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Se trata de un libro necesario, muy necesario. De los que deberían salir a montones (aunque
algunas importantes figuras hay en ello hace ya unos años). Un libro que no es de historia ni
lo necesita porque es un libro de combate. Para ello, dado que su temática es lo que Roca
Barea denomina fracasología -aunque, como indica, no es un término que ella inventara-,
esto es, el abandono por no decir traición que muchos elementos de las élites intelectuales y
políticas -no todas, claro- ejercieron a partir del cambio de dinastía en España, va a recorrer
en casi quinientas páginas la historia de España desde mediados del siglo XVII a nuestros
días.
Y lo va a hacer con un estilo tan claro como ameno y en tres partes. En una primera,
dedicada al Siglo de las luces y las sombras, comienza desgranando el cambio de dinastía y
lo que va a suponer para las élites políticas e intelectuales. Nos relata los esfuerzos del
embajador Henri de Harcourt para formar un partido francés a favor de la sucesión
borbónica poco antes de la muerte de Carlos II, la oscuridad del Motín de los Gatos, así
como la gestación de la versión francesa de la leyenda negra y, con la nueva dinastía, el
proceso por el que se iría imponiendo y asimilando por los españoles. Un efecto muy
destacado, y que Roca Barea señala en repetidas ocasiones, es la ausencia en todo el
periodo Borbón de historias de España en el periodo Habsburgo.
En una segunda parte la autora nos adentra en los años que van de la Guerra de
Independencia al 98 y su desastre. Aquí el papel de los afrancesados, al lado del absolutismo
borbónico y después de Napoleón, va a quedar bien claro, frente al liberalismo, defensor de la
soberanía nacional y contrario al francés. Sin dejar de dedicar unas páginas a algunas de las
producciones culturales en suelo español durante la época y su significado, como el teatro
de Moratín y el flamenco. Aquí también veremos cómo la hispanofobia fracasológica estaría
ya incrustada en nuestras élites a pesar de que, como muestra la autora en un ejercicio
comparativo con el «imperio» francés, hay pocas razones para ello. El mito de la España
exótica y excepcionalidad europea -cuando no ya africana- va tomando buen cuerpo; a su
vez, y como corolario, situaciones y hechos históricos que tuvieron lugar en muchas otras
partes de Europa se transforman en particularidades españolas. Pero, como decíamos, no
todas nuestras élites fueron iguales, por ello, suponemos, Roca Barea termina esta parte
destacando la figura de Modesto Lafuente.
La tercera parte, a nuestro entender, es la más firme del ensayo y la más original. En esta
parte la potencia deshollinadora, con respecto a nuestra negritud, de la historia comparada
mostrará su potencial a la vez que su sencillez. Así, comienza la autora tratando, desde el 98
hasta nuestros días, el problema de España, el regeneracionismo, la generación del 98, la
polémica entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz sobre el ser de España, el cambio de
paradigma en las élites -de Francia a Alemania- y el papel de la Institución Libre de
Enseñanza. Hecho esto dedicará 30 contundentes páginas al economicismo protestante y
sus mitos, analizando y mostrando las constantes ambigüedades, falsedades y
contradicciones de La ética protestante y el «espíritu» del capitalismode Max Weber;
ambigüedades, falsedades y contradicciones que muchos historiadores, economistas,
filósofos y demás supuesta intelectualidad española asumirá sin más. Seguirá después con
un rápido recorrido por el racismo de base de los nacionalismos españoles, tan racistas en
su nacimiento como ahora aunque se vistan de izquierdistas y demócratas. Y concluirá
mostrando las vergüenzas de los atropellos y genocidios cometidos en California por
personajes tan afamados como Stanford, y en otros rincones de Norteamérica; vergüenzas
de las que se pretende culpar ayer, hoy y mañana, como no podía ser de otra forma, a la
malvada España.
Por otra parte surgen otras dudas: suponiendo que el imperio continúa por inercia, ¿por qué
sigue, en el caso español, creciendo durante el siglo XVIII si en verdad está «agonizando»? Y
también, si su caída fue rápida a inicios del XIX cuando se le acabó la fuerza inercial, ¿por
qué no sucedió a inicios del XVIII? Como cuerpo inercial en el XVIII también había múltiples
fuerzas capaces de desviar o frenar su inercia, si estaba ya tan debilitado debería haber
agotado su inercia. Suponemos.
Unas páginas después, en la 61, la autora vuelve a realizar una afirmación un tanto idealista
al tratar sobre la moral y las ideologías. Comenta el nacimiento de la figura del intelectual
como creador de opinión pública a partir de la ilustración francesa, como consecuencia de
una religión que «ha dejado -o está dejando- de cumplir su función social, como explica
Habermas». Y si bien podríamos admitir que la función de los intelectuales sea la de generar
opinión, o la de administrar la opinión para su clientela, también consideramos exagerado
afirmar que a inicios del siglo XVIII la religión -la cristiana, se entiende- está dejando de
cumplir su función social. No podemos admitir tales afirmaciones, aunque lo explique
Habermas[1], ya que, por un lado, la pujanza de la religión -explicitemos: la religión católica o
cristiana- en esos momentos tenía tanta fuerza o más como en el siglo anterior, y en el XIX
no será poca. Por otro lado, a esos generadores de opinión los leían unos pocos en realidad,
las élites si se quiere, o partes suyas, pero la sociedad en su conjunto seguía siendo tan
cristiana como antes. Pero es que, además, tampoco consideramos admisible, por idealista,
afirmar que las ideologías sean a partir de ese momento «las productoras de moral». Y es
idealista porque las realidades morales no surgen de las ideas o de las ideologías, estas, las
ideologías, sirven para agrupar y conformar el entendimiento de unos grupos frente a otros
en sus posiciones acerca de las realidades políticas, sociales, culturales, artísticas o lo que
se quiera, pero no son las que generan las normas morales. Porque estas son producto de
cursos históricos de rutinas victoriosas que se van desplazando continuamente unas a las
otras en función de las necesidades de pervivencia del conjunto social -y de los distintos
grupos que componen dicha sociedad-. Es más, distintas ideologías pueden compartir
normas morales sin por ello dejar de ser ideologías y sin haber dado lugar a estas, pudiendo
incluso estas normas morales ser determinantes de algunos tramos de esas ideologías.
Roca Barea, a pesar de sus múltiples aciertos, y no son pocos, muestra aquí de nuevo
reseñables debilidades filosóficas.
Otra debilidad filosófica también puede verse en el capítulo tercero cuando trata sobre la
literatura y se adentra en definir qué es la literatura. Y afirma, página 108: «La literatura es un
alimento espiritual necesario para el ser humano en todo tiempo y lugar. Existe con el
lenguaje y no depende de la escritura». De nuevo aquí los tintes idealistas lo manchan todo y
las dudas surgen. ¿Qué es eso de un alimento espiritual? ¿Qué es el espíritu, y de qué espíritu
hablamos? Nos dice también que es necesario, ¿pero por qué, qué razones hay para ello? Si
las hay la autora debería darlas. Y añade que es necesario para el ser humano, pero ¿para el
ser humano como especie animal o el ser humano ya como hombre, como realidad
antropológica? Y si es necesario para ser hombre, ¿es porque el hombre se puede definir
como «el animal literario»? ¿Es una necesidad de la «condición humana», sea cual sea el
grupo humano del que estemos hablando y del momento histórico e incluso filogenético del
que estemos hablando? Parecería que no, puesto que nos dice que la literatura existe con el
lenguaje y no depende de la escritura. Pero entonces, si es necesario para el ser humano en
todo tiempo y lugar, como si fuera una característica nuclear suya, habría que admitir que
antes del surgimiento del lenguaje no habría seres humanos entendido antropológicamente.
Necesitaríamos, pues, para entender la literatura, una teoría antropológica que Roca Barea no
nos proporciona.
Y no sólo eso, tenemos más dudas. Porque ¿qué está entendiendo Roca Barea por cultura?
¿Se está refiriendo al arte, a la literatura, a la música? ¿Es, por ejemplo, la política cultural o
no? Y si no lo es, ¿por qué no lo es y cómo se puede separar de la cultura? ¿No estará de
nuevo la autora deslizándose hacia el esencialismo y haciendo de la cultura un todo
megárico separado en mayor o menor medida del resto de fenómenos antropológicos y/o
políticos? ¿No estaría cayendo en lo que desde el materialismo filosófico se denomina mito
de la cultura? No lo sabemos, la autora en ningún momento lo deja claro.
Pero sea así o no, a nuestro juicio, un ensayo dedicado, nuclearmente, a la sumisión de las
élites españolas a la cultura francesa debe contar, necesariamente, con una teoría de la
cultura. Y que no dispongamos de ella a lo largo de sus páginas es una de las grandes
debilidades, si no la mayor, del ensayo de Roca Barea. Porque al no disponer de ella no
podemos saber qué partes de la cultura española, lo más importante a la hora de la
subordinación, son sumisas o no, o en qué grado lo son. Ni podemos saber exactamente qué
élites caen en la fracasología y qué élites no. Por eso cuando páginas después, en la 243,
Roca Barea habla de «las élites que condujeron el Imperio español a su fragmentación y
luego han dirigido los destinos de las partes fragmentadas a ambos lados del Atlántico» no
podemos saber tampoco a qué se refiere con precisión. Porque, en primer lugar, no podemos
sustancializar a las élites y tratarlas como un continuum que se van desplegando a lo largo
de los siglos sin tener en cuenta las diversas causas y razones para sus actuaciones -
fracasológicas o no-. Es decir, no podemos considerar que son el mismo tipo de élites en un
momento u otro. Y por otro lado, si la subordinación cultural es la verdaderamente
importante habría que establecer con la mayor precisión posible en qué caso las élites
culturales fueron sumisas -y entonces si las élites políticas hubieran opuesto resistencia
habría sido inútil-, y en qué casos no -y entonces por más afrancesadas que hubieran sido las
élites políticas habría dado lo mismo porque no habrían tenido efectos-. Pero tampoco esto
podemos saberlo como se debiera.
Otra puntualización podría hacerse en diversas manifestaciones que la autora nos ofrece al
comentar la generación del 98 y su problematización de España. Roca Barea, con toda la
razón, señala los tintes negrolegendarias de muchas de las discusiones sobre España de
miembros de esta generación, pero también manifiesta en varias ocasiones su extrañeza por
la necesidad de problematizar España que tienen dichos autores. Llega incluso a confesar,
en la página 337, que no ha entendido nunca este asunto sobre el ser de España y que no
parece posible que tal enormidad pueda definirse. Y no lo ha entendido nunca porque, como
ya podemos comprobar, Roca Barea no dispone de una adecuada teoría sobre el imperio (o
los imperios); una teoría filosófica que le permita distinguir distintos tipos de imperio y
entender que dicha constante problematización sobre el ser de España es completamente
normal. ¿Y esto por qué? Porque, como bien señala la autora, España ha sido el mayor
imperio moderno y además un imperio civilizador, generador. Es su condición de imperio
civilizador, generador, y aun más su norma imperial universalista (católica), lo que convierte a
España en un problema filosófico que nos debemos plantear, y batallar, una y otra vez. Sólo
los imperios universales tienen este alcance en la historia universal y esta problematicidad
filosófica, por eso esto no pasa con imperios como el inglés, el francés o el holandés -que la
autora erróneamente no llegaría a considerar imperios en sentido estricto pues para ella sólo
serían auténticamente imperios los imperios civilizadores (generadores), pero no los
depredadores-.
Pero no sólo eso, es que dos páginas después, mientras trata la polémica entre Américo
Castro y Sánchez-Albornoz llega a decir que «no se sabe de qué están discutiendo don
Américo y don Claudio. ¿Eran los visigodos españoles? Cualquiera sabe». ¿Pero cómo que
cualquiera sabe? ¿Cómo puede la autora de un ensayo dedicado a España no saber qué es
España ni tener una teoría de sus orígenes históricos para poder determinar estas cosas? Y
sigue: «Si Pelayo hubiera sido coetáneo de Ramsés II, ¿esto cambiaría mucho las cosas?».
Con afirmaciones y comentarios de este tipo la autora nos deja estupefactos, no podemos
entender cómo se puede escribir un ensayo sobre España y sus élites sin saber qué es
España, siquiera en molestarse por saberlo. Cosa que extraña aún más sabiendo que la
autora ha puesto prólogo, y leído por tanto, libros como los de Iván Vélez y Pedro Insua, en
los que se ejercen y se explican adecuadamente, entre otras, las doctrinas filosóficas del
materialismo filosófico acerca de España y de los imperios. Roca Barea, a nuestro juicio,
debería al menos haberlos tenido en cuenta.
Estas y otras debilidades filosóficas, como las hemos denominado -no decimos ausencias
filosóficas porque la autora ejerce en todo momento, como no podía ser de otra forma,
alguna filosofía aunque sea esencialista o de forma galeata-, podemos encontrar en el
ensayo de Roca Barea. Un ensayo que, a pesar de todas las críticas señaladas, las ausencias
indebidas y las importantes dudas comentadas consideramos que es necesario, como
decíamos al inicio. Quizá no sea el mejor ensayo para entender qué es y qué ha sido España,
pero sí lo consideramos un ensayo muy apreciable contra la leyenda negra pues cuenta,
como ya también se ha dicho, con muchísimos aciertos y páginas muy meritorias. Y si no las
hemos reseñado aquí es porque preferimos y animamos a que el lector las encuentre, si no
las ha encontrado ya.
[1]
En otros momentos, como en la página 187, más que explicaciones habermasianas se
pueden encontrar tintes heideggerianos, o puede que orteguianos, en cualquier caso
idealistas de nuevo, al hablar de las existencias auténticas e inauténticas.