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Crítica de Fracasología, De María

Elvira Roca Barea


Cultura/Humanidades Filosofía 22 December, 2019

Emmanuel Martínez Alcocer

Se trata de un libro necesario, muy necesario. De los que deberían salir a montones (aunque
algunas importantes figuras hay en ello hace ya unos años). Un libro que no es de historia ni
lo necesita porque es un libro de combate. Para ello, dado que su temática es lo que Roca
Barea denomina fracasología -aunque, como indica, no es un término que ella inventara-,
esto es, el abandono por no decir traición que muchos elementos de las élites intelectuales y
políticas -no todas, claro- ejercieron a partir del cambio de dinastía en España, va a recorrer
en casi quinientas páginas la historia de España desde mediados del siglo XVII a nuestros
días.

Y lo va a hacer con un estilo tan claro como ameno y en tres partes. En una primera,
dedicada al Siglo de las luces y las sombras, comienza desgranando el cambio de dinastía y
lo que va a suponer para las élites políticas e intelectuales. Nos relata los esfuerzos del
embajador Henri de Harcourt para formar un partido francés a favor de la sucesión
borbónica poco antes de la muerte de Carlos II, la oscuridad del Motín de los Gatos, así
como la gestación de la versión francesa de la leyenda negra y, con la nueva dinastía, el
proceso por el que se iría imponiendo y asimilando por los españoles. Un efecto muy
destacado, y que Roca Barea señala en repetidas ocasiones, es la ausencia en todo el
periodo Borbón de historias de España en el periodo Habsburgo.

En una segunda parte la autora nos adentra en los años que van de la Guerra de
Independencia al 98 y su desastre. Aquí el papel de los afrancesados, al lado del absolutismo
borbónico y después de Napoleón, va a quedar bien claro, frente al liberalismo, defensor de la
soberanía nacional y contrario al francés. Sin dejar de dedicar unas páginas a algunas de las
producciones culturales en suelo español durante la época y su significado, como el teatro
de Moratín y el flamenco. Aquí también veremos cómo la hispanofobia fracasológica estaría
ya incrustada en nuestras élites a pesar de que, como muestra la autora en un ejercicio
comparativo con el «imperio» francés, hay pocas razones para ello. El mito de la España
exótica y excepcionalidad europea -cuando no ya africana- va tomando buen cuerpo; a su
vez, y como corolario, situaciones y hechos históricos que tuvieron lugar en muchas otras
partes de Europa se transforman en particularidades españolas. Pero, como decíamos, no
todas nuestras élites fueron iguales, por ello, suponemos, Roca Barea termina esta parte
destacando la figura de Modesto Lafuente.

La tercera parte, a nuestro entender, es la más firme del ensayo y la más original. En esta
parte la potencia deshollinadora, con respecto a nuestra negritud, de la historia comparada
mostrará su potencial a la vez que su sencillez. Así, comienza la autora tratando, desde el 98
hasta nuestros días, el problema de España, el regeneracionismo, la generación del 98, la
polémica entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz sobre el ser de España, el cambio de
paradigma en las élites -de Francia a Alemania- y el papel de la Institución Libre de
Enseñanza. Hecho esto dedicará 30 contundentes páginas al economicismo protestante y
sus mitos, analizando y mostrando las constantes ambigüedades, falsedades y
contradicciones de La ética protestante y el «espíritu» del capitalismode Max Weber;
ambigüedades, falsedades y contradicciones que muchos historiadores, economistas,
filósofos y demás supuesta intelectualidad española asumirá sin más. Seguirá después con
un rápido recorrido por el racismo de base de los nacionalismos españoles, tan racistas en
su nacimiento como ahora aunque se vistan de izquierdistas y demócratas. Y concluirá
mostrando las vergüenzas de los atropellos y genocidios cometidos en California por
personajes tan afamados como Stanford, y en otros rincones de Norteamérica; vergüenzas
de las que se pretende culpar ayer, hoy y mañana, como no podía ser de otra forma, a la
malvada España.

Pero no haríamos justicia a este, como decíamos, necesario ensayo si no señaláramos


algunos puntos que consideramos de debilidad. Mayormente de debilidad filosófica, una
debilidad que, para este tipo de ensayos es, sin embargo, de gran importancia. Importancia
que testimonia la propia autora al confesar, en el mismo comienzo, que el libro «es el
resultado de una larguísima discusión con Ortega» (pág. 13). Al que atribuye una «intuición
genial» al comprender que España tiene un problema con sus élites, algo discutible -al
margen de lo que signifique eso de intuición genial- si tenemos en cuenta algunos datos que
ella misma da después. Y sin esos mismos datos. Sólo habría que consultar, por ejemplo,
la España defendidade Quevedo, que ya señala cómo hay algunos hijos de España que se
tragan las mentiras extranjeras -eso sí, la dimensión y el carácter fracasológico que adquiere
después del cambio de dinastía, como estudia Roca Barea, no tiene parangón con entonces-.
Poco después, a nuestro juicio, al comentar el papel de la leyenda negra en la historia de
España la autora sobredimensiona el papel de la guerra propagandística -decimos que
sobredimensiona, no que esta no tuviera un papel importante o muy importante- al atribuir la
caída del imperio español a la propaganda enemiga: «El imperio fue derrotado con un arma
nueva, inédita hasta entonces: la propaganda» (pág. 17). Un arma que, de todas formas, y
como la autora bien sabe, tampoco era tan nueva. Y seguidamente, cuando afirma que «La
propaganda es una forma de gestionar la mentira que el español nunca ha podido aprender»
cae en cierto esencialismo metafísico, una de las constantes filosóficas del libro, que
curiosamente puede llegar a rozar lo negrolegendario. ¿Qué es eso de el español? Así dicho
pareciera un ser perenne con ciertos rasgos sempiternos que le hacen incapaz para ciertos
aprendizajes. Sea cierto o no que los españoles nunca han combatido como debían la
leyenda negra, han de darse las razones y causas por las que esto ha sido o es así. Pero si
afirmas que el españolnunca ha podido aprender tal o cual cosa, sin darte cuenta, caes en lo
mismo que estás criticando.

Otro de los esencialismos -entendiendo por esencialismo la hipostatización de algún rasgo,


carácter o parte de una totalidad, procesual o no, que lleve a su aislamiento, separándola de
las demás partes o del curso procesual- que nos ha llamado la atención en el ensayo de
Roca Barea lo encontramos en las constantes referencias a una supuesta inercia
históricaque habría tenido el imperio español (los imperios en general). Por ejemplo, cuando
en la página 39 afirma que el cambio de dinastía fue tan decisivo que llevaría a la caída del
imperio -otros ejemplos puede versen en la página 161 o en la 219-. Si bien, a pesar de ello,
éste se mantendría por inercia durante un siglo más, porque, como afirma, sucede que en
todo gran impero llega un momento que «ante una circunstancia adversa» que en momentos
anteriores no le habría supuesto esfuerzo resolver, en ese momento provoca su caída. Lo
mismo sucedería con el imperio otomano, que entre la Guerra de Crimea y la Primera Guerra
Mundial seguiría existiendo también «por pura inercia». Pero, nos planteamos, ¿puede
simplificarse la caída de imperios mastodónticos como el español o el otomano
a una circunstancia adversa? ¿Puede la Primera Guerra Mundial considerarse como una
circunstancia adversao puede entenderse más bien como un cataclismo de tal magnitud que
pueda hacer caer un imperio, dos y tres? A su vez, ¿puede la historia manejarse con
categorías mecánicas como la inercia? Un imperio no es un cuerpo sujeto a inercias, mas
que metafóricamente. Un imperio es una estructura política enorme que requiere de un
permanente y constante ejercicio de su poder (en todas sus ramas -operativa, estructurativa
y determinativa- y en todas sus capas -basal, cortical y conjuntiva-) para el mantenimiento o
refuerzo de su eutaxia, y que en el momento que se descuida y deja de tener poder cae, por
más poderoso que haya sido el día anterior -lo mismo pasaría con un Estado no imperial y,
por supuesto, con un Estado democrático-. Ahí es donde encontramos el esencialismo de
Roca Barea, porque sólo desde una metafísica esencialista que suponga, mezclando e
hipostasiando además rasgos de otras categorías como la mecánica, una supuesta fuerza
inercial histórica subyacente, capaz de aguantar un imperio, es posible obviar la necesidad
actualista del materialismo político. El permanente y necesario ejercicio del poder político.
Los imperios no siguen sus cursos históricos por inercias, siguen sus cursos históricos
porque sigue su acción, su ortograma, imperial. Porque sigue manteniendo el ejército, porque
sigue manteniendo la administración y defensa de su territorio, de sus poblaciones, de sus
tecnologías, de sus recursos y sus industria; en el momento que no lo haga, al día siguiente,
sus enemigos se lo tragan.
De ahí que nos resulte inadmisible que, en la página 219, en la que trata el mismo tema,
llegue a afirmar, por ejemplo, que el imperio romano lleva existiendo por pura inerciamucho
tiempo cuando Rómulo Augusto es depuesto por Odoacro en el 476. Y esto, además, porque
se debe tener en cuenta el prestigio de los nombres. Ya que «A fin de cuentas, las palabras
son la más sofisticada herramienta que hemos fabricado los humanos para orientarnos en la
realidad. De ahí su inmensa capacidad de desorientarnos también». Es decir, para Roca
Barea un imperio como el español, el otomano -o el romano- puede existir durante un siglo
por su nombre. Por la fuerza de las palabras. No porque, por ejemplo, su estructuras
económicas y administrativas, aunque muy debilitadas y corruptas, puedan aún resistir. No
porque su moneda pueda, aunque sea precariamente, seguir asegurando la circulación de
mercancías, el comercio y los oficios. No porque pueda seguir pagando ejércitos y
mercenarios aunque sea precariamente. No. Por el prestigio de las palabras, que, al parecer
tienen hasta la capacidad de crear la realidad (pág. 254). Este esencialismo, este idealismo
metafísico tan confuso, nos lleva a pensar que Roca Barea no cuenta con una filosofía de la
historia adecuada.

Por otra parte surgen otras dudas: suponiendo que el imperio continúa por inercia, ¿por qué
sigue, en el caso español, creciendo durante el siglo XVIII si en verdad está «agonizando»? Y
también, si su caída fue rápida a inicios del XIX cuando se le acabó la fuerza inercial, ¿por
qué no sucedió a inicios del XVIII? Como cuerpo inercial en el XVIII también había múltiples
fuerzas capaces de desviar o frenar su inercia, si estaba ya tan debilitado debería haber
agotado su inercia. Suponemos.

Unas páginas después, en la 61, la autora vuelve a realizar una afirmación un tanto idealista
al tratar sobre la moral y las ideologías. Comenta el nacimiento de la figura del intelectual
como creador de opinión pública a partir de la ilustración francesa, como consecuencia de
una religión que «ha dejado -o está dejando- de cumplir su función social, como explica
Habermas». Y si bien podríamos admitir que la función de los intelectuales sea la de generar
opinión, o la de administrar la opinión para su clientela, también consideramos exagerado
afirmar que a inicios del siglo XVIII la religión -la cristiana, se entiende- está dejando de
cumplir su función social. No podemos admitir tales afirmaciones, aunque lo explique
Habermas[1], ya que, por un lado, la pujanza de la religión -explicitemos: la religión católica o
cristiana- en esos momentos tenía tanta fuerza o más como en el siglo anterior, y en el XIX
no será poca. Por otro lado, a esos generadores de opinión los leían unos pocos en realidad,
las élites si se quiere, o partes suyas, pero la sociedad en su conjunto seguía siendo tan
cristiana como antes. Pero es que, además, tampoco consideramos admisible, por idealista,
afirmar que las ideologías sean a partir de ese momento «las productoras de moral». Y es
idealista porque las realidades morales no surgen de las ideas o de las ideologías, estas, las
ideologías, sirven para agrupar y conformar el entendimiento de unos grupos frente a otros
en sus posiciones acerca de las realidades políticas, sociales, culturales, artísticas o lo que
se quiera, pero no son las que generan las normas morales. Porque estas son producto de
cursos históricos de rutinas victoriosas que se van desplazando continuamente unas a las
otras en función de las necesidades de pervivencia del conjunto social -y de los distintos
grupos que componen dicha sociedad-. Es más, distintas ideologías pueden compartir
normas morales sin por ello dejar de ser ideologías y sin haber dado lugar a estas, pudiendo
incluso estas normas morales ser determinantes de algunos tramos de esas ideologías.
Roca Barea, a pesar de sus múltiples aciertos, y no son pocos, muestra aquí de nuevo
reseñables debilidades filosóficas.

Otra debilidad filosófica también puede verse en el capítulo tercero cuando trata sobre la
literatura y se adentra en definir qué es la literatura. Y afirma, página 108: «La literatura es un
alimento espiritual necesario para el ser humano en todo tiempo y lugar. Existe con el
lenguaje y no depende de la escritura». De nuevo aquí los tintes idealistas lo manchan todo y
las dudas surgen. ¿Qué es eso de un alimento espiritual? ¿Qué es el espíritu, y de qué espíritu
hablamos? Nos dice también que es necesario, ¿pero por qué, qué razones hay para ello? Si
las hay la autora debería darlas. Y añade que es necesario para el ser humano, pero ¿para el
ser humano como especie animal o el ser humano ya como hombre, como realidad
antropológica? Y si es necesario para ser hombre, ¿es porque el hombre se puede definir
como «el animal literario»? ¿Es una necesidad de la «condición humana», sea cual sea el
grupo humano del que estemos hablando y del momento histórico e incluso filogenético del
que estemos hablando? Parecería que no, puesto que nos dice que la literatura existe con el
lenguaje y no depende de la escritura. Pero entonces, si es necesario para el ser humano en
todo tiempo y lugar, como si fuera una característica nuclear suya, habría que admitir que
antes del surgimiento del lenguaje no habría seres humanos entendido antropológicamente.
Necesitaríamos, pues, para entender la literatura, una teoría antropológica que Roca Barea no
nos proporciona.

Al mismo tiempo nos preguntamos si es posible hablar en general de la literatura o si existen


muchos tipos -la autora al menos parece que distingue dos géneros generalísimos: la
literatura que depende de la escritura y la que no-, en qué condiciones surgiría la literatura -si
es que se puede hablar de laliteratura-, qué estructura lógico material tiene, cuáles serían sus
cursos o su cuerpo… Quien esto escribe no está en condiciones de aportar una respuesta a
qué sea la literatura, pero sí vemos todos estos problemas filosóficos que nuestra autora
pasa por alto; problemas que restan mucha eficacia a sus atinadas críticas en otros
momentos.

Mismo idealismo esencialista se puede detectar en el capítulo dedicado a los afrancesados.


Y es que en el momento de tratar el teatro de Moratín llega a afirmar que la influencia de las
élites afrancesadas haría que el Romanticismo se manifieste muy tarde en España
(pág.192). Y al margen de la típica suposición negrolegendaria del atraso español en todo, en
lo que Roca Barea no sólo no cae sino que critica y duramente, sí que podemos decir que
estas afirmaciones indican que la autora se maneja en una filosofía acrítica, una metafísica
más bien. de la historia basada en la idea de progreso (ascendente). Ya que si el
Romanticismo se manifestó tardíamente es que, obviamente, no se manifestó antes. En el
curso lineal de la historia la época romántica, en España, nos dice, empezó más tarde no por
culpa de una especie de atraso congénito español, sino por culpa de los franceses y su
influencia. Pero, nos preguntamos, ¿por qué hablar siquiera de romanticismo tardío? ¿El
romanticismo supone un avance al que hay que llegar? ¿Si no se hubiera dado aunque fuera
tardíamente habría significado un atraso, un vacío en la cultura española, aunque fuera por
culpa de la influencia francesa? ¿Debe darse un romanticismo en España? Las dudas nos
asaltan otra vez; no sabemos por qué un movimiento artístico o literario ha de darse tardía o
tempranamente o no darse, por qué han de tener algún momento en concreto de
manifestación o por qué, por tanto, podría suponer un avance o no. Roca Barea tampoco
aclara estos puntos a nuestro juicio necesarios.
Otro momento un tanto chocante, en continuidad con el anterior, lo encontramos en la página
231, en la que empieza a tratar acerca de la España exótica y la subordinación cultural. Aquí
la autora nos comenta que la reacción liberal y patriótica contra el afrancesamiento fue
intensa, pero insuficiente para evitar el derrumbe moral -aunque no sabemos en qué consiste
esto; siquiera sabemos si categorías psicológicas como la autoestima (porque en este
sentido habla Roca Barea de derrumbe moral) se pueden aplicar a categorías políticas- del
imperio español, que en realidad habría empezado un siglo antes -y, suponemos, llevaba
existiendo por inercia desde hacía un siglo-. Y es que el rechazo del afrancesamiento por
parte de los liberales habría afectado casi en exclusiva a la sumisión política y territorial, pero
poco o nada a la cultural, «que es la que de verdad importa», como los franceses habían
«descubierto» un siglo antes. Y nos preguntamos, si esto es así, si la que importa de verdad
es la subordinación cultural, ¿no tendríamos que admitir que la no sumisión política y
territorial por parte de los liberales no habría significado nada, que sería una mera apariencia
de insumisión sin ningún efecto histórico real? Si, por decirlo así, la cultura es lo
verdaderamente determinante, la base, y la política y el territorio la superestructura, ¿no sería
toda la reacción liberal y la revolución española una apariencia histórica, una anécdota en la
historia de la sumisión española puesto que continuaba sumisa culturalmente?

Y no sólo eso, tenemos más dudas. Porque ¿qué está entendiendo Roca Barea por cultura?
¿Se está refiriendo al arte, a la literatura, a la música? ¿Es, por ejemplo, la política cultural o
no? Y si no lo es, ¿por qué no lo es y cómo se puede separar de la cultura? ¿No estará de
nuevo la autora deslizándose hacia el esencialismo y haciendo de la cultura un todo
megárico separado en mayor o menor medida del resto de fenómenos antropológicos y/o
políticos? ¿No estaría cayendo en lo que desde el materialismo filosófico se denomina mito
de la cultura? No lo sabemos, la autora en ningún momento lo deja claro.

Pero sea así o no, a nuestro juicio, un ensayo dedicado, nuclearmente, a la sumisión de las
élites españolas a la cultura francesa debe contar, necesariamente, con una teoría de la
cultura. Y que no dispongamos de ella a lo largo de sus páginas es una de las grandes
debilidades, si no la mayor, del ensayo de Roca Barea. Porque al no disponer de ella no
podemos saber qué partes de la cultura española, lo más importante a la hora de la
subordinación, son sumisas o no, o en qué grado lo son. Ni podemos saber exactamente qué
élites caen en la fracasología y qué élites no. Por eso cuando páginas después, en la 243,
Roca Barea habla de «las élites que condujeron el Imperio español a su fragmentación y
luego han dirigido los destinos de las partes fragmentadas a ambos lados del Atlántico» no
podemos saber tampoco a qué se refiere con precisión. Porque, en primer lugar, no podemos
sustancializar a las élites y tratarlas como un continuum que se van desplegando a lo largo
de los siglos sin tener en cuenta las diversas causas y razones para sus actuaciones -
fracasológicas o no-. Es decir, no podemos considerar que son el mismo tipo de élites en un
momento u otro. Y por otro lado, si la subordinación cultural es la verdaderamente
importante habría que establecer con la mayor precisión posible en qué caso las élites
culturales fueron sumisas -y entonces si las élites políticas hubieran opuesto resistencia
habría sido inútil-, y en qué casos no -y entonces por más afrancesadas que hubieran sido las
élites políticas habría dado lo mismo porque no habrían tenido efectos-. Pero tampoco esto
podemos saberlo como se debiera.

Otra puntualización podría hacerse en diversas manifestaciones que la autora nos ofrece al
comentar la generación del 98 y su problematización de España. Roca Barea, con toda la
razón, señala los tintes negrolegendarias de muchas de las discusiones sobre España de
miembros de esta generación, pero también manifiesta en varias ocasiones su extrañeza por
la necesidad de problematizar España que tienen dichos autores. Llega incluso a confesar,
en la página 337, que no ha entendido nunca este asunto sobre el ser de España y que no
parece posible que tal enormidad pueda definirse. Y no lo ha entendido nunca porque, como
ya podemos comprobar, Roca Barea no dispone de una adecuada teoría sobre el imperio (o
los imperios); una teoría filosófica que le permita distinguir distintos tipos de imperio y
entender que dicha constante problematización sobre el ser de España es completamente
normal. ¿Y esto por qué? Porque, como bien señala la autora, España ha sido el mayor
imperio moderno y además un imperio civilizador, generador. Es su condición de imperio
civilizador, generador, y aun más su norma imperial universalista (católica), lo que convierte a
España en un problema filosófico que nos debemos plantear, y batallar, una y otra vez. Sólo
los imperios universales tienen este alcance en la historia universal y esta problematicidad
filosófica, por eso esto no pasa con imperios como el inglés, el francés o el holandés -que la
autora erróneamente no llegaría a considerar imperios en sentido estricto pues para ella sólo
serían auténticamente imperios los imperios civilizadores (generadores), pero no los
depredadores-.

Pero no sólo eso, es que dos páginas después, mientras trata la polémica entre Américo
Castro y Sánchez-Albornoz llega a decir que «no se sabe de qué están discutiendo don
Américo y don Claudio. ¿Eran los visigodos españoles? Cualquiera sabe». ¿Pero cómo que
cualquiera sabe? ¿Cómo puede la autora de un ensayo dedicado a España no saber qué es
España ni tener una teoría de sus orígenes históricos para poder determinar estas cosas? Y
sigue: «Si Pelayo hubiera sido coetáneo de Ramsés II, ¿esto cambiaría mucho las cosas?».
Con afirmaciones y comentarios de este tipo la autora nos deja estupefactos, no podemos
entender cómo se puede escribir un ensayo sobre España y sus élites sin saber qué es
España, siquiera en molestarse por saberlo. Cosa que extraña aún más sabiendo que la
autora ha puesto prólogo, y leído por tanto, libros como los de Iván Vélez y Pedro Insua, en
los que se ejercen y se explican adecuadamente, entre otras, las doctrinas filosóficas del
materialismo filosófico acerca de España y de los imperios. Roca Barea, a nuestro juicio,
debería al menos haberlos tenido en cuenta.

Estas y otras debilidades filosóficas, como las hemos denominado -no decimos ausencias
filosóficas porque la autora ejerce en todo momento, como no podía ser de otra forma,
alguna filosofía aunque sea esencialista o de forma galeata-, podemos encontrar en el
ensayo de Roca Barea. Un ensayo que, a pesar de todas las críticas señaladas, las ausencias
indebidas y las importantes dudas comentadas consideramos que es necesario, como
decíamos al inicio. Quizá no sea el mejor ensayo para entender qué es y qué ha sido España,
pero sí lo consideramos un ensayo muy apreciable contra la leyenda negra pues cuenta,
como ya también se ha dicho, con muchísimos aciertos y páginas muy meritorias. Y si no las
hemos reseñado aquí es porque preferimos y animamos a que el lector las encuentre, si no
las ha encontrado ya.

[1]
En otros momentos, como en la página 187, más que explicaciones habermasianas se
pueden encontrar tintes heideggerianos, o puede que orteguianos, en cualquier caso
idealistas de nuevo, al hablar de las existencias auténticas e inauténticas.

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