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El espacio narrativo de La torre vigía dista en gran medida de los espacios novelísticos
anteriores. Ya no sucede la acción en una España de posguerra, fuera un pequeño pueblo o uno
mayor, ni siquiera ocurre en España y mucho menos se sitúa en un tiempo definido. El tiempo y
el mundo en el que sucede la obra de Matute es uno donde encontramos caballeros y señores
feudales, muy a la manera de la edad media. Sin embargo, no podemos referir a una España
histórica, pues la presencia de seres fantásticos, como los ogros, llevan directamente al relato a
un plano ficticio, y si bien aparecen objetos y temas compartidos con nuestra realidad, estos no
parecen ser eje de la narración, como sucede con los elementos cristianos aludidos de vez en
cuando (la capilla, las costumbres cristianas). Al contrario, parecen ser más prominentes
elementos paganos, alusiones a dioses perdidos, a civilizaciones más allá de la humana. Este
espacio sin duda podría llevarnos a creer que la novela de Matute está alejada completamente de
la realidad en la que vivía la autora, pero en cuanto nos adentramos a la trama, percibimos ciertos
elementos que resuenan como un eco de la España franquista. La novela fue publicada en 1971, a
poco de la muerte de Franco y del término del franquismo, la situación, no obstante ya se
percibía tensa, a partir de los actos terroristas de la ETA. Esta incertidumbre también es
percibida en la novela, en la medida en que la situación política y de salud del barón Mohl va
languideciendo escalonadamente, lo mismo que los ánimos del personaje principal, cada vez más
indiferente y alejado de la realidad. Asimismo, el reino de Mohl, aunque en aparente paz y en
regulado orden, demuestra en el interior una decadencia de valores, reflejando que en la realidad
aquellos gobernantes tan refinados y respetados era ogros en busca de una pureza que sentían
perdida. Tal pérdida la vemos con la situación de los niños, tanto del lado del Barón Mohl como
de su esposa. Pero esta decadencia no es exclusiva del barón y su mujer, también la
presenciamos con los demás personajes de linaje: el Conde Lazko y el padre del personaje
principal; a través de ellos presenciamos la decadencia política, pues muestran que la paz no es
fruto de un común acuerdo entre las partes, sino por la carencia de fuerza necesaria para ir en
contra del barón. En los aspectos previamente mencionados podemos encontrar ciertas
similitudes con los últimos años de la España franquista, en especial la apariencia de bienestar
social y político, mismos que en la década de los 70’s terminaron por explotar. Ciertamente no
diría que esta novela tiene como finalidad la crítica al gobierno franquista, como sí lo hacían
novelas anteriores, pero sí podemos encontrar en ella las huellas de la España que se vivía.
El desarrollo del personaje principal semeja al principio, al de las obras picarescas,
particularmente el _Buscón_ ; en ambas obras el personaje principal es un niño que, no
estando en pésimas condiciones, pues sus padres tienen un trabajo, siempre se encuentra en
una posición de vulnerabilidad. Pero lo que diferencia al personaje de _La torre vigía_ del
protagonista del _Buscón_, es la pertenencia a la nobleza, aunque ésta sea decadente: sus
padres son descritos como personas bárbaras, sin ningún conocimiento de cómo gobernar y
preocupadas únicamente en la satisfacción de sus deseos. A partir de ello, el camino de
formación seguirá una línea encaminada a seguir el rol impuesto a su clase: el ser un caballero.
Esta formación, no obstante, se distinguirá de aquella presente en las obras de caballerías por
tres razones que considero principales: la necesaria autoformación del protagonista,
representada con los fragmentos de la caza, que resulta incompleta en lo social; la presencia
del mundo interior del joven, el cual nos muestra la incertidumbre por la que éste pasa; y la
brutalidad de la vida, misma que se representa con la quema de las “brujas” y la imposibilidad
de comunicación, mediante el encuentro con el mendigo y la hija del herrero. Estos elementos,
a mi juicio, dialogan con los rasgos de la novela tremendista de Cela, en la medida en que el
protagonista también se encuentra en una imposibilidad de diálogo, siendo la violencia la única
vía.
Si en un inicio se buscaba alcanzar ser caballero, a raíz de la muerte del ahijado y del Conde
Lazko, el protagonista encontrará todos estos roles sociales imbuidos en una guerra sin sentido,
misma que verá en sus visiones, representada por la lucha entre los caballos blancos y negros.
De tal forma, la torre vigía, espacio que tomará mucha importancia en los últimos capítulos,
representa un lugar en donde, por su misma condición, el protagonista se alejará cada vez más,
buscando el pasado y la inocencia perdida entre los ogros, simbólicamente, y los ingenuos
caballeros. De ahí que el fragmento de la capilla suponga un final trinitario: final simbólico, con
su visión de escape; final de formación, al casi volverse caballero; y final de vida, al ser
asesinado saliendo de ella. Con ello Matute niega la formación de su personaje y de una España
naciente, que siendo gobernados por ogros, su único lugar en la sociedad es la muerte y la
incomprensión.
La guerra civil española dividirá a España en dos grupos, el grupo de los ganadores y el grupo de
los perdedores, división que estará presente en todas las esferas sociales y políticas, y cuya
línea se difuminará paulatinamente. En el ámbito de la poesía dos grupos representarán tal
escisión, por un lado estará el grupo de la poesía arraigada, conformada por los poetas afines al
franquismo, mientras que del otro lado estará la poesía desarraigada, aquellos intelectuales
que, no pudiendo salir de España, debieron quedarse en el país. Las diferencias entre ambos
grupos será evidente: los poetas arraigados harán un regreso estilístico, retomando la tradición
clasicista y los temas afines a la ideología católica (amor sereno, a la familia tradicional) y
nacionalista; en este grupo escribirán poetas como Luis Rosales y Felipe Vivanco. Del otro lado,
Dámaso Alonso, junto con Victoriano Crémer, alzarán su voz en contra del franquismo, con
poemas en los que la angustia existencial, el dolor de la pérdida y la tristeza, son los temas
principales.
Ya en los 50s la poesía tomará otros caminos, gracias a la distensión en la censura franquista.
Los poetas ahora buscarán una poesía más comprometida con las clases sociales menos
favorecidas (obreros), convirtiéndose en una poesía social. Blas de Otero, Gabriel Celaya, entre
otros autores de la década, escribirán poemas con mensajes claros, directos y fáciles de
entender, de modo que sean accesibles y sentidos por todos. En ese sentido, podemos
considerar que este “nosotros” colectivo es la continuación del que Miguel Hernández
expresaría en algunos de sus poemas.
Los 60s se caracterizan por un regreso al “yo” del poeta. nombrada “la poesía de la
experiencia”, los poetas pertenecientes a esta generación se caracterizan por hablar de
anécdotas personales, intentando encontrarse a sí mismos en el proceso y ocasionalmente
aludiendo a la España vivida. Los poetas más característicos de esta generación son José Ángel
Valente y Jaime Gil de Biedma. Si en los 60s hubo un regreso al “yo” poético, los 70s, bajo la
generación de los novísimos, retomarán las vanguardias. Estos poetas, entre los que figura
Leopoldo María Panero y Antonio Colinas, se caracterizará por una constante búsqueda de
experimentación y refinamiento de la poesía, con el fin de encontrar nuevos horizontes y
formas de la poesía. No obstante, dicha generación será rápidamente combatida por el
neovanguardismo, corriente de muchas corrientes, aunque todas con el común rechazo al
refinamiento de los novísimos; en ella estará el neosurrealismo, con Blanca Andreu; la poesía
metafísica, de Olvido Valdés; la poesía de la conciencia, con Jorge Riechmann, y una renovación
de la poesía de la experiencia, con Luis García Montero.