Hoy en día se habla mucho de ética, y fundamentalmente por dos
razones. Por una parte, las diferentes tradiciones morales se encuentran tremendamente sacudidas y las evidencias morales se ven afectadas por un cierto coeficiente de relatividad. Por otra parte, el desarrollo científico- técnico crea situaciones inéditas, para las que la reflexión moral tradicional no parece capaz de proporcionar orientaciones precisas. Lo que caracteriza a estas situaciones es que no tienen ya un carácter directamente intuitivo y que, por tanto, la intuición moral se encuentra un tanto desamparada frente a ellas. El saber y la reflexión se convierten en mediaciones necesarias, para hacer frente a estas situaciones. Las preocupaciones éticas que se manifiestan en los ámbitos de la investigación biológica, de la práctica médica, de la conducción de los negocios, de la gestión de las grandes tecnologías como la del átomo, proceden todas de una preocupación fundamental, que será tanto más eficaz cuanto más claramente haya captado la naturaleza de los envites a los que se enfrenta. Por ello, este capítulo estará esencialmente consagrado a una reflexión sobre la dimensión ética en cuanto tal o, dicho en otros términos, sobre el componente ético de la acción. Se articulará en tres partes. En primer lugar, se tratará de explicitar la significación de la expresión «dimensión ética», seguidamente se mostrará por qué hay una problemática ética y finalmente se indicará, o al menos se esbozará, qué es lo que está en juego en la ética.
1. La ética, dimensión constitutiva de la existencia humana
Ya indicamos en otros capítulos las semejanzas y diferencias entre la ética y la moral. No conviene repetir lo dicho. Sin embargo, parece que en el uso actual se centra la atención sobre otra distinción entre estos términos: por una parte, existe la inspiración que da su orientación a la acción y que es más bien de la naturaleza de un llamamiento y por otra parte existe la obligación, sentida por la conciencia frente a la regla que se le impone y que se traduce por el sentimiento del deber. Ahora bien, con relación a esta 102
distinción, el término «ética» es utilizado normalmente para designar la
llamada inspiradora y el término «moral» para designar la norma reconocida como imposición de un deber. Según esta perspectiva, la ética está esencialmente constituida por una perspectiva que tiene un carácter global, pero por este mismo hecho también relativamente indeterminado, mientras que la moral está esencialmente constituida por normas, relativamente precisas, que se refieren a tipos de situación bien circunscritos y que por consiguiente tienen un carácter determinado. Esta manera de comprender los términos «ética» y «moral» lo encontramos por ejemplo en la obra de Paul Ricœur. En su libro Soi-même comme un autre1 define la ética como «la perspectiva de una vida realizada» y la moral como «la articulación de esta perspectiva en normas caracterizadas a la vez por la pretensión de universalidad y por un efecto de obligación». Y precisa lo que es la ética diciendo que es «la perspectiva de la “vida buena” con y para otro en instituciones justas». A continuación, trataremos esencialmente de la ética. Lo que hay que examinar aquí es el lugar o la función de la ética en la actividad humana. Con el fin de precisar la naturaleza de esta función, se partirá de la proposición siguiente: la ética es una dimensión de la existencia. El término «dimensión» es un término metafórico, sacado del lenguaje de la geometría. La «dimensión» es una propiedad topológica que tiene una cierta relación con la manera como puede ser analizado un espacio. Así, en el caso particular fuertemente ilustrativo de un espacio vectorial, se define la dimensión como el número de elementos de la base, siendo una base un subconjunto linealmente independiente que engendra el espacio entero. Dada una base, todo vector puede ser representado de manera única por una combinación lineal de elementos de la base. Dicho de otro modo, el vector está enteramente determinado por sus componentes siguiendo las diferentes dimensiones del espacio o, con otro vocabulario, por sus proyecciones sobre los diferentes ejes que corresponden a las dimensiones del espacio. Es esta idea de componente o de proyección la que es retenida por la metáfora. Pero, en nuestro contexto se trata de la existencia y no de un espacio.
1 RICŒUR P., Soi-même comme un autre, Paris, Ed. du Seuil, 1990. 103
El término «existencia» está tomado aquí no en el sentido ordinario en
el que se designa el simple hecho de existir, o, de manera equivalente, el hecho de ser real, sino en el sentido en el que es utilizado en una parte de la filosofía contemporánea para designar el modo de ser característico del hombre, en tanto que es radicalmente distinto del modo de ser de las cosas, se trate de cosas naturales o de artefactos. La cosa está enteramente definida, es exactamente lo que es según lo que ella manifiesta de ella misma, es perfectamente coherente con ella misma. Ella puede ser arrastrada en un proceso dinámico, pero tal proceso está regido por una ley de evolución, que puede eventualmente hacer intervenir factores aleatorios y que puede ser de una complicación que desafía todo análisis, pero ley que en todo caso está dada en principio con la cosa misma. La cosa está determinada en su evolución por su estructura interna y por las interacciones que soporta y su ley de evolución no hace más que traducir lo que resulta de la acción de los datos internos y externos que definen el estado de la cosa a cada instante. El ser humano, en tanto ser biológico, puede ser considerado como una cosa entre otras. Pero, lo que le caracteriza constitutivamente es que es una conciencia: percibe, recuerda, anticipa su futuro, lamenta, espera, se alegra, está afligido, comunica sus impresiones, hace promesas, expresa su reconocimiento, admira, aprecia, condena, apela al otro, le aporta su ayuda, concibe la realidad de la trascendencia, y en cada una de sus operaciones sabe, al menos con un saber implícito y sobreentendido, lo que está en causa, cuál es la naturaleza de su proceder y lo que este proceder produce. Ciertamente la conexión entre el componente orgánico del ser humano y su vida de conciencia plantea un problema filosófico considerable; existe sin duda en el hombre un principio de unidad que asegura la conexión del comportamiento orgánico con las operaciones de la conciencia, pero la historia del pensamiento filosófico nos muestra que es difícil de concebir de forma clara, con conceptos, lo que es este principio. Sea lo que sea de este problema, en todo caso la vida consciente constituye la originalidad del ser humano y a partir del análisis de esta vida es como puede pensarse el modo de ser del hombre, su forma característica de constituirse en la realidad y de continuar en ella. 104
Ahora bien, la vida de la conciencia está afectada por la temporalidad,
lo que significa que ella está siempre a la vez presente y no-presente. Se vive en presente, tiene su realidad en el acto que realiza, en cierto sentido ella es toda entera su acto, en la efectividad singular de este acto, que define su modo de presencia a sí misma y por tanto su presente. Pero, al mismo tiempo ella se escapa de sí misma de una doble manera: por una parte cesa a cada instante de ser lo que era, su vivencia se escapa a su posesión y se desliza en la irrecuperabilidad de lo que está realizado y definitivamente sustraído a su iniciativa, y por otra parte no cesa de adelantarse a sí misma, de proyectarse ya en lo que todavía no es, en lo que puede sin duda anticipar por el proyecto, el deseo, la espera, pero que no puede hacer entrar todavía de manera efectiva en la realidad de su acto. Por consiguiente, la conciencia es bien real y se muestra a sí misma en cada una de sus operaciones, pero no es real más que de un modo vacilante: ella es, sin duda, pero al mismo tiempo ella no es ya más y por otra parte ella no es todavía. Siempre está en proceso de perderse y al mismo tiempo siempre a punto de esperarse, abandonando al pasado su ser realizado y tendida hacia el encuentro de su ser futuro, distendida así (según la bella expresión de Agustín, que habla del tiempo como distensio animi) entre el ser que ya no es y el ser que no es todavía. En lo que ella ha sido, la conciencia está determinada, pero esta determinación no deja de transformarse a medida que nuevos presentes vienen a ocupar la actualidad de lo que es efectivo a cada instante. Y, por otra parte, en lo que ella no es, no está definida, como si su determinación plena y entera estuviera siempre en suspenso, siempre por venir, siempre esperada e incierta. Sin embargo, en esta espera de sí misma es donde la conciencia se experimenta de manera primordial. El pasado le afecta sin duda, pero no puede verdaderamente retenerla; la conciencia es esencialmente pasaje, movimiento, no cesa de desligarse de lo que ha sido, totalmente tendida hacia lo que viene hacia ella, hacia lo indeterminado de su ser futuro. Llevada así más allá de sí misma, nunca está en estado de coincidir consigo misma, de encerrarse en una definición estable de sí misma, de darse una entera coincidencia. Se vive en la inestabilidad, en el desequilibrio, en la tensión, en esta perpetua huida hacia delante que la proyecta hacia lo que, desde el fondo del futuro, no cesa de requerirla. 105
Este modo de ser es el que designa el término «existencia», según el
sentido retenido aquí. Existencia se escribe a veces utilizando el término «ex-sistencia» para indicar que se trata de este modo de ser extraño que consiste en ser, siendo perpetuamente como expulsado de sí mismo, proyectado hacia algún estado no representado siempre por venir, en ser como espera incesante de su ser, en no ser más que como constantemente diferido, como no-presencia a sí, como diferencia siempre recomenzada. La existencia, en este sentido, es la misma realidad humana en lo que la caracteriza de la manera más esencial, en lo que la constituye propiamente, en su ser mismo. La metáfora de la dimensión sugiere que la ética es uno de los ejes según los cuales puede y debe ser analizada la existencia. Toda vida humana individual es como una realización singular de la existencia y puede por tanto ser comprendida según los diferentes puntos de vista que constituyen las dimensiones de la existencia. De la misma manera que un vector cualquiera puede ser proyectado sobre un eje de un referencial de base, una vida determinada puede ser proyectada sobre lo que constituye la fibra ética de la existencia, es decir comprendida desde el punto de vista ético. Esta proyección es el componente ético de esta vida. Según la analogía invocada, la vida toda entera, en su movimiento existencial, es la que se hace presente en su componente ético, que se refleja allí en cierto modo, y recíprocamente este componente interviene a título esencial en lo que da a una vida su determinación. Sin embargo, hay que precisar bajo qué modalidad afecta este componente a la existencia. Como hemos visto, la existencia se vive como no coincidencia consigo misma, como perpetuamente desposeída de sí misma, como estando, en virtud de su constitución esencial, marcada por la temporalidad a superarse sin cesar hacia una figura futura de sí misma, como si su ser verdadero estuviera siempre delante de sí misma. Esto implica que la existencia está afectada de una pasividad fundamental: se escapa continuamente a sí misma. Pero no es pura pasividad: dispone de una capacidad de iniciativa que le permite no sólo intervenir en su medio ambiente, sino contribuir a forjarse por sí misma y a partir de sí misma la figura de su ser futuro. Esta capacidad es el poder de actuar, que tiene su fuente en el querer, que se anuda concretamente en la decisión y que se 106
manifiesta en su efectividad en las operaciones externas en las que la
decisión se efectúa. La acción es la efectividad del querer; por ella la existencia puede inscribir determinaciones nuevas en la realidad, modificando la red de relaciones por las que el existente humano está religado a la realidad cósmica, a los otros existentes, a la vida social, a la cultura, a la historia y en definitiva al orden entero de la realidad y al fundamento último del que procede. Precisamente por medio de la acción y dentro de la acción la existencia se proyecta concretamente delante de ella misma, mezclando su iniciativa con lo que viene a su encuentro y se impone a ella como un orden de realidad que no ha elegido. En virtud de su modo de ser no tiene más remedio que transportarse constantemente más allá de sí misma: se trata en cierto modo de una condición estructural, que se le impone. Y por otra parte, en su movimiento, ella se descubre a cada instante implicada en las situaciones, en las circunstancias, en una historia, a la vez cósmica y humana, realidades que para ella son también del orden del hecho. Sin embargo, pertenece a su constitución el poder orientar su devenir, trazar su propio camino en medio de todo lo que le rodea y en cierta manera la constriñe. La existencia está dada a sí misma, no se engendra a partir de ella misma, pero le pertenece actuar a partir de sí misma, de su ser recibido, y darse a sí misma la orientación de su acción. Si esta orientación debe ser puesta por ella misma, es preciso que pueda encontrar en sí misma los principios de esta orientación. Aquí se sitúa exactamente la dimensión ética: si esta dimensión es un componente de la existencia, lo es en cuanto ella procura los principios que deben guiar su acción.
2. ¿Por qué hay una problemática ética?
Es evidente que, si el ser humano fuese solamente un organismo biológico, su devenir estaría entera y adecuadamente regido por las regularidades que caracterizan el funcionamiento de los sistemas vivientes y no habría ningún problema ético. Si está concernido por la ética, lo está en tanto que es un existente, es decir que se vive en el modo de la existencia. En cuanto tal el ser humano es real sin ser jamás plenamente él mismo, está como en perpetua espera de su ser. Esto significa que la existencia está afectada constitucionalmente por una escisión interior que 107
separa en ella su ser presente de su ser futuro. Su ser presente es su ser en
tanto que está en proceso de realizarse. Por tanto, es su efectividad. Pero el presente de la existencia no se reduce a lo que ella manifiesta de sí misma en tal o cual momento, en la duración limitada de tal o cual acción particular. El presente conserva y contiene el pasado; este ultimo es verdaderamente pasado e irreformable y, sin embargo, en lo que ella hace de sí misma en su presente, la existencia no cesa de transformar el sentido que reviste para ella su pasado. Por ejemplo, ella puede obrar en fidelidad a lo que ella ya ha realizado en su pasado, o por el contrario en contradicción con lo que ella ha hecho hasta ahora y como para desembarazarse de la imagen que se había dado en su actividad anterior. Y, por otra parte, al actuar en su presente, la existencia se da sin duda una determinación nueva, aunque esta determinación no es un estado cerrado sobre sí mismo; es, por el contrario, siempre anticipación, contribuye a confeccionar el futuro, abriendo ciertos caminos y haciendo otros inaccesibles. La acción opera, por tanto, a la vez en el campo de lo actual, que pertenece al presente, y en el campo de lo posible, que pertenece al porvenir. Al actuar, la existencia se abre a sí misma la posibilidad de su encaminamiento futuro, determina ya en cierto modo la configuración de su trayectoria futura, incluso si es al modo de lo que no está todavía realmente decidido. Ahora bien, sucede que en función de esta anticipación de sí misma ella reinterpreta su pasado: es en la unidad de una misma acción donde reasume en ella su pasado y se abre a su porvenir. Ella no puede actuar más que apoyándose sobre su ser ya acaecido, por lo tanto, reapropiándose su pasado; pero, por otra parte, su acción le compromete ya más allá de los objetos inmediatos en función de los cuales ella se ha realizado. Y este momento de anticipación es el determinante. En efecto, la acción no es simple repetición de un esquema de comportamiento heredado de un pasado o consecuencia necesaria de lo que le ha precedido; es verdaderamente iniciativa y por tanto en verdad nuevo comienzo. Lo que le da su eficacia y su ímpetu es el proyecto que la moviliza, es decir la relación que a su través anuda la existencia con su futuro. Así, en el presente de la existencia el pasado se encuentra bien reasumido, pero a partir de la orientación que se da la existencia en su acción, es decir a partir de la manera como ella se proyecta hacia su futuro. 108
La efectividad del presente es así la movilización de la existencia según los
tres componentes de su temporalidad, ya que el presente reúne en sí según el modo de la reapropiación lo que ya ha sido vivido y según el modo de la anticipación lo que está todavía por hacer. Y si él se reapropia el pasado, lo hace asumiéndolo en la anticipación en la que la existencia traza el esbozo de su ser futuro. Por lo tanto, esta relación con el futuro es la determinante, en definitiva, en la efectividad. Esto se podría traducir diciendo que la existencia no se experimenta efectivamente en su ser más que bajo la forma de espera de sí misma. La escisión que le afecta no es, por consiguiente, una separación entre dos términos exteriores el uno al otro. La existencia, en su efectividad, no es todavía su ser integral. Existe una distinción a plantear entre el ser efectivo de la existencia, que no es más que incoativo, y su ser integral, que está por venir. Pero, entre estos dos términos existe una relación de tensión, el presente de la efectividad no adquiere su contenido y su sentido más que en el ímpetu que lo transporta hacia el por-venir de la integralidad. Experimentándose separada de sí misma, a distancia de su ser, la existencia se vive como vacío de sí misma, no como un vacío irremediable que sólo se puede sufrir en la desolación, sino como vacío que es anuncio de su superación, que no es más que la cara negativa de una especie de promesa en la que la existencia entrevé ya, en la experimentación de su vacío, la venida hacia ella de su ser futuro. En términos más simples, se podría decir que la existencia, en su efectividad presente, está toda entera tendida hacia su cumplimiento, hacia su figura auténtica e integral, hacia el despliegue total de su ser. Ahora bien, esta figura esperada no es arbitraria, es la expresión adecuada de lo que la existencia comporta ya en ella en su presente, como exigencia de realización integral de sí misma. La cuestión esencial para la existencia es llenar el intervalo que separa su ser efectivo de su ser futuro, alcanzar la realización integral de sí misma. Por tanto, la cuestión consiste en asumir enteramente en su efectividad todas las condiciones de su ser, es decir todo lo que de hecho está implicado en la tensión que la lleva hacia su figura realizada. Pero ella no puede obtener de golpe su realización. Por la acción, tiene una capacidad de iniciativa respecto a su ser por venir. Pero la acción constituye siempre una acción particular, que inscribe objetivos limitados 109
en circunstancias y condiciones siempre singulares. Por el rodeo de la
acción, a través de un debate complejo con las circunstancias, es como la existencia puede encaminarse hacia su realización. Esta realización está siempre delante de ella y, sin embargo, se decide en cada una de las etapas del camino, en cada una de las acciones particulares. Se trata, por tanto, para la existencia de conducir su andadura, es decir de determinarse en sus acciones, de modo que se oriente efectivamente en la dirección de su realización. Pero hay que hacer dos precisiones capitales con relación a esta idea de la realización. En primer lugar, no se trata de una figura arbitraria cuya realización tendría que proponerse la existencia, de forma en cierto modo gratuita, como fin último de sus acciones. En la idea de realización existe la indicación de una obligación: no se trata de un estado exterior a la existencia, que ésta se daría por una pura elección, sino de la prolongación, llevada hasta su último punto, de lo que la existencia es ya en su efectividad presente. En segundo lugar, además, ya que el ser futuro de la existencia no es más que la forma plenamente asumida de lo que la existencia es ya en sí misma, puede ser aprehendido en el presente a través de la tensión que lleva hacia él la efectividad de la acción. En la medida en que es aprehendido como lo que debe dar a la existencia su figura realizada, está presente como exigencia. Y aquello a lo que se refiere esta exigencia es la realización de lo que la existencia contiene ya en sí misma en tanto que no realizada. Ahora bien, la existencia no está realizada en tanto que es vacío, no vacío de una especie de complemento indeterminado, sino vacío de una determinación del que tiene intrínsecamente necesidad precisamente para realizarse, en virtud de su constitución esencial. Esta determinación es lo que el vocabulario tradicional de la filosofía denomina el bien. El movimiento profundo que lleva la existencia más allá de sí misma tiene por sentido llevarla hacia su bien. Éste es, por tanto, un telos, un término finalizante que indica hacia qué tiende en definitiva la dinámica existencial. La tensión que relaciona la efectividad de la existencia con su ser futuro es idéntica a la tensión que relaciona la existencia con su bien. Pues el ser por venir de la existencia es su ser realizado y lo que puede proporcionar a la existencia su cumplimiento es la realización de su bien. Por supuesto, toda 110
la cuestión consiste en determinar cuál es el contenido de este bien. El
análisis precedente se limita a describir la perspectiva constitutiva de la ética; en cuanto tal, esta perspectiva sigue siendo formal. Es tarea de la moral, en el sentido precisado anteriormente, traducir esta perspectiva en normas determinadas, dar así un contenido a la idea de bien y correlativamente a la idea de «vida buena», es decir, a la vida orientada según la exigencia del bien. Pero se puede dar ya, desde el punto de vista de la perspectiva, una indicación de principio. El bien de la existencia es lo que corresponde a su constitución esencial, es decir a ese modo de ser que ella es y que es característico del ser humano. En términos simples, se podría decir que el bien del ser humano es la realización integral de la humanidad en él, la realización de todas las condiciones que deben ser cumplidas para que su existencia efectiva coincida con lo que es exigido por su modo de ser específico. Si, para designar este modo de ser, se utiliza el término de «persona», que ciertamente suele ser más utilizado normalmente que el término de «existencia», se podría decir que el bien del ser humano es la realización de todas las condiciones que deben permitirle vivir como persona. La segunda precisión que es preciso aportar a la idea de realización es que la realización de la existencia es una tarea confiada a la existencia misma. No se trata, en efecto, de un proceso exterior, que viniera solamente a afectar a la existencia como consecuencia de un feliz encuentro, sino de un proceso en el que la existencia es llamada a ponerse ella misma en juego, bajo su propia responsabilidad y asumiendo sus riesgos y peligros. Al experimentarse como tendida hacia su realización, la existencia experimenta al mismo tiempo que esta realización depende de sí misma y que se trata incluso de la encrucijada más esencial respecto a la cual tenga que tomar posición, ya que se trata en definitiva del destino de su ser mismo. La existencia es espera de su ser futuro, sin duda, pero bajo una forma eminentemente activa, en cuanto que en su acción hace venir progresivamente a la efectividad a su figura por venir. Confiada a sí misma, la existencia se descubre como teniendo que asumir por sí misma su realización, como responsable de su propio advenir. Así, si existe una problemática ética, es porque la existencia está constitucionalmente atravesada por un deseo fundamental, por un querer 111
profundo, que tiene como objetivo la realización auténtica de sí misma y
que correlativamente ella tiene la carga de asumir por sí misma, en su acción, esta realización. Dicho de otra manera, la problemática ética concierne a la adecuación entre el querer profundo de la existencia y su querer efectivo, es decir a la responsabilidad que le es confiada respecto a su propio ser. Esta responsabilidad no se refiere al hecho de que ella es real: ella no se ha puesto por sí misma en la realidad, no ha decidido ser. Sin embargo, el ser que ha recibido es un ser de iniciativa, fuente de determinaciones nuevas, que se afecta continuamente a sí mismo por lo que hace. Es un ser llamado a construirse a sí mismo en su acción. Se podría decir que lo que está en juego en esta construcción no es la simple realidad de su ser, que le es dada, sino la cualidad de su ser. Es esta cualidad la que depende de ella. La expresión «vida buena» designa precisamente una forma de vida en la que la existencia se confiere efectivamente la cualidad que está en su vocación darse. El término «existencia», tal como es utilizado aquí, designa un modo de ser. Este modo de ser se realiza efectivamente en los individuos concretos que son los seres humanos, «los existentes». Al utilizar aquí un plural, se constata un hecho fundamental: la distribución de la existencia se da en una pluralidad de existentes, en interacción unos con otros. Este hecho implica inmediatamente que la responsabilidad de la existencia en relación a sí misma es de hecho la responsabilidad de cada existente respecto a la existencia, tal como se realiza en él, pero también tal como se realiza en los otros existentes. Sería contradictorio que un existente determinado, asumiendo la exigencia ética para sí mismo, es decir reconociéndose como portador del deseo de la «vida buena», no reconociese este mismo deseo en todos los existentes con los que está en interacción. Esto supone evidentemente que reconozca previamente a los otros seres humanos como existentes: el reconocimiento del otro como sujeto ético presupone el reconocimiento del otro como existente. El término «otro» comporta por otra parte esta idea de que el «otro» es portador de la misma cualidad fundamental que el «yo». El reconocimiento del otro como otro se efectúa de forma espontánea en la relación interhumana, en tanto que pone en juego la dimensión afectiva de la existencia y es mediatizado por el 112
lenguaje. El reconocimiento ético del otro es el proceder en el que el otro es
tratado efectivamente como portador de una vocación ética. Sin embargo, hay dos modalidades de la relación interhumana: existen las relaciones directas, donde cada uno está inmediatamente presente al otro y en las que en consecuencia cada uno participa «en persona», y existen además las relaciones indirectas, en las que el otro no interviene más que de forma anónima y abstracta, a través de las mediaciones tecnológicas o institucionales. La perspectiva de la «vida buena», constitutiva de la ética, incluye por tanto la relación con el otro según su doble modalidad. En cuanto que la ética es una dimensión de la existencia, esta perspectiva es una dimensión de la relación interhumana, ya que el aspecto concreto de la existencia es la vida de los existentes y esta vida es interrelacional. Tomar en consideración este aspecto interrelacional añade así una especificación esencial a la determinación de la ética, a saber, que la realización apuntada por el querer profundo de la existencia no puede ser de naturaleza solipsista, que el querer de la vida auténtica para sí debe ser al mismo tiempo querer de la vida auténtica para el otro. Este querer implica la reciprocidad: lo que el otro es para un «sí», este «sí» mismo lo es para el otro, y si está llamado a contribuir a la realización de sí por medio del otro, él mismo está sometido a la condición de no poder progresar hacia su propia realización más que por medio de la contribución del otro. El concepto de reciprocidad es el concepto apropiado para expresar cómo la relación con el otro especifica la dimensión ética. Naturalmente este concepto mismo se determina según modalidades diferentes según se trate de relaciones directas o de relaciones indirectas. En particular, en el caso de las instituciones, este concepto se traduce por la idea que la posición de cada uno es equivalente a la posición de cualquier otro, dicho de otra manera, se traduce por la idea de igualdad.
3. Las encrucijadas de la ética
Si es verdad que la ética está esencialmente constituida por un objetivo, esto implica a la vez que ella es tensión hacia un estatuto futuro de la existencia y exigencia de realización de este estado. La existencia se vive no simplemente como no realizada, sino como intrínsecamente portadora del deseo de su realización. Esta exigencia fundamenta una normatividad, 113
que es el principio constitutivo de la moral (en el sentido indicado antes).
La expresión concreta de esta normatividad son las normas que el existente está llamado a reconocer como reglas imperativas de su acción. La función de las normas consiste en proporcionar indicaciones que especifican lo que, en un tipo de situación dada, la perspectiva de la «vida buena» implica para un agente colocado en una situación de este tipo. Es precisamente en la formulación de estas normas donde se precisa, respecto a las circunstancias concretas de la existencia, el contenido de la «vida buena» o la forma de realización apuntada por la conciencia ética. Pero si la determinación de las normas quiere ser racional, debe efectuarse según principios. Estos principios pueden ser considerados como meta-normas. Estos principios tienen un papel de mediación entre la perspectiva ética y la formulación de normas concretas de la acción, en el sentido en que dicen lo que debe ser, en función de la exigencia contenida en la perspectiva, la forma de las normas concretas. Por tanto, están encargados de expresar lo que constituye una norma en cuanto norma, es decir en cuanto especificación de la exigencia ética. En otros términos, dicen lo que es la normatividad de la norma; ésta es la razón de que tengan necesariamente un carácter formal. La teoría de la razón práctica de Kant ha puesto de relieve de modo especial este aspecto formal de las reglas morales. Ella expresa el principio fundamental de estas reglas en una fórmula célebre, que relaciona todas las máximas de la acción (las reglas prácticas que se da el sujeto agente con relación a las condiciones en las que se encuentra) con el criterio de la universalidad: «Obra únicamente según la máxima que hace que tu puedas querer al mismo tiempo que ella se convierta en una ley universal». Esta fórmula es completada por otra, que hace referencia a la interrelacionalidad humana y traduce en forma normativa la idea de reciprocidad: «Actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en toda otra, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio». En cuanto a la idea de igualdad, que se introduce en el contexto de las mediaciones institucionales, se traduce bajo forma normativa en la «regla de justicia», que formaliza la idea de reparto equitativo de los bienes y ventajas, dando eventualmente a la idea de igualdad un sentido más 114
complejo que el de una simple igualdad aritmética o incluso que el de una
simple igualdad proporcional. Por supuesto que estos principios generales, al ser de naturaleza formal, no bastan para determinar normas morales concretas. Dan criterios, pero no constituyen premisas desde las que pudieran extraerse por simple deducción las normas concretas. Las normas concretas tienen por objeto poner en relación la perspectiva ética con los tipos de situación que la experiencia muestra que hay que tener en cuenta. Por tanto, ellas ponen en juego una cierta interpretación de estos tipos de situación: para decidir lo que el objetivo ético requiere de un agente en un tipo dado de situación, es preciso primero formular un juicio sobre la modalidad de pertinencia de este tipo de situación con relación a la perspectiva ética. Este juicio posee un alcance doble. Por una parte, debe hacer ver cuál es la dimensión ética de la situación; dicho de otra manera, debe colocarla en la perspectiva que permitirá, en un segundo momento, comprenderla como apelando por parte del agente tal o cual tipo de comportamiento. Y por otra parte, debe contribuir a precisar el contenido concreto de la perspectiva ética; dicho de otro modo, debe contribuir a determinar el concepto de «vida buena». Sólo en relación a las situaciones concretas se descubre verdaderamente el alcance de la exigencia ética y se ponen de manifiesto sus encrucijadas. Además, es preciso añadir que las normas concretas mismas, conforme a los criterios que determinan su forma, tienen necesariamente un carácter de generalidad: deben fijar orientaciones válidas para todo agente colocado en el tipo de situación contemplado. Sin embargo, un tipo de situación no es todavía una situación concreta. La acción efectiva se desarrolla necesariamente en circunstancias particulares, que pueden ser enormemente complejas y que no pueden ser consideradas simplemente como casos particulares de un tipo universal. El juicio crítico que el agente está llamado a aplicar a la situación antes de inscribir en ella su acto, no puede ser comparado a la aplicación mecánica de una regla, como si se tratara simplemente de remplazar parámetros por valores determinados para obtener la solución, por medio de un cálculo apropiado. Las normas morales no dan más que orientaciones y es función del agente determinar para sí y por sí lo que estas orientaciones le prescriben en la situación precisa en la que se encuentra. 115
Aquí es donde interviene, hablando con propiedad, el juicio moral. Éste
pone en juego lo que se denomina el «sentido moral» o la «conciencia moral». Y ésta conciencia moral no es otra cosa que la perspectiva ética. El juicio moral debe ciertamente inspirarse en las normas morales disponibles, tal como han sido elaboradas en la tradición de la que el agente se reconoce heredero y tal como han sido críticamente fundamentadas en la reflexión ética que su cultura pone a su disposición. Pero no podrá juzgar correctamente sobre su significación con relación a las circunstancias particulares en las que está llamado a actuar más que a condición de captar en ellas la perspectiva que estas circunstancias contribuyen a determinar. Y no podrá reconocer en ellas esta perspectiva más que si la reconoce en sí mismo, es decir si se asume a sí mismo como sujeto ético o, en otros términos, si asume en sí la existencia en su dimensión ética. Sin embargo, ¿cómo precisar, al menos en términos generales, lo que son en definitiva las encrucijadas de la vida ética? Para responder a esta cuestión es preciso recurrir a un concepto que pueda expresar la característica fundamental del ser humano y que pueda al mismo tiempo proporcionar un principio de finalidad, es decir dar una indicación sobre lo que constituye la «vida buena». La tradición filosófica nos proporciona tal concepto: es el concepto de libertad. Lo significado por este concepto es un modo de operatividad caracterizado por la autonomía: un agente libre es un agente capaz de darse a sí mismo la ley de su propia acción y de actuar únicamente en función de esta ley. Por supuesto, es necesario precisar que la autonomía no significa en modo alguno arbitrariedad; «darse a sí mismo su propia ley» no significa «adoptar soberanamente y por puro decreto privado tal o cual máxima», sino reconocer en sí mismo la ley que rige la acción. El agente libre es autónomo en el sentido de que la ley de su acción es una ley interior, no una ley impuesta desde fuera. El reconocimiento de esta ley interior constituye la conciencia moral. Tal ley impone al agente libre vivir en conformidad con su esencia, es decir en conformidad con su naturaleza de ser libre o, en otros términos, conforme a su naturaleza de ser espiritual. Se podrá, por tanto, decir que la libertad está en presencia de sí misma, en el sentido que es el poder que permite al agente libre asumirse a sí mismo como libertad. Pero el concepto de libertad no hace en realidad más 116
que aportar una especificación, en la perspectiva de la acción, al concepto
de existencia. El análisis propuesto anteriormente muestra que la existencia está confiada a sí misma como responsable de sí misma. Esta indicación es precisamente la que es retomada y explicitada en el concepto de libertad. La acción propiamente humana, por ser fundamentalmente acción según la libertad, no está por ello menos condicionada. La existencia está encarnada y está llamada a vivirse en un contexto cosmo-biológico; ella es también histórica y está llamada a vivirse en un contexto cultural e institucional que comporta una herencia al mismo tiempo que determina ya parcialmente el porvenir. El problema de la libertad es el de tener que inventar un estilo de vida, en el plano individual y colectivo, tan adecuado como posible respecto a la idea que representa y que Kant había expresado admirablemente hablando de un «mundo moral». Este «mundo moral» lo concebía como teniendo una realidad objetiva, constituida por una parte por su relación con el mundo sensible (con la realidad concreta de la existencia encarnada e histórica) y con «un corpus mysticum de seres razonables en él, en cuanto que su libre arbitrio, bajo el imperio de las leyes morales, posee en sí una unidad sistemática universal tanto consigo mismo como con la libertad de todos» Si el existente tiene la tarea de asumirse como ser libre en el contexto de los condicionamientos que le afectan, esto significa que debe jugar con estos condicionamientos, según los poderes de que dispone, con vistas a realizar lo más posible la integridad de su ser. Ahora bien, es preciso distinguir aquí tres ámbitos de condicionamiento: existen los que son propios del medio ambiente cósmico, en tanto que están mediatizados por los artefactos, los propios del soporte biológico de la existencia, en cuanto que ésta es por esencia existencia encarnada y los hay que son propios de las interacciones humanas, en cuanto que éstas se encuentran mediatizadas por la cultura y las instituciones. La relación con el medio ambiente plantea un problema ético en la medida en que la acción puede efectivamente afectarle. Ahora bien, esta medida se ha ampliado considerablemente en la época contemporánea, en razón de los desarrollos de una tecnología de base científica. De aquí resulta un acrecentamiento del dominio del hombre sobre el medio exterior, que tiene un efecto liberador, reduciendo la parte de las tareas penosas o 117
fastidiosas, mejorando las condiciones de vida, favoreciendo el desarrollo
cultural. Pero, correlativamente aparecen ciertos perjuicios y peligros que, en sentido inverso, pueden comprometer las bases de la existencia. Si la existencia es responsable de sí misma, esto implica en particular que, a partir del momento y en la medida en que ella ha adquirido un dominio de sus condicionamientos exteriores, se hace responsable de ellos. Consideraciones absolutamente análogas valen evidentemente para lo concerniente a las bases biológicas de la existencia. Además, lo que está en juego en este ámbito es más radical, en el sentido que las intervenciones que se hacen posibles alcanzan a la existencia misma, al alcanzar las bases biológicas de la existencia. Se puede separar en el pensamiento la existencia como modo de ser, y la libertad que la caracteriza, de su soporte biológico, pero no se puede separarlas en realidad. La integridad del ser humano como ser biológico forma parte intrínseca de su integridad como existente, es decir como ser espiritual. Aquí viene a situarse toda la problemática de la bioética. Finalmente, en el ámbito de las interacciones humanas, encontramos la acción política, en el sentido más amplio del término, en cuanto campo de acción en el que se establece la forma de las instituciones y la naturaleza de las relaciones sociales y a través de éstas el reconocimiento mutuo de las libertades. Cada uno de estos tres ámbitos: medio ambiente, bases biológicas, instituciones, es así como un medio de refracción en el que la dimensión ética de la existencia recibe una determinación específica que contribuye a precisar su sentido y su alcance. En definitiva, es a través de la apreciación que se hace de lo que está en juego en las situaciones y de la elaboración de las normas correspondientes como se determina concretamente la idea reguladora que el ser humano se hace de sí mismo. Lo que está verdaderamente en juego en la vida ética es la determinación de lo humano en el hombre. Esta determinación es práctica, en el sentido que ella se efectúa en la acción y por la acción. Pero la acción sólo es verdaderamente acción humana, si es razonable, es decir si se esclarece sobre sus retos a partir del querer profundo que comporta la existencia. Por consiguiente, la reflexión es necesaria. Ella debe permitir a la perspectiva ética precisarse, a la conciencia moral explicitarse respecto a las situaciones que encuentra, y 118
a la acción acoplarse a lo que demanda el deseo profundo de autenticidad.
Ella debe, por lo tanto, ser informada y ser interdisciplinar. Sin embargo, no se puede ocultar que la reflexión no basta: la determinación de las normas hace referencia en definitiva a la voluntad y supone un compromiso de sí que plantea la norma en el acto mismo por el que es reconocido lo que debe ser. Ciertamente, el reconocimiento de la regla de la acción no es todavía la acción misma, pero tiene ya un carácter práctico. La vida ética es la vida razonable, pero la razón es a la vez comprensión y querer, ella es de suyo asunción de una tarea, la instauración de lo humano.