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La ventana

No quiero que se termine este momento. Con la cabeza apoyada en la ventanilla, veo los
autos pasar por la ruta y siento una paz inusual. Hace unos días terminó el colegio, y Lean
nos invitó a pasar el finde en su quinta. Como nos queda lejos, la mamá de Emi nos lleva en
el auto. Al lado mío van Sol y Barbi, recostadas cabeza con cabeza y dando bostezos. Emi
va adelante, poniendo música y cebando mate. A medida que avanzamos los edificios van
desapareciendo, y el paisaje se vuelve verde. Me gustaría viajar para siempre, sin ningún
destino.

Cerca de las cuatro estamos tocando la puerta. La mamá de Lean nos recibe con una
sonrisa enorme, y nos guía hasta el comedor. No es la primera vez que venimos, pero casi.
Apenas recuerdo el patio y la habitación de la casa, el resto son recuerdos borrosos. En el
comedor, Lean está charlando con dos señoras y unos chicos, amigas de la familia cálculo.
Saludamos y subimos al cuarto.

La última vez que estuve acá me pareció un lugar opresivo, esas casas enquilombadas que
parecen ocupadas temporalmente. Pero esta vez la noto más hogareña, tal vez por la
madera. Es esa hora en que los rayos del sol entran por la ventana y dibujan líneas en el
piso. Lo más lindo es el techo, alto y a dos aguas, lleno de figuras en los tablones que
recuerdan a la corteza. También el televisor es simpático, uno de esos chicos que la gente
guarda hoy en día por ser “vintage”. Está sobre una repisa decorada con muñecos viejos,
juegos de cartas y una colección de tucas. Lean se refleja bastante bien en sus cosas.

La imagen que mejor conservé fue la esquina de la ventana. Unos veranos atrás vinimos a
la quinta con todo el curso y pasamos la tarde en la pile. Cuando el resto estaba distraído,
Barbi se acercó a Emi y a mí y nos preguntó si queríamos subir al cuarto. La seguimos por
las escaleras y nos metimos en la habitación. Adentro estaba Lean, sentado en la ventana
fumando un porro. Barbi nos miró y nos preguntó si queríamos. Ahí fumé por primera vez.

Hoy también voy a probar algo nuevo, los chicos consiguieron pepa. Barbi, nuestra gurú de
drogas, nos separa a Sol y a mí para darnos la “charla de primerizas”. Nos explica que las
sensaciones se expanden, que la cabeza va a mil y es fácil irse por las ramas. Le pedimos
que nos cuente anécdotas, y nos relata esa vez que empezó a imitar a sus amigas, todo
con sus típicos gestos teatrales. Bajando a un tono maternal, nos dice que en caso de
sentirnos mal, le avisemos a ella o cualquiera de los chicos.
Lean agarra la plancha y se pone a repartir. Va marcando el cartón con líneas imaginarias, y
lo recorta con paciencia. Agarro el cuadradito que me pasa y me lo pongo bajo la lengua.
Junto con la saliva, el ácido se va desprendiendo y me inunda la boca. Sol prende el
parlante y pone Catriel, su obsesión del momento. Barbi se suma, actuando cada parte y
dibujando pasos en el aire. Cuando pasa un tema que conozco, canto con la boca dormida
y el cartón me baila en la boca. Tiene sabor a ansiedad y emoción.

Después de un rato, bajamos al patio con un juego de cartas. Es uno medio nuevo, donde
hay que actuar, exponerse y hacer reír a los demás; la pesadilla de cualquier tímido. Cada
vez que me toca levantar una carta me pongo nerviosa, y rezo que no sea tan terrible. Pero
yo juego otro juego, el de observar al resto. Emi y Lean no son competitivos, pero aman
desafiarse, tienen ese fetiche con los cálculos y los ejercicios de memoria. Barbi está
tentadísima, y seguramente se olvidó de contar los puntos. Después está Sol, que como
siempre va perdiendo, pero tiene alguna excusa para explicar su mala suerte.

"¿Les pegó?" Pregunta ella. Me había olvidado del cartón que tenía en la boca, no siento
nada todavía. Parece que a Barbi y Lean está empezando a pegarles. Sol está preocupada,
pasó más de una hora ya. Pero los chicos la tranquilizan, es normal, hay que esperar un
poco más, y si pasan dos horas puede hacer otro cuarto.

El sol está bajando, así que guardamos las cartas y entramos a la casa. Mientras algunos
suben a buscar abrigos, con Emi esperamos en el comedor.
ㅡ¿Ya te pegó?ㅡme pregunta Emi
ㅡCreo que no
ㅡProbá mirando algo
En frente mío, colgado en la pared, hay un mandala tejido. Es grande y de muchos colores.
Concentro la vista en él, y después de unos segundos, los bordes empiezan a estirarse y
contraerse, manchando la pared de amarillos y rojos. Creo que sí.

Nos levantamos para ir a buscar algo a la cocina, pero olvidamos qué. En la mesada
encontramos una panera llena. A Emi le encanta el pan. Las dos agarramos uno y volvemos
al comedor sonriendo. En silencio, nos disponemos a comer nuestros manjares. Cada
mordida parece el doble, el doble de retumbante, de abarcativa.
ㅡEl pan está como muy… ㅡdice Emi buscando una palabra
ㅡMasticableㅡ la ayudo, ella asiente enfáticamenteㅡ ¿No sentís que venís
masticando el mismo pedazo desde siempre
ㅡSí, es infinito

El cielo, la habitación, mis amigos, todo parece chico y a la vez inmenso. Cierro los ojos y
me dejo sentir. Ahora mismo no existen mis miedos, mis preocupaciones, tampoco el
mañana. Intento imaginarme cómo seremos de adultos, quiénes con hijos, quiénes con
vicios. Ya no seremos las nuevas generaciones, esos serán otros, atravesando escenas que
nosotros ya vivimos, corriendo el presente como si fuera suyo. Pero nada de eso existe
ahora, y podemos jugar a ser eternamente jóvenes.

Bajan los chicos y nos acomodamos en la mesa. Escucho que charlan pero las palabras se
me escapan. Hay varias conversaciones a la vez, que se mezclan con la música formando
una masa ruidosa. Intento explicarle a Sol que la madera se ve inclinada, sin esperar que
me entienda. Me siento ligera, desarmada. Inclino la cabeza hacia adelante y atrás,
disfrutando el eco del movimiento.

De pronto me vuelvo consciente. Alrededor mío hay una selva extraña. Una chica
señalando una planta con los ojos bien abiertos. Otros dos se ríen, golpeando la mesa y
haciendo gestos. En la esquina, una contempla un punto en el espacio. Me miro a mí
misma, desde afuera, y soy parte de esa escena. Siento algo raro, oscuro, que no puedo
explicar. Quiero correr.

¿Cuántas horas puede durar? Si aguanto un poco, mañana va a ser una anécdota. Me
imagino con las chicas, contándoles cada detalle y sintiéndome adulta. Ya fue, tengo que
aflojar y pasarla bien. Vuelvo a mirar la mesa, está decorada con azulejos de colores, y al
inclinarse parece un cuadro cubista. ¿Dónde está Emi? A ella le encantan estos flashes, es
de las que te señalan una mancha y terminás viendo el ojo de un gato. Está sentada en la
otra esquina, los chicos conversan al lado pero ella está seria. Parece abstraída, ausente.
De nuevo me invade esa sensación oscura. Mis ideas van en círculo y empiezo a
marearme. Una y otra vez vuelvo al mismo lugar.

¡Metámonos a la pile! Grita Barbi de repente. De un salto, todos se levantan y van corriendo
a buscar las mallas. Me quedo aturdida, todavía entendiendo la idea. Contrario a mi paso
lento, arrastrado, los demás están poseídos por un frenesí. En la habitación, vuelan toallas y
ojotas, cuando llego algunos ya están cambiados. Agarro mis cosas y me siento en un
costado, esperando mi turno para el baño.
No quiero meterme al agua. Me siento rara como para estar mojada y temblando de frío.
Ojalá propongan otra idea, o estén tan volados que se olviden. No parece. Pero seguro no
bajamos. Parece imposible meterse a la pileta. Casi irreal.

Al otro lado, Sol señala la pared con los ojos bien abiertos:
ㅡ Mirá Emi, las paredes son rosa, blanca y marrón, ¿viste? como esos heladosㅡ
dice Sol entusiasmada, Emi abre la boca sorprendida
ㅡ ¡Sí! Cierto, y nosotras estamos adentro ㅡcontesta sonriendo.
Desde el piso las miro, sintiéndome muy lejos. Parece una parodia, el cliché de una persona
haciendo ácido. Se me ocurre una idea extraña: seguramente si me levanto y camino entre
ellas, seguirían hablando sin verme. Como un fantasma. Sí, es eso, estamos en planos
distintos.

Sin aviso, mi corazón se dispara. Escucho los latidos retumbando en el pecho. Una
sensación extraña, tengo el cuerpo dormido, pero mi sangre corre una maratón. No es
ansiedad común. Parece una bomba a punto de explotar. Qué hago, me está dando un
paro. Me voy a morir. Debería pedir ayuda. No, no puedo, me da vergüenza. Y pensando
eso, me entran ganas llorar.
ㅡ Eu siéntanse el corazón, me está yendo a mil ㅡdigo en tono casual
Las chicas se divierten probando, pensando que es un juego.
ㅡ Boluda, el mío es un montónㅡ dice Emi
ㅡ ¿Lo sentís?ㅡ me preguntó, agarrando mi mano y poniéndola en su pecho
ㅡ Sí ㅡmentí. Hasta ahí llegaron mis intentos.

Llegó mi turno. Las chicas me animan y me ayudan a levantarme. Me muevo con inercia,
tanteando hasta donde puedo llegar. Barbi me da un empujón y salgo al pasillo. Aunque el
baño está a unos pasos, bien podrían ser kilómetros. Tengo la mente enfocada, pero si la
saco a pasear puedo perderla. Llego al baño y prendo la luz. Una voz interna me va dando
indicaciones: sacate la ropa, ponete la malla, apagá la luz, salí. Obedezco operativamente,
complacida con lo simple.

Entro a la pieza y todos ya están cambiados. La malla de Emi es hermosa, a rayas blancas
y rojas, con un estilo de los 50 's. Es una imagen atractiva, como un campo de rosas o una
canasta de frutillas. Puedo imaginarla en una reposera, con anteojos de corazones y un
chupetín en la boca. Siempre tuvo eso, un imán natural.
Bajamos al patio, ahora envuelto en un cielo oscuro. Los chicos corren y se tiran a la pileta,
yo me quedo en el borde. Me siento en el pasto, abrazándome las piernas, viendo las ondas
que se forman en el agua. Tal vez es lo brillante, iluminada por la luz de la pileta, pero hay
algo irreal en el agua. Creo que podría meter la mano y sacarla seca.

Barbi sale del agua para saltar y tirarse. La veo tomar carrera, debatiendo si correrme. No
me muevo, ni siquiera me tapo, el agua no puede mojarme. Pero una bomba cae en el
agua, y la ola me estalla en la cara. Una masa de frío me traspasa la piel. “¡Dale Lari!
metete” animan los chicos. Respiro hondo y me sumerjo.

“Che, che, hagamos un remolino” dice Lean entusiasmado. Todos empezamos a nadar
formando un círculo. Con cada giro, el entorno se hace más difuso. El patio se difumina en
tonos violetas y rojos, dándole un aire seductor, siniestro. El agua corre con fuerza y
dejamos de nadar. Me acomodo, prestando atención a lo que pasa. Hay detalles que se
repiten, Barbi siempre se desvía en la esquina, y en la parte honda Sol se ríe. Es un loop.

Espero que la corriente me deje en la escalera y salgo culpando al frío. Camino por la tierra
llenándome los pies de barro y me acomodo en la mesa. El banco es de piedra y me raspa
las piernas. Siento las gotitas frías bajando por la espalda y el tiritar de mis dientes. Cierro
los ojos y me transporto a otro lado. Las horas pasaron y estoy en casa segura. Me meto en
la ducha, un chorro caliente me ablanda la piel.

Después de un rato, el resto sale también. Se acomodan en la mesa y se quedan en


silencio. Arqueados en los bancos, se frotan los brazos y se abrazan las piernas, intentando
recuperar el calor. Viéndonos, Lean va a buscar toallas y nos envolvemos como bollitos.
Con la calidez del abrigo y la ronda, los chicos prenden un porro y se ponen a contar
anécdotas. Esa vez que Barbi y Lean quisieron invocar a alguien, o cuando creyeron que el
perro los escuchaba. No importa lo que cuenten, la risa de Barbi se nos contagia a todos.

De a poco el ambiente se va apagando, la charla se funde en un silencio reflexivo. Sol


intenta reanimar cambiando la canción, pero ya nadie canta. El ritmo me llega como un
zumbido, una tele que suena de fondo. Estiro la espalda y me froto los ojos, no queda nadie
en la mesa. Escucho una voz en la escalera, deben haber ido al cuarto.


Aburrida, me pongo a estudiar la habitación. Hay algo distinto en las esquinas de los
muebles, se ven largas e inclinadas como sombras al mediodía. También las escalas están
raras, no sé si es la cama enorme o el techo alto, pero la habitación parece de juguete. Qué
divertido, somos como muñecas en una casita de juegos. Si me esfuerzo un poco, puedo
actuar que me lo creo. Ya sé lo que es, el rosa apagado de las paredes y el piso de madera
hacen que todo parezca…artificial.

Entro a la casa y lo primero que veo es el mandala. La luz tenue hace que los hilos se
mezclen y multipliquen. Me froto los ojos con fuerza, viendo manchas de luz flotando en el
aire. Me doy cuenta que estoy sola, mirando la pared, así que sigo avanzando. Camino por
el pasillo, todo está oscuro excepto la escalera. Delante veo a las chicas, iluminadas por un
rayo amarillento, van subiendo la escalera una detrás de otra. No me ven.

Apuro el paso tratando de alcanzarlas, pero una mano me agarra el hombro. Es Sol,
acompañada de Barbi y Emi. Las tres me miran con expresión sombría. Veo la luz de la
entrada y la escalera vacía. Habían subido. Ellas habían subido. Una ola de frío me baja por
el cuerpo. Qué está pasando.

Los ojos de Barbi, que siempre parecen guardarse un chiste, ahora me miran con miedo.
“¿Qué hacés?”, su voz me llega como un susurro bajo el agua. El tiempo se hace líquido, y
me hundo en un mar de imágenes confusas. Escucho todavía la pregunta de Barbi
haciendo eco a lo lejos, pero ya no puedo responder. Me cuesta respirar. El mundo se
apaga y quedo sola.

Sin saber cómo llego a la escalera. Un escalón. Otro. Tengo la sensación de moverme en el
mismo lugar. Un escalón. Otro más. Los ojos se me llenan de lágrimas. Quizás no exista
nada más, sólo una escalera infinita.

Antes de entrar me limpio los ojos. Los demás están distraídos, desparramados por el
cuarto en silencio. Me acomodo en una punta, en un huequito entre el estante y la pared.
Apoyo la cabeza en la madera y cierro los ojos. La soga se va soltando, de a poco me voy
sumergiendo.

Yo las vi. Las tres estaban en la escalera y subieron, pero después…¿qué pasó? Un dolor
agudo me martilla la cabeza ¿Fue una alucinación? No puede ser, era muy nítido, muy real.
No puedo confiar en lo que veo.

No puedo confiar en nada.

Los chicos se ríen inmersos en algún delirio cósmico. Se ven livianos, despreocupados. El
aire que me rodea se hace más denso. No puede pegarme tanto. El efecto me absorbe, me
consume ¿Así es la pepa? Barbi hablaba de colores, de sonidos, esto es otra cosa. Los
demás parecen tranquilos, hacen chistes, cuentan cosas. Incluso Barbi, que hizo una entera
¿Sienten lo mismo que estoy sintiendo? ¿La pasan bien? Esto no me cierra.

Me drogaron con algo fuerte.

Me secuestraron.

Las palabras se clavan como estacas, dejándome sin aire. Siento un terremoto en el cuerpo
que va destruyendo mi apoyo ¿Puedo confiar en ellos? Veo sus caras, sus miradas, esos no
son mis amigos. Fue todo un acting, un verso para meterme en la casa. Las risas de fondo
suenan más oscuras. En cualquier momento me llevan.

Me pongo a analizar el cuarto como una presa sigilosa. Algunos charlan y cuentan sus
flashes, otros admiran las bellezas de la pared. Sólo una persona desencaja en el cuadro,
una mancha oscura en la cama. Envuelta en una campera está Sol, acechando al resto con
pupilas de gato. Nos drogaron a las dos.

Somos las únicas que no habían probado, nos pudieron dar cualquier cosa. En los ojos de
Sol veo el mismo miedo que estoy sintiendo. Las piezas van encajando, y en algún punto
siento alivio. Ya no estoy sola, la tengo a ella. Busco su mirada, intentando comunicarme.
Los demás están atentos, no puedo acercarme. Un sólo gesto alcanzaría para que
entienda. “Estoy de tu lado” quiero decirle. Envío mensajes cargados que viajan por el aire.
Ella me ve, pero no es la única.

Emi se levanta y me hace una seña para que salgamos. Me paro despacio observando al
resto, nadie parece interesado. Camino cabizbaja siguiendo sus pasos. Ella se mueve con
cuidado, como un cazador que no quiere ahuyentar a un ciervo. Debajo de su expresión
relajada hay un dejo de lástima. Al cruzar la puerta, cualquier asomo de enojo o tristeza
desaparece. Estoy cansada de luchar, la resistencia va aflojando y me dejo llevar.
Nos paramos en el pasillo envueltas por una luz tenue. La figura de Emi bañada en grises
es casi irreconocible. La malla llamativa y la colita alta se estiran con las sombras, formando
bordes puntiagudos que la hacen ver soberbia. Al lado suyo me siento chica. Vuelvo a tener
diez años, dando manotazos desesperados para tener su atención. De las profundidades,
una sensación putrefacta empieza a emerger: le doy vergüenza. Es obvio, nos seguimos
juntando por los años de amistad, pero si nos conociéramos hoy en día…no no, estoy
exagerando. Son las sombras y el delirio, me están haciendo mal. Sin embargo, no es la
primera vez que tengo estos miedos.

Caminamos por la sala y nos sentamos en un colchón roto que hay en el piso. Siento de
pronto una ola de nostalgia. Las mejores charlas que tuvimos juntas fueron antes de dormir.
Una en cada esquina de la cama, abrazadas a algún almohadón, una imagen arcaica. Me
acuerdo la última que tuvimos, cuando hablamos de la primaria y las cosas que pasaron.
Hacía meses que no nos veíamos, pero volvimos a nuestro lugar como si no existiera el
tiempo. En esos momentos, mis miedos se apagan.
— Nada…Nada parece real—empiezo a decir— todo es como muy…como una
película ¿entendés?
Emi se queda en silencio, escuchando.
— Sé que hay que avisar cuando estás mal—sigo—pero no sé si puedo confiar en
ustedes—Bajo la vista sin poder mirarla.
— Mhm—asiente, como si pensara en algo —¿Querés hablar con alguno de los
chicos?
— No, no, va a ser lo mismo.
— Bueno, como te sientas más cómoda ¿Estás bien acá? ¿Qué es lo que sentís?
— No sé, como que empiezo a pensar cosas, cosas feas, y por más que quiera
controlarlo no puedo. Quiero que se pase, pero tengo miedo de que no termine
nunca. Es como estar atrapada.
Las palabras salen como una marea, y se van agolpando unas con otras. Suelto frases al
vacío, sin preocuparme en que lleguen a destino. Los dibujos de las sábanas empiezan a
estirarse como chicle. El colchón se alarga también, tomando perspectiva. La otra punta
está cada vez más lejos, hasta que tengo la sensación de estar hablando sola.
La veo a Emi y hay algo distinto. Sus ojos de búho ya no me miran con atención, ahora
están dispersos en el espacio. Me dice que entiende lo que digo, pero su mente sigue
girando. Levanta el dedo y se pone a dibujar círculos, “¿ves los ochos alrededor?”. Un dolor
en el estómago se va instalando, estoy sola. Emi está en algún lugar dentro suyo y no
puedo alcanzarla. Quiero llamar a alguien, pero a quién. Me siento ahí, a esperar que pase.
Quizás todos están igual, peleando por salir a la superficie de a ratos, viendo al resto
sumergidos. No tengo que preocuparme, pronto el agua me va a llevar también.
—¿No tenés ganas de correr?— dice Emi de golpe.
—Puede ser, sí
—Corramos entonces
—Pasa que…¿No te da la sensación de que es imposible? ¿Como que no hay
forma de que vaya a pasar?
—Hay que probar—dice, contagiándome una sonrisa.
Nos levantamos y empezamos a correr. Damos vueltas a la sala sin parar de reírnos. Ella
me persigue, o yo a ella, no importa. Como si el cuarto se hubiera iluminado, el mundo se
vuelve una masa de colores brillante y ridícula. Hace unos segundos todo parecía tan
pesado…ya ni me acuerdo por qué. Corro y corro, más rápido que mis miedos. Podría vivir
así para siempre.

Seguimos girando hasta no poder más. Nos tiramos al colchón, con los cachetes colorados
y las piernas encendidas. Las respiraciones agitadas ocupan el silencio. Me quedo mirando
el techo, borracha de adrenalina.
—¿Querés volver con los chicos?—pregunta Emi
—No sé
—¿Qué preferís? Quizás te molesta el ruido de la habitación, podés quedarte acá
afuera charlando con alguno de nosotros, lo que quieras.
—Es que no me molesta estar con ellos, el problema es cambiar de habitación—me
detengo, buscando las palabras— Cada vez que cambiamos de lugar, siento que
todo lo anterior se vuelve un sueño.
Emi abre los ojos, y asiente con fuerza. Le encantan esos mambos.
—Te das cuenta de que todo esto— sigo— va a ser un sueño ni bien crucemos la
puerta. Y no hay forma de saber qué realidad viene después
—Entonces nos quedamos acá. Ya está
—No, ya agotamos esta habitación—dictamino con seguridad— Hay que empezar
algo nuevo.

Entro a la habitación y me acomodo en mi esquina. Repaso las posiciones y las charlas,


todo está igual. Es como si el cuarto hubiera quedado en pausa, y ahora que entramos le
dimos play. Pienso en lo que le dije a Emi, cada habitación es una historia distinta
esperando desenvolverse. Nunca sabés qué te espera.
“¿Querés?”, me pregunta Lean señalando un porro. Lo agarro y me sumo a la ronda. Le doy
una calada suave, tratando de no meter mucho humo. Voy a hacer dos vueltas y les digo
que estoy. Pero las rondas siguen pasando y cada vez me siento peor. Ya no sé si es la
droga o el miedo, pero un nudo en el estómago me dice que estoy haciendo mal.

“Está bueno porque el porro te levanta el efecto” explica Lean. Y claro, yo porque soy
boluda, cómo voy a fumar después de un mal viaje. Siempre lo mismo, digo que estoy entre
la espada y la pared, pero soy yo la que se pone ahí y sostiene el mango. Tengo ganas de
golpearme, o de llorar. Bueno, ya está, tengo que relajarme y pensar en otra cosa…¿Y si
me pega peor que antes? No puedo sacarme el humo del cuerpo. Es como un virus,
colonizando mi sistema y dejándome impotente. Quiero vomitar.

Miro para todos lados, nadie me está viendo. Ahora. Agarro la lapicera y la escondo. Tiene
que ser algo que ellos no entiendan, un mensaje para mí. Temblando, clavo la punta en mi
muñeca y dibujo un rectángulo, una pequeña ventana. Así no me voy a olvidar.

Es fácil pasar desapercibida. No suelo hablar mucho en las juntadas, soy más de escuchar
al resto. Por eso a nadie le extraña que me quede en una esquina mirando la pared,
pensando algo indescifrable. Sin darme cuenta, una nube de sopor va cayendo sobre mis
párpados. Mis pensamientos se vuelven pesados, confusos, y me voy internando en las
profundidades de mi conciencia.

Algo había pasado en la escalera. Vi a las chicas, pero después no eran ellas. Fue eso
nada más, y aún así, me entra un miedo horrible cuando intento comprenderlo. Como una
bestia atrapada intentando liberarse. No quiero entrar ahí, pero quiero entender. Así que
suelto los barrotes, dejo que el ácido trepe por las entrañas y me sumerjo por completo.

“No puedo confiar en lo que veo”, eso había dicho ¿Será real todo esto? Un color más
potente, un movimiento retardado no cambian mucho, pero puede ser todo falso. Una
película de ácido y delirio tapándome los ojos. También los olores y los sonidos, esos son
toques finales, artificios para convencerme. Apago los sentidos e ignoro cualquier estímulo,
sólo queda un fondo negro.
El piso que me sostiene desaparece, y quedo cayendo hacia la nada. Mi nombre, mis
recuerdos, mis preocupaciones ¿Puedo estar segura de algo? Mi identidad está en el
pasado, en la memoria ¿Pero es seguro confiar en mi mente? Me siento frágil. El flujo de
pensamiento se vuelve rápido, errático. No hay certezas ¿Son reales mis recuerdos? El
patio de mis abuelos, la placita frente al cole, son imágenes nada más. Si borrás eso no
queda nada.

Sólo una cosa es segura: el presente. Este mismo instante. Me aferro a la palabra que estoy
pensando, a la tensión momentánea en mi panza todavía fresca. Pero por más que abrazo
el instante efímero, se me escurre entre los dedos como granitos de arena, arrastrados por
el manto implacable del pasado.

¿Cuánto tiempo pasó desde que llegamos? Unas horas tal vez, el tiempo se mueve lento.
Puedo recordar el cielo claro de la mañana, las conversaciones en el patio, pero todas
quedaron en el pasado. No puedo confiar en el pasado, sólo en el presente. Mi única
referencia es la ventana, el cielo oscureció tanto que se volvió un cuadrado negro. Quizás
siempre es de noche en esta casa. Aunque pasen las horas, nunca va a salir el sol.

¿Y si hubieran pasado años? Días y meses borrados con recuerdos falsos. Una masa de
frío me corre por el pecho: es un castigo. Tal vez soy eso, un alma milenaria vagando por
los mismos pasillos eternamente. Condenada a revivir una y otra vez este sufrimiento,
creyendo que algún día va a terminar.

Estoy en el infierno

Las puertas del averno se abren y una llamarada feroz me enfrenta. Me acuerdo de pronto
de las decisiones constantes, los juegos mordaces y las miradas cómplices; cada una de
mis inseguridades puestas en juego. Las paredes se acercan. Todo tiene sentido, incluso
ellos. Un grupo llamativo e intimidante, expertos en atraerme y encerrarme a la vez. Son
piezas hechas a medida, una máquina perfecta para hacerme sufrir.

Siempre hubo algo en la casa que me hizo estar alerta. Una incomodidad leve, que a veces
confundo con sentirme ajena, y no me deja relajarme del todo. Es difícil de explicar, algo en
la desprolijidad que parece calculado, un desorden impostado. Pero es más todavía, está en
las entrañas del lugar. Debajo de los tapices con polvo y el olor a encierro está el corazón
de la casa. Una energía subterránea que trepa por la madera y repta por los pisos. Puedo
sentirla, me respira en la nuca.

No puedo más
Necesito salir
La ventana. Esa es la única salida. Tengo que saltar, romper con esto. Cualquier otra cosa
no va a tener impacto. Saltar por la ventana es partir el tablero, arruinarles el juego. Nada
de esto es real. Y seguro hay gente detrás, hormigas cínicas moviendo controles. No
pueden ganar. Voy a saltar ese vidrio y romper la ficción. Voy a jugarme por la verdad.

Pero a último momento una voz me para ¿Es el miedo? ¿O la consciencia?

Dejo caer los párpados, agotando las fuerzas que me quedan. Un cansancio de espíritu me
embriaga, y pronto mis temores se tiñen de desapego. No tiene sentido pelear contra la
nada. Ya van a llegar las respuestas, ahora quiero descansar.

Me recuesto sobre aguas dulces y dejo que la corriente me lleve. Las ideas van vagando
por raudales peligrosos, pero me muevo con calma. Como olas, las imágenes pasan y se
van sin dejar rastro. Me vuelvo inmune a los peligros, capaz de navegar entre ellos sin
mojarme.

Con la mente un poco más nítida, voy captando señales del entorno. Noto familiaridades
que antes no veía, lugares conocidos que se mezclan en un sueño. Lentamente los
símbolos se unen en una red borrosa, que va tejiendo una nueva realidad: Soy un cuerpo
moribundo postrado en la cama, rememorando su juventud.

Dicen que antes de morir uno recuerda toda su vida. Por eso las cosas están pasando tan
rápido, y a la vez tan lento. Por eso la noche parece cubierta en un velo onírico. Yo soy eso,
un recuerdo. Ahora estoy en la adolescencia, en un rato tocarán los veintes y los treintas,
hasta llegar al final. Y cuando termine, voy a suspirar por última vez.

A través de la ventana sólo se ve un árbol. Las hojas secas se mueven con el viento,
rodeadas por un cielo oscuro. Es la única imagen del exterior. Allá afuera está mi vida, mi
casa, mi mamá. Se siente muy lejos ahora. Fuera de estas cuatro paredes no existe nada.
Como un sueño se me viene la imagen de una fuga; voy bajando las escaleras, rápido y
resulta, abro la puerta…ojalá fuera tan fácil.

“¿Te sentís bien?” me pregunta Barbi en tono maternal, y algo en la mirada me desarma. No
tiene sentido mentirle, necesito ayuda. Le digo que me siento mal, y con la misma voz
tranquilizadora me ofrece ir a mojarme la cara.

Salir de la habitación es como dejarla en otro mundo. Camino los metros que me separan
del baño dando pasos largos. Barbi se ofrece a acompañarme, pero prefiero ir sola. Me
siento en el inodoro, golpeando los pies con impaciencia. Se siente raro hacer pis, como si
la zona estuviera adormecida. No quiero pensar en cosas feas, así que recurro a uno de mis
juegos: rojo…el tacho, violeta…esa gomita, no encuentro algo verde.

Al levantarme me encuentro con el espejo. La imagen es más intensa de lo usual. La textura


de la piel, los colores, los ojos, me provoca cierta inquietud. Pero no puedo dejar de mirar.
Me acerco al vidrio y me estiro los cachetes, hago caras raras jugando con mi miedo. No
aguanto mucho más, hasta que el impulso de salir corriendo me gana.

Cuando vuelvo a la habitación, veo a los chicos sacándose fotos con distintos colores. No
sabía que Lean tenía luces de filmación, pero el cuarto está convertido en un prisma
gigante. Todos están fascinados, prueban ángulos con la cámara y van cambiando los
tonos. Sol está apoyada en la ventana, posando con unos anteojos mientras le sacan fotos.
Como una ola de paparazzis, los chicos se abalanzan en diferentes figuras y alturas
tratando de capturarla. Es un cuadro perfecto. Más que perfecto, la disposición de los
personajes, las luces…es una obra de teatro.

Estamos sobre el escenario, el foco nos apunta y el público queda a oscuras. Debo ser una
actriz famosa, una que interpreta tan bien su papel que olvida que está actuando. Me gusta
esa idea, el mártir del artista. Me imagino los titulares, “una obra rupturista que divide a los
críticos”. Así que juego mi parte, adopto una postura extravagante y me sumerjo en la
escena. Nada es tan grave ahora, si las cosas se ponen pesadas sólo tengo que esperar a
que baje el telón.

La mamá de Lean entra al cuarto. Es tarde, y viene a preguntarnos si comimos. Las caras
cambian y los músculos se endurecen. “No, no comimos ¿quedó algo?” pregunta Lean, en
un tono excesivamente relajado. Entiendo la idea, es la escena en la que la madre entra y
todos tienen que caretearla. Sigo el juego, pongo cara de buenita y me esfuerzo en estar
lúcida. Ya no sé si actúo, o si actúo que estoy actuando. “Pueden hacerse unos fideos”,
propone la madre. Asentimos con caras sonrientes, hasta que la puerta se cierra.
- ¿Habrá algo abierto?
- No creo, encima no hay nada por acá
- Si es por mí, no tengo hambre
- No, yo tampoco
- Paren que bajo y me fijo si hay algo
Lean va a buscar provisiones, y cuando vuelve, aparece con un pote de dulce de leche y
cinco cucharas. El postre va girando y cada uno tiene su turno. Sumergo la cuchara, me la
meto en la boca y es como tocar el cielo. No puedo creer lo que estoy probando, es el mejor
sabor del mundo. Después de un par de rondas, abandonamos las cucharas. Hundo el dedo
en el dulce y saco una bomba, el sabor es más intenso, más profundo. A medida que voy
probando, tengo la sensación de que el dulce y mi mano se funden en uno.

Me imagino que soy un gato, lamiéndome las patas. Me chupo el dedo, la mano, disfrutando
el enchastre. Ay no, me deben estar mirando. Qué vergüenza. Tengo las manos llenas de
dulce de leche ¿Mi cara estará igual? Me empiezo a raspar los cachetes, intentando sacar
el dulce. “Emi, ¿Tengo manchado?”, le pregunto por lo bajo. Me contesta que no, y la
imagen de mi cara se va restableciendo.

Terminamos el pote y nos acostamos en ronda. La charla está cargada con la fiaca típica
después de comer, con frases interrumpidas por bostezos. Barbi imita momentos de la
noche, y el resto reímos con bufidos cansados. Estoy agotada, pero la nube densa que
sentía desapareció. Por fin estoy lúcida.

Barbi y Lean son los primeros en acostarse, se despiden del resto y se van a la otra pieza.
En la habitación quedan Emi y Sol, encorvadas en posición de indio con la vista perdida.
Después de unos minutos, juntamos fuerza y hacemos la cama. Sin cambiarnos ni
desvestirnos, caemos las tres sobre el colchón. Hace cuánto no me acostaba con tanto
sueño, siento que mi cuerpo se va a hundir en la cama.
—¿Cómo les pegó? —le pregunto a las chicas
—Bien, bien supongo —contesta Emi con voz apagada
—Tardó bastante en pegarme — admite Sol — al principio medio que exageraba
para seguirles el juego, con lo del helado sobre todo, pero después me pegó.
—Mhm — asentimos cansadas
—Estuvo bueno — agrega — flashé fuerte en un momento, pero bien bien… ¿Y Vos
Lari? Te vi medio mal en un momento
—Creo que malviajé.
Le cuento a las chicas algunos delirios que tuve, pero estoy demasiado cansada para
explayarme. Tampoco quiero asustarlas, o parecer exagerada. Las chicas escuchan sin
decir mucho. Sol resume todo en una sola palabra: “volviste”.

Ayer me prometí dejar toda sustancia por un tiempo. Ahora, en la mesa del desayuno, me
encuentro con un porro en los dedos sin ganas de fumar. El ‘no’ siempre me costó, es
demasiado decisivo para mí gusto. En la boca, siento el sabor a marihuana mezclarse con
el aliento matutino. Quiero lavarme los dientes.

La mesa está en silencio, ese silencio tranquilo que acompaña la mañana. Con lagañas en
los ojos y bostezos, vamos pasando el porro y sirviendo té. Es una mezcla ecléctica, que sin
motivo me causa ternura. Envuelta en esa sensación, sostengo la taza calentita en las
manos, dejando que el vapor me roce la nariz.
—¿Esas son las medias que te regaló tu hermana, Lean?
—Sí, re facheras, viste.
Escucho la conversación, pero es difícil seguirle el hilo. Una nube pesada me va cubriendo
la frente. Creo que hablan sobre la taza ahora, es de alguna banda que no conozco. Me
quedo mirando la mesa, tiene algo raro, está como…inclinada.

Así veía la mesa ayer cuando me empezó a pegar la pepa. No, no puede ser. Es el porro
nomás, la estoy flasheando. Yo soy de hacer eso, autosugestionarme. Sí sí, ya está, no es
nada. Me concentro en la esquina de la mesa, intentando que se vea normal. No puedo,
sigue inclinada.

No sé en qué momento se fueron, pero al levantar la cabeza veo la mesa vacía. De lejos
escucho un par de pies subiendo la escalera. Deben estar en el cuarto. Me levanto de un
tirón, y los sigo dando saltos por el pasillo. Estoy por subir un escalón, cuando una voz me
llama.

“¡Laru!”, es Emi, que está en la cocina. No necesito pensar, voy corriendo. Cruzo la puerta y
la veo ahí, apoyada en la pared intentando no caerse. La agarro, me faltan fuerzas y
terminamos en el piso. Está intentando decirme algo pero no puede respirar.

Qué hago. Voy a buscar a los chicos. No, no puedo dejarla sola. “Tranquila, tranquila, está
todo bien”, le digo y las palabras salen solas. Qué está pasando. Tengo que hacer algo.
Intento moverme pero no puedo. La tengo a Emi en los brazos, y no respira. Se está
muriendo. Se está muriendo y no estoy haciendo nada.

De repente, como si hubiera sido un sueño, Emi abre los ojos. Se levanta despacio y se
refriega la cara. Cuando ve que la estoy mirando, me dice:
— Estoy bien
— ¿Segura?
— Sí, estoy bien. Me ahogué con el humo nomás.
— ¿Pero segura?
— Sí, pasa que tengo asma.
— Entonces no está bueno que fumes
La frase parece un planteo, y en cierto punto lo es. No me acordaba que tenía asma, sólo
una vez me lo dijo, hace unos años. Quiero abrazarla, y retarla también. Los ojos de Emi
son como los de un chico, siempre te das cuenta cuando quiere llorar.

Subimos la escalera en silencio. Ella no se anima a mirarme, sube los escalones a paso
distendido, como si no hubiera pasado nada. Quiero creerle, es probable que haya sido el
asma. Pero es raro que sea la primera vez. Emi nunca se puso así. Y yo tampoco me siento
así cuando fumo. Esto no es porro, es pepa.

Entrando a la habitación, espero un “no saben lo que me pasó recién”. Pero no. Emi cruza
la puerta y se dirige hasta la cama sin decir nada. Mira al resto con las manos en el regazo
y ojos curiosos, esperando que le cuenten lo que se perdió. Recién al rato dice, “me duele
un poco la cabeza”, nada más.

¿Qué está pasando? ¿Por qué Emi no dice nada? Desde que escuché el “Laru”, mi cuerpo
sigue tensionado. Necesito hablar del tema, que me den explicaciones ¿Alguien más se
está sintiendo así, o soy yo sola? La repisa del cuarto se ve tan inclinada, que los
muñequitos parecen flotar en el aire. Está pasando de nuevo.

Tragándome la frustración, me siento en la cama. No voy a contarlo, es un tema de Emi. Me


gustaría hablarlo, pero no es el momento. Me hago un bollito sobre el colchón y abrazo la
almohada.
— ¿No te sumás Lari? — Los chicos conectaron la play y están por jugar.
— En un rato, estoy medio cansada.
Hundo la cara en la almohada, mientras los miedos de ayer trepan de nuevo. Cómo puede
ser que después de tantas horas, esté pegando de nuevo. Quizás son efectos que se
desbloquean, una vez que tomás ácido hasta el porro pega fuerte ¿Tiene sentido? O puede
que sea algo químico, algún error que sigue activando alucinaciones. No, no, eso es muy
feo. Mejor pienso en otra cosa.

La habitación de Lean me hace acordar un poco a la de mi hermana. La tiene decorada con


stickers rockeros, botellas de colección y posters retro. De chica, siempre fue la imagen de
la “adolescencia”. Admiraba su cuarto, soñando con tener quince y que me rompieran el
corazón. Me da una especie de nostalgia pensar en eso ahora, tal vez por algo que no viví.

Sin esfuerzo, me transporto a una de esas tardes en lo de los abuelos. Las dos tiradas en la
cama, pegadas al ventilador con la malla bajo la ropa. Ninguna habla, el aire está cargado
con el sopor de la siesta. Miro al techo, seguro fantaseando con algún amor de verano. Casi
llego a escuchar los pájaros, los chicos paseando en bici, los relojes detenidos. Todo va a
estar bien.

Me doy vuelta sobre el colchón para desperezarme, y veo en mi muñeca un dibujo. Es un


rectángulo chico, hecho con líneas temblorosas: la ventana. Ayer a la noche estuve tan mal
que llegué a pensar en saltar por los aires. El dibujo era una especie de mensaje, un
recordatorio por si me hacían olvidar. “Esa no era yo”, es lo primero que pienso cuando veo
mi brazo. Es una disociación extraña, como si fuera otra persona quien lo hizo, alguien que
ocupó mi cuerpo por unas horas. Todavía no me siento bien, pero ya no estoy ahí.

Mirando el paisaje por la ventanilla, dejo que la música me contagie un aire reflexivo. Siento
muchas cosas, pero sobre todo calma. Me imagino llegando a casa y metiéndome bajo la
ducha, con una lluvia tibia que me limpia los restos de anoche. Cuan lejano parecía este
momento hace sólo unas horas. Por fin se terminó. Cierro los ojos, ya pensé demasiado.

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