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LA IRA

UN RECLAMO PASIONAL DE JUSTICIA


Giovanni Cuccienero

De todos los vicios, la ira es quizás el más reconocible y el que más nos avergüenza, pues
cuando somos presa de ella parecemos un libro abierto, en el cual se puede leer hasta lo más
profundo. De ahí que su fenomenología sea más rica y conocida que la de los otros vicios,
porque tiende per se a manifestarse hacia el exterior, presentando un componente fisiológico y
psíquico reconocible desde la antigüedad: «la ira es un apetito penoso de venganza por causa
de un desprecio manifestado contra uno mismo o contra los que nos son próximos, sin que
hubiere razón para tal desprecio»[1]. La ira es concreta e individual, está ligada a una persona o
a una acción precisa, a diferencia del odio, que es general, hacia toda una clase social o
categoría de personas. Hay otra diferencia importante entre odio e ira: normalmente esta
última está ligada a un dolor, que sin embargo tiende a desaparecer en el tiempo, lo que no
sucede con el odio[2].

La Biblia distingue cuidadosamente la ira de Dios de la ira del hombre; esta última casi siempre
se evalúa en términos negativos. En el libro de los Proverbios, se advierte al sabio contra el
peligro de la ira, por las terribles consecuencias que puede acarrear (cfr. Prv 6,34; 15,1; 16,14;
19,19; 27,4). El sabio debe guardarse de cultivar la ira, más bien debe dominarla (cfr. Prv 15,18;
22,24; 29,8.11), por eso se alaba al hombre que es «lento para la ira» (Prrv 14,29; 15,18;
16,32). En cambio, el que es presa de la ira es el necio (Prv 14,17.29), que por eso mismo nunca
podrá ejercitar la justicia (Prv 14,17; Stg 1,20).

A la ira de Dios se alude en términos distintos de la ira humana, vinculándola sobre todo a la
alianza con Israel: «Las múltiples y diversas manifestaciones de la ira de Dios tienen un
denominador común: allí donde la ira de Dios amenaza con estallar o estalla realmente, está en
juego la existencia de los afectados; o, en otras palabras: allí donde la existencia está
amenazada, el hombre de la antigua alianza ve la ira de su Dios […]. Cuando se viola la santidad
de JHVH, estalla su ira (cfr. Sal 2,12; 2 Re 22,13; Is 65,5), se enciende un fuego»[3].

En estos casos, se trata de una cólera que no surge para defender los propios intereses
lesionados, como en el caso del hombre, o para reclamar venganza a causa de una ofensa
sufrida, sino que está esencialmente ligada al amor; la cólera de Dios advierte a Israel cuando
está violando la alianza, poniéndose en el camino de la muerte[4]. E incluso cuando ha dado
rienda suelta a su ira, Dios sabe mantenerla bajo control porque ama a los que castiga y espera
siempre su arrepentimiento. De hecho, a la amenaza de la ira sigue siempre la oferta de
reconciliación para entrar en la salvación, hasta el punto de que, cuando el hombre se
arrepiente, Dios detiene sus intenciones violentas: piénsese en el episodio de la viña de Nabot
(cfr. 1 Re 21,29), o en la conversión de la ciudad de Nínive (cfr. Jn 3,10).

También el Nuevo Testamento se preocupa de distinguir diversos modos de ira; es buena


cuando la ejerce Dios, mientras que cuando la expresa el hombre conduce a la injusticia: «El NT
conoce una santa indignación que odia lo que Dios odia, y la muestra especialmente en Jesús
mismo (cfr. Mc 3,5; Jn 11,33.38; Hch 17,16); pero en la ira de Jesús se manifiesta la ira propia
de Dios […]. La ira de Dios surge del amor herido, la del hombre del egoísmo irritado»[5]. La
característica del discípulo es no ceder a la ira (Col 3,8; Ef 4,26: «No permitan que la noche los
sorprenda enojados» »; 1 Tim 2,8). Hay que añadir también que la ira, aplicada a Jesús, no es
nunca un sentimiento que domina a la persona, llevándola adonde no quiere ir, como sucede
con el iracundo: Jesús permanece siempre señor de su propia ira.

La ira, una pasión compleja

Los antiguos situaban la ira en la facultad que llamaban irascible[6], una clasificación retomada
en los mismos términos por los escolásticos: no sólo era identificable con el arrebato de cólera,
sino que formaba parte de esa facultad más general que hace al hombre capaz de reaccionar y
afrontar las dificultades. De hecho, lo irascible engloba una serie de actitudes y pasiones muy
importantes; entre ellas, Santo Tomás enumera la esperanza: spes prima est inter passiones
irascibilis[7]. La ira nace de una tristeza del alma, pero también del deseo de intervenir en la
situación para cambiarla, es decir, es una reacción animada por la esperanza de poder reparar
un mal sufrido; cuando, por el contrario, se juzga que la situación está más allá de las propias
capacidades, se convierte sólo en triste resignación. La esperanza es un elemento
estrechamente ligado a la pasión de la ira, una pasión en la que hay muchos sentimientos
encontrados[8].

Así, la ira reúne en sí misma estados de ánimo muy diferentes, que constituyen sus
«ingredientes»: «audacia, tristeza y esperanza»[9]; debido a la complejidad y variedad de
elementos presentes en esta pasión, Santo Tomás se priva de señalar un opuesto apropiado
para la ira, ya que en ella se encuentran sentimientos contrarios: «Pues el mismo hecho de que
la ira sea causada por pasiones contrarias, es decir, por la esperanza, que tiene por objeto el
bien, y por la tristeza, que tiene por objeto el mal, incluye en sí contrarios; y por tanto no tiene
contrarios fuera de sí»[10].

Entre los elementos descriptivos, sin embargo, el fuego es el que más caracteriza el
temperamento del iracundo, un fuego incontenible y destructivo que sólo se agota cuando
todo a su alrededor se ha convertido en humo y cenizas: la ira hace tierra quemada cuando se
la deja arder indiscriminadamente. Aristóteles había distinguido a los iracundos en «coléricos,
amargados y despiadados»[11], una tripartición que Tomás retoma en su tratamiento de la ira,
describiendo los diversos aspectos del temperamento iracundo: los que se enfadan con
facilidad (coléricos), los que permanecen agobiados en el recuerdo (amargados) y los que están
obsesionados por el ansia de venganza (despiadados), lo que conduce a diferentes
comportamientos posibles[12].

La misma variedad de tonos se advierte también en lo que se refiere a la expresión de la ira, lo


que muestra, una vez más, la posible variedad de caracteres y tipos humanos, aspecto
señalado por Gregorio Magno con finura psicológica: «Algunos se asemejan a los juncos
cuando se los da al fuego: claman y hacen mucho ruido al arder, prenden enseguida, pero
pronto se convierten en cenizas y se enfrían. A otros, en cambio, al igual que los troncos más
duros y pesados, les cuesta encenderse, pero una vez encendidos es difícil extinguirlos; tardan
mucho en encenderse, pero conservan más tiempo el fuego de su furia. Otros, y son los
peores, prenden inmediatamente y tardan mucho en apagarse. Por último, algunos apenas se
encienden y se apagan inmediatamente»[13].
La gran variedad de situaciones y categorías posibles dificulta un tratamiento unificado de la
ira. No es negativa en sí misma: si el fin y los medios que persigue son buenos, puede
convertirse en un valioso apoyo para hacer el bien; de hecho, en algunas circunstancias y por
motivos graves, la ira se convierte en algo correcto y adecuado: «Sin ira fracasa la enseñanza,
no se pronuncia la justicia ni se reprimen los delitos. Quien no se enfada cuando hay motivo
para ello, peca»[14].

La diversidad de enfoques e imágenes utilizadas por los Padres para describir la ira es también
un indicio de la complejidad de esta pasión. Precisamente por sus múltiples significados, la ira
puede convertirse tanto en un vicio como en un valioso instrumento al servicio del bien: «Una
cosa es la ira de la impaciencia, otra del celo; la primera nace de un vicio, la segunda de una
virtud»[15].

Esta fue también la enseñanza de Aristóteles, quien observó en la Ética a Nicómaco que
enfadarse con la persona adecuada, de la manera adecuada, en el momento adecuado y por la
razón adecuada es algo virtuoso aunque sea raro y difícil[16]. También para Santo Tomás, como
hemos visto, la cólera puede apuntar a un fin bueno, con medios que pueden permanecer
ordenados en relación con ese fin; puede convertirse así en una búsqueda de justicia frente a
un mal hecho[17]. Por otro lado, en cuanto a su valoración global, recuerda que una acción,
para ser considerada buena, debe serlo en todos los aspectos, tanto en el fin como en los
medios elegidos, y si faltara un punto, la valoración final sería negativa[18]. La posibilidad de
introducir una medida en la ira encierra la lección fundamental de que ésta puede vivirse de
distintas maneras, incluso al servicio del bien.

¿Las personas nacen iracundas o se vuelven iracundas?

La ira, y los comportamientos que derivan de ella, tiene que ver con el misterio mismo de la
psique humana, y señalar sus términos adecuados de responsabilidad es bastante difícil;
paradójicamente, es el vicio más visible pero también el más oculto, íntimamente entrelazado
con el componente biológico y psíquico de la persona. Algunas investigaciones neurológicas
muestran en los pacientes irascibles o en los asesinos en serie daños cerebrales que modifican
su comportamiento y su estado de ánimo en general[19]. Y sin embargo, como observan los
propios autores de las investigaciones, si sólo se tratara de una cuestión neurológica o
bioquímica, no se explicaría el hecho de que no todos los que presentan tales modificaciones
manifiesten un comportamiento irascible.

Los estudios realizados por Yudofsky sobre este tema conducen a diferenciar entre la ira
ordinaria y la ira de naturaleza neurológica[20]. La ira «neurológica» se presenta
inmediatamente en sus niveles más altos, y la persona que la experimenta parece incapaz de
controlarse. La cólera «ordinaria», por el contrario, presenta una escala de aumento
progresivo; además, y ésta es la diferencia más importante, este crecimiento exponencial es
sentido como tal por el sujeto. No todos los investigadores, sin embargo, han llegado a una
conclusión común, especialmente en lo que se refiere a la supuesta falta de control de la ira
neurológica, a su marcada diferencia con la ira ordinaria y, por último, a las posibles
repercusiones a nivel de valoración moral y penal de los delitos cometidos bajo su amparo. De
hecho, incluso en el ámbito forense, la pericia psiquiátrica es siempre bastante controvertida a
este respecto[21].
Entonces, ¿de dónde viene la ira? ¿Es un efecto necesario e ineludible, una huella genética con
la que nace el individuo? A pesar de la diversidad observada de temperamentos y situaciones,
la reflexión, clásica y moderna, filosófica, religiosa y psicológica, apunta siempre a la
copresencia de racionalidad, afectividad, neurobiología, historia personal, temperamento y
libertad en el comportamiento irascible. Tras siglos de investigaciones, observaciones y
estudios sobre el tema, todavía se puede suscribir la apreciación de Séneca sobre este punto
decisivo: «Es mi opinión que la ira no se atreve a nada por sí misma, sino que espera la
aprobación del alma […]. Esto es complejo e implica todos los factores: percepción del hecho,
indignación, condena, venganza. El conjunto no puede producirse si el alma no ha dado su
asentimiento a los factores que la han afectado»[22]. La consideración de la ira como una
pasión compleja y misteriosa, lugar de encuentro de muchos puntos de vista – cognitivo,
afectivo, espiritual, histórico – se reconfirma así en la psicología. La atención que los medios de
comunicación dedican a la ira con motivo de trágicos acontecimientos informativos revela
también la importancia que esta pasión tiene desde el punto de vista social, ya que se dirige a
la esfera relacional, trayendo consigo desintegración y destrucción.

Una de las razones que se aducen para explicar esta preocupante proliferación de la ira debería
identificarse, según algunos, en la creciente dificultad para separar el elemento virtual de la
realidad, hasta el punto de no reconocer la gravedad de ciertos comportamientos
«transgresores y destructivos», perseguidos de forma impulsiva, sin tener en cuenta la
influencia que ello podría tener en los demás. Esta habituación emocional conduce cada vez
con mayor facilidad a repentinos y terribles estallidos de ira, como una especie de voluntad de
compensación, incluso una forma de sentirse de alguna manera «vivo». Los autores de la
masacre del instituto Columbine, que tuvo lugar en Denver el 20 de abril de 1999, eran dos
adolescentes descritos por sus compañeros como tímidos, introvertidos y retraídos, con pocas
relaciones sociales, que pasaban su tiempo libre fantaseando sobre cómo vengarse de
supuestos agravios que habían sufrido. Otras manifestaciones similares de violencia explosiva
mostrarían esta combinación de aislamiento social, evasión hacia la fantasía, atracción
morbosa por la violencia destructiva[23].

El problema de una sociedad violenta sigue estando en su raíz cultural; en otras palabras, hay
que preguntarse por la dirección en la que avanza una sociedad que, por aburrimiento, tristeza
o morbo, tiende a alimentarse cada vez más de violencia y abusos a nivel relacional,
informativo (que lo bueno no sea noticia es un hecho triste…) e imaginativo: pensemos en la
prosperidad de videojuegos, películas y novelas cada vez más violentos, que acaban
convirtiéndose en una especie de droga emocional que requiere dosis cada vez más fuertes
para captar el interés.

A todo esto hay que añadir la creciente ausencia de figuras educativas y afectivas capaces de
integrar los impulsos agresivos presentes en la persona, sobre todo en la edad del desarrollo;
esta ausencia, a menudo acompañada de situaciones de violencia familiar, constituye el
aspecto más grave de la propagación de comportamientos marcados por la ira. El psiquiatra
Robert observa a este respecto: «Si nos centráramos exclusivamente en los medios de
comunicación de masas, como si fueran la única causa del aumento de la violencia en América,
pasaríamos por alto otros factores importantes. El cambio de actitud de los padres, que
permiten a los niños ver programas violentos; el aumento significativo de los divorcios y, por
tanto, de las familias monoparentales; el aumento del consumo de alcohol y drogas; el fácil
acceso a las armas de fuego; la desintegración de las comunidades urbanas; el grave aumento
de los malos tratos a los niños y de la violencia familiar: éstos son sólo algunos de los otros
factores importantes que contribuyen al actual aumento de la violencia»[24].

El vicio de la rabia, en sus múltiples manifestaciones, destaca como denuncia de la pobreza


cultural, relacional y afectiva de las sociedades hastiadas y frustradas: «Nos entretenemos con
deportes violentos y apoyamos programas de entretenimiento mayoritariamente violentos.
Cuando, por el contrario, una sociedad desprecia la ira y el uso de la fuerza, y fomenta el
acuerdo, el perdón y la paciencia estoica, se produce una disminución significativa de los
incidentes de ira y agresión. El problema central de la ira es, de hecho, cómo controlarla»[25].

Hacer frente a la ira

Resumiendo lo que hemos visto hasta ahora, puede decirse que la reflexión moral sobre la
ilicitud de la ira gira mayoritariamente en torno a dos consideraciones fundamentales: 1) a
menudo, no suele haber suficiente lucidez en el sujeto respecto a lo que ha sucedido; así, la
lectura de los hechos puede distorsionarse fácilmente, y con ello también la acción que le
sigue; 2) la ira es un mecanismo que, una vez desencadenado, crece cada vez más, tendiendo
espontáneamente a desbordar la capacidad de autocontrol. Estas observaciones refutan un
frecuente lugar común según el cual la mejor manera de calmar y dominar las pasiones, ya se
trate de la agresividad o de la sexualidad, sería darles rienda suelta, de modo que puedan
extinguirse mediante una especie de autocombustión. Las investigaciones realizadas, en
consonancia con el pensamiento de los antiguos, muestran exactamente los resultados
contrarios: cuando uno alimenta las pasiones, se convierte fácilmente en su esclavo, y cada vez
resulta más problemático expresarlas con control. La filosofía antigua y la tradición cristiana
subrayan la importancia de la fortaleza y el dominio de uno mismo para poder dominar la ira,
sin pretender suprimirla. La Biblia insiste repetidamente en la valiosa capacidad de
autocontrol: «Una respuesta suave calma la ira» (Prv 15,1); «La paciencia es mejor que la
fuerza de un héroe, el que se domina a sí mismo vale más que el que conquista una ciudad»
(Prv 16,32); «Una ciudad desmantelada, sin murallas, así es el que no puede dominarse a sí
mismo» (Prv 25,28).

Como hemos visto, la ira puede, en cambio, expresarse de manera razonable, ya que
inicialmente va acompañada de la razón[26]; de hecho, enfadarse presupone una evaluación
de lo sucedido, indagando la gravedad del mal recibido[27]. La cólera puede contenerse: el
intento de presentar la irracionalidad como el dinamismo motivacional último del
comportamiento humano es, por tanto, falso: «Los clásicos y los autores devocionales, aun
siendo muy conscientes del poder de las emociones, estaban firmemente convencidos de la
capacidad última de la razón para controlar las pasiones. Este es un aspecto importante del
control sobre la ira […]. El objetivo principal de sus ensayos y discursos es subrayar nuestra
capacidad de autocontrol»[28].

Detenerse a reflexionar sobre los propios actos es una poderosa ayuda para reconocer y
«desmontar» el mecanismo de la ira; esto favorece la toma de conciencia y la adquisición de
más información, elementos decisivos para afrontar con mayor soltura las situaciones críticas
en las que uno se ve expuesto a la ira. Un famoso experimento realizado en los años sesenta
por dos investigadores estadounidenses, S. Scachter y J. E. Singer, confirma la importancia de
este aspecto: «A algunas personas se les inyectó epinefrina[29] en cantidades tales que
aumentaban su presión sanguínea, aceleraban sus latidos cardíacos y alteraban su temperatura
corporal y su frecuencia respiratoria. De los inyectados con epinefrina, algunos eran
conscientes de su efecto y, por tanto, esperaban experimentar los síntomas asociados a esta
sustancia; a otros sólo se les dijo que la sustancia era inofensiva […]. Los que esperaban
sentirse acalorados y agitados, es decir, experimentar los síntomas físicos provocados por la
epinefrina en ellos mismos, no declararon experimentar diferencias significativas en su estado
de ánimo. En cambio, los que no sabían que estaban bajo los efectos de la epinefrina se vieron
inducidos a interpretar los síntomas a la luz de sus experiencias muy recientes y, por tanto, a
traducirlos en estados emocionales»[30].

En este experimento puede observarse un factor decisivo en la gestión de la agresividad, el


hecho de ser consciente de los elementos en juego, estar de alguna manera preparados. Este
tipo de concienciación resulta de gran ayuda en situaciones que tienen un vínculo privilegiado
con la agresividad, como es el caso de la actividad física y competitiva en general; en estas
circunstancias se nota una liberación masiva de epinefrina, que a su vez provoca un aumento
de la tendencia agresiva. Por supuesto, la mera toma de conciencia no es suficiente; muchas
personas irascibles saben lo frustrante y humillante que es perder el control de uno mismo y
sufren mucho por ello, el sueño, el apetito, las ganas de vivir se ven afectados: el conocimiento
frente a la ira puede ser un primer paso, importante por supuesto, pero también requiere de
otros.

Una ayuda valiosa en este sentido puede consistir en cultivar y potenciar «canales
sublimadores» adecuados, que ayuden a relajarse: el juego, el deporte (vivido como un
momento libre), la música, la actividad física, dormir más, etc., son muy útiles en este sentido.
Santo Tomás aconsejaba distraer el pensamiento, dirigiéndolo hacia otras cosas capaces de
despertar sentimientos que habían permanecido ocultos y aparentemente borrados por la
ira[31]. El canto, en particular, es la actitud antitética por excelencia a la agresividad: quien
canta no puede conservar la cólera, porque el canto suscita emociones opuestas, tendentes a
la emoción y a la ternura. De ahí la profunda verdad del proverbio: «Canta, para que se te
pase». También el humor ayuda a «desinflar» la agresividad, ya que es esencialmente una
invitación a no tomarse demasiado en serio; reconocer la ira con buen humor, burlarse de ella,
advertir de su tendencia a exagerar, ayuda más fácilmente a reducirla, sin descuidar sus
exigencias de justicia, que pueden ser incluso más eficaces.

La decisión de tomar voluntariamente las riendas de la propia vida también se confirma


psicológicamente; introducir un nuevo comportamiento en una situación conocida ayuda a
dominar la agresividad: «Numerosos estudios han demostrado que uno de los métodos más
eficaces para cambiar las actitudes y los valores es producir un cambio en el
comportamiento»[32].

Sin embargo, una perspectiva religiosa sigue siendo de indudable ayuda para hacer frente a
situaciones muy injustas, que invitarían a comportamientos inspirados por el odio y la
venganza. Hay una sorprendente similitud entre los pasos terapéuticos propuestos sobre cómo
reconocer, evaluar y expresar la ira y la estructura del examen de conciencia propuesto por San
Ignacio[33]: revisar las circunstancias del día, los pensamientos, los sentimientos presentes, la
acción que resultó, la forma en que uno hubiera querido actuar, qué actitudes y acciones
hicieron posible vivir de otra manera. Lo fundamental para Ignacio, sin embargo, es el
horizonte más general en el que se sitúa el examen de conciencia, la acción de gracias a Dios
por los beneficios recibidos y la gracia de recibir ayuda del Señor para vivir bien el día. El
sentido de gratitud proporciona el contexto correcto en el que situar el problema, dándole el
peso que le corresponde.
Además, saber que hay una justicia final que no defraudará las expectativas, y que los astutos,
los deshonestos, los malvados, no se saldrán con la suya, alimenta la esperanza y equilibra la
ira, permitiendo vivir todo esto con una actitud más veraz y tranquila. La consideración de la ira
de Dios, juez supremo (¡en primer lugar de nuestras vidas!) que no dejará sin cumplir las
exigencias de la justicia, es en algunos casos la única garantía capaz de frenar la ira humana de
su potencial destructivo.

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