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NARRATIVA 1

Domingo 27 de febrero de 2000


(Titular)

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ESTRATEGIA DETRÁS DEL TERROR PARAMILITAR


(noticia)
El Tiempo 28 de Febrero de 2000

La semana pasada, los paramilitares cometieron la peor masacre que se haya realizado en el país desde la de
Honduras y La Negra, en Urabá, hace más de 10 años. Trescientos hombres llegaron al corregimiento de El
Salado, a 20 kilómetros del Carmen de Bolívar, y asesinaron a más de 40 personas.

Santander Lozada, el segundo comandante de las AUC, y directo responsable de esta masacre, dijo que
buscaban atacar de frente la retaguardia de las Farc. Argumentó que los guerrilleros planeaban desde allí los
retenes en la zona de los Montes de María. Y que respondiendo el llamado de campesinos y transportadores
que viajaban desde Medellín a Cartagena decidieron incursionar en la zona. Vamos a limpiar la Costa de
guerrilla, dijo Lozada
NARRATIVA 2
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EL INFORME DETRÁS DE LA MASACRE


(informe)
El Espectador 14 de Septiembre de 2009

EN UN ESPACIO DE TIEMPO DE SEIS días, y no en los dos a los que la prensa e informes judiciales de la
época hicieron referencia, cerca de 450 paramilitares torturaron y asesinaron a 61 personas.
La masacre de El Salado, corregimiento de El Carmen de Bolívar ubicado en los Montes de María, ocurrida
entre el 16 y el 21 de febrero de 2000, es el segundo caso emblemático, después de su anterior informe sobre la
masacre de Trujillo (Valle), que aborda el grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación
y Reconciliación (CNRR) bajo la dirección del historiador Gonzalo Sánchez. En el marco de la segunda
Semana por la Memoria, lo que hace emblemático de la violencia contemporánea a esta terrible masacre, como
lo sugiere el nombre del informe, La masacre de El Salado. Esa guerra no era nuestra, es el tema de la población
civil que sufre las irreparables consecuencias de estar en medio del conflicto.
En esta oportunidad —y cuántas habrá que se le parecen—, los jefes paramilitares Salvatore Mancuso, Jorge
40 y alias H2 organizaron, en la finca El Avión, municipio de Sabanas de San Ángel (Magdalena), una matanza
con el firme propósito de sembrar el pánico entre las víctimas. Argumentando complicidad con la guerrilla de
las Farc, estigmatizaron a toda una población y procedieron a una serie de prácticas violentas de difícil
enumeración. Pese a que en las versiones libres de Justicia y Paz a las que han comparecido algunos de los
victimarios se niega y guarda silencio frente a la sevicia o simplemente se insiste en los discursos legitimadores
que, a la postre, justifican ante muchos la matanza con frases lapidarias del tipo de “se lo merecían”, es un
hecho que se utilizaron cuerdas de estrangulamiento, se empaló a una mujer, sortearon con números a quién le
figuraba ser asesinado, hubo corte de orejas, golpes con bayonetas, asesinato de una mujer embarazada y
degollamientos de víctimas. Y todo al son de los instrumentos musicales que fueron sustraídos de la Casa de
Cultura: encendieron equipos de sonido presentes en casas, tiendas y billares, crearon un ambiente festivo y con
cada persona que acribillaban en la cancha de microfútbol, escenario del terror, tocaron una tambora.
Más de nueve años después de la masacre, la memoria de las víctimas por la que abogan pacientemente los
miembros del grupo de Memoria Histórica permanece supeditada al relato de los victimarios. Son éstos los que
imponen su versión de lo sucedido, los que figuran ante el Estado como depositarios de una verdad y copan con
sus declaraciones los medios de comunicación. Del lado de la justicia, que esperamos se reactive con este
informe, 15 de los 450 paramilitares implicados han recibido una condena. El propio Carlos Castaño, aun
después de reconocer públicamente su responsabilidad en la masacre, jamás fue condenado. Las denuncias por
la presunta participación de la Infantería de Marina en la masacre —por acción o por omisión— no recibieron
el despliegue que merecían. Se pregunta el informe, al respecto, por qué la Fiscalía se abstuvo de investigar
adecuadamente el vuelo de un avión fantasma el día anterior al ingreso de los paramilitares al casco urbano de
El Salado, así como el sobrevuelo de helicópteros durante los días de la incursión y la movilización de 450
paramilitares en una zona cuyo control, sobre el papel, le estaba reservado a la Infantería de Marina.
Hoy las víctimas de El Salado exigen una reparación colectiva que les ha sido negada. Y ahí no acaba su dolor.
Para aquellos que escaparon de la masacre y, un tiempo después, retornaron a lo que quedó de su pueblo, la
sorpresa ha sido mayúscula. La compra masiva de tierras da cuenta de las dificultades que presenta cualquier
programa de reparación. Más del 90 por ciento de los sobrevivientes, ante tal situación, viven en desplazamiento
en El Carmen de Bolívar, Sincelejo, Barranquilla y Cartagena. Paradójicamente, como en Trujillo, la masacre
de El Salado parece ser una tragedia que no cesa.

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NARRATIVA 3

EL PUEBLO QUE SOBREVIVIO A UNA MASACRE AMENIZADA CON GAITAS


(Crónica)
Alberto Salcedo Ramos.
Publicado: 5 mayo 2011 en Soho

Sucede que los asesinos -advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las 66
víctimas- nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos
de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre, ¿cuántos bogotanos
o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay un pueblo
llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una
tragedia. Mueren, luego existen.

José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco,
asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su
fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos
ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la
primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la
cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para
celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído previamente de la Casa de la
Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos que
se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella
mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes se encontraban apostados allí
por orden de los verdugos.

—Casi toda la gente estaba sentada en ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda
que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.

Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una
aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo
un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde
se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:

—¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!

—¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla!

En seguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la
cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde normalmente es
situado el balón cuando va a empezar el partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un
papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla.
En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa
hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la
fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que
utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol. “¿A quién le toca el turno?”,
preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que
manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le
amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gritos de
monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de
tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José
Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo
del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: el que llore será desfigurado a tiros. Otro
levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a
alguien. “Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí”, repetía, mientras caminaba
por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine. Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles
de tambores. Varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos
tronchados que había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en
la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los
habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número 30 —advirtió uno
de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique Medina Rico. Después
llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un
loro y de otra un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando, finalmente, el
gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.

Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El
país ha conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y al
copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada por 300 hombres armados que
portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Los paramilitares comenzaron a
acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado, se
dedicaron a asesinar a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a
golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se
encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas
y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas
mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los sobrevivientes regresar a
sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la
piel agujereada. Entre tanto ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor,
cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero,
casi a las cinco de la tarde. A esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual
se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo les habían construido
a sus hijos cinco años atrás, estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca,
enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros les caían a dentelladas a los
cadáveres, corrompidos ya por el sol.

—Mi marido —dijo Édita Garrido esta mañana— ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía
las manos llenas de pellejo podrido.

Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se
hubiese presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas
de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que
algunos de quienes todavía seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte.
Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los 150 metros que separan la cancha
del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que
dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar
afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El
Salado es “el pueblo de la masacre”, así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros
vueltiaos y Soledad el de las butifarras. Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas
acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas, se levanta una enorme cruz de cemento. La
pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada
de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra el
mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted,
los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados
en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas a
quienes ya no podré ver vivos. Habitantes de un país terriblemente injusto que solo reconoce a su gente humilde
cuando está enterrada en una fosa. ?
MATRIZ DE ANÁLISIS COMPARATIVO

Características del relato Recuerdo o memoria creada


(qué narra, quién o quiénes son los (Cuáles son los acontecimientos que se
protagonistas, en qué espacios, cuál es recuerdan y desde qué temática son recordados)
el conflicto, desde qué punto de vista se
narra)
Narrativa 1

Narrativa 2

Narrativa 3

Al comparar los relatos se pueden descubrir diferencias, acentos, énfasis, etc. Qué implicaciones tiene esto
para la construcción de convivencia en la sociedad en Colombia, según el concepto de política de Hanna
Arendt.

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