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'Muerte dulce', de Emma Cohen. Los niños verdugos

Article · April 1994

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Salustiano Martín-González

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Muerte dulce, de Emma Cohen
Los niños verdugos

Emma Cohen, Muerte dulce,


Madrid, Debate, 1993, 226 pp.

[Reseña, 249 (abril 1994), 33]


Emma Cohen (Barcelona, 1946) es, me parece, un caso típico de capacidad narrativa
desaprovechada. Me consta su buen hacer, incluso en aventuras tan limitadas como la que dio
origen a su primera novela (Toda la casa era una ventana, 1983), y su talento enunciativo-
compositivo, bien demostrado en la segunda (Negras tierras negras, 1988), la mejor y la más
personal e intensa de cuantas nos ha ofrecido hasta este momento. En fin, además de dos
extensos relatos infantiles (Alba, reina de las avispas, 1986, y Miranda Hippocampus o la isla
del aire, 1990), ha publicado también, con estructura de novela, un texto de encargo sobre
Hechizos, filtros y conjuros eróticos (1990), que dice acerca de su tendencia a la formalización
narrativa. Sin embargo, no acaba de despegar en la buena dirección, debido a las exigencias
impuestas por su modo (coyuntural) de afrontar la escritura novelesca. Así, ahora esta Muerte
dulce es un intento, relativamente desaliñado, que, si confirma (entre líneas) su capacidad para
contar historias complejas, habla también del apresuramiento de su redacción y queda lejos del
logro conseguido en Negras tierras negras.

Emma Cohen trata de reflexionar narrativamente sobre el momento presente. Estamos en


Madrid, en los primeros días de diciembre del año 1988, y asistimos a los desastrosos avatares
de una mujer, Cecilia Espona, que ha estado (y ya no está) institucional y políticamente
comprometida con el gobierno en el poder. Ha sido hasta este momento un importante cargo
público; una facción de su propio partido ha debido de airear algunos de sus trapos sucios. A
lo largo de la novela esta mujer apenas sobrevive: el fraude-malversación que presuntamente
ha realizado en el desempeño de sus tareas, es la pesada losa que gravita sobre los dos años de
continua precariedad afectiva y existencial que constituyen la narración. Al comenzar ésta, la
protagonista dice estar enferma "de mandar, de traición, de olvido": ahora inicia una alocada
carrera hacia adelante que la llevará al desastre final.

Cecilia Espona decide cambiar de rostro para pasar desapercibida ante sus airados
conciudadanos y, también, como un acto de repudio y desasimiento del pasado: nacer de la
operación quirúrgica como si fuera una persona distinta, abocada a una nueva vida,
desembarazada de rencores. Con la cara que su hijo ha decidido que tenga (la de "Sirenita": así
se titula el capítulo que abre la novela), trata de rehacer su vida; sin embargo, no hace otra cosa
que navegar a la deriva, tropezándose con todas las esquinas de la vida, trazando esperpénticos
derroteros no menos ilegales e idiotas que la idiota ilegalidad de la que procede su
desesperación actual: dando palos de ciego que siempre acaban lloviendo sobre ella.

Su hijo, Max (¿Stirner?), es el paradigma de los hijos postmodernos (todos ellos únicos,
presuntos propietarios del universo) con que esta sociedad nos castiga: aunque no tiene más
que siete años, ya está provisto de un buen ordenador para él solo; es egoísta, egocéntrico e
irresponsable, y no da señales de tener siquiera una pizca de auténtica sensibilidad amorosa
hacia su madre. Ni una sola vez se plantea la necesidad de apoyarla, ahora que la han
abandonado sus poderosos amigos del gobierno, ahora que se encuentra sumida en el
desvalimiento moral y afectivo. Hijo de un padre que desconoce, decide ahora que quiere saber
quién fue y tener con él una relación familiar y sentimental adecuada. Del fraude de ella, y de
su dimisión y dificultades consiguientes, y de la necesidad de padre de él, surge todo el
desarrollo (y el desenlace) de la novela, puesto que aquel fraude y esa necesidad hacen brotar
en el niño un odio ciego hacia su madre, su decisión de no volver a verla o a hablar con ella,
su deseo de que desaparezca del todo de su vida (y de la vida). Así, con verdadera saña y las
teatralizaciones consabidas, va empujando a su madre hacia una tierra de nadie en que no
parece haber salida alguna: sólo el exilio (literalmente), al principio, y, por fin, el suicidio.

El argumento así considerado, y la trama narrativa en que es desarrollado, son interesantes,


y Emma Cohen maneja bien el instrumento discursivo que les da cuerpo. Sin embargo, a
menudo nos sorprende con errores graves en la correlación temporal de los verbos (pretérito
indefinido vs. presente de indicativo), que no se justifican ni literaria ni argumentalmente (pp.
11, 13 y 14, por ejemplo) y que parecen deberse a la precipitación y a la ausencia de una
detenida revisión del texto; o con el confuso manejo de los pronombres de objeto directo e
indirecto, con abundantes leísmos (incluso éstos respecto de objetos directos femeninos) y
laísmos; en fin, con cierto desaliño léxico y morfosintáctico. Por lo demás, en relación con
aquella precipitación puede estar la endeble caracterización del hijo, quien parece tener una
increíble madurez psicológica e intelectual, en penosa contradicción con su irresponsable
amoralidad infantil.

La habilidad narrativa de Cohen es cierta; también lo es su agudeza psicológica y


existencial. Sólo debiera tomarse con más calma la escritura de sus novelas.

Salustiano Martín

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