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6: LA DIMENSIÓN ÉTICA DE LA EXISTENCIA

Hoy en día se habla mucho de ética, y fundamentalmente por dos


razones. Por una parte, las diferentes tradiciones morales se encuentran
tremendamente sacudidas y las evidencias morales se ven afectadas por un
cierto coeficiente de relatividad. Por otra parte, el desarrollo científico-
técnico crea situaciones inéditas, para las que la reflexión moral tradicional
no parece capaz de proporcionar orientaciones precisas. Lo que caracteriza
a estas situaciones es que no tienen ya un carácter directamente intuitivo y
que, por tanto, la intuición moral se encuentra un tanto desamparada frente
a ellas. El saber y la reflexión se convierten en mediaciones necesarias,
para hacer frente a estas situaciones.
Las preocupaciones éticas que se manifiestan en los ámbitos de la
investigación biológica, de la práctica médica, de la conducción de los
negocios, de la gestión de las grandes tecnologías como la del átomo,
proceden todas de una preocupación fundamental, que será tanto más eficaz
cuanto más claramente haya captado la naturaleza de los envites a los que
se enfrenta. Por ello, este capítulo estará esencialmente consagrado a una
reflexión sobre la dimensión ética en cuanto tal o, dicho en otros términos,
sobre el componente ético de la acción. Se articulará en tres partes. En
primer lugar, se tratará de explicitar la significación de la expresión
«dimensión ética», seguidamente se mostrará por qué hay una problemática
ética y finalmente se indicará, o al menos se esbozará, qué es lo que está en
juego en la ética.

1. La ética, dimensión constitutiva de la existencia humana


Ya indicamos en otros capítulos las semejanzas y diferencias entre la
ética y la moral. No conviene repetir lo dicho. Sin embargo, parece que en
el uso actual se centra la atención sobre otra distinción entre estos términos:
por una parte, existe la inspiración que da su orientación a la acción y que
es más bien de la naturaleza de un llamamiento y por otra parte existe la
obligación, sentida por la conciencia frente a la regla que se le impone y
que se traduce por el sentimiento del deber. Ahora bien, con relación a esta
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distinción, el término «ética» es utilizado normalmente para designar la


llamada inspiradora y el término «moral» para designar la norma
reconocida como imposición de un deber. Según esta perspectiva, la ética
está esencialmente constituida por una perspectiva que tiene un carácter
global, pero por este mismo hecho también relativamente indeterminado,
mientras que la moral está esencialmente constituida por normas,
relativamente precisas, que se refieren a tipos de situación bien
circunscritos y que por consiguiente tienen un carácter determinado. Esta
manera de comprender los términos «ética» y «moral» lo encontramos por
ejemplo en la obra de Paul Ricœur. En su libro Soi-même comme un autre1
define la ética como «la perspectiva de una vida realizada» y la moral como
«la articulación de esta perspectiva en normas caracterizadas a la vez por la
pretensión de universalidad y por un efecto de obligación». Y precisa lo
que es la ética diciendo que es «la perspectiva de la “vida buena” con y
para otro en instituciones justas». A continuación, trataremos
esencialmente de la ética.
Lo que hay que examinar aquí es el lugar o la función de la ética en la
actividad humana. Con el fin de precisar la naturaleza de esta función, se
partirá de la proposición siguiente: la ética es una dimensión de la
existencia. El término «dimensión» es un término metafórico, sacado del
lenguaje de la geometría. La «dimensión» es una propiedad topológica que
tiene una cierta relación con la manera como puede ser analizado un
espacio. Así, en el caso particular fuertemente ilustrativo de un espacio
vectorial, se define la dimensión como el número de elementos de la base,
siendo una base un subconjunto linealmente independiente que engendra el
espacio entero. Dada una base, todo vector puede ser representado de
manera única por una combinación lineal de elementos de la base. Dicho de
otro modo, el vector está enteramente determinado por sus componentes
siguiendo las diferentes dimensiones del espacio o, con otro vocabulario,
por sus proyecciones sobre los diferentes ejes que corresponden a las
dimensiones del espacio. Es esta idea de componente o de proyección la
que es retenida por la metáfora. Pero, en nuestro contexto se trata de la
existencia y no de un espacio.

1
RICŒUR P., Soi-même comme un autre, Paris, Ed. du Seuil, 1990.
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El término «existencia» está tomado aquí no en el sentido ordinario en


el que se designa el simple hecho de existir, o, de manera equivalente, el
hecho de ser real, sino en el sentido en el que es utilizado en una parte de la
filosofía contemporánea para designar el modo de ser característico del
hombre, en tanto que es radicalmente distinto del modo de ser de las cosas,
se trate de cosas naturales o de artefactos. La cosa está enteramente
definida, es exactamente lo que es según lo que ella manifiesta de ella
misma, es perfectamente coherente con ella misma. Ella puede ser
arrastrada en un proceso dinámico, pero tal proceso está regido por una ley
de evolución, que puede eventualmente hacer intervenir factores aleatorios
y que puede ser de una complicación que desafía todo análisis, pero ley que
en todo caso está dada en principio con la cosa misma. La cosa está
determinada en su evolución por su estructura interna y por las
interacciones que soporta y su ley de evolución no hace más que traducir lo
que resulta de la acción de los datos internos y externos que definen el
estado de la cosa a cada instante.
El ser humano, en tanto ser biológico, puede ser considerado como una
cosa entre otras. Pero, lo que le caracteriza constitutivamente es que es una
conciencia: percibe, recuerda, anticipa su futuro, lamenta, espera, se alegra,
está afligido, comunica sus impresiones, hace promesas, expresa su
reconocimiento, admira, aprecia, condena, apela al otro, le aporta su ayuda,
concibe la realidad de la trascendencia, y en cada una de sus operaciones
sabe, al menos con un saber implícito y sobreentendido, lo que está en
causa, cuál es la naturaleza de su proceder y lo que este proceder produce.
Ciertamente la conexión entre el componente orgánico del ser humano y su
vida de conciencia plantea un problema filosófico considerable; existe sin
duda en el hombre un principio de unidad que asegura la conexión del
comportamiento orgánico con las operaciones de la conciencia, pero la
historia del pensamiento filosófico nos muestra que es difícil de concebir
de forma clara, con conceptos, lo que es este principio. Sea lo que sea de
este problema, en todo caso la vida consciente constituye la originalidad
del ser humano y a partir del análisis de esta vida es como puede pensarse
el modo de ser del hombre, su forma característica de constituirse en la
realidad y de continuar en ella.
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Ahora bien, la vida de la conciencia está afectada por la temporalidad,


lo que significa que ella está siempre a la vez presente y no-presente. Se
vive en presente, tiene su realidad en el acto que realiza, en cierto sentido
ella es toda entera su acto, en la efectividad singular de este acto, que
define su modo de presencia a sí misma y por tanto su presente. Pero, al
mismo tiempo ella se escapa de sí misma de una doble manera: por una
parte cesa a cada instante de ser lo que era, su vivencia se escapa a su
posesión y se desliza en la irrecuperabilidad de lo que está realizado y
definitivamente sustraído a su iniciativa, y por otra parte no cesa de
adelantarse a sí misma, de proyectarse ya en lo que todavía no es, en lo que
puede sin duda anticipar por el proyecto, el deseo, la espera, pero que no
puede hacer entrar todavía de manera efectiva en la realidad de su acto.
Por consiguiente, la conciencia es bien real y se muestra a sí misma en
cada una de sus operaciones, pero no es real más que de un modo vacilante:
ella es, sin duda, pero al mismo tiempo ella no es ya más y por otra parte
ella no es todavía. Siempre está en proceso de perderse y al mismo tiempo
siempre a punto de esperarse, abandonando al pasado su ser realizado y
tendida hacia el encuentro de su ser futuro, distendida así (según la bella
expresión de Agustín, que habla del tiempo como distensio animi) entre el
ser que ya no es y el ser que no es todavía.
En lo que ella ha sido, la conciencia está determinada, pero esta
determinación no deja de transformarse a medida que nuevos presentes
vienen a ocupar la actualidad de lo que es efectivo a cada instante. Y, por
otra parte, en lo que ella no es, no está definida, como si su determinación
plena y entera estuviera siempre en suspenso, siempre por venir, siempre
esperada e incierta. Sin embargo, en esta espera de sí misma es donde la
conciencia se experimenta de manera primordial. El pasado le afecta sin
duda, pero no puede verdaderamente retenerla; la conciencia es
esencialmente pasaje, movimiento, no cesa de desligarse de lo que ha sido,
totalmente tendida hacia lo que viene hacia ella, hacia lo indeterminado de
su ser futuro. Llevada así más allá de sí misma, nunca está en estado de
coincidir consigo misma, de encerrarse en una definición estable de sí
misma, de darse una entera coincidencia. Se vive en la inestabilidad, en el
desequilibrio, en la tensión, en esta perpetua huida hacia delante que la
proyecta hacia lo que, desde el fondo del futuro, no cesa de requerirla.
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Este modo de ser es el que designa el término «existencia», según el


sentido retenido aquí. Existencia se escribe a veces utilizando el término
«ex-sistencia» para indicar que se trata de este modo de ser extraño que
consiste en ser, siendo perpetuamente como expulsado de sí mismo,
proyectado hacia algún estado no representado siempre por venir, en ser
como espera incesante de su ser, en no ser más que como constantemente
diferido, como no-presencia a sí, como diferencia siempre recomenzada. La
existencia, en este sentido, es la misma realidad humana en lo que la
caracteriza de la manera más esencial, en lo que la constituye propiamente,
en su ser mismo.
La metáfora de la dimensión sugiere que la ética es uno de los ejes
según los cuales puede y debe ser analizada la existencia. Toda vida
humana individual es como una realización singular de la existencia y
puede por tanto ser comprendida según los diferentes puntos de vista que
constituyen las dimensiones de la existencia. De la misma manera que un
vector cualquiera puede ser proyectado sobre un eje de un referencial de
base, una vida determinada puede ser proyectada sobre lo que constituye la
fibra ética de la existencia, es decir comprendida desde el punto de vista
ético. Esta proyección es el componente ético de esta vida. Según la
analogía invocada, la vida toda entera, en su movimiento existencial, es la
que se hace presente en su componente ético, que se refleja allí en cierto
modo, y recíprocamente este componente interviene a título esencial en lo
que da a una vida su determinación.
Sin embargo, hay que precisar bajo qué modalidad afecta este
componente a la existencia. Como hemos visto, la existencia se vive como
no coincidencia consigo misma, como perpetuamente desposeída de sí
misma, como estando, en virtud de su constitución esencial, marcada por la
temporalidad a superarse sin cesar hacia una figura futura de sí misma,
como si su ser verdadero estuviera siempre delante de sí misma. Esto
implica que la existencia está afectada de una pasividad fundamental: se
escapa continuamente a sí misma. Pero no es pura pasividad: dispone de
una capacidad de iniciativa que le permite no sólo intervenir en su medio
ambiente, sino contribuir a forjarse por sí misma y a partir de sí misma la
figura de su ser futuro. Esta capacidad es el poder de actuar, que tiene su
fuente en el querer, que se anuda concretamente en la decisión y que se
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manifiesta en su efectividad en las operaciones externas en las que la


decisión se efectúa. La acción es la efectividad del querer; por ella la
existencia puede inscribir determinaciones nuevas en la realidad,
modificando la red de relaciones por las que el existente humano está
religado a la realidad cósmica, a los otros existentes, a la vida social, a la
cultura, a la historia y en definitiva al orden entero de la realidad y al
fundamento último del que procede.
Precisamente por medio de la acción y dentro de la acción la existencia
se proyecta concretamente delante de ella misma, mezclando su iniciativa
con lo que viene a su encuentro y se impone a ella como un orden de
realidad que no ha elegido. En virtud de su modo de ser no tiene más
remedio que transportarse constantemente más allá de sí misma: se trata en
cierto modo de una condición estructural, que se le impone. Y por otra
parte, en su movimiento, ella se descubre a cada instante implicada en las
situaciones, en las circunstancias, en una historia, a la vez cósmica y
humana, realidades que para ella son también del orden del hecho. Sin
embargo, pertenece a su constitución el poder orientar su devenir, trazar su
propio camino en medio de todo lo que le rodea y en cierta manera la
constriñe. La existencia está dada a sí misma, no se engendra a partir de
ella misma, pero le pertenece actuar a partir de sí misma, de su ser recibido,
y darse a sí misma la orientación de su acción. Si esta orientación debe ser
puesta por ella misma, es preciso que pueda encontrar en sí misma los
principios de esta orientación. Aquí se sitúa exactamente la dimensión
ética: si esta dimensión es un componente de la existencia, lo es en cuanto
ella procura los principios que deben guiar su acción.

2. ¿Por qué hay una problemática ética?


Es evidente que, si el ser humano fuese solamente un organismo
biológico, su devenir estaría entera y adecuadamente regido por las
regularidades que caracterizan el funcionamiento de los sistemas vivientes
y no habría ningún problema ético. Si está concernido por la ética, lo está
en tanto que es un existente, es decir que se vive en el modo de la
existencia. En cuanto tal el ser humano es real sin ser jamás plenamente él
mismo, está como en perpetua espera de su ser. Esto significa que la
existencia está afectada constitucionalmente por una escisión interior que
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separa en ella su ser presente de su ser futuro. Su ser presente es su ser en


tanto que está en proceso de realizarse. Por tanto, es su efectividad. Pero el
presente de la existencia no se reduce a lo que ella manifiesta de sí misma
en tal o cual momento, en la duración limitada de tal o cual acción
particular. El presente conserva y contiene el pasado; este ultimo es
verdaderamente pasado e irreformable y, sin embargo, en lo que ella hace
de sí misma en su presente, la existencia no cesa de transformar el sentido
que reviste para ella su pasado. Por ejemplo, ella puede obrar en fidelidad a
lo que ella ya ha realizado en su pasado, o por el contrario en contradicción
con lo que ella ha hecho hasta ahora y como para desembarazarse de la
imagen que se había dado en su actividad anterior. Y, por otra parte, al
actuar en su presente, la existencia se da sin duda una determinación nueva,
aunque esta determinación no es un estado cerrado sobre sí mismo; es, por
el contrario, siempre anticipación, contribuye a confeccionar el futuro,
abriendo ciertos caminos y haciendo otros inaccesibles.
La acción opera, por tanto, a la vez en el campo de lo actual, que
pertenece al presente, y en el campo de lo posible, que pertenece al
porvenir. Al actuar, la existencia se abre a sí misma la posibilidad de su
encaminamiento futuro, determina ya en cierto modo la configuración de su
trayectoria futura, incluso si es al modo de lo que no está todavía realmente
decidido. Ahora bien, sucede que en función de esta anticipación de sí
misma ella reinterpreta su pasado: es en la unidad de una misma acción
donde reasume en ella su pasado y se abre a su porvenir. Ella no puede
actuar más que apoyándose sobre su ser ya acaecido, por lo tanto,
reapropiándose su pasado; pero, por otra parte, su acción le compromete ya
más allá de los objetos inmediatos en función de los cuales ella se ha
realizado. Y este momento de anticipación es el determinante. En efecto, la
acción no es simple repetición de un esquema de comportamiento heredado
de un pasado o consecuencia necesaria de lo que le ha precedido; es
verdaderamente iniciativa y por tanto en verdad nuevo comienzo. Lo que le
da su eficacia y su ímpetu es el proyecto que la moviliza, es decir la
relación que a su través anuda la existencia con su futuro.
Así, en el presente de la existencia el pasado se encuentra bien
reasumido, pero a partir de la orientación que se da la existencia en su
acción, es decir a partir de la manera como ella se proyecta hacia su futuro.
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La efectividad del presente es así la movilización de la existencia según los


tres componentes de su temporalidad, ya que el presente reúne en sí según
el modo de la reapropiación lo que ya ha sido vivido y según el modo de la
anticipación lo que está todavía por hacer. Y si él se reapropia el pasado, lo
hace asumiéndolo en la anticipación en la que la existencia traza el esbozo
de su ser futuro. Por lo tanto, esta relación con el futuro es la determinante,
en definitiva, en la efectividad.
Esto se podría traducir diciendo que la existencia no se experimenta
efectivamente en su ser más que bajo la forma de espera de sí misma. La
escisión que le afecta no es, por consiguiente, una separación entre dos
términos exteriores el uno al otro. La existencia, en su efectividad, no es
todavía su ser integral. Existe una distinción a plantear entre el ser efectivo
de la existencia, que no es más que incoativo, y su ser integral, que está por
venir. Pero, entre estos dos términos existe una relación de tensión, el
presente de la efectividad no adquiere su contenido y su sentido más que en
el ímpetu que lo transporta hacia el por-venir de la integralidad.
Experimentándose separada de sí misma, a distancia de su ser, la
existencia se vive como vacío de sí misma, no como un vacío irremediable
que sólo se puede sufrir en la desolación, sino como vacío que es anuncio
de su superación, que no es más que la cara negativa de una especie de
promesa en la que la existencia entrevé ya, en la experimentación de su
vacío, la venida hacia ella de su ser futuro. En términos más simples, se
podría decir que la existencia, en su efectividad presente, está toda entera
tendida hacia su cumplimiento, hacia su figura auténtica e integral, hacia el
despliegue total de su ser. Ahora bien, esta figura esperada no es arbitraria,
es la expresión adecuada de lo que la existencia comporta ya en ella en su
presente, como exigencia de realización integral de sí misma. La cuestión
esencial para la existencia es llenar el intervalo que separa su ser efectivo
de su ser futuro, alcanzar la realización integral de sí misma. Por tanto, la
cuestión consiste en asumir enteramente en su efectividad todas las
condiciones de su ser, es decir todo lo que de hecho está implicado en la
tensión que la lleva hacia su figura realizada.
Pero ella no puede obtener de golpe su realización. Por la acción, tiene
una capacidad de iniciativa respecto a su ser por venir. Pero la acción
constituye siempre una acción particular, que inscribe objetivos limitados
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en circunstancias y condiciones siempre singulares. Por el rodeo de la


acción, a través de un debate complejo con las circunstancias, es como la
existencia puede encaminarse hacia su realización. Esta realización está
siempre delante de ella y, sin embargo, se decide en cada una de las etapas
del camino, en cada una de las acciones particulares. Se trata, por tanto,
para la existencia de conducir su andadura, es decir de determinarse en sus
acciones, de modo que se oriente efectivamente en la dirección de su
realización.
Pero hay que hacer dos precisiones capitales con relación a esta idea de
la realización. En primer lugar, no se trata de una figura arbitraria cuya
realización tendría que proponerse la existencia, de forma en cierto modo
gratuita, como fin último de sus acciones. En la idea de realización existe la
indicación de una obligación: no se trata de un estado exterior a la
existencia, que ésta se daría por una pura elección, sino de la prolongación,
llevada hasta su último punto, de lo que la existencia es ya en su
efectividad presente. En segundo lugar, además, ya que el ser futuro de la
existencia no es más que la forma plenamente asumida de lo que la
existencia es ya en sí misma, puede ser aprehendido en el presente a través
de la tensión que lleva hacia él la efectividad de la acción. En la medida en
que es aprehendido como lo que debe dar a la existencia su figura
realizada, está presente como exigencia. Y aquello a lo que se refiere esta
exigencia es la realización de lo que la existencia contiene ya en sí misma
en tanto que no realizada.
Ahora bien, la existencia no está realizada en tanto que es vacío, no
vacío de una especie de complemento indeterminado, sino vacío de una
determinación del que tiene intrínsecamente necesidad precisamente para
realizarse, en virtud de su constitución esencial. Esta determinación es lo
que el vocabulario tradicional de la filosofía denomina el bien. El
movimiento profundo que lleva la existencia más allá de sí misma tiene por
sentido llevarla hacia su bien. Éste es, por tanto, un telos, un término
finalizante que indica hacia qué tiende en definitiva la dinámica existencial.
La tensión que relaciona la efectividad de la existencia con su ser futuro es
idéntica a la tensión que relaciona la existencia con su bien. Pues el ser por
venir de la existencia es su ser realizado y lo que puede proporcionar a la
existencia su cumplimiento es la realización de su bien. Por supuesto, toda
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la cuestión consiste en determinar cuál es el contenido de este bien. El


análisis precedente se limita a describir la perspectiva constitutiva de la
ética; en cuanto tal, esta perspectiva sigue siendo formal.
Es tarea de la moral, en el sentido precisado anteriormente, traducir
esta perspectiva en normas determinadas, dar así un contenido a la idea de
bien y correlativamente a la idea de «vida buena», es decir, a la vida
orientada según la exigencia del bien. Pero se puede dar ya, desde el punto
de vista de la perspectiva, una indicación de principio. El bien de la
existencia es lo que corresponde a su constitución esencial, es decir a ese
modo de ser que ella es y que es característico del ser humano. En términos
simples, se podría decir que el bien del ser humano es la realización
integral de la humanidad en él, la realización de todas las condiciones que
deben ser cumplidas para que su existencia efectiva coincida con lo que es
exigido por su modo de ser específico. Si, para designar este modo de ser,
se utiliza el término de «persona», que ciertamente suele ser más utilizado
normalmente que el término de «existencia», se podría decir que el bien del
ser humano es la realización de todas las condiciones que deben permitirle
vivir como persona.
La segunda precisión que es preciso aportar a la idea de realización es
que la realización de la existencia es una tarea confiada a la existencia
misma. No se trata, en efecto, de un proceso exterior, que viniera solamente
a afectar a la existencia como consecuencia de un feliz encuentro, sino de
un proceso en el que la existencia es llamada a ponerse ella misma en
juego, bajo su propia responsabilidad y asumiendo sus riesgos y peligros.
Al experimentarse como tendida hacia su realización, la existencia
experimenta al mismo tiempo que esta realización depende de sí misma y
que se trata incluso de la encrucijada más esencial respecto a la cual tenga
que tomar posición, ya que se trata en definitiva del destino de su ser
mismo. La existencia es espera de su ser futuro, sin duda, pero bajo una
forma eminentemente activa, en cuanto que en su acción hace venir
progresivamente a la efectividad a su figura por venir. Confiada a sí misma,
la existencia se descubre como teniendo que asumir por sí misma su
realización, como responsable de su propio advenir.
Así, si existe una problemática ética, es porque la existencia está
constitucionalmente atravesada por un deseo fundamental, por un querer
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profundo, que tiene como objetivo la realización auténtica de sí misma y


que correlativamente ella tiene la carga de asumir por sí misma, en su
acción, esta realización. Dicho de otra manera, la problemática ética
concierne a la adecuación entre el querer profundo de la existencia y su
querer efectivo, es decir a la responsabilidad que le es confiada respecto a
su propio ser. Esta responsabilidad no se refiere al hecho de que ella es
real: ella no se ha puesto por sí misma en la realidad, no ha decidido ser.
Sin embargo, el ser que ha recibido es un ser de iniciativa, fuente de
determinaciones nuevas, que se afecta continuamente a sí mismo por lo que
hace. Es un ser llamado a construirse a sí mismo en su acción. Se podría
decir que lo que está en juego en esta construcción no es la simple realidad
de su ser, que le es dada, sino la cualidad de su ser. Es esta cualidad la que
depende de ella. La expresión «vida buena» designa precisamente una
forma de vida en la que la existencia se confiere efectivamente la cualidad
que está en su vocación darse.
El término «existencia», tal como es utilizado aquí, designa un modo
de ser. Este modo de ser se realiza efectivamente en los individuos
concretos que son los seres humanos, «los existentes». Al utilizar aquí un
plural, se constata un hecho fundamental: la distribución de la existencia se
da en una pluralidad de existentes, en interacción unos con otros. Este
hecho implica inmediatamente que la responsabilidad de la existencia en
relación a sí misma es de hecho la responsabilidad de cada existente
respecto a la existencia, tal como se realiza en él, pero también tal como se
realiza en los otros existentes. Sería contradictorio que un existente
determinado, asumiendo la exigencia ética para sí mismo, es decir
reconociéndose como portador del deseo de la «vida buena», no
reconociese este mismo deseo en todos los existentes con los que está en
interacción.
Esto supone evidentemente que reconozca previamente a los otros seres
humanos como existentes: el reconocimiento del otro como sujeto ético
presupone el reconocimiento del otro como existente. El término «otro»
comporta por otra parte esta idea de que el «otro» es portador de la misma
cualidad fundamental que el «yo». El reconocimiento del otro como otro se
efectúa de forma espontánea en la relación interhumana, en tanto que pone
en juego la dimensión afectiva de la existencia y es mediatizado por el
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lenguaje. El reconocimiento ético del otro es el proceder en el que el otro es


tratado efectivamente como portador de una vocación ética.
Sin embargo, hay dos modalidades de la relación interhumana: existen
las relaciones directas, donde cada uno está inmediatamente presente al
otro y en las que en consecuencia cada uno participa «en persona», y
existen además las relaciones indirectas, en las que el otro no interviene
más que de forma anónima y abstracta, a través de las mediaciones
tecnológicas o institucionales. La perspectiva de la «vida buena»,
constitutiva de la ética, incluye por tanto la relación con el otro según su
doble modalidad. En cuanto que la ética es una dimensión de la existencia,
esta perspectiva es una dimensión de la relación interhumana, ya que el
aspecto concreto de la existencia es la vida de los existentes y esta vida es
interrelacional. Tomar en consideración este aspecto interrelacional añade
así una especificación esencial a la determinación de la ética, a saber, que
la realización apuntada por el querer profundo de la existencia no puede ser
de naturaleza solipsista, que el querer de la vida auténtica para sí debe ser
al mismo tiempo querer de la vida auténtica para el otro.
Este querer implica la reciprocidad: lo que el otro es para un «sí», este
«sí» mismo lo es para el otro, y si está llamado a contribuir a la realización
de sí por medio del otro, él mismo está sometido a la condición de no poder
progresar hacia su propia realización más que por medio de la contribución
del otro. El concepto de reciprocidad es el concepto apropiado para
expresar cómo la relación con el otro especifica la dimensión ética.
Naturalmente este concepto mismo se determina según modalidades
diferentes según se trate de relaciones directas o de relaciones indirectas.
En particular, en el caso de las instituciones, este concepto se traduce por la
idea que la posición de cada uno es equivalente a la posición de cualquier
otro, dicho de otra manera, se traduce por la idea de igualdad.

3. Las encrucijadas de la ética


Si es verdad que la ética está esencialmente constituida por un objetivo,
esto implica a la vez que ella es tensión hacia un estatuto futuro de la
existencia y exigencia de realización de este estado. La existencia se vive
no simplemente como no realizada, sino como intrínsecamente portadora
del deseo de su realización. Esta exigencia fundamenta una normatividad,
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que es el principio constitutivo de la moral (en el sentido indicado antes).


La expresión concreta de esta normatividad son las normas que el existente
está llamado a reconocer como reglas imperativas de su acción. La función
de las normas consiste en proporcionar indicaciones que especifican lo que,
en un tipo de situación dada, la perspectiva de la «vida buena» implica para
un agente colocado en una situación de este tipo. Es precisamente en la
formulación de estas normas donde se precisa, respecto a las circunstancias
concretas de la existencia, el contenido de la «vida buena» o la forma de
realización apuntada por la conciencia ética.
Pero si la determinación de las normas quiere ser racional, debe
efectuarse según principios. Estos principios pueden ser considerados como
meta-normas. Estos principios tienen un papel de mediación entre la
perspectiva ética y la formulación de normas concretas de la acción, en el
sentido en que dicen lo que debe ser, en función de la exigencia contenida
en la perspectiva, la forma de las normas concretas. Por tanto, están
encargados de expresar lo que constituye una norma en cuanto norma, es
decir en cuanto especificación de la exigencia ética. En otros términos,
dicen lo que es la normatividad de la norma; ésta es la razón de que tengan
necesariamente un carácter formal.
La teoría de la razón práctica de Kant ha puesto de relieve de modo
especial este aspecto formal de las reglas morales. Ella expresa el principio
fundamental de estas reglas en una fórmula célebre, que relaciona todas las
máximas de la acción (las reglas prácticas que se da el sujeto agente con
relación a las condiciones en las que se encuentra) con el criterio de la
universalidad: «Obra únicamente según la máxima que hace que tu puedas
querer al mismo tiempo que ella se convierta en una ley universal». Esta
fórmula es completada por otra, que hace referencia a la interrelacionalidad
humana y traduce en forma normativa la idea de reciprocidad: «Actúa de
tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en toda
otra, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un
medio». En cuanto a la idea de igualdad, que se introduce en el contexto de
las mediaciones institucionales, se traduce bajo forma normativa en la
«regla de justicia», que formaliza la idea de reparto equitativo de los bienes
y ventajas, dando eventualmente a la idea de igualdad un sentido más
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complejo que el de una simple igualdad aritmética o incluso que el de una


simple igualdad proporcional.
Por supuesto que estos principios generales, al ser de naturaleza formal,
no bastan para determinar normas morales concretas. Dan criterios, pero no
constituyen premisas desde las que pudieran extraerse por simple
deducción las normas concretas. Las normas concretas tienen por objeto
poner en relación la perspectiva ética con los tipos de situación que la
experiencia muestra que hay que tener en cuenta. Por tanto, ellas ponen en
juego una cierta interpretación de estos tipos de situación: para decidir lo
que el objetivo ético requiere de un agente en un tipo dado de situación, es
preciso primero formular un juicio sobre la modalidad de pertinencia de
este tipo de situación con relación a la perspectiva ética.
Este juicio posee un alcance doble. Por una parte, debe hacer ver cuál
es la dimensión ética de la situación; dicho de otra manera, debe colocarla
en la perspectiva que permitirá, en un segundo momento, comprenderla
como apelando por parte del agente tal o cual tipo de comportamiento. Y
por otra parte, debe contribuir a precisar el contenido concreto de la
perspectiva ética; dicho de otro modo, debe contribuir a determinar el
concepto de «vida buena». Sólo en relación a las situaciones concretas se
descubre verdaderamente el alcance de la exigencia ética y se ponen de
manifiesto sus encrucijadas. Además, es preciso añadir que las normas
concretas mismas, conforme a los criterios que determinan su forma, tienen
necesariamente un carácter de generalidad: deben fijar orientaciones
válidas para todo agente colocado en el tipo de situación contemplado.
Sin embargo, un tipo de situación no es todavía una situación concreta.
La acción efectiva se desarrolla necesariamente en circunstancias
particulares, que pueden ser enormemente complejas y que no pueden ser
consideradas simplemente como casos particulares de un tipo universal. El
juicio crítico que el agente está llamado a aplicar a la situación antes de
inscribir en ella su acto, no puede ser comparado a la aplicación mecánica
de una regla, como si se tratara simplemente de remplazar parámetros por
valores determinados para obtener la solución, por medio de un cálculo
apropiado. Las normas morales no dan más que orientaciones y es función
del agente determinar para sí y por sí lo que estas orientaciones le
prescriben en la situación precisa en la que se encuentra.
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Aquí es donde interviene, hablando con propiedad, el juicio moral. Éste


pone en juego lo que se denomina el «sentido moral» o la «conciencia
moral». Y ésta conciencia moral no es otra cosa que la perspectiva ética. El
juicio moral debe ciertamente inspirarse en las normas morales disponibles,
tal como han sido elaboradas en la tradición de la que el agente se reconoce
heredero y tal como han sido críticamente fundamentadas en la reflexión
ética que su cultura pone a su disposición. Pero no podrá juzgar
correctamente sobre su significación con relación a las circunstancias
particulares en las que está llamado a actuar más que a condición de captar
en ellas la perspectiva que estas circunstancias contribuyen a determinar. Y
no podrá reconocer en ellas esta perspectiva más que si la reconoce en sí
mismo, es decir si se asume a sí mismo como sujeto ético o, en otros
términos, si asume en sí la existencia en su dimensión ética.
Sin embargo, ¿cómo precisar, al menos en términos generales, lo que
son en definitiva las encrucijadas de la vida ética? Para responder a esta
cuestión es preciso recurrir a un concepto que pueda expresar la
característica fundamental del ser humano y que pueda al mismo tiempo
proporcionar un principio de finalidad, es decir dar una indicación sobre lo
que constituye la «vida buena». La tradición filosófica nos proporciona tal
concepto: es el concepto de libertad. Lo significado por este concepto es un
modo de operatividad caracterizado por la autonomía: un agente libre es un
agente capaz de darse a sí mismo la ley de su propia acción y de actuar
únicamente en función de esta ley. Por supuesto, es necesario precisar que
la autonomía no significa en modo alguno arbitrariedad; «darse a sí mismo
su propia ley» no significa «adoptar soberanamente y por puro decreto
privado tal o cual máxima», sino reconocer en sí mismo la ley que rige la
acción. El agente libre es autónomo en el sentido de que la ley de su acción
es una ley interior, no una ley impuesta desde fuera. El reconocimiento de
esta ley interior constituye la conciencia moral. Tal ley impone al agente
libre vivir en conformidad con su esencia, es decir en conformidad con su
naturaleza de ser libre o, en otros términos, conforme a su naturaleza de ser
espiritual.
Se podrá, por tanto, decir que la libertad está en presencia de sí misma,
en el sentido que es el poder que permite al agente libre asumirse a sí
mismo como libertad. Pero el concepto de libertad no hace en realidad más
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que aportar una especificación, en la perspectiva de la acción, al concepto


de existencia. El análisis propuesto anteriormente muestra que la existencia
está confiada a sí misma como responsable de sí misma. Esta indicación es
precisamente la que es retomada y explicitada en el concepto de libertad.
La acción propiamente humana, por ser fundamentalmente acción
según la libertad, no está por ello menos condicionada. La existencia está
encarnada y está llamada a vivirse en un contexto cosmo-biológico; ella es
también histórica y está llamada a vivirse en un contexto cultural e
institucional que comporta una herencia al mismo tiempo que determina ya
parcialmente el porvenir. El problema de la libertad es el de tener que
inventar un estilo de vida, en el plano individual y colectivo, tan adecuado
como posible respecto a la idea que representa y que Kant había expresado
admirablemente hablando de un «mundo moral». Este «mundo moral» lo
concebía como teniendo una realidad objetiva, constituida por una parte por
su relación con el mundo sensible (con la realidad concreta de la existencia
encarnada e histórica) y con «un corpus mysticum de seres razonables en
él, en cuanto que su libre arbitrio, bajo el imperio de las leyes morales,
posee en sí una unidad sistemática universal tanto consigo mismo como
con la libertad de todos»
Si el existente tiene la tarea de asumirse como ser libre en el contexto
de los condicionamientos que le afectan, esto significa que debe jugar con
estos condicionamientos, según los poderes de que dispone, con vistas a
realizar lo más posible la integridad de su ser. Ahora bien, es preciso
distinguir aquí tres ámbitos de condicionamiento: existen los que son
propios del medio ambiente cósmico, en tanto que están mediatizados por
los artefactos, los propios del soporte biológico de la existencia, en cuanto
que ésta es por esencia existencia encarnada y los hay que son propios de
las interacciones humanas, en cuanto que éstas se encuentran mediatizadas
por la cultura y las instituciones.
La relación con el medio ambiente plantea un problema ético en la
medida en que la acción puede efectivamente afectarle. Ahora bien, esta
medida se ha ampliado considerablemente en la época contemporánea, en
razón de los desarrollos de una tecnología de base científica. De aquí
resulta un acrecentamiento del dominio del hombre sobre el medio exterior,
que tiene un efecto liberador, reduciendo la parte de las tareas penosas o
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fastidiosas, mejorando las condiciones de vida, favoreciendo el desarrollo


cultural. Pero, correlativamente aparecen ciertos perjuicios y peligros que,
en sentido inverso, pueden comprometer las bases de la existencia. Si la
existencia es responsable de sí misma, esto implica en particular que, a
partir del momento y en la medida en que ella ha adquirido un dominio de
sus condicionamientos exteriores, se hace responsable de ellos.
Consideraciones absolutamente análogas valen evidentemente para lo
concerniente a las bases biológicas de la existencia. Además, lo que está en
juego en este ámbito es más radical, en el sentido que las intervenciones
que se hacen posibles alcanzan a la existencia misma, al alcanzar las bases
biológicas de la existencia. Se puede separar en el pensamiento la
existencia como modo de ser, y la libertad que la caracteriza, de su soporte
biológico, pero no se puede separarlas en realidad. La integridad del ser
humano como ser biológico forma parte intrínseca de su integridad como
existente, es decir como ser espiritual. Aquí viene a situarse toda la
problemática de la bioética. Finalmente, en el ámbito de las interacciones
humanas, encontramos la acción política, en el sentido más amplio del
término, en cuanto campo de acción en el que se establece la forma de las
instituciones y la naturaleza de las relaciones sociales y a través de éstas el
reconocimiento mutuo de las libertades.
Cada uno de estos tres ámbitos: medio ambiente, bases biológicas,
instituciones, es así como un medio de refracción en el que la dimensión
ética de la existencia recibe una determinación específica que contribuye a
precisar su sentido y su alcance. En definitiva, es a través de la apreciación
que se hace de lo que está en juego en las situaciones y de la elaboración de
las normas correspondientes como se determina concretamente la idea
reguladora que el ser humano se hace de sí mismo. Lo que está
verdaderamente en juego en la vida ética es la determinación de lo humano
en el hombre. Esta determinación es práctica, en el sentido que ella se
efectúa en la acción y por la acción. Pero la acción sólo es verdaderamente
acción humana, si es razonable, es decir si se esclarece sobre sus retos a
partir del querer profundo que comporta la existencia. Por consiguiente, la
reflexión es necesaria. Ella debe permitir a la perspectiva ética precisarse, a
la conciencia moral explicitarse respecto a las situaciones que encuentra, y
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a la acción acoplarse a lo que demanda el deseo profundo de autenticidad.


Ella debe, por lo tanto, ser informada y ser interdisciplinar.
Sin embargo, no se puede ocultar que la reflexión no basta: la
determinación de las normas hace referencia en definitiva a la voluntad y
supone un compromiso de sí que plantea la norma en el acto mismo por el
que es reconocido lo que debe ser. Ciertamente, el reconocimiento de la
regla de la acción no es todavía la acción misma, pero tiene ya un carácter
práctico. La vida ética es la vida razonable, pero la razón es a la vez
comprensión y querer, ella es de suyo asunción de una tarea, la instauración
de lo humano.

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