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Manos y guantes.

(Capítulo 3 del libro ¿Podemos seguir siendo de


izquierdas? de Santiago Alba Rico)
Manos y guantes. (Capítulo 3 del libro ¿Podemos seguir siendo de
izquierdas? de Santiago Alba Rico)

Como es sabido, el 11 de septiembre de 1789, dos meses después del


asalto a la Bastilla, se votó en la Asamblea Nacional Constituyente de
París el derecho del rey a vetar los futuros proyectos legislativos. Los que
estaban a favor de la propuesta se situaron a la derecha del presidente de la
Asamblea mientras que los que estaban en contra lo hicieron a la
izquierda. De esta manera, una distribución azarosa en el espacio -o no
tanto- determinó el nombre y el contenido de las diferencias políticas para
los siguientes doscientos años.
En 1768 el filósofo alemán Immanuel Kant escribió un breve ensayo de
título más bien disuasorio: Sobre el fundamento último de la
diferenciación de las direcciones en el espacio. En él Kant se declaraba
impresionado por la universal dexteridad de los humanos (“en todas partes
los pueblos son diestros y se escribe mayoritariamente con la mano
derecha”), aunque esta observación se asociaba a su convicción de haber
encontrado -en el propio cuerpo humano- la prueba de que Newton tenía
razón frente a Leibniz al defender el carácter absoluto del espacio (Leibniz
sostenía que el espacio era tan relativo como el tiempo: “un mero orden de
coexistencias”). ¿Cuál era esa prueba? La diferencia –precisamente- entre
la mano izquierda y la mano derecha, simétricas y semejantes, pero en
realidad incongruentes o, más allá, absolutamente opuestas: “el guante de
una mano no puede usarse en la otra”, explicaba Kant para hacer
comprender la radicalidad de esta diferencia.
Para Kant, en efecto, la diferencia entre la mano izquierda y la mano
derecha implica la revelación misma del espacio como un marco de
oposiciones insuperables. Las dos manos pueden unirse -para aplaudir o
rezar- pero no sustituirse; están frente a frente, radicalmente reñidas, sin
que ninguna operación lógica puede resolver esa contradicción espacial
absoluta. No hay síntesis posible que pueda reconciliarlas; ninguna
transformación del espíritu puede poner una en el lugar de la otra. Por más
que la giremos y la retorzamos, por más vueltas que le demos sobre sí
misma, la mano izquierda nunca podrá llegar a ser la mano derecha ni –al
revés- la mano derecha convertirse, a fuerza de moverse, en la mano
izquierda.
De esta evidencia rotunda, contra la que no vale ningún argumento, se
desprenden dos conclusiones importantes:

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 La de que esa oposición, que demuestra el carácter absoluto
del espacio, sólo puede comprenderse desde el espacio o, más
exactamente, desde el propio cuerpo, y ello hasta el punto de que sería
imposible explicarle la diferencia izquierda/derecha a un extraterrestre
“mediante una simple descripción verbal”.
 La de que esa diferencia izquierda/derecha inscrita en nuestro
cuerpo es la condición primera y necesaria de toda orientación en el
espacio. Sin la simetría incongruente de nuestras manos no podríamos
ni siquiera distinguir el norte del sur.
Razones finitas ancladas en la carne, los humanos partimos siempre de
nuestro cuerpo, que constituye por eso la matriz original de la producción
de símbolos, el criterio y el objeto de todas las clasificaciones culturales.
La geometría se separa de la tierra; los conceptos se separan de los pechos.
El cuerpo -como demuestra Mary Douglas- funge como operador
clasificatorio de relaciones complejas al mismo tiempo que como pantalla
o soporte de esas mismas relaciones.
No tenemos otra cosa para empezar a pensar y a distinguir y, por lo
tanto, todas nuestras categorías -sociales, culturales y morales- confiesan
su deuda con la anatomía, que es el mapa original de nuestra vida física y
mental. No se puede pensar la jerarquía, por ejemplo, sin la diferencia
arriba/abajo; y la distancia entre la cabeza y los pies, con la distribución
funcional de los órganos, ha servido durante siglos para explicar y
legitimar el orden social presidido por la monarquía y sostenido por la
esclavitud. La sociedad misma es concebida siempre como “cuerpo”, al
igual que los distintos estamentos o actores colectivos: las multinacionales,
por ejemplo, se llaman también “corporaciones”.
Nada tiene de raro que, cuando la sociedad irrumpe en la historia, dando
lugar a la política, se utilice la diferencia entre la mano izquierda y la
mano derecha, sin la cual no sería posible volver a casa o regresar al
sendero, para orientarse también en el espacio político. No tenemos otra
brújula y esto hace en algún sentido irrenunciable -o difícilmente
superable- esta clasificación manual, al menos mientras exista la política
(¡pero debe existir la política! ) o salvo que queramos sucumbir a la más
absoluta desorientación. Quiero decir que, si bien lo que importa es la
oposición y no los nombres, esos nombres están enraizados en una historia
corporal de la que no es fácil desembarazarse, pero también en una historia
cultural que -veremos- impone límites sociales a nuestro vuelo.
Trasladada al terreno político, la orientación manual parece cada vez
más emborronada, sobre todo tras dos siglos de historia (de 1789 a 1989)
en los que errores, derrotas, guerras y propaganda conducen, a finales de la

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pasada centuria, a la victoria provisional del capitalismo más agresivo: “la
muerte de las ideologías”, en su versión filosófica, o el amenazador “no
hay alternativa” en la formulación thatcheriana. Y sin embargo, nunca ha
sido más importante que hoy afirmar una frontera también política en un
mundo que abre pasillos -para las mercancías y la Información- mientras
levanta muros -para retener a los hombres y explotar los territorios. Es
necesario precisamente recordar el hecho de la mano, tal y como lo
planteaba Kant, para apuntar una primera diferencia que, en medio de la
confusión, nos permitiría distinguir aún entre la izquierda y la derecha:
digamos que lo propio de la izquierda es el reconocimiento del espacio y
sus diferencias mientras que lo propio de la derecha es el reconocimiento
de la lógica y sus imperativos inexorables.
La lógica consiste precisamente en negar las oposiciones en el espacio y
por eso, cuando todas las siluetas parecen disolverse en la oscuridad, aún
podemos reconocer como típicamente de derechas la negación de esa
diferencia (entre izquierdas y derechas). Fue el fascismo, mucho antes que
la postmodernidad neoliberal, la que precisamente trató de proponer una
síntesis hegeliana -negación de la negación- capaz de superar las
contradicciones en el espacio social. Así, por ejemplo, el manifiesto
fundacional de la Falange Española, redactado por José Antonio Primo de
Rivera en 1933, proclamaba: “El movimiento de hoy, que no es de partido,
sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase,
desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. (Nuestro movimiento) por
nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida
bajo la división superficial en derechas e izquierdas”. El propio José
Antonio insistía en esta misma idea (“no soy de izquierda ni de derecha,
soy de frente”) que años antes Mussolini había expresado con toda
claridad: “El Fascismo no es de derechas ni de izquierdas sino una síntesis
entre las dos ideologías enriquecida con felices intuiciones orientadas al
interés nacional”. Todavía en 1998, el lema del ultraderechista Frente
Nacional francés era: “Ni derecha ni izquierda, la Francia rebelde”.
Estas síntesis lógicas claramente fascistas -la Nación o la Razón de
Estado- encuentran su prolongación capitalista en el concepto
pseudoeconómico de “desarrollo”, en virtud del cual, a partir de los años
80, son los niveles de “crecimiento” los que pretenden fijar con ilusoria
objetividad, más allá de toda ideología, la legitimidad de una determinada
acción de gobierno. En 1986 Felipe González, presidente socialista de
España, resumía la doctrina que Reagan y Thatcher imponían en todo el
mundo con un proverbio chino: “gato negro o gato blanco, lo que importa
es que cace ratones”. En realidad, lo que el neolaborismo británico llamó

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“tercera vía” -ni de derechas ni de izquierdas sino de ambas a la Vez- no
fue sino una tentativa de aufhebung mercantil (preservación-superación)
de las diferencias de clase. Ahora bien, lo que caracteriza a las síntesis
lógicas, algunas muy elegantes y precisas, algunas también muy
emocionantes, es justamente que no reconocen, salvo como medios o
como obstáculos, las diferencias en el espacio: cuerpos, clases, voluntades
y montañas deben ser sacrificados a la pujanza irresistible de la Lógica,
deben disolverse, quieran o no, en esa síntesis superior. Desde este punto
de vista, son igualmente de derechas Hitler, Stalin, el Estado Islámico,
Bush, el FMI y Monsanto. Por eso también son posibles tanto los
deslizamientos como los grados en el arco derecha-izquierda, según la
mayor o menor hegemonía de la lógica sobre el espacio o viceversa. Por
eso un partido de izquierdas será siempre más de derechas que una
asamblea del 15M o una revolución en Tahrir, necesitadas las dos a su vez
-como se ha visto- de una pequeña y consciente derechización. Y por eso
también el concepto mismo de Estado incluye, como bien veía Hegel, una
íntima inercia de derechas que debe ser permanentemente corregida con
derecho y democracia. Nada tiene de sorprendente, por tanto, el
entusiasmo con el que tanto la extrema derecha europea como el viejo
estalinismo han apoyado la dictadura de Bachar Al-Assad en Siria. La
Geo-Estrategia, de manera paradójica, implica la negación absoluta del
espacio y su sustitución por la Lógica, donde -al contrario que en el
espacio- no caben ni las gentes ni la revolución ni la democracia ni la ética
ni, por supuesto, la diferencia entre la derecha y la izquierda. “Ni de
derechas ni de izquierdas: geo-política”, como si la geoestrategia fuese
otra cosa que la cesión de soberanía popular que los gobiernos hacen, casi
siempre sin consultar, a la lógica de la pura conservación del poder en un
mundo de derechas.
La desorientación en el espacio político bajo lo que Pasolini llamó en
los años 70 “hedonismo de masas” ha conducido, a principios del siglo
XXI, a la disolución ilusoria de la tradicional diferencia manual en eso que
llama Michéa “liberalismo cultural”, ni de izquierdas ni de derechas, cuyo
corazón es el consumo y, más concretamente, el consumo tecnológico. Sin
esta transversalidad de la “revolución cultural liberal” sería inexplicable un
fenómeno tan espectacular y volátil como el triunfo electoral de Beppe
Grillo en Italia (2012), potencialmente de izquierdas -como lo era
Mussolini en 1922- pero que, gestado en el vientre de esa “revolución”,
acaba por imponer la Tecno-Lógica sobre el espacio con un resultado muy
parecido al del fascismo: “no somos ni de derechas ni de izquierdas”,
declaraba el líder del Movimiento Cinco Estrellas. Frente a esta

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declaración, el escritor colectivo Wu Ming recuerda que izquierda y
derecha son “dos metáforas espaciales convencionales” para expresar y
confrontar dos maneras de interpretar el conflicto social: “Es un grave
error confundir la crisis de los alineamientos políticos correspondientes a
las dos metáforas espaciales ´izquierda´ y ´derecha´ con el fin de la
bipolaridad del discurso y de las dos formas de abordar el conflicto que
estas metáforas indican; esta bipolaridad seguirá existiendo, y esos
esquemas mentales seguirán reproduciéndose y chocando entre sí porque
están anclados en las contradicciones del sistema en que vivimos”(1).
Tiene razón Wu Ming al señalar que, incluso si desapareciesen los
nombres (las “convenciones”), no desaparecería con ellos la confrontación
en el espacio. Pero las confrontaciones hay que nombrarlas y es difícil
nombrar esta confrontación espacial sin partir del cuerpo. Se nos van a
ocurrir pocas cosas para sustituir esta diferencia (¿quizás arriba/abajo?),
diferencia cuyos términos están pesadamente cargados, como los dados de
los tahures, por asociaciones mucho más profundas y atávicas que los
errores y crímenes del “socialismo realmente existente” y la infame
propaganda de sus enemigos. Hay –digamos- un elemento antropológico
que no podemos desdeñar y que opera en nuestra contra.
Kant estaba impresionado por la dexteridad anatómica de los humanos,
pero la verdad es que es difícil no dejarse impresionar también por nuestra
dexteridad cultural y antropológica. En resumen, desde los conocidos
estudios de Robert Hertz ningún antropólogo puede negar la preeminencia
simbólica universal de la mano derecha, sólo en parte justificada por la –
digamos- “presión biológica”, aunque tampoco reductible a la órbita
terrestre y la posición del sol en el cielo. Lo cierto es que las más diversas
culturas del mundo, en todo tiempo y lugar, ha utilizado de manera
rutinaria el eje anatómico para establecer pares de oposiciones binarias en
las que sistemáticamente ha salido perjudicada la mano izquierda. La
derecha representa el bien, la moral, el poder, la fuerza, la masculinidad, la
riqueza, la sabiduría, la fortuna, la destreza (término ya elocuente), la luz y
la vida mientras que la izquierda se identifica con el mal, la injusticia, la
debilidad, la feminidad, la pobreza, la torpeza, la infelicidad, la oscuridad
y la muerte (hasta el punto de que todavía hoy se conserva en algunos
países la tradición de utilizar tornillos levógiros para los ataúdes). El hecho
de que la feminidad se asocie de manera en apariencia natural a otras
categorías axiológicas negativas y universales (el mal, por ejemplo), todas
ellas absorbidas en el simbolismo de la mano izquierda, nos relata una
historia distinta y parásita de violentas asociaciones artificiales, pero viene
en todo caso a confirmar la preeminencia simbólica de la mano derecha:

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también las mujeres, entre las cuales hay el mismo número de diestras que
entre los hombres, aceptan esta división valorativa del mundo, aunque las
perjudique, división a la que sólo escaparían -según un reciente estudio de
Daniel Casasanto- precisamente los zurdos.
El término “izquierda” es, por tanto, lo que los lingüistas llaman un
término “marcado”, en el sentido en que lo es “feliz” frente a “infeliz”
(cuando se le pregunta a alguien si es infeliz es porque de algún modo se
presupone que lo es). Se trata -es decir- de un término que expresa
desviación de la norma, a-normalidad, anomalía social. Esta “marcación”
la confirma el hecho sorprendente de que el proto-indoeuropeo (la lengua
común que se habría hablado en Europa hace 5000 años) tenía una palabra
para “derecha” pero no así para “izquierda”. O mejor dicho: los lingüistas
han podido reconstruir el árbol genealógico de la palabra “derecha” a
partir de homofonías sucesivas hasta alcanzar una madre común (una
palabra parecida a la que se usa hoy en casi todas las lenguas de origen
indoeuropeo) mientras que se han extraviado por el camino, en el caso de
la “izquierda”, en un bosque de variedades locales y dialectales: basta
pensar en las lenguas romances, todas las cuales derivan el término
“derecha” del latín “dextra”, y que tienen sin embargo muy diferentes
palabras para “izquierda” (como lo demuestra nuestra castellana
“izquierda”, que no procede del latín “sinistra” sino de una lengua
“vernaculizada” y “despreciada”, el euskera, en la que significa, por lo
demás, “mano torcida”). En definitiva, la mano izquierda es, en realidad,
la no-derecha, y esta “sustitución endémica” del vocablo, nombrado de
manera distinta en cada región, es indicativa de un tabú y una
estigmatización(2).
El Patriarcado, el Esclavismo, la Monarquía, el Capitalismo etc. han
aprovechado estos moldes simbólicos para legitimar su poder inicuo, pero
no los han creado. Una doble marcación -simbólica e histórica- explica por
tanto por qué el 11 de septiembre de 1789, en la sesión en la que se
discutía en la Asamblea Nacional francesa los poderes del rey, los
partidarios de la monarquía se sentaron a la derecha del presidente (“a la
derecha del Padre”, nos dice la Biblia) mientras que los republicanos se
sentaron a su izquierda. Los partidarios del rey se sentaron allí –digamos-
“por su propio peso” mientras que los republicanos reivindicaron de
manera consciente y orgullosa esta “marcación” simbólica de la izquierda
para oponerse a siglos de criminal inercia en favor de los tiranos y los
ricos. Porque la Historia y la Antropología eran “de derechas”, los
revolucionarios tenían que sentarse a la izquierda.

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Esta “marcación”, en todo caso, añade una dificultad a la “renovación
de las izquierdas”. No se puede rechazar la idea de que el éxito de la
propaganda anti-izquierdista, más allá de la concentración de medios de
comunicación, ha contado siempre también con este aliado simbólico
milenario que contribuye a hacerla sensata y verosímil. Como no se puede
descartar tampoco que parte de la aversión de un sector de la izquierda
hacia el concepto mismo de Derecho, y su fascinación por el “hombre
nuevo”, procedan precisamente de este campo gravitatorio pre-político y
antropológico o, más exactamente, de su decisión de oponerse a él (habrá
que llamarlo Izquierdo, como sugiere Silvio Rodríguez, con el riesgo de
restarle autoridad moral a los ojos de las poblaciones menos politizadas).
En definitiva, tiene razón Wu Ming al decir que lo que cuenta es la
confrontación y no los significantes convencionales con los que los
nombramos, pero a la hora de expresar simbólicamente esa diferencia
espacial absoluta es difícil liberarse del dictado del cuerpo, cuya
producción simbólica nos perjudica en nuestra vocación de interpelar y
convencer a las mayorías sociales. Por lo demás, si la mano izquierda se
define frente a la “normalidad” de la derecha, si por eso mismo “la mano
izquierda se dice de muchas maneras” (como el Ser en Aristóteles) y esta
polinimia es índice de una maldición cultural, no parece raro el esfuerzo de
auto-definición y, en consecuencia, las divisiones que han caracterizado y
caracterizan al espectro pluralísimo de la izquierda política.
Lo natural en 1789 era elaborar esa diferencia política a partir del eje
del cuerpo y reivindicar también la mitad maltratada, ofendida,
despreciada o criminalizada de nuestra anatomía. El cuerpo es
irrenunciable, insuperable, pero las nuevas dinámicas tecnológicas y
mercantiles -con el retroceso general de la mano, por decirlo con Leroi-
Gourhan- abren nuevas matrices de gestación de símbolos, no menos
oscuras y fraudulentas que las corporales. Hoy nos encontramos frente a
una campaña típicamente de derechas, neofascista y/o postmoderna, que
pretende acabar con la diferencia política (en el espacio) acabando con los
nombres que la nombran. Pero esta dificultad también es percibida desde
el marxismo y así Jean-Claude Michéa, por ejemplo, propone
desembarazarse del rótulo “izquierda” con este convincente argumento:
“En la medida en que la posibilidad de reunir al pueblo en torno a un
programa de salida progresiva del capitalismo depende, por definición, de
la existencia previa de un nuevo lenguaje común -susceptible de ser
comprendido y aceptado por todas las “gentes ordinarias”- esta cuestión
reviste por fuerza una importancia decisiva”(3). La producción de
símbolos es tan colectiva o más que la de conocimiento (o de centrales

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eléctricas) y parece evidente que, como causa y efecto de la
desorientación, se ha producido un “desnivel” y una relativa holgura entre
los símbolos y los programas, desnivel y holgura que agravan nuestra
desorientación.
¿Es posible ser de izquierdas? Si ser de izquierdas quiere decir afirmar,
defender y hacer triunfar “una diferencia en el espacio” (para la que no
sirve el guante de la otra mano), es más necesario que nunca. Ahora bien, a
la espera de encontrar un nuevo acomodo simbólico, y porque aún no lo
hemos encontrado, cumple definir y conservar con más claridad que nunca
los principios y los programas. Si la política es inevitable desde el
momento en que la Sociedad tiene que hacerse cargo de la Historia para
sobrevivir, un proyecto histórico de izquierdas, obligado a articular en el
mismo bastidor naturaleza/sociedad/historia, debe ser, a mi juicio,
revolucionario en lo económico, reformista en lo institucional y
conservador en lo antropológico(4).

NOTAS
(1) Wu Ming. Bit.ly/tdp02-pie09
(2) Chris McMagnus, Mano derecha mano izquierda, los orígenes de la
asimetría en cerebros, cuerpos, átomos y culturas. Biblioteca Buridán,
2007.
(3) Jean_Claude Michéa, Les mystères de la gauche, de l’ideal des
lumières au triomphe du capitalisme absolu, Fammarion. Paris, 2013.
(4) He mantenido esta tesis en diferentes textos: ver, por ejemplo,
Santiago Alba Rico, prólogo a La Taberna errante de G. K. Chesterton,
Acuarela Madrid 2008.

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