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LA IRA Y LA PAZ

Dick Tonsmann V.

San Juan Crisóstomo (347 – 407), escribió: “Quien se irrita sin motivo es
culpable, pero quien se irrita con causa justa no es culpable”. ¿Qué significa
exactamente esta expresión? ¿En qué sentido podemos decir que la ira está justificada o
no? ¿No había dicho Jesús en el sermón de la montaña que “todo aquél que se
encolerice contra su hermano será reo ante el tribunal” (Mt 5, 22)? ¿Cómo conciliar el
Evangelio con las expresiones del Padre apologeta de la Iglesia oriental del siglo IV?
¿De qué clase de ira estamos hablando?
Antes del cristianismo, el primero que reflexionó sobre esta cuestión con cierta
amplitud fue Platón en el libro de La República. Allí identificó los tres tipos de alma,
definidas como la concupiscente, la pasional y la racional. Precisamente la Ira es el
término que fue asociado con el alma pasional bajo la expresión griega Thymos. Pero
este concepto significaba mucho más que la sola ira, en el sentido de cólera. Era el
impulso que mueve al hombre a actuar en una situación de peligro, como el soldado en
tiempos de guerra o el indignado ante una situación de injusticia. Platón mostró en este
marco que, si las virtudes de la moderación y la valentía acompañaban a dicha ira,
podían dirigirla por el camino correcto de la razón.
Posteriormente Aristóteles en la Ética a Nicómaco, al desarrollar la doctrina de
las virtudes como el justo medio entre el exceso y el defecto, identificó la ira como un
área común de la naturaleza humana, cuyo exceso y vicio sería la del iracundo, mientras
su defecto sería ser incapaz de ira. En otras palabras, que no es sólo un vicio dejarse
arrastrar por la ira, sino que también es igualmente inadecuado y no corresponde con la
naturaleza humana no ser capaz de tenerla. En ese sentido debemos recordar que lo que
llamamos propiamente virtud es una cuestión de carácter, no de temperamento. Es decir
que corresponde con la así llamada, segunda naturaleza. Lo que conlleva un trabajo y
un esfuerzo en términos de construirse una forma de ser sobre la base de aquel genotipo
con el que venimos al mundo. De allí que la virtud como justo medio que identifica
Aristóteles es la de la apacibilidad. Es decir, el carácter de llevar a cabo la buena obra
desde la paz sin negar la naturaleza de la ira.
Nótese que no se trata de una oposición entre la paz y la ira como si fuesen una
virtud y un defecto. Al contrario, el defecto, como hemos señalado sería la ausencia de
la ira. Si la paz es una virtud sólo puede construirse sobre la base de la naturaleza
primera. Si no fuese el caso, ¿dónde estaría su mérito?, habría pensado Aristóteles. Pero
igualmente, en consonancia con la idea de Platón, la ira no puede ser dejada como un
caballo desbocado como muchas veces ocurre con soldados en la batalla que pierden su
norte y matan por matar, revelando con ello rupturas psicológicas graves y alienaciones
mentales difíciles de curar.
Sin duda el Evangelio nos da pistas para entender mejor esta compleja situación
de la naturaleza humana. En un relato que se encuentra en los sinópticos, pero está más
especificado en el Evangelio según San Juan, se cuenta que Jesús, al entrar en el Templo
de Jerusalén y ver a vendedores y cambistas, hizo un látigo con cuerdas y los echó a

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todos, tirando las mesas y desparramando todas las monedas (Jn 2, 13 -17). Por
supuesto que en ninguna parte se escribe que dio latigazos a la gente, aunque sí les
malogró el negocio que, para Jesús, consistió en hacer del templo literalmente una
cueva de ladrones.
Jesús no se dejó llevar por la ira y actuó contra el delito, motivado por una recta
indignación. Ya Aristóteles había señalado en el libro citado que “el que se indigna se
aflige por los que prosperan inmerecidamente”; sin que esto signifique ni envidia ni
malicia. Y es que la ira bien entendida (en el sentido del Thymos griego), es el impulso
para la acción, no algo que deba ser sostenido en el tiempo. Si esto es así se convierte en
odio y, junto con la envidia, desarrollan el espíritu de venganza. Y si dicha explosión de
odio no se concretiza y se retiene, entonces aparece el resentimiento acumulado que,
como explicó Scheler (El resentimiento en la moral), ya no se queda sólo en el hecho
concreto de un individuo determinado, sino que se desfoga anónimamente frente a
cualquiera, generando un carácter amargado que envejece infelizmente con el paso de
los años. Ese es el camino que lleva al lado oscuro, como enseñan los caballeros Jedi.
Así se entiende cómo Jesús, habiendo realizado este acto, que muchos
calificarían como violento, al empujar mesas y batir el látigo para espantar a los
animales en venta, pueda decir que todo aquel que se encolerice contra su hermano es
reo ante el Tribunal. Y es que la ira como impulso primario debe centrarse en el hecho y
no en la persona. Por contraparte, es el odio irracional a un otro concreto, a un próximo,
lo que termina por desvariar el espíritu del hombre con la posibilidad de llevarlo a un
delito, merecedor de ser juzgado en los tribunales. Ya que, al final, si la paz no se
sobrepone a la ira, las consecuencias en términos prácticos pueden ser devastadores.
En la película de 1993 de Joel Schumacher, titulada en castellano Un día de
furia, el personaje principal, representado por Michael Douglas, muestra la naturaleza
de la ira en nuestra sociedad. La cual es puesta de manifiesta ante el caos de las grandes
ciudades y los problemas de estrés contemporáneo. Un entorno de vida agitada que no
favorece el desarrollo de un carácter apacible, sino que más bien catapulta el
temperamento a formas violentas ajenas a todo sentido de virtud y hunden al trabajador
en una dinámica de furia sin fin. Es lo que llamamos, la sociedad del Fast and Furious
(aludiendo a otra serie de películas más popular y que representa al mundo en que
vivimos). Por otra parte, en el mismo film de Schumacher está el personaje del detective
que lo busca, representado por Robert Duvall, y que es la antítesis del personaje
anterior. Un policía a punto de jubilarse que calmadamente asume las contrariedades de
la investigación. Pero que, igualmente, llevado al punto máximo de disgusto de algún
compañero malicioso de la oficina, pierde la compostura mostrando los límites de la
naturaleza humana, incluso para aquellos quienes buscan construir un carácter apacible.
Y es que no todo puede depender solamente de uno sino también del entorno
propiciador para la paz. Como dijo Ortega y Gasset, “yo soy yo y mis circunstancias”.
Sólo la búsqueda de estos espacios puede llevarnos al éxito de estar en el mundo sin ser
del mundo.
Finalmente, la paz que se rompe con las guerras, la paz social en peligro
permanente por las injusticias que son carne de cañón de los medios todos los días, es la
paz perdida en el interior de los seres humanos. No sólo no habrá paz sin justicia entre

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los pueblos, ni habrá paz sin justicia social, sino que sobre todo, no habrá paz en el
mundo si no hay justicia en el alma del hombre. Por ello una antigua oración cristiana
por la paz rezaba: “Que haya paz en el mundo y que comience conmigo”. Y eso
significa trabajar en la apacibilidad de la ira que permite un correcto accionar frente a
las injusticias que indignan. Y si entendemos la ira como una pasión y no como un
vicio, sabremos educarla en función de la paz si reconocemos nuestra fragilidad y
nuestras propias limitaciones humanas. Porque no hay que olvidar que todos podemos
correr el peligro de perder esa paz ganada por la ira y hay que estar atentos a esa
posibilidad siempre presente.

Lima, 7 de marzo. Cuaresma del 2023.

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