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UNA ECONOMÍA DE ENGAÑO, EXCESO Y DESPERDICIO

Por: Zygmunt Bauman

La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos
como ninguna otra sociedad pasada logró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo. Sin embargo,
esa promesa de satisfacción sólo puede resultar seductora en la medida en que el deseo permanece
insatisfecho o, lo que aún es más importante, en la medida en que se sospecha que ese deseo no ha
quedado plena y verdaderamente satisfecho. Si se fijaran unas expectativas bajas a fin de asegurarse
un fácil acceso a los productos que puedan colmarlas, o si se creyera en la existencia de unos límites
objetivos a unos deseos «auténticos» y «realistas», sería el fin de la sociedad, la industria y los
mercados de consumo. Precisamente, la insatisfacción de los deseos y la firme y eterna creencia en
que cada acto destinado a satisfacerlos deja mucho que desear y es mejorable son el eje del motor de
la economía orientada al consumidor.

La sociedad de consumo consigue hacer permanente esa insatisfacción. Una de las formas que tiene
de lograr tal efecto es denigrando y devaluando los productos de consumo poco después de que
hayan sido promocionados a bombo y platillo en el universo de los deseos del consumidor. Pero hay
otra vía (más eficaz todavía) oculta de la atención pública: el método de satisfacer cada
necesidad/deseo/carencia de manera que sólo pueda dar pie a nuevas necesidades/deseos/carencias.
Lo que empieza como una necesidad debe convertirse en una compulsión o en una adicción. Y en
eso se acaba transformando, gracias a que el impulso de buscar en los comercios (y sólo en los
comercios) soluciones a los problemas y alivio para el dolor y la ansiedad es un aspecto de la
conducta cuya materialización en hábito no sólo está permitida, sino que es activa y
vehementemente alentada. Pero también deviene una compulsión por otro motivo. Como el ya
fallecido Iván Illich mostró en su momento, la mayoría de las dolencias que reclaman tratamiento
médico en la actualidad son enfermedades «iatrogénicas», es decir, afecciones patológicas causadas
por terapias pasadas: el «residuo» de la industria médica. Pero esa es una tendencia fácilmente
apreciable también en la industria de consumo en general. Hazel Curry ofreció recientemente un
ejemplo excelente de una tendencia universal: la profesión médica ha detectado auténticas
epidemias de «piel irritable» que se han extendido a un ritmo vertiginoso y que, hasta el momento,
han afectado ya a un 53% de los occidentales. Sólo algunos de esos casos pueden ser atribuidos al
fenómeno (genéticamente determinado) de la llamada «piel sensible». La mayoría, sin embargo, son
casos de piel sensibilizada, es decir, de una piel que se ha vuelto sensible «por influencia de un
severo régimen de cuidado de la piel».

En una sociedad de consumidores, la expansión del acné en la población adulta sólo puede obedecer
a una expansión de la demanda de dichos consumidores y del mercado de productos de consumo.
«Las marcas de productos dirigidos a calmar la piel, como Chantecaille, Liz Earle o Dr. Hauschka,
han gozado de un enorme éxito en los últimos años. De resultas de ello, otras marcas más grandes
y establecidas, como Dermalogica, Jurlique o, más recientemente, Carita, han lanzado gamas
similares» . Susan Harmsforth, una de las más destacadas expertas en ese campo y fundadora,
además, de una de las marcas, aconseja actualmente a las víctimas de estas epidemias «que usen uno
o dos productos de una línea más suave durante un mes» y que luego «introduzcan un producto o
tratamiento durante un mes más y bajo vigilancia de un terapeuta». Es de esperar, pues, que en el
breve plazo de unos pocos años, cuando los efectos de las presentes terapias contra los restos de
terapias anteriores se hagan visibles y la profesión médica declare la llegada de una nueva epidemia,
vuelvan a ofrecerse nuevas gamas de productos y consejos similares a los actuales.

Para que la búsqueda de realización personal no se detenga y para que las nuevas promesas sigan
resultando seductoras y contagiosas, hay que romper las que se hayan hecho anteriormente y hay
que frustrar las esperanzas de realización. Para un adecuado funcionamiento de la sociedad de
consumidores es condición sine qua non que entre las creencias populares y las realidades de los
consumidores se extienda un ámbito de hipocresía. Toda promesa debe ser engañosa o, cuando
menos, exagerada para que prosiga la búsqueda. Sin esa frustración reiterada de deseos, la demanda
de los consumidores podría agotarse rápidamente y la economía orientada al consumidor perdería
fuelle. Es el excedente resultante de la suma total de promesas el que neutraliza la frustración
causada por el exceso de cada una de ellas y el que impide que la acumulación de experiencias
frustrantes mine la confianza en la eficacia final de la búsqueda.

El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, exceso y desperdicio. Pero el engaño,
el exceso y el desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el
único régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una sociedad de consumidores. El
amontonamiento de expectativas truncadas viene acompañado paralelamente de montañas cada
vez más altas de artículos arrojados a la basura, productos de ofertas anteriores con los que los
consumidores habían esperado en algún momento satisfacer sus deseos (o con los que se les había
prometido que podrían satisfacerlos). El índice de mortalidad de las expectativas es elevado y, en
una sociedad de consumo que funcione adecuadamente, debe mantener una progresión ascendente
constante. La expectativa de vida de las esperanzas es mínima y sólo una tasa de fertilidad
desmesuradamente alta puede evitar que se consuman y se apaguen. Para mantener vivas las
expectativas y para que las nuevas esperanzas ocupen enseguida el vacío dejado por las ya
desacreditadas y descartadas, el trecho desde el comercio hasta el cubo de basura debe ser corto y la
transición muy rápida.

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