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El Catatumbo: 500 años de violencia y

olvido
Desde la Conquista, las montañas de la región son testigos de la barbarie.
Después de una breve esperanza tras el Acuerdo de Paz, la violencia se
recrudece, el narcotráfico se consolida como motor de la economía y la
ausencia del Estado persiste.

David Leonardo Carranza Muñoz

Publicado en El Espectador

Los habitantes de la región se sienten desamparados y piden inversión social. / David Leonardo
Carranza Muñoz

Las camionetas de la Comisión para la Vida, la Paz y la


Reconciliación del Catatumbo pararon en algún lugar de la
carretera que comunica a Ocaña con la vereda Mesa Rica, municipio
de Hacarí (Norte de Santander). Una de las personas con las que
compartía transporte y que es presidente de una Junta de Acción
Comunal de la región, miró mis pies y preguntó: “¿Está
estrenando?”. Las botas negras de caucho apenas tenían una
pequeña capa de polvo. “Sí”, le contesté. Soltó una carcajada y
subimos al carro. “Lo que para unos es turismo para nosotros es
desastre”, me dijo entre risas.

Me advirtió que me preparara para lo que seguía. Las trochas en


esa zona son transitables solo por vehículos altos que aguanten
cruzar ríos y subir por caminos escarpados. Desde lejos, parecen
serpientes que envuelven las montañas.

Los indígenas barí nombraron a esa región “Catatumbo”, que


significa “la casa del trueno”; de hecho, en esas montañas se
registra la mayor densidad de descargas eléctricas en el mundo:
caen 1,6 millones de rayos al año.

Pero no sería el tronar del cielo sino el de las balas lo que marcaría
el destino del Catatumbo. El primer estallido de violencia fue
durante la Conquista. En 1530, el alemán Ambrosio Alfinger, un
conquistador al servicio del emperador Carlos V y fundador de la
ciudad venezolana de Maracaibo, llegó a la región en un intento por
descubrir el interior del continente y sus riquezas. Aunque murió
tras una batalla con los indígenas que defendían su territorio, el
asedio a los barís y la explotación de las riquezas de esas tierras no
ha parado desde entonces.

En la primera mitad del siglo XX, las empresas petroleras


estadounidenses entraron al Catatumbo. Fue tal su impacto que
algunos lugares fueron bautizados como Campo Dos, Petrolea y
Kilómetro 60, en Tibú. Con la promesa de progreso se terminó por
gestar la segunda ola de barbarie.

“Los gringos”, como fueron nombrados por los catatumberos,


impusieron un sistema clasista en el que ellos estaban en la cima de
la pirámide. Los técnicos colombianos estaban en segundo nivel y
por último los obreros rasos. Los indígenas ni siquiera hicieron
parte de la estructura. Hay relatos que cuentan cómo los
estadounidenses “jugaban” a cazar barís en medio del monte.

La última y aún vigente época de violencia empezó hacia los años


80 con la llegada de las guerrillas. Primero fue el Ejército de
Liberación Nacional (Eln), luego el Ejército Popular de Liberación
(Epl) y después las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(Farc). El conflicto armado se agudizó con la arremetida
paramilitar, que comenzó en 1999. El año más dramático fue 2002,
cuando los grupos armados asesinaron a unas 40.000 personas en
una región de poco más de 288.000 habitantes.

La paz que no fue

A pesar de que tres de estos cuatro grupos suscribieron acuerdos


de paz con el Estado, la violencia se resiste a abandonar el
Catatumbo. El Epl se desmovilizó en 1991, pero una disidencia
actúa bajo el frente Libardo Mora Toro. El bloque Catatumbo de los
paramilitares dejó las armas el 10 de diciembre de 2004, y los frentes
Héctor Julio Peinado Becerra y el Resistencia Motilona lo hicieron
en 2006. Sin embargo, de la región no se ha ido el miedo al
resurgimiento de las Autodefensas. Menos ahora, cuando en el
municipio de Convención, según denuncian los campesinos, se ven
de nuevo las siglas “AUC” pintadas en los postes de luz. Por su
lado, un grupo del frente 33 de las Farc creó una disidencia, porque
“el Gobierno no les ha cumplido lo que pactaron en los diálogos de
paz de La Habana”.

Poste de luz en el municipio de Convención. / David Leonardo Carranza Muñoz

El Ejército responde a los grupos armados ilegales que hay en la


zona con la Fuerza de Tarea Vulcano, la Trigésima Brigada y la
Fuerza de Despliegue Rápido 3. Esta última fue presentada por el
presidente Iván Duque en Ocaña el 28 de octubre de 2018, apenas
82 días después de haber iniciado su mandato.

“Bala para el pobre”

En El Tarra, uno de los 11 municipios que componen el Catatumbo,


las fachadas de las casas están rayadas con las siglas del Eln, Epl y
las Farc. Además, hay un retén del Ejército en la salida hacia Tibú.
Fue en ese municipio donde un campesino tomó la palabra durante
una de las sesiones de la Segunda Misión de Verificación
Humanitaria, conformada por organizaciones sociales de la región
y apoyada por la Asociación Minga y dijo: “Vida tranquila aquí no
hay. Aquí no hay ayuda para el pobre, lo que hay es bala”. En esa
frase resumió el sentir de decenas de campesinos de veredas
pertenecientes a Hacarí, San Calixto y El Tarra que dieron sus
testimonios durante los cuatro días de la misión.

Olger Pérez, líder comunitario del Catatumbo, quien fue miembro


de la Unión Patriótica y víctima de cinco atentados, asistió a la
sesión que tuvo lugar en El Helecho, vereda de San Calixto, ubicada
en la parte alta de la montaña y que desde hace unos meses tiene
fuerte presencia militar. Los soldados se apostaban cerca de sus
trincheras, a lado y lado de la carretera. “El Gobierno argumenta
que para lograr la estabilidad y acabar con el conflicto en la región
hay que mandar más militares. Nosotros decimos lo contrario. Los
problemas del Catatumbo se solucionan con inversión social”.
Trincheras del Ejército en la vía a El Helecho. / David Leonardo Carranza Muñoz

Las escuelas de la zona son prueba del olvido estatal. En Mesitas,


vereda de Hacarí, los “salones de clase” para bachillerato están
hechos con lona verde. Son unos cubículos donde, a falta de
cemento que divida los espacios, los estudiantes de octavo
irremediablemente escuchan lo que les enseñan a los de noveno, los
de décimo a los de su curso anterior, y así.
Impactos de bala en la escuela de Mesitas. / David Leonardo Carranza Muñoz

El Consejo Noruego para Refugiados donó los salones de primaria


que están hechos con concreto. Sin embargo, en el cemento se ven
los impactos de los proyectiles y los marcos de las ventanas están
rasgados por las balas. En ese lugar estudian 157 niños y niñas.
En otra escuela, en la vereda La Esperanza, de San Calixto, los
baños no tienen agua. En Mesa Rica, Hacarí, sí hay agua, pero el
espacio en donde está el sanitario no tiene puerta. La atención de
salud también es precaria. Según cuentan los campesinos, si una
persona de la zona rural de ese municipio se enferma, tiene que
pagar $100.000 para que una ambulancia la lleve a un centro
hospitalario. “Acá no hay ni un triste doctor (…) Yo no lo soy, pero
hago de doctora, enfermera y psicóloga”, dijo Sonia Torres,
habitante de la zona. “A las gestantes les dan la cita cuando ya ha
nacido el bebé”, dijo otra mujer con una niña de tres años en su
regazo.
Los catatumberos de las zonas rurales parecen haberse
acostumbrado a que su voz no sea escuchada. Por eso, la
organización social por medio de las Juntas de Acción Comunal
(JAC) trata de suplir al Estado. Por ejemplo, en las trochas no es
extraño encontrar peajes comunitarios que, aunque ilegales, son la
única forma en la que más o menos se puede hacer mantenimiento
a los caminos.

Pero con la militarización del Catatumbo, los presidentes y


miembros de las JAC sienten miedo por los prejuicios de los
soldados.

“Un día hablé alrededor de media hora con un cabo de apellido


Martínez. Yo llevaba una sudadera impermeable, de esas
sencillitas, y me dijo que esas prendas las usaba la guerrilla. Yo le
dije que no, que en El Tarra, que es el pueblito que más
frecuentamos, usted la consigue en cualquier almacén de ropa”,
contó un campesino de la zona rural de San Calixto.

Terminó de hablar, miró hacia el cielo y terció la boca como quien


recuerda algo con gracia. Volvió a mirarme y con sus manos señaló
la gorra blanca que llevaba puesta. Tenía bordados los anteojos
redondos y la figura de la cicatriz de Harry Potter. “Me compré esta
gorra para que me identifiquen. Me advirtió que no usáramos ropa
de colores oscuros”.

Se militariza la montaña (otra vez)

El miedo a las ejecuciones extrajudiciales es un fantasma que no se


va del Catatumbo. En diciembre de 2018, la Asociación Minga, el
Comité de Integración Social del Catatumbo (Cisca), la Corporación
de Abogados Luis Carlos Pérez y la Asociación de Campesinos del
Catatumbo (Ascamcat) presentaron a la Jurisdicción Especial para
la Paz dos informes en los que se documentan 158 homicidios que
el Ejército habría presentado como “bajas en combate”. Los casos
expuestos presuntamente fueron cometidos por miembros de la
Brigada Móvil n.° 15 entre 2005 y 2008.

“Muchas veces los altos mandos y el mismo Gobierno exigen


resultados ante una presencia tan grande del Estado a través del
Ejército en una región de estas, y muchas veces los mandos más
pequeños buscan de una u otra forma demostrar que están
haciendo algo. Ese es el peligro y el miedo que existe en la
comunidad: que en el afán de mostrar resultados se presenten estas
situaciones de ejecuciones extrajudiciales”, dijo José de Dios Toro,
alcalde de El Tarra.

Luego del escándalo provocado por el artículo de The New York


Times en el que se alertó sobre las directrices de los altos mandos
del Ejército para exigir, entre otras cosas, “duplicar los resultados
operacionales” el temor se acrecentó.

Nicholas Casey, autor de la investigación, publicó uno de los


documentos que sirvió de base para su texto, que se llama
“Cincuenta órdenes de comando”. En este se lee: “No exigir la
perfección para realizar operaciones, hay que lanzar operaciones
con un 60 % - 70 % de credibilidad y exactitud”. Ese documento está
firmado por 13 generales, entre ellos el comandante del Ejército,
Nicacio de Jesús Martínez, y el comandante de la segunda división,
que tiene jurisdicción en el Catatumbo, Mauricio Moreno.

“Estamos en una guerra muy compleja, pero nunca el objetivo va a


ser el campesino indefenso. Por el contrario, ellos son a los que
vamos a defender y los líderes sociales son vitales para llegar a
ellos, pero obviamente estamos atentos a recibir cualquier queja
que se pueda presentar”, dijo al respecto el general Moreno.

El comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano, general Diego Luis


Villegas Muñoz, en su acto de perdón luego del asesinato del
excombatiente de las Farc Dimar Torres por parte de miembros del
Ejército, dijo estar al mando de 4.000 hombres; pero las
organizaciones sociales calculan que hay entre 14.000 y 20.000
uniformados en el Catatumbo. El general Moreno le dijo a El
Espectador que el número de hombres es variable porque las
operaciones que desarrolla el Ejército son conjuntas y coordinadas
con la Fuerza Aérea, la Armada y la Policía.

Otro campesino contó que, en fiestas de fin de año, los soldados


bajaron a su finca y le pidieron que les vendiera tres gallinas. El
hombre y su familia no estarían por unos días en sus tierras y, según
dijo, así se lo hicieron saber a los uniformados. Aseguró que cuando
volvió no encontró algunas de sus aves, pero que las plumas
estaban cerca de los árboles de plátano cuyos racimos también
habían sido cortados. “Al otro día mandé al obrero a trabajar. Lo
agarraron (militares) y le dijeron que qué estaba haciendo por allá.
Que si es que iba a meterles minas o qué. Que ellos sabían que todo
el que llegaba a la casa mía era guerrillero”.

Además de la estigmatización que sufren por parte de los soldados,


las comunidades de los siete lugares que la Comisión visitó
insistieron en que el Ejército ubica las unidades en los nacimientos
de agua y que montaña abajo el líquido no es apto para el consumo
humano o que llega muy poco. Además, dicen que hay restricción
de movilidad después de las seis de la tarde y que cuando los
detienen les toman fotos a ellos y a sus cédulas.

“La persona que se haya sentido invadida por los controles nos lo
pone en conocimiento y de manera inmediata iniciamos una
investigación para que esa situación sea corregida, porque lo que
más necesitamos es el respeto por los derechos humanos y el
derecho internacional humanitario”, dijo el general Moreno.
Aunque el militar asegura que tiene voluntad de investigar este
tipo de situaciones y de, según el caso, castigar al uniformado que
obre mal, los campesinos dicen tener miedo a las represalias de los
soldados.

En Monte Tarra, Hacarí, la sesión con la Comisión se hizo en un


billar. Unos siete militares con sus fusiles rodearon el sitio.
“Nosotros somos campesinos y civiles. No nos metemos
absolutamente con nada. Tenemos un solo delito; tenemos cultivos
sembrados. Usted sabe muy bien. Ellos mismos saben por qué los
tenemos”, dijo agazapado contra la pared un miembro de una de
las Juntas de Acción Comunal de la zona. El mismo hombre contó
que después de este tipo de reuniones los militares los amenazan
con erradicarles sus cultivos. “La vez pasada trajimos aquí una
comisión de personeros. Vinieron y nos acompañaron la Defensoría
del Pueblo y otras entidades. Cuando se fueron, los militares
dijeron que nos iban a arrancar la coca a los campesinos porque eso
era promovido por los presidentes (de las JAC)”.

Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos de las


Naciones Unidas, en el Catatumbo está el 16 % de los cultivos de
coca del país, con 28.244 hectáreas destinadas a este fin.
Los cultivos de coca aparecieron en el Catatumbo a finales de los años 80. /David Carranza Muñoz

Sin embargo, está lejos de ser un negocio rentable para los


campesinos. A pesar de la voluntad de algunos de cambiar sus
cultivos, el costo del transporte, encarecido por el estado de las
trochas, y el variable precio del café o el cacao hacen que esa opción
no sea rentable. La coca es el único cultivo que les da una mediana
seguridad económica, sin que esto sea sinónimo de prosperidad;
todo lo contrario, es un círculo vicioso de pobreza en municipios
como El Tarra, Hacarí y San Calixto, donde 73 de cada 100 personas
viven en condiciones de pobreza.

“¿Quién está garantizándole la economía al campesino? La


criminalidad a través del narcotráfico”, aseguró otro hombre en
Mesa Rica, Hacarí.
La sensación que da al escuchar a los campesinos del Catatumbo es
de desesperanza. La ilusión que hubo tras el Acuerdo de Paz entre
el Estado y las Farc les hizo pensar que por fin iban a existir las
condiciones suficientes para que la región fuera vista como un polo
de desarrollo. Que el Estado haría presencia y garantizaría los
derechos de los catatumberos. Hizo pensar que por fin cesaría la
espiral de violencia que desde la Conquista envuelve a la casa del
trueno.

El mismo hombre de la gorra blanca miró las montañas y se secó


las lágrimas luego de ver a uno de sus primos, quien fue
amenazado de muerte, llegar con escoltas a la reunión. “Soñamos
con la paz, pero lo despierta a uno la pesadilla de la guerra”.

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