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Volvamos otra vez al caso de la Revolución francesa. Se ha dicho más arriba que el
pensamiento utópico se basa, por otra parte, en un optimismo antropológico: el hombre es
corrompido sólo por la sociedad, pero internamente no está dañado ni maleado; por otra, en
un pesimismo cósmico y sociológico respecto del presente. La causa de las deficiencias
sociales no es aquí la maldad de los
hombres, que son buenos en su constitución ontológica y personal, sino la defectuosa
organización de los actos humanos. Se marginan, por tanto, aquellos aspectos humanos que
son reacios a entrar en el marco utópico, como el crimen, la mentira y el afán de poder; se
silencian también las situaciones geográficas y geológicas que condicionan la conducta.
Pero el comienzo del nuevo estado no debe tener mancha alguna, por lo que el pensador
utópico se ve compelido a eliminar
todo lo que en el presente aparece como negativo respecto del ideal: la autoridad, las
palabras, las leyes, las costumbres. «En su deseo de partir de un comienzo de pureza, el
pensador utópico siente que debe desembarazarse de todo lo admitido hasta el presente,
desde el sentido habitual de las palabras hasta la autoridad aceptada tradicionalmente.
Siente que posee una luz que no ha sido concedida a los demás, una luz que escapa al
examen de la razón crítica» 11.
Pero sin el ideal de justicia sólo hay voluntad de poder. Como el poder tiene un rostro poco
atractivo, ha de enmascarar el deseo de «dominar» y poseer a los demás. Quiere un mundo
sin instituciones jurídicas por las que pudiera ser controlado. No aspira a una
administración justa, sino a la superación de cualquier tipo de instituciones y funcionarios
que puedan decidir de un modo justo. El llamado «Estado de justicia» es una solución de
compromiso: siempre habrá un momento mejor. Más para lograr una solución mejor se han
de cambiar continuamente las condiciones. De modo que la Revolución es un experimento
liberador permanente sobre la humanidad. Implica el acecho expectante, la prisa por
eliminar lo presente, el imperio del Terror. Se implantó internamente el Terror como
sistema de gobierno.
Dos eran los postulados del Terror: la socialización impuesta y la liberación de otros países.
Por el primero, había que sacrificar la libertad del individuo para salvar la libertad y la
independencia de la nación; había incluso que suspender las libertades individuales para
introducir la igualdad. Por el segundo, la liberación de otros países se convertía realmente
en una acción de conquista. El Terror se instituyó internamente como instrumento de fuerza
para mantener el poder, y se ejerció en toda Francia. Un Comité de Seguridad General se
encargó de la policía política. Fueron encarceladas 500.000 personas; ejecutadas 17.000
tras proceso sumario y más de 25.000 sin proceso alguno (sublevados, desterrados o
emigrados vueltos a Francia). El Ejecutivo exigió poderes totales, invocando un derecho
excepcional: la necesidad de Estado. El poder ejecutivo quedó dispensado de los
condicionamientos jurídicos, con vistas a defender el Estado; pero, una vez sueltos los
vínculos constitucionales, se impusieron ideas y maneras irreconciliables con el Estado
constitucional democrático. Fueron barridos los derechos humanos, la división de poderes y
la democracia.
El principio democrático «todos iguales ante la ley» quedó de hecho sustituido, durante la
Revolución, por un biclasismo revolucionario: los liberadores y los liberandos. No todos los
ciudadanos tenían la mayoría de edad ante la ley: sólo los liberadores. Pero esa liberación
tenía que ser futura; de modo que el «ahora» era un grado evolutivo en que sólo algunos
eran libres.
Los pocos liberadores eran los auténticos mayores de edad y, por tanto, los educadores de
la mayoría: ellos definían incluso las condiciones para adquirir esa madurez, convirtiendo a
los liberandos en un «objeto» manipulable en contra incluso de su volutad. La libertad nada
tenía que ver con la democracia institucional, la cual era tachada de reaccionaria y
autoritaria. Mediante un gobierno de transición «permanente» (porque en estas condiciones
el pueblo nunca será «mayor» ni estará maduro) se realizaría el verdadero bienestar del
pueblo, sin el pueblo. A este punto llegó la Convención de 1792.
Positivo - Negativo
Progresista - Conservador
Sociedad capacitada - Sociedad incapaz
Liberación - Explotación
Altruista - Egoísta
Igualdad - Clasismo
Ciencia - Prejuicio
Racional - Irracional
Humanismo - Alienación
Emancipación - Dominio
Solidaridad - Imperialismo
Humanitario – Antihumanitario
A los defensores de una moral objetiva en el campo jurídico y social se les procura
presentar como retrógrados, intransigentes, contrarios a la libertad individual y al progreso;
de este modo, el verdadero debate ético se distrae y no se escuchan con serenidad y
ecuanimidad las opiniones a favor de la dignidad humana sino a través de las trampas
creadas sobre sus defensores.
Por eso mismo, el Comité de Salud Pública, bajo Robespierre, decidió introducir
aparentemente una noción moral básica, el «Ser Supremo», pero sustancialmente eliminó
cualquier tipo de metafísica que fuera capaz de dar sentido a los conceptos de derecho y
justicia. Por tanto, la fe fue manipulada con finalidad política, entendiendo la emancipación
humana como liberación de la religión. Liberar totalmente al hombre significó así dominar
el espíritu: eliminar la religión como centro de la conciencia y fundamento de la idea de
dignidad humana. Con ello, se destruyó también la legitimidad del Estado constitucional.
Es lo que se vivió en 1792 con la Asamblea soberana, la cual, primero, se desvinculó de sus
obligaciones jurídico- constitucionales, tomando como excusa la futura humanidad
liberada; y, segundo, promovió el terror sangriento contra sacerdotes, nobles y sospechosos.
Volvamos otra vez al caso de la Revolución francesa. La causa de las deficiencias sociales
no es aquí la maldad de los hombres, que son buenos en su constitución ontológica y
personal, sino la defectuosa organización de los actos humanos.
El orden ontológico y moral del mundo debe ser pensado por entero. «Lo que el pensador
utópico denuncia no es tanto el mal moral cuanto la estupidez de un mundo que se acomoda a
ser llenado de taras y defectos, y esto constituye una condena más ontológica que moral»
No es, pues, la utopía el intento de hacer que lo ideal se haga real. La utopía simplifica el
mundo, excluyendo especialmente la iniciativa creadora del individuo. La utopía es «una
institución-sésamo frente a la cual se evaporan todas las dificultades en todos los sectores»
14.
Es decir, «los problemas reales de la vida del hombre se convierten en problemas artificiales
de autómatas con instintos, problemas ilusorios que admiten la misma solución porque
provienen de la misma esquematización mecanicista» 16. En la utopía no hay que hacer
preguntas, porque todo está ya resuelto.
Si ella no poseyese toda la luz, no sería utopía 17. La utopía hace efectivas unas posibilidades
a fuerza de eliminar aquellas que chocan con su proyecto real y de negar las limitaciones de
las otras.
. La Revolución, en 1792, pretendía liberarse del derecho mismo. Para lograrlo, buscó
emanciparse del derecho estatal y de la anterior liberación por el derecho. No deseaba ya una
reforma, sino un «hombre nuevo» y un «mundo nuevo», cualitativamente distintos, en los que
la idea de «justicia» no tuviera ya razón de ser 18. O sea, puso en tela de juicio la misma idea
de justicia.
Pero sin el ideal de justicia sólo hay voluntad de poder Quiere un mundo sin instituciones
jurídicas por las que pudiera ser controlado.
La libertad nada tenía que ver con la democracia institucional, la cual era tachada de
reaccionaria y autoritaria.
Como la propuesta utópica jamás se presenta con un lenguaje contrario a la moral, se remite
siempre a la noción de «dignidad humana», la cual saca su fuerza de las raíces de una ética
basada en la distinción de lo «bueno y lo malo», lo «justo y lo injusto». Pero, en la utopía
revolucionaria, «bueno» es identificado o sustituido por «progresista», con una estela de
significaciones que distorsionan el verdadero sentido moral del término.
Por eso mismo, el Comité de Salud Pública, bajo Robespierre, decidió introducir
aparentemente una noción moral básica, el «Ser Supremo», pero sustancialmente eliminó
cualquier tipo de metafísica que fuera capaz de dar sentido a los conceptos de derecho y
justicia. Por tanto, la fe fue manipulada con finalidad política, entendiendo la emancipación
humana como liberación de la religión.