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El

mercado como una filosofía de servicio


Pedro Schwartz
Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de la Comunidad de Madrid
Profesor de Economía en la Universidad San Pablo CEU

Son ideas muy difundidas las siguientes: el sistema capitalista, suele decirse, está basado en el
egoísmo y por lo tanto es inmoral desde el punto de vista de la persona; y, además, suele añadirse,
el mercado, aunque sea productivamente eficaz, resulta injusto desde el punto de vista general
por el modo en que distribuye los ingresos y la riqueza.

La tesis que voy a defender se ocupa de refutar la primera idea, la de la inmoralidad del individuo
que acepta jugar el juego del mercado. Basaré mis argumentos en una distinción crucial:
"egoísmo" no es lo mismo que "interés personal" o "amor propio". El egoísmo es la deformación
de un impulso perfectamente legítimo, el de cuidar sobre todo de los propios asuntos, de nuestro
patrimonio, de la familia, de la empresa que es la nuestra, y, de forma progresivamente atenuada,
de los asuntos ciudadanos, patrios, humanos.

He intentado dirimir la cuestión entre la eficacia y la justicia del sistema capitalista en mi recién
publicado libro Nuevos ensayos liberales (Espasa, Madrid). La única igualdad que me parece
aceptable en una sociedad abierta es la igualdad de todos ante la ley, y que las pretensiones de
igualar oportunidades y resultados, que defienden quienes se hipnotizan con la llamada justicia
social, pueden convertirse en peligrosos enemigos de la libertad y la prosperidad.

Parto de la base de que no hay sociedad perfecta. Es un error proponer utopías que funcionarían
si los humanos fuéramos distintos. El capitalismo no es perfecto ni puede serlo, ni quiero
presentarlo como un paraíso terrenal. Sin embargo, dentro de lo humanamente posible, digo que
el libre mercado es superior a otros sistemas ensayados por la humanidad, tanto desde el punto
de vista de la moralidad individual, de la que hoy me ocupo, como desde el de la justicia o ética
general, que he tratado en escritos recientes.

Uso "capitalismo" y "mercado" como términos intercambiables; y empleo las expresiones


"sociedad abierta" o "sociedad liberal" para significar los sistemas que combinan capitalismo y
democracia. Pero las palabras no tienen importancia, sólo las ideas y las tesis sustantivas la
tienen, por lo que ha llegado el momento de entrar en materia.

Los Peligros de la Utopía

Los utópicos parecen creer que la única forma de realizar científicamente la reforma de la
sociedad consiste en definir primero un modelo de sociedad racionalmente perfecta y luego
acercarse a ella con una transformación revolucionaria. Esta creencia lleva implícita una
confusión entre predicción y profecía, analizada en el magistral libro de mi maestro Karl Popper
(1902-1994), La miseria del historicismo (1945). Es verdad que la aplicación de la ciencia conlleva
la predicción de los efectos de determinadas acciones, pero no implica la prospectiva o la profecía
a largo plazo de estados totales complejos. Como, sobre todo en el mundo social, cualquier acción
da lugar a una reacción, que contiene elementos inesperados y a veces consiste en estar pronto
a cambiar de rumbo si empiezan a aparecer esos resultados contrarios. El utópico se cree racional,
pero le falta la actitud crítica de las creencias propias y ajenas característica del científico. La
ciencia no consiste tanto en resultados, que son los que deslumbran al utópico, como en
un ethoscientífico de discusión abierta. La fantasía y la imaginación son indispensables para la
ideación de hipótesis, pero necesitan ser complementadas por una actitud crítica y experimental.
La mentalidad del utópico se mantiene lejos de la actitud de aprender de la experiencia, de
indagar en la realidad y ser consciente de cuán poco sabe. El utópico no sólo sabe con seguridad
que el mundo que describe en su libro es bueno y que hay que alcanzar su ciudad ideal totalmente
y sin claudicaciones, sino que muchas veces, especialmente en el siglo XX, está dispuesto a hacer
una revolución, a fusilar, a exilar a Siberia, o a convertirse en terrorista, porque sabe que el
modelo que propone es el racional. Es lo que los revolucionarios llaman hacer el hombre nuevo
o reconstruir la sociedad natural.

He aquí, pues, una de las fuentes de violencia en las utopías: la ausencia de una actitud crítica,
como lo expone Karl Popper en su ensayo "Violencia y Utopía" (1961). La otra fuente de violencia
fue también presentada por Bertrand Russell (1872-1970), recordando la vieja prohibición de
David Hume (1711-1776) de pasar de proposiciones éticas a proposiciones fácticas: es la creencia
de que se puede demostrar racionalmente la validez de una norma ética. Todas las normas éticas
se eligen en última instancia y al menos en parte por motivos no racionales. Ello no quiere decir
que no sea posible discutir racionalmente de normas éticas, pero en las cuestiones éticas básicas
siempre hay una posibilidad última de discrepancia irreducible; por ello debe suponerse buena
fe a quien discrepe de nosotros en problemas morales, pues puede hacerlo aunque nos entienda
perfectamente. Hay por tanto un peligro de opresión implícito en la creencia en una ética
científica, pues en última instancia el racionalista que cree que sus principios son demostrables
se ve abocado a atribuir las discrepancias políticas a intereses egoístas, o de clase, o de nación, y
no a una legítima discrepancia ante el significado de la vida. Para ese racionalista, el diferir de
uno en cuestiones éticas sólo puede atribuirse a mala fe o a intereses bastardos.

En estos días se oyen muchas defensas de la utopía como levadura del cambio. La utopía no
garantiza que se cambie racionalmente. No todo cambio es bueno, ni todo futuro glorioso. La
reforma no necesita de ese excitante patológico que es la atracción de la utopía. La razón critica
y reforma mejor cuando no sueña con monstruos.

Denuncia del Egoísmo

Dejemos, pues, el empíreo de la ensoñación e intentemos comprender la sociedad partiendo de


la naturaleza humana como es. Ello no implica el abandono de todo ideal de mejora, ni para el
individuo ni para las sociedades en su conjunto. En efecto, aunque los humanos tenemos una
naturaleza y un carácter genéticamente formados, somos capaces de decisiones libres y de
reformas de progreso, como explico en el capítulo II.2 de mis Nuevos ensayos liberales.

Sin embargo, tiene ribetes utópicos la larga tradición de denuncia de las sociedades opulentas,
acusándolas de estar basadas en el egoísmo, el vicio, el engaño y la opresión.

Fue San Agustín (354-430) el primero que dijo de la sociedad mercantil de su tiempo que en ella
"el pez grade se come al chico". Jean Jacques Rousseau (1712-1778) denunció el avance de los
conocimientos científicos como una fuente de corrupción de las sociedades humanas y pidió una
vuelta a la naturaleza y a la pureza primitiva. Carlos Marx (1818-1883) castigó con verbo tonante
la explotación sufrida por los trabajadores bajo el sistema capitalista y profetizó que la misma
riqueza creada gracias a la tecnología y acumulada por obra de los capitalistas permitiría que una
revolución abriese las puertas a una sociedad más justa. Todas estas denuncias extremosas son
utópicas, en el sentido de que no toman en cuenta cómo somos los humanos ni cómo es el mundo
de escasez en que nos movemos.

Esa tradición de denuncia y rechazo de la sociedad mercantil e industrial ha tomado otras veces
la forma de burla o sarcasmo. Hubo autores igualmente pesimistas ante la naturaleza humana
que nos exhortaron a conformarnos con las bajezas de nuestro ser, pues eran la fuente de nuestra
prosperidad. Recuerdo a Bernard Mandeville (1670-1733), autor de una Fábula de las abejas o
vicios privados, beneficios públicos (1705-1714). En ella nos contaba la historia de una próspera
colmena que se empobreció cuando las abejas consiguieron desterrar el vicio de su sociedad.
Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal y ese gran concurso les permitía medrar
atropellándose para satisfacerse mutuamente la lujuria y la vanidad …. Así pues cada parte estaba
llena de vicios pero todo el conjunto era un paraíso. Sus pecados de vanidad, lujuria, afán de lucro,
apetito de riqueza, ansia de poder, les empujaban, decía el cínico Mandeville, al consumo, al
trabajo, al comercio, a la industria, a la invención. Pero un profeta predicador les convenció de
que abandonaran sus malas costumbres y las abejas elevaron a los dioses una plegaria para que
triunfara la honradez y la honestidad.

Ante la insistencia de los gritos De ¡Mueran los Bribones! ¡Húndese la tierra por sus muchos pecados!
¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez! Júpiter, airado, movido por la indignación, al fin
prometió liberar por completo del fraude al aullante panal. Pueden imaginarse el resultado que nos
presenta Mandeville. Convertido el panal al ascetismo, desaparecido el incentivo al trabajo,
librado de trampas el comercio, olvidado el beneficio de la industria, entregadas las abejas a la
meditación, todo cayó en la ruina más negra. La conclusión de Mandeville es desoladora: sólo
podía aspirar a la prosperidad una sociedad en la que el vicio no tuviese más freno que el que le
impusiera la mano de hierro de un "hábil político".

Según estos utópicos pensadores la condena sin paliativos o el cinismo más descarado parecen
ser las únicas respuestas posibles de los hombres de bien o de los pensadores clarividentes ante
la sociedad gobernada por el mercado capitalista, que en sí es inevitablemente egoísta y viciosa.
Para ellos, la victoria del bien exigía que nos esforzáramos por crear una ciudad de Dios basada
en el puro altruismo; o la búsqueda de la prosperidad implicaba aceptar el vicio y la corrupción
bajo la férula de un magistrado con poderes absolutos.

La realidad del sistema capitalista es, creo yo, muy distinta. Tanto San Agustín como Mandeville
se equivocan.

Elogio del Amor Propio

Sin embargo, hay otra tradición de carácter más humanístico, que ha sabido distinguir entre
egoísmo y amor propio, entre explotación y beneficio, entre corrupción y comercio.

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) consideró muy tempranamente que el beneficio de los
comerciantes no era en sí ni malo ni bueno, mientras lo obtuvieran tratando justamente y lo
aplicaran al mantenimiento de su familia en el nivel de vida que les correspondía. El pulidor de
lentes holandés Baruch Espinosa (1632-1677), cuya filosofía le granjeó las condenas de la
comunidad sefardí en la que vivía, comprendió bien que:

Cuanto más se esfuerza cada cual en buscar su utilidad, esto es, en conservar su ser, y cuanto más lo
consigue, tanto más dotado de virtudes está. El obrar, el vivir, el conservar el propio ser es de por
sí virtuoso para Espinosa. Pero este impulso vital viene encauzado por la sociedad y debe ser
moderado por el auto control.

Cuanto más busca cada hombre su propia utilidad, tanto más útiles son los hombres mutuamente
porque los hombres procuran con mucha mayor facilidad lo que necesitan mediante ayuda mutua y
sólo uniendo sus fuerzas pueden evitar los peligros que les acechan de todas partes.
La visión del ser humano que tiene Espinosa es realista, sin duda.

Lo que los hombres consideran el sumo bien, se reduce a estas tres cosas: las riquezas, el honor, y el
placer. Sin embargo, piensa que les es posible encauzar esos deseos buscando con mayor efecto
el florecimiento de su personalidad.

Nos vemos obligados, antes que nada, a dar por válidas ciertas normas de vida. Concretamente:
disfrutar de los placeres en la justa medida que permita proteger la salud …; buscar el dinero o
cualquier otra cosa tan sólo en cuento es suficiente para conservar la vida y la salud y para atenerse
a las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo.
Es cierto que muchos son los que, dejados a su propio impulso, no saben gobernarse bien.
Buscamos cada uno nuestro propio interés,

pero no es la razón la regla y canon de nuestros deseos en la mayoría de los casos, ni ella decide sobre
la utilidad de las cosas, sino que, más a menudo, deciden la pasión y los afectos ciegos del alma, sin
cuidado de los demás fines ni del porvenir.
De aquí que Espinosa concluya que:

Ninguna sociedad puede subsistir sin poder y sin una fuerza, y, por consiguiente, sin leyes que
gobiernen y dirijan el desenfreno de las pasiones humanas.
Como puede verse, para Espinosa, una vida sensata y arreglada no es obstáculo para conseguir
esa prosperidad que abre la puerta de las riquezas, el honor y el placer, cuando hay además
magistrados que en última instancia imparten justicia según las leyes.

Otro maestro de esta tradición humanista es el filósofo y economista escocés Adam Smith (1723-
1790). Frente al rigorismo de San Agustín y al cinismo de Mandeville, Smith sugiere que concebir
la virtud como auto-negación no es sensato y pervierte la vida moral. La verdadera filosofía moral
está comprometida con la felicidad humana y el bienestar en este mundo.

En la Teoría de los sentimientos morales (1759-1790), uno de los libros señeros de la cultura
occidental (recientemente traducido al castellano por Carlos Rodríguez Braun para Alianza
Editorial), Smith trata de explicar la psicología de las relaciones entre los humanos, esto es, los
sentimientos morales que nacen en ellos cuando viven en comunidad, o sea, los afectos y
sentimientos, ya sean de aprobación o desaprobación, suscitados por los actos y el carácter de
cada uno. Estos sentimientos se encuentran a medio camino entre los instintos básicos que el
hombre comparte con los animales y los cálculos fríos de un ser puramente racional.

En esta obra acepta Adam Smith que el hombre se mueve por interés propio; pero también
observa que posee la capacidad y tendencia de sufrir y sentir con sus semejantes. Empieza así su
obra.

Por más egoísta que pueda suponerse al hombre, existen evidentemente en su naturaleza algunos
principios que le hacen interesarse por la suerte de otros, y hacen que la felicidad de éstos le resulte
necesaria, aunque no derive de ella más que el placer de contemplarla. De esta naturaleza es la
lástima o compasión, emoción que experimentamos ante el dolor ajeno …. Este sentimiento, al igual
que todas las demás pasiones de la naturaleza humana, no se limita a los más virtuosos y
humanitarios …. El mayor malhechor, el más endurecido transgresor de las leyes de la sociedad no
carece del todo de sentimientos.

Esta capacidad de sentir con los demás, que Smith denomina simpatía, sirve de base para el
desarrollo de una capacidad crucial para la vida en sociedad. No sólo podemos colocarnos en el
lugar de quien sufre alegrías o penas, sino que podemos imaginar lo que los demás piensan de
nosotros y nuestra conducta, e incluso llegamos a imaginar lo que pensarían si leyesen nuestros
pensamientos y deseos y nos viesen cuando actuamos en secreto. Cuando están acostumbrados
a la virtud, los individuos saben verse desde fuera y objetivamente.

Procuramos examinar la propia conducta de la misma forma que imaginamos lo haría cualquier
espectador honrado e imparcial.

Para quienes no son tan sensibles y refinados, la opinión de sus congéneres, ya sean éstos la parte
honrada de la sociedad, o se reduzcan a la banda de malhechores con quienes conviven, es el
acicate principal de su socialización. Este mismo deseo de conseguir la buena opinión y el respeto
de los demás es el principal impulso que nos lleva a intentar mejorar nuestra condición por el
trabajo, el comercio, la especulación, el riesgo. La buena opinión de los demás es el motor de la
sociedad mercantil.
Es sobre todo en consideración de los sentimientos de los hombres por lo que perseguimos la riqueza
y evitamos la pobreza …. Pues, ¿para qué sirve todo el esfuerzo y la agitación de este mundo? ¿Cuál
es el objeto de la avaricia y la ambición, de la búsqueda de poder, de riqueza, de preeminencia? …
¿Cuáles son las ventajas que buscamos con ese gran afán de la vida humana que designamos con la
expresión de mejorar nuestra condición? Pues el ser observados, ser escuchados, ser advertidos con
simpatía, complacencia y aprecio, ésas son las ventajas que queremos obtener de ello. La cuestión
ahora es qué tipo de conducta y carácter son los más conducentes a la mejora de la propia
condición que los hombres tanto anhelamos.

Si pensamos en las reglas generales por las que normalmente se distribuyen la prosperidad y la
adversidad, nos encontraremos con que, pese al desorden que parece reinar en las cosas de este
mundo, incluso aquí toda virtud recibe naturalmente su recompensa, esa recompensa que es la más
idónea para estimularla y alentarla …. ¿Cuál es la recompensa más adecuada el trabajo, la prudencia,
el cuidado? El éxito en todo tipo de negocios. Y ¿es posible que a lo largo de toda una vida fracasen
estas virtudes en la consecución de su objetivo? La riqueza y los honores visibles son la recompensa
apropiada, una recompensa que raras veces se dejará de percibir.

Naturalmente, esa armonía entre el deseo de mejorar la propia condición y la creación de riqueza
solo puede darse en el marco de unas reglas de justicia que dan a cada uno lo suyo. En su otra
gran obra, La riqueza de las naciones (1776), Smith explica las condiciones en las que el amor
propio de los humanos ayuda a sacarles de la pobreza y conducirles a la prosperidad. Pero en el
texto que estamos analizando encontramos una metáfora encantadora que dice algo no sólo
sobre las reglas generales que deben presidir la actividad económica, sino sobre el talante de los
individuos que en ella buscan el triunfo.

En la carrera por la riqueza, los honores, los ascensos, el hombre puede correr tan deprisa como
le sea posible y tensar cada uno de sus músculos para dejar atrás a sus competidores. Pero, si
empuja o tira por tierra alguno de ellos, se termina la indulgencia del espectador. Eso es violar el
reglamento, no jugar limpio, y no puede admitirse.

La Moral del Mercado

Esta segunda tradición humanista recoge alguno de los rasgos de la moralidad que la sociedad
abierta tiende a fomentar. El buen padre de familia de nuestro Código Civil, el negociante
honrado del Código de Comercio, el gestor fiel y capaz, el trabajador honrado y cumplidor, el
empresario entregado a su empresa, el especulador afortunado que luego sabe crear fundaciones
beneficientes, no son tipos humanos tan raros en nuestras sociedades abiertas como dicen
quienes pretenden que el capitalismo es un sistema inmoral basado en un egoísmo rapaz y miope.
La misma competencia económica adquiere a menudo una calidad deportiva que nos eleva por
encima de muchas miserias, pues en una economía abierta uno compite contra sí mismo para
servir mejor a los clientes y consumidores. La competencia como guerra de todos contra todos,
en la que el homo homini lupus, el hombre es un lobo para el hombre, según la frase de Ternecio,
es una invención de quienes la han vivido como una batalla para conseguir el favor y la protección
de los políticos.

Una de las razones por las que el sistema capitalista levanta tales odios es porque la libre
competencia contribuye a deshacer los vanos sueños de que los demás nos deben un buen pasar,
hagamos lo que hagamos con nuestro tiempo y sea nuestra conducta laboriosa o disoluta. Las
exportaciones de los agricultores pobres de naciones emergentes, las ofertas baratas de grandes
superficies atentas a reducir sus costes, los cambios tecnológicos que dejan obsoletos nuestros
conocimientos y nos obligan a adquirir nuevos saberes, las rebajas del precio de los libros que
nos obligan a descubrir nuevas formas de mercadeo, la disposición a trabajar de parados por un
menor sueldo que los empleados, he aquí otros tantos efectos de la libre competencia, que nos
incomodan a los ricos, los perezosos, los instalados, los protegidos, haciéndonos ver que no
estamos satisfaciendo a nuestros clientes, empleadores, consumidores como podríamos hacerlo
en las circunstancias del momento. El sistema capitalista no nos concede un pretendido derecho
a un puesto de trabajo, a una vivienda digna, a unas vacaciones pagadas, a una enseñanza
gratuita; nos indica sin ambages que todo eso tenemos que ganárnoslo con nuestro esfuerzo y
nuestro ingenio. La economía de mercado es la defensora de los pobres, los excluidos, los
"trabajadores" en el sentido genuino de la expresión.

Naturalmente que hay en abundancia en nuestras sociedades capitalistas sinvergѼenzas,


estafadores, gestores infieles, suministradores de publicidad engañosa, deformadores de
información, incluso mafiosos que no se detienen ante el crimen, el soborno y la corrupción. En
España los hemos sufrido en exceso durante los últimos años, por la complicidad de unos
políticos poco escrupulosos. Para tenerlos a raya está el poder civil de que hablaba Espinosa y la
justicia a la que apelaba Smith. Los impulsos del propio interés y del amor propio tienen doble
filo, por lo que, como dije, la sociedad capitalista no es nunca del todo armoniosa ni tampoco
puede aspirar a la absoluta perfección moral. Pero a favor de que el mercado puede ser un
vehículo de moralización personal, está, como bien dijo Adam Smith, el hecho de que en una
economía capitalista triunfa las más veces el que sirve bien a los demás. Imagino con algún
estremecimiento la persona en que yo me habría convertido si no hubiese tenido necesidad de
trabajar, de hacer una carrera, de labrarme un buen nombre, de cumplir (confieso que más o
menos) con mis compromisos.

¡Ciudado! Ello no quiere decir que una conducta honrada, una vida de trabajo, unos
conocimientos refinados conlleven por sí mismos el derecho a una remuneración acorde con el
esfuerzo. Esas en todo caso serían condiciones necesarias pero no suficientes. Un Pavarotti o un
Bill Gates son ricos, no por sus méritos, sino porque han acertado a satisfacer a los aficionados a
la música o colmar una necesidad de informática amigable. Para muchos parece inmoral el que
el capitalismo premie a las personas, no por sus méritos como digo, sino por su servicio. ¿Que un
futbolista gana más que un catedrático, en dinero y en fama? Ello es acorde con el sistema si
satisface la demanda de sus servicios en el mercado. Además, no hay que precipitarse a
generalizar: los términos se invierten si el profesor gana un premio Nobel e incluso si sólo
obtiene lo más preciado para él, la consideración de la comunidad científica. Para mí la grandeza
de la sociedad abierta está en que nos impulsa a contentar a los demás en vez de a reclamar lo
que creemos se nos debe.

Otra vez, esta característica del capitalismo tiene doble filo. Hay quien se enriquece traficando
con drogas u organizando servicios de prostitución. Por cierto que esas fortunas se consiguen
porque la ley intenta prohibir contratos entre adultos libres para comprar y vender lo que les
hace daño sólo a ellos; mejor haríamos en exigir a quienes se dedican a tales tráficos una licencia
y el pago de sus impuestos. Pero la barrera principal contra tales desviaciones se encuentra en
que les hagamos sentir nuestra condena personal y que sean unos apestados sociales.

Dicho de otra forma, la moral del mercado no es un sustituto completo de la moral personal que
inculcan las familias, apuntalan las religiones, o encauzan los ideales. Mas para la mayor parte
de la gente, el mercado sí que actúa como un crisol, en el que se consumen las escorias del
parasitismo, la pereza, la auto-indulgencia y el privilegio, para dejar limpio el puro metal de la
labor bien hecha.

El Anonimato del Mercado Global

La principal fuente de moralidad en el mercado es el deseo y necesidad de los que en él participan


de conseguir la buena opinión de los demás para poder seguir negociando. El capital humano que
supone una reputación de honradez y buen hacer aumenta nuestras posibilidades de ganarnos la
vida, de mejorar nuestra condición, incluso de hacer fortuna.

Desde el punto de vista de la sociedad en general, la costumbre de perfeccionar los contratos,


respetar la palabra dada y cumplir las obligaciones reduce inmensamente los costes de
transacción. Los individuos tenderán a comportarse correctamente si así van adquiriendo fama
de honrados y cumplidores en el grupo en el que trabajan. La educación en la familia y en la
escuela, y la práctica del mercado les llevan a "internalizar" esas normas de conducta hasta
convertirlas en una segunda naturaleza.

Pero la mundialización de las transacciónes financieras y mercantiles, fomentada por la


liberación de las economías y por el creciente uso de las nuevas tecnologías de información y
telecomunicaciones, tiende a reducir algo la ventaja de la buena fama para la vida de los
negocios. De repente ha aparecido en el capitalismo una fuerza que facilita el anonimato por lo
tanto puede reducir la influencia del "espectador imparcial" en la vida de los negocios. щsa
puede ser una de las razones del creciente uso que en los EE.UU. se hace de los servicios de
abogados y el incansable recurso a los tribunales de los americanos. Sin embargo, también hemos
visto con el asunto del presidente Clinton que, gracias a las nuevas tecnologías de la información
y la comunicación, la vigilancia pública sobre los sinvergѼenzas puede multiplicarse hasta que
se convierte en un poderoso freno de las conductas corrompidas.

Ejemplo del efecto de las nuevas tecnologías en la vida moral de la sociedad son las instituciones
comerciales que han ido naciendo en el seno de la Red Internet.

El comercio electrónico entre empresas ya tiene una historia larga (visto que los años en la Red
duran menos de un mes): los cajeros automáticos, los cargos y adeudos en cuenta entre bancos,
los mercados de deuda y de acciones por anotación electrónica, el sistema EDI de encargos y
pagos a sumnistradores, funcionan con mucha seguridad, porque la continuidad de la relación
depende del mantenimiento de la confianza entre las partes.

El comercio electrónico al detalle presenta mayores posibilidades de fraude, aunque la incidencia


del mismo se exagera ampliamente. Se están introduciendo sistemas de certificación que
aseguren a los transactores de que la otra parte es quien dice que es; así como sistemas de
encriptación o cifra que protejan informaciones sensibles. Tengo una cuenta en
"www.amazon.com" para comprar libros y les comuniqué mi tarjeta de crédito enviando parte de
los números por la Red y parte por teléfono. El hecho, sin embargo, es que nunca he visto a esos
señores y me fío y ellos se fían. Todas esas precauciones indican que puede haber delito en la
Red, pero no estamos desarmados ante los cacos y no cabe duda de que, a la postre, la honradez
también rinde en el mundo virtual.

Capitalismo: La Menos Imperfecta de las Organizaciones Sociales

La honradez y las otras virtudes mercantiles son, pues, bienes públicos preciosos; cuando faltan,
empeora el funcionamiento de la sociedad abierta.

En nuestras sociedades capitalistas son múltiples los incentivos para que hagamos caso al
"espectador imparcial" que reside en nuestras conciencias y pongamos oído cuando nos reprende
porque nos tienta la idea de no cumplir con nuestra obligación.

Es cierto que también aparecen fuerzas en el seno de las sociedades abiertas que pueden debilitar
la moralidad del trabajo bien hecho y la ética de la confianza mercantil. Pero la experiencia
demuestra que en el mercado son muchos los que son honrados, y aún más los que se hacen
honrados porque conviene a su interés y amor propio, aparte de que existe un sistema legal para
castigar debidamente a quienes abusan de la confianza del público.

En todo caso, espero que, después de haberme oído, a ninguno de ustedes se les ocurra ya decir
que el capitalismo es por su naturaleza inmoral, que funciona sobre la base del egoísmo y la
avaricia de los individuos, que es un sistema en el que sólo triunfan los que explotan sin
misericordia al trabajador, los que usan de malas artes contra sus competidores y los que engañan
sin escrúpulo al consumidor.

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