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4. LA CRISIS DE LA ÉTICA
EN LOS SIGLOS XIX Y XX
Decía Paul Ricœur que es imposible hacer una reflexión filosófica
seria sin tener en cuenta a los grandes «maestros de la sospecha», en
concreto a Marx, a Nietzsche y a Freud. Pero, tener en cuenta a estos
pensadores no significa aceptar sus propuestas en su totalidad en una
actitud de nuevo dogmatismo o moderno papanatismo, sino construir una
perspectiva de pensamiento que pase por el cedazo purificador y el fuego
desideologizador que señalan sus críticas filosóficas. Por consiguiente,
cualquier ética seria no puede ignorar ni despreciar las aportaciones críticas
de estos autores citados y de otros más a la hora de construir un sistema de
filosofía moral. No podemos hacer como si estas críticas no hubieran
existido, so pena de fracasar (así lo creo y veremos por qué) en el intento
de construir una ética crítica de la emancipación. La razón fundamental es
que estas críticas han desvelado puntos débiles, contradicciones y errores
de los sistemas filosóficos morales clásicos y modernos. Por esta razón
presentamos en este capítulo los planteamientos críticos con las teorías
éticas clásicas efectuados en el espacio de los siglos XIX y XX. Ahora
bien, conviene señalar que no trato de ofrecer un estudio exhaustivo de
cada uno de los autores indicados, sino que intento acercarme a las claves
fundamentales de sus críticas, con el fin de dejarme «empapar» por sus
reflexiones y pasar por el «fuego purificador» de sus planteamientos.
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1. La reflexión kantiana.
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2. La crítica hegeliana
Hegel, en la Fenomenología del espíritu, señala las insuficiencias de
una moralidad (Moralität) universal y abstracta (representada por Kant),
porque resulta inútil para la acción humana. Si obrar moralmente consiste
en asumir y realizar el puro deber, al final será preciso renunciar a obrar.
Hegel contrasta el deber puro con la indeterminación de la conciencia
ignorante y sensible, el juicio moral universal con la conciencia particular.
Y, así, sitúa la «eticidad» (Sittlichkeit) más en la lucha por el
reconocimiento, más en el conflicto y en la tensión que en una
autoidentidad inabordable, porque en sus planteamientos lo particular no
puede ser, al mismo tiempo, universal.
Piensa Hegel que la «conciencia moral concreta» debe oponerse a la
conciencia moral pura kantiana, es decir, la conciencia que actúa aún a
sabiendas de su imperfección debe oponerse a la conciencia que sólo juzga
las debilidades de la acción real. La «buena conciencia» hegeliana es la
conciencia convencida de la rectitud de su acción, y que lucha por el
reconocimiento y por la superación del subjetivismo de su punto de vista.
Es la conciencia que sabe que el error está en su mano, pero ese saber de su
propia falibilidad y finitud no le impide actuar, porque sabe también que la
acción es necesaria y que podrá ser perdonada por las faltas cometidas.
Frente al juicio kantiano que aspira a hablar en nombre de la razón y de la
verdad, la conciencia moral concreta representa, para Hegel, sólo una parte
de la verdad total.
Hegel quiere representar, frente a Kant, una vuelta a la realidad
concreta y por otra parte, de acuerdo con los grandes neohumanistas
alemanes contemporáneos y amigos suyos, prefería la armonía griega a la
represiva escisión kantiana. Según su sistema, el espíritu subjetivo, una vez
en libertad de su vinculación a la vida natural, se realiza como espíritu
objetivo en tres momentos, que son el derecho, la moralidad y la eticidad
(Sittlichkeit)1. En el derecho, fundado en la utilidad (la influencia inglesa es
1
Ver HEGEL, G.W.F., Fundamentos de la Filosofía del Derecho (Grundlinien der Philosophie des
Recbts), Madrid, Libertarias, 1993. Esta obra está dividida en tres partes, relativas a cada uno de estos
momentos indicados.
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visible en Hegel, así como en Kant era visible bajo la forma de críticas
negativas que obligaban a buscar soluciones nuevas), la libertad se realiza
hacia afuera. La moralidad agrega a la exterioridad de la ley la interioridad
de la conciencia moral (Gewissen), el deber y el propósito o intención
(Absicht). La moralidad es constitutivamente abstracta («Absicht enthält
etymologisch die Abstraktion», escribe Hegel), para ella el bien moral (das
Gute, es decir, el «bien moral» separado del bien communiter sumptum o
Wohl) es lo absolutamente esencial y su lema podría ser Fiat justicia,
pereat mundus. El rigorismo del pensamiento moralista procede de su
carácter abstracto; el Terror, escribe Hegel en otro lugar, es Kant puesto en
marcha, y la Revolución del 93 es Terror porque es abstracta. Lo que Hegel
llama la «tentación de la conciencia» es sublime en el orden individual,
pero no hace la historia, pues carece de efectividad.
Por estas razones el momento de la moralidad es superado en la
síntesis de la eticidad. Hegel piensa, contra Kant, que el deber no puede
estar en lucha permanente con el ser, puesto que el bien se realiza en el
mundo y por eso la virtud (que no es sino realización del deber,
encarnación del deber en la realidad) tiene un papel importante en su
sistema. Paralelamente cree que el fiat justitia no exige como consecuencia
el pereat mundus2, sino todo lo contrario, porque lo Gute es, en la realidad,
inseparable de lo Wohl (reintegración, de acuerdo con el pensamiento
tradicional, del bonum morale en el bonum communiter sumptum). Y en fin
Hegel sostiene (no por casualidad su sistema es contemporáneo del
utilitarismo inglés) que la auténtica eticidad es eficaz y, por tanto, debe
triunfar. Los existencialistas pensaron que el engagement total exige optar
entre la pureza de un deber abstracto y las «manos sucias». Hegel, como
hemos visto, no tenía la menor inclinación por el deber abstracto, pero su
optimismo hacía conciliables la justicia y la salvación del mundo.
La eticidad se realiza a su vez en tres momentos: familia, sociedad
(civil society de los economistas ingleses) y Estado. Éste finalmente es
concebido como el momento supremo de la eticidad, como el más alto
2
Ibid., parágrafo 130, p. 450.
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3. La crítica de Marx
Marx va a ser mucho más crítico que Hegel con respecto a la ética.
Marx concibe la ética como ideología pura, como una superestructura
alienante e ilusoria sin otra misión que la de legitimar la realidad existente,
realidad alienada y alienante. De hecho, los seres humanos no necesitan
una moral para ver transformado su mundo. Necesitan, más bien, que sean
transformadas las condiciones de inhumanidad y de explotación en que
vive la mayoría de la población, víctima de la desigualdad y de la injusticia.
No es la teoría, sino la práctica, el cambio de las circunstancias reales, lo
que eliminará ciertas ideas de las mentes humanas. Las ideas expresan
siempre e irremediablemente las relaciones materiales dominantes, porque
la dominación material se refleja en la dominación ideológica. Su crítica
recalca una y otra vez: son las ideas de la clase dominante las que hablan en
nombre de «la razón», «el universal», «la idea» de hombre.
Por todo ello, las ideas religiosas, políticas, éticas no pueden ser, de
ningún modo, móviles de una praxis liberadora de toda la humanidad. Es
preciso modificar las relaciones de producción, transformar la
infraestructura económica para que deje de haber dominantes y dominados.
Entonces, las ideas sobre la realidad serán también distintas, no alienadas y
no justificadoras de la explotación real. Ese cambio, además, no se
producirá por mero voluntarismo de unos cuantos hombres, sino, sobre
todo, por necesidad histórica, porque estallarán las contradicciones
engendradas por la propia economía capitalista. Bajo este especial modo de
producción, la riqueza se distribuye desigualmente, el interés individual y
3
ILJIN I., Die Philosophie Hegels als kontemplative Gotteslehre, Berna, 1946.
62
4
MARX K., Circular contra H. Kriege, 11 de mayo de 1846.
63
4. El planteamiento de Nietzsche
Otra crítica radical del pensamiento ético es la de Nietzsche. Igual que
Marx, Nietzsche denuncia la falsa universalidad de los valores morales.
Los valores morales no proceden de la singularidad de la conciencia, ya
que la conciencia, a su juicio, no es particular ni singular, sino «la voz del
rebaño en nosotros». En cuanto un acto se hace consciente, deja de ser
particular y único. En cuanto una vivencia se convierte en lenguaje, la
singularidad desaparece y habla lo colectivo, pues el concepto busca la
igualación de lo desigual. Nietzsche no cree en la conciencia, como no cree
tampoco en la verdad moral. Los valores morales tienen un origen social,
utilitario, y son expresión de intereses inconfesables y de la «voluntad de
poder»: «humanos, demasiado humanos», poco «eternos y divinos». Aquí
radica el sentido fundamental del ataque nietzscheano a la moral, dirigido
contra sus pretensiones de universalidad e incondicionalidad, ya que el
análisis de la genealogía de la moral descubre su carácter particular y
condicionado. El hecho de la multiplicidad de las morales despoja a cada
una de ellas de su pretendida validez universal, porque cada moral
constituye sólo una posibilidad histórica y particular, que ha llegado a ser.
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5
NIETZSCHE F., El anticristo, Madrid, Alianza Editorial, 1974, p. 28.
68
5. La concepción de Wittgenstein.
La crítica de la conciencia como reducto racional del que brotan
valores es una constante del pensamiento contemporáneo. Esa crítica, en el
fondo, del sujeto preludia lo que ha venido en llamarse el «giro lingüístico»
o el desplazamiento del interés filosófico hacia el lenguaje como mediación
fundamental del conocimiento y de la expresión humana en todas sus
manifestaciones. Ludwig Wittgenstein, uno de los filósofos más singulares
del siglo XX, emprende una «revolución» que afecta decisivamente a todas
las ramas de la filosofía, incluida la ética.
Aunque la obra de Wittgenstein se centra en el lenguaje y sus
fundamentos, la ética ocupa en ella, según confesión del propio filósofo, un
lugar básico. Conocida es su afirmación de que el Tractatus era en realidad
un libro de ética y no de lógica como tendió a ser interpretado. Un libro en
el que lo no dicho era más importante que lo dicho. Esa declaración
enigmática se explica bien desde la consideración del objetivo central del
libro: llegar a establecer los criterios para determinar claramente el sentido
de las proposiciones. Esta perspectiva conduce a su autor al reconocimiento
de que las proposiciones de la ética, como las de la estética, son, en el
Tractatus, proposiciones de sentido indeterminable, razón por la que
Wittgenstein decide que es mejor no hablar de ética. Lo ético pertenece
más propiamente al mundo de lo que se «muestra» pero no se puede
«decir», como ocurre con la lógica. La ética aparece como un
trascendental, la condición de posibilidad de un mundo ético, algo, por otra
parte, fuera del alcance del conocimiento del ser humano cuyas
valoraciones nunca serán absolutas, sino relativas al punto de vista y
posición que cada cual ocupa en el mundo. Intentar hablar de ética es
querer «arrojarse contra los límites del lenguaje», ir más allá de las
posibilidades humanas, puesto que la ética sería aquello capaz de
revelarnos el sentido de la vida, ese sentido, por otra parte, incognoscible
cuando uno se encuentra inmerso en la vida misma.
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6
WITTGENSTEIN L., Conferencia sobre ética, Barcelona-Buenos Aires, Paidós-I.C.E. de la
Universidad Autónoma de Barcelona, 1989, p. 43.
72
6. La moral sartriana
La tesis central del existencialismo de Jean Paul Sartre, según la cual
la esencia del hombre es su existencia, esto es, su contingente «ser-para-sí»
le lleva a entender que la conciencia se expresa en su pureza como simple
negatividad: ¿qué soy para-mí?, lo que no soy, lo que no quiero ser. El en-
sí constituye el ámbito de lo que en sentido estricto es real. El en-sí es. Es
en sí (es compacto, rígido, masivo), es lo que es (no tiene devenir en
sentido estricto). En este sentido carece de fundamento, es contingente, no
tiene razón de ser. Es imposible derivar del en-sí norma alguna para la
acción humana. El para-sí es otro tipo de ser, correspondiente al ser
propiamente humano y que, en sentido estricto, es un no-ser o no-entidad.
El deseo de «ser-en-sí» es ontológicamente imposible. No se puede aunar
ser en-si y ser para-sí.
El hombre es libre precisamente porque no es un en-sí; lo en-sí es, sin
más, y no puede no ser ni ser de modo distinto. El hombre, en cambio, en
cuanto no es (en-sí), en cuanto nada, tiene forzosamente que llegar a ser,
hacerse, elegirse a sí mismo. Según esto la libertad no es una propiedad del
para-sí o del ser del hombre, sino que se identifica con él. El hombre, en
cuanto libertad, no tiene una naturaleza o esencia determinada; tiene que
inventar su propia esencia de manera forzosa-constitutiva. Por ello no
puede existir ningún valor o norma por encima de mi libertad. Ella es el
principio de toda norma y valor. «Toda razón viene al mundo por la
libertad»; no existen puntos fijos de orientación o de apoyo,
independientemente de la libertad, para la elección.
74
7
SARTRE J. P., El existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 1989, p. 57-58.
76
8
Ibid., p. 53-54.
9
Ibid., p. 55. Para recalcar este planteamiento, debemos citar también un texto de la página 32: «Ninguna
moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay
signos. Admitámoslo: soy yo mismo, de todas maneras, el que elige el sentido que tienen».
77
8. Concluyendo...
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