretan a un personaje en un programa televisivo de mucha
audiencia que lleva años gozando de visibilidad nacional. El poder de Bill
Cosby era de este segundo tipo, y lo ejercía no solo sobre actrices
aspirantes, sino también sobre otras personas que trabajaban en el mundo de
los medios y en otras empresas relacionadas (Andrea Constand, su principal
acusadora, lo conoció a través de su contacto común con una universidad,
Temple.) Estaba blindado no solo por su poder sobre mujeres en situación
insegura, sino también por el que tenía sobre los inversores y los
patrocinadores, que ganaban dinero con su fama. A veces, esos dos tipos de
poder se combinan entre sí: James Levine y Plácido Domingo tenían poder
sobre sus empleados reales o sobre los potenciales, pero era un poder
fortalecido y protegido (frente a posibles denuncias internas) por el dinero
que sus respectivos talentos hacían ganar a otras personas.
Aunque yo me centro aquí en las artes escénicas, vale la pena recordar
que la pintura y las bellas artes en general son quizá las más inseguras de
todas, ya que es muy bajo el porcentaje de quienes pueden vender su obra a
precios aceptables, y los artistas aspirantes, si quieren «destacarse»,
dependen casi por completo del capricho de los coleccionistas ricos, así
como del poder del bombo publicitario y de la autopromoción. En esos
ámbitos, sin embargo, las mujeres no se quejan tanto de episodios de acoso
sexual como de exclusión y discriminación descaradas. La ópera, el ballet y
el teatro tienen plazas garantizadas para las mujeres, y las orquestas
sinfónicas tienen la figura de las audiciones a ciegas. No existe nada de ese
estilo en las bellas artes. Aunque los museos estén dedicando actualmente
un número creciente de exhibiciones a la obra de mujeres artistas, estas
siguen considerando que eso no es más que un gesto nimio en comparación
con lo que verdaderamente se echa a faltar todavía, que es la adquisición de
obras de artistas mujeres para las colecciones permanentes de esos mismos
museos.

PERFILES DE CORRUPCIÓN
A continuación me centraré en una única área del mundo de las artes
escénicas, que es la de la música clásica, y concretamente, en cuatro casos
que nos muestran diferentes trayectorias de abuso y de potencial
responsabilización: me refiero a los directores James Levine y Charles
Dutoit; al cantante, director y directivo Plácido Domingo; y al cantante y
profesor de voz David Daniels.
Hablamos de cuatro músicos clásicos extraordinarios. Todos se enfrentan
a acusaciones creíbles de acoso o agresiones sexuales en serie. Todos han
caído total o parcialmente en desgracia. Todos tenían ya una reputación
previa de explotación sexual que se remontaba a muchos años atrás y que
había sido ignorada de forma generalizada hasta fecha reciente. Todos han
conocido el desprestigio ya al final de sus carreras, cuando ya no
deslumbraban a tanto público como antes ni generaban tanto dinero para
otras personas (o, en todo caso, cuando se consideraba que ya habían
llegado al final de su vida profesional). Y todo esto aun a pesar de que,
debido al importante papel del talento innato, el mundo de la música clásica
está probablemente menos corrompido en ese sentido que el del teatro y el
cine.

DAVID DANIELS

Nacido en 1966, Daniels fue durante muchos años el principal contratenor


operístico en Estados Unidos y fue también una figura destacada en Europa.
Un contratenor —llamado a veces también «alto masculino»— es un varón
capaz de cantar en un registro más típico de las mezzosopranos
femeninas. 7 A medida que la música barroca fue aumentando de
popularidad en las óperas estadounidenses a partir de la década de 1980 —
gracias, en buena medida, a la fama del cantante inglés Alfred Deller (1912-
1979), el primer contratenor aclamado por el público en época reciente y
promotor incansable de las composiciones del Barroco—, surgió la
necesidad de contar con cantantes que pudieran interpretar papeles
pensados en su momento por Haendel y otros compositores para castrati,
cantantes varones castrados que, en tiempos, estuvieron rabiosamente de
moda y cuyas voces combinaban las notas altas y la flexibilidad típicas de
las cantantes femeninas con una potencia que, generalmente, solo alcanzan
las voces masculinas. 8 En cuanto esa tesitura de voz volvió a consolidarse y
popularizarse, los compositores modernos comenzaron a componer nuevos
papeles para ella. 9
Los buenos contratenores son excepcionalmente infrecuentes. Y
encontrar a alguno que, además, posea sensibilidad artística y capacidad
interpretativa es casi una proeza: tal vez aparezcan dos o tres, a lo sumo, en
cada generación. Esa raridad constituye un importante telón de fondo para
entender la ignominiosa trayectoria de Daniels.
Daniels se formó inicialmente como tenor, aunque sin mucho éxito.
Cuando era estudiante de posgrado en la Facultad de Música de la
Universidad de Míchigan, decidió reinventarse ya como contratenor y fue
entonces cuando su carrera despegó. Fue una figura muy solicitada en todo
el mundo durante años, justamente elogiada por la agilidad y expresividad
de su voz, y también por sus elegantes caracterizaciones dramáticas, como
la que hizo del personaje protagonista del Julio César de Haendel. 10 En
2013, en la Ópera de Santa Fe, tuvo lugar el estreno mundial de Oscar,
composición sobre los años finales de la vida de Oscar Wilde escrita para
Daniels por el compositor Theodore Morrison y que constituyó una de las
novedades operísticas más esperadas de los últimos años. 11
Daniels es homosexual declarado y se ha convertido en una especie de
icono gay en el mundo de la ópera; en 2014 se casó con el director Scott
Walters (nacido en 1981) en una ceremonia oficiada nada menos que por la
juez del Supremo Ruth Bader Ginsburg.
En 2015 eran ya apreciables una notable aspereza y una ocasional
merma de agilidad en las interpretaciones de Daniels. Además, para
entonces otros contratenores comenzaban a ocupar su lugar. Anthony Roth
Costanzo (nacido en 1982) cantó el papel protagonista del Akenatón de
Philip Glass en la Ópera Metropolitana en 2019-2020, por ejemplo. Por
razones relacionadas probablemente con su declive vocal, en 2015 Daniels
aceptó un puesto docente en su alma mater, la Facultad de Música, Teatro y
Danza de la Universidad de Míchigan. En otoño de 2018 consiguió allí
plaza de profesor titular, cobrando un salario anual cercano a los doscientos
mil dólares. Aunque todos los sucesos subsiguientes son difíciles de
precisar debido al velo de secretismo corrido por la Universidad de
Míchigan en torno a las denuncias contra Daniels y en torno a su propia
investigación interna, parece que la concesión de esa plaza fue posterior a la
primera oleada de quejas presentadas contra él.
En 2018, Daniels fue acusado en una demanda judicial interpuesta contra
la Universidad de Míchigan por un antiguo estudiante de posgrado, Andrew
Lipian, quien alega que Daniels lo acosó y lo agredió entre 2016 y 2018 en
clases de canto privadas y en otras ocasiones (dice que llegó a enviarle un
vídeo suyo masturbándose y que, en una ocasión, le dio una pastilla de
zolpidem haciéndola pasar por una de paracetamol, y tras ello, Daniels lo
desnudó y lo agredió sexualmente). Lipian sostiene también que la
Universidad de Míchigan conocía el acoso, pero no hizo nada al respecto.
Esta demanda incluye también el singular dato de que la universidad trató
una vez de obtener pruebas de que Lipian es gay para poder refutar así sus
alegaciones de que la conducta sexual en cuestión fue no consentida.
Aunque es cierto que el propio Lipian indicó en su escrito de demanda que
era un hombre heterosexual y casado, no está claro qué relevancia podría
tener esto para confirmar o desmentir que el sexo fue consentido o no; lo
que sí parece inexcusable es que la universidad contribuyera de ese modo a
fomentar el estereotipo de que los hombres gais son unos omnívoros
sexuales, como el abogado del propio Lipian ha denunciado. 12 Parece que
Lipian tiene pruebas contundentes sobre el conocimiento previo que la
universidad tenía de las conductas de Daniels. En su escrito de demanda se
dice que, antes de entrar en el cuerpo docente de la Universidad de
Míchigan, «Daniels tenía ya fama de ser un agresor sexual, de hablar de
sexo e insinuarse continuamente», y que un profesor ha testificado que,
cuando varios compañeros docentes de su departamento se enteraron de que
iban a contratar a Daniels, lo trataron como si fuera un problema potencial y
acordaron que alguien tendría «que decirle que no les ponga las manos
encima a los [...] estudiantes». 13 Poco después de que Lipian presentara su
demanda en 2018, la Ópera de San Francisco retiró a Daniels de una nueva
producción del Orlando de Haendel.
Mientras tanto, en una investigación interna de la Universidad de
Míchigan sobre el comportamiento de Daniels se ha interrogado a una
cincuentena de personas y se han descubierto un mínimo de veinte quejas
de primera mano sobre conductas inapropiadas del cantante y profesor. Los
casos van desde conversaciones con insinuaciones sexuales hasta peticiones
directas de sexo a dos estudiantes a cambio de dinero a través de la app
telefónica de citas Grindr, lo que en Míchigan constituye un delito mayor.
Daniels también propuso (presuntamente) pagar a un alumno y a un
exalumno de Míchigan por verlos tener relaciones sexuales en el hotel
Graduate Ann Arbor (el alumno se echó atrás en el último
momento). 14 Aunque no parece probable que los resultados completos de la
investigación se vayan a hacer públicos nunca, según una búsqueda
realizada en la página del profesorado de la Facultad de Música, Teatro y
Danza de la universidad a finales de diciembre de 2019, Daniels ya ha
desaparecido de ella sin dejar rastro. 15
De todos modos, aún quedaba lo peor por venir. En enero de 2019, tanto
Daniels como su marido fueron imputados de un delito de agresión sexual
en Texas por un incidente acaecido en 2010, en el que, según el testimonio
de un joven cantante barítono, Samuel Schultz, que entonces era estudiante
de la Universidad Rice, este fue drogado y violado por Daniels y Walters
tras una fiesta de cierre de temporada en la Gran Ópera de Houston (de
hecho, Schultz habló antes de que lo hiciera Lipian, pero tuvo que esperar
un tiempo hasta conseguir una imputación de un gran jurado). Schultz —
que sabe que, dando ese paso adelante, está poniendo en riesgo una
prometedora carrera, con una serie de citas y compromisos de actuación
previamente apalabrados— dice que el miedo a represalias le impidió
denunciar antes. 16 Según su versión de los hechos, la pareja lo invitó a una
continuación de la fiesta, esta vez en el piso del matrimonio, y halagado por
el ofrecimiento, él fue; allí le sirvieron una copa, él perdió el conocimiento
y ya no se despertó hasta la tarde siguiente, solo, desnudo, «asustado,
confundido y sangrando», sin recuerdo alguno de lo que había ocurrido.
Cuando Daniels y Walters regresaron, parece ser que el primero le dijo a
Schultz que no se preocupara por «lo del sexo a pelo»: «Soy totalmente
negativo». Schultz se lo contó de inmediato a dos personas, que han
corroborado luego su relato. También llamó acto seguido a un centro
médico, donde no pudieron darle cita para hasta dos semanas después, por
lo que no constan pruebas forenses de lo sucedido. Daniels y Walters han
negado las alegaciones y aseguran que el sexo fue consentido. Schultz,
mientras, ha dicho que el trauma y el miedo de verse de nuevo con esos dos
hombres casi le hicieron abandonar su carrera como cantante. «Pero me
niego a parar. Si dejo de cantar, ellos siguen teniendo todo el poder. Me
violaron. No me quitarán la voz.» 17
El 28 de marzo de 2020, la Universidad de Míchigan rescindió el
contrato con Daniels; fue la primera vez en más de sesenta años que la junta
de regentes de dicha institución votó a favor de despedir a un profesor
titular de una plaza, según su presidente, Ron Weiser, quien dijo también
que a Daniels se le echó sin indemnización. La junta no ha dado detalles y
solo ha aludido a «la seguridad y al bienestar de nuestros estudiantes [...],
que corrían un riesgo» con Daniels. 18
Cuesta creer que Daniels y Walters vayan a ser condenados por la
acusación penal en sí, debido al tiempo transcurrido y al hecho de que
estamos ante un caso típico de «tu palabra contra la mía». No obstante, el
mar de fondo de las informaciones que circulan por Míchigan parece
suficiente para confirmar, aun sin condena penal de por medio, que Daniels
era un acosador sexual en serie que nunca debió haber sido nombrado para
el puesto de profesor sin una concienzuda investigación previa (o que nunca
debió ser nombrado, punto), y que su despido es una buena noticia. La
desafortunada política de confidencialidad aplicada por la universidad nos
impide saber todo lo que nos gustaría.
Hacía años a Daniels se le atribuía cierta reputación de agresividad
sexual, pero nadie había hecho nada al respecto... hasta que entró en la
universidad, un entorno con sus reglas claras y sus procedimientos de
denuncia. Su poder de estrella, su excepcional talento y la escasez de otros
contratenores tan dotados como él fueron lo que evidentemente hizo que
otras personas cerraran los ojos; su carisma atraía de inicio a sus jóvenes
víctimas y el miedo a las represalias hacía que estas luego no se atrevieran a
denunciarlo. Su caso, como los otros tres de los que hablo aquí, muestra el
pernicioso efecto del culto al poder de las estrellas, pero también la
posibilidad de que las instituciones pertinentes dicten nuevas normas de
conducta aceptable, como la Ópera de San Francisco tan elocuentemente ha
hecho en este caso al instaurar un código de lucha contra el acoso sexual
formulado con todo lujo de detalles. 19 Ahora bien, ¿habría tomado esta
misma valiente postura si el culpable no estuviera ya en el declive de su
carrera como cantante?

CHARLES DUTOIT

Nacido en 1936, el sueco Dutoit ha sido un aclamado director de orquesta


en todo el mundo. Ha sido director musical de la Orquesta Sinfónica de
Montreal, de la Royal Philharmonic de Londres y de la Orquesta Nacional
de Francia, y ha ocupado puestos de prestigio en orquestas de Japón,
Estados Unidos, Rusia y otros países. Su lista de premios llenaría varias
páginas. Su gran contribución diferencial ha sido, sobre todo, su sutil
interpretación de las obras orquestales francesas, que muchos directores
formados para priorizar las obras alemanas no programan demasiado a
menudo y tampoco dirigen con la mayor de las finuras. Muchas personas
han vivido como una revelación escuchar a compositores como Ravel o
Debussy interpretados por orquestas dirigidas por Dutoit, y él ha sido
siempre una figura solicitadísima como director invitado precisamente por
esa razón.
Durante muchos años —las quejas se remontan, como mínimo, a 1985
—, Dutoit había tenido fama de acosador de mujeres (intérpretes o, en
general, trabajadoras) de sus orquestas. Todos los casos repiten más o
menos la misma historia; lo más que se hacía al respecto era advertir a las
mujeres de que no se quedaran a solas con él (véase mi próxima sección),
pero a nadie pareció ocurrírsele la posibilidad de abrirle un expediente
disciplinario por su conducta, o siquiera de contactar con él.
Como en el caso de Alex Kozinski, la tormenta se desató por fin en
2017, cuando un grupo de acusadoras dieron un paso al frente. Primero
cuatro; luego seis más; y varias más a continuación. 20 La mayoría de las
alegaciones mencionan tocamientos a la fuerza. La cantante Paula
Rasmussen contó: «Metió mi mano por debajo de sus pantalones y luego
me metió la lengua hasta la garganta» en la Ópera de Los Ángeles en 1991.
La internacionalmente famosa soprano Sylvia McNair dijo que, cuando
estaba empezando su carrera, en 1985, Dutoit la presionó «con su rodilla
muy arriba, en la entrepierna, y luego se apretó todo él contra mí» e
«intentó hacerlo» con ella en un ascensor de un hotel tras un ensayo en
Minesota. 21 Todos los demás relatos son tristemente parecidos, salvo uno
de ellos, anónimo, que acusa a Dutoit de violación. 22
No se han presentado cargos penales contra él: en la mayoría de los
casos, los incidentes se remontan a demasiado tiempo atrás, y las
acusadoras no acudieron con prontitud a las autoridades en aquel momento.
Dutoit ha negado todos los cargos. Sin embargo, tanto la Orquesta
Sinfónica de Boston como la Orquesta de Filadelfia han llevado a cabo
investigaciones internas y han considerado creíbles las
acusaciones. 23 También se han rescindido las relaciones contractuales de
Dutoit con toda una serie de orquestas, incluida la de Filadelfia, y él mismo
ha renunciado a seguir vinculado a la Sinfónica de Chicago, la Filarmónica
de Nueva York y la Orquesta de Cleveland. Una vez más, su edad hace que
esas decisiones tengan ya un coste mínimo para las orquestas y que no se
las pueda considerar valientes en absoluto.
El panorama que contemplamos cuando echamos la vista atrás, hacia el
mundo en el que los músicos y las músicas jóvenes tenían que abrirse
camino hace una veintena de años (o, de hecho, hasta 2017), es harto
desolador. Algunos y algunas denunciaron abiertamente; otros optaron por
quejarse por vías más informales. Pero el caso es que, de 1985 a 2017
(momento este último en el que Dutoit tenía ya ochenta y tres años de edad
y estaba seguramente contemplando su jubilación definitiva), un código de
silencio y de miedo lo protegió. No hablamos de chistes pasados de rosca
que se pudieran atribuir (al principio, al menos) al hecho de haberse criado
en otra era. El comportamiento que de él se ha denunciado era directamente
delictivo y seguro que él lo sabía. Pero también sabía —como Kozinski o
como Daniels— que su carisma y su talento de estrella impedían que
aquellos otros artistas, jóvenes y vulnerables, alzaran la voz, y garantizaban
que los directivos de sus instituciones no hicieran nada si alguien osaba
quejarse. Sylvia McNair probablemente se habría buscado la ruina de su
maravillosa carrera posterior si hubiera dado un paso adelante en su
momento, y tampoco habría conseguido nada para las otras mujeres por esa
vía.
Incluyo aquí a Dutoit en parte porque, aunque excepcional, no es una
figura de la celebridad mundial de un Levine o un Domingo, a los que se
podría considerar inigualables en su poder sobre las carreras de otros
artistas. La historia de Dutoit nos indica que no son solo los superfamosos
internacionales los que están blindados por su poder como directores. Por lo
tanto, es muy probable que otros abusadores poderosos, que todavía están
en su mejor momento profesional, continúen aún hoy en día abusando de
otros artistas jóvenes.

JAMES LEVINE

James Levine (nacido en 1943) 24 dirigió la orquesta de la Ópera


Metropolitana de Nueva York (Met) durante más de cuarenta años (1976-
2017). También fue director del Festival de Ravinia (que se celebra cerca de
Chicago) y de la Orquesta Sinfónica de Boston (de la que fue director
musical de 2001 a 2011). Asimismo, fundó el Programa Lindemann de
Desarrollo de Artistas Jóvenes, de la Ópera Metropolitana de Nueva York.
Durante los veranos, solía enseñar en la Escuela de Música Meadow Brook
de Míchigan, y también impartía clases a músicos jóvenes en el Festival de
Ravinia. Aquejado de enfermedad de Parkinson desde 1994 (aunque lo
negara durante muchos años), Levine entró en un proceso de incapacitación
creciente que le ha obligado a tomarse bajas prolongadas. Justo antes de su
caída en desgracia, comenzó a precisar de una silla de ruedas motorizada y
una plataforma especial para dirigir, e incluso su ritmo podía resultar difícil
de seguir para sus intérpretes.
Levine es uno de los más grandes músicos de nuestro tiempo. Como
director, dio a la orquesta de la Ópera Metropolitana de Nueva York las
hechuras necesarias para convertirla en una de las principales del mundo, y
lo hizo aportándole su liderazgo, su carisma y una capacidad muy suya de
obtener de sus músicos un entregado trabajo en equipo. Sus actuaciones
demuestran no solo un gran dominio técnico, sino también una profunda
comprensión emocional de las piezas. No deja de ser una cruel paradoja que
este hombre, depredador de jóvenes a quienes privó de amor y alegría en
sus vidas posteriores sometiéndolas a su absoluto control, sea uno de los
más superlativos directores de obras tanto de Mozart —para quien el amor
y la libertad humanas vencen siempre sobre la religión y la autoridad—
como de Wagner, cuyo Anillo se fundamenta en el mensaje de que el mundo
solo puede redimirse de la crueldad de la avaricia por medio del amor
personal. Ver a Levine dirigiendo era como contemplar a un ser humano
mozartiano: 25 lleno de alegría, querúbico, rebosante de una dicha que
impregnaba a sus músicos y a la música que tocaban todos juntos. En la
realidad, sin embargo, era alguien muy diferente, o mejor dicho, era lo que
parecía y, al mismo tiempo, otra cosa muy distinta.
A finales de los años setenta ya circulaban rumores sobre la costumbre
que tenía Levine de aprovecharse de los hombres jóvenes. La primera vez
que llegaron a mis oídos fue allá por 1980 y de boca de un miembro de la
orquesta de la Ópera Metropolitana. Ahora, a raíz de la cascada de
revelaciones que se abrió en 2017, ya sabemos la verdad: durante décadas,
Levine había creado un culto a sí mismo, uno de cuyos artículos de fe
centrales era la licencia para abusar sexualmente de sus acólitos. El largo y
detallado relato de sus andaduras que se recogió en el artículo de 2018 del
Boston Globe titulado «In the Maestro’s Thrall» [«Cautivos del maestro»],
que firmaron Malcolm Gay y Kay Lazar 26 apoyándose en entrevistas a
micrófono abierto con muchos antiguos grupis de Levine que se sinceraron
contando sus testimonios personales, deja claro que ese culto o secta era
una especie de religión del arte, con Levine como su sumo sacerdote (los
autores no hacen una comparación explícita con los crímenes de pedofilia
cometidos en el seno de la Iglesia católica —que el propio Boston Globe
contribuyó heroicamente a destapar—, pero el lector no puede evitar
establecer la analogía). Durante los programas en los que participaba como
instructor en verano, Levine reunía a un grupo de devotos que luego
quedaban unidos por la más absoluta lealtad y sumisión a su genialidad, así
como por una devoción total por el valor de la música. La pregunta que
aparece en el epígrafe con el que encabezo este capítulo —¿optaría el joven
por salvar a Levine o a su propia madre?— era para poner a prueba lo
primero. Para probar lo segundo, Levine preguntaba si el joven músico de
turno salvaría el último manuscrito de la Novena de Beethoven que quedara
en la tierra o a un bebé. 27 Y solo había una respuesta correcta.
A los alumnos los atraía dándoles ánimos; luego los desarmaba por
medio de la crítica y la humillación implacables. El sexo se convertía en un
tema destacado casi al momento. Durante las clases particulares, Levine
interrogaba a los estudiantes acerca de sus hábitos masturbatorios. Con
aquellos que se mantenían en su grupito de favoritos —otros dicen que
huyeron asustados antes de llegar a ese punto—, Levine pasaba luego a la
masturbación mutua y al sexo oral, a veces entre el alumno y él, y otras
veces como un ejercicio de grupo que todos practicaban con los ojos
vendados y por parejas. Levine justificaba aquella mezcla de sexo y música
como un elemento más de su «concepción holística» del arte.
Supuestamente, haciendo que aprendieran a experimentar excitación sexual,
les enseñaba a autocontrolarse y a liberarse de las inhibiciones.
«Básicamente, la teoría era que si estabas menos inhibido sexualmente,
serías mejor músico», dijo un antiguo alumno suyo. El objetivo último,
según contaba Levine a sus pupilos, era crear una orquesta perfecta,
«celestial». Los estudiantes del grupo reducido tenían prohibidas las
relaciones sexuales o amorosas fuera de este; incluso el amor a los
familiares estaba mal visto, pues se consideraba una distracción.
Aislados por el carácter secreto de aquella relación y por la homofobia
de la época, además de por la vergüenza y el miedo, los estudiantes —según
han contado ahora— tenían la sensación de que no podían hablar con sus
padres ni con sus amigos. «Yo estaba solo en el mundo», cuenta James
Lestock, un exalumno. Aquel secretismo continuó hasta diciembre de 2017,
un mes clave en muchas de las historias que aquí estoy relatando. Fue
entonces cuando un grupo de exalumnos acudió a la prensa. Después de que
tres de ellos —el bajista Chris Brown, el violonchelista Lestock y el
violinista Ashok Pai— denunciaran públicamente aquellos hechos, la Ópera
Metropolitana de Nueva York suspendió de funciones a Levine el 3 de
diciembre y encargó a un gabinete jurídico externo una investigación sobre
aquellas acusaciones. 28 El Festival de Ravinia y la Sinfónica de Boston
cancelaron también enseguida los compromisos adquiridos con el director,
y desde esta última se declaró incluso que Levine «nunca más» volvería «a
ser contratado permanente ni puntualmente por la Sinfónica de Boston en el
futuro». 29 A continuación habló públicamente un cuarto acusador, el
violinista Albin Ifsich. Y cinco más lo hicieron después, durante la
investigación de la Ópera Metropolitana de Nueva York, y sus testimonios
están incluidos en la respuesta que dio la propia Ópera Metropolitana a la
demanda por difamación que Levine interpuso contra la institución. 30 En
marzo de 2018, finalizada la mencionada investigación, la Ópera
Metropolitana de Nueva York rescindió toda relación contractual con
Levine, aduciendo para ello su «conducta de abuso y acoso sexuales». 31 En
respuesta a la demanda de Levine por incumplimiento de contrato y
difamación, un juez del Tribunal Supremo del estado de Nueva York
desestimó la mayoría de las alegaciones del demandante, aunque sí juzgó
difamatorio un comunicado en concreto emitido en marzo. El litigio se
zanjó finalmente por un acuerdo extrajudicial en agosto de 2019. 32
Aunque Peter Gelb y el resto de la dirección de la Ópera Metropolitana
reaccionaron con aparente sorpresa ante las alegaciones de 2017, luego
tuvieron que reconocer que ya en 1979 se había recibido en sus oficinas una
carta anónima que advertía del comportamiento de Levine (que, de todos
modos, era bastante manifiesto y notorio). Mucho más recientemente,
Ashok Pai ya había presentado una querella criminal contra Levine, en
octubre de 2017, acusándolo de haber abusado sexualmente de él durante
años; pero la dirección de la ópera neoyorquina, aun después de ser
notificada por la policía de Lake Forest (Illinois), decidió no hacer nada
porque Levine negó las acusaciones. Además, estas se desestimaron
finalmente porque Pai tenía dieciséis años en el momento en el que el
presunto abuso comenzó, y aunque actualmente, en Illinois, la edad mínima
legal para que pueda haber sexo consentido con un adulto es de dieciocho
años cuando el mayor de los miembros de esa relación es supervisor de la
parte demandante, no lo era cuando presuntamente ocurrió el primer abuso:
entonces era de dieciséis años para todos los casos.
Las personas que han dado un paso al frente —que, hasta el momento,
sumados los cinco últimos acusadores, totalizan nueve— tenían
aproximadamente la edad mínima de consentimiento legal cuando Levine
abusó de ellas. Actualmente, sin embargo, en la mayoría de los estados hay
estipuladas edades mínimas más altas cuando hay implicada una autoridad
supervisora. Así pues, de no haber sido por las insuficiencias de las
legislaciones previas y por la prescripción legal de los delitos, Levine
podría haber tenido que afrontar cargos penales. Lo que está del todo claro,
en cualquier caso, es que Levine abusó escandalosamente de su autoridad, y
que los hombres en cuestión —según dicen todos ellos en la actualidad—
sentían que no podían decirle que no. Y quedaron dañados por ello. Brown
e Ifsich han tenido carreras de éxito en el mundo de la música clásica; Pai y
Lestock abandonaron la carrera musical. Todos llevan aún las cicatrices de
aquello. «No sé por qué fue tan traumático —se sinceraba con ojos llorosos
en su entrevista Brown, que tiene actualmente sesenta y seis años—. No sé
por qué llegué a tener aquella depresión. Pero tiene que ser por lo que
ocurrió entonces. Y me compadezco mucho de quienes sufrieron abusos
como yo, de todas las personas que estuvieron en aquella
situación.» 33 También Lestock habla de cómo arrastró el dolor de aquellos
abusos durante años. Ambos dicen que el motivo por el que se decidieron a
sacar todo aquello a la luz fue la voluntad de ayudar a otras personas. «La
verdad puede ser muy útil —dijo Lestock—. La verdad hace mucho
bien.» 34
Estamos ante una serie de hechos increíblemente triste y terrible en la
que el arte más brillante estuvo ligado durante años a un atroz abuso del
poder y también del propio arte, en el fondo. Probablemente, jamás
sabremos cuántas personas más sufrieron abusos. Ahora que Levine ha
caído, ha desaparecido el incentivo principal para que otros denunciaran sus
propios casos. Es evidente que se debería haber investigado mucho antes y
con mucho mayor ahínco. La investigación llevada a cabo por la Ópera
Metropolitana de Nueva York exculpó a la propia dirección de todo afán de
encubrimiento, pero lo cierto es que esta descartó muchas oportunidades
previas de indagar a fondo lo que estaba sucediendo: las acusaciones de
Ashok Pai en 2016; una entrevista en el New York Times en la que Levine se
rio de los rumores que corrían sobre sus comportamientos inapropiados;
más especulaciones sobre lo mismo que surgieron en Alemania una década
más tarde y ante las que, en una nueva entrevista para el New York Times, el
director se excusó diciendo: «Nunca he podido comentar en público
aspectos generales de mi vida privada». 35 Un aficionado a la ópera
mínimamente concienciado difícilmente puede evitar la conclusión de que
la Ópera Metropolitana de Nueva York solo actuó cuando el aluvión de
publicidad asociada al movimiento #MeToo y la pronta respuesta de otras
orquestas forzó a la dirección de la institución a hacerlo, y también cuando
Levine ya se había convertido más en un lastre que en un activo. Lo
protegieron y se negaron a investigarlo cuando era un elemento crucial para
el éxito artístico y económico de dicha institución. Solo comenzaron a
proteger a las víctimas de Levine cuando este estaba ya demasiado viejo y
enfermo para reportarles ingresos y para crear más arte para ellos (y cuando
probablemente lo estaba ya también para abusar de nadie nunca más). En
septiembre de 2020, la Ópera Metropolitana de Nueva York reveló que
había pagado 3,5 millones de dólares a Levine como compensación por su
despido. 36 Dado el contexto en el que se anunció la noticia (conocidas la
cancelación de la temporada 2020-2021 y las grandes dificultades
económicas que muchos profesionales estaban atravesando), esta postrera
maniobra de la Ópera Metropolitana ha suscitado numerosas (y justificadas)
críticas.

PLÁCIDO DOMINGO

El español Plácido Domingo (nacido en 1941) es uno de los más grandes


cantantes de ópera de la historia del género. Tenor durante décadas (y único
superviviente del famoso trío de los Tres Tenores), ha adoptado en época
más reciente papeles de barítono con los que ha logrado prolongar su
carrera. En la actualidad, a sus ochenta años, canta magníficamente bien
(con algunos días no tan buenos) y sigue admirando al público. Atractivo y
provisto de una rara habilidad para proyectar alegría y amor por la vida, es
uno de los pocos tenores cuya capacidad para actuar está a la altura de su
canto. Su carisma se hizo evidente ya desde el comienzo mismo de su
carrera (y lo sé bien: tuve la fortuna de estar presente en su inesperado
debut en la Ópera Metropolitana en 1968, cuando sustituyó, sin anuncio
previo, a otro cantante enfermo. Yo estaba allí gracias a unas entradas que
nos habían dado los padres de un amigo: nos quedamos embelesados).
Domingo es un verdadero artista, famoso tanto por su perspicacia
interpretativa como por su potencia vocal. Posee también una excepcional
expresividad emocional y muchas personas van a la ópera atraídas por él. Y
como director artístico y (en ocasiones también) de orquesta en la Ópera de
Los Ángeles, ha revitalizado esa compañía y ha sido un gran estímulo para
toda clase de intérpretes. En definitiva, es un genio y una fuerza positiva. Y
dado que la ópera está perdiendo terreno con el público en general y precisa
de toda la ayuda que pueda reunir, es comprensible (aunque también
reprensible) que las evidencias acerca de la conducta como acosador sexual
de Domingo se hayan silenciado durante años.
Sin embargo, el aluvión de acusaciones del verano y del otoño de 2019
desembocó en la rescisión de los contratos de Domingo en Estados Unidos,
con la única excepción de la Ópera angelina, donde, al más puro estilo
Kozinski, él se adelantó a la acción de la compañía presentando su
dimisión. No cabe duda de que Domingo ha tenido siempre a su puerta a
muchas mujeres dispuestas a acostarse con él, a pesar de que lleve muchos
años casado con su esposa. Pero no contento con eso, se ha dedicado
también (presuntamente) a perseguir a otras que no querían nada sexual con
él, les ha practicado tocamientos y las ha telefoneado con llamadas
acosadoras. Su patrón de conducta difiere del de Dutoit: en ocasiones, él sí
parece buscar una relación, más que un encuentro puntual; se obsesiona
mucho con algunas mujeres en concreto, cantantes por lo general, y las
llama por teléfono a casa a altas horas de la noche; y, al parecer, puede ser
muy insistente en su empeño. Por otra parte, nadie lo ha acusado nunca de
violación. Es tal su poder en el sector, que la mayoría de sus más de veinte
acusadoras hicieron públicas sus denuncias de forma anónima, aunque
fueron muy precisas en cuanto a fechas, lugares y otros detalles. La
mezzosoprano Patricia Wulf y la soprano Angela Turner Wilson han
relatado minuciosamente sus propios casos sin ocultar sus
nombres. 37 Muchas reconocen haberse sentido muy asustadas de la
influencia que él podía tener sobre el futuro de sus carreras. También
mencionan la falta de confianza en sí mismas, la duda acerca de su propio
talento. «Era como ver cómo asesinaban psicológicamente a alguien —dijo
un colega de una de las acusadoras sobre la situación de esta—. Cada vez se
iba haciendo más pequeña como persona.» 38
Al principio, Domingo no se disculpó en modo alguno. Negó las
acusaciones y dijo que su conducta siempre había sido respetuosa y
caballerosa, y añadió que las «reglas y valores» son hoy «muy distintos de
cómo eran en el pasado». 39 Las acusadoras rechazaron aquellos
desmentidos de Domingo y juzgaron imposible, por ejemplo, que él hubiese
creído nunca que manosearle con fuerza los pechos a una mujer hasta
hacerle sentir dolor fuese un comportamiento propio de un caballero. 40
Como en el caso de todos los infractores de los que estoy hablando aquí,
la conducta de Domingo era conocida desde hacía años. A las mujeres se
les advertía de que nunca se quedaran a solas con él en privado. Por si
tuvieran poco con hacer su trabajo, tenían que dedicar tiempo a idear trucos
y excusas para evitar a este hombre, que las agarraba, las manoseaba, les
apretaba los senos, les arrancaba besos a la fuerza. Dos dicen que, tras
meses de acoso y manoseos forzados, se acostaron con él para poner fin a
aquella historia (en uno de los casos, funcionó; no así en el otro). Allí no
había nadie para ayudarlas. A Fiona Allen, una cantante en prácticas que
denunció su caso años antes en el Festival de Tanglewood, nadie se la tomó
realmente en serio; solo le dijeron que no estuviera a solas con él. Aquello
era un «secreto a voces».
Domingo es un artista grande de verdad, además de una superestrella
cuya presencia en una producción garantiza la asistencia de público y un
empujón para otras carreras en paralelo a la suya propia. Su arte cautiva a la
gente; cae bien a muchas de las personas que trabajan con él (incluso sus
acusadoras lo consideran un hombre generoso). A diferencia de los otros
tres casos anteriores, él sí tiene a defensores que han hablado públicamente
en su favor: el tenor Andrea Bocelli lamentó que todo este escándalo
salpicara a Domingo sin que ni siquiera hubiera habido una investigación
exhaustiva de los hechos. 41 Y he hablado del caso con una destacada diva a
la que conozco y que ha trabajado muchas veces con él a lo largo de los
años. No le he pedido que me permitiera citar su nombre aquí porque no he
querido ponerla en ningún compromiso, pero baste con decir que pocas
personas conozco en ninguna profesión que me parezcan más perceptivas y
decentes que ella. Insiste en que Domingo es un mujeriego muy vital, pero
que jamás se ha valido de la fuerza ni ha amenazado a nadie con tomar
represalias. Obviamente, siempre es difícil que nadie pueda saber que
nunca ha sucedido algo, pero mi informante lleva décadas tratando con él y
sin duda ha oído todos los rumores que han circulado durante estos años.
Una primera conclusión que podemos extraer si buscamos una explicación
de lo acontecido es que Domingo ha sido persistente en reiteradas
ocasiones, y que lo ha sido incluso ignorando algunos rechazos o negativas
ante los que debería haber parado; además, fue insensible a la presión
implícita que su solo poder como estrella (dada su enorme presencia en el
sector y la cuantiosa inversión que otros hacían en que él estuviera presente
en diferentes escenarios y compañías) ejercía sobre sus compañeras de
trabajo, temerosas de las consecuencias profesionales. Por lo tanto, cometió
acoso sexual como este se suele definir en la mayoría de los entornos
laborales. Aun así, su conducta no parece tan depredadora como la de
Levine, ni tan brutal físicamente como las de Daniels o Dutoit.
Dos investigaciones realizadas y publicadas desde entonces han venido a
confirmar más o menos esta descripción de los hechos. La primera corrió a
cargo del Gremio Estadounidense de Artistas Musicales (AGMA). En su
informe se concluye que Domingo «se comportó efectivamente de manera
inapropiada, con conductas que iban desde el flirteo hasta las insinuaciones
sexuales, tanto en el trabajo como fuera de él. Muchos de los testigos
alegaron su temor a sufrir represalias en este sector como una de las razones
para no haber denunciado los hechos con anterioridad». 42 En el informe se
mencionan tocamientos no deseados a mujeres y solicitudes persistentes
para quedar con ellas, todo parte de una conducta que algunos testigos
equiparaban al «acoso físico» (stalking). Nótese, de todos modos, que no se
le acusa de usar la fuerza física —más allá de los tocamientos no deseados
— ni de amenazar a ninguna mujer con represalias. Lo que vemos, más
bien, es un temor difuso a sufrirlas, un temor que, como ya he señalado,
estaba bastante fundado dado el mucho dinero que las grandes óperas han
invertido en la presencia de Domingo en sus carteles. Desde luego, él
tendría que haber sido sensible a ese temor y no lo fue. Pero ¿actuó
expresamente para inspirarlo? Nada en el informe sugiere que lo hiciera. 43
Parece, pues, que hay pruebas de que las compañías en cuestión
toleraron la creación de un entorno hostil, y que el caso de Domingo se
parece más a ese tipo de acoso sexual que al de quid pro quo, que sería el
abuso sexual delictivo. En un caso de entorno hostil, un factor crucial es la
«extensión» de la práctica acosadora, y otro más crucial aún es saber si las
compañías hicieron caso omiso de las quejas de las mujeres. Aquí, desde
luego, las compañías parecen culpables de esto último por no tener
previstos ya de entrada mecanismos de actuación contra el acoso sexual que
fueran conocidos de todas las partes y que estuvieran adecuadamente
estructurados (o bien por tenerlos, pero no haberlos aplicado de un modo
constructivo). Si el comportamiento de Domingo fue tan «extenso» como
los de Kozinski y Reinhardt es algo que sigue sin estar claro en vista de las
pruebas disponibles hasta el momento. Para empezar, a excepción de sus
años en Los Ángeles, él nunca tuvo el poder absoluto sobre su entorno que
sí tuvieron Kozinski y Reinhardt en sus despachos judiciales; su poder
derivaba más bien del afán de las compañías por complacerlo y aumentar
así su estatus artístico y económico como instituciones.
La segunda investigación fue encargada por la Ópera de Los Ángeles,
que contrató al gabinete jurídico Gibson, Dunn, and Crutcher LLP para tal
labor. Domingo cooperó con los investigadores. Se ha publicado un
resumen de sus conclusiones. 44 Según este informe, los testimonios de las
acusadoras son creíbles: Domingo hizo que se sintieran incómodas con sus
insinuaciones. A los investigadores también les parecieron «sinceros» los
desmentidos de Domingo, pero consideraron que «algunos de ellos no son
tan creíbles o demuestran una insuficiente conciencia de lo sucedido». Tras
las minuciosas entrevistas realizadas por el equipo de Gibson, Dunn, and
Crutcher, este no halló «prueba alguna de que el señor Domingo jamás haya
cometido un caso de quid pro quo o haya tomado represalias contra ninguna
mujer excluyéndola de alguna audición o no contratándola para trabajar en
la Ópera de Los Ángeles». También instó a que la compañía aborde de
forma más proactiva en el futuro este tipo de problemas creando un
procedimiento más formal para investigar y resolver las denuncias de acoso
sexual, instituyendo un programa de formación especializado en acoso
sexual tanto para sus directivos como para los profesionales independientes
que tengan alguna vinculación contractual con la Ópera.
El 24 de febrero de 2020 (justo antes de que se publicaran las
conclusiones del AGMA), Domingo se deshizo públicamente en disculpas:
Me he tomado un tiempo durante los últimos meses para reflexionar sobre las acusaciones que
varias compañeras han hecho en mi contra. Respeto que estas mujeres finalmente se sintieran lo
suficientemente cómodas para hablar y quiero que sepan que realmente lamento el dolor que les
causé. Acepto toda la responsabilidad de mis acciones y he aprendido de esta experiencia. 45

No obstante, tres días más tarde (y dos semanas antes de la publicación


del informe de la Ópera de Los Ángeles), emitió el siguiente comunicado en
el que matizaba sus disculpas:
Mi disculpa fue sincera y de todo corazón a cualquier colega al que pueda haber herido de alguna
manera por cualquier cosa que haya dicho o hecho. Como he manifestado en repetidas ocasiones,
nunca ha sido mi intención lastimar u ofender a nadie.
Pero sé lo que no he hecho y lo negaré nuevamente. Nunca me he comportado agresivamente
con nadie, y jamás he hecho nada para obstruir o perjudicar la carrera de nadie. Al contrario, he
dedicado gran parte de mi medio siglo en el mundo de la ópera a apoyar la industria y promover
la carrera de un sinnúmero de cantantes. 46

La reacción general a este segundo comunicado fue que, simplemente,


había retirado sus disculpas. El titular de la noticia en el New York Times
fue: «Plácido Domingo Walks Back Apology on Harassment Claims»
[«Plácido Domingo se retracta de sus disculpas por las alegaciones de
acoso»]. 47 Es una reacción que no me parece justa. Él sigue disculpándose
por el dolor y el malestar que haya causado. Lo único que hace es matizar
esa disculpa negando haber tomado ninguna represalia profesional, y
negando haber usado la fuerza (o eso parece estar diciendo cuando
desmiente que se haya «comportado agresivamente» con nadie nunca). Y el
informe de Gibson, Dunn, and Crutcher que apareció dos semanas más
tarde, parece concordar con esa segunda afirmación de Domingo.
En lo que él parece seguir muy despistado es en la valoración del efecto
que su solo poder tenía sobre el conjunto de las circunstancias de aquellas
mujeres a las que perseguía. Y maneja, además, una idea muy limitada de lo
que significa agresividad, pues parece excluir de ella gran parte de los
tocamientos e incluso manoseos no deseados. No obstante, el informe de
Gibson, Dunn, and Crutcher sitúa su caso en una categoría diferente de la
de las siniestras acciones de un Levine, un Dutoit o un Daniels; y su
segundo comunicado no venía más que a afirmar esa diferencia. Quizá
fueran sus propios amigos y defensores quienes lo instaron a emitir esa nota
de prensa adicional.
La fama lleva asociado poder, y el poder conlleva unas responsabilidades
añadidas; Domingo es sin duda culpable de imprudencia e
irresponsabilidad. Pero seamos precisos: decir que su conducta fue propia
de un «depredador» sexual, como hizo el Washington Post, probablemente
sea excesivo e inexacto, 48 y es posible que ese segundo comunicado suyo
fuera una respuesta precisamente a ese damnificador artículo.

¿SOLUCIONES?

¿Existen soluciones para esta corrupción asociada al poder de las estrellas?


Y me refiero a soluciones no solo para estrellas ya envejecidas, como las
cuatro de las que he hablado aquí, juzgadas mucho después de que
comenzaran sus abusos —y su poder estelar—, sino para cortar con los
abusos en flor, mientras la estrella es aún estrella.
#MeToo. Cuatro de estos casos, como el de Kozinski, se remontan a varias
décadas atrás. Pero la responsabilización no llegó hasta el periodo 2017-
2019. Es imposible no concluir de ello que el nuevo ambiente de respeto a
las voces denunciantes creado por el movimiento #MeToo ayudó a que esas
demandantes dieran por fin un paso al frente. Si nuestra sociedad continúa
escuchando con respeto las voces de las víctimas, es de esperar que muchos
abusos futuros se cortarán en el momento justo en que se estén
produciendo. Pero eso significa también que las víctimas tienen el deber de
denunciar. Del mismo modo que ahora debemos comprender y excusar a
quienes como Sylvia McNair siguieron adelante con sus carreras sin
denunciar sus casos, porque en aquel momento quejarse públicamente no
habría servido para nada y, probablemente, habría arruinado sus florecientes
trayectorias, no es menos cierto que vivimos ya en un mundo diferente y
que deberíamos exigir más de las propias personas que padecen abusos.
Derecho penal. El caso de Daniels nos muestra que incluso los
poderosos que transgreden los preceptos del derecho penal pueden ser
imputados por ello, incluso cuando aún están en activo (si bien, a los
cincuenta y tres años, el futuro de ese rendimiento en activo de Daniels se
preveía corto, dada la naturaleza de su voz y lo mucho que la música
barroca para contratenor depende de la gran agilidad de sus intérpretes).
Quizá, en adelante, veremos más imputaciones penales contra estrellas
cuando aún estén en su mejor momento (aunque el poder de esas estrellas y
la vulnerabilidad de los artistas a su alrededor dificultan que eso sea así).
Además, muchos de estos casos encajan mejor en el paradigma del acoso
sexual que en el de las agresiones sexuales; lo que ocurre es que no se
producen en el entorno de una organización de trabajo cerrada a la que
imputarle la tolerancia de los abusos, como requieren los casos constitutivos
de acoso por creación de entorno hostil.
Normativas universitarias. El caso Daniels nos muestra también que,
cuando la estrella ingresa en un entorno laboral más normal y delimitado,
aumenta su nivel de responsabilización. La Universidad de Míchigan fue
clave tanto para ayudar a que lo extraditaran a Texas por el cargo penal que
allí le imputaban, como para investigar las denuncias recibidas de
estudiantes en la propia universidad, lo que llevó a la rescisión final de su
vinculación con dicha institución.
Sindicatos. Lo ideal es que los sindicatos posean tanto la
responsabilidad de proteger a sus afiliados y afiliadas, como cierto poder
para garantizar unos convenios adecuados que recojan unas directrices y
unos procedimientos. Las organizaciones sindicales más importantes en las
artes escénicas son la Asociación por la Equidad para los Actores (de
teatro), el Gremio de Actores en Pantalla (SAG), la Federación
Estadounidense de Artistas de Televisión y Radio (AFTRA), la Federación
Norteamericana de Músicos de Estados Unidos y Canadá (AFM), el AGMA
(que representa a actuantes de ópera, coro y danza, y también a practicantes
profesionales de patinaje artístico, así como a diversas categorías del
personal que trabaja detrás de los escenarios) y el Gremio Estadounidense
de Artistas de Variedades (AGVA), que representa a artistas de cabaret,
comedia, revista, circo y clubes nocturnos. Todos estos sindicatos
pertenecen a la confederación AFL-CIO, que tiene una contundente política
antidiscriminación y antiacoso que vincula a todas las organizaciones
afiliadas y a todas las entidades con las que establecen alguna relación
contractual. Dicha política obliga al sindicato en cuestión a no discriminar
ni permitir que se acose a ningún empleado o empleada por razón de su
raza, etnia, religión, color, sexo, edad, origen nacional, orientación sexual,
discapacidad, identidad o expresión de género, ascendencia, embarazo o
cualquier otro motivo prohibido por ley, ni tampoco por razón de cualquier
actividad de ese empleado o empleada que esté protegida por la legislación
antidiscriminación (es decir, por ejercer su derecho a oponerse a una
práctica discriminatoria prohibida, o por participar en el procedimiento de
denuncia establecido por ley). 49
En el resto del texto en el que se enuncia esa política se da también una
útil descripción de la clase de conductas que son constitutivas de acoso
sexual según las líneas generales trazadas en el título VII de la Ley de
Derechos Civiles. También se proporcionan ejemplos de acoso por razón de
sexo, entre los que se incluyen los chistes y gestos de tono sexual, las
proposiciones quid pro quo, y la exhibición o distribución de pornografía. E
incluso se explican en detalle los procedimientos que se pueden seguir para
investigar las posibles denuncias. Estos son internos de cada sindicato
afiliado a la confederación. Por ejemplo, un primer paso que puede dar la
persona denunciante es contactar tanto con su empresa como con un
representante sindical. Asimismo, se describen tanto vías informales de
resolución de disputas como un procedimiento más formal.
Los sindicatos afiliados suelen complementar esas políticas con sus
propias directrices, más específicas. Por ejemplo, el AGMA, además de una
política formal similar a la de la AFL-CIO, procura útiles consejos
concretos a sus miembros, e incluso ha creado para ellos un portal en línea
en el que cualquiera de ellos puede presentar una denuncia interna bajo la
más estricta promesa de confidencialidad.
Estas políticas sindicales, que se incorporan por sistema a cualquier
contrato firmado en el ámbito en cuestión, aportan buenos elementos
disuasorios y buenos procedimientos reparadores en cualquier área en la
que se trabaje en un entorno laboral delimitado. Hasta un proceso formal de
audiciones quedaría cubierto por una política así. Toda empleada o
empleado acosado que tuviera contrato laboral en vigor y estuviera
representado por alguno de esos sindicatos cuando ocurrió el acoso podría
en teoría presentar una denuncia a través de tales procedimientos. Las
mujeres acosadas por Dutoit y Domingo eran trabajadoras con contrato y
podrían haber presentado las correspondientes quejas tanto ante la dirección
de las instituciones en las que trabajaban como ante sus representantes
sindicales (nótese, no obstante, que Dutoit normalmente seleccionaba como
objeto de sus abusos a solistas invitadas, y no a personas con las que
mantuviera una relación de trabajo continuada a diario, lo que posiblemente
explica la ausencia de denuncias por la vía sindical contra él). Y las
compañías que han adoptado políticas propias inspiradas por las de los
sindicatos pueden usarlas (y, de hecho, las usan) para echar a un artista
señalado, como hizo la Ópera de San Francisco con David Daniels. Ahora
bien, Plácido Domingo también era directivo de la Ópera de Los Ángeles, y
todas las mujeres que, tiempo después, se quejaron de su comportamiento
adujeron el miedo de que sus historias no fueran tomadas en serio al tardar
tanto en denunciarlo (y eso, a pesar de que la conducta de esos dos hombres
era muy conocida).
Unas buenas políticas en este terreno prevén procedimientos de
investigación independiente, como la encargada por la Ópera de Los
Ángeles en el caso de Domingo. Los sindicatos ayudan, los buenos
contratos son útiles, pero tanto los unos como los otros son insuficientes
cuando es el poder de una estrella el que está en cuestión. Pensemos, por
ejemplo, que el hecho de que Dutoit fuera destituido con relativa facilidad
—aunque no olvidemos que tenía ya ochenta y tres años— evidencia que a
él se lo percibía como alguien menos poderoso y menos irreemplazable que
Domingo. Y las víctimas de Levine, por su parte, no estaban relacionadas
por ningún contrato profesional (solo formaban parte de un programa de
verano para jóvenes con talento) y, por lo tanto, no estaban protegidas aún
por ningún sindicato.
En cualquier caso, no me extraña que Samuel Schultz fuera elegido
dirigente del AGMA. Tal vez él pueda impedir que otros sufran la clase de
abusos que Daniels y Walters, valiéndose de su poder como estrellas,
presuntamente le infligieron a él.
Las estrellas son poderosas, pero también vulnerables. Pueden ser
víctimas de acusaciones falsas con ánimo extorsionador. Por ese motivo,
toda buena política tiene que contemplar algún tipo de proceso dotado de
las debidas garantías legales, que dé a la persona acusada la oportunidad de
responder. Todo indica que la investigación encargada por la Ópera de Los
Ángeles fue ejemplar en ese sentido, y quizá esa misma estrategia —la de
contratar a un gabinete jurídico externo para que sea este el que se ocupe de
investigar— debería convertirse en la norma con vistas al futuro. Hay
grandes bufetes de abogados que ya se encargan gratuitamente de muchos
de los servicios jurídicos de las compañías de ópera y las orquestas
sinfónicas. Quizá podrían añadir esta otra función crucial a su desinteresada
contribución. 50
Andarse con ojo y avisar. Los cuatro hombres cuyas historias se han
comentado en este capítulo tenían una fama tan extendida de propensión a
los abusos que, en tres de los cuatro casos (no he encontrado a nadie que
dijera que había intentado mantener alejados a los jóvenes de las garras de
Levine), muchas personas actuaron entre bastidores para proteger a los
empleados vulnerables de los previsibles comportamientos del maestro de
turno. Cuando Daniels fue a Míchigan, la Facultad de Música recibió
informalmente avisos que le recomendaban que mantuviera a los alumnos
apartados de él. Y, como hemos visto, cuando uno de ellos lo denunció, su
queja se procesó con respeto y prontitud.
Cuando Dutoit pasó a dirigir la Orquesta de Filadelfia, los rumores sobre
su inapropiado comportamiento eran generalizados, según el propio
presidente de la institución, por lo que la dirección de esta «dejó claro a
todos los que trabajaban como personal de la Orquesta de Filadelfia que
tuvieran cuidado y no dudaran en remitir cualquier ejemplo de
comportamiento que les pareciera inapropiado. Nadie lo hizo» mientras él
estuvo allí 51 (la pianista Jenny Chai, sin embargo, denuncia que sufrió una
agresión sexual de Dutoit durante ese periodo). Y Fiona Allen, cuando ya
era directiva (años después de que, siendo becaria en prácticas en
Tanglewood cuando Dutoit era director invitado allí, fuera acosada por este
en una ocasión, cuando fue a entregarle un documento en su camerino),
dijo, al hilo de que la advirtieran —demasiado tarde ya— de que nunca
debía estar con él a solas, que «tenían un sistema establecido. Y el sistema
se llamaba “no vayas allí tú sola”. Era algo así como “ya hemos tenido
quejas, así que lo solucionaremos enviando a la gente de dos en dos”. Pero
no “dejaremos de tener a esa persona contratada a partir de ya”». 52 Huelga
decir que esa recomendación de «andarse con ojo», aun cuando sirviera
para que el acosador no actuara (y no sabemos si realmente lo hizo),
constituye en sí misma un factor creador de un entorno laboral hostil, pues
es como decirle a la persona que no puede hacer su trabajo sin tomar una
serie de elaboradas precauciones para evitar abusos.
En el caso de Domingo, esas estrategias se fueron haciendo más
complejas con los años. Una coordinadora de producción que trabajó con
Domingo tanto en la Ópera de Los Ángeles como en la Gran Ópera de
Houston comentó a Associated Press que había dejado claro que nunca se
debía dejar al tenor solo en salas de ensayo con alguna otra cantante joven,
y también que siempre «intentó» asignarle ayudantes de vestuario varones.
«Jamás habría enviado a ninguna mujer a su camerino», sentenció. También
invitaba a la esposa de Domingo, Marta, a las fiestas de la compañía,
«porque si está Marta, él se comporta». 53 Pero, por lo general, esas
estratagemas de la dirección no eran suficientes: las propias mujeres tenían
que buscarse por su cuenta sus mecanismos de evitación particulares
(volteando la cabeza en el último momento para evitar recibir un beso con
lengua no deseado, o cerrando con pestillo la puerta de sus camerinos y no
saliendo de ellos hasta que algún ayudante de vestuario dijera que el
panorama estaba despejado). Repito: esto parece constitutivo de acoso por
creación de un entorno hostil de trabajo. La mujeres decían, además, que no
acudían a la dirección a denunciarlo (incluso en instituciones de las que
Domingo no era directivo) porque temían que no las creyeran y que
sufrieran represalias por ello (es de suponer que de los propios directivos —
demasiado interesados en rentabilizar a Domingo como fichaje— más que
del propio tenor).
El andarse con cuidado, aunque pueda funcionar durante un tiempo, no
es algo que pueda sustituir a tener un entorno laboral aceptable. El informe
de la Ópera de Los Ángeles sobre Domingo realizado por el equipo de
Gibson, Dunn, and Crutcher acierta al recomendar que la institución tenga
unas políticas más claras sobre qué comportamientos son aceptables y
cuáles no, así como un programa de formación obligatoria para los
directivos y el personal.
Presión de los donantes. Una vía muy útil para conseguir el
cumplimiento efectivo de las normas es mediante la presión de quienes
donan fondos a las organizaciones artísticas, tanto públicamente como entre
bastidores, y tanto a título individual como a través de la junta directiva.
Una parte muy importante de los ingresos que entran en las arcas de la
música clásica proceden de los donantes, por lo que estos ejercen un gran
poder y deberían hacer uso de él en casos como estos, en los que los
denunciantes carecen de él. ¿Lo harán? La fama vende entradas y atrae
dinero de los donantes. El análisis de coste-beneficio de una figura como
Domingo debe incorporar los sentimientos ofendidos de los artistas
perjudicados y del público progresista de la ópera, sí, pero también las
opiniones muy distintas de otros donantes sobre estas cuestiones, heredadas
de una época anterior. Como ya he señalado varias veces, hoy en día esos
análisis de rentabilidad tienden a no ser demasiado favorables a Domingo
precisamente porque tiene ochenta años, como tampoco lo son ya para nada
para Levine, otro cabeza de cartel de toda la vida, también porque está
demasiado viejo y enfermo. 54 Pero eso no basta: los donantes tienen que
dotar a las mujeres del poder necesario para denunciar, y tienen que hacerlo
dejando muy claro que las malas conductas no serán toleradas por quienes
aportan el dinero. La manera de avanzar por ese camino es conseguir que
algún director general con las ideas claras otorgue poderes a aquellos
donantes que mejor entienden los problemas que las mujeres abusadas han
estado revelando: por ejemplo, la Ópera Lírica de Chicago acaba de elevar a
una docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago,
Sylvia Neil, profesora y experta en derechos de las mujeres, al cargo de
presidenta de su junta directiva para los próximos años.
Presión de los consumidores. El mundo de la música clásica no es tan
sensible a la presión de los consumidores como el mundo de la música pop
o del cine, porque no depende tanto de la venta de entradas. Pero, aun así,
es evidente que los ingresos en taquilla son una parte esencial y muy
codiciada de cualquier arte. Las protestas y los boicots de los consumidores,
ya sean organizadas o individuales, tienen sin duda el potencial suficiente
para arruinar un espectáculo. La cancelación de los contratos de Kevin
Spacey probablemente se haya hecho más pensando en la reacción de los
espectadores que respondiendo a un juicio moral independiente. Aquí,
como en el mundo del deporte, podemos y debemos utilizar todo el poder
del que disponemos.

LAS ESTRELLAS CAÍDAS EN DESGRACIA Y SU OBRA

Todas estas estrellas han caído en desgracia. Por lo que parece, tres de ellas
deberían seguir estando totalmente desacreditadas. Creo que el caso de
Domingo es distinto. Se ha disculpado por aquello de lo que las
investigaciones lo han encontrado verdaderamente culpable, aunque no está
tan claro que comprenda del todo cómo su propia grandeza artística genera
presiones e intimidación en quienes lo rodean. No obstante, si esa nueva
concienciación y ese respeto por las mujeres que ahora promete resultan
algo más que una mera maniobra de autodefensa, y se evidencian en su
comportamiento a partir de aquí, yo sin duda instaría a una reconciliación
pública con su figura —en su caso nada más, no en los otros tres—,
especialmente a la luz de cómo ha ayudado y respetado realmente a muchas
mujeres (y a muchos artistas jóvenes) a lo largo de los años. Es creíble que
su comportamiento estuviera muy influido por unas actitudes de otro
tiempo y las costumbres de un país diferente, si bien la aparente
incapacidad para escuchar a los demás, muy característica de las estrellas
con poder, también influyó en él más de lo debido. En cualquier caso, habrá
que esperar a ver.
El poema de Dante mostraba solo a un pequeño número de personas
soberbias en el purgatorio, porque, para entrar en él, primero había que
admitir los propios malos actos y pedir perdón por ellos. Pero la estancia en
el purgatorio es larga y penosa, y los soberbios que entran en él tienen que
demostrar que están esforzándose muy sinceramente en reparar sus rasgos
de carácter. Para los soberbios, eso significa, sobre todo, escuchar a los
demás como iguales y mostrarles respeto.
¿Y qué hacemos con la obra de los impenitentes? Yo misma tengo
muchos discos y grabaciones. ¿Qué debería hacer yo, o las emisoras de
radio, u otros consumidores? He investigado un poco y he descubierto que
lo que un artista de música clásica cobra cuando firma un contrato de
grabación típico es una suma única, y no un anticipo a cuenta de futuros
derechos, por lo que, cuando compramos su obra, no estamos ingresando
ningún dinero en sus cuentas. Y el valor del arte es el que es. No veo
ninguna razón, pues, para no escuchar el trabajo de alguien como Levine, al
menos (puedo prescindir del de Dutoit o del de Daniels), ni incluso para no
sentirnos conmovidos y maravillados por él, sin que ello nos impida tener
presentes en todo momento las oscuras interacciones del corazón, el amor y
la risa humanas, con la crueldad más siniestra.
Capítulo 8

MASCULINIDAD Y CORRUPCIÓN
El enfermo mundo del deporte universitario

Cuando lo miras, hay mucho de bueno y otro mucho de simplemente


horrible.

BRUCE ARIANS, entrenador, a propósito del balance del quarterback


de Tampa Bay Jameis Winston para la temporada de 2019

El entrenador Arians hablaba del trabajo de Winston como deportista en una


temporada en la que este batió un récord histórico de la Liga Nacional de
Fútbol americano (NFL) al haber lanzado (en un mismo año) treinta pases
de touchdown y treinta pases interceptados. Cualquiera que haya visto a
Winston, habrá apreciado en él lo mismo que Arians comentaba: toda esa
fuerza, toda esa elegancia y belleza en sus pases largos (ese año logró
superar las cuatrocientas cincuenta yardas de pase en dos partidos
consecutivos), pero también todo ese desorden, toda esa falta de precisión
combinada con un tal vez incurable exceso de confianza (Winston
respondió al comentario de Arians diciendo: «Mira mis números: estoy que
me salgo»). 1 Para que nos hagamos una idea de lo que representa esa cifra
de intercepciones: es el séxtuple del total de lanzamientos interceptados
registrados en esa misma temporada por Tom Brady, Aaron Rodgers,
Carson Wentz o Russell Wilson.
Ahora bien, el comentario de Arians podría servir también para describir
la trayectoria de Winston como ser humano hasta la fecha: muy
prometedora y con muchos logros ya conseguidos, pero, al mismo tiempo,
sobrada de arrogancia indisciplinada y de desdén desafiante e indolente por
las leyes de la sociedad, tanto de las que regulan el robo como la actividad
sexual no consentida (no se preocupen: sé que esos dos tipos de defectos no
siempre van unidos; el «compañero de promoción» de Winston, y número
dos del draft de 2015, Marcus Mariota, quien, según todos los que lo
conocen, es un ser humano ejemplar, ha tenido una carrera como
profesional parecidamente desigual, aunque, en su caso, las lesiones
parecen explicar buena parte de lo sucedido).
El comentario de Arians podría servir también de descripción del mundo
del deporte universitario del que Winston salió en 2015 convertido en la
más rutilante estrella del draft de ese año (un mundo que cultivó, potenció y
rentabilizó su extraordinario talento deportivo, pero no logró darle una
educación universitaria; un mundo que le encubrió cuando violó a una
mujer y hurtó refrescos de un Burger King y patas de cangrejo de un
supermercado Publix; un mundo que alentó esa actitud arrogante, de estar
por encima de la ley, que se gastaba hasta hace muy poco y que, invitado a
menudo como «orador motivacional» a actos y encuentros varios, incluso
enseñaba a sus jóvenes admiradores).
Todo ser humano puede cambiar y crecer. Aún hay esperanza de que
Winston deje de ser una promesa y se consolide como un buen deportista, y
de que, aun en el caso de que no lo consiga, se convierta en un ser humano
más sensato y respetuoso. Hay indicios de que esto último está ocurriendo
en realidad, quizá como consecuencia de la adversidad y de la introspección
que esta suele traer consigo. Me encanta verlo jugar, así que me gustaría
mucho que todo esto sucediera de verdad. Pero lo que defiendo aquí es que
no hay esperanza para el mundo del deporte universitario, y concretamente
para el fútbol americano y el baloncesto de la División I.
Los deportes profesionales tienen sus problemas de acoso sexual y abuso
doméstico, pero estos pueden resolverse de un modo muy parecido a como
se pueden resolver en las artes: vigilancia, sindicatos firmes, supervisión
esmerada desde las directivas, y respetuosa atención a las voces de
denuncia. En el mundo de los deportes universitarios de la División I, sin
embargo, hay unos problemas sistémicos tan profundos relacionados con su
configuración en sí —problemas de acción colectiva y de influencia de
empresas externas—, que la corrupción sexual y académica que lo afecta no
tiene arreglo. La Asociación Nacional Estadounidense de Deporte
Universitario (NCAA, por sus siglas en inglés) lleva años intentándolo,
aunque en vano, y no porque no haya habido personas buenas que hayan
dedicado sus vidas a tal causa. El problema tiene tanto de estructural como
de irreparable. Es un mundo en el que lo bueno y lo simplemente horrible
son inseparables. Deberíamos hacer caso, pues, del sensato llamamiento del
comisionado de la NBA, Adam Silver, y deshacernos de todo ese sistema
sustituyéndolo por un sistema de divisiones inferiores (como en Europa y
como en el béisbol estadounidense), combinadas con «academias de
formación» para los jugadores. Mientras tanto, las universidades pueden
mantener el deporte de la División III, pues aunque tampoco está exento de
ciertos problemas de gran calado, estos, en principio, sí tienen remedio.
Al menos, eso es lo que defenderé aquí, aunque sin duda enfadando a
muchos.

DEPORTE Y MASCULINIDAD

El deporte de competición es, sin lugar a duda, la mayor fuente de


entretenimiento en Estados Unidos, tanto si lo medimos por cifra de
espectadores como por ingresos generados. Comparte algunos de los
problemas de falta de responsabilización que hemos visto en las artes
escénicas, pero también tiene los suyos propios. Los deportes son una
fuente de modelos de conducta para los jóvenes como ninguna otra en
nuestra cultura popular. La mayoría de los niños y adolescentes jamás ha
oído hablar de uno solo de los jueces federales, así que la corrupción de
alguien como Alex Kozinski, por mala que sea, no influye en sus ideas de la
masculinidad. Y aunque algunos intérpretes de cine y de música popular
atraen a un numeroso público juvenil, estas estrellas no desempeñan en
nuestra sociedad el papel pedagógico que sí tienen las estrellas deportivas.
Cuando vemos que los jóvenes adoran a ciertas estrellas del pop —como a
Keith Richards o Michael Jackson en su momento, o como a un delincuente
como R. Kelly en la actualidad—, no solemos preocuparnos acto seguido
por que vayan a usar esas figuras como modelos para sus propias conductas
o sus propias ideas sobre lo que es un hombre de verdad: ya se entiende que
son excéntricos, aunque sean también maravillosos a su modo. R. Kelly
presuntamente ha cometido delitos graves contra varias mujeres, pero nos
extrañaría que los niños de diez años se sintieran inducidos por ello a imitar
su comportamiento. 2
Las figuras del deporte, por el contrario, sí son modelos para la niña o el
niño típico de diez años: modelos de excelencia masculina y femenina, de
disciplina, de fuerza, de velocidad, de resistencia. Y como en nuestro país
nunca separamos del todo la grandeza y el éxito económico, también son
modelos de cómo una persona puede usar su cuerpo para convertirse en
multimillonaria.
Cuando yo tenía diez años, el béisbol era la principal fuente de héroes
para los niños y no había ninguna otra fuente equivalente de heroínas en el
mundo del deporte (las estrellas de béisbol distaban mucho de ser todas
ejemplares, pero los chavales de diez años sí se sabían las bondades de los
personajes buenos de ese mundo —Jackie Robinson, Willie Mays, Hank
Aaron— y no tenían ni idea del alcoholismo de Mickey Mantle ni de las
actitudes groseras con las mujeres de Ted Williams). Ahora hay muchas
fuentes deportivas tanto de héroes como de heroínas, pero los más
influyentes (con diferencia) son los deportes que atraen la atención del país
en mayor proporción, y hoy esos son el fútbol americano y el baloncesto. El
béisbol ha bajado al tercer puesto en porcentaje de personas que dicen que
es su deporte favorito, y aunque sigue estando por delante del baloncesto en
número total de espectadores televisivos (ambos muy por detrás del fútbol
americano), ha dejado de entusiasmar a los jóvenes como antaño.
Los héroes a los que emulan los niños (varones) de diez años de hoy
salen, sobre todo, de las competiciones de fútbol americano y de
baloncesto, y a menudo su influencia les llega a través de su propia
participación en las culturas de masculinidad de dichos deportes. 3 Esto
quiere decir que sus héroes son hombres que se hicieron como tales a través
de su participación en el sistema deportivo universitario y en el de los
institutos de secundaria, previo a aquel. Así que no solo estamos hablando
de un entorno de trabajo y sus problemas. Estamos hablando de la
formación de generaciones enteras de hombres.
Se podrían escribir (y se han escrito) infinidad de libros sobre las
diferentes formas de concebir la masculinidad en distintos deportes, y yo no
voy a añadir nada más aquí a toda esa literatura especializada; solo diré que,
tanto en el baloncesto como en el béisbol, resulta necesario desarrollar una
amplia variedad de habilidades, que incluyen la velocidad, la destreza y una
gran coordinación. En ambas disciplinas, el empeño en reducirlas a solo una
o dos de esas cualidades (la altura en el baloncesto, o la velocidad de los
lanzamientos de pelota o la potencia para impulsar home runs en béisbol)
ha quedado repetidamente desmentido por la variada evolución de cada uno
de esos deportes: ahí están (en baloncesto) la habilidad de un Stephen
Curry, que eclipsó todas las expectativas levantadas por los jugadores de
más de dos metros quince con su «juego de los pequeños», o la insistencia
con la que LeBron James pasa el balón a sus compañeros de equipo en vez
de jugárselo todo él solo todo el rato; o (en béisbol) lanzadores como Justin
Verlander y C. C. Sabathia (ya en el tramo final de su carrera), que triunfan
gracias a su oficio y a su astucia, más que por su velocidad apabullante, o
como Mariano Rivera, que se especializaba en un solo tipo de lanzamiento
(con infinitas variaciones, eso sí), pero cuya grandeza radicaba en su control
preciso de la bola y en su constancia año tras año, o bateadores como Phil
Rizzuto en el pasado, o Jose Altuve en el presente, que desafían el presunto
condicionante adverso de su estatura (metro sesenta y cinco, y metro
sesenta y siete, respectivamente) con su velocidad, su destreza y su
determinación, o grandes golpeadores de la pelota como el gran Willie
Mays, que nunca se olvidó de ser un magnífico defensor y un muy buen
corredor de bases, ayudando así a sus equipos con aportaciones que
trascienden las estadísticas individuales.
Cuando los niños de diez años emulan a los jugadores de esos deportes o
puede que incluso (hoy en día) a las estrellas del balompié, son muchos los
aspectos de masculinidad atractivos que pueden aprender. Vida Blue,
antiguo lanzador de los Athletics de Oakland, nacido en 1949, dice que,
cuando él era un chaval, Willie Mays era «el epítome de lo que un
afroamericano joven quería ser». 4 Y qué gran modelo: no solo un portento
en todas las facetas del juego (como corredor, lanzador, receptor y
bateador), sino también un apasionado del trabajo en equipo, una persona
de temperamento jovial que nunca se enfadaba, un genio apaciguando
conflictos, y un hombre que no fumaba ni bebía y que, sobre todo, trataba a
las mujeres con respeto.
El fútbol americano es diferente (un poco, al menos). Todo parece
indicar que la fuerza bruta y la capacidad de apabullar físicamente al
contrario son cualidades primordiales, y que darle un golpe letal a la cabeza
de un adversario es una virtud. No voy a negar que en el fútbol americano
se pueden alcanzar grandes cotas de elegancia, velocidad, agilidad y
coordinación en equipo. Y es admirable la determinación con la que un
magnífico corredor del balón como Marshawn Lynch (de los Seahawks de
Seattle) continúa avanzando con todos esos corpachones tratando de
cerrarle el paso. Incluso placar es todo un arte para el que no bastan nunca
el peso ni la fuerza aplastante del jugador. No obstante, si nos preguntamos
qué es, sobre todo, lo que se transmite a los jóvenes con este deporte,
diríamos que el fútbol americano envía un mensaje no demasiado atractivo
que digamos: lo que de verdad importa es la fuerza y el dominio.
El 22 de febrero de 2017, Jameis Winston fue la estrella invitada a un
acto en una escuela de primaria de Saint Petersburg (Florida), una de esas
cosas que hacen los deportistas para demostrar que son buenas personas y
para mejorar la imagen pública de su deporte. Durante la charla
«motivacional» que allí dio, dijo:
Todos los chicos podéis poneros de pie, y todas las chicas podéis sentaros.
Pero todos los chicos, de pie. Somos fuertes, ¿a que sí? ¡Fuertes! Somos fuertes, ¿a que sí?
Todos los chicos, decidme a la vez: «Puedo hacer cualquier cosa que me proponga». A la
mayoría de los chicos no se os va a quedar vocecilla. ¿Sabéis a qué me refiero? Un día todos
tendréis un vozarrón grave como este [poniendo voz grave]. Un día tendréis un vozarrón muy,
muy grave.
[...] Pero las señoritas..., ellas tienen que ser calladas, respetuosas, dulces y todo eso. Los
hombres..., vosotros, los hombres, tenéis que ser fuertes. 5

La dirección del centro y muchos padres y madres se mostraron muy


molestos por aquella intervención y, el 23 de febrero, Winston se disculpó
por no haberse «sabido expresar». 6 Winston, un héroe para miles de niños y
jóvenes, es un producto de la Universidad Estatal de Florida (pese a que
nunca llegó a graduarse).

RESPONSABILIZACIÓN EN EL DEPORTE PROFESIONAL

Los deportes profesionales se parecen a las (otras) artes escénicas y pueden


abordarse por vías similares: negociación colectiva, presión de los
consumidores y (como factor añadido) presión también de las empresas
patrocinadoras, que pueden ser presionadas, a su vez, por sus consumidores.
El mundo de los deportes se asemeja más a un lugar de trabajo cerrado
«normal» que la mayoría de las artes, ya que los jugadores tienen contratos
relativamente largos con un único equipo; se diría, pues, que en él no es
probable una figura como Harvey Weinstein: alguien capaz de influir en los
fichajes y los descartes de todo un deporte (también es posible que la
homofobia extrema que impera en el mundo del deporte masculino y la
ausencia de mujeres jugadoras de élite y directivas hayan impedido en
buena medida el acoso sexual a los jugadores varones —adultos o jóvenes
— por parte de los responsables de los clubes o de sus representantes).
El mundo de los deportes profesionales en Estados Unidos dista mucho
de ser perfecto. Tanto las ligas como las asociaciones de jugadores han
reaccionado con lamentable lentitud a la hora de tomarse en serio las
agresiones y el acoso sexuales y la violencia doméstica. No estaríamos
hablando con franqueza de cómo era la vida del deporte profesional durante
mis años de instituto, por ejemplo, si no hiciéramos referencia a lo que
podríamos llamar la epidemia de promiscuidad sexual (y de consumo de
drogas) que la caracterizaba. Y sin embargo, cuando Jim Bouton publicó
(años después) un muy directo y sincero libro sobre el béisbol de entonces
titulado Ball Four, 7 fue él (y no los protagonistas en sí) el que tuvo que
soportar un chaparrón de mala prensa en un primer momento, porque ni a
los responsables ni a la afición de los clubes de ese deporte les gustó que
alguien contara la verdad sobre sus supuestos héroes. El entonces
comisionado de la competición, Bowie Kuhn, calificó el libro de
«perjudicial para el béisbol» y trató de que Bouton firmara una declaración
en la que dijera que todo lo que allí se contaba era ficción. 8
Esa afición a las mujeres que Bouton describe (y a la que también se
refieren casi sin excepción otras biografías que se han escrito sin tapujos
sobre grandes jugadores del pasado), ¿incluía también acoso sexual? Es más
que evidente que el ambiente en los vestuarios no era respetuoso con ellas,
ciertamente, y que si una mujer hubiera trabajado en ese mundo, el
concepto de entorno hostil se habría podido aplicar a muchas situaciones
allí vividas. La razón por la que no podemos decir que los clubes eran
entornos laborales hostiles es, sencillamente, que las mujeres estaban tan
discriminadas allí que ni siquiera accedían a aquellos entornos de trabajo.
Puede que hubiera algunas vendiendo entradas en las taquillas, o trabajando
como secretarias de los directivos. Pero no se les dejaba entrar en las
instalaciones deportivas propiamente dichas de un club, ni siquiera como
periodistas o (menos aún) como entrenadoras, ayudantes del entrenador o
miembros del equipo directivo. Y ni que decir tiene que no podían ser
jugadoras. Mucho se dijo y se escribió en todo ese tiempo sobre la supuesta
imposibilidad de que las mujeres tuvieran permitido el paso a un lugar
donde podían ver a los deportistas desnudos.
Así que toda esa promiscuidad con las mujeres ocurrió fuera del lugar de
trabajo propiamente dicho, aunque no muy lejos de él, pues a menudo se
producía en los hoteles y moteles en los que se alojaba el equipo. Por eso no
se consideraba como parte del mundo del deporte en sí, sino de la vida
privada de los jugadores, un ámbito que los directivos del propio lugar de
trabajo habían decidido proteger como algo reservado, igual que protegían
el carácter confidencial de los abusos domésticos cuando tenían
conocimiento de ellos.
No cabe duda de que, a veces, se producían agresiones sexuales en esos
encuentros, ni de que la violencia doméstica y la violación conyugal
cometidas por jugadores de béisbol contra sus parejas eran habituales
también. Pero tanto los dirigentes de los clubes y del deporte como las
asociaciones de jugadores miraron para otro lado ante esos
comportamientos, o bien los taparon para que no salieran a la luz. No solo
no dictaron y aplicaron reglas contra esos abusos, sino que los encubrieron
activamente. Aun así, las mujeres víctimas no eran, por lo general, personas
vinculadas al equipo, por lo que no se puede decir que la directiva del club
en cuestión actuara como sí se ha actuado continuamente en el sistema
deportivo universitario, fomentando que unos alumnos deportistas vean a
sus compañeras estudiantes como blancos potenciales de abusos, o
prometiendo tácitamente encubrir el abuso sexual de tales compañeras
estudiantes, miembros de la misma institución (presuntamente) académica.
En la actualidad, hay una presencia cada vez mayor de periodistas
deportivas en las instalaciones de los clubes. También hay muchas mujeres
trabajando en niveles bastante altos de las directivas de esas instituciones.
En la sede administrativa de la liga de la NBA, un 40% de la plantilla es
femenina. 9 También se ha empezado a contratar a mujeres como ayudantes
de los entrenadores: son trece (en activo o ya retiradas) en la NBA, y hay
cuatro en la NFL (dos de ellas en los Buccaneers de Tampa Bay, donde
Bruce Arians es muy partidario de contratar a mujeres como técnicas de sus
equipos; de hecho, fue él quien contrató a la primera de todas cuando era
entrenador de los Cardinals de Arizona). Por su parte, en el béisbol, los
Giants de San Francisco contrataron a la primera entrenadora (ayudante) a
tiempo completo de un equipo de una «gran liga» en enero de 2020. 10 En la
NBA ha habido ya seis árbitras (cuatro actualmente en activo); en el béisbol
hay ahora dos, aunque todavía arbitran en las ligas menores, y la NFL
cuenta con una. En mayo de 2019, Adam Silver anunció que la NBA se
había marcado como objetivo que, de ahora en adelante, las nuevas
contrataciones de entrenadoras o técnicas y de árbitras deberán aproximarse
al 50% del total. 11
En paralelo a esta creciente presencia de mujeres en el mundo del
deporte profesional masculino, las ligas deportivas profesionales
estadounidenses también han afrontado la necesidad de establecer reglas y
políticas claras sobre las agresiones sexuales y la violencia doméstica. De
ahí que se anunciara la inclusión en el convenio colectivo de unas normas
de conducta tanto sobre los encuentros en el lugar de trabajo como sobre la
«vida privada» de los jugadores. Algunos grandes jugadores de los
principales deportes han sido suspendidos en aplicación de tales políticas,
aunque no de forma muy sistemática todavía.
Un incidente catalizador de esa transición hacia la responsabilización fue
el protagonizado en 2014 por el jugador de la NFL Ray Rice, miembro de la
plantilla de los Ravens de Baltimore en aquel entonces, a quien se veía en
una grabación de vídeo dar un puñetazo en la cara a su novia en un ascensor
y noquearla con aquel golpe. Fue arrestado y acusado formalmente, el club
le rescindió el contrato y fue sancionado con una suspensión por tiempo
indefinido. 12 Aunque recurrió la suspensión y logró que se la revocaran,
Rice no ha vuelto a jugar ni trabajar en la NFL desde entonces. El incidente
hizo que el mundo del deporte tomara conciencia de lo muy sensibilizada
que estaba la opinión pública sobre el tema de los abusos domésticos.
Conscientes de que las mujeres también son consumidoras de deportes (y de
los productos de los patrocinadores deportivos), las organizaciones
encargadas de las competiciones optaron por instaurar políticas más
explícitas y por una mayor responsabilización. De ahí que hoy sean ya
muchos más los jugadores de todos los deportes importantes contra los que
se han tomado medidas disciplinarias. Lo que hace falta ahora es un
conjunto sistemático de políticas proactivas que promuevan la disuasión y
la educación en estos temas, y que respalden esa disuasión con un sistema
de sanciones coherente y eficaz.
Ha destacado la proactividad del béisbol en ese sentido. En agosto de
2015, la organización de las Grandes Ligas de Béisbol (MLB, por sus siglas
en inglés, la competición que aúna las dos mayores ligas del béisbol
profesional) y la Asociación de Jugadores de la MLB acordaron una política
integral sobre violencia doméstica, agresiones sexuales y abusos infantiles
en la que se especifican sanciones por su incumplimiento, pero que también
pone el acento en la formación y la educación previas. 13 Han sido ya varios
los jugadores trascendentales para sus equipos que han recibido largas
suspensiones: por ejemplo, Addison Russell, de los Cubs de Chicago, un
valioso contribuidor a la victoria del equipo en la Serie Mundial de 2016,
cumplió tiempo después una suspensión de cuarenta partidos por violencia
doméstica (admitida por el propio deportista) y ha atribuido a la terapia
obligatoria a la que tuvo que someterse una nueva concienciación personal
sobre el tema 14 (de hecho, su contribución a los Cubs ya no fue tan valiosa
tras su vuelta, y lo descendieron a un equipo de las ligas menores antes de
traspasarlo definitivamente). Domingo German, quien probablemente fue el
mejor lanzador de los Yankees de Nueva York en 2019, fue suspendido
durante ochenta y un partidos en plena carrera por la clasificación para la
Serie Mundial, algo que sin duda perjudicó las opciones del equipo. 15 Así
pues, el béisbol ha mostrado su disposición a tomar decisiones realmente
difíciles.
También el baloncesto tiene una política colectiva negociada por las
asociaciones de jugadores y la NBA, y no ha dudado en ordenar
suspensiones de jugadores destacados (por lo general, no tan largas como en
el béisbol), como Darren Collison y Ron Artest, de los Kings de
Sacramento (la suspensión de Artest y la subsiguiente terapia de gestión de
la ira a que se sometió sirvieron al parecer para dar un vuelco a su
comportamiento: tiempo después, ganó el premio de conciencia ciudadana
de la NBA y, en 2011, se cambió oficialmente de nombre para llamarse
Metta World Peace). 16 En la más reciente política de la NBA al respecto se
ha incorporado un acuerdo con el sindicato de baloncestistas que otorga a la
liga potestad para investigar la violencia doméstica y castigar a los
jugadores con independencia de cuál sea la solución del caso en los
tribunales de justicia. La política también pone especial acento en la
educación y la prevención a través del asesoramiento, la formación para
novatos y una línea de contacto confidencial permanente para todos los
jugadores de la NBA y sus parejas y familiares. 17
En el fútbol americano, sin embargo, no rige ningún acuerdo conjunto de
ese tipo. 18 La liga tiene una declaración bastante vaga e indefinida al
respecto, pero ni siquiera se menciona en el convenio colectivo con la
asociación de jugadores. Esta última tiene una Comisión de Prevención de
la Violencia, pero, al parecer, no hace nada; cuando la periodista Deborah
Epstein dimitió de dicha comisión en junio de 2018, dijo: «Sencillamente,
no puedo seguir formando parte de un organismo que solo existe de forma
nominal». 19 A veces se dictan suspensiones (Winston recibió una, como
veremos más adelante), pero, a menudo, la política de la liga es la inacción
y se deja la labor disciplinaria en manos de los clubes, que imponen
sanciones erráticas y con criterios desiguales, según el caso. 20
La Liga Nacional de Hockey (NHL) tampoco tiene una política al
respecto; solo aplica un procedimiento de estudio de cada caso por
separado. 21
Está claro que todos los deportes tienen que hacerlo aún mejor: una
política solo es buena en la medida en que lo es su aplicación. De todos
modos, en el béisbol y el baloncesto, parecen estar llevando a cabo una
labor bastante aceptable en este terreno. Es fundamental que la afición y las
firmas de patrocinio (y, de nuevo, indirectamente, los aficionados a través
de las compañías cerveceras y otros patrocinadores habituales) presionen
tanto a los sindicatos como a la patronal de las ligas de todos los deportes.
Pero, en esencia, la situación es como la de las artes, aunque con la ventaja
añadida de que en este caso el entorno laboral es relativamente más
cerrado. 22
Pasemos ahora a los deportes universitarios. Para apreciar mejor la
situación estadounidense en su contexto, tengamos en cuenta que en Europa
no existen equipos deportivos universitarios en el sentido en que estos se
entienden en Estados Unidos. Los estudiantes forman allí equipos por pura
diversión informal, pero las universidades no los patrocinan para que
compitan a escala nacional y atraigan una gran audiencia televisiva, ni
tampoco sirven de cantera de jugadores para los clubes de los deportes
profesionales. En Europa, son las propias federaciones deportivas las que
promueven competiciones entre equipos de menor nivel, que son los que
tienen esa función de cantera de futuros deportistas profesionales.
Normalmente, las jóvenes promesas entran en uno de esos equipos
menores, y no en una universidad. 23
Algo parecido ocurre en el béisbol estadounidense. Los equipos
inferiores, que compiten en las llamadas «ligas menores» y que, en su
mayoría, están vinculados a algún equipo de las grandes ligas y están
sostenidos en parte por él, son tan antiguos como las ligas mismas. También
hay ligas menores de equipos no afiliados a otros, pero esta siempre ha sido
una opción endeble desde el punto de vista económico. Por ejemplo, las
Ligas Negras funcionaron muy bien mientras fueron la única competición
en la que ver a jugadores tan grandes como Satchel Paige o Cool Papa Bell.
Cuando, llegado el momento (y muy a regañadientes, todo sea dicho), las
grandes ligas fueron abriendo la puerta a la entrada de deportistas
afroamericanos, las Ligas Negras no tardaron en desaparecer, pues ya no
salían rentables a sus dueños, mayoritariamente blancos.
En la actualidad, en lo que yo llamaré aquí el sistema de divisiones
inferiores (que abarca a todos los deportes en Europa, y también al béisbol
en Estados Unidos), no hay prácticamente ningún jugador joven que acceda
directamente a un equipo de la primera división o de una «gran liga». Los
jugadores firman un contrato con el club y, luego, se les hace jugar en una
categoría inferior adaptada a su edad y su estadio de desarrollo (en el
béisbol estadounidense, por ejemplo, hay ligas menores de tres niveles, que
son, de mayor a menor, el AAA, el AA y el A). 24 En Estados Unidos, el
béisbol también existe como deporte universitario, y un pequeño (aunque
creciente) porcentaje de jugadores profesionales de las grandes ligas pasa
antes por la universidad, a veces incluso con una beca para béisbol. En la
actualidad, un 4,3% de los jugadores son graduados universitarios, aunque
muchos de ellos han conseguido su título estudiando a tiempo parcial
mientras jugaban con sus equipos profesionales. Curtis Granderson, por
ejemplo, hijo de maestro y de maestra, se tituló en Administración de
Empresas por la Universidad de Illinois en Chicago mientras jugaba,
aunque reconoce que es algo muy difícil de hacer. 25 Pero nadie piensa que
ir a la universidad antes de jugar al béisbol como profesional sea la vía
normal de evolución para un beisbolista. De hecho, más bien tiende a
retrasar su carrera como deportista profesional que a potenciarla. Incluso
alguien con un expediente académico tan sólido como Jackie Robinson dejó
sus estudios en la UCLA cuando le quedaba poco para titularse, para
centrarse en su futuro como jugador (su viuda, Rachel, que tiene ya noventa
y siete años en la actualidad, sí se graduó, estudió luego un posgrado y
terminó siendo docente de la Facultad de Enfermería de Yale).
El sistema de divisiones inferiores tiene un defecto evidente: los
jugadores no aprenden en él competencias que los ayuden a conseguir
trabajo si sus carreras como deportistas profesionales fracasan o son
excesivamente cortas. Uno de los aspectos más trágicos recogidos en el
maravilloso libro de Roger Kahn The Boys of Summer, que sigue las vidas
de los jugadores de los Dodgers de Brooklyn de comienzos de la década de
1950 casi veinte años después de que dejaran el béisbol, 26 es lo poco
sólidas que sus economías personales pasaron a ser en cuanto dejaron el
deporte profesional. Hubo excepciones: Carl Erskine y Joe Black se
convirtieron en directivos (la del segundo fue toda una hazaña simbólica en
el clima racial de aquel momento). Pero lo más normal era que no hubieran
desarrollado una verdadera carrera profesional, ni contaran con unas
pensiones mínimamente sustanciosas tras su retirada. Tampoco habían
ganado en su día los astronómicos salarios que ganan las estrellas de las
grandes ligas de ahora, que dan para ahorrar e invertir con vistas al futuro.
Su sensación de tristeza y de pérdida guardaba relación con el hecho de que
no hubieran tenido un futuro a la medida de su pasado (el título del libro de
Kahn alude a un verso de Dylan Thomas, «veo a los chicos del verano en su
ruina», dando a entender con ello que dejar de jugar al béisbol significó en
sí mismo la «ruina» para ellos, y que esta no les llegó por no haber
aprendido competencias efectivas ni por la inexistencia de un sistema de
pensiones apropiado). ¿Y los jugadores que nunca llegan a las grandes
ligas? Es evidente que ellos se quedan más desamparados todavía. Para ser
aceptable de verdad, un sistema de competición deportiva profesional
debería preparar a los jugadores para que se pudieran seguir ganando la
vida cuando dejaran el deporte.
Ahora bien, en lo que a los problemas relacionados con la agresión
sexual se refiere, el sistema de divisiones inferiores presenta una gran
ventaja: es, en su mayor parte, un entorno de trabajo cerrado donde las
grandes ligas pueden fijar unas reglas claras para todos que se pueden
incorporar a los convenios negociados con las asociaciones de jugadores.
La mayoría de los componentes de las plantillas de los equipos se rigen por
ese sistema desde el momento en que comienzan sus trayectorias como
deportistas asalariados. No es de extrañar, pues, que el béisbol haya tomado
la iniciativa a la hora de fomentar unos criterios normativos claros sobre el
abuso sexual y la violencia doméstica. El hecho de que la NBA haya sido
también proactiva en este terreno obedece al fuerte liderazgo de su directiva
actual, pero puede que también se deba al hecho de que sus jugadores
ingresan cada vez más en la competición directamente al terminar la
educación secundaria. No obstante, no deberíamos perder de vista el béisbol
universitario, ya que, en los últimos veinte años, el draft 27 de selección de
beisbolistas jóvenes para los equipos de las grandes ligas se ha centrado
cada vez más en jugadores procedentes de las universidades, pues, al
parecer, aportan mejores estadísticas (una vez incorporados al sistema de
los clubes profesionales) que los seleccionados directamente en los
institutos. 28 Obviamente, una vez elegidos en el draft, pasan unos años en
las divisiones inferiores. Pero el sistema universitario soporta una parte del
coste de su formación previa. De todos modos, hasta donde yo sé, esta
tendencia no ha dado lugar todavía a la clase de mercadeo empresarial ni a
la corrupción sexual que vemos en el fútbol americano (y también en el
baloncesto, aunque solo hasta cierto punto, sin duda porque el básquet
universitario no es tan popular y se televisa menos). Aun así, es una
tendencia que conviene vigilar, no sea que la corrupción comience a
extenderse por ahí también.
En el resto de los deportes populares en Estados Unidos que no son el
béisbol, los jugadores entran en un entorno laboral cerrado «normal» (o,
mejor dicho, un conjunto de tales entornos, pues las ligas son débiles como
organizaciones y dejan las medidas disciplinarias en manos de los clubes)
en un momento relativamente tardío de sus carreras, tras años de
preparación en el sistema universitario y, antes de eso, en el de los institutos
de secundaria del que aquel se abastece (aunque la NBA se está
convirtiendo cada vez más en una excepción a esa norma). Sin embargo, el
sistema del deporte universitario está corrompido y hace que sus deportistas
más preciados crean que están por encima de la ley, al tiempo que les da
acceso a mujeres vulnerables de sus campus cuyas denuncias son luego
ignoradas con excesiva frecuencia.
Ese sistema corrupto ha arraigado más en el fútbol americano y en el
baloncesto de la División I que en otros deportes. La corrupción académica
es, sin duda, una realidad en muchos deportes de la División I, y también
hay otros que no andan escasos de escándalos sexuales propios, 29 pero en
los dos que he destacado es donde la corrupción más se entremezcla con la
práctica académica y el dinero de las grandes empresas, y son también los
que más influyen en las imágenes nacionales de la masculinidad. Que quede
muy claro: no me opongo a la verdadera profesionalización ni a la
existencia de un mercado competitivo de talentos deportivos y de
remuneraciones diferenciadas para cada deportista individual. De hecho,
eso es lo que el sistema de divisiones inferiores ha tenido toda la vida y es
un sistema que presenta una serie de virtudes en cuanto a transparencia y
regulación, que yo recomiendo aquí como alternativa mejor que la
estructura actual. El problema del sistema de deporte universitario actual,
como veremos, es que el dinero de las empresas actúa por vías ocultas,
escudándose en la ficción de que los entes corporativos privados forman
parte integral de la iniciativa y el espíritu académicos, cuando lo cierto es
que se resisten a todo control que las autoridades académicas pretendan
ejercer. Y, por supuesto, todo ese dinero que se paga no va a parar a las
cuentas de los deportistas individuales. Estos, dominados y explotados, son
rehenes del sistema, que, a su vez, encubre sus fechorías particulares.
Y no podemos olvidar el factor racial. En el fútbol americano y en el
baloncesto, el talento afroamericano es más dominante que en otros
deportes. No es casual, pues, que haya surgido en ellos un sistema que
explota ese talento sin remunerarlo, a la vez que abandona groseramente la
educación intelectual de esos deportistas y tiende a fomentar en ellos ciertas
conductas masculinas inapropiadas coincidentes con algunos de los
estereotipos raciales más dañinos.

DEPORTES UNIVERSITARIOS DE LA DIVISIÓN I:


UNA ESTRUCTURA ENFERMA

Las universidades y los colleges cuyos equipos de fútbol americano y


baloncesto pertenecen a la División I deben soportar una gran carga
económica para mantenerlos. El fútbol americano, en particular, es muy
caro en ese nivel. La universidad en cuestión debe contar con un estadio de
dimensiones equiparables a las de un gran club profesional, una formación
y un entrenamiento de primera categoría, y un material y unas instalaciones
magníficos, no porque los deportistas necesiten algo tan ostentoso, sino
porque es más fácil atraer a futuras estrellas (e impresionar a los donantes)
si se tiene todo eso. Los estadios universitarios más grandes tienen
capacidad para más de cien mil espectadores. En concreto, hay diez de ellos
con aforo superior al del mayor estadio de fútbol americano profesional.
Los jóvenes jugadores potenciales solo se fijan en los mejores recintos, de
ahí que solo ese apartado de gasto, que incluye el personal y las obras de
mantenimiento, entre otros elementos, ya represente un astronómico
desembolso. Las universidades construyen mucho para competir por atraer
a futuros grandes jugadores. Un ejemplo reciente típico de ellos es el
estadio con imponentes instalaciones de entrenamiento que la Universidad
Northwestern ha construido frente al mar en las cercanías de Chicago, y
cuya sola construcción costó ya 260 millones de dólares, sin contar su
posterior mantenimiento. 30 Se dice que, en el momento actual, es el
complejo de fútbol americano más grande de las universidades de la
División I que forman la conferencia de las Big Ten, pero es el mínimo
precio que hay que pagar si se quiere tener un equipo estrella.
A eso hay que añadirle un entrenador. En casi todos los estados, el
empleado público mejor pagado es el preparador principal del equipo de
fútbol americano de la universidad estatal local. 31 El salario típico de un
entrenador principal de uno de los grandes equipos universitarios está entre
los cinco y los nueve millones de dólares anuales, sin incluir otras variables
incluidas por contrato. 32 Esto significa también que el entrenador de fútbol
americano, tanto en los centros públicos como en los privados, suele ser la
persona mejor pagada en el campus; pensemos que los rectores
universitarios que más ganan pueden estar cobrando entre uno y dos
millones de dólares al año 33 (los directores generales ejecutivos de
hospitales universitarios suelen ganar más que el rector de la universidad a
la que está afiliado el suyo y, en algunos casos, rivalizan incluso con el
sueldo del entrenador de fútbol americano, pero solo apenas). También el
resto del cuerpo técnico del equipo sale proporcionalmente caro. Y los
equipos deben viajar para jugar sus partidos fuera de casa, y ningún
deportista estrella se dignaría siquiera en pisar el mísero interior de un
autocar: el transporte en jet privado es la norma. Y así en todo. El
baloncesto también es caro, pero mucho menos que el fútbol americano.
Las necesidades de material y equipo son más modestas; las instalaciones
tienen un tamaño más moderado y son prácticamente intercambiables con
otros muchos deportes, y los salarios de los entrenadores son elevados, pero
generalmente modestos en comparación con los de sus homólogos del
fútbol americano. Mike Krzyzewski (Coach K) de Duke, y John Calipari,
de Kentucky, sí se mueven en el rango de lo que cobran los grandes
entrenadores de fútbol americano, pero los demás les siguen ya a mucha
distancia.
Las universidades suelen tratar de convencer a estudiantes, padres,
exalumnos y donantes de las bondades de ese gasto señalando los ingresos
previstos que se derivan del hecho de contar con un buen equipo de la
División I. Sin embargo, para la mayoría de los centros que compiten por
tener una plantilla estrella, esa promesa de dinero futuro se demuestra
ilusoria. De los ciento treinta equipos de la División I, no son más de una
veintena los que pueden aspirar a obtener superávit. 34 Los beneficios
provienen sobre todo de los contratos de televisión, no de las ventas en
taquilla, y solo los veinte principales conjuntos (y eso siendo generosos) se
consideran de interés televisivo. La creencia generalizada de que un equipo
de relumbrón hace que suban las donaciones de los exalumnos en un
volumen proporcional al del gasto que tal plantilla representa ha sido
minuciosamente examinada (y desmentida) en dos rigurosos y exhaustivos
libros de William Bowen. 35
Esto significa que un número muy grande de universidades están
compitiendo por una cifra muy reducida de puestos rentables. Para
conseguir un equipo ganador, deben atraer a los jugadores de más talento.
Pero la oferta de talento de primerísimo nivel en fútbol americano y
baloncesto es escasa; es una simple cuestión de lotería natural. A las ligas
profesionales esto no les preocupa tanto, porque poseen el monopolio del
talento disponible, amén de un sistema organizado para asignarlo —a través
del draft— de un modo que da a todos los equipos una oportunidad bastante
igualada de acceder a ese talento. No ocurre así en el deporte universitario.
Cada año, ciento treinta centros buscan jugadores, y en cada temporada
puede haber tal vez unos veinte jugadores de talento sobresaliente, y está
bastante claro quiénes son mirando sus números durante su etapa en
secundaria. A las universidades les puede parecer absurdo dedicar tanto
dinero a instalaciones de entrenamiento y a salarios de entrenadores, pero
saben que así es como se consigue reclutar a las más talentosas promesas.
Cualquiera de ellas que opte racionalmente por ponerse un límite pierde el
juego.
Es una situación con la estructura propia de un problema de acción
colectiva clásico: por separado, cada centro seguramente preferiría no
gastarse hasta la camisa en fútbol y baloncesto, pero, dentro de un grupo de
mutuos competidores, debe gastar cada vez más, lo que propicia una
verdadera «carrera armamentista», como la llamó Myles Brand, antiguo
comisionado de la NCAA. 36
Esta carrera de armamentos por conseguir buenos jugadores se gana
sobre todo con edificios e instalaciones caras, y con todo un equipo de
ojeadores y de especialistas de marketing que empiezan a estudiar el talento
disponible incluso desde varios años antes de que esos estudiantes alcancen
la edad de presentar solicitudes de ingreso en las universidades; lo hacen
viajando a institutos de secundaria de todo el país. Cuando el jugador llega
a su destino, sin embargo, comienzan dos nuevas carreras armamentistas.
Una es la de los niveles académicos requeridos. Como la NCAA tiene
reglas para la selección de alumnos deportistas que exigen que estos vengan
con un promedio de notas aceptable mínimo, el mencionado problema de
acción colectiva lleva a que los centros ideen toda clase de trampas para
eludir esas normas, como asignaturas fantasma, trabajos firmados por los
deportistas pero realizados por otros estudiantes, represión de toda denuncia
interna de lo que pasa, y cualquier cosa menos ponerse serios para dar una
verdadera educación a ese joven admitido con una beca de deportes.
Comentaremos algunos ejemplos de ese empeño en trampear el sistema
cuando hablemos de lo ocurrido en la Estatal de Florida, pero afloran
continuamente casos en muchos sitios. De hecho, las universidades que
priorizan sinceramente y de verdad los niveles académicos de sus
deportistas becados se pueden contar con los dedos de una mano:
probablemente, Stanford, Northwestern, Notre Dame y otro par más. Y,
claro está, no hay ninguna garantía de que una universidad que haya sido
honesta un año no vaya a caer en la tentación de no serlo al siguiente.
Después de todo, cuando el entrenador gana el cuádruple que el rector,
¿hasta cuándo pueden resistir los valores y los altos cargos académicos la
presión de esa carrera de armamentos y de los beneficios que esta promete?
La carrera armamentista en particular que me ocupa aquí es la que libran
los centros universitarios por proteger a sus deportistas de las
investigaciones y las imputaciones penales a fin de que puedan seguir
siendo miembros de sus equipos. Los deportistas cometen muchas
infracciones potencialmente delictivas: consumo y venta de drogas ilegales,
hurtos en comercios y delitos contra la propiedad, o conducción bajo los
efectos del alcohol, por ejemplo. Pero como hablamos de varones jóvenes
cuya formación los ha hecho creer desde que tenían diez años que son
iconos de la masculinidad más excitante, y que están por encima de las
leyes por las que se rigen otros hombres inferiores, muchos cometen
también delitos sexuales: agresiones, acoso (harassment), acoso físico
(stalking). Y como la fortuna televisiva de toda una institución puede
depender de uno o dos de sus talentos, la universidad de turno hará todo lo
posible por protegerlos de cualquier acusación de delito sexual, ayudada en
muchos casos por exalumnos y exalumnas que son ahora policías, fiscales o
jueces locales.
En cualquier problema de acción colectiva, la dificultad tiene un carácter
sistémico. Cada actor por separado puede pensar que las normas están para
ser cumplidas; sin embargo, la lógica de la estructura lleva a que quien
«deserta» de esas normas por su cuenta salga ganando. Pero la situación es
peor aún en el deporte universitario, pues las personas que toman realmente
las decisiones no son las mismas que juzgan que las normas deben
cumplirse (por ese motivo, no lo veo como un problema de «dilema del
prisionero» clásico, pues aquí entran en juego múltiples actores con
objetivos muy diferentes, y solo unos cuantos de ellos piensan de verdad
que se debería erradicar la corrupción académica y sexual). Los
entrenadores, como ya he dicho, son más poderosos en muchos aspectos
que los rectores de las universidades, y pueden incluso conseguir que los
destituyan si les hacen frente.
Y todavía hay más. En todas las grandes universidades con equipos
deportivos que participan en esta pugna hay corporaciones empresariales
vinculadas al centro que se juegan mucho (económicamente hablando) con
el éxito o el fracaso del equipo local. El nexo de la vinculación puede
adoptar diferentes formas. A veces se trata de una marca de ropa y
equipación deportivas que tiene la exclusiva con esa universidad y gana
mucho dinero con ella, y a veces, además (como ocurre en el caso de Nike y
la Universidad de Oregón), el consejero delegado de esa empresa es
también un muy influyente patrocinador y donante del centro. 37 A veces se
forma una especie de compuesto empresarial formado por antiguos alumnos
adinerados y por alguna franquicia de ropa y equipación deportivas, como
ocurre con los Seminole Boosters de la Universidad Estatal de Florida. Sea
como sea, estos entes corporativos externos pagan buena parte de los
enormes gastos que se derivan de sostener a un equipo ganador y, por
consiguiente, tienen una influencia determinante.
Estos entes corporativos no tienen ningún interés visible por preservar
los niveles académicos ni la integridad de los cuerpos de las mujeres.
Quieren victorias y quieren la rentabilidad que se deriva de tales victorias.
Probablemente, intentarán subvertir cualquier política que se interponga en
el camino a esos triunfos. Son entidades mucho más poderosas que el
profesorado o el rectorado de la universidad. Y en lo que a la ley respecta,
veremos hasta qué punto son capaces incluso de llevar a efecto un
encubrimiento en toda regla de una conducta ilegal.
Repito: estos entes corporativos no ayudan en modo alguno a crear una
cultura de verdadero profesionalismo deportivo. Funcionan de un modo
semiclandestino, haciéndose pasar por un elemento más del conglomerado
académico, cuando, en realidad, están persiguiendo sus propios fines
particulares. Y se resisten con denuedo a aplicar el modelo de la
profesionalización real porque este implica la existencia de un mercado del
talento y una retribución de los jugadores acorde a su valor en dicho
mercado. Fingen que obran así porque los jugadores son estudiantes, pero al
mismo tiempo subvierten la educación real de mil y una maneras. Lejos de
regular la conducta de los jugadores como lo haría una liga profesional real,
dan tácitamente aliento a la corrupción académica y al mal comportamiento
sexual, como si estos permisos para portarse mal fueran sustitutos legítimos
de los salarios que tan empeñados están en no pagar.

CUANDO EL FÚTBOL AMERICANO


ESTÁ POR ENCIMA DE LA LEY:
EL CASO DE LA UNIVERSIDAD ESTATAL DE FLORIDA

Viene bien mostrar un ejemplo paradigmático de la estructura enferma a la


que nos enfrentamos a fin de valorar posibles reformas. Mucho se ha escrito
en los últimos veinte años sobre agresiones sexuales, corrupción académica
y deporte universitario, incluidos tres estudios serios sobre universidades
específicas: el de Joshua Hunt, University of Nike: How Corporate Cash
Bought American Higher Education, centrado en la Universidad de
Oregón; 38 el de Paula Lavigne y Mark Schlabach, Violated: Exposing Rape
at Baylor University amid College Football’s Sexual Assault Crisis, 39 y el
de Mike McIntire, Champions Way, un análisis centrado en la Estatal de
Florida. Los tres son trabajos de gran mérito, los tres coinciden en lo básico,
y en los tres se analizan los defectos de la estructura del fútbol americano
universitario en un sentido muy parecido al mío aquí; pero creo que
McIntire se lleva la palma por la meticulosidad de su descripción de los
hechos y la documentación de estos, así como por la atención que ha
prestado a las críticas recibidas. Por eso he optado por centrarme en el caso
que él aborda y que tiene el valor adicional de haber puesto el foco tanto
sobre la corrupción académica como sobre la sexual. 40 Pero la Universidad
Estatal de Florida no es un caso aislado, ni mucho menos. Lo expongo aquí
como ejemplo paradigmático en el que destacan algunas características
típicas de la estructura del fútbol americano universitario en su conjunto.
Los datos evidencian que el problema de las agresiones sexuales está
tristemente muy extendido por todo el fútbol americano de la División I,
igual que lo están las alegaciones de evasión y de encubrimiento de dicho
problema. Aproximadamente el 58% de los programas de fútbol americano
universitario de la División I (148 universidades) tienen al menos un
incidente de conducta sexual inapropiada denunciado desde 1990, y un 42%
de todos los incidentes fueron procesados en el sistema de justicia penal; un
26% implicaron el arresto, al menos, de un estudiante. 41
La Estatal de Florida no solo dedica una parte desproporcionada de su
presupuesto al fútbol americano, sino que también cuenta con un ente
corporativo semiprivado, los Seminole Boosters, que presta apoyo a los
equipos de la propia universidad con la esperanza de obtener un beneficio
económico del éxito de estos. 42 Según muestra McIntire, hace tiempo que
la existencia de estas entidades corporativas tiene una justificación fiscal:
hasta el momento se han librado de tributar como empresas privadas porque
han alegado que forman parte de la universidad y que su papel está
«relacionado con la función educativa» (pág. 78). Los Boosters (traducible
como «Animadores») obtienen ingresos alquilando palcos para
espectadores vips en el estadio universitario y otras ventajas durante los
partidos, así como vendiendo derechos a los medios y otros proveedores
relacionados con los deportes de la Estatal de Florida. En 2013 sus activos
totalizaban 264 millones de dólares (pág. 189). Funcionan con bastante
independencia del resto de la universidad, pues tienen incluso su propia
junta directiva. Se supone que el rector tiene que autorizar sus presupuestos,
pero, en 2011, Eric Barron, entonces en el cargo, dijo que nunca había
recibido informe de gastos alguno de ellos (pág. 190). Otros grupos de
«animadores» rinden menos cuentas todavía: la Fundación Crimson Tide,
de la Universidad de Alabama, que se considera «una unidad componente
fusionada» con la universidad, no ha elaborado informes separados desde
2004 (pág. 194). En la Estatal de Florida, los Boosters aportan una parte del
salario y las prestaciones extrasalariales que cobra el rector, y han
encontrado vías para evitar las restricciones que impone la NCAA a lo que
cobran los entrenadores dirigiendo el dinero a través de una fundación
separada (pág. 195). Los Boosters participan en acuerdos de negocio que
afectan a la universidad (por ejemplo, una promoción inmobiliaria que
cuenta con subvenciones fiscales) sin rendir cuentas por ello (pág. 196).
Hace tiempo que la Estatal de Florida encubre las actividades ilegales de
sus jugadores estrella. En 2003, uno de ellos fue juzgado por hurto y juego
ilegal, pero salió bien parado (fue condenado, pero no tuvo que entrar en
prisión y solo se le impuso la libertad condicional), después de que el
entrenador testificara a su favor. Ese mismo año, otro jugador fue procesado
por agresión sexual y exculpado por una sala de tribunal en la que se
respiraba un ambiente de cándida devoción por los equipos deportivos
universitarios (pág. 47). Y otro jugador más, Michael Gibson, fue
condenado por una violación particularmente brutal; lo confesó y se
disculpó ante el tribunal. Y luego, el entrenador Bobby Bowden escribió
una carta de apoyo a Gibson con el propósito de atenuar su sentencia. Fue a
raíz de esto último cuando la delegación local de la Organización Nacional
de las Mujeres escribió al rector recordándole que «hasta que la Estatal de
Florida empiece a tomarse en serio la violencia sexual contra las mujeres
cometida por deportistas, continuará enviando a cientos de hombres jóvenes
el despreciable mensaje de que violar está bien» (pág. 48). En resumidas
cuentas, la universidad llevaba ya tiempo inculcando la soberbia masculina
y la cosificación sexual.
También había allí una tradición de corrupción académica. Numerosos
docentes reconocieron ante McIntire haber recibido presiones para aprobar
a alumnos deportistas ignorantes. El autor decidió centrarse en una
situación particularmente indignante y lamentable de corrupción en la
Escuela de Gestión de Hostelería sobre la que también publicó una serie de
artículos el New York Times. Muchos alumnos deportistas estudian
hostelería porque se les anima a matricularse en esa carrera dada su fama de
poco exigente. McIntire siguió la historia de una doctoranda y becaria de
docencia, Christie Suggs, una mujer mayor que el resto de los estudiantes y
madre de un niño de doce años, que decidió denunciar aquellas prácticas y
se negó a aprobar a sus alumnos deportistas que no alcanzaran el nivel para
ello. A Suggs le retiraron entonces la beca de docencia y se vio obligada a
abandonar sus estudios de doctorado; no tuvo suerte a la hora de encontrar
otro trabajo y, al final, se quitó la vida (págs. 201-203). Ese es, pues, un
caso especialmente desgraciado de corrupción académica que sumar a los
ahora ya conocidos, entre los que destaca el escándalo de los paper courses
en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill: allí se descubrió
que, en algunas asignaturas diseñadas a medida de los alumnos deportistas,
el profesor de turno escribía por ellos un trabajo que era el único requisito
del curso. 43
El tema que aquí nos ocupa, no obstante, es la corrupción sexual. Es
interesante leer que, según el propio Jameis Winston, él era un alumno de
sobresalientes en el instituto (pág. 56), y yo no he encontrado indicio
alguno de que tuviera dificultades académicas durante su paso por la Estatal
de Florida. Sin embargo, ya desde muy tierna edad demostró ser consciente
de su propio carácter especial y su invencibilidad. En un vídeo en el que
Winston se grabó a sí mismo en su propio dormitorio, en su casa en
Alabama —una habitación que él llama la Boom Boom Room—, 44
podemos ver las paredes repletas de trofeos. «Bueno, ya sabéis, yo ya era
una superestrella de crío», comenta. Eligió la Estatal de Florida, según su
propio testimonio, por la cantidad de dinero que le ofrecieron (pág.
57). 45 Aunque es un deportista con talento tanto para el fútbol americano
como para el béisbol (y, de hecho, jugó a ambos deportes en la universidad
durante un tiempo), enseguida se centró en el primero y no tardó en
convertirse en una estrella y en ganar el codiciado Trofeo Heisman (el
mayor premio individual en el fútbol americano universitario) en su
mismísimo año de debut.
Ya entonces había señales preocupantes. Un contacto sexual con una
estudiante de Medicina acabó con ella traumatizada y acudiendo a una
consulta porque tenía la sensación de que la habían violado (pág. 58).
Winston admitiría posteriormente en una declaración jurada que había
tenido más de cincuenta parejas sexuales durante su primer curso en la
universidad y que no recordaba sus nombres. Añadió entonces que él y su
compañero de apartamento, Chris Casher, solían verse el uno al otro
mientras uno de ellos estaba teniendo sexo con otra persona; dijo que era
«como ver porno en vivo». Casher, por su parte, añadió que a menudo
intentaban tener sexo con las mismas chicas: «Es una especie de rollo
nuestro, de jugadores de fútbol americano. Es como si pudiéramos
pasárnoslas para correr, como con la pelota; eso era más o menos lo que
hacíamos» (pág. 59). Los alumnos deportistas de la Estatal de Florida,
viviendo como vivían en su mundo de soberbia y cosificación,
interiorizaban enseguida la lección de que las mujeres son solo cosas y no
son del todo reales.
Winston y Casher vivían en una urbanización privada fuera del campus,
reservada principalmente para estudiantes deportistas y, por lo tanto, nadie
los supervisaba realmente. Tras causar destrozos en su apartamento por
valor de cuatro mil dólares, el propietario trató de desahuciarlos, pero ante
la posibilidad de que tuvieran que afrontar la imputación de un delito que
arruinaría sus carreras, el propio departamento deportivo de la universidad
se las arregló para pagar los daños (pág. 61). También se minimizaron otras
potenciales complicaciones legales para Winston: un arresto por disparar
contra ardillas con una carabina de aire comprimido (ilegal), una denuncia
de un Burger King por robar refrescos del local... En 2014, tras una
denuncia contra él por haber robado unas patas de cangrejo de un
supermercado Publix, tuvo que pagar una multa y cumplir veinte horas de
servicios comunitarios, pero al no tratarse de un delito penal, su
autorización para jugar no corrió peligro. Y otro incidente de ese mismo
año, en el que se puso de pie sobre una mesa del local de estudiantes de la
universidad y gritó «que la follen justo por el coño» (un meme popular en
internet en aquel momento), hizo que recibiera la suspensión de un partido.
Luego está lo sucedido con Erica Kinsman. Dado que ella nunca pudo
exponer su caso en un juicio, llevemos adelante nosotros ese proceso en su
nombre, por así decirlo; pongamos en orden todos los datos y hechos que
aparecen en los documentos legales disponibles. Kinsman, una estudiante
de diecinueve años de la Estatal de Florida, estaba bebiendo en el bar
Potbelly’s una noche de diciembre de 2012 cuando conoció a un atractivo
varón afroamericano que le pidió su número de teléfono. Sus amigas,
asombradas, le dijeron que era Chris Casher, un defensa (linebacker) del
equipo universitario de fútbol americano. Casher le envió luego un mensaje
de texto para que se encontrara con él y, cuando lo hizo, se metió con él y
otros dos hombres en un taxi. El taxista dijo que ella parecía borracha. Erica
tiene vacíos de memoria sobre lo que ocurrió entonces, pero lo siguiente
que recuerda es al compañero de piso de Casher (cuyo nombre ella
desconocía) forzándola. Ella intentó ofrecer resistencia, pero él la sujetó y
dijo que todo iría bien, que le dejara terminar. Entonces, el tercer hombre
que había compartido el taxi con ellos entró en la habitación y, según el
testimonio de Kinsman, dijo: «Tío, que te está diciendo que pares». Casher
empezó entonces a grabar el sexo en vídeo. Su compañero de piso, sin
embargo, se levantó en ese momento y se la llevó al cuarto de baño, donde
la tendió directamente sobre el suelo después de haberle pasado el pestillo a
la puerta por dentro. Allí terminó mientras le apretaba la cara contra el
suelo de baldosas. Kinsman contó a numerosas amistades, y también a sus
padres, que la habían violado; acudió al hospital y le practicaron un kit de
violación, pero no sabía qué hacer a continuación, pues no tenía un nombre
(a pesar de que en el examen le hallaron moratones en el cuerpo y semen
analizable en su ropa interior). Sin embargo, justo al comienzo del nuevo
semestre, en enero, reconoció a su agresor en una de sus clases y enseguida
supo cómo se llamaba: Jameis Winston.
Lo que acaeció a continuación, según lo cuentan McIntire y múltiples
fuentes en los medios, es la historia de una investigación vergonzosamente
chapucera. Jamás se examinaron las cámaras de seguridad de Potbelly’s;
nadie interrogó al taxista hasta que Kinsman dio a los investigadores el
nombre de Winston. Y ni así lo llevaron a comisaría para hacerle un
interrogatorio convencional, sino que simplemente lo llamaron por teléfono
y le pidieron que solicitara una cita para que pudieran hablar con él (jamás
devolvió la llamada). Los registros telefónicos muestran que la policía
telefoneó de inmediato al «componedor» para temas legales del
departamento deportivo de la universidad, así como a los Boosters, al
entrenador Jimbo Fisher y a un abogado defensor penalista muy influyente.
Tras todo aquello, el caso se archivó. La policía no pidió muestras de ADN,
pese a que existía un kit de violación de donde tomarlas; tampoco interrogó
a testigos. Simplemente, dejó de investigar la denuncia. En diciembre de
2013, el fiscal estatal Willie Meggs anunció que desistían de seguir adelante
con la causa y alegaba para ello «problemas importantes» con el testimonio
de la mujer. Mientras tanto, Winston seguía saliendo victorioso de todo: los
deportistas acusados de un delito no pueden jugar hasta que su caso se
resuelve, pero, en realidad, a él nunca llegaron a acusarlo. Y para entonces,
ciertas pruebas clave ya habían desaparecido (el vídeo que había en el
teléfono de Casher, o la grabación de la cámara de seguridad de Potbelly’s,
por ejemplo).
La cosa podría haberse quedado ahí de no ser porque el New York Times
informó de la defectuosa investigación policial del caso. 46 La universidad
incoó entonces una investigación y acusó a Casher de violación del código
estudiantil por haber grabado el vídeo; también celebró una vista sobre la
acusación contra Winston. El abogado de Kinsman se quejó de que el
investigador de la policía, Scott Angulo (que ha realizado también labores
de seguridad privada para los Seminole Boosters), advirtió entonces a su
defendida diciéndole que, como Tallahassee era una ciudad muy futbolera, a
ella la «pondrían a parir» si seguía adelante con aquel caso. Y lo cierto es
que la acosaron de lo lindo en redes sociales. 47
Kinsman se había marchado de Tallahassee para terminar sus estudios
universitarios en otra parte. Pero regresó el día de la vista para dar un relato
detallado de los hechos ante la junta que investigaba su caso en la
universidad. La defensa de Winston argumentó que el sexo había sido
consentido por parte de ella porque «gimió». La sesión tuvo lugar justo
antes del superpartido del Rose Bowl de 2015, para el que la Estatal de
Florida se había clasificado con Winston como gran jugador estrella. Así
que era como si lo que se juzgara en aquella vista fuera el honor de la
universidad entera. La investigación oficial exoneró a Winston. El juez que
presidía la junta, el antiguo magistrado (ya jubilado) del Tribunal Supremo
de Florida B. Harding, escribió: «No veo que la credibilidad de uno de los
relatos sea sustancialmente mayor que la del otro. Ambos tienen sus propios
puntos fuertes y débiles» (pág. 198). Las tácticas dilatorias funcionaron y
Winston jugó en el Rose Bowl... aunque su equipo perdió contra Oregón
por cincuenta y nueve a veinte.
La cosa no acabó ahí. Kinsman, que ya no escondía su nombre, interpuso
una demanda civil contra la Estatal de Florida acusándola de una violación
del título IX de la Ley de Derechos Civiles. La universidad llegó a un
acuerdo extrajudicial con ella en 2016 por novecientos cincuenta mil
dólares (justo antes de que comenzaran a tomarse las declaraciones juradas
de las partes). Parece ser que los Boosters pagaron gran parte de las costas
del proceso y del resto del dinero usado en aquella operación (pág. 200).
Para entonces, no obstante, Winston ya había sido seleccionado con el
número uno del draft por un equipo de la NFL, de la que iba camino de
convertirse en gran estrella.
Winston ostenta ahora numerosos récords de jugador de primer año en
dicha competición e incluso algunos más generales: es el más joven en
haber superado la cota de las cuatro mil yardas de pase en una sola
temporada, pero también el que más partidos consecutivos ha superado las
cuatrocientas cincuenta yardas de pase, y el que más pases de touchdown ha
anotado antes de haber cumplido los veinticuatro años. Sus números, no
obstante, son desiguales y arrojan un balance que enseguida examinaremos.
Como un analista ha dicho de él, Winston es «maravilloso y exasperante al
mismo tiempo». 48
Mientras tanto, la trayectoria de su comportamiento sexual parece
confirmar mi tesis de que las ligas profesionales manejan el problema de las
agresiones sexuales en el deporte un poco mejor que las universidades.
Cuando Winston fue acusado de haber manoseado a una conductora de
Uber en Arizona en 2016 —típica conducta cosificadora de quien se cree
con derecho a todo y muy propia de su patrón de comportamiento en la
universidad—, esta demandó a su club, los Buccaneers de Tampa Bay. 49 La
NFL investigó el caso y concluyó que el jugador había infringido el Código
de Conducta personal de la liga al «tocar a la conductora de un modo
inapropiado y sexual sin el consentimiento de esta». Winston, que al
principio negó las alegaciones, emitió luego una disculpa pública en la que
anunció que había «desterrado el alcohol» de su vida. Estuvo suspendido
los tres primeros partidos de la temporada 2018. 50 También se le obligó a
recibir terapia —cabe destacar que el tratamiento que recibió para dejar
atrás su problema con el alcohol parece haber surtido efecto— y se le
advirtió de que recibiría una sanción más dura si reincidía. A pesar del
carácter «vago e indefinido» (según yo misma lo he definido aquí) de las
normas disciplinarias de la NFL, en este caso parece que han funcionado (al
menos, hasta el momento). Winston es ambicioso y, probablemente,
sensible por ello a las medidas de disuasión. Y sabe que, a diferencia de la
Estatal de Florida, la NFL podrá seguir viviendo perfectamente sin él.
Y aun así, era ya 2017 cuando Winston dijo aquellas terribles palabras
motivacionales ante unos alumnos y alumnas de primaria que he citado
anteriormente. Ahí vemos a alguien que, básicamente, no ha aprendido
nada. Incluso cuando se propone algo tan loable como motivar a esos
estudiantes para que aspiren a más y se esfuercen por conseguirlo, el único
modo que encuentra de expresar esa idea es mediante un conjunto de
estereotipos sexistas: la fuerza y el vigor masculinos; el silencio y la no
resistencia femeninos. Pero, claro, ¿por qué habría de sentirse Winston
disuadido de nada ni por qué tendría que haber aprendido ni lo más mínimo
sobre el tema si toda una universidad pública pagó —con dinero del
contribuyente— un millón de dólares en 2016 para zanjar una demanda con
él como protagonista, y cuando, a cada paso del camino, siempre había
exalumnos poderosos y autoridades de esa misma institución dispuestos a
confabularse para corromper el sistema de justicia? Incluso la NFL ha sido
demasiado indulgente.
Winston, sin duda, tiene incrustado el vicio de la soberbia en grado
máximo y ha adquirido muy malos hábitos cosificadores y victimizadores.
Pero, al mismo tiempo, es víctima de un sistema corrupto: lo han explotado
toda su vida, lo han utilizado como herramienta para el enriquecimiento de
otros, y jamás le han dejado recibir una educación digna. A eso le podemos
sumar que es muy probable que viva sus últimos años con algún tipo de
demencia derivada de una encefalopatía traumática crónica
(ETC). 51 Podemos echarle parte de la culpa, pero la culpabilidad principal
seguramente recae en el sistema del fútbol americano universitario. La vida
de este hombre aún se puede enderezar; el sistema futbolístico universitario
es incorregible.
El caso Winston es particularmente indignante, en parte, porque
Tallahassee es una localidad relativamente pequeña en la que todos los
implicados parecen estar enfocados exclusivamente en el éxito del equipo
de fútbol americano de la universidad. En cada caso, es importante
investigar el contexto local y ver cómo empeora o mejora las cosas. Pero la
Estatal de Florida ejemplifica los defectos estructurales del sistema del
deporte universitario. La Universidad Baylor (en Texas) también encubrió
una serie de horribles agresiones. Incluso un presunto parangón de la
moralidad como el que fuera fiscal especial contra Clinton (y también juez)
Kenneth Starr participó en ello, lo que le terminó costando su puesto de
rector de dicha institución, primero, y el de presidente no ejecutivo,
después 52 (en enero de 2019, y como si lo hubieran encasillado en ese
papel por su historial de experto en el arte del encubrimiento, fichó como
miembro del equipo de defensa legal de Donald Trump para su juicio de
impeachment). 53 Lo de Starr es muy revelador, porque hablamos de una
persona capaz y (a veces) decente, pero el caso muestra hasta qué punto las
fuerzas que actúan en la estructura del deporte universitario pueden
manipular a individuos así y llevarlos a infringir principios que muy
probablemente profesan (aunque sea a la ligera). En cada uno de los libros
de investigación de casos que he citado se mencionan otros incidentes, tanto
en esa universidad en cuestión como en otras.
No pensemos que el baloncesto es inmune a tan nocivo patrón. Entre
2015 y 2019, la Universidad de Louisville (en Kentucky) fue escenario de
una serie de escándalos sexuales, incluido uno de contratación de servicios
de prostitución para animar a potenciales promesas del equipo de
baloncesto universitario a decantarse por ese centro que desembocó en
fuertes sanciones de la NCAA 54 y, en última instancia, en la rescisión del
contrato del entrenador, Rick Pitino, que se vio implicado también en un
turbio asunto de fraude electrónico y lavado de dinero en el que estaban
involucrados Adidas y otros altos cargos deportivos de otras universidades,
y que se descubrió gracias a una investigación del FBI. Este último
escándalo motivó que se emprendiera una iniciativa de reforma a gran
escala sobre la que hablaremos más adelante. 55
En Notre Dame, una universidad conocida por formar verdaderamente
bien en el terreno académico (y de conducta) a sus alumnos deportistas,
afloró hace no mucho un caso especialmente descorazonador del que
todavía no se ha comentado gran cosa en la cada vez más abundante
literatura especializada en la corrupción en el deporte universitario. Allí hay
un comité deportivo de profesores especializado (o, al menos, antes lo
estaba) en todos los asuntos relacionados con los alumnos deportistas que se
toma muy en serio la «misión» formativa y ética de la universidad. 56 En
casos anteriores, Notre Dame había gestionado bien a los deportistas que se
metían en problemas; destacó en particular un engaño del que fue objeto el
talentoso defensa de fútbol americano Manti Te’o por alguien que entabló
con él una relación por internet y llegó incluso a hacerse novia suya a
distancia, y luego lo indujo a creer que esa «novia» había fallecido. En este
caso, una intervención apropiada de la universidad ayudó a salvar la
prometedora carrera de Te’o, quien hoy sigue manteniendo una fructífera
trayectoria en la NFL (fichó por los Bears de Chicago en 2020).
En fecha más reciente, sin embargo, Notre Dame parece haberse
implicado más a fondo con ciertas empresas de equipación deportiva que
han invertido en sus equipos, y, por lo que se ve, ha descuidado un poco sus
criterios de admisión, tutorización y supervisión de esos alumnos con becas
de deporte. 57 Así, la universidad reclutó a Prince Shembo, un alumno
deportista que ya arrastraba un historial negativo: lo habían suspendido en
su último curso de secundaria por haber lanzado un pupitre contra un
profesor que le había quitado el teléfono móvil. 58 Ya en Notre Dame, en
2010, fue acusado de violar a Lizzy Seeberg, una estudiante del Saint
Mary’s College, una universidad para mujeres cuyo campus está cerca del
de Notre Dame. Seeberg, traumatizada por la violación y también por los
mensajes de texto que le enviaban compañeros de equipo y de clase de
Shembo en los que le advertían de que no «se metiera con los del fútbol
americano de Notre Dame», 59 se suicidó diez días después. Su familia
insiste en que la universidad fue demasiado laxa y no llevó a cabo la debida
investigación de los hechos, y lo cierto es que así parece: Notre Dame negó
que hubiera tenido lugar agresión o acoso alguno, no interrogó al acusado
hasta más de dos semanas después del incidente (es decir, cinco días
después de que Seeberg se hubiera quitado la vida), y tampoco organizó
ningún tipo de vista disciplinaria hasta seis meses más tarde. La universidad
alegó posteriormente, además, que el suicidio de Seeberg obedeció a una
enfermedad mental preexistente, una tesis que sus terapeutas niegan por
completo. 60 Mientras tanto, Shembo fue elegido en el draft por los Falcons
de Atlanta, pero estos renunciaron a él después de que lo arrestaran por
(presuntamente) haber matado a patadas al perro de su novia. Tras el
correspondiente examen se dictaminó que el can (un Yorkshire terrier de
poco más de dos kilos llamado Dior) había muerto de traumatismos
contundentes; le detectaron una lesión en el hígado y una costilla
fracturada, hemorragias abdominal y torácica, traumatismo
craneoencefálico y una larga lista de otras lesiones. 61 La acusación de un
delito de crueldad animal con agravantes se retiró después de que Shembo
se declarase culpable de una falta y abonase una multa de mil
dólares. 62 Shembo no está contratado actualmente en ningún club de fútbol
americano profesional. Este deplorable episodio evidencia que las
estructuras del sistema pueden distorsionar el modo de comportarse incluso
de una de las universidades más concienciadas de la División I.
Hace poco, la asombrosa decisión tomada por Notre Dame de iniciar ya
a pleno ritmo las clases del semestre de otoño en agosto de 2020, en plena
pandemia, y de obligar a todo el profesorado y el alumnado a presentarse en
el campus, también ha dado la impresión de que sus responsables anteponen
la codicia a la seguridad de profesores y estudiantes. Y es que, para obtener
ingresos con el fútbol americano, necesitan traer de vuelta al equipo. Pero
como los jugadores son supuestamente «alumnos deportistas», no pueden
volver a menos que regresen también a las aulas los profesores y los demás
estudiantes. Las inadecuadas medidas de prevención y seguridad tomadas, y
la ausencia de opciones para docentes, alumnos y alumnas que no se sentían
seguros regresando tan pronto a las clases, fueron puestas de manifiesto en
toda una serie de cartas publicadas en el New York Times. 63
Los jugadores de fútbol americano jóvenes ingresan, pues, en un
programa universitario deportivo que, ya de entrada, propicia que se salten
las normas. Durante años han recibido un condicionamiento social que ha
alimentado su soberbia y los ha animado a creerse especiales, y el programa
de reclutamiento de talentos que los ha llevado hasta allí no hace más que
exacerbar esa soberbia. Las otras personas no son del todo reales para ellos,
y las mujeres en particular suelen ser directamente irreales, simples soportes
sobre los que apuntalar su soberbia. Como dijo Chris Casher, el compañero
de piso de Winston, a propósito del sexo compartido entre ambos (y a
menudo grabado en vídeo) con mujeres cuyos nombres ni siquiera sabían,
«es una especie de rollo nuestro, de jugadores de fútbol americano».

DAÑOS COLATERALES:
UN SISTEMA UNIVERSITARIO
PROTECTOR DE LA PEDOFILIA
Las víctimas de la violencia sexual en el sistema del deporte universitario
suelen ser estudiantes de la propia universidad o (en el caso de Notre Dame
antes citado) de otras instituciones locales de enseñanza superior. Pero
también las hay más jóvenes aún, pues el sistema universitario ha protegido
también a pedófilos en serie. El caso del que hablaré a continuación es
famoso, así que seré breve. Jerry Sandusky fue ayudante de entrenador en el
equipo de fútbol americano de la Universidad Estatal de Pensilvania (Penn
State) durante casi veinte años bajo la dirección del legendario Joe
Paterno. 64 El escándalo saltó en 2011, es decir, aproximadamente diecisiete
años después de que Sandusky empezara a abusar de niños (cuando ya
estaba contratado como técnico del equipo universitario) a través de su
participación en el programa Second Mile, una iniciativa benéfica para
menores con problemas que él contribuyó a fundar. Las señales de peligro
eran ya evidentes en 1998, cuando una madre se quejó de que Sandusky
había tenido una conducta inapropiada con el hijo de aquella, de once años
de edad, y la policía lo investigó. Sandusky admitió que no había estado
bien ducharse con el niño y prometió no volver a hacerlo. Se jubiló
oficialmente como técnico de Penn State en 1999, pero conservó la
condición de entrenador emérito y el acceso sin restricciones a todas las
instalaciones deportivas de la universidad. A partir de ahí, ocurrieron otros
incidentes de abusos sexuales (con sexo anal incluido) denunciados por
testigos, pero ni la policía ni la Fiscalía los investigaron. De hecho, hubo
que esperar a 2008 para que Sandusky fuese excluido de las actividades
deportivas de la universidad en las que participaban niños.
Si buscan más detalles, no les será difícil encontrarlos. Incluso después
de iniciada una investigación con gran jurado en 2011, el obstruccionismo
siguió siendo la norma; se descubrió, por ejemplo, que uno de los jueces era
voluntario de la iniciativa benéfica de Sandusky. De hecho, al final, todos
los jueces locales de primera instancia de lo civil tuvieron que inhibirse del
caso por tener conflictos de intereses relacionados con el deporte
universitario en Penn State (la Universidad Estatal de Pensilvania, al igual
que la de Florida, es una comunidad bastante pequeña, donde la intensa
fidelidad al equipo de fútbol americano local puede pasar fácilmente por
encima de la ética). Se descubrió también que el entrenador principal,
Paterno, había estado implicado en aquel prolongado encubrimiento,
aunque su fallecimiento a los ochenta y cinco años, en enero de 2012,
impidió que se le imputara formalmente acusación alguna. En junio de
2012, Sandusky fue hallado culpable de cuarenta y cinco cargos de abuso
sexual. Un mes después, el director del FBI, Louis Freeh, declaró que Penn
State había mostrado una «desconsideración absoluta y sistemática» por las
víctimas infantiles de los abusos sexuales y había encubierto a un
depredador sexual en serie. Al final, y tras aquel fallo judicial (aunque,
desde luego, tardísimo, como siempre), la NCAA multó a Penn State y
excluyó a su equipo de fútbol de todos los trofeos de postemporada. La
universidad tuvo que renunciar además a todas las ganancias conseguidas
de 1998 a 2011. Al mismo tiempo, la Conferencia de las Big Ten dictó que
la parte de los ingresos derivados de cualquier trofeo de postemporada que
correspondiera a Penn State durante las cuatro temporadas siguientes fuera
donada a organizaciones benéficas dedicadas a luchar contra el abuso
sexual infantil. Todavía hay pendientes múltiples recursos y demandas
contra la Universidad Estatal de Pensilvania; se puede hacer un seguimiento
de ellos en un artículo en línea que se actualiza continuamente: «Penn State
Scandal Fast Facts». 65
Esta historia tan profundamente impactante no debería sorprendernos. Es
algo que cualquier estudio del sistema deportivo universitario nos llevaría a
esperar que sucediera. El poder y la avaricia son el motor de todo en el
deporte universitario, y esos jovencitos con problemas (económicos y de
todo tipo) de los que Sandusky abusó tenían menos poder aún que una
mujer como Erica Kinsman, que denunció su caso con valentía. También a
ellos los trataron como simples cosas. 66
EL FRACASO DE LAS REFORMAS

Durante mucho tiempo, mucha gente pensó que este sistema corrupto se
podía reformar si se imponían normas más estrictas y la NCAA las hacía
cumplir con mayor rigor. Voy a valorar a continuación dos fases en las
iniciativas de reforma emprendidas hasta ahora: la primera, durante el largo
mandato de Myles Brand como presidente de la NCAA, desde 2002 hasta
su fallecimiento por cáncer de páncreas en 2009; y la segunda, coincidiendo
con la recientemente creada Comisión sobre el Baloncesto Universitario
presidida por Condoleezza Rice, a menudo conocida como Comisión Rice.
Brand, filósofo y veterano administrador universitario, llegó a la NCAA
tras haber acumulado una larga experiencia trabajando en ese sistema
corrupto: primero, como rector de la Universidad de Oregón, donde Nike
llevaba tiempo imponiendo su voluntad en muchas decisiones de la propia
institución debido a la desproporcionada influencia de su exalumno y
generoso donante Phil Knight, cofundador y largo tiempo consejero
delegado de Nike (actualmente es presidente de honor de la empresa), 67 y
posteriormente como rector de la Universidad de Indiana. En esta última,
Brand tomó la decisión de despedir al popular entrenador del equipo de
baloncesto masculino Bob Knight, después de que este cruzara la línea que
el propio Brand había establecido en cuanto a los comportamientos
violentos o abusivos contra jugadores u otros estudiantes.
La indignación resultante se tradujo en actos de vandalismo
generalizados en el campus, una manifestación de dos mil personas hasta el
domicilio de Brand, y la quema en efigie del propio rector. Brand y su
esposa, Peg Brand (Peg Weiser en la actualidad), profesora del
Departamento de Filosofía, tuvieron que irse de su casa durante un tiempo,
y Peg tampoco pudo seguir impartiendo sus clases debido a las amenazas
que recibía. Así pues, Brand conocía de primera mano los defectos del
sistema y estaba muy motivado para arreglarlos. En el discurso que
pronunció en 2001 ante el Club Nacional de Prensa, «Academics First:
Reforming Intercollegiate Athletics» [«Lo académico primero: reforma del
deporte interuniversitario»], ya había expuesto una serie de muy meditadas
ideas para una reforma, y poco después de aquella alocución, dejó Indiana
para ir a presidir la NCAA. 68 A diferencia de otros administradores, Brand
escribió prolíficamente sobre sus ideas y las defendió con esmero, por lo
que su legado nos proporciona una imagen atractiva de un modelo de
reforma que sigue siendo el dominante en la NCAA mucho tiempo después
de que él muriera.
Brand era un enamorado del deporte universitario y creía firmemente
que incluso el de máximo nivel tenía justificada su presencia en el entorno
de las universidades como parte fundamental de la misión educativa de
estas instituciones. Creía, asimismo, que el pensamiento ético es —o
debería ser— un elemento clave del deporte universitario, y que también se
debería dar una importancia central a cuestiones relacionadas con la
diversidad y la inclusión. Hacía hincapié en la necesidad de fomentar una
mayor diversidad racial en la contratación de técnicos y loaba el papel que
había tenido el título IX para promover la igualdad de las mujeres en los
deportes en la universidad. A diferencia de Bill Bowen (que piensa que los
deportes son una parte más de la vida universitaria de un estudiante y es
muy crítico con el carácter preprofesional de los equipos deportivos de las
universidades, pues separa a esos deportistas del resto del alumnado y niega
a los estudiantes no preprofesionales cualquier oportunidad de entrar en
esos equipos), Brand aceptaba la preprofesionalización como fenómeno
normal en una gran universidad. Decía que es algo análogo, por ejemplo, a
lo que ocurre con los programas que muchos centros tienen para formar a
músicos profesionales al tiempo que forman a los demás estudiantes. Pero
insistía en que los alumnos deportistas debían ser medidos conforme a los
mismos estándares académicos que los demás, y debían contar con el
mismo conjunto completo de oportunidades de aprendizaje que el resto del
alumnado. Aun así, era característico de él que se expresara en términos
generales al exponer esas ideas y no reconociera del todo hasta qué punto el
fútbol americano y el baloncesto de la División I han adquirido una vida
propia dentro de las universidades —por culpa de la financiación que
reciben de las empresas de equipación deportiva y de otras fuentes externas
— ni, en general, el papel deformador que había tenido la entrada de
abundante dinero externo en esos deportes.
Su analogía con los programas de formación musical no es muy válida
que digamos, pues estos no se nutren de grandes sumas de dinero de
empresas externas para financiar conservatorios, ni de cadenas nacionales
de televisión que ofrezcan lucrativas sumas por retransmitir actuaciones de
la orquesta o de la ópera universitarias. Dado que la Universidad de Indiana
tiene desde hace tiempo uno de los mejores conservatorios del país (de
hecho, es el mejor de todos en ópera y teatro musical), seguro que Brand se
debió de dar cuenta en algún momento del error de esa analogía, así como
de lo exigentísimos que son los programas académicos para los alumnos y
las alumnas del conservatorio de esa universidad, sin ir más lejos. Pero él
no se apartaba de la idea de que el deporte preprofesional tiene cabida en
las grandes universidades. De todos modos, su argumento completo (que
repitió muchas veces) era que había que instaurar y hacer cumplir unas
reglas estrictas sobre el trabajo académico de los alumnos deportistas, y que
los rectores universitarios (sobre todo, los de centros de la División I)
debían marcar la pauta y asumir la responsabilidad última de todo ello
(también en este punto pareció ignorar la impotencia relativa de esos
rectores ante sus entrenadores multimillonarios y las enormes sumas de
dinero que aportaban las entidades corporativas).
Es extraño —dada la importancia que, en general, Brand daba a la
igualdad de las mujeres en sus discursos— que nunca mencionara el
problema de la violencia sexual. 69 Citó muchos ejemplos de conducta
problemática, como la bebida, el juego y la violencia física; pero ni una sola
vez, en los muchos discursos suyos que he leído, aludió a la violencia
sexual como uno de los problemas a los que había que poner remedio en el
deporte universitario. Con Brand al frente, la NCAA dejó de celebrar
campeonatos en campus que aún tuvieran mascotas que representaran a los
indios americanos de un modo hostil o degradante (salvo, como ocurría con
los Seminolas de la Estatal de Florida, si la nación nativa en cuestión daba
su aprobación a esa figura representativa del equipo). Pero esa especie de
victoria en el plano de los símbolos muestra también cuáles son los límites
del poder de esa asociación: los cambios simbólicos cuestan muy poco (o
nada) a las empresas relacionadas. Significan una pequeña concesión a la
ética para personas que, al mismo tiempo, están decididas a correr un tupido
velo sobre la violencia sexual o sobre la corrupción académica endémica.
Brand se esforzó mucho por hacer más rigurosa la aplicación de las
normas en el apartado académico. También diseñó una forma más clara de
medir las tasas de graduación, con el objetivo de ayudar a la NCAA a
controlar mejor lo que estaba sucediendo. Como buen idealista que amaba
con pasión el deporte universitario, usó las potestades de su cargo para
mejorarlo hasta donde pudo. El problema es que su cargo tenía poco poder.
Y como era de esperar —dado el grado de comercialización ya presente en
ese mundo, y la extensión de la corrupción que dicha comercialización
había engendrado—, su iniciativa de reforma llegó demasiado tarde y
consiguió demasiado poco. 70
La trayectoria de Brand nos muestra hasta dónde un brillante y honrado
presidente de la NCAA puede llegar en el restablecimiento de la integridad:
no muy lejos. Reformas como las que propuso todavía parecen posibles y
deseables en las universidades de la División III, y también los libros de
Bill Bowen, centrados en esta división, marcaron un programa que seguir
bastante viable. Pero todo en la trayectoria de Brand nos indica que la
División I no se va a arreglar con iniciativas de la NCAA.
A raíz del asunto de fraude electrónico y operación de lavado de dinero
que implicó a Adidas y a numerosos programas de baloncesto universitario
de la División I, los más concienciados amantes del deporte intuyeron que
se avecinaba una crisis; fue entonces cuando se formó una comisión
independiente presidida por Condoleezza Rice. Este organismo publicó en
abril de 2018 un informe admirablemente honesto: «La crisis en el
baloncesto universitario es, ante todo, un problema de fallos en la rendición
de cuentas y de laxitud de responsabilidades [...]. Los niveles de corrupción
y engaño están ahora en un nivel que amenaza la propia supervivencia del
deporte universitario tal como lo conocemos». 71 La comisión se preguntaba
con total franqueza si vale la pena hacer el esfuerzo (inevitablemente largo
y difícil) de arreglar las cosas (aunque es evidente que Rice, amante del
deporte, no habría accedido a dedicar su tiempo a algo así si hubiera
considerado que la situación no tenía remedio). Su principal argumento es
que un título universitario es algo muy valioso en nuestra sociedad, y que,
para muchas personas, el deporte es la única vía de acceso a dicho título. La
comisión centró en todo momento su informe en el baloncesto universitario
masculino, pues consideraba que el femenino, en el que hay poco dinero
implicado, no era una fuente importante de corrupción, 72 y señaló también
que un porcentaje muy reducido de los baloncestistas universitarios logran
llegar a la NBA (un 1,2%, aproximadamente), aunque nada menos que un
59% de los jugadores de la División I creen que jugarán allí. «Un jugador,
decepcionado al saber que no tiene futuro en la NBA, puede transformar a
partir de entonces su experiencia universitaria y adoptar un plan de futuro
diferente.» Así que el modelo de deporte universitario todavía tiene un
valor, se insiste en ese documento, que también sentencia solemne que esta
será la última oportunidad que habrá de reformar dicho modelo.
Es importante señalar que el informe reparte las culpas entre todos
aquellos a los que les corresponde alguna, incluidos los programas
preuniversitarios: «Va siendo hora de que los entrenadores, los directores
deportivos, los rectores y las juntas directivas de las universidades, y los
directivos y el personal de la NCAA, las empresas de equipación deportiva,
los agentes, los entrenadores de niveles preuniversitarios y, sí, también los
padres y los propios deportistas, acepten su culpa por habernos llevado
adonde estamos hoy». 73
El informe contiene una serie de recomendaciones para fortalecer el
atractivo de las opciones académicas entre los jugadores cuando estos
sondeen sus perspectivas profesionales: permitir que se registren para el
draft de la NBA sin perder la condición de estudiantes admitidos en la
universidad si no salen elegidos en él; acceder a que los jugadores puedan
trasladar su expediente académico y seguir jugando en el equipo si ingresan
en un programa de posgrado; dejar que firmen acuerdos con agentes
profesionales (algo que está actualmente prohibido por la NCAA, pero que
trasladaría a esos jóvenes deportistas mucha información sobre sus
perspectivas profesionales en el deporte). Una de las recomendaciones más
significativas es que la NCAA instituya de inmediato un fondo (a cargo de
las universidades, según parece) que cubra la finalización de los estudios
para aquellos jugadores que cambien de rumbo y ya no continúen en un
equipo (o programa) deportivo de la universidad. «Las instituciones
universitarias deben cumplir el compromiso que han adquirido con los
alumnos deportistas de servirles de canal, no solo para la competición
deportiva, sino también para su educación.» Y, por último, la comisión
recomendaba poner fin al sistema de «uno al menos», que fija unas normas
de edad que obligan a los jóvenes baloncestistas a ir a la universidad
durante, como mínimo, un curso antes de su incorporación a la liga
profesional; es mejor que se les deje entrar directamente en la NBA a los
dieciocho si no quieren estudiar una carrera.
Son ideas muy sensatas (en general) y que hace tiempo que deberían
haberse puesto en práctica (aunque mucho me temo que unos cuantos de
esos jóvenes podrían perder ya a los dieciocho años la opción de seguir
luego una carrera profesional alternativa). Pero ¿y la corrupción? En ese
terreno, la comisión no se ahorra reproches, pero la conclusión de fondo
parece consistir en seguir aplicando más de la misma medicina. La NCAA
debería prever penalizaciones más severas que tuvieran un «efecto
disuasorio significativo». También se recomendaban ciertos elementos
nuevos: la NCAA debería crear una subdivisión independiente para la
investigación de «casos complejos», por ejemplo, y ampliar la
responsabilidad individual de los rectores, los entrenadores y otros
infractores de las normas. El problema, no obstante, es que los
investigadores independientes seguramente se enfrentarían a los mismos y
formidables obstáculos de siempre para obtener información sobre las
prácticas corruptas: después de todo, hizo falta una prolongada
investigación del FBI para descubrir el problema del fraude electrónico.
El informe de la Comisión Rice es de una admirable contundencia y
transmite acertadamente la sensación de emergencia que requiere la
situación. No obstante, parece condenado al fracaso. En primer (y más
notorio) lugar, no se dice nada del fútbol americano, que es donde se mueve
el grueso del dinero (y de la corrupción) en el deporte universitario. El
baloncesto por sí solo no podrá reformar el problema. No sé qué ocurrió en
la trastienda de esa comisión (Rice está muy implicada en el fútbol
americano, así que un conjunto compartido de propuestas habría tenido
mucho sentido), pero esa ausencia del fútbol condena el informe a la
futilidad. En él se recomiendan arreglos que costarían a las universidades
mucho dinero, pero, además, ¿por qué iban a seguir tales recomendaciones
si estas ni siquiera contemplan el deporte más caro y lucrativo de todos?
En segundo lugar, el informe no prevé ninguna vía que modifique la
estructura económica del actual sistema de financiación corporativa externa
ni los incentivos perversos a que este da lugar. Sí se prevén penalizaciones
económicas, pero los contratos televisivos son, con diferencia, la principal
fuente de ingresos deportivos para las universidades, por lo que la amenaza
de dejarlas sin partidos de postemporada representa en el fondo una
pequeña parte de esos ingresos, y solo afectaría a unas pocas de ellas. Por
último, el informe no hace referencia alguna a las agresiones sexuales como
un problema que requiera urgentemente solución. Una aislada alusión
generalizada a los «casos complejos» difícilmente puede servir por sí sola
para convencernos de que las nuevas y más estrictas reglas atajarán
realmente ese problema con la seriedad debida; tampoco tenemos motivos
para pensar que los investigadores de la NCAA llegarán allí donde la
policía no ha podido (o no se le ha dejado) llegar. En cuanto a la disuasión,
es difícil saberlo, pero ¿qué sería exactamente lo que podría disuadir
conductas como las aquí descritas, y qué nivel de riesgo estarían dispuestos
a correr los programas de deporte universitario para no perder sus
lucrativas, aunque corruptas, prácticas?
Cabe admitir que el informe refería las posibles penalizaciones con
solemne detalle: castigos competitivos de hasta cinco años sin participar en
partidos de postemporada y sanciones económicas que incluirían la pérdida
de todos los ingresos futuros por participación en dichos trofeos posteriores
a la temporada regular. Pero si las partes implicadas cuentan con que
seguirán estando por encima de todas las reglas, ¿hasta dónde serían
realmente disuasorios esos pretendidos factores de disuasión? Los
responsables y participantes en estos programas piensan que, en líneas
generales, están más allá de la ley civil y penal, así que ¿qué miedo le iban
a tener a la, por lo normal, inoperante NCAA?

LUCHAR CONTRA EL SISTEMA: ¿QUÉ ES LO SIGUIENTE?

¿Hacia dónde podemos encaminarnos desde nuestra situación actual? Para


el caso del baloncesto, la respuesta es relativamente clara y Adam Silver ya
la ha explicado: se trata de efectuar una transición lo más rápida posible
hacia lo que aquí he llamado un sistema de divisiones inferiores que
sustituya al actual sistema universitario preprofesional (aunque conservando
la División III). Dos son las razones por las que ese futuro debería estar ya
aquí, al menos en lo que al baloncesto concierne. En primer lugar, en el
baloncesto, el talento y la habilidad física maduran a una edad
relativamente temprana, y existe un consenso bastante generalizado a la
hora de considerar que se debería animar a los jugadores a entrar en la NBA
a los dieciocho, en vez de tener que pasarse un año absurdo en la
universidad (en el fútbol americano, debido a que, según parece, la masa
corporal tarda más tiempo en desarrollarse, no se ve a muchachos de
dieciocho años optar por esa vía alternativa a la universitaria). Y en
segundo lugar, está la crucial cuestión de que el baloncesto es internacional
y selecciona también a jugadores de Europa, Australia, China y otros
países, que llegan todos al deporte profesional a través de un sistema de
divisiones inferiores. Así pues, la NBA ya está valiéndose de equipos
profesionales de otras muchas latitudes como si fueran sus particulares
«ligas menores» de facto (igual que el béisbol estadounidense «ojea» desde
hace tiempo jugadores en los clubes profesionales de Japón y Corea en
busca de talento para sus equipos), y también aprovecha las propias
divisiones inferiores de esos países. Y la NBA pone asimismo de su parte:
junto con la Federación Internacional de Baloncesto (FIBA) promueve la
iniciativa Baloncesto sin Fronteras dirigida a formar a jugadores de élite en
todo el mundo. Este programa ha tenido ya tres mil doscientos participantes
de 132 países. El camerunés de nacimiento Joel Embiid, de los 76ers de
Filadelfia, fue uno de ellos. Además, la NBA tiene sus propias Academias
Globales NBA en Australia, China, México, Senegal y la India, donde
técnicos formados en la liga profesional estadounidense enseñan a grandes
promesas locales los fundamentos de ese deporte, «y también a cuidar de su
mente y su cuerpo y a aplicar los valores aprendidos en la cancha a todo lo
que hacen fuera de ella». 74
Al mismo tiempo, en Estados Unidos, hace ya tiempo que existe la Liga
G de la NBA, una división inferior de la gran liga del baloncesto
profesional: comenzó a desarrollarse bajo la dirección de David Stern y ha
crecido considerablemente durante el mandato de Adam Silver. 75 Esta
temporada, incorporará a un nuevo equipo de Ciudad de México. 76 La Liga
G aporta un nuevo «itinerario profesional» para los potenciales jugadores
de élite cuando terminan la educación secundaria si no están listos todavía
para la NBA: firman un contrato por el que cobran ciento veinticinco mil
dólares por una temporada de cinco meses y que incluye el ingreso en
programas educativos para el curso completo, así como un plan de becas
para aquellos que quieran seguir estudios universitarios cuando sus días de
jugador hayan terminado. Estos programas tienen que expandirse mucho
más aún si se quiere que ayuden a todos los jugadores que podrían
beneficiarse de ellos. En particular, la financiación de la parte de las becas
universitarias contempladas en el programa es crucial si se pretende que
este dé respuesta a una de las preocupaciones expuestas en el informe de la
Comisión Rice: un título universitario es algo muy valioso que solo un
pequeño porcentaje de quienes intentan tener una carrera como jugadores
en la NBA consiguen en última instancia. La NBA y sus aficionados deben
instar a los patrocinadores (como Gatorade, que es el que da a la Liga G su
nombre actual) a contribuir a ese objetivo. Hasta el momento, todas las
señales son buenas: la Liga G atrae actualmente a sus principales jugadores
por la típica vía por la que suele hacerlo el mercado, que es pagándoles más
que otros contratadores potenciales. 77 Este año, la principal figura salida
del baloncesto de instituto ha fichado por un equipo de la Liga G. 78
Esto nos dejaría otro problema al que habría que buscar una solución,
pues muchos jugadores que no entrarían en una buena universidad sin el
(corrupto e irredimible) sistema de deporte universitario actual consiguen
entrar ahora en una gracias a ese sistema. ¿Qué pasaría con ellos si se
impusiera una estructura nueva fundada en las divisiones inferiores? Dos
son las situaciones que más moverían a preocupación en ese caso: la de los
jugadores de élite que conseguirían directamente un contrato con un equipo
de la división inferior sin pasar por la universidad, y la de los jugadores que
no dan ni siquiera para un nivel de liga menor, pero que, aun así, sí podrían
haber obtenido una beca de baloncesto para ir a la universidad. El mensaje
para los del primer grupo debería ser el siguiente: «Si no tenéis nivel para la
universidad, no deberíais estar ahí, sino seguir algún tipo de formación
profesional, a ser posible con ayuda económica de la NBA». Y para los del
segundo grupo, el mensaje sería otro: «Vamos a seguir teniendo equipos de
División III, con sobradas becas para estudiantes que están de verdad
preparados para ser alumnos deportistas». El sistema de la División III
también presenta algunos problemas reales de rebaja de los niveles exigidos
para la admisión de estudiantes con becas deportivas, como los libros de
Bowen han puesto detalladamente de manifiesto. Pero son problemas que se
pueden arreglar siguiendo las propias recomendaciones del autor y con la
ayuda de una NCAA más enfocada en el tema (como parece estarlo
últimamente), sobre todo si solo centrara sus esfuerzos en la División III, y
la División I dejara de existir (Bowen señala que un reducido grupo de
universidades de élite —incluida, me congratula decirlo, la Universidad de
Chicago— ya han adoptado criterios de admisión muy mejorados que
retiran a los entrenadores la potestad que tenían de elaborar listas de
admitidos garantizados).
En definitiva, no está lejos el día en que, con la colaboración decidida de
la NBA, el baloncesto universitario de la División I habrá pasado a la
historia sustituido por el verdadero profesionalismo, la competencia de
mercado, la remuneración sin subterfugios de sus deportistas y la regulación
de su liga. Ciertos problemas seguirán estando ahí, pero son los mismos que
el béisbol ha tenido ya durante toda su historia, relacionados con cómo
ganarse la vida tras una carrera deportiva o en vez de ella.
¿Podría el fútbol americano avanzar en esa misma dirección? Existen
serios obstáculos para que lo haga. Dos de ellos son, por un lado, la falta de
equipos internacionales de los que nutrirse de jugadores (a excepción de la
Liga Canadiense), dado que este tipo de fútbol es un deporte puramente
norteamericano, y, por el otro, la maduración más tardía del físico de los
jugadores, que haría que un sistema de divisiones inferiores de la NFL
resultase relativamente más caro. Pero la mayor traba de todas es la
aparente ausencia total de voluntad de cambio entre las empresas inversoras
y las autoridades universitarias. No es que no admitan la corrupción del
sistema, ni cómo socava este la integridad de la vida académica y social. Es
más bien que a quienes dirigen el sistema (los entes empresariales y los
altos cargos universitarios que ingenuamente se dejan arrastrar por ellos) no
les importa. Y ahí debo añadir también tanto a los fervientes hinchas que
llenan las gradas de esos caros estadios de cien mil plazas (y a los que, por
lo que parece, tampoco les importa, pues los datos y hechos que he
recordado aquí son de dominio público para cualquiera que se preocupe por
consultarlos), como la visible y manifiesta inoperancia o incluso
complicidad de la NCAA (recordemos que quienes pusieron en peligro la
vida de Myles y Peg Brand con sus amenazas cuando el primero destituyó a
Bobby Knight fueron los aficionados, y no los inversores empresariales). Al
parecer, a nadie le importa siquiera lo bastante como para crear para el
fútbol americano universitario algo equivalente a la Comisión Rice. Pero
tampoco deberíamos centrar demasiado las culpas en los seguidores: ellos
no pueden arreglar el sistema, aunque muchos amantes de este deporte y de
sus universidades probablemente querrían hacerlo. El sistema no se puede
arreglar debido al problema de acción colectiva inherente a su estructura y,
sobre todo, a la avaricia de quienes más se implican en vencer a toda costa.
En fecha reciente, sin embargo, la acción legislativa ha asestado lo que
podría ser un golpe mortal al sistema de deporte universitario aún vigente.
En septiembre de 2019, la Asamblea estatal de California aprobó la Ley de
la Remuneración Justa por Jugar, firmada por el gobernador Gavin
Newsom, que autoriza a los jugadores universitarios a cobrar por
patrocinios (desafiando así a todas las fuerzas que se han opuesto a esta idea
a lo largo de los años). 79 La NCAA ha repuesto a esa medida que los
deportistas universitarios son estudiantes y que esa ley supondrá la ruina de
esos campeonatos. También alega que es inconstitucional, aunque el
argumento jurídico en el que se basa para ello no está muy claro. Otros
estados están siguiendo el ejemplo californiano. Así, incluso aunque la
NCAA contraatacara declarando las universidades de California no aptas
para competir en sus divisiones, de poco serviría si otras legislaciones
estatales incorporan normativas parecidas.
La podredumbre del sistema en su conjunto queda expuesta con mayor
claridad si cabe con lo mucho que quienes se lucran con él se esfuerzan por
impedir que los deportistas jóvenes ganen dinero por su propia cuenta (creo
que el desgraciado legado del racismo se trasluce también en ese desdén
que los jerarcas del fútbol americano muestran con sus propios deportistas,
tanto en este caso como en el de los que se arrodillan cuando suena el
himno antes de los partidos). Una decisión como la de California significa,
diría yo, el fin de la División I y, en realidad, de la ficción con la que
pretendían hacernos creer que estos deportistas, cuyos cuerpos se explotan
para lucro de otros, eran en realidad estudiantes que estaban recibiendo una
formación académica.
Como era de prever, la NCAA ha reaccionado con un intento
aparentemente desesperado de preservar tanto el mito del amateurismo
como su propio control sobre las vidas de los deportistas universitarios. Un
grupo de trabajo de esa asociación ha elaborado un informe, publicado en
abril de 2020, que recomienda flexibilizar los criterios para que los
deportistas de la División I tengan cierta capacidad limitada de percibir
dinero por patrocinios y por el uso de su nombre y su imagen 80 (la NCAA
también ha actualizado, aunque con retraso, su política sobre agresiones
sexuales). 81 Están intentando salvar la ficción de que estos jugadores son
estudiantes y no profesionales contratados, y lo hacen, sobre todo,
prohibiéndoles patrocinios que incluyan el logotipo o el uniforme de la
universidad. Pero lo que de verdad significa todo esto es que a esos
estudiantes se les está negando un salario y una remuneración acordes con
el valor de mercado de sus talentos respectivos: ese es el auténtico
problema. A nadie engañan ya con eso, y menos a los jugadores. Nada
puede salvar el sistema salvo el profesionalismo genuino y un mercado
abierto de talentos, pero ni lo uno ni lo otro son viables dentro del mundo
ficticio de los «alumnos deportistas». Nada que no sea un verdadero sistema
de divisiones inferiores producirá las bondades propias de la auténtica
profesionalización. La desaparición de esa ficción de amateurismo en la
División I podría estar muy próxima: en diciembre de 2020, el Tribunal
Supremo de Estados Unidos acordó que, en 2021, emitirá un veredicto
sobre si la NCAA ha vulnerado la legislación federal antimonopolio al
limitar lo que los deportistas universitarios pueden cobrar; lo hizo tras
admitir a trámite un caso previamente juzgado por el Noveno Circuito, que
falló a favor de los deportistas en mayo de 2020. 82 83
¿Qué será lo siguiente para el fútbol americano? A diferencia del
baloncesto, este deporte no se ha preparado para la caída del sistema de
competición universitario. Son varias las posibilidades que se abren con
vistas al futuro (una vez descartada una reforma a fondo del propio sistema
del deporte universitario por no ser posible). Una, que es la mejor de todas,
es avanzar con rapidez en la misma dirección en la que lo ha hecho la NBA,
es decir, creando un sistema de divisiones inferiores relevante en el que se
invierta dinero de verdad. Es caro, y no es probable que quienes hasta ahora
se lucraban explotando el talento de esos deportistas jóvenes vayan a querer
avanzar de momento por ese camino. Una segunda posibilidad consistiría
en permitir que los deportistas se profesionalicen al amparo de las propias
universidades, pero abandonando la ficción de que son estudiantes: serían
como profesionales del espectáculo contratados. A mí me parece que esta
sería peor opción (solo mejor que el sistema actualmente vigente), pues
supondría conservar muchos de los actuales incentivos para la corrupción y
tampoco parece que vaya a ayudar mucho a aquellos deportistas que luego
necesiten seguir carreras profesionales alternativas. ¿Hay una tercera
posibilidad? Como muchos padres y madres saben, y como deportistas
destacados de otras disciplinas han comentado, el fútbol americano es
peligroso para el físico de los jóvenes y, en especial, para sus cerebros.
Cuando alguien como LeBron James dice que él no va a dejar que sus hijos
jueguen al fútbol americano, ¿cuánto tiempo de vida adicional podemos
augurarle ya a este deporte? 84 Sí, es evidente que puede ser bastante,
porque a mucha gente le encanta. Y es difícil no apreciar la fascinación que
producen sus tácticas, o sus momentos de belleza. Quizá termine
sobreviviendo como una variante algo más endurecida del «fútbol bandera»
(sin placajes) al que ya se juega en su lugar en miles de centros de
enseñanza de primaria y de secundaria. Pero incluso entonces seguirá
teniendo que resolver sus problemas de corrupción. Mi previsión es que
solo apostando por un sistema de divisiones inferiores se logrará
solucionarlo.
¿Y qué será lo siguiente para Jameis Winston? El 20 de marzo de 2020,
los Buccaneers de Tampa Bay ficharon a Tom Brady, de cuarenta y dos
años de edad, que había terminado su contrato con su anterior equipo y se
convirtió en el quarterback titular de los Bucs en lugar de Winston (de
veintiséis años). El 21 de marzo, Winston se despidió del club: «Han sido
cinco grandes temporadas como buccaneer —escribió—. Todo mi cariño y
mi respeto. Con ganas de volveros a ver en febrero». 85 Esta fanfarronada
última insinuando que jugaría la Super Bowl del año siguiente (único
partido de la NFL que se juega en febrero) fue puro Winston. Pero los días
pasaban sin que tuviera ninguna oferta como quarterback titular a la vista y,
viendo que los clubes se decantaban por otras opciones, Winston (sin
equipo y, por lo que parecía, cada vez más frustrado) quiso hacer pública
ostentación de su portentosa fuerza colgando en redes un vídeo de él mismo
empujando un SUV —un Ford Expedition de 2020, que pesa cerca de tres
toneladas— cuesta arriba desde una posición inicial en parada total y
durante aproximadamente treinta segundos. Al acabar de empujar, se iba
corriendo como si nada. 86
A principios de abril, Winston seguía sin tener claro su futuro. El
entrenador de los Buccaneers, Bruce Arians, dijo que estaba animando a
otros equipos a hacer ofertas por Winston, pero sus declaraciones exactas
fueron bastante equívocas, pues al tiempo que aludía a lo trabajador que era
el jugador, mencionó también la «regresión» que había experimentado en
los dos últimos partidos de la temporada (un comentario muy
condescendiente de su parte que hace que me solidarice en ese punto con
Winston, pues, a fin de cuentas, varios de sus receptores titulares no jugaron
esos encuentros porque estaban lesionados). Algunos clubes evitaron
decidirse sobre Winston escudándose tras la excusa de que antes
necesitarían «sentarse» a hablar con él, dados sus problemas de actitud y
conducta en el pasado, y que, en plena crisis por la COVID-19, no podían
hacerlo (¿acaso no podían usar Zoom, como el resto de los mortales?). Lo
más curioso del modo en que todo esto se estaba desarrollando era que yo
había escogido a Winston como ejemplo ilustrativo de la corrupción del
sistema del deporte universitario, pero ahora me parece también un caso
paradigmático de otra cosa distinta: el tradicional racismo de la NFL en lo
que al puesto de quarterback se refiere. 87 Y no me cansaré de repetir que la
denigración racial de los deportistas negros está vinculada desde hace
tiempo a los incentivos perversos existentes en el sistema del deporte
universitario, que fomentan precisamente esos modelos enfermos de
masculinidad a los que, luego, el mundo del fútbol americano, dominado
por los blancos, da la vuelta y ridiculiza.
Tras el draft, al terminar abril, Winston (recién casado con la que era su
novia desde hacía tiempo) firmó un contrato de un año con los Saints de
Nueva Orleans para ser uno de los dos quarterbacks suplentes del
legendario Drew Brees. En ese momento, hizo unas declaraciones muy
juiciosas en las que expresó lo complacido que estaba por la oportunidad de
aprender de uno de los maestros de este deporte. 88 Ahora que Brees ha
demostrado tener muy poca idea sobre la desigualdad racial y ha tenido que
disculparse hasta tres veces por un comentario insensible que hizo, 89 solo
cabe esperar que Winston pueda enseñarle algunas cosas al maestro, además
de aprender de él. Le deseo que le vaya bien.
En este capítulo nos hemos extendido más allá de las agresiones sexuales
para desmantelar lo que, en la práctica, funciona como una gran estructura
empresarial viciada que, alimentada por la soberbia y la avaricia, corrompe
la vida académica, social y sexual. Pero, como he dicho ya varias veces, el
sexual es un subtipo del abuso de poder, y no un fenómeno aparte. Solo se
le podrá poner fin de manera definitiva si se desmantelan las estructuras de
poder corruptas haciendo cumplir sin descanso las leyes y las normas, y
sustituyendo esas estructuras antiguas por otras nuevas. La reforma ha
fracasado. Existen buenos modelos para el futuro. Necesitamos
urgentemente hacer las cosas de otro modo.
Conclusión

EL CAMINO QUE HAY QUE SEGUIR


Responsabilización sin rencores;
generosidad sin capitulación

«UN INTERÉS PECULIAR Y PODEROSO»

A Harvey Weinstein lo condenaron por violación el mismo día en que


escribí por primera vez esta frase. Ningún juicio es perfecto y ese no fue
ninguna excepción, pero aunque él solo es un hombre dominante entre
muchos y el proceso solo fue un caso en el que sí se ha tomado en serio la
voz de las mujeres, no deja de ser una señal de lo que está por venir, es
decir, de una cultura de igualdad, de respeto y preocupación por la situación
de todos y todas, que podemos construir si seguimos esforzándonos en ello.
Un jurado de siete hombres y cinco mujeres lo hallaron culpable más allá de
toda duda razonable solo con los testimonios de quienes lo acusaban, sin
ninguna otra prueba física o testifical. El jurado demostró, además, claridad,
precisión, atención y ausencia de ideologización: en todos los demás cargos,
no consideraron que las pruebas bastaran para una condena. Así que el
veredicto no es ninguna muestra de que los hombres se hayan convertido en
una especie en peligro, sino que solo evidencia que un varón soberbio en
extremo ha empezado a pagar por la vida irrespetuosa y egoísta que había
tenido hasta entonces.
El tema central de este libro ha sido la cosificación y el abuso sexual.
Pero en un sentido más amplio, lo ha sido más bien el vicio de la soberbia,
que es la tendencia de muchos individuos a considerarse por encima de los
demás y a tratar a las otras personas como si no importaran realmente,
negándoles su plena autonomía y no escuchando sus voces. He dicho que el
abuso de poder asume múltiples formas. La dominación sexualizada de las
mujeres (y, a veces, de otros hombres y de algunos niños) por parte de los
varones es una forma específica de dominación por soberbia, que es
diferente de la dominación racial por soberbia y de otras variadas maneras
en que la soberbia se manifiesta en este mundo nuestro, tan lleno de vicios.
Mi proyecto no ha consistido en comparar todos esos múltiples tipos de
dominación y anotar sus diferencias, sino en centrarme en una forma
concreta de dominación en la historia reciente de un país en particular para
preguntarme qué es lo que se ha hecho ya al respecto y qué queda aún por
hacer.
Aunque la dominación racial es un mal terrible y diferenciado —
interrelacionado con el que aquí se trata, pues las mujeres negras han sido a
menudo víctimas señaladas de una dominación y un abuso sexualizados
especiales—, deberíamos decir sobre la cosificación y el abuso sexuales de
las mujeres lo mismo que Abraham Lincoln dijo acerca de la esclavitud: es
la consecuencia de un «interés peculiar y poderoso», cultivado durante
muchos siglos, que no se podrá erradicar a menos que se ponga en ello el
más determinado y prolongado de los empeños.
Buena parte de ese esfuerzo debe hacerse en las familias y las escuelas:
animando tanto a las niñas como a los niños a valorar su propia autonomía
y su integridad personal, a apreciar la igualdad de todas las personas sin
excepción, y a alzarse en contra del abuso; animando a los niños a respetar
y valorar a las mujeres como iguales, a entender que un hombre jamás tiene
el derecho a tener sexo con otra persona —mujer u hombre— salvo bajo
condiciones de consentimiento explícito. Pero la presión de grupo siempre
es muy fuerte, por lo que las familias no siempre consiguen imponerse
cuando tratan de inculcar valores no sexistas. Así que también tenemos que
intentar —en la medida de lo posible— que la cultura general de la
sociedad refleje esos valores de igualdad de respeto y ausencia de soberbia.
Pero cuesta. Espero que mi diagnóstico sobre la cosificación y la soberbia
ayuden a entender por qué ese cambio es tan difícil, y a saber cómo avanzar
a partir de ese punto.
Ahí es donde entra la ley. La ley —si refleja adecuadamente los valores
de la igualdad de respeto y de la no cosificación, y si, siendo buena, se hace
cumplir de forma efectiva— libera a las personas bienintencionadas de la
obligación de librar agotadoras luchas por su cuenta y riesgo. La ley nos
proporciona un bastión en el que apoyar nuestros esfuerzos individuales. Es
cierto que no es un baluarte ideal y que puede presentar goteras en
ocasiones, pero es asombrosa la diferencia que marca el simple hecho de
que se reconozca que el acoso sexual en el trabajo no es una cuestión
meramente personal —es decir, que no es solo un caso de mala suerte—,
sino que también es ilegal. Por eso este libro se centra tanto en los rasgos
del carácter de las personas como en la ley. Uno y otro plano viven en una
especie de simbiosis, tanto para bien como para mal. Durante mucho tiempo
ha sido sobre todo para mal: unas leyes inadecuadas han fomentado los
privilegios masculinos y han disuadido a las mujeres de valorar sus propias
voces o de defender su igualdad. Ahora, poco a poco, la ley está dejando de
ser el problema para convertirse cada vez más en una parte importante de la
solución. Tenemos una deuda de gratitud con todas las personas
(profesionales de la abogacía, la Judicatura y la política, pero también
demandantes) que han contribuido a ese progreso a lo largo de tantos y
tantos años.

«MANTENIÉNDONOS FIRMES EN LA JUSTICIA»


Mis alumnos de Derecho suelen entrar en la facultad con ganas de generar
cambio social y de mejorar el mundo. Luego descubren que el derecho no
va de hacer del mundo un lugar mejor, y que, en ciertos sentidos, las leyes
incluso han obstaculizado el progreso. Pero en el ámbito concreto de la
igualdad de las mujeres, tal como he enseñado en la asignatura Filosofía
Feminista a varias generaciones de estudiantes, las mujeres han logrado
maravillosos avances a través de la ley y de la labor jurídica, gracias a sus
propias energías y a la inversión de tiempo y esfuerzo (suyos y de sus
clientas), a veces contra todo pronóstico. Me encanta hacerles ver Acusados
a esas alumnas y alumnos de Derecho de primer curso para recordarles
cómo eran la ley y el tratamiento jurídico de la violación en la década de los
ochenta, y cómo unas abogadas inesperadas y una demandante de clase
trabajadora lograron hacer que el mundo fuera un sitio algo mejor para
todas las mujeres. Hizo (y hace) falta ser «firmes en la justicia» para
impulsar un avance así. Es algo que luego ha de ser reiterado caso por caso
y estado por estado. Aun así, a estas alturas, ya hemos llegado a alguna
parte, por lo menos.
Como bien nos ha recordado la magistrada Diane Wood (véase el
capítulo 5), las leyes sobre acoso sexual las aplican jueces, y estos no
siempre deciden de la forma correcta, pues a veces no terminan de entender
la gravedad del acoso que una mujer ha tenido que soportar. Aun así, creo
que, en general, la tendencia es ciertamente positiva. Y el hecho en sí de
que Diane Wood llegara a presidenta del Tribunal de Apelaciones del
Séptimo Circuito federal, y pudiera aportar sus inmensos conocimientos
jurídicos y su ética de trabajo, pero también su comprensión desde dentro
de los fenómenos del sexo y la discriminación, a las deliberaciones de dicha
corte (como hoy sabemos que hizo también la jueza Ruth Bader Ginsburg al
llegar al Tribunal Supremo federal), supone por sí solo un cambio
inimaginable cuando esas mujeres ingresaron en su día en una Facultad de
Derecho. Los estudiantes de leyes actuales (tanto mujeres como hombres)
pueden aspirar no solo a ser abogados de las partes en litigio, sino también a
ser jueces, y debemos esperar que, a largo plazo, tanto los tribunales
federales como los estatales sean cada vez mejores escuchando las voces de
las víctimas del abuso sexual (aunque todavía les queda un buen trecho que
recorrer). El enorme aumento reciente del número de mujeres congresistas y
senadoras federales también nos da esperanzas de que las voces feministas
se hagan oír también en el ámbito legislativo.
Pero sigue habiendo un «interés peculiar y poderoso». Los vicios son
tenaces y las personas nos mostramos débiles con demasiada frecuencia.
Cuando Lincoln habló de la necesidad de que perseveráramos «firmes en
la justicia», difícilmente podría haberse imaginado lo larga y dura que
resultaría la lucha por la justicia racial, una lucha que, para vergüenza
nuestra, aún hoy está inconclusa, con las terribles consecuencias que esto
comporta. La época de la Reconstrucción, inmediatamente posterior a la
guerra de Secesión, fue profusa en esfuerzos admirables y esperanzas, e
incluso en leyes. Pero la reacción adversa a que dio lugar fue demasiado
poderosa y el privilegio blanco volvió a implantarse y así se mantuvo,
consolidado, durante un siglo más; de ahí que Martin Luther King Jr.
abriera su gran discurso sobre su «sueño» diciendo aquello de «cien años
atrás...», en alusión al centenario de la Proclamación de Emancipación
dictada por Lincoln que se celebraba durante aquel «sofocante verano del
legítimo descontento de los negros». Hoy estamos lidiando con las
consecuencias de que tan superlativo esfuerzo no se pudiera completar
frente a la resistencia planteada por el racismo tenaz y la desigualdad
estructural. King dijo aquello tan famoso de que «la curva del firmamento
moral es larga, pero tiende hacia la justicia». Supo entender lo lento que
puede ser el progreso, pero conservó la esperanza —como también hago yo
— de que el movimiento general de la historia nos encamine hacia la
justicia racial.
Cuesta imaginar que esa misma dinámica de movimiento hacia la justicia
no vaya a imponerse también en lo que a la igualdad de las mujeres se
refiere. No creo que las mujeres se vayan a dejar derrotar por la respuesta
adversa con la que ciertamente se están encontrando. Son muchos los
ámbitos de la vida estadounidense en los que las veo asumiendo puestos de
poder. El éxito educativo de las mujeres, que hoy incluso supera al de los
hombres en los niveles de enseñanza posteriores a la secundaria, en todos
los países del mundo, parece anunciar una tendencia irreversible hacia el
empoderamiento y la igualdad plena. No obstante, no deberíamos
entregarnos a un despreocupado optimismo: también habría sido difícil
imaginarse en 1865 los estragos que causaría el Ku Klux Klan y las
aparentemente interminables maldades que traería consigo la era de las
leyes Jim Crow en el Sur estadounidense. A las personas razonables y
morales, el racismo y el sexismo les resultan tan irracionales que les cuesta
valorar con realismo la hondura que pueden alcanzar (incluso en ellas
mismas). Ahí es donde el purgatorio de Dante adquiere una profundidad
muy especial: él mismo, como protagonista de su poema, inicia lo que cree
que será un recorrido desapegado por los diferentes pecados, pero acaba
reconociéndose en casi todos los que visita.
El futuro de las mujeres, bien lo sabemos, será probablemente difícil. La
de dominio es una necesidad muy profunda en la vida humana, y
probablemente está en todos nosotros y nosotras en mayor o menor medida.
Y como la costumbre, la ley y la cultura llevan tanto tiempo alimentando el
vicio de la soberbia en los hombres, la lucha por la igualdad de respeto debe
lidiar con unas estructuras duraderas de dominación que cuesta mucho
deshacer. Entre ellas, están la desigual división del trabajo doméstico y los
cuidados asistenciales, la muy frecuente necesidad masculina de contar con
el apoyo (asimétrico) de una humilde ayudante para afrontar las vicisitudes
de la vida, y también esa otra necesidad de muchos hombres de demostrar
su arrojo y su dominio sexuales ante una mujer (o mujeres) incluso cuando
esta no ha mostrado su aquiescencia con ese tipo de comportamiento ni ha
expresado que el sentimiento sea mutuo (de hecho, en el caso de algunos,
esa necesidad se presenta precisamente cuando la mujer no ofrece muestra
alguna de tal consentimiento o mutualidad en sus sentimientos).
Como encuentro a Harvey Weinstein repugnante y patético a partes
iguales, y no me puedo siquiera imaginar cuál será su mundo interior, ni qué
saca con sus —hasta cierto punto— absurdas «hazañas», me resulta fácil
suponer que debe de haber pocos como él y que los de su calaña ya ni
siquiera se reproducirán en las próximas generaciones. Todos y todas
deberíamos esforzarnos mucho por criar a niños que personifiquen el ideal
de la igualdad de respeto y de la reciprocidad, y, en el caso de aquellas y
aquellos que tenemos la suerte de ser docentes, por inculcar y también
ejemplificar esos ideales con nuestro trabajo. Pero no podemos suponer sin
más que ese ideal esté asegurado en la generación venidera.
Aspirando a lo mejor, aunque esperando lo peor, debemos aferrarnos
más aún a la ley, una institución que no sería necesaria de no haber tanta
maldad en el mundo. Ya he sugerido muchas direcciones concretas hacia las
que deberíamos encaminar la labor legal y jurídica para hacer que el
derecho aborde de manera más adecuada los problemas de la agresión y el
acoso sexuales. En aquellos otros ámbitos que aquí he llamado ciudadelas
de la soberbia porque son reacios a la acción de la ley, tendremos que
aplicar otros tipos de cambios estructurales, como la modificación del
sistema de supervisión de los auxiliares de la Judicatura (capítulo 6), la
atribución de competencias a los sindicatos para vigilar y perseguir mejor el
acoso y el abuso sexuales en el mundo de las artes (capítulo 7) o la
abolición del fútbol americano y el baloncesto universitarios de la División
I y su sustitución por un sistema de divisiones inferiores en el que la
imposición y el cumplimiento de las reglas se consiga tanto a través de las
leyes como de los convenios colectivos (capítulo 8).
«SIN GUARDAR RENCOR A NADIE»

Sería fácil para las mujeres, ahora que (en parte, al menos) nos hemos
empoderado, recurrir al castigo vengativo y ver en la ira punitiva una aliada
para nuestra lucha. Y lo cierto es que sí parece observarse cierta
complacencia revanchista: por ejemplo, en la dureza de las denuncias que
forman parte integral de la cultura callout (o de «llamamiento» de la
atención pública sobre ciertas conductas u opiniones), o en ese cierto tono
apocalíptico que se gasta con demasiada frecuencia en redes sociales e
internet, o (y esto es seguramente lo más peligroso de todo) en el deseo de
castigar a hombres poderosos y presuntamente descarriados por medio del
avergonzamiento público, en vez de procesándolos con las debidas
garantías (jurídicas o sociales). Como pocas veces se han oído con fuerza
las voces de las mujeres en el ámbito público, es fácil caer en dos errores de
concepto que son, en primer lugar, pensar que la ira punitiva es una
herramienta esencial de la lucha feminista, y, en segundo lugar, creer que
siempre que una mujer se expresa con contundencia exigiendo justicia lo
que está manifestando, en realidad, es una ira punitiva, un deseo de infligir
sufrimiento al hombre poderoso de turno.
A veces, ciertamente, cuesta mucho distinguir una demanda firme de
justicia de una expresión de ira punitiva que busca ante todo infligir dolor (a
fin de cuentas, la justicia a menudo causa dolor). Por ejemplo, durante el
primer debate entre los candidatos de las primarias presidenciales
demócratas (en febrero de 2020), en el que participó Michael Bloomberg,
Elizabeth Warren se enfrentó a él y le afeó sus comentarios sobre las
mujeres, y le retó a liberar a las mujeres que se habían querellado contra su
empresa de la obligación de no hablar a la que las sometían los acuerdos de
confidencialidad que habían firmado. A mí Warren me pareció contundente,
pero no enfadada: simplemente habló con determinación y presentó su
argumento con artes de abogada. Pero en medios y redes se dijo luego de
ella que se la había visto enojada, y no pocas personas se mostraron de
acuerdo con esa presunta ira. A mí me parece que Warren expuso razones
para exigir lo que exigió, y que esa exigencia estaba conectada con unos
principios progresistas antidiscriminatorios para crear un mundo mejor para
todas y todos en los entornos laborales. La acusación de ira, aunque venga
de supuestas voces amigas, no suele servir más que para infantilizar las
demandas de las mujeres y para insinuar que no tienen razones para decir lo
que dicen y que no están intentando mejorar el futuro.
Muchas feministas creen que la ira punitiva es una poderosa ayuda para
la lucha del feminismo, aunque algunas, como Lisa Tessman, también
piensan que distorsiona la personalidad. Ya he sostenido aquí que, en
cualquier caso, no existe tal tensión trágica, pues la ira de tipo punitivo-
vindicativo, que es aquella que pretende infligir un dolor retrospectivo,
sencillamente no ayuda a la lucha feminista. Yo estoy con King: esa clase
de ira es «confusa» y no tiene nada de «radical». Obedece a un impulso
ciego de desquite, sin preguntarse antes qué es lo que mejor podría ayudar
(por decirlo como lo dijo King) a «crear un mundo donde [mujeres] y
[hombres] podamos convivir».
Denunciar las malas políticas y oponerse a los (y las) aspirantes a altos
cargos que las defienden forma parte de ese esfuerzo de creación de un
buen futuro. Pero, por supuesto, el personalismo inherente a una campaña
electoral como la de las presidenciales en Estados Unidos hace que esa
denuncia legítima basada en principios sea difícil de desligar del mero
deseo de ganar desprestigiando a tu contrincante. Todos necesitamos tener
en cuenta esa distinción, procurando siempre que la ira que entre en juego
esté orientada al futuro, es decir, que sea la que yo llamo ira de transición,
una ira que diga: «Eso es indignante y malo, y no debe volver a pasar».
Pero creo que es de lamentar que la expresión de una indignación
fundamentada en unos principios se considere un ejercicio de ira punitiva, y
que más lamentable aún es que haya gente que admire y encuentre deseable
esa emoción (erróneamente atribuida).
En lo que al castigo público por avergonzamiento se refiere, cabe decir
que las redes sociales nos han llevado de vuelta a los tiempos de las cazas
de brujas y la picota, a una cultura en la que a las personas se les puede
imputar lo que el sociólogo Erving Goffman llamó una «identidad
deteriorada» sin que haya habido de por medio un proceso con garantías, y
sin posibilidad de reintegración. Hace años que critico el uso del
avergonzamiento público en el derecho penal, como aún ocurre cuando a las
personas condenadas por determinados delitos se les hace llevar placas o
señales identificativas de su condición (ya sea en sí mismas o en sus
vehículos o domicilios). 1 Cinco son los argumentos de peso que aducimos
en contra de este tipo de castigo quienes somos críticos con él: (1) estos
castigos atentan contra la dignidad humana al marcar como defectuosa a la
totalidad de la persona y no solo un único acto concreto que esta haya
hecho; (2) se alejan del ideal del Estado de derecho, pues es como si se
comisionara a la turba para que sea ella quien administre el castigo; (3) la
historia ha demostrado su nula fiabilidad, pues se transfieren fácilmente de
las personas que realmente han hecho algo malo a aquellas otras que no
tienen más tacha que la de ser impopulares; (4) tienden a incrementar el
volumen total de violencia en una sociedad, pues generan desesperación, la
cual, a su vez, insta a emprender represalias desesperadas, y (5) como
castigan muchas cosas que no son ilegales, contribuyen a «expandir la red»,
a incrementar la cantidad total de control social ejercido por la propia
sociedad. 2
Todos estos son argumentos que me parecen muy válidos. Y eso que la
versión de castigo por avergonzamiento que se deduce de las propuestas
recientes de los criminólogos tiene, al menos, el siguiente factor atenuante:
la persona en cuestión tiene que ser imputada formalmente de un delito,
juzgada y condenada antes de que nada de eso pase; el avergonzamiento
solo interviene en la fase de la pena. Y aun así, hablaríamos de castigos
susceptibles de las cinco objeciones que acabo de citar. Cuánto más en la
cultura de internet, donde (como ocurrió con el uso —en múltiples lugares y
épocas— del cepo, la picota o los tatuajes y marcas punitivos) no existe
proceso judicial previo: la turba es fiscal, juez, jurado y verdugo. El
creciente ascenso de la ira multitudinaria y del avergonzamiento punitivo
representa una enorme amenaza para la creación de un mundo de decoro
moral y respeto mutuo. Es triste que algunas feministas, que deberían ver
mejor que muchos lo desagradables que son estas estrategias (ligadas
históricamente a las cazas de brujas y a otras modalidades de misoginia),
sean las que actualmente, en algunas ocasiones, parezcan regodearse más
que nadie en ese avergonzamiento público, tanto de los hombres como de
otras feministas discrepantes.

«SINTIÉNDONOS CARITATIVOS CON TODOS»

Está claro que, denunciando el «rencor», Lincoln estaba censurando un


retribucionismo revanchista no orientado a conseguir «una paz justa y
duradera». Pero ¿qué quería decir con la palabra caritativos? En el lenguaje
típicamente bíblico de Lincoln, caridad es la traducción del latín caritas y
del griego agápē, esa gran virtud loada por san Pablo en 1 Corintios 13.
Hoy en día se traduce como amor. Pero como King respondía muy a
menudo cuando le preguntaban qué quería decir él cuando hablaba de amor,
no nos referimos al amor erótico o romántico. Ni siquiera requiere que nos
gusten sus destinatarias, por lo que tampoco es el amor característico de la
amistad. El agápē es inclusivo y universal, y va dirigido al núcleo de la
valía o la bondad que hay en toda persona. Está estrechamente vinculado
con el respeto a la dignidad humana, pero es más cálido: llega a otras y a
otros desde la sororidad y la fraternidad.
La virtud opuesta al vicio de la soberbia no es la humildad en el sentido
humeano de creerse inferior a otros u otras, sino algo más estrechamente
vinculado al respeto y que implica la disposición a escuchar las voces de
otras personas en vez de cerrarse a ellas desde una posición de altanera
superioridad. En su versión ideal, esta virtud contiene ese amor inclusivo
del que hablaba King. Supone ver en todas las personas un elemento central
de dignidad y valía, así como un potencial para el cambio y el crecimiento,
por eclipsado y mermado que haya quedado por el historial de actos de esa
persona. Establece, por lo tanto, una distinción muy marcada entre los
hechos de un individuo y la persona subyacente a ellos. Los hechos son
totalmente censurables, pero la persona siempre conserva la potencialidad y
el movimiento. Esa es la razón por la que el infierno de Dante es tan
horrendo: los que están en él son seres humanos despojados de
potencialidad y, por consiguiente, de esperanza. Y cuando las personas
viven un infierno en vida, lo que se quiere decir es que pasan por esa muy
perniciosa forma de cosificación que las priva de autonomía, subjetividad y
posibilidades.
En esta época actual de denuncia justificada y de incesante alerta ante la
injusticia, creo que las feministas también deberían ser, por encima de todo,
personas de amor. Igual que hay mujeres que reivindican que sus voces sean
escuchadas, todas deberíamos decidirnos a escucharnos unas a otras con
todas nuestras diferencias, y a escuchar también las voces de los hombres
(tanto de los que están de acuerdo con nosotras como de los que no lo están,
y tanto de los que se han sabido comportar como de los que no), y a crear
una cultura dialógica que sea asimismo una cultura de imaginación
empática. Escuchar y oír en un clima de respeto por la potencialidad
humana. Y dado que a veces es imposible ver ese potencial, también
deberíamos ser personas dotadas de fe práctica, y de confianza, aun cuando,
hasta cierto punto, esta todavía sea injustificada e injustificable. Incluso allí
donde la esperanza no se pueda sostener con razones —y, en el fondo, la
esperanza nunca se puede sostener del todo con razones—, las feministas
deberíamos ser personas de esperanza: esperanza de que la relación entre
mujeres y hombres, hasta ahora basada en la dominación, pueda vivir lo que
Lincoln llamó «un nuevo nacimiento de la libertad», a medida que la
mutualidad y el respeto por la autonomía vayan ocupando progresivamente
el lugar de la soberbia.
Solo esa libertad nueva y ese amor pueden dar lugar realmente a una paz
justa y duradera.
Agradecimientos

Hace muchos años que enseño la asignatura Filosofía Feminista en la


Facultad de Derecho y en el Departamento de Filosofía de la Universidad
de Chicago, así que mi primer agradecimiento es para mis varias
generaciones de alumnas y alumnos, ya fueran de Derecho o de máster o
doctorado, cuyas razonadas y estimulantes preguntas tanto me han ayudado
a conformar mi pensamiento. Mis colegas han creado un entorno ideal para
este trabajo, porque siempre han sido un apoyo, pero también unos críticos
incansables; siempre han sido generosos con su tiempo y sus comentarios,
pero también se han negado a aceptar ideas preconcebidas y me han
obligado a afrontar sus difíciles preguntas. El distinguido teórico penalista
Stephen Schulhofer ha sido, ya desde mis primeros tiempos en Chicago,
una fuente impagable de conocimiento para mí. Acudí como oyente a su
asignatura de Derecho Penal y, tiempo después, impartí con él un seminario
llamado Anatomía Sexual y Derecho. Catharine MacKinnon ha sido una
docente visitante habitual en Chicago, aunque nunca aceptó la plaza
permanente que le ofrecimos. Toda una inspiración como enseñante y como
colega, y una presencia sorprendentemente irradiadora de optimismo,
siempre ha disfrutado uniendo a mujeres y hombres en torno a unas mismas
ideas sobre cómo mejorar las cosas, y siempre ha sabido reconocer tanto a
sus alumnas como a sus alumnos los nuevos modos de ver el mundo que
estas y estos le han aportado. Creo que es una fuente increíble de
entendimiento, aun cuando hemos discrepado montones de veces. Al mismo
tiempo, dos jueces que han sido también colegas míos de docencia han
ejercido una gran influencia en mi forma de pensar y me han enseñado
mucho sobre la fuerza del derecho en acción: me refiero al juez Richard
Posner (hoy jubilado del Tribunal de Apelaciones del Séptimo Circuito
federal) y a la jueza Diane Wood (hasta hace poco, presidenta de ese mismo
tribunal). Verlos dar forma a la ley y destacar sus defectos fue un ejercicio
con el que bañar en realidad mis, en ocasiones, abstractas especulaciones
filosóficas. Saul Levmore, gran colaborador y amigo, organizó conmigo un
congreso sobre la utilización de internet con fines misóginos del que nació
el libro The Offensive Internet (Cambridge, Massachusetts, Harvard
University Press, 2010). Le estoy agradecida por ello y por sus implacables
comentarios a la mayoría de los capítulos del presente libro.
El proyecto para escribirlo partió de una invitación para dar una
conferencia con motivo de la inauguración del Centro Yeoh Tiong Lay de
Política, Filosofía y Derecho de la Escuela Dickson Poon de Leyes del
King’s College de Londres, para la que se me pidió que abordara un tema
feminista con el que evidenciar que la igualdad de las mujeres es una de las
áreas de interés prioritario de ese nuevo centro. Estoy muy agradecida a
John Tasioulas por dicha invitación y por haber organizado un maravilloso
panel de pensadoras feministas para discutir mi intervención (una versión
inicial de lo que terminaría siendo el capítulo 4 de este libro); sus
magníficos comentarios siguen estando en línea, como también lo están mis
intentos de darles respuesta. John recuerda aquel acto como un momento en
el que «personas políticamente discrepantes coincidisteis en torno a tu
libro», lo cual no quiere decir que estuviéramos todas de acuerdo, sino que
todas nos escuchamos las unas a las otras con esa actitud que Dante llamó
humildad. Espero que la experiencia se repita en múltiples ocasiones en el
futuro. Del trabajo de edición de aquel texto se ocuparía con experta pericia
una de mis investigadoras ayudantes, Emily Dupree, algún tiempo después,
pues la conferencia se publicó como capítulo de un Festschrift en honor de
mi querido amigo Josh Cohen, titulado Ideas That Matter: Democracy,
Justice, Rights, editado por Debra Satz y Annabelle Lever (Nueva York,
Oxford University Press, 2019). Josh fue importante también para el
capítulo 3, pues él y Deb Chasman, como editores de la revista Boston
Review, publicaron una versión adaptada de mi borrador de ese capítulo en
un compendio especial de textos sobre el tema de la ira que apareció tanto
en forma de opúsculo como en línea, en la propia Review. Su edición
corregida fue tan buena que la adopté en su mayor parte al hacer la revisión
del manuscrito.
El capítulo 2 fue originalmente una conferencia en memoria de Philip
Quinn que tuve el honor de impartir en el Departamento de Filosofía de la
Universidad de Notre Dame. Phil había sido colega mío en Brown y
siempre fue un amigo admirado, una persona que nunca dejó de esforzarse
por tratar de conseguir las máximas aspiraciones de la institución
académica católica en la que eligió ejercer la docencia. De ahí que, para
honrar la ocasión, optara por centrar mis reflexiones en lo que, en mi
opinión, es uno de los mejores y más ricos ejemplos de la tradición
filosófica católica: la caracterización del purgatorio según Dante. Estoy
agradecida a Paul Weithman por haberme invitado y por organizarlo todo
para que otra persona leyera mi conferencia en mi lugar, pues la fecha
prevista coincidió con la semana previa a la del fallecimiento de mi hija.
Por la ayuda que me brindaron para escribir el capítulo 8 (sobre el
deporte), estoy especialmente en deuda con el comisionado de la NBA
Adam Silver, graduado por nuestra Facultad de Derecho, que me envió
muchísima información de referencia y me refirió sus propias ideas y
planes; con Peg Brand Weiser, viuda del expresidente de la NCAA Myles
Brand, por haberme enseñado toda una colección de discursos del propio
Brand, no publicados en su mayoría; con la profesora de Ciencias Políticas
de Notre Dame Eileen Hunt Botting por su mucha información de
referencia sobre la vida deportiva y académica en su universidad; con Saul
Levmore y Alan Nussbaum por sus comentarios a un borrador del texto, y
con el profesorado de la Facultad de Derecho en pleno por sus estimulantes
y útiles comentarios durante un taller de libros en progreso que tuvo lugar
en un momento (abril de 2020) en el que todo el deporte real se había
suspendido.
Gina Schouten, profesora del Departamento de Filosofía de Harvard,
redactó unos maravillosos comentarios para una presentación en un taller
sobre los capítulos 6 y 7 que iba a tener lugar en la Universidad Brown el
18 de marzo de 2020. Por culpa de la pandemia de COVID-19, el taller no
llegó a celebrarse, pero yo aún conservo los comentarios y le estoy
sumamente agradecida por ellos.
Durante el verano de 2019 y a lo largo de todo el curso 2019-2020, he
tenido la gran fortuna de contar con dos maravillosos investigadores
ayudantes que indagaron en las fuentes relacionadas con los diversos temas
tratados en las partes segunda y tercera del libro: me refiero a Sarah Hough
y a Jared Mayer. No podría haber terminado el libro sin su ayuda.
Quiero expresar también lo agradecida que me he sentido en todo
momento con mi agente, Sydelle Kramer, y, en especial, con mi espléndida
editora en Norton, Alane Mason, por sus ánimos, su maravillosa labor de
edición y sus útiles y, a menudo, rigurosas críticas.
Mi hija Rachel murió el 3 de diciembre de 2019 por culpa de una
infección resistente a los antibióticos tras una intervención quirúrgica para
realizarle un trasplante que había salido bien. Estuvo hospitalizada durante
mucho del tiempo que dediqué a escribir la segunda y la tercera partes del
libro, y dio la casualidad de que durante sus últimas semanas de vida estuve
escribiendo un borrador del capítulo 6, el dedicado a la Judicatura federal.
Rachel era abogada y su gran pasión eran los derechos de los animales.
Pueden informarse sobre su trayectoria aquí: <https://hd-ca.org/news/in-
memoriam-rachel-nussbaum-wichert>. Mi siguiente libro (después de este),
que ya estoy escribiendo, será una continuación de los temas y las ideas con
los que ella estaba comprometida. Pero también la presente obra guarda
relación con ella, pues era una apasionada defensora de la dignidad y los
derechos de todas las criaturas y, en particular, de las más débiles. Y
siempre tuvo alergia a los abusos de poder y a la autoostentación narcisista.
Durante el tiempo que estuve escribiendo sobre la Judicatura y sobre el
comportamiento del juez Alex Kozinski sentada en su habitación de
hospital, pensar que ese hombre suponía la antítesis de lo que Rachel era y
defendía me motivaba para seguir. La atroz conducta de Kozinski me ayudó
(en un sentido retorcido, por el que no merece reconocimiento —ni
antirreconocimiento— alguno) a soportar la trágica muerte de mi hija y a
encontrar el modo de llevar su luto. La dulzura, el decoro y la profunda
integridad de Rachel son un faro que nos guía a todas y todos aquellos que
tenemos que lidiar con un mundo en el que la soberbia y los abusos de
poder siguen siendo una fórmula para triunfar. De ahí que dedique este libro
a su memoria.
Notas
1. Retributive, en inglés. En esta traducción, se ha optado por traducir así este adjetivo para todos
los usos no jurídicos (es decir, salvo cuando hace referencia a un tipo de justicia o de pena judicial),
pues su calco en español no tiene el mismo significado que en el idioma de origen del texto. Para el
ámbito más propio del derecho, sí se han mantenido los calcos del inglés retribución, retribucionismo
y retributivo/a, aceptados en la literatura jurídica especializada en español (véase, por ejemplo, la
entrada correspondiente a retribución en el Diccionario panhispánico del español jurídico,
<https://dpej.rae.es/lema/retribución1>) [N. del T.].
2. Soy feminista y he trabajado mucho tiempo en países en vías de desarrollo y, en especial, en la
India, donde las activistas del feminismo suelen mostrarse sorprendidas ante la idea de recurrir a la
ley para lograr justicia. Creo que, en realidad, son muchas las cosas buenas que se han conseguido en
la India a través del derecho (gracias a un valiente activismo jurídico), pero los retrasos y las
corruptelas de la administración cotidiana de justicia, que permite que los casos de violación suelan
tardar nueve años en llevarse a juicio (un largo periodo durante el que misteriosamente desaparecen
pruebas fundamentales), hacen que muchas mujeres que trabajan allí sobre el terreno se muestren
escépticas.
3. Un libro reciente en el que se hace un tratamiento admirable del problema del trabajo
relacionado con el cuidado de personas dependientes es el de la joven filósofa feminista Gina
Schouten, titulado Liberalism, Neutrality, and the Gendered Division of Labor, Nueva York, Oxford
University Press, 2019. Sobre la violencia doméstica, véase Rachel Louise Snyder, No Visible
Bruises: What We Don’t Know about Domestic Violence Can Kill Us, Nueva York, Bloomsbury,
2019. Aunque el tema de la violencia doméstica se solapa en muchos aspectos con el mío, no es al
que dedico este análisis en realidad. De todos modos, me alegra poder remitir a los lectores al
impresionante libro que acabo de citar. Por otra parte, cada vez son mayores las pruebas de que la
violencia doméstica se ha disparado durante la pandemia de COVID-19; véase B. Boserup, M.
McKenney y A. Elkbuli, «Alarming Trends in US Domestic Violence during the COVID-19
Pandemic», American Journal of Emergency Medicine, 28 de abril de 2020,
<https://www.ajemjournal.com/article/S0735-6757(20)30307-7/fulltext>.
4. Sobre mis argumentos en contra del castigo por avergonzamiento, véanse Martha C. Nussbaum,
Hiding from Humanity: Disgust, Shame, and the Law, Princeton (Nueva Jersey), Princeton
University Press, 2004 [trad. cast.: El ocultamiento de lo humano: repugnancia, vergüenza y ley,
Buenos Aires, Katz, 2006], y la «Conclusión» del presente libro.
5. Sobre el proceso que lleva de la vergüenza a la creación de una identidad deteriorada, véase el
clásico de Erving Goffman, Stigma: Notes on the Management of Spoiled Identity, Nueva York,
Simon and Schuster, 1963 [trad. cast.: Estigma: la identidad deteriorada, Buenos Aires, Amorrortu,
1970].
6. Martha C. Nussbaum, «“Don’t Smile So Much”: Philosophy and Women in the 1970s», en
Linda Martín Alcoff (comp.), Singing in the Fire: Stories of Women in Philosophy, Lanham
(Maryland), Rowman and Littlefield, 2003, págs. 93-108.
7. Martha C. Nussbaum, «Why Some Men Are above the Law», Huffington Post, 15 de enero de
2016, <http://www.huffingtonpost.com/martha-c-nussbaum/why-some-men-are-above-the-
law_b_8992754.html>. No di el nombre de Waite en aquel momento, porque lo que pretendía era
dejar claro que este es un problema general y no quería que el debate derivara en un burdo cotilleo.
1. Defino aquí autonomía dando al concepto un sentido amplio y holgado que no niega que la
autoridad religiosa puede ser también una fuente importante de libertad de elección individual. Sobre
la historia de esta otra (y más restringida) acepción, véase Jerome Schneewind, The Invention of
Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1997 [trad. cast.: La invención de la autonomía:
una historia de la filosofía moral moderna, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2012].
2. Todas las citas de este párrafo están tomadas de John Stuart Mill, The Subjection of Women, ed.
de Susan Moller Okin, Indianápolis (Indiana), Hackett, 1988 [1869], págs. 15-16 [trad. cast.: El
sometimiento de las mujeres, Madrid, Edaf, 2005, págs. 96-97].
3. Ibidem.
4. Mill presentó el primer proyecto de ley de sufragio femenino en el Parlamento británico en
1866. Cuando se casó con Harriet Taylor en 1851, renunció a todos los derechos que le correspondían
legal y desigualmente a él como marido.
5. Vivian Gornick, The Solitude of Self: Thinking about Elizabeth Cady Stanton, Nueva York,
Farrar, Straus, and Giroux, 2005. Yo misma escribí una reseña sobre el libro de Gornick: «In a
Lonely Place», Nation, 27 de febrero de 2006, págs. 26-30.
6. De todos modos, no se trata de un discurso sectario, pues representa un muy generalizado
conjunto de ideas estadounidenses. De hecho, en lo que a su especial acento en la libre capacidad de
elección y de acción personal respecta, entraría en tensión con ciertas formas de protestantismo, sin
dejar de sintonizar de lleno con otras tradiciones estadounidenses ampliamente compartidas.
7. Véase mi propia reconstrucción de los argumentos de Williams en Martha C. Nussbaum, Liberty
of Conscience: In Defense of America’s Tradition of Religious Equality, Nueva York, Basic Books,
2008 [trad. cast.: Libertad de conciencia: en defensa de la tradición estadounidense de igualdad
religiosa, Barcelona, Tusquets, 2009].
8. Elizabeth Cady Stanton, «The Destructive Male» (discurso pronunciado en la Convención por el
Sufragio de las Mujeres, en Washington, D. C., 1868), Great Speeches Collection, The History Place,
<https://www.historyplace.com/speeches/stanton.htm>.
9. Elizabeth Cady Stanton a Susan B. Anthony, 20 de julio de 1857, en Theodor Stanton y Harriet
Stanton Blatch (comps.), Elizabeth Cady Stanton as Revealed in Her Letters, Diary and
Reminiscences, Nueva York, Harper, 1922, vol. 2, págs. 29-70.
1. Kate Manne, Down Girl: The Logic of Misogyny, Nueva York, Oxford University Press, 2018.
2. Martha C. Nussbaum, The Monarchy of Fear: A Philosopher Looks at Our Political Crisis,
Nueva York, Simon and Schuster, 2018, cap. 6 [trad. cast.: La monarquía del miedo: una mirada
filosófica a la crisis política actual, Barcelona, Paidós, 2019].
3. Véase Catharine A. MacKinnon, Feminism Unmodified: Discourses on Life and Law,
Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1987, pág. 262, n. 1 [trad. cast.: Feminismo
inmodificado: discursos sobre la vida y el derecho, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014].
4. O, en general, un ser sintiente, pues las personas a menudo cosifican también a los animales no
humanos. Pero este será un análisis para otra ocasión.
5. Martha C. Nussbaum, «Objectification», Philosophy and Public Affairs, 24, 1995, págs. 249-
291, reimpreso en Nussbaum, Sex and Social Justice, Nueva York, Oxford University Press, 1999,
págs. 213-239.
6. Rae Langton, Sexual Solipsism, Oxford, Oxford University Press, 2008.
7. Langton también añade, como modos de cosificación, la reducción al aspecto y la reducción al
cuerpo. Creo que la primera de esas reducciones entra dentro de las negaciones de la autonomía y la
subjetividad. La segunda me parece más problemática como forma de cosificación, dado que todas y
todos somos cuerpos y no hay nada de malo en ello.
8. Sharon G. Smith et al., The National Intimate Partner and Sexual Violence Survey (NISVS):
2010-2012 State Report, Atlanta, The National Intimate Partner and Sexual Violence Survey, 2017,
<www.cdc.gov/violenceprevention/pdf/NISVS-StateReportBook.pdf>.
9. Edward Laumann, The Social Organization of Sexuality, Chicago, University of Chicago Press,
1994, y Edward Laumann, Robert T. Michael, John H. Gagnon y Gina Kolata, Sex in America: A
Definitive Survey, Nueva York, Warner, 1995.
10. Laumann et al., Sex in America, op. cit., pág. 223.
11. Ibidem, pág. 229.
12. Ibidem, pág. 229.
13. Sobre las conexiones causales entre la pornografía y el «mundo real», véase Anne Eaton, «A
Sensible Antiporn Feminism», Ethics, 117, 2007, págs. 674-715, un artículo escrito antes de que
internet generalizara la pornografía hasta los extremos actuales. Algunos críticos razonables de los
argumentos de MacKinnon a propósito de la pornografía han señalado el valor de ciertas
producciones pornográficas para el empoderamiento de las mujeres, de las personas LGTBQ y de
otros colectivos. Pero lo cierto es que, en la actualidad, en términos puramente cuantitativos, internet
está saturada de esa otra pornografía que cosifica a las mujeres, por mucho que existan producciones
pornográficas de otros tipos.
14. Véase en Manne, Down Girl, op. cit., un análisis de este movimiento y de algunos de sus
crímenes más destacados.
1. Para entender mejor el contexto, véase el capítulo 8, página 265.
2. Sobre la influencia de Dante en Estados Unidos, véase Sinclair Lewis, Babbitt, 1922, un perfil
(de inspiración dantesca) del «paisaje del pecado» del Medio Oeste estadounidense, en el que incluso
los personajes que desprecian la educación humanística conocen a Dante, y la mayoría están
familiarizados con el esquema general de su trilogía (seguro que ayudados por el énfasis de aquellos
años en la figura del poeta florentino, a raíz de la conmemoración en 1921 del sexto centenario de su
muerte).
3. David Hume, A Treatise of Human Nature, ed. inglesa de L. A. Selby-Bigge, Oxford, Clarendon
Press, 2.ª ed. revisada por P. H. Nidditch, 1978 [1940], pág. 291 [trad. cast.: Tratado de la naturaleza
humana, Madrid, Tecnos, 2.ª ed., 1992]. En el análisis que aquí expongo, todas las citas de esta obra
hacen referencia a la mencionada edición.
4. Donald Davidson, «Hume’s Cognitive Theory of Pride», Journal of Philosophy, 73, 1976, págs.
744-757.
5. Mill, The Subjection of Women, op. cit., págs. 86 y 88.
6. Tanika Sarkar, «Conjugality and Hindy Nationalism: Resisting Colonial Reason and the Death
of a Child-Wife», en Hindu Wife, Hindu Nation: Community, Religion, and Cultural Nationalism,
Nueva Delhi (India), Permanent Black, 2001, págs. 191-225.
7. Aunque, para ser exactos, lo que le dice es fammi vendetta, por lo que su petición de justicia se
mezcla confusamente con la venganza. Pese a que las concepciones filosóficas griega y romana del
castigo estaban centradas en la disuasión y la reforma, y rehuían el retribucionismo de la religión
tradicional, las tesis filosóficas cristianas en ese terreno sí suelen ser duramente punitivas.
8. Robert Frank, The Darwin Economy: Liberty, Competition and the Common Good, Princeton
(Nueva Jersey), Princeton University Press, 2011.
9. Citado en Henry Abelove, «Freud, Male Homosexuality, and the Americans», en Henry
Abelove, Michèle A. Barale y David M. Halperin (comps.), The Lesbian and Gay Studies Reader,
Nueva York, Routledge, 1993, págs. 381-393, en concreto, pág. 387; véase ahí también más
información sobre fuentes bibliográficas relacionadas.
10. Citado por Abelove a partir de la autobiografía de Ernest Jones, Free Associations: Memories
of a Psycho-analyst, Londres, Routledge, 1990.
11. Abelove, «Freud, Male Homosexuality, and the Americans». El texto de este párrafo y del
anterior es similar al que figura en mi artículo «The Morning and the Evening Star: Religion, Money,
and Love in Sinclair Lewis’s Babbitt and Elmer Gantry», en Alison L. LaCroix, Saul Levmore y
Martha C. Nussbaum (comps.), Power, Prose, and Purse: Law, Literature, and Economic
Transformation, Nueva York, Oxford University Press, 2019, págs. 95-124.
12. Hablo de esto en The Monarchy of Fear, op. cit., cap. 6.
13. Véase Anne Eaton, «A Sensible Antiporn Feminism», Ethics, 117, 2007, págs. 674-715.
14. Véase Kate Manne, Down Girl: The Logic of Misogyny, Nueva York, Oxford University Press,
2018.
15. Véase el excelente tratamiento de esta cuestión en el libro de Manne, Down Girl, op. cit., que
es la base del argumento que desarrollo en el capítulo 6 de La monarquía del miedo.
16. Véanse también Martha C. Nussbaum, Hiding from Humanity, op. cit., y From Disgust to
Humanity: Sexual Orientation and Constitutional Law, Oxford, Oxford University Press, 2010.
17. En Nussbaum, Monarchy of Fear, op. cit., cap. 4, se cita buena parte de ese poema.
18. Véase Zoya Hasan et al. (comps.), The Empire of Disgust: Prejudice, Discrimination, and
Policy and India and the US, Nueva Delhi (India), Oxford University Press, 2018. Se trata de una
colaboración binacional entre académicos indios y estadounidenses compilada por Zoya Hasan y
Vidhu Verma (por la parte india), y por Aziz Huq y yo misma (por la parte estadounidense).
19. Véase una lista de ejemplos en Nussbaum, Monarchy of Fear, op. cit., cap. 6.
1. Analizo esta obra en detalle en el capítulo final de mi libro The Fragility of Goodness: Luck and
Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 2001
(reimpresión de la ed. actualizada de 1986) [trad. cast.: La fragilidad del bien: fortuna y ética en la
tragedia y la filosofía griega, Madrid, Visor, 1995].
2. Obviamente, yo no comparto esas concepciones ni de lo «bestial» en general ni de los perros en
particular. De hecho, solo un humano podría haber cometido semejantes actos de traición.
3. Sobre esta transformación, véase especialmente Martha C. Nussbaum, The Monarchy of Fear,
op. cit., cap. 3.
4. Véase Aristóteles, Ética nicomáquea, 1100b33-1101a10. Para un análisis de todos los pasajes
relevantes, véase Nussbaum, Fragility of Goodness, op. cit., cap. 11. Ahora bien, en la sección de la
Retórica dedicada al envejecimiento (1389b13-1390a24), Aristóteles sí recalca que las malas
experiencias acumuladas a lo largo del tiempo pueden engendrar una falta de seguridad y de
confianza que erosione las virtudes: véase Fragility of Goodness, op. cit., págs. 338-389.
5. E. L. Abramson, «Euripides’ Tragedy of Hecuba», Transactions of the American Philological
Association, 83, 1952, págs. 120-129; en Nussbaum, Fragility of Goodness, op. cit., pág. 505, se
puede leer un análisis de los ataques a esta obra.
6. Immanuel Kant, Grounding for the Metaphysics of Morals: On a Supposed Right to Lie Because
of Philantropic Concerns, Hackett, 3.ª ed., 1993, Akad., pág. 394 (la paginación estándar de la
Akademie es la que se usa en todas las ediciones de Kant) [trad. cast.: Fundamentación para una
metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza, 2.ª ed., 2012].
7. Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Women, ed. de Miriam Brody, Londres,
Penguin, 2004 [1792] [trad. cast.: Vindicación de los derechos de la mujer, Madrid, Debate, 1977].
8. Mill, The Subjection of Women, op. cit., págs. 15-16.
9. Ibidem, pág. 16.
10. Jon Elster, Sour Grapes: Studies in the Subversion of Rationality, Cambridge, Cambridge
University Press, 1983 [trad. cast.: Uvas amargas: sobre la subversión de la racionalidad, Barcelona,
Edicions 62, 1988].
11. Véase mi análisis, elaborado a partir de las aportaciones de Elster, Sen y otros autores, en
Martha C. Nussbaum, Women and Human Development, Cambridge, Cambridge University Press,
2000, cap. 2 [trad. cast.: Las mujeres y el desarrollo humano: el enfoque de las capacidades,
Barcelona, Herder, 2002].
12. Véase un buen análisis de esta tradición de culpabilización de las víctimas en Lisa Tessman,
Burdened Virtues: Virtue Ethics for Liberatory Struggles, Nueva York, Oxford University Press,
2005, cap. 2.
13. Ibidem, pág. 45, en referencia a Shelby Steele.
14. Sobre esto, véanse una valoración y una crítica convincentes en Rosa Terlazzo,
«Conceptualizing Adaptive Preferences Respectfully: An Indirectly Substantive Account», Journal
of Political Philosophy, 23, 3, 2016, págs. 206-226; Terlazzo tiene una serie de otros valiosos
artículos sobre el tema que se pueden consultar en su sitio web del Departamento de Filosofía de la
Universidad de Rochester.
15. Véase Justin Wolfers, David Leonhart y Kevin Quealy, «1.5 Million Missing Black Men», New
York Times, 20 de abril de 2015, <https://www.nytimes.com/interactive/2015/04/20/upshot/missing-
black-men.html>.
16. Laurence Thomas, «Sexism and Racism: Some Conceptual Differences», Ethics, 90, 1980,
págs. 239-250.
17. Véase Bernard Williams, «Ethical Consistency», en Problems of the Self: Philosophical Papers
1956-1972, Cambridge, Cambridge University Press, 1973, págs. 166-186 [trad. cast.: Problemas del
yo: textos filosóficos 1956-1972, Ciudad de México, Instituto de Investigaciones Filosóficas y
Programa de Maestría y Doctorado en Filosofía, UNAM, 2.ª ed., 2013]; véase también Michael
Walzer, «Political Action and the Problem of Dirty Hands», Philosophy and Public Affairs, 2, 1973,
págs. 160-180.
18. Barbara Herman, «Could It Be Worth Thinking about Kant on Sex and Marriage?», en Louise
Anthony y Charlotte Witt (comps.), A Mind of One’s Own: Feminist Essays on Reason and
Objectivity, Boulder (Colorado), Westview, 1993, págs. 49-67.
19. Sandra Lee Bartky, «Feminine Masochism and the Politics of Personal Transformation», 1984,
reimpreso en Bartky, Feminity and Domination: Studies in the Phenomenology of Oppression, Nueva
York, Routledge, 1990, págs. 45-62 [trad. cast.: «El masoquismo femenino y la política de la
transformación personal», La Manzana de la Discordia, 2, 2, 2007, págs. 129-143].
20. Sandra Lee Bartky, «Foucault, Femininity, and the Modernization of Patriarchal Power», en
Irene Diamond y Lee Quinby (comps.), Feminism & Foucault: Reflections on Resistance, Boston,
Northeastern University Press, 1988, págs. 61-86 [trad. cast.: «Foucault, la feminidad y la
modernización del poder patriarcal», La Manzana de la Discordia, 3, 1, 2016, págs. 137-152].
21. Claudia Card, «Gender and Moral Luck», en Virginia Held (comp.), Justice and Care:
Essential Readings in Feminist Ethics, Boulder (Colorado), Westview, 1995, págs. 79-100; véase
también el libro de Card, The Unnatural Lottery: Character and Moral Luck, Filadelfia, Temple
University Press, 1996.
22. Thomas Hill, «Servility and Self-Respect», Monist, 57, 1973, págs. 87-104.
23. Véanse, en especial, Marcia L. Homiak, «Feminism and Aristotle’s Rational Ideal», en Louise
M. Antony y Charlotte E. Witt (comps.), A Mind of One’s Own: Feminist Essays on Reason and
Objectivity, Boulder (Colorado), Westview, 1993, págs. 1-18, y Homiak, «On the Malleability of
Character», en Claudia Card (comp.), On Feminist Ethics and Politics, Lawrence, University Press of
Kansas, 1999.
24. Tessman, Burdened Virtues, op. cit.; véase también Tessman, Moral Failure: On the Impossible
Demands of Morality, Nueva York, Oxford University Press, 2015.
25. Véase Miranda Fricker, Epistemic Injustice: Power and the Ethics of Knowing, Nueva York,
Oxford University Press, 2007 [trad. cast.: Injusticia epistémica: el poder y la ética del conocimiento,
Barcelona, Herder, 2017].
26. Noticiario televisivo de CNN International, 13 de diciembre de 2013.
27. Véase mi análisis de este tema en Anger and Forgiveness, Nueva York, Oxford University
Press, 2016, cap. 5 [trad. cast.: La ira y el perdón: resentimiento, generosidad, justicia, Ciudad de
México, Fondo de Cultura Económica, 2018], donde figuran numerosas referencias a la literatura
jurídica especializada en esta cuestión.
28. Aquí el plural es importante. La «tradición occidental» contiene muchas voces diferentes. Y en
la India hay que tener en cuenta las tradiciones hindú, budista, islámica y cristiana, y tampoco
podemos olvidar que la primera de ellas, la hindú, es una tradición muy plural y con importantes
especificidades regionales.
29. Citado en James A. Washington (comp.), A Testament of Hope: The Essential Writings and
Speeches of Martin Luther King, Jr., Nueva York, Harper-Collins, 1986, pág. 32.
1. Véase Stephen J. Schulhofer, Unwanted Sex, op. cit., pág. 24. Véase también N. Y. Penal Law §
130.00(8) (McKinney 1965).
2. El pueblo contra Hughes, 41 A.D.2d 333 (N. Y. App. Div., 1973).
3. Ibidem, 446 N.E.2d 591 (Ill. App., 1983). De este caso, como de otros citados en esta sección,
puede leerse un útil análisis en Schulhofer, Unwanted Sex, op. cit., págs. 1-10 y 33-34.
4. El pueblo contra Warren.
5. El estado contra Rusk, 289 Md. 230, 424 A.2d 720 (1981).
6. Ibidem.
7. El estado contra Thompson, 793 P.2d 1103 (Mont., 1990).
8. El estado, en interés de M. T. S., 608 A.2d 1266, 1267 (N. J. 1992).
9. Joseph Raz, The Morality of Freedom, Oxford, Clarendon, 1986, pág. 374. De hecho, Raz no
puso ese ejemplo para referirse al problema de la agresión sexual, y simplemente escogió el género
de la víctima para equilibrarlo con otros ejemplos que aparecen en su libro; él se refería sobre todo a
cómo la pobreza elimina la libertad de elección, pero la validez de su argumento es general.
10. James Boswell, The Life of Samuel Johnson, L. L. D., Londres, John Murray, 1835, vol. 3, pág.
47 [trad. cast.: Vida de Samuel Johnson, doctor en leyes, Barcelona, Acantilado, 2007].
11. Véase el estudio que de esas ideas ha hecho Justin Driver en «Of Big Black Bucks and Golden-
Haired Little Girls: How Fear of Interracial Sex Informerd Brown v. Board of Education and Its
Resistance», en The Empire of Disgust, op. cit., págs. 41-61.
12. Véase E. R. Shipp, «Tyson Gets 6-Year Prison Term for Rape Conviction in Indiana», New
York Times, 27 de marzo de 1992, <https://www.nytimes.com/1992/03/27/sports/tyson-gets-6-year-
prison-term-for-rape-conviction-in-indiana.html?pagewanted=all>.
13. Massachusetts contra Lefkowitz, 20 Mass. App. 513, 481 N.E.2d 277, 232 (1985).
14. En la novela de Joyce Carol Oates, We Were the Mulvaneys, Nueva York, Plume, 1996, se
describe con crudeza una violación en grupo (a una joven de clase baja y mala reputación) espoleada
por la mitología en cuestión [trad. cast.: Qué fue de los Mulvaney, Barcelona, Lumen, 2003].
15. El pueblo contra Libereta, 474 N.E.2d 567, 572 (N.Y., 1984).
16. Acusados (título original inglés: The Accused), dirigida por Jonathan Kaplan, Paramount
Pictures, 1988.
17. Massachusetts contra Vieira, 401 Mass. 828, 830 (Mass., 1988).
18. Ibidem.
19. «Witness’s Testimony Implicates Two Men in Tavern Rape Case», New York Times, 1 de marzo
de 1984, <www.nytimes.com/1984/03/01/us/witness-s-testimony-implicates-two-men-in-tavern-rape-
case.html>.
20. La fuente de donde se tomó esta cita se consultó en 2000, pero ya no se puede rastrear.
21. Jay Pateakos, «After 26 Years, Brothers Break Silence», Wicked Local, 26 de octubre de 2009,
<www.wickedlocal.com/x884487240/After-26-years-brothers-break-silence>.
22. Véase, por ejemplo, Charlene Muehlenhard y Lisa Hollabaugh, «Do Women Sometimes Say
No When They Mean Yes?», Journal of Personality and Social Psychology, 54, 1988, págs. 872-879,
un artículo en el que, de todos modos, no se muestra cuán frecuentes son esas confusiones.
23. Véase también Schulhofer, Unwanted Sex, op. cit., pág. 39. La gente continúa concibiendo la
violación como un delito de violencia.
24. Véase Stephen J. Schulhofer, «Taking Sexual Autonomy Seriously», Law and Philosophy, 11,
1-2, 1992, págs. 35-94.
25. Véase Allen E. Buchanan y Dan W. Brock, Deciding for Others: The Ethics of Surrogate
Decision-Making, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, una obra de referencia [trad. cast.:
Decidir por otros: ética de la toma de decisiones subrogada, Ciudad de México, UNAM y Fondo de
Cultura Económica, 2009].
26. Las edades mínimas varían de un estado a otro, pero oscilan entre los dieciséis y los dieciocho
años. Muchos estados solían tener una edad de consentimiento mínima más alta para las relaciones
homosexuales que para las heterosexuales, pero esta asimetría ya no existe en Estados Unidos.
27. Véase Miranda Fricker, Epistemic Injustice, op. cit.
28. Saul Levmore y Martha C. Nussbaum, «Unreported Sexual Assaults», Nebraska Law Review,
97, 2019, págs. 607-627.
1. Véase un informe de la profesora del MIT Mary Rowe, «The Saturn’s Rings Phenomenon»
(1973), en el que Rowe recalca que el término era ya usado en el ámbito de las organizaciones de
mujeres en los años setenta. A veces se ha atribuido a Catharine MacKinnon la acuñación de la
expresión, pero en su libro Sexual Harassment of Working Women, New Haven (Connecticut), Yale
University Press, 1979, lo negó y atribuyó el mérito a otras feministas anteriores. También se ha
dicho que lo inventó una organización de la Universidad Cornell, pero esta comenzó a realizar su
labor en una fecha ligeramente posterior a la de la publicación del trabajo de Rowe; quizá se acuñara
por otra vía no relacionada. El caso es que Lin Farley, miembro de la mencionada organización de
Cornell, compareció en 1975 ante la Comisión de Derechos Humanos en Nueva York y usó el
término cuando dijo que el acoso sexual en el lugar de trabajo estaba «muy extendido [...] es
literalmente una epidemia». Véase Kyle Swenson, «Who Came Up with the Term “Sexual
Harassment”?», Washington Post, 2 de noviembre de 2017,
<https://www.washingtonpost.com/news/morning-mix/wp/2017/11/22/who-came-up-with-the-term-
sexual-harassment>. MacKinnon atribuye el momento inicial de su interés por el problema a una
visita que hizo al Centro de Recursos para Mujeres de Cornell (donde cobraba por cantar): allí se
enteró de un caso de acoso a una empleada que contrajo una enfermedad física relacionada con el
estrés sufrido por ese episodio, pero vio denegado su derecho a cobrar la correspondiente prestación
por desempleo porque se consideró que había dejado su puesto de trabajo «por motivos personales».
«Cuando leí aquello —dijo—, sentí que me explotaba el cerebro. Lo recuerdo como si fuera hoy»
(Sasha Arutyunova, «Catharine MacKinnon and Gretchen Carlson Have a Few Things to Say», New
York Times, 17 de marzo de 2018, <https://www.nytimes.com/2018/03/17/business/catharine-
mackinnon-gretchen-carlson.html>).
2. MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women, op. cit., pág. 173. Véase también
MacKinnon, «Reflections on Sex Equality under Law», Yale Law Journal, 100, 1991, págs. 1281-
1328.
3. MacKinnon y Arutyunova, «Catherine MacKinnon», art. cit., citando a Gloria Steinem.
4. Los teóricos del derecho han atribuido varias funciones a la ley: la punitivo-retributiva (que
critico y rechazo), la disuasoria, la educativa y la expresiva (por cuanto afirma públicamente unos
determinados valores sociales). Véase Martha C. Nussbaum, Anger and Forgiveness, op. cit.
5. Sobre la trayectoria de Murray, véase Sabina Mayeri, Reasoning from Race: Feminism, Law,
and the Civil Rights Revolution, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 2011; en
concreto, sobre el título VII, véanse las págs. 22-23.
6. Bostock contra el condado de Clayton, Georgia, 590 U.S. _ (2020). Sentencia de 15 de junio de
2020.
7. Entre los casos importantes que se han dirimido en tribunales de instancias menores referidos a
la cuestión de la orientación sexual y la identidad de género, es especialmente elocuente el
paralelismo que se establece entre dicha cuestión y el acoso sexual en Hively contra Ivy Tech
Community College, 853F 3d 339 (7th Cir., 1990), donde el Tribunal del Séptimo Circuito federal
sentenció por una mayoría de ocho a tres que la discriminación por razón de orientación sexual
cuenta también como discriminación por sexo; en la opinión de la mayoría, redactada por la
presidenta de ese tribunal, la jueza Diane Wood, se expone un argumento nítidamente textualista; en
la opinión discrepante, sin embargo, se sostiene que la orientación sexual no estaba en el
pensamiento de los congresistas. El fallo no se recurrió ante nuevas instancias superiores, por lo que
no forma parte explícita de la sentencia reciente del Tribunal Supremo.
8. Diane P. Wood, «Sexual Harassment Litigation with a Dose of Reality», University of Chicago
Legal Forum 2019, art. 23, 2019. Estoy agradecida a la jueza Wood por haberme mostrado un
penúltimo borrador de este artículo suyo.
9. Williams contra Saxbe, 413 F. Supp. 654, 657-658 (D. D. C., 1974).
10. Barnes contra Costle (1977), Tomkins contra Public Service Electric & Gas Co. (1977) y
Miller contra Bank of America (1979).
11. Alexander contra la Universidad de Yale, 631 F.2d 178 (2d Cir., 1980).
12. Véase Anne E. Simon, «Alexander v. Yale University: An Informal History», en Catharine A.
MacKinnon y Reva B. Siegel (comps.), Directions in Sexual Harassment Law, New Haven
(Connecticut), Yale University Press, 2004, págs. 51-59.
13. Esto lo sé por mis conversaciones personales con miembros del Departamento de Clásicas de la
Universidad de Yale (colegas míos de profesión).
14. Reed contra Reed, 404 U.S. 71 (1971).
15. Craig contra Boren, 429 U.S. 190 (1976).
16. Como se la retrata en Linda Hirshman, Reckoning, op. cit.
17. MacKinnon fue nombrada profesora asistente en la Universidad de Minesota en 1982 y la
titularidad le llegó por fin en la Universidad de Míchigan en 1989. «Mi proceso hasta llegar a una
plaza de titular fue [...] un deambular por el desierto», declararía al New York Times. Véase Philip
Galanes, «Catharine MacKinnon and Gretchen Carlson Have a Few Things to Say», New York Times,
17 de marzo de 2018, <https://www.nytimes.com/2018/03/17/business/catharine-mackinnon-
gretchen-carlson.html>.
18. Véase Mayeri, Reasoning from Race, op. cit.
19. Brown contra el Consejo Educativo de Topeka, 347 U.S. 483 (1954).
20. Loving contra Virginia, 388 U.S. 1 (1967).
21. Herbert Wechsler, «Toward Neutral Principles of Constitutional Law», Harvard Law Review,
73, 1959, págs. 1-35. Analizo el razonamiento de Wechsler y otros subsiguientes en la misma línea
en Martha C. Nussbaum, «Constitutions and Capabilities: “Perception” against Lofty Formalism»,
Supreme Court Foreword, Harvard Law Review, 121, 2007, págs. 4-97.
22. Wechsler, «Toward Neutral Principles», art. cit., pág. 34.
23. Antes de exponer la anécdota de Houston, Wechsler dice que la segregación es fuente de culpa
para el blanco sureño (Wechsler, «Toward Neutral Principles», art. cit., pág. 34); él no era de origen
sureño, pero cuando el incidente que relata tuvo lugar, tanto él como Houston estaban trabajando en
el Sur, por lo que no está claro si pretendía aplicar esa referencia a su propio caso personal.
24. Ibidem, págs. 33-34.
25. Palabras tomadas de un discurso pronunciado en el Festival de Cine de Sundance y citadas en
Galanes, «Catharine MacKinnon and Gretchen Carlson», art. cit.
26. Si no doy el nombre del magistrado, solo es porque la enfermedad que padece le impide darme
permiso para que lo mencione aquí.
27. Meritor Savings Bank contra Vinson, 477 U.S. 57 (1986).
28. En estos párrafos, los números de página citados entre paréntesis corresponden a la edición
original inglesa del libro de MacKinnon, Sexual Harassment of Working Women.
29. Oncale contra Sundowner Offshore Services, 523 U.S. 75 (1998).
30. Otro de los argumentos de MacKinnon es que sobre la teoría de la igualdad se pueden sustentar
programas de discriminación positiva en los que el trato diferencial persiga erradicar la jerarquía
subyacente, que jamás podrían apoyarse sobre la teoría de la diferencia. Véase MacKinnon,
«Reflections on Sex Equality», art. cit., pág. 1287.
31. Otra idea falsa sobre MacKinnon es atribuirle una desatención a la jerarquía racial y a las
injusticias interseccionales que sufren las mujeres de color. Se trata de una idea a todas luces errónea;
en su libro, comenta con frecuencia esa interseccionalidad, y la causa que ella misma llevó hasta el
Tribunal Supremo como primera piedra de toque de su teoría fue el caso de Mechelle Vinson, una
mujer negra.
32. Caso Meritor, 477 U.S. 57.
33. Véase también un excelente artículo especializado de Victoria Bartels sobre el caso, «Meritor
Savings Bank v. Vinson: The Supreme Court’s Recognition of the Hostile Environment in Sexual
Harassment Claims», Akron Law Review, 20, 1987, págs. 575-589.
34. Harris contra Forklift Systems, 510 U.S. 17 (1993).
35. Baskerville contra Culligan, 50 F. 3d 428 (1995).
36. Véanse King contra la Junta de Regentes de la Universidad de Wisconsin, 898 F. 2d 533 (7th
Cir., 1990), y el análisis que hago en Martha C. Nussbaum, «“Carr”, Before and After: Power and
Sex in “Carr v. Allison Gas Turbine Division, General Motors”», University of Chicago Law
Review, 74, especial, 2007, págs. 1831-1844.
37. Carr contra la Allison Gas Turbine Division de General Motors, 32 F. 3d 1007 (7th. Cir., 1994).
Analizo este caso en Nussbaum, «“Carr”, Before and After», art. cit.
38. Caso Oncale, 523 U.S. 75.
39. Véase Wood, «Sexual Harassment Litigation», art. cit.
40. Baskerville, 50 F. 3d 428. Analizo también este caso en Nussbaum, «“Carr”, Before and
After», art. cit.
41. Wetzel contra Glen St. Andrew Living Community, LLC, et al., 901 F. 3d 856 (2018). Véase
Martha C. Nussbaum, «Harassment and Capabilities: Discrimination and Liability in Wetzel v. Glen
St. Andrew Living Community», University of Chicago Law Review, 87, 2020, págs. 2437-2452.
42. Véase Wood, «Sexual Harassment Litigation», art. cit.
43. Bostock, 590 U.S. _ (2020).
44. Altitude Express, Inc., contra Zarda, 590 U.S. _ (2020).
45. R. G. y G. R. Harris Funeral Homes, Inc., contra la Comisión de Igualdad de Oportunidades en
el Empleo», 590 U.S. _ (2020).
46. La división fue de tres tribunales de circuito (y no dos) contra uno porque también el del
Séptimo Circuito había fallado del mismo modo que los del Segundo y el Sexto, aunque su sentencia
no se recurrió (Hively, 853 F. 3d 339).
47. Phillips contra la Martin Marietta Corp., 400 U.S. 542 (1971).
48. Departamento de Agua y Electricidad de Los Ángeles contra Manhart, 435 U.S. 702 (1978).
49. Bostock, 590 U.S. _ (2020).
50. Una de las opiniones discrepantes fue la del juez Alito, y la otra fue la del juez Kavanaugh
(apoyada por el juez Thomas), en la que exponía argumentos prácticamente idénticos a los de Alito,
aunque aprovechaba la oportunidad para expresar su respeto personal por las luchas de las personas
LGTBQ y por su dignidad, y aclaraba que simplemente quería que estas alcanzaran sus objetivos
mediante la promoción de la legislación adecuada para ello.
51. Neil M. Gorsuch, A Republic, If You Can Keep It, Nueva York, Crown, 2019.
52. Obviamente, los centros de trabajo tienen baños, pero el juez Gorsuch deja esa cuestión —
como la de todos los baños de uso público en general— para otras sentencias futuras.
53. Véase Wetzel, 901 F. 3d.
54. Bostock, 590 U.S. _ (2020).
55. Es importante dejar claro que MacKinnon nunca ha propuesto prohibir la pornografía; lo que sí
ha intentado es construir una demanda civil en defensa de los intereses de mujeres perjudicadas por el
uso de la pornografía y contra los productores y distribuidores de esta, siguiendo en su propuesta el
modelo de los litigios que se han centrado en la «peligrosidad de un producto», como los planteados
en su momento contra las empresas tabacaleras.
1. Nick Anderson, Susan Svrluga y Scott Clement, «Survey: More than 1 in 5 Female Undergrads
at Top Schools Suffer Sexual Attacks», Washington Post, 21 de septiembre de 2015,
<https://www.washingtonpost.com/local/education/survey-more-than-1-in-5-female-undergrads-at-
top-schools-suffer-sexual-attacks/2015/09/c6c80be2-5e29-11e5-b38e-06883aacba64_story.html>.
2. Charlene L. Muehlenhard et al., «Evaluating the One-in-Five Statistic: Women’s Risk of Sexual
Assaults While in College», Journal of Sex Research, 54, 4, 26 de mayo de 2017, pág. 565,
<https://doi.org/10.1080/00224499.2017.1295014>. Como allí se comenta, los datos no confirman la
suposición de que las estudiantes universitarias sufren más agresiones sexuales que las mujeres que
no están estudiando una carrera.
3. Conocida militante del ala conservadora del Partido Republicano, designada por Donald Trump
para ocupar el cargo de secretaria de Educación (2017-2021), en el que se mantuvo hasta que
presentó su dimisión al día siguiente del asalto al Capitolio de Washington del 6 de enero de 2021.
4. En esta área, mis dos ayudantes investigadores realizaron una labor tan espléndida y meticulosa
sobre el tema (que, lógicamente, era muy de su interés) que su resultado es digno de reseñar por sí
mismo y consta en mis archivos: Sarah Hough, «Legal Approaches toward On-Campus Sexual
Violence in the US: A Brief Overview», trabajo no publicado, 1 de julio de 2019, y Jared I. Mayer,
«Memo on DeVos’s Changes to Campus Ti-tle IX Proceedings», trabajo no publicado, 20 de mayo de
2020.
5. National Sexual Violence Resource Center (NSVRC), «Dear Colleague Letter: Sexual
Violence», Department of Education, Office of Civil Rights, 2011,
<https://www.nsvrc.org/publications/dear-colleague-letter-sexual-violence>. El sitio web del NSVRC
también contiene mucha información útil sobre los antecedentes de la cuestión.
6. Véase «Department of Education Issues New Interim Guidance on Campus Sexual
Misconduct», Department of Education, 22 de septiembre de 2017, <https://www.ed.gov/news/press-
releases/department-education-issues-new-interim-guidance-campus-sexual-misconduct>.
7. «Rethink Harvard’s Sexual Harassment Policy», opinión, Boston Globe, 14 de octubre de 2014,
<https://www.bostonglobe.com/opinion/2014/10/14/rethink-harvard-sexual-harassment-
policy/HFDDiZN7nU2UwuUuWMnqbM/story.html>.
8. Para una descripción resumida del sistema de sometimiento a consulta pública previa de los
proyectos normativos, véase «A Guide to the Rulemaking Process», Office of the Federal Registrer,
enero de 2011, <https://www.federalregister.gov/uploads/2011/01/the_rulemaking_process.pdf>.
9. «Nondiscrimination on the Basis of Sex in Education Programs or Activities Receiving Federal
Financial Assistance», Federal Register, 29 de noviembre de 2018,
<https://www.federalregister.gov/documents/2018/11/29/2018-25314/nondiscrimination-on-the-
basis-of-sex-in-education-programs-or-activities-receiving-federal>.
10. Véase 20 U.S.C. § 1681(a) (2018). Un memorando que ayuda mucho a aclarar el contenido de
esta regla final es Apalla U. Chopra et al., «Analysis of Key Provisions of the Department of
Education’s New Title IX Regulations», O’Melveny & Myers LLP, 15 de mayo de 2020,
<https://www.omm.com/resources/alerts-and-publications/alerts/analysis-of-key-provisions-of doe>.
11. NSVRC, «Dear Colleague Letter», art. cit.
1. Con ese plan salarial se pretende compensar parcialmente la pérdida económica que
normalmente sufre un abogado cuando se convierte en juez. Los jueces y magistrados no solo cobran
mucho menos que la mayoría de los abogados en ejercicio, sino que tienen prohibido percibir
honorarios por participar en conferencias y otras actividades normalmente remuneradas. Existe
también una opción para aquellos jueces que quieren reducir su carga de trabajo, pero no desean
jubilarse todavía: pueden optar por un estatus sénior, que les permitirá seguir juzgando casos, pero no
tantos.
2. En la mayor parte del resto de los países, o bien no existe la institución de la titularidad vitalicia,
o bien esta está limitada por una obligación de jubilarse a una determinada edad (a los sesenta y cinco
años, incluso). También hay edades de jubilación obligatoria para los jueces en la mayoría de los
demás países.
3. El Séptimo Circuito tiene la fortuna de estar centralizado geográficamente y de celebrar todas
sus vistas orales en Chicago. Otros circuitos normalmente cuentan con diferentes centros de
actividad, lo que dificulta mucho que surja cierto espíritu de colegialidad.
4. Alex Kozinski, «Confessions of a Bad Apple», Yale Law Journal, 100, 1991, págs. 1707-1730.
Las «confesiones» en cuestión no tenían nada que ver con su conducta como acosador (sexual y no
sexual); simplemente se refería a la muy extendida práctica (pese a los múltiples intentos de reforma)
de contratar a los auxiliares de la Judicatura antes que se inicie el plazo legal para poder hacerlo.
5. Maintaining the Public Trust: Ethics for Federal Judicial Law Clerks, Federal Judicial Center
(FJC), 4.ª ed., 2013.
6. Otro código, el Plan Modelo de Resolución de Disputas Laborales (2010), que proporciona una
vía alternativa para la presentación de quejas, sí menciona como práctica prohibida toda
discriminación por razón de raza, religión o sexo, e incluye también la discriminación por embarazo
y el acoso sexual como ejemplos de discriminación por sexo. No obstante, este modelo, aunque
presentado como un estándar prometedor por la Conferencia Judicial Nacional, no es vinculante en
ningún circuito de la Justicia federal; cada circuito está obligado a redactar su propio plan.
7. Su padre sobrevivió al internamiento en campos de concentración durante la Segunda Guerra
Mundial.
8. Daphne Wysham, «Mining Whistleblower Speaks Out against Massey», Institute for Policy
Studies, 23 de julio de 2010, <https://www.ips-
dc.org/blog/mining_whistleblower_speaks_out_against_massey>.
9. «Kozinski, Alex», FJC, consultado en octubre de 2014 y febrero de 2020,
<https://www.fjc.gov/history/judges/kozinski-alex>.
10. Era una conferencia de homenaje a Herbert Morris, uno de los gigantes de la teoría del
derecho, que estaba allí presente, pero también una charla sobre el sexo, es decir, sobre el papel del
asco en la homofobia, tanto en Estados Unidos como en la India. La presencia de Kozinski tal vez se
explicara por alguno de esos dos factores... o por ambos.
11. Citado en Chris Chrystal, «Senate Panel to Reopen Kozinski Hearing», UPI, 31 de octubre de
1985, <https://www.upi.com/Archives/1985/10/31/Senate-panel-to-reopen-Kozinski-
hearing/3933499582800>.
12. El fundador del blog fue David Lat, que también era el editor del muy influyente blog jurídico
(a medias cómico, a medias en serio) Above the Law [Por Encima de la Ley], del que hablaremos
más adelante.
13. Alex Kozinski a Article III Groupie, «Courthouse Forum: The Hot. Alex Kozinski»,
Underneath Their Robes, blog, 28 de junio de 2004,
<https://underneaththeirrobes.blogs.com/main/2004/06/courthouse_foru.html>.
14. Dahlia Lithwick, «He Made Us All Victims and Accomplices», Slate, 13 de diciembre de 2017.
15. Kathryn Rubino, «Above the Law’s Dangerous Love of Federal Judges: Did We Help Support
Sexual Harassment?», Above the Law, 10 de septiembre de 2018.
16. «Who’s Afraid of Commercial Speech?», Virginia Law Review, 76, 1990, pág. 627.
17. Akela Lacy llegó a una conclusión similar en «What Did Brett Kavanaugh Know about His
Mentor Alex Kozinski’s Sexual Harassment? A Timeline Suggests an Awful Lot», Intercept, 20 de
septiembre de 2018.
18. Tercer Circuito, «In Re: Complaint of Judicial Misconduct», FJC n.º 03-08-90050, Judicial
Counccil of Third Circuit, 2009. La primicia de la noticia la dio el LA Times: Scott Glover, «9th
Circuit’s Chief Judge Posted Sexually Explicit Matter on His Website», Los Angeles Times, 11 de
junio de 2008, <https://www.latimes.com/local/la-me-kozinski12-2008jun12-story.html>.
19. Tercer Circuito, «In Re: Complaint», JC no. 03-08-90050.
20. Véase Tercer Circuito, «Proceeding in Review of the Order and Memorandum of the Judicial
Council of the Ninth Council», JC n.os 09-12-90026, 90-12-90032, enero de 2014.
21. Matt Zapotosky, «Prominent Appeals Court Judge Alex Kozinski Accused of Sexual
Misconduct», Washington Post, 8 de diciembre de 2017, y Zapotosky, «Nine More Women Say
Judge Subjected Them to Inappropriate Behavior, Including Four Who Say He Touched or Kissed
Them», Washington Post, 15 de diciembre de 2017.
22. Heidi Bond, «Me Too», «Thinking of You», «Gag List Emails Received between 2006 and
2007», todas ellas entradas de su blog Courtney Milan, <http://www.courtneymilan.com>. Heidi
Bond, «I Received Some of Kozinski’s Infamous Gag List Emails. I’m Baffled by Kavanaugh’s
Responses to Questions about Them», Slate, 14 de septiembre de 2018.
23. Lithwick, «He Made Us All Victims», art. cit.; Katherine Wu, «Pressuring Harassers to Quit
Can End Up Protecting Them», Washington Post, 7 de enero de 2018.
24. Bond, Courtney Milan, op. cit.
25. Noveno Circuito, «In Re: Complaint of Judicial Misconduct», JC n.º 02-17-90118, Judicial
Council of Ninth Circuit, 2017.
26. John F. Roberts Jr., «Letter to Chief Judge Robert Katzmann», Tribunal Supremo de Estados
Unidos, 15 de diciembre de 2017.
27. Matt Zapotosky, «Judge Who Wuit over Harassment Allegations Reemerges, Dismaying Those
Who Accused Him», Washington Post, 24 de julio de 2018.
28. Los jueces son Walter Smith, del distrito judicial federal de Texas occidental (denunciado en
2014 por acoso sexual a una auxiliar de la Judicatura); Edward Nottingham, del distrito judicial
federal de Colorado (contra quien se presentaron varias denuncias en 2007-2008, incluida una por
acudir bebido a un local de estriptis y solicitar los servicios de una prostituta); Richard Cebull, del
distrito judicial federal de Montana (por la ya comentada denuncia de 2012); Richard Kent, del
distrito judicial federal de Texas meridional (denunciado en 2017 por acoso sexual a una empleada
judicial, con pruebas de que ese era uno más de todo un patrón de casos), y Richard Roberts, del
distrito judicial de la capital, el distrito de Columbia (denunciado en 2017 por inducir a una testigo de
dieciséis años a realizar actos de naturaleza sexual mediante coacción cuando era fiscal general, antes
de ser nombrado juez). En este último caso, aunque Roberts se retiró de la Judicatura, se abrió una
investigación sobre su conducta, si bien esta concluyó que sus acciones previas al ejercicio de la
Judicatura no eran enjuiciables conforme al código judicial.
29. John G. Roberts, «2017 Year-End Report on the Federal Judiciary», en Report of the Federal
Judiciary Workplace Conduct Working Group to the Judicial Conference of the United States, 1 de
junio de 2018,
<https://www.uscourts.gov/sites/default/files/workplace_conduct_working_group_final_report_0.pdf
>, apéndice 2.
30. Roberts, «2017 Year-End Report», art. cit., pág. 6.
31. Protecting Federal Judiciary Employees from Sexual Harassment, Discrimination, and Other
Workplace Misconduct: Hearing before the Subcommittee on Courts, Intellectual Property, and the
Internet, 116.º Congreso de Estados Unidos, 2020 (testimonio de Olivia Warren),
<https://judiciary.house.gov/calendar/eventsingle.aspx?EventID=2791>.
32. Debra Cassens Weiss, «Over 70 Former Reinhardt Clerks Urge Judiciary to Change Reporting
Procedures and Training», ABA Journal, 21 de febrero de 2020,
<https://www.abajournal.com/news/article/former-reinhardt-clerks-urge-judiciary-to-change-
reporting-procedures-and-training>.
33. «To the Judicial Conference (Honorable Chief Justice John G. Roberts, Jr., Presiding)»,
<https://ylw.yale.edu/wp-content/uploads/2020/02/Judicial-Misconduct-Letter.pdf>.
34. Vivia Chen, «The Careerist: Why Haven’t Women in Law Firms Called Out Kozinski?»,
Connecticut Law Tribune, 20 de diciembre de 2017,
<https://www.law.com/ctlawtribune/sites/therecorder/2017/12/20/why-havent-women-in-law-firms-
called-out-kozinski>.
35. Ross Todd, «Alex Kozinski Set to Return to 9th Circuit as Oral Advocate», Recorder, 5 de
diciembre de 2019, <https://www.law.com/therecorder/2019/12/05/alex-kozinski-set-to-return-to-9th-
circuit-as-oral-advocate/?slreturn=20191117125149>, y Todd, «Alex Kozinski Makes Post-
retirement Debut at Ninth Circuit in “Shape of Water” Case», Am Law Litigation Daily, 9 de
diciembre de 2019, <https://www.law.com/litigationdaily/2019/12/09/kozinski-contends-playwrights-
due-process-rights-are-at-stake-in-copyright-case-against-shape-of-water-filmmakers-407-11110>.
1. Malcolm Gay y Kay Lazar, «In the Maestro’s Thrall», Boston Globe, 2 de marzo de 2018.
2. Associated Press, «Opera Star Pácido Domingo Receives Standing Ovation for 50th
Anniversary in Milan», USA Today, 16 de diciembre de 2019.
3. La Ópera Lírica de Chicago, por ejemplo, ingresó un 43% en concepto de aportaciones de
donantes en 2018-2019, pero solo un 31% por venta de entradas. Los ingresos de la Ópera
Metropolitana de Nueva York se desglosan también de forma muy parecida.
4. Un caso famoso es el del bajo Samuel Ramey, que cursaba estudios en la Universidad Estatal de
Kansas para ser profesor de música cuando un profesor detectó su talento. Hasta ese momento, jamás
había ido a la ópera (Conferencia de Ramey ante la Sociedad Wagner de Estados Unidos, impartida
unos doce años atrás). Al tenor Lawrence Brownlee lo descubrió un director de coro en su iglesia de
Youngstown (Ohio); fue este quien le dijo que estaba hecho para la ópera e incluso le concretó el tipo
de papel (tenor florido de bel canto) que ahora canta como nadie en el mundo (Lawrence Brownlee,
entrevistado en una clase que impartí sobre ópera en la Universidad de Chicago en primavera de
2017).
5. En las compañías de máximo nivel, el sueldo y los emolumentos de un cantante de coro pueden
ser muy elevados: en la Ópera Metropolitana, el promedio para un miembro del coro a tiempo
completo es de doscientos mil dólares anuales en salario y otros cien mil en prestaciones adicionales.
Parecida remuneración reciben de media los miembros de la orquesta de esa misma compañía; en la
mayoría de las más destacadas orquestas sinfónicas se manejan cifras similares, aunque tanto el
salario como las contribuciones a planes de pensiones han sido puntos de fricción en las
negociaciones recientes.
6. Meritor Savings Bank contra Vinson, 477 U.S. 57 (1986).
7. Se habla mucho de si los contratenores usan falsete, y de quiénes recurren a este y quiénes no.
No es un tema que deba preocuparnos en este punto.
8. Los castrati eran muy altos y delgados debido a su castración. Deller demostró, sin embargo,
que un varón con un desarrollo sexual «normal» podía cantar esos papeles, y se esforzó mucho,
además, por enfatizar su carácter de hombre heterosexual casado con tres hijos, con lo que también
rescató (para aficionados a la ópera más recatados y para los cantantes jóvenes) la posición de
contratenor de esa estigmatización previa. Otro destacado promotor y maestro del canto de
contratenor fue el estadounidense Russell Oberlin (1928-2016), cuyas grabaciones de Bach y
Haendel introdujeron a los jóvenes de mi generación en este excepcional sonido (y en su caso sí
existe consenso: nunca utilizaba el falsete).
9. El papel de Oberón en El sueño de una noche de verano de Benjamin Britten, el papel de
Trínculo en La tempestad de Thomas Adès, o el papel protagonista del Akenatón de Philip Glass,
fueron todos escritos para un contratenor masculino.
10. Daniels también interpretó el Oberón de Britten y el Trínculo de Adès.
11. Esta ópera, basada en el juicio y posterior muerte de Oscar Wilde, más que en su ingenio y sus
logros, fue considerada un fracaso de forma bastante general, y se la criticó por la mojigatería de su
libreto y la mediocridad de su música. Algo que no se criticó, hasta donde yo sé, fue la extraña
elección de un contratenor para interpretar el papel de Wilde, pese a que, según todas las crónicas, el
personaje real tenía una voz tan resonante y grave que encandilaba a mucha gente (¡incluso a los
mineros de Leadville, Colorado!). La ópera pretendía ser un ataque contra los estereotipos sobre el
hombre homosexual, pero con esa elección para su composición vocal no hacía más que incidir en
uno de los tópicos más estúpidos.
12. David Jesse, «U-M Trying to Out Former Graduate Student as Gay, Court Filing Claims»,
Detroit Free Press, 31 de julio de 2019.
13. Gus Burns, «Report Reveals New Misconduct Claims against University of Michigan
Professor David Daniels», MLive, 14 de agosto de 2019,
<https://www.mlive.com/news/2019/08/report-reveals-new-misconduct-claims-against-university-of-
michigan-professor-david-daniels.html>.
14. Burns, «Report Reveals New Misconduct Claims», art. cit.; Anastasia Tsioulcas, «Memos Lay
Out Sexual Misconduct Allegations against Opera Star David Daniels», NPR, 8 de agosto de 2019,
<https://www.npr.org/2019/08/08/749368222/memos-lay-out-sexual-misconduct-allegations-against-
opera-star-david-daniels>.
15. Isobel Grant, «Findings of David Daniels Investigation May Be Kept from the Public»,
Michigan Daily, 19 de septiembre de 2019, <https://www.michigandaily.com/section/news-
briefs/findings-david-daniels-investigation-may-be-kept-public>.
16. Sobre la historia de Schultz, véanse Norman Lebrecht, «A Baritone Writes: I Was Raped»,
Slipped Disc, 15 de julio de 2018, <https://slippedisc.com/2018/07/a-baritone-writes-i-was-raped>, y
D. L. Groover, «#MeToo at the Opera, the Samuel Schultz Story», Houston Press, 27 de agosto de
2018, <https://www.houstonpress.com/arts/samuel-schultz-says-he-was-drugged-and-raped-after-an-
hgo-performance-10798013>.
17. Groover, «#MeToo at the Opera», art. cit.
18. Michael Levenson, «Opera Star, Charged with Sexual Assault, Is Fired by University of
Michigan», New York Times, 26 de marzo de 2020, <https://www.nytimes.com/2020/03/26/us/david-
daniels-michigan-opera-singer-fired.html>.
19. Joshua Kosman, «SF Opera Removes David Daniels from Production amid Sexual Assault
Allegations», San Francisco Chronicle, 8 de noviembre de 2018,
<https://datebook.sfchronicle.com/music/sf-opera-removes-david-daniels-from-production-amid-
sexual-assault-allegations>.
20. Jocelyn Gecker, «Famed Conductor Charles Dutoit Accused of Sexual Misconduct», AP News,
21 de diciembre de 2017, <https://apnews.com/278275ccc09442d98a794487a78a67d4/AP-
Exclusive:-Famed-conductor-accused-of-sexual-misconduct>, y Jocelyn Gecker y Janie Hair,
«Famed Conductor Dutoit Faces New Sex Claims, Including Alleged Rape», Boston Globe, 11 de
enero de 2018, <https://www.bostonglobe.com/arts/2018/01/11/famed-conductor-faces-new-sex-
claims-including-rape/I6e3hq3rDlqaCBdYXGCoAO/story.html>.
21. Jocelyn Gecker, «Famed Conductor Accused of Sexual Misconduct», art. cit., AP News, 22 de
diciembre de 2017, <https://apnews.com/278275ccc09442d98a794487a78a67d4/AP-Exclusive:-
Famed-conductor-accused-of-sexual-misconduct>.
22. Jocelyn Gecker y Janie Har, «Philly Orchestra Latest to Break Ties with Dutoit amid Scandal»,
Philadelphia Tribune, 23 de diciembre de 2017,
<https://www.phillytrib.com/entertainment/music/philly-orchestra-latest-to-break-ties-with-dutoit-
amid-scandal/article_887237a8-635f5994-82c4-477cd273bb98.html>.
23. Gecker y Har, «Philly Orchestra Latest to Break Ties», art. cit., y «BSO: Sexual Misconduct
Claims against Dutoit Credible», WAMC, consultado en enero de 2020,
<htpps://www.wamc.org/post/bso-sexual-misconduct-claims-against-dutoit-credible>.
24. James Levine falleció en Palm Springs el 9 de marzo de 2021, después de la publicación del
original inglés de este libro. [N. del T.]
25. La última vez que lo vi fue en verano de 2016 y, dadas las circunstancias actuales, parece más
que apropiado mi uso del tiempo pretérito.
26. Gay y Lazar, «In the Maestro’s Thrall», art. cit.
27. No es una pregunta demasiado bien planteada. ¿Qué quería decir el director? ¿Que la propia
Novena estaba en peligro de desaparecer sin dejar rastro? ¿O acaso lo único que corría peligro era un
precioso manuscrito escrito por la propia mano de Beethoven? Porque lo que es obvio es que existen
infinidad de ediciones y copias —amén de incontables actuaciones grabadas— en las que esa obra
está preservada de un modo más que seguro.
28. Michael Cooper, «Met Opera Suspends James Levine after New Sexual Abuse Allegations»,
New York Times, 3 de diciembre de 2017.
29. Jeremy Eichler, «Levine Allegations Prompt BSO Review of Sex Harassment Policies»,
Boston Globe, 5 de diciembre de 2017, <https://www.bostonglobe.com/arts/music/2017/12/05/levine-
allegations-prompt-bso-review-sex-harassment-policies/hLqts5V0h9pxqK19v8okRN/story.html>.
30. Anastasia Tsioulcas, «James Levine Accused of Sexual Misconduct by 5 More Men», NPR, 19
de mayo de 2018, <https://www.npr.org/sections/therecord/2018/05/19/612621436/james-levine-
accused-of-sexual-misconduct-by-5-more-men>.
31. Ronald Blum, «Levine Fired by Met after It Finds Evidence of Sexual Abuse», AP News, 12 de
marzo de 2018, <https://apnews.com/1f1d30df52ca447db82a0fd1db691a5f/Levine-fired-by-Met-
after-it-finds-evidence-of-sexual-abuse>, y Michael Cooper, «James Levine’s Final Act as the Met
Ends in Disgrace», New York Times, 12 de marzo de 2018,
<https://www.nytimes.com/2018/03/12/arts/music/james-levine-metropolitan-opera.html>.
32. Anastasia Tsioulcas, «Majority of James Levine’s Defamation Claims against Met Opera
Dismissed», NPR, 27 de marzo de 2019, <https://www.npr.org/2019/03/27/707147886/majority-of-
james-levines-defamation-claims-against-met-opera-dismissed>.
33. Cooper, «Met Opera Suspends James Levine». Véanse también las declaraciones de Pai en
ibidem: «Aquello me descompuso del todo».
34. Cooper, «James Levine’s Final Act», art. cit.
35. Cooper, «Met Opera Suspends James Levine», art. cit.
36. James B. Stewart y Michael Cooper, «The Met Opera Fired James Levine, Citing Sexual
Misconduct. He Was Paid $3.5 Million», New York Times, 20 de septiembre de 2020,
<https://www.nytimes.com/2020/09/20/arts/music/met-opera-james-levine.html>.
37. Jocelyn Gecker y Jocelyn Noveck, «Singer Says Opera’s Domingo Harassed Her, Grabbed Her
Breast», AP News, 7 de septiembre de 2019,
<https://apnews.com/3baf2ccc59144284b227f29eb7d44797>; Jocelyn Gecker, «Women Accuse
Opera Legend Domingo of Sexual Harassment», AP News, 13 de agosto de 2019,
<https://apnews.com/c2d51d690d004992b8cfba3bad827ae9>.
38. Gecker, «Women Accuse Opera Legend Domingo», art. cit.
39. Gecker y Noveck, «Singer Says Opera’s Domingo Harassed Her», art. cit.
40. Associated Press, «Plácido Domingo’s Accusers: Nothing “Chivalrous” about Groping
Women», Hollywood Reporter, 3 de diciembre de 2019,
<https://www.hollywoodreporter.com/news/placido-domingo-s-accusers-nothing-chivalrous-groping-
women-1259453>.
41. Adriana Gomez Licon, «Andrea Bocelli Questions Shunning of Accused Opera Star Plácido
Domingo: “This Is Absurd”», USA Today, 12 de noviembre de 2019,
<https://www.usatoday.com/story/entertainment/celebrities/2019/11/12/andrea-bocelli-appalled-
absurd-treatment-placido-domingo/2578364001>.
42. Jessica Gelt, «Plácido Domingo Apologizes for “Hurt That I Caused” as Investigation Finds
Misconduct», Los Angeles Times, 24 de febrero de 2020, <https://www.latimes.com/entertainment-
arts/story/2020-02-24/placido-domingo-allegations-apologizes-opera-guild-investigation>.
43. Ha habido un litigio en torno al hecho de que el informe del AGMA se hiciera público, pues, al
parecer, la idea inicial era que fuera confidencial. Se dice que se había llegado a un pacto con
Domingo y que este pagaría medio millón de dólares de multa a cambio de dicha confidencialidad;
otros niegan que jamás se produjera tal acuerdo. Aquí no entraré más a fondo en la cuestión.
44. «LA Opera Independent Investigation: Summary and Findings and Recommendations», Ópera
de Los Ángeles, 10 de marzo de 2020, <https://www.laopera.org/about-us/press-room/press-releases-
and-statements/statement-summary-of-findings>.
45. Gelt, «Plácido Domingo Apologizes», art. cit.
46. Anastasia Tsioulcas, «Plácido Domingo Backpedals on Public Apology; Meanwhile, Union
Seeks Leakers», NPR, 27 de febrero de 2020, <https://www.npr.org/2020/02/27/809995613/pl-cido-
domingo-backpedals-on-public-apology-meanwhile-union-seeks-leakers>.
47. Alex Marshall, «Plácido Domingo Walks Back Apology on Harassment Claims», New York
Times, 27 de febrero de 2020, <https://www.nytimes.com/2020/02/27/arts/music/placido-domingo-
apology.html>.
48. Philip Kennicott, «Plácido Domingo’s Reputation as a Performer Enabled the Opera World to
Ignore His Predatory Behavior», 26 de febrero de 2020,
<https://www.washingtonpost.com/entertainment/music/placido-domingo-apologizes-after-union-
finds-he-engaged-in-inappropriate-activity/2020/02/25/19ac42ac-57e9-11ea-ab68-
101ecfec2532_story.html>. No es probable que Kennicott fuera el inspirador de ese titular, pues, en
su artículo, le reconoce a Domingo el mérito de no ser solo un nombre reputado, sino también un
audaz y revolucionario intérprete, aun cuando el juicio moral que de él hace sea severo. La única
conducta que probablemente justifique que se le llame «depredador» sería aquella que una de las
denunciantes calificó de «acoso físico» (stalking). Como ya he dicho, la insistencia de Domingo en
hacer insinuaciones que sus destinatarias no recibían de buen grado parece concordar con uno de los
elementos característicos de la creación de un entorno hostil, pero que lo ocurrido constituya
realmente un caso de acoso físico resulta más difícil de determinar sin una investigación más
completa de los hechos y sus responsables.
49. «AFL-CIO Anti-Discrimination and Anti-Harassment Policy», consultado en enero de 2020,
AFL-CIO, <https://aflcio.org/about-us/afl-cio-anti-discrimination-and-anti-harassment-policy>.
50. Esta política general de representación legal sin coste fue descrita con sumo detalle por
Anthony Freud, director general ejecutivo de la Ópera Lírica de Chicago, en una conferencia titulada
«Careers for Lawyers in the Performing Arts» [«Líneas profesionales para abogados en las artes
escénicas»] que impartió invitado por la Asociación de Estudiantes de Derecho por las Artes
Creativas, en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, en abril de 2019.
51. Peter Dobrin, «Philadelphia Orchestra Has Played 650 Concerts with Charles Dutoit, the
Conductor Accused of Sexual Misconduct», Philadelphia Inquirer, 21 de diciembre de 2017,
<http://www.philly.com/philly/entertainment/charles-dutoit-sexual-misconduct-philadelphia-
orchestra-20171221.html>.
52. Michael Cooper, «Charles Dutoit, Conductor Accused of Sexual Assault, Leaves Royal
Philharmonic», New York Times, 11 de enero de 2018.
53. Gecker y Noveck, «Singer Says Opera’s Domingo Harassed Her», art. cit.
54. Recordemos que falleció en marzo de 2021. [N. del T.]
1. Joseph Zucker, «Jameis Winston after 30 INT Season: “You Look at My Numbers, I’m Ballin”»,
Bleacher Report, 29 de diciembre de 2019, <https://bleacherreport.com/articles/2868964-jameis-
winston-after-30-int-season-you-look-at-my-numbers-im-ballin>.
2. Aun así, hay quienes tal vez defiendan que sí deberíamos preocuparnos por los raperos y los
artistas de hiphop que hacen exaltación de la violencia. A mí me parece que esa preocupación es
exagerada, pero este no es el lugar para indagar en ello.
3. El fútbol (balompié) se está haciendo mucho más popular que antes, aunque todavía va muy a la
zaga en cuanto a número de espectadores. Véase Marketing Charts, «How Many Americans Are
Sports Fans?», 23 de octubre de 2017, <https://www.marketingcharts.com/industries/sports-
industries-80768>. Más del 50% de los estadounidenses dicen ser aficionados al béisbol, y entre un
60% y un 70% dicen serlo al fútbol americano profesional, mientras que un 40% lo son del
baloncesto profesional. Sin embargo, solo un 28% son aficionados al balompié profesional. Las niñas
y jóvenes sí tienen sus heroínas en el fútbol femenino, pero eso es mucho menos así en el caso de sus
coetáneos varones con el balompié masculino (al menos con el estadounidense).
4. Citado en Willie Mays y John Shea, 24: Life Stories and Lessons from the Say Hey Kid, Nueva
York, St. Martin’s, 2020. Mays es sin duda uno de mis héroes, junto con Nelson Mandela, Martin
Luther King Jr., y Jawaharlal Nehru.
5. Alanna Vagianos, «NFL Player to Elementary School Class: Girls Are “Supposed to Be
Silent”», Huffington Post, 23 de febrero de 2017, <www.huffingtonpost.com/entry/jameis-winston-
accused-of-rape-to-elementary-class-girls-are-supposed-to-be-
silent_us_58af20a2e4b0a8a9b78012e6>.
6. Vagianos, «NFL Player to Elementary School Class», art. cit.
7. Jim Bouton, Ball Four: My Life and Hard Times Throwing the Knuckleball in the Big Leagues,
ed. por Leonard Schecter, Nueva York, World, 1970.
8. John Feinstein, «Jim Bouton Opened the Lid on the Closed Ol’ Boy Network of Baseball»,
Washington Post, 12 de julio de 2019, <https://www.washingtonpost.com/sports/jim-bouton-opened-
the-lid-on-the-closed-ol-boy-network-of-baseball/2019/07/12/4580a4c8-a442-11e9-bd56-
eac6bb02d01d_story.html>.
9. Adam Silver, comunicación por correo electrónico con la autora, 14 de enero de 2019.
10. Steve Almasy y Homero de la Fuente, «San Francisco Giants’ Alyssa Nakken Becomes First
Female Full-Time Coach in MLB History», CNN, 17 de enero de 2020,
<https://www.cnn.com/2020/01/16/us/san-francisco-giants-female-coach-spt-trnd/index.html>.
11. Jill Martin, «NBA Commissioner Adam Silver Wants More Women as Referees and Coaches»,
CNN, 10 de mayo de 2019, <https://www.cnn.com/2019/05/10/sport/adam-silver-wants-more-
women-as-referees-and-coaches-in-nba-trnd/index.html>.
12. Louis Bien, «A Complete Timeline of the Ray Rice Assault Case», SB Nation, actualizado el
28 de noviembre de 2014, <https://www.sbnation.com/nfl/2014/5/23/5744964/ray-rice-arrest-assault-
statement-apology-ravens>.
13. Paul Hagen, «MLB, MLBPA Reveal Domestic Violence Policy», MLB Advanced Media, 21
de agosto de 2015, <https://www.mlb.com/news/mlb-mlbpa-agree-on-domestic-violence-policy/c-
144508842>.
14. Mark Gonzales, «Cubs’ Addison Russell Addresses Domestic Violence Suspension: “I Am Not
Proud of the Person I Once Was”», Chicago Tribune, 15 de febrero de 2019,
<https://www.chicagotribune.com/sports/cubs/ct-spt-cubs-addison-russell-speaks-20190215-
story.html>.
15. Tyler Kepner, «Yankees’ Domingo German Suspended 81 Games for Domestic Violence»,
New York Times, 2 de enero de 2020,
<https://www.nytimes.com/2020/01/02/sports/baseball/domingo-german-suspension.html>.
16. World Peace, es decir, «Paz Mundial». Y Metta, por la palabra budista que significa «bondad
amorosa universal». En mayo de 2020 volvió a cambiárselo oficialmente tras contraer nuevas nupcias
y ahora se llama Metta Sandiford-Artest (Sandiford es el apellido de su nueva esposa). [N. del T.]
17. Correo electrónico de Silver, 14 de enero de 2019.
18. Al Neal, «Which of the Big 4 Has the Best Domestic Violence Policy?», Grandstand Central,
24 de agosto de 2018, <https://grandstandcentral.com/2018/society/best-domestic-violence-policy-
sports>.
19. Neal, «Which of the Big 4», art. cit.
20. Un ejemplo de la incómoda relación entre equipos y liga es el caso de Tyreek Hill, de los
Chiefs de Kansas City. En 2014, Hill se declaró culpable de una falta de violencia doméstica (un caso
truculento con estrangulamiento incluido); el equipo de su universidad (la Estatal de Oklahoma) lo
expulsó y él fue a parar a un equipo de nivel inferior (Alabama Occidental). Luego, en 2019, cuando
ya jugaba en los Chiefs (equipo de la liga profesional que lo eligió en la quinta ronda del draft), fue
acusado por la misma novia, esta vez de abusos infantiles. Los Chiefs lo suspendieron, pero, unos
meses después, la NFL lo exoneró de la acusación de abuso infantil, al parecer, después de estudiar
las pruebas médicas, y ahora está de vuelta en la plantilla del equipo.
21. Neal, «Which of the Big 4», art. cit.
22. La corrupción sexual en el fútbol (balompié) profesional en Europa ha sido muy poco
investigada hasta el momento. La Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA, el órgano de
gobierno internacional del balompié) es una institución a todas luces corrupta en muchos aspectos,
pero habría que estudiar más a fondo si esa corrupción abarca también el encubrimiento de malos
comportamientos de los jugadores. En cualquier caso, podemos afirmar lo siguiente: ese sistema
haría bien en adoptar una normativa pública clara a propósito de las agresiones sexuales y hacerla
cumplir, porque su estructura general es similar a la de las ligas profesionales estadounidenses.
23. Véanse dos buenos reportajes sobre las academias futbolísticas europeas en David Conn,
«“Football’s Biggest Issue”: The Struggle Facing Boys Rejected by Academies», Guardian, 6 de
octubre de 2017, <https://www.theguardian.com/football/2017/oct/06/football-biggest-issue-boys-
rejected-academies>, y en Michael Sokolove, «How a Soccer Star Is Made», New York Times
Magazine, 2 de junio de 2010, <https://www.nytimes.com/2010/06/06/magazine/06Soccer-t.html>.
24. En realidad, el sistema es un poco más complejo, pero los detalles no son relevantes para mi
argumento.
25. Ben Maller, «College Graduation Rates of MLB Players», The PostGame, 18 de mayo de
2012, <http://www.thepostgame.com/blog/dish/201205/grandy-man-only-educated-bronx-bomber>.
26. Roger Kahn, The Boys of Summer, Nueva York, Harper, 1972.
27. Proceso de selección de jugadores por parte de los equipos empleado en Estados Unidos,
Canadá, Australia y México, según el cual los equipos se turnan la selección de jugadores. Cuando
un equipo elige a un jugador, obtiene los derechos exclusivos para firmar un contrato con él (ningún
otro equipo en la liga podrá firmar con ese jugador). En Europa, por contra, los clubes acceden a los
jugadores a través de la «compra» o de su propia cantera. [N. del T.]
28. Véase el exhaustivo estudio recogido en Richard T. Karcher, «The Chances of a Drafted
Baseball Player Making the Major Leagues: A Quantitative Study», Baseball Research Journal, 46,
1, primavera de 2017, <https://sabr.org/research/chances-drafted-baseball-player-making-major-
leagues-quantitative-study>.
29. Un caso famoso es el de Brock Turner, un nadador estrella blanco de Stanford que violó a una
mujer después de que esta perdiera el conocimiento y fue luego declarado culpable de tres cargos de
agresión sexual, aunque recibió un trato indulgente del juez, que hizo referencia al talento y brillante
futuro como deportista del reo para imponerle solamente una condena de seis meses en prisión (de
los que solo tuvo que cumplir tres). El caso generó una extendida indignación y, en 2019, la víctima,
Chanel Miller, publicó unas memorias sobre su experiencia: Know My Name: A Memoir, Nueva
York, Viking [trad. cast.: Tengo un nombre: una biografía, Barcelona, Blackie Books, 2020].
30. Richard Johnson, «Northwestern’s New Football Practice Facility Is Literally on a Beach», SB
Nation, 10 de abril de 2018, <https://www.sbnation.com/college-
football/2018/4/10/17219292/northwestern-new-practice-facility>.
31. En otros pocos estados, es un entrenador del equipo de baloncesto el que encabeza esa lista, y
en otros pocos más, son profesionales médicos universitarios los que ocupan ese puesto; véase
«Who’s the Highest-Paid Person in Your State?», ESPN, 20 de marzo de 2018,
<http://www.espn.com/espn/feature/story/_/id/22454170/highest-paidstate-employees-include-ncaa-
coaches-nick-saban-john-calipari-dabo-swinney-bill-self-bob-huggins>.
32. «NCAA Salaries», USA Today, consultado en noviembre de 2019-febrero de 2020,
<https://sports.usatoday.com/ncaa/salaries>.
33. Dan Bauman, Tyler Davis y Brian O’Leary, «Executive Compensation at Public and Private
Colleges», Chronicle of Higher Education, 17 de julio de 2020,
<https://www.chronicle.com/interactives/executive-compensation#id=table_public_2018>.
34. Esta cifra es la que se desprende de los análisis realizados por William Bowen; véanse William
G. Bowen y Sarah A. Levin, Reclaiming the Game: College Sports and Educational Values,
Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 2005, y, anterior a este, James L. Shulman y
William G. Bowen, The Game of Life: College Sports and Educational Values, Princeton (Nueva
Jersey), Princeton University Press, 2002. Véase también Mike McIntire, Champions Way: Football,
Florida, and the Lost Soul of College Sports, Nueva York, W. W. Norton, 2017, pág. 90.
35. Bowen y Levin, Reclaiming the Game, op. cit.; Shulman y Bowen, Game of Life, op. cit.
36. Myles Brand, «Academics First: Reforming College Athletics», discurso, Club Nacional de
Prensa, Washington D. C., 23 de enero de 2001.
37. Véase Joshua Hunt, University of Nike: How Corporate Cash Bought American Higher
Education, Brooklyn (Nueva York), Melville House, 2018.
38. Ibidem.
39. Paula Lavigne y Mark Schlabach, Violated: Exposing Rape at Baylor University amid College
Football’s Sexual Assault Crisis, Nueva York, Center Street, 2017.
40. En general, en mi texto citaré números de página específicos del libro de McIntire, pero él
mismo respalda sus argumentos con numerosas y extensas citas tomadas de noticias de prensa,
entrevistas con los participantes, documentos judiciales, etcétera. El lector o la lectora interesados por
el tema pueden rastrear las fuentes allí.
41. Se puede consultar un resumen completo de los datos relevantes, compilado por mi ayudante
de investigación Jared Mayer, en mi página web de profesora; los datos fueron recopilados (y el
resumen analítico fue escrito) por Jared I. Mayer, doctorando en leyes (lectura de tesis prevista para
2021) en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.
42. Las referencias entre paréntesis que aparecen a lo largo de este análisis son de números de
página del libro de McIntire, Champions Way.
43. Jeremy Bauer-Wolf, «NCAA: No Academic Violations at UNC», Inside Higher Ed, 16 de
octubre de 2017, <https://www.insidehighered.com/news/2017/10/16/breaking-ncaa-finds-no-
academic-fraud-unc>. Pese a la irrefutable evidencia, una inoperante NCAA decidió dar vía libre a la
universidad.
44. Una forma gamberra de decir «puticlub» o «garito de alterne». [N. del T.]
45. Winston rechazó todas las peticiones de McIntire para entrevistarlo, pero todas las palabras que
aquí se le atribuyen directamente provienen de sus cuentas en redes sociales o de otras entrevistas
que sí concedió en prensa; el material de los casos relatados en el libro procede de múltiples fuentes,
algunas de ellas confidenciales.
46. Walt Bogdanich, «A Star Player Accused, and a Flawed Rape Investigation», New York Times,
16 de abril de 2014, <https://www.nytimes.com/interactive/2014/04/16/sports/errors-in-inquiry-on-
rape-allegations-against-fsu-jameis-winston.html>.
47. Bogdanich, «Star Player Accused», art. cit.
48. Kristopher Knox, «The Best Potential Landing Spots for Jameis Winston Next Season»,
Bleacher Report, 7 de enero de 2020, <https://bleacherreport.com/articles/2870001-the-best-
potential-landing-spots-for-jameis-winston-next-season>.
49. Jenna Laine, «Uber Driver Sues Jameis Winston over Alleged Groping Incident», ESPN, 18 de
septiembre de 2018, <https://www.espn.com/nfl/story/_/id/24726850/jameis-winston-tampa-bay-
buccaneers-sued-uber-driver-alleged-2016-incident>.
50. Tom Schad, «Jameis Winston Suspended for Three Games, Apologizes for Uber Incident»,
USA Today, 28 de junio de 2018,
<https://www.usatoday.com/story/sports/nfl/buccaneers/2018/06/28/jameis-winston-suspended-
tampa-bay-buccaneers-uber/742691002>.
51. Véanse los últimos datos al respecto en Dennis Thompson, «Nearly All NFL Players in Study
Show Evidence of Brain Disorder CTE», UPI, 25 de julio de 2017,
<https://www.upi.com/Health_News/2017/07/25/Nearly-all-NFL-players-in-study-show-evidence-of-
brain-disorder-CTE/7201500998697>. Muchos son los responsables de la más que probable
ocultación prolongada de estas pruebas, pero, por las razones económicas que aquí he expuesto,
quienes han participado en semejante encubrimiento seguramente se librarán de toda sanción. Se dice
pronto, pero ¡nada menos que un 99% de exjugadores de la NFL presentan síntomas de ETC! El
problema de la depuración de responsabilidades por esta cuestión es de una enorme magnitud, pero
trasciende el objeto del citado artículo.
52. Véanse Lavigne y Schlabach, Violated, op. cit., y Associated Press, «Ken Starr Leaves Baylor
after Complaints It Mishandled Sex Assault Inquiry», New York Times, 19 de agosto de 2016,
<https://www.nytimes.com/2016/08/20/us/ken-starr-resigns-as-professor-cutting-last-tie-to-baylor-
university.html>.
53. John Wagner, Josh Dawsey y Michael Brice-Saddler, «Trump Expands Legal Team to Include
Alan Dershowitz, Kenneth Starr as Democrats Release New Documents», Washington Post, 17 de
enero de 2020, <https://www.washingtonpost.com/politics/impeachment-trial-live-
updates/2020/01/17/df59d410-3917-11ea-bb7b-265f4554af6d_story.html>.
54. NCAA, «Louisville Men’s Basketball Must Vacate Wins and Pay Fine» («Decisions of the
National College Athletic Association Division I Infractions Appeals Committee»), Louisville
Cardinals, 20 de febrero de 2018,
<https://gocards.com/documents/2018/2/20/NCAA_Appeals_Decision.PDF>. Véase también Jeff
Greer, «A Timeline of the Louisville Basketball Investigation: From 2015 to 2018», Courier-Journal
(Louisville, Kentucky), 20 de febrero de 2018, <https://www.courier-
journal.com/story/sports/college/Louisville/2018/02/20/Louisville-basketball-ncaa-investigation-
timeline/1035815001>.
55. Marc Tracy, «NCAA Coaches, Adidas Executive Face Charges; Pitino’s Program Implicated»,
New York Times, 26 de septiembre de 2017, <https://www.nytimes.com/2017/09/26/sports/ncaa-
adidas-bribery.html>.
56. Además de en hechos públicamente conocidos, baso mis afirmaciones sobre Notre Dame en un
comunicado escrito y una larga entrevista que mantuve con la profesora de Ciencias Políticas de esa
universidad (y largo tiempo componente del mencionado comité deportivo formado por el
profesorado) Eileen Hunt Botting el 24 de agosto de 2019.
57. Ibidem. Botting hablaba por sus propias impresiones y experiencia.
58. Randy Gurzi, «2017 NFL Draft: Each Team’s Biggest Draft Bust in Past 5 Years», Fansided,
consultado en agosto y septiembre de 2019, <https://nflspinzone.com/2017/01/26/nfl-draft-2017-
biggest-bust-each-team-last-5-years/27>.
59. Mensajes citados por Botting en su comunicado.
60. Melinda Henneberger, «Why I Won’t Be Cheering for Old Notre Dame», Washington Post, 4
de diciembre de 2012, <https://www.washingtonpost.com/blogs/she-the-people/wp/2012/12/04/why-
i-wont-be-cheering-for-old-notre-dame>; Todd Lighty y Rich Campbell, «Ex-Notre Dame Player’s
Remarks Reopen Wound», Chicago Tribune, 26 de febrero de 2014,
<https://www.chicagotribune.com/news/ct-xpm-2014-02-26-ct-seeberg-interview-met-20140226-
story.html>.
61. Ryan Glasspiegel, «Atlanta Falcons LB Prince Shembo Allegedly Kicked and Killed
Girlfriend’s Dog», The Big Lead, 29 de mayo de 2015,
<https://www.thebiglead.com/2015/05/29/prince-shembo-animal-cruelty>.
62. Darin Gantt, «Felony Charges against Former Falcons Dog-Killer Prince Shembo Dropped»,
NBC Sports, Pro Football Talk (blog), 12 de agosto de 2015,
<https://profootballtalk.nbcsports.com/2015/08/12/felony-charges-against-former-falcons-dog-killer-
prince-shembo-dropped>.
63. Derek Wittner, «The Risks When Colleges Reopen», opinión, New York Times, 13 de junio de
2020, <https://www.nytimes.com/2020/06/13/opinion/letters/coronavirus-college-reopening.html>.
Mi fuente, Eileen Botting, firmó una muy elocuente carta de las de ese intercambio epistolar en la
que retaba al rector de Notre Dame, el padre Jenkins, a mostrar verdadera valentía moral retrasando o
aplazando la reapertura con el fin de proteger la seguridad. Ella dice que su carta ha sido tomada muy
en serio por el rector y el vicerrector general de asuntos académicos.
64. «Penn State Scandal Fast Facts», CNN, 1 de julio de 2020,
<https://www.cnn.com/2013/10/28/us/penn-state-scandal-fast-facts/index.html>.
65. Ibidem.
66. Otro caso tristemente famoso de abuso de deportistas muy jóvenes ha sido el de quien fuera
médico deportivo de la Universidad Estatal de Míchigan, Larry Nassar, pero, como tuvo lugar bajo la
tutela del equipo olímpico de gimnasia de Estados Unidos, no entra dentro del ámbito temático que
me ocupa aquí, si bien es evidente que la universidad tuvo un comportamiento deplorable en todo el
asunto, y su equipo de fútbol americano también se vio envueto en un gran escándalo sexual más o
menos por la misma época. El asunto Nassar indujo al Congreso a aprobar, en 2017, la Ley de
Autorización (de gasto federal) para la Protección de Víctimas Jóvenes de Abuso Sexual y para un
Deporte Seguro, que establece unas obligaciones informativas claras para los administradores de las
universidades. Otro gigante del deporte universitario, la Universidad del Sur de California, también
participó en el encubrimiento de las actividades ilícitas de otro ginecólogo de uno de sus equipos en
2016.
67. Véase una descripción detallada de esa influencia en Hunt, University of Nike, op. cit.
68. Peg Brand Weiser, viuda de Brand y filósofa, tuvo la amabilidad de enviarme una recopilación
de discursos de Brand, y es a esta colección a la que hago referencia aquí; si se echa en falta algún
detalle, es porque no aparece en los escritos principales que ella seleccionó.
69. Al menos, no en la recopilación de discursos que Peg Brand Weiser me hizo llegar.
70. Aunque los sucesos protagonizados por Jameis Winston son posteriores a la muerte de Brand,
el libro de Mike McIntire, Champions Way, pone de manifiesto que la corrupción en la Universidad
Estatal de Florida es muy anterior en el tiempo a su fallecimiento, como también lo era gran parte de
la corrupción sexual y académica presente en otras universidades.
71. «Commission on College Basketball: Report and Recommendations to NCAA Board of
Governors, Division I Board of Directors and NCAA President Emmert», consultado en abril de
2018, <https://wbca.org/sites/default/files/rice-commission-report.pdf>.
72. No obstante, el escándalo académico que afectó a la Universidad de Carolina del Norte implicó
también a jugadoras y a la persona que actuaba como tutor académico de estas.
73. Tomado de los comentarios que preparó Rice para la presentación del informe.
74. Correo electrónico de Silver, 14 de enero de 2019.
75. Para una descripción muy completa de la historia de la Liga G y de sus equipos, véase la
entrada de la Wikipedia inglesa «NBA G League», consultada en enero de 2020,
<https://en.wikipedia.org/wiki/NBA_G_League> [entrada en español: «NBA G League»,
<https://es.wikipedia.org/wiki/NBA_G_League>].
76. Ben Golliver, «NBA’s G League to Add Mexico City Franchise in 2020: “A Historic
Milestone”», Washington Post, 12 de diciembre de 2019,
<https://www.washingtonpost.com/sports/2019/12/12/nbas-g-league-add-mexico-city-franchise-
historic-milestone>.
77. Joe Nocera, «If NCAA Won’t Pay High School Players, the NBA Will», Bloomberg, 17 de
abril de 2020, <https://www.bloomberg.com/opinion/articles/2020-04-17/if-ncaa-won-t-pay-top-
high-school-players-the-nba-will>.
78. Chris Haynes, «Why the Nation’s Top Prep Player Is Opting for the G League», Yahoo! Sports,
16 de abril de 2020, <https://sports.yahoo.com/why-the-nations-top-prep-player-is-opting-for-the-g-
league-170038681.html>.
79. Alan Blinder, «N.C.A.A. Athletes Could Be Paid under New California Law», New York
Times, 30 de septiembre de 2019, <https://www.nytimes.com/2019/09/30/sports/college-athletes-
paid-california.html>.
80. «NCAA Board of Governors Federal and State Legislation Working Group Final Report and
Recommendations», 17 de abril de 2020,
<https://ncaaorg.s3.amazonaws.com/committees/ncaa/wrkgrps/fslwg/Apr2020FSLWG_Report.pdf>,
pág. 13.
81. Antes de eso, la NCAA había publicado un análisis teórico: Deborah Wilson et al., Addressing
Sexual Assault and Interpersonal Violence: Athletics’ Role in Support of Healthy and Safe Campuses,
NCAA, septiembre de 2014, <https://www.ncaa.org/sites/default/files/Sexual-Violence-
Prevention.pdf>, al que siguió, en fecha más reciente, un conjunto de reglas prácticas: Sexual
Violence Prevention: An Athletics Tool Kit for a Healthy and Safe Culture, NCAA & Sports Science
Institute, 2.ª ed., agosto de 2019,
<https://ncaaorg.s3.amazonaws.com/ssi/violence/SSI_SexualViolencePreventionToolkit.pdf>.
82. Adam Liptak, «Supreme Court to Rule on N.C.A.A. Limits on Paying College Athletes», New
York Times, 16 de diciembre de 2020, <https://www.nytimes.com/2020/12/16/us/supreme-court-ncaa-
athletes-pay.html>.
83. En junio de 2021, por nueve votos a favor y ninguno en contra, los jueces tumbaron las reglas
de la NCAA, alegando que estas entraban en conflicto directo con las leyes antitrust. Véase
<https://iusport.com/art/62750/los-deportistas-universitarios-de-eeuu-tendran-derecho-a-una-
compensacion>. [N. del T.]
84. Tony Manfred, «LeBron James Explains Why He Won’t Let His Kids Play Football», Business
Insider, 13 de noviembre de 2014, <https://www.businessinsider.com/lebron-james-explains-kids-
football-2014-11>.
85. Rick Stroud, «Jameis Winston Says Goodbye to the Bucs», Tampa Bay Times, 21 de marzo de
2020, <https://www.tampabay.com/sports/bucs/2020/03/21/jameis-winston-says-goodbye-to-the-
bucs>.
86. Samantha Previte, «Jameis Winston Pushes SUV Uphill in NFL Free-Agency Desperation»,
New York Post, 23 de marzo de 2020, <https://nypost.com/2020/03/23/jameis-winston-pushes-suv-
uphill-in-nfl-free-agency-desperation>.
87. La otra estrella en esa posición que se había quedado sin equipo en ese momento era Cam
Newton, que también es negro. El 28 de junio, Newton fichó por los Patriots. Los dos quarterbacks
negros que más triunfan actualmente en la NFL, Russell Wilson en Seattle y Patrick Mahomes en
Kansas City, son ambos de familias de clase media bastante acomodadas, y tienen un color de piel
más claro. La madre de Mahomes es blanca. Y en el caso de Wilson, en Wikipedia se cita un cálculo
que cifra en un 36% su porcentaje de ADN europeo (Wikipedia, «Russell Wilson», consultado en
marzo de 2020, <https://en.wikipedia.org/wiki/Russell_Wilson> [entrada en español: «Russell
Wilson, <https://es.wikipedia.org/wiki/Russell_Wilson>]), y el solo hecho de que algo así se
mencione es ya muy significativo de por sí. Estas dos estrellas han logrado escapar al estereotipo que
estigmatiza a otros muchos jugadores, pero no porque la NFL haya hecho nada al respecto.
88. John DeShazier, «Jameis Winston Finds Fit, Looking to “Serve” with New Orleans Saints»,
New Orleans Saints, 29 de abril de 2020, <https://www.neworleanssaints.com/news/jameis-winston-
finds-fit-looking-to-serve-with-new-orleans-saints>.
89. Andrew Beaton, «Drew Brees Apologizes after Backlash to Anthem Remarks», Wall Street
Journal, 4 de junio de 2020, <https://www.wsj.com/articles/drew-brees-apologizes-after-backlash-to-
anthem-remarks-11591281201>; Nancy Armour, «As Protests Rage over Racial Inequality, Drew
Brees’ Tone-Deaf Comments Show Saints QB Is Willfully Ignorant», opinión, USA Today, 3 de junio
de 2020, <https://www.usatoday.com/story/sports/columnist/nancy-armour/2020/06/03/drew-brees-
saints-willfully-ignorant-flag-national-anthem-george-floyd/3137613001>.
1. Véase Martha C. Nussbaum, Hiding from Humanity, op. cit.
2. Ibidem. En el capítulo 5 de Hiding from Humanity, investigo esos cinco motivos más a fondo,
planteados como objeciones a los argumentos de Dan Kahan, principal proponente jurídico de los
castigos basados en la vergüenza.
Citadels of Pride
Martha C. Nussbaum

No se permite la reproducción total o parcial de este libro,


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Título original: Citadels of Pride


Publicado originalmente en inglés por W.W. Norton & Company

© del diseño de la portada, Planeta Arte & Diseño


© de la ilustración de la portada, Phiwath Jittamas / Istockphoto / Getty Images

© Martha C. Nussbaum, 2021

© de la traducción, Albino Santos Mosquera, 2022

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