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CAPÍTULO UNO

CHRONICUS NOVAE IMPERIA

La débil luz se movía a través de una negrura como la pez,


arrojando un pálido recorrido que creció y se encogió sobre el pulido
mármol azul extraído en la cantera de un mundo devastado hacía
mucho tiempo. El zumbido de un motor gravítico cortó como una
sierra el silencio de la abandonada sala, aunque no con el suficiente
volumen para desterrar la paz de las eras que yacían sobre ella. La
lámpara era tenue como la luz de velas, y muy oscurecida por la
linterna de hierro que la enmarcaba. Los ángulos del servocráneo
que llevaba la linterna cortó aún más el brillo, pero incluso en la
débil luminancia la piedra brilló con motas de oro. El piso se
despertó por breves momentos ante su caricia, destellando con la
riqueza de una nebulosa, antes que el servo—cráneo siguiera
adelante y la gloria del pavimento se perdiera de nuevo en la
oscuridad.

La figura solitaria de un hombre caminaba al borde de la luz, a


veces abrazado por completo por ella, más a menudo reducido a
una colección de sombras y suaves realces en su límite. La capucha
de su áspera bata casera fue colocada sobre su cabeza. Sandalias
tejidas con cuerda persiguieron la luz con un ritmo constante. El
circulo de luz era pequeño, pero el eco de los pasos del hombre
revelaba el espacio que atravesaba como vasto. Menos podía
discernirse sobre el hombre, si hubiera alguien allí para verlo. Era un
sacerdote. Poco más podría decirse además de eso. Ciertamente no
sería obvio para un observador casual, era militante apostólico para
el Lord Comandante. No se vestía como lo harían normalmente los
hombres de su oficio, con brocado y joyas. No parecía exaltado.
Con seguridad no se sentía así. Para sí mismo, y para aquellas
pobres almas a las que él ofrecía el socorro de la bendición del
Emperador, simplemente era Mathieu.

Mathieu era un hombre de fe, y para él los Marines Espaciales


parecían infieles, ignorantes de la verdadera majestad de la
divinidad del Emperador, pero el Ad Mortuis Monumentum tenía el
aire de santidad, sin embargo.

A Mathieu le gustaba por aquella razón.

Más allá de la bofetada de los zapatos del sacerdote y el gemido


del cráneo, el silencio en el Mortuis Ad Monumentum era tan total, el
sentimiento de aislamiento tan completo, que ni siquiera el ruido de
fondo de los motores gigantes que empujan la Honor de Macragge a
través de la urdimbre se entrometían. El resto de la nave vibraba, a
veces con violencia, a veces con suavidad, el gruñido de los
sistemas siempre ahí. No donde el sacerdote caminaba. La quietud
del antiguo salón no lo permitiría. Dentro de sus confines el tiempo
mismo contenía su aliento.

Mathieu había pasado sus días más tranquilos explorando el salón.


Sus características más singulares eran las estatuas amontonadas
en los márgenes. No estaban solo únicas o en parejas, a las efigies
se les había dado espacio para caminar a su alrededor y ser
admiradas, ni se encontraban instaladas en nichos para decorar o
conmemorar. No, había multitudes de hombres de piedra, en lugares
de cuarenta de profundidad, todos Adeptus Astartes con modelos de
armadura antiguos. Pudiera ser que una vez fueran colocados con
cuidado, pero no más, y más lejos en el salón, sus disposiciones se
habían vuelto más revueltas. El salón había sido asaltado en días
pasados, y las estatuas destruidas. Desordenados montones de
extremidades fueron arrastrados con descuido a un lado y feos
remiendos marcaban heridas de tiempos antiguos.

Los guerreros recordados por las estatuas habían muerto diez mil
años antes del nacimiento de Mathieu. Tal vez incluso habían caído
en las guerras del Emperador para crear el Imperio mismo. Una
longitud tan increíble de años, difícil de comprender y, sin embargo,
ahora el ser que había guiado a estos mismos hombres muertos
mandaba de nuevo la nave.

A Mathieu le sorprendió que él sirviera a un hijo del Emperador. No


podía creerlo del todo, incluso después de todo lo que había
sucedido, todo lo que había visto.

Mathieu se detuvo en la oscuridad donde un grupo de estatuas se


amontonaban juntas. La piedra blanca brilló gris en la penumbra.
Tuvo la terrorífica idea de que habían cobrado vida y se habían
reunido para bloquear su camino, una falange de fantasmas
enfurecidos por la blasfemia. Hizo a un lado el pensamiento. Ignoró
la fría mano del miedo que arrastrándose por su espalda. Se había
salido del camino, nada más. Era bastante fácil perderse en una
sala de media milla de ancho y casi la misma longitud.

Su servocráneo llevaba un gran HV en la frente. Solo lo llamaba


por la letra V. No podía persuadirse para referirse a él por su
nombre.

—V —dijo. Su voz era pura y fuerte. Cortó las sombras y devolvió


el susto a la oscuridad. Mathieu no era un hombre imponente, joven,
delgado, pero su voz era notable; un arma mayor que la pistola láser
que llevaba en su cadera izquierda, o la espada sierra que llevaba a
la batalla. Alto y dominante ante sus congregaciones, parecía
pequeño ante los muertos del pasado, pero como una campana de
plata repicando con profundidad en los bosques de invierno, era
claro, brillante y encantador.

V emitió una plana melodía de acuse de recibo entrelazada con


estática.
—Ascender cinco pies. Elevar la lámpara, tomar una vista
panorámica de izquierda a derecha.
Los motores del cráneo pulsaron. Se elevó en los altos vacíos del
monumentum. La luz abandonó a Mathieu, inclinándose en cambio
hacia las inmóviles figuras que lo rodeaban. Las caras de piedra
saltaron desde la oscuridad, como si aferraran con brusca velocidad
la oportunidad de ser recordadas, ahogándose de nuevo con
rapidez en la negrura cuando V regresó. Por un momento el miedo
de Mathieu volvió. No reconoció dónde estaba, hasta que la pálida
luz de la lámpara de V bañó a un capitán de los Marines Espaciales
de una época sin recordar, el brazo derecho sostenido en alto con
tanto orgullo roto a la altura del codo. Reconoció a aquel guerrero.

Mathieu respiró aliviado. —Descender a la altura original. Rotar


linterna hacia abajo para iluminar mi camino. Proceder.

V expresó su fracturada conformidad. Hubo pretensiones de


musicalidad en la señal, pero la limitada unidad de vox era de quinta
mano, al menos, recogida entre la basura como todos los otros
accesorios de V, y el excesivo uso había mellado sus armonías.

—Proceder a la ermita, ahora con rapidez. Mi tiempo para este


deber se acaba.

V se dio la vuelta y barrió hacia delante. Mathieu aceleró su paso


para mantenerse a la altura.

Los Adeptus Astartes pretendían desdeñar la adoración. Era bien


conocido entre el Adeptus Ministorum que no consideraban al
Emperador como un dios. Mathieu supo esto a través de su
vocación. La verdad había probado no ser tan simple. En la nave
había muchos santuarios, decorados amorosamente con imágenes
de muerte, conteniendo los huesos de héroes en relicarios que
rivalizaban con los de los más alabados Santos alabado en su
ostentación. El culto de los Ultramarines era fuerte, aunque no
adoraban. En capillas que negaban la religión a sus sacerdotes con
máscaras de calavera protestaban ruidosamente sobre la naturaleza
humana del Emperador y los primarcas mientras los veneraban
como dioses en todo menos en el nombre. Su práctica de honor,
deber y obediencia era llevada a cabo con una fanática devoción.

Había un elemento de ceguera voluntaria en sus prácticas, pensó


Mathieu.

La forma en que los Adeptus Astartes reaccionaban ante Roboute


Guilliman bordeaba el temor. Desde el principio, Guilliman había
advertido al propio Mathieu que no fuera adorador, que no era hijo
de un dios. El sacerdote había sido testigo de lo irritado que se
mostró el primarca con aquellos que no escucharon sus palabras. Y
sin embargo, estos impíos hijos suyos lo admiraban miraron, y
apenas podían ocultar su fervor.

Mathieu hizo lo que le habían dicho. Pretendió ver al hombre que


Guilliman deseaba ser, pero su familiaridad con el primarca fue en
gran parte una actuación. Mathieu reverenciaba al primarca, con
sinceridad y profundidad.

Los anteriores militantes apostólicos se habían forjado un pequeño


reino en la aguja del palacio de Guilliman sobre el gigantesco
acorazado. La posición venía con alojamientos del lujo apropiado.
Algún tiempo antes de la tenencia de Mathieu, la mayor habitación
se había convertido en una capilla del Culto Imperial. Era hortera,
demasiado preocupada por las expresiones de riqueza e influencia y
no por la fe. Mathieu hizo todo lo posible para que fuera más
austera. Eliminó algunos de los accesorios más vulgares, reemplazó
las estatuas de antiguos cardenales por las de sus santos favoritos.
Había una escultura del Emperador en Gloria de pie orgullosamente,
espada en mano, sobre el altar. Mathieu la reemplazó con una efigie
del Emperador en Servicio; un cadáver haciendo muecas ligado al
Trono Dorado. Mathieu siempre prefirió aquella representación
porque honraba el gran sacrificio del Emperador por su especie. El
servicio del Emperador a la humanidad era mucho más importante
que Sus aspectos como guerrero, gobernante, científico o vidente.
Mathieu siempre había intentado seguir el ejemplo del Emperador
en Servicio, renunciando a las pocas comodidades que tenía para
ayudar a la sufridora masa de la humanidad.

La capilla se hallaba manchada por las deshonestidades de


hombres sagrados. Prefirió liderar la adoración con la tripulación de
la nave en sus aceitosas iglesias. Mantuvo la capilla privada solo
porque se esperaba tal exhibición de él. Raras veces rezaba ahí.

Para sus devociones privadas, bajaba a aquel abandonado


monumento de culto de hombres irreligiosos.

En la parte posterior de la sala había un pequeño osario, donde los


cráneos apilados de los héroes caídos se encontraban cementados
en sombríos patrones. El polvo yacía espeso sobre toda su
decoración cuando Mathieu lo descubrió. Nadie había estado allí por
mucho tiempo.

Debajo de las miradas sin ojos de las calaveras transhumanas,


había dispuesto un simple altar de madera, este también portando
una efigie del Emperador en Servicio. Dispuestas a su alrededor
había estatuas menores de los nueve primarcas leales, como se
podían encontrar en cualquier lugar sacro. La representación de
Roboute Guilliman era tres veces más grande que los otros. Mathieu
hizo una genuflexión tanto para el Emperador como para su Hijo
Vengador, aunque el verdadero Guilliman bien podría dispararle por
hacerlo.

Se arrodilló un rato y oró a las estatuas, primero el Emperador, Sus


hijos y al fin a Guilliman. Se puso de pie y tomó de una gran caja de
municiones treinta y seis velas que agregó a los bastidores de
cientos alrededor de la periferia de la habitación. Cuando las velas
estuvieron en su lugar sobre sus picos, encendió una pequeña llama
de prometio, y de ella encendió las mechas una por una, susurrando
con solemnidad sobre cada una.

—El emperador cuida de ti —dijo—.El emperador cuida de ti.

Cada vela representaba el deseo de una oración por un siervo en


alguna parte, aquella gente común que formaba la mayoría de la
ciudadanía Imperial, pero que por lo demás no tenía voz. Cuando
alguien le pedía la bendición de la luz, Mathieu nunca rechazaba, no
importaba cuán alto o bajo, pero prometía quemar una vela por cada
solicitud. Había tantas súplicas, tantos que padecían dolor, incluso
dentro del pequeño mundo de una nave estelar, que posiblemente
no podría esperar mantener su voto. Al final tomó ayuda, como sus
diáconos insistieron en que debía hacer. Habiéndose negado
siempre a sí mismo sirvientes o servidores le preocupó la facilidad
con que se acostumbró a ellos. Nunca quiso ser como otros altos
eclesiásticos, con hinchados hogares de miles, y temía que esto
fuera solo el primer paso por aquel camino.

Cuando se encontró a sí mismo dando por sentado a los sirvientes,


había hecho penitencia, forzando la capacidad de su autoflagelador
para castigarse a sí mismo. Después de su flagelación, preparó
aquella ermita por sí mismo, despejándola con sus manos
desnudas, lavando los pisos, elaborando los objetos de adoración.
Cuando hubo acabado, estableció con reverencia un bastidor de
velas idéntico para mostrar su sinceridad, así que ahora cada alma
perdida tenía dos velas que ardían por ellas; una arriba encendida
por sus siervos, y una abajo encendida por él mismo. Su ermita se
encontraba a oscuras cuando llegó. Apagaba las velas cuando se
iba y las encendía de nuevo cada vez que accedía a su interior,
hasta que se quemaban hasta ser tocones. Siempre había más para
reemplazarlas.

"El Señor Guilliman me eligió por mi humildad", se dijo a sí mismo.


Con una mano sin vacilar, tocó cada palo de cera con la antorcha de
prometio. Su otra mano estaba apretada con tanta fuerza a su túnica
que sus nudillos brillaban en blanco a la luz de las velas. Su
autoflagelador marchaba en una configuración de agonía leve. Dejó
que el dolor estremeciera su cuerpo, purificándolo de sus
pensamientos egoístas. "Oh Emperador, no me dejes perderme en
este oficio. No dejes que me condene a mí mismo por olvidarme de
Tu gracia y Tu propósito para mí. Déjame hallarme libre de orgullo.
Déjame ser puro de propósito. Déjame ayudar al Señor Guilliman a
ver la verdad de Tu Luz. Ayúdame, oh Amo de la Humanidad.
Después de una hora, terminó. Sacó un sanctus-astrogador de su
túnica y dejó que encontrara la posición probable de Terra para él. Si
en realidad funcionaba en la disformidad no lo sabía, sin embargo,
seguía su sugerencia, y llevo a cabo una genuflexión en la dirección
del hogar ancestral del hombre, donde el Emperador moraba en
majestuoso dolor. Hecho aquello, se dirigió a su escritorio.

Encendió seis grandes velas alojadas en la abierta parte superior


de un par de calaveras. Habían pertenecido a fieles muertos,
martirizados en el anonimato por los merodeadores del Caos.
Agradeció a cada uno de ellos por proporcionarle luz en la
oscuridad. Luego se sentó y abrió el tomo de cuero que tenía sobre
el escritorio. El papel era suave y cremoso, mucho mejor que
cualquier otro que hubiera empleado antes. Había algunos
beneficios por ser la herramienta del primarca. El libro quedó abierto
en la página del título, mostrando La leyenda La Gran Guerra de
Plaga. Mathieu pasó las páginas, mirando a aquellos capítulos que
ya había terminado pero cuyas iluminaciones seguían siendo toscos
bocetos. Antes de dedicar sus pensamientos a aquella historia, los
trabajó y reelaboró en panfletos, hasta que los consideró listos para
aquella primera redacción. Hoy era un día trascendental. La
siguiente parte de su testamento se encontraba terminada y se
podría establecer para la posteridad.

Guilliman requería tan poco de él. La evaluación de Mathieu de la


posición de militante apostólico como portavoz era precisa. Era
llamado de cuando en cuando para aconsejar al primarca sobre
cómo manejar la iglesia, o para dar oratoria en una reunión u otra. A
menudo, Guilliman reescribía sus sermones.
Mathieu llenaba su tiempo con el servicio al Emperador tal y como
él lo entendía. Como él había ido entre los pobres y enfermos en los
mundos de Ultramar, ahora él iba entre los siervos del Capítulo y de
la nave que servían a bordo de la Honor de Macragge, dispensando
limosna o ayuda médica, y llevando consuelo espiritual. En las
deslucidas capillas de las cubiertas inferiores hablaba de la
misericordia del Emperador. Los humanos de línea de base en la
flota eran desanimados de llevar a cabo manifestaciones religiosas
porque los Ultramarines encontraban la adoración abierta
desagradable, pero tampoco estaban prohibidas sus creencias.
Mathieu les daba el consuelo que podía. Sus vidas eran duras. Les
compadecía.
En otras ocasiones escribía. En parte escribía en servil imitación
del santificado primarca, quien cada momento libre lo pasaba en su
scriptorium. Principalmente era porque creía que los hechos de
Roboute Guilliman debían ser registrados por uno de los fieles para
los fieles, y no sólo preservados en la oscuridad del Librarium de los
Ultramarines.

Mathieu pasó a la siguiente página en blanco y abrió su tintero.


Miró lejos del libro, los dedos extendidos sobre el papel y se tomó
un momento para estabilizarse, despejar su mente y preparar su
alma para la sagrada tarea sagrada. Sólo entonces tomó la pluma,
mojó la punta en tinta negra y escribió con meticulosidad un ornado
título adornado

El triunfo del Santo Guilliman sobre Espandor contra los horrores


de los inmundos poderes.

Trazó las letras con lentitud, llenando las burbujas de cada una con
florituras decorativas. Más tarde, si la escritura aún resistía ante su
ojo crítico, extendería aquellos esfuerzos a la iluminación, ilustrando
el documento con imágenes de calidad. Por ahora, había abocetado
algunas ideas, solo un poco para poderlas eliminar con facilidad.
Una vez hecho, pensó un momento sobre si nombrarse a sí mismo
como el autor del capítulo. Vaciló, luego decidió que lo haría, y
escribió con rapidez antes de que pudiera cambiar de opinión

Según lo relatado por el Militante Apostólico Hermano Mathieu de


los Mendicantes de Acronite, Postulante de tercera línea, quien
estuvo presente en persona durante la campaña.
Lamentó su vanidad tan pronto como terminó las frases. Antes de
comenzar cada entrega había tenido la misma infructuosa batalla
interior. Sabiendo demasiado bien cuan fragmentados los
documentos podían llegar a ser con el tiempo, puso su nombre bajo
cada título de capítulo. A pesar de que estuvo allí en Espandor, y
tenía la intención de referirse a las vistas que vio con sus propios
ojos, había poca necesidad de atribuir la escritura, menos aún para
señalar quién era y quién había sido. Su historia no era el asunto, lo
era el primarca, y sin embargo anhelaba ser reconocido como su
autor. Había un doble orgullo en esa oración, al declarar su alto
rango, y al insistir en sus humildes orígenes para que todos supieran
cuán alto se había alzado.

Meditó un momento, pidiendo perdón al Emperador. Resolvió


escribir el reporte completo de la guerra, luego eliminar su nombre.
Ese era el camino. Él continuaría con su debate ritual hasta el fin,
luego se purgaría del reporte.
Respirando de manera uniforme para no perturbar su caligrafía,
comenzó su historia.

Sobre Espandor, el Santo Guilliman hizo retroceder las fuerzas del


temible primarca Mortarion, quien sea condenado por siempre a
sufrir las consecuencias de los castigos del Emperador por su
traición. Con gran fuerza e inteligencia, el Regente Imperial
Guilliman, último y más fiel de los hijos del Dios—Emperador
viviente, dispuso sus fuerzas contra aquellas de los innombrables, y
así eliminarlos del mundo y sus asistentes planetas súbditos. Y en
los sistemas estelares cercanos atacó con tal agresiva certeza de
victoria que las caídas naves de vacío del enemigo fueron apartadas
y el bloqueo levantado, por lo que se llevó socorro a Espandor. Las
ciudades fueron retomadas, y en todas ellas el Santo Guilliman lloró
al ver profanados los templos de su padre, y los sirvientes de Terra
reducidos por la enfermedad y la guerra, de modo que solo una
décima parte de los pueblos de Espandor que habían vivido antes
permanecían al servicio del Santo Guilliman, y el de Ultramar, y de
El que gobierna desde Terra.

Por quince días, el primarca libro batalla en Espandor, derrocando


la hegemonía de demonios y Astartes Heréticos por igual. Por astuta
estrategia, los condujo ante él, rompiendo su poder y aniquilándolos
poco a poco con su furia. Con ataques relámpago y asaltos
sorpresa, dividió al enemigo y así los venció. En las Espiras de
Priandor, derribó a los oxidados gólems demonios de la caída Legio
Onerus. El río de Gangatellium corrió negro con icor demoníaco tan
profundo que para purificar sus aguas se requirieron las oraciones
de veintidós altos cardenales. En las provincias de Berenica, Ebora
e Iorscira el enemigo fue derrotado y asesinado. Tan rápido y terrible
fue el avance del primarca que todos cayeron en desorden ante él,
ya fuera demonio, mortal o legionario no muerto. En todos los
enfrentamientos que lideró el primarca, la espada de su padre
brillaba en su mano. Sobre el Santo Guilliman, la protección de Sus
ángeles y Sus santos ardía brillante en un terrible nimbo que
encendió las almas de los fieles con gran fuerza, e hirió a los siervos
del enemigo dondequiera que resplandeciera sobre ellos. Los
esbirros del Señor de la Plaga, que se alimentan de la
desesperación y la desesperanza, conocieron la desesperación ellos
mismos. ¡Sí! Y su piel humeó al tacto de la luz, y su equipo de
guerra falló, y las cosas máquinas que no deberían ser cayeron en
humeantes pedazos, y fueron expulsadas de este reino para
siempre.

Siete batallas el primarca libró desafiando el impío número del


Señor de la Plaga, porque siete da poder al Señor de la Plaga. La
séptima batalla fue la mayor de todas.
Al comienzo de cada lucha, Guilliman caminó a grandes zancadas
ante sus ejércitos y habló estas palabras para que todos las oyeran.

—¡Soy el Primarca Roboute Guilliman, furia del Emperador!


Estos mundos se hallan bajo mi protección. Seréis expulsados
y abatidos, y todos tus números asesinados. No habrá
misericordia para vosotros que habéis dado la espalda a la
sagrada luz de Terra, y desafiado la divina gracia del
emperador. Os llamo, y os digo, presentadme al architraidor
Mortarion, mi hermano, primarca caído y alto demonio, y lo
tomaré, y lo mataré, y vuestras multitudes conocerán la
misericordia de una muerte rápida.

Yo, el Militante Apostólico Mathieu, sé que estos son verdaderos


relatos, porque estuve allí al lado del Santo Guilliman, y luché en
nombre del Emperador a la vista del primarca.

Naturalmente, Guilliman no había expresado sus desafíos de


aquella manera, y había tal vez un poco de floritura alrededor de las
demostraciones del poder del primarca. Pero Mathieu estaba
convencido de que el Emperador luchó junto a Su hijo. El en la
práctica podía verlo. Un día, Guilliman creería la verdad de la
naturaleza de su padre, y agradecería a Mathieu por mostrarle el
camino a la fe. Lo que escribía podía no ser exacto de manera
estricta, pero era veraz, estaba seguro de eso.

Aquellas adiciones menores no le molestaron en lo más mínimo,


sino que otra parte le causó inquietud.
Su vergonzoso orgullo había resurgido. Se mordió el labio con
angustia, releyendo las líneas donde se mencionara a sí mismo.
Había luchado allí. El nombre del Emperador estaba siempre en sus
labios. Eso, más que los rayos de luz que había disparado su
sagrada arma, llevó a la ruina a muchos seres caídos. Sin embargo,
estaba lejos de ser el único. Muchos otros fieles guerreros del
Imperio habían prestado oración y rayos láser a la carga. Sus
nombres no fueron registrados, ¿por qué deberían serlo? Pero
entonces, ¿era tan malo relatar su propia modesta parte en aquellas
luchas? En muchas hagiografías el narrador regalaba al lector con
sus propias obras al lado de los santos. Por otro lado, ¿cuántos
otros reportes había leído donde parecía no haber conexión entre
narrador y narración porque el escritor había dejado triunfar a la
modestia, cuando sus propios hechos habían sido mayores incluso
que los de Mathieu, con el fin de honrar mejor su tema?
El cuello de Mathieu se sonrojó. Tuvo la tentación de borrar la
última frase. No había tenido la intención de incluirla. El orgullo
movió su mano.
Su pluma se cernió de nuevo sobre la línea ofensora. Otro
recuerdo lo detuvo. Guilliman le dijo después de la batalla de la
Espira de Refrigeración en el abrasador ecuador de Espandor que
había luchado bien. Le había sido otorgada la aprobación del
primarca. ¿No había ganado el derecho a celebrar, aunque solo
fuera un poco?
Hizo a un lado la pregunta por el momento. Debía estar pronto en
las cubiertas inferiores, y deseaba acabar antes de irse. Una rápida
sacudida de su autoflagelador reenfocó su mente. Una vez que el
dolor se desvaneció, recomenzó su trabajo. El rasgar de la pluma
lanzó su hechizo, y él cayó en el ritmo del narrador.

El poder del enemigo se rompió gradualmente. Ninguna gloriosa


lucha final gloriosa fue librada en Espandor, porque el enemigo era
cobarde y no sería llevado a batalla, prefiriendo en cambio las
silenciosas formas de la enfermedad y la desesperación. Mediante
cientos de desesperadas escaramuzas fueron desarraigados al final.
Sucio y dura fue la lucha, y en apariencia sin fin. La enfermedad y
los males del alma se cobraron su peaje en todos menos los más
fieles de los sirvientes del Emperador. Pero por Su misericordia las
fuerzas del mal no son infinitas en su número, y así de aquella
manera fue retomado Espandor pedazo a pedazo, hasta que no
quedaron más que pequeños grupos del enemigo sobre su sagrada
tierra, y estos fueron rodeados por las líneas de asedio de las
huestes vengadoras, y marcadas por ellas para limpiadora violencia
a su debido tiempo.

A sus lugartenientes, el primarca dio las tareas finales de


Espandor. La guerra rabió a través del firmamento, sí, desde Talasa
hasta Iax y todos los lugares entre aquellos sistemas En esto, el
sabio Señor Guilliman habló a sus generales.
—Un solo hombre no puede hallarse en todos los lugares,
pero puede moverse con rapidez y llevar toda la fuerza de su
poder para hacerla valer en los lugares más débiles, y así con
presión romper las murallas del enemigo y hacer añicos su
línea de suministro. Así triunfaremos, y limpiaremos Ultramar
de nuevo.
Hablando así, se despidió, y con él fueron el ochenta y nueve
punto tres por ciento de sus ejércitos. Desde los marchitos bosques
de Espandor partió el Señor Primarca Roboute Guilliman con una
poderosa hueste tras él, conduciendo su curso hacia Parmenio
donde las fuerzas del terrible Caos se reunían en gran multitud.

Esto está mejor, pensó Mathieu. Más honesto.

La disformidad se encontraba en una terrible tempestad al tiempo


que el santificado primarca viajaba, y la gran nave Adarnaton se
perdió con todas las manos, y otras se dispersaron lejos. La luz del
Astronomicon parpadeó con debilidad, y se oscureció por un
espacio de tiempo, y la flota fue dividida. Lo! Y los sagrados campos
Geller se rompieron, y los demonios corrieron descontrolados en
medio de las naves de los siervos del Emperador, y el primarca
luchó junto a sus hijos y con los hombres menores, y expulsó a los
engendros de la disformidad de su nave, y con su ejemplo, inspiró a
otros hombres a hacer lo mismo.
Los fieles gritaron oraciones a su Emperador al tiempo que
peleaban, y la luz de la baliza se encendió de nuevo, y la
disformidad se calmó, y los demonios que quedaron ardieron por los
himnos de los fieles, así que pronto no quedó ninguna criatura
impura, y aquellos hombres golpeados por antinaturales
enfermedades sanaron de manera milagrosa, ¡y quienes se hallaban
cerca de la muerte se levantaron y fueron sanados se convirtieron
en sanos Hale!
Yo vi esto. Yo estaba ahí.

Hizo una mueca. Lo había hecho de nuevo. Esta vez, elevó la


salida de su dispositivo de dolor tanto que gritó durante su
activación.
Las extensiones del empíreo después de eso se calmaron hasta la
suavidad perfecta, porque el Emperador de toda la humanidad
ordenó que así fuera, y en el momento oportuno la flota del primarca
llevo a cabo el traslado al Sistema Tuesen, que no se encontraba
lejos del Sistema Parmenio, y allí se reunieron con mucho alivio,
porque naves que se creían perdidas fueron llevadas al rebaño, y
las pérdidas mejoraron.
Se ordenaron varias tareas para preparar la flota una vez más, y
fue decretada una parada de tres semanas terranas.

En el noveno día hubo un gran regocijo cuando el cielo se rasgó y


desde la disformidad vinieron ciento una naves al servicio del Dios-
Emperador. Muchos leales hijos de hombres viajaban de un extremo
a otro del Imperio, pareciendo como si por casualidad, y la hueste
de guerra de Guilliman fue fortificada en gran manera por esta
buena fortuna. Aprovechando la oportunidad, Guilliman ordenó a
todos sus astrópatas que cantaran un mensaje sin miedo, porque la
disformidad estaba en reposo, y él les dijo que convocaran la ayuda
que pudieron de Ultramar, ya que muchos hombres de armas y
máquinas de guerra habían venido ya a sus órdenes, pero tendría
más.
Y luego se retiró un momento a su estrategium y se puso a pensar.
Apareció diez horas más tarde, ¡y ahí estaba! La promesa de
victoria en su rostro, y una luz brillaba sobre su cabeza. —Di a mis
mejores astrópatas que hablen con sus hermanos en la
fortaleza estelar Galatan, y que la pongan en órbita alrededor
del mundo principal Parmenio, y que llueva su fuego sobre los
incrédulos y los infieles, porque de esta manera estoy seguro
de destruir a mi hermano, y deshacer las Obras del
innombrable Dios de la Plaga.
La brecha inmaterial fue salvada sin incidentes, y en una buena
disposición las naves navegaron de nuevo sobre los mares del
empíreo donde la luz del Emperador podía ser atestiguada, y Su ojo
está sobre todos.

Desde Tuesen, Parmenio se encontraba a solo dos semanas de


viaje, y la luz de la baliza en el empíreo ardía con fuerza, y los
mares del alma entre ellos se encontraban mucho más calmados,
así que el Navegante de la Honor de Macragge, el gran medio de
transporte de Guilliman, descendió de su navigatorium para hablar
con maravilla y fe de las vistas que había visto sobre las corrientes
de ese Otro Lugar. De ángeles, y de santos, y murallas de oro que
contenían las mareas del mal que nos ahogarían a todos, y sacarían
las almas de nuestros cuerpos.
Por la gracia del Emperador, los mensajes pasaron entre la flota y
la fortaleza Galatan, cuyo poder fue ordenado ese día por el
Maestro de Capítulo Bardan Dovaro de los Novamarines. Dovaro
prometió lealtad e inmediata obediencia, pero dio sus máximas
disculpas. La fortaleza estelar, estacionada entonces en Drohl, era
lenta en su inmensidad, y así fue retrasada por fuerza de su propio
poder, porque ciertamente montaba muchas armas y llevaba una
gran hueste de los guerreros del Emperador, y se necesitaba mucho
trabajo para llevarla de Drohl a Parmenio. El Hijo Vengador no
esperaría, pero le dijo a Dovaro que viniera tan rápido como pudiera,
y a su llegada, desplegaran el antiguo poder de Galatan a favor del
Imperio.
Guilliman resolvió apresurarse al mundo principal del Sistema
Parmenio con la mayor parte de sus ejércitos, donde el enemigo se
reunió todos menos exclusivamente, y allí para salvar a aquellas de
las buenas gentes del Imperio que él pudiera de la muerte dolorosa
y el olvido del alma. La victoria fue asegurada por Su decreto,
porque el Emperador protege, como saben todos los hombres y
mujeres fieles.

CAPITULO DOS

COMERCIANTE LIBRE

Mathieu dejó a un lado su pluma. Había mantenido los asuntos


concisos. No contó demasiado de sus propios esfuerzos en
Espandor o los mundos cercanos. No escribió sobre las oraciones
que gritó que desbarataron demonios. No habló del milagroso
disparo, hecho desde cincuenta metros, que perforó el único ojo de
un portador de plaga y salvó de la muerte a una Hermana del
Silencio, ni de las bendiciones y consuelos que dio a los
moribundos. No habló de adentrarse en las nieblas venenosas de la
Guardia de la Muerte, o soportar la carga de las toxinas de sus
armas sin enfermedad.
En cualquier otra circunstancia, sus propias acciones habrían sido
dignas de mención. En comparación con los hechos del primarca no
eran nada. Se alegró de vivir tan heroicos tiempos.
—Tal vez no he sido demasiado vanidoso —dijo, aunque no lo
creía por completo.

Estaba retrasado. Había pasado demasiado tiempo


complaciéndose a sí mismo. Tenía deberes que llevar a cabo. De
manera apresurada, lijó sus últimas palabras con un golpe, dejó que
la tinta se secara y cerró su libro.
Las sirenas gorjearon por toda la nave, señalando cinco minutos
hasta que la guardia cambiara para los miles de tripulantes
mortales. Dejó el libro donde estaba. Nadie venía jamás allí abajo, y
él no tenía nada que ocultar por nadie al leerlo nadie.
¿Quería de hecho que alguien lo leyera? Vaciló, pensando que tal
vez debiera esconderlo. ¿Era orgulloso dejar el libro para ser
encontrado? ¿Era aún más vanidad suponer que era tan importante
que debía ocultarse?
Tocó la tapa pensativamente y lo dejó estar. Expiaría su orgullo con
oración y mortificación. La próxima vez que acudiera al Mortuis Ad
Monumentum encendería cien velas más para mostrar su piedad.

Tomada la decisión, estaba a punto de irse, cuando un pequeño


ruido lo hizo darse la vuelta.
La cara de medianoche de Yassilli Sulymanya se inclinó desde la
oscuridad de un nicho vacío.
—¿Cuánto tiempo ha estado sentada allí? —preguntó. Estaba
furioso. Se sintió desnudo, violado al ser observado sin
consentimiento. Sulymanya era el peor tipo de persona, una
humana mortal que no creía en la divinidad del Emperador, una
hereje, y así él no ocultó su desprecio.
—Llegué diez minutos antes que vos —dijo. En contraste con la
ira de Mathieu, ella era todo suaves palabras y sonrisas. Bajó del
nicho y estiró su espalda, luego se apoyó contra el zócalo vacío.
Todo fue hecho con una poco exigente destreza. Sulymanya tenía
una económica forma de moverse. Era alta y poco musculosa, tanto
que su cabeza parecía un poco demasiado grande para su cuerpo y
su cuello demasiado largo, pero su gracia hace que aquellos rasgos
se convirtieran en atributos. Era un conmutador, un árbol joven
doblado, disfrutando del viento.

Ahora que se había revelado a sí misma, Sulymanya activó sus


electrotatuajes. El diseño que parpadeaba sobre su cara incluía
bloques de texto que la proclamaban como vástago de la Casa
Comerciante Libre Sulymanyana, pero su uniforme era el del Logos
Histórica Verita, el equipo de fisgones de Guilliman. Supuestamente
historiadores, sus atenciones se desviaban hacia asuntos que
Mathieu consideraba estar muy lejos del alcance de la simple
historia.
—¿Qué está haciendo aquí abajo? —dijo—. Este es mi
santuario. Esto es una invasión de mi privacidad.
—Esta es la nave de lord Guilliman, no la vuestra —respondió
ella—. Tenéis habitaciones en la aguja de mando. ¿Por qué
venir aquí? Entiendo que tenéis una estación de escritura en
vuestras habitaciones.

—Así que también habéis estado hurgando en mis asuntos


allí.
—¿Hurgando? —Ella se rio. Las posesiones planetarias de la
Casa Sulymanyana se encontraban en un mundo caliente a menudo
bañado en los derrames de su estrella madre. El siempre flexible
genoma humano acudió a la llamada de la herencia de los terranos
ecuatoriales de épocas pasadas para protegerse a sí mismo. En
consecuencia, la piel de Sulymanya era de un aterciopelado negro,
tan oscuro que parecía azul en una iluminación más suave. Su
espeso cabello, en aquel momento domesticado en una compleja
trenza a un lado de su cabeza, se levantaba alrededor de la misma
como una estrella de materia oscura cuando se desataba.
Sulymanya era una mujer muy hermosa. Mathieu era un hombre
santo, y sus preocupaciones habían progresado más allá de las
necesidades de la carne. Aun así el notó sus atributos físicos, y
pensó que ella sabía que él lo sabía. Cuando la claridad se halló
sobre él, se preguntó si la atracción que sentía por ella no era la
fuente de su antipatía.
—He leído vuestro, Mathieu —dijo ella—. Soy una historiadora.
Estoy interesada en lo que está escribiendo. Tengo que decir
que es un poco exagerado para mi gusto. Prefiero la Historia a
los histriónicos—. Ella se rio de su propia broma, su sonrisa una
media luna perfecta en la oscura cámara.
—Estoy contando la verdad del asunto. Alguien debe hacer
una adecuada historia religiosa de esta guerra, ¿o cómo se
iluminará a los fieles?
Alrededor de la muñeca de Sulymanya había una pequeña
criatura. Ocho extremidades sujetadas alrededor de su brazo. No
había rasgos identificables más allá de las extremidades y suave
pelaje gris que contrastaba con el oscuro azul de su uniforme. Si
tenía una cabeza, Mathieu no podía decir en qué extremo se
hallaba; ambos en forma de idénticos conos prensiles que se
alzaban de manera ocasional para convulsionarse al aire.

—La religión no es la verdad, Mathieu, es la mayor mentira que


existe. Vuestro trabajo ira muy bien para las escuelas, pero
carece de complejidad, y eso entre muchas otras cosas de las
que carece —agregó. Le hizo cosquillas a la criatura con cariño.
Ronroneó y se retorció—. Mi mascota no sabe nada en absoluto
sobre el Emperador, o los dioses oscuros, y tampoco adora a
ninguno, pero está a merced de todos. La fe carece de sentido
en su mundo. ¿Es eso justo?
—La justicia no entra en ello. Solo porque no conozca nada
mejor no significa que esa fe no debiera ser parte de vuestra
vida —dijo Mathieu. Se levantó de su silla para enfrentarse a
Sulymanya, apoyada contra el borde de su escritorio, pero encontró
difícil mirarla a los ojos. Tenía una cara alegre, y sus ojos brillaban
con inteligencia que lo provocaba y ponía a prueba—. Sois
sentiente, eso no lo es. Podéis aprehender la majestad de lo
divino.
—Puedo entender que el universo está preocupado por seres
de asombroso poder. Eso no hace dioses a ninguno de ellos.
—¿Negáis el poder del Emperador así como Su divinidad?
—Nunca dije eso, ¿lo dije? —dijo ella. Sostuvo en alto su
muñeca, transfiriendo la criatura a su hombro, donde anidó en su
charretera—. De hecho, si pensáis con mucho cuidado sobre lo
que dije, dije exactamente lo contrario. El poder es fácil de
juzgar. Mi orden ahonda en secretos más allá de la historia de
nuestra especie. Las razas más viejas entendieron lo que
ustedes llaman divino mucho mejor de lo que nosotros lo
hemos hecho nunca. Ha habido seres poderosos antes.
Tampoco creo que fueran dioses en realidad.

—Los aeldari tienen sus supuestos dioses —dijo Mathieu.


—Sabéis, hablo un par de dialectos aeldari —dijo ella— tan
bien como cualquier humano puede. Su palabra para dios no es
la misma que nuestra palabra para dios. Significa dios, pero
también significa una docena de otras cosas, además. No
puedes llamar a sus dioses supuestos y el vuestro real, luego
citar su misticismo como apoyo para vuestro caso. Lo tienes en
ambos sentidos.
—No lo tengo. El Emperador es el único Dios verdadero.
—Esa es mi posición —dijo ella.

—Lo divino nos infunde a todos como el más alto pináculo de


la evolución. Incluso los Marines Espaciales poseen un sentido
de lo santo, aunque lo niegan. Esta sala es enorme. Aunque
durante gran parte de los últimos diez mil años, estoy seguro
de que nunca hubo suficientes Ultramarines a bordo de esta
embarcación para llenarla, los ha habido de modo reciente.
Esta estaba llena a reventar de guerreros cuando vine a bordo,
y sin embargo nunca hicieron nada con este espacio. No ha
sido reparado de manera adecuada. ¿Por qué creéis que es?
—Espero que me lo digáis —dijo ella.
—Reverencia. Piedad. Recuerdo de los muertos. Tienen sus
cultos. Todos somos sagrados, y el Emperador es el más
sagrado de todos nosotros.

Sulymanya pasó un largo dedo por la pesada frente de un cráneo


transhumano incrustado en la pared. —Si Él es un dios, Él está
rodeado de muchas otras cosas con atributos similares. Solo
porque algo exhiba todas las características de un ser divino,
no significa que sea un dios, ni que deba ser adorado como tal.
Si eso fuera cierto, todos estaríamos doblaríamos la rodilla ante
los Poderes Ruinosos.
—¡Blasfemia! —Escupió Mathieu—. Sois una hereje. Indigna.
—Según vuestros términos, lo soy. Por los míos, estáis loco.
Buena suerte encontrando a alguien que me queme como
hereje en esta nave, sacerdote —dijo ella—. No niego que el
Emperador sea poderoso, ni que Él nos cuide, sino que es
simplemente una manifestación de física extramaterial. El reino
psíquico puede ser entendido como una ciencia, no necesita
vuestros obtusos murmullos. No es que la ciencia se halle
favorecida en esta era —agregó ella con suavidad.
—La fe es más poderosa que la racionalidad.

—Decenas de miles de años de estupidez humana nos dicen


que es así. No significa que la fe esté en lo correcto —dijo—.
Deberíais escuchar al primarca alguna vez. Me ha enseñado
mucho. Os alegrará saber que iba a ser ejecutada por lo que
creo. Incluso mi propia familia no pudo evitar que sucediera.
Guilliman lo hizo, y me salvó por las razones por las que gente
como usted me condenaría. ¿No creéis que es un poco irónico?
—¿Os ha enviado a espiarme?
Los ojos de Sulymanya se abrieron con fingida sorpresa. —¿Por
qué haría algo como eso?
Muchas razones, pensó Mathieu.

—Entonces venís aquí para hostigarme y tentarme porque


sentís que sois libre de hacerlo así. No entendéis, Sulymanya.
No os quemaría, trataría de salvaros.
—Probablemente haríais eso quemándome —dijo ella—. ¿Con
qué se supone que os estoy tentando? —Ella le dirigió una
mirada que lo hizo sentir profundamente incómodo. Se libró de
sonrojarse.
—Abandonar mi fe por la razón —dijo, aunque aquella no era la
principal tentación. Todavía no podía mirarla a los ojos—. Debéis
odiarme. Queréis verme destruido.
Ella se rio de él. Su apocamiento se agrió hasta ser ira que se
derritió de nuevo en vergüenza cuando ella se acercó a él y le puso
una delicada mano en el hombro. La aspereza del material de su
túnica cobró sensual vida bajo su toque.

—Me gustáis, Mathieu. Quiero entenderos, de verdad. Sois un


buen hombre, pero vuestros esfuerzos están mal dirigidos.
—¿Habéis terminado? —dijo con brusquedad—. El cambio de
reloj sonó minutos hace ya y llegaré tarde a mis ministraciones.
Los que salgan de turno estarán agotados y ansiosos por las
bendiciones del Emperador antes de su ciclo de sueño. Nos
esperan más conflictos, pero me ocupo de las necesidades
espirituales de los siervos a bordo de esta nave muy por
encima de la gloria de la batalla. Hay una guerra más grande
que ser ganada que aquella que libra el primarca, una que se
libra en los corazones de cada hombre, mujer y niño. Olvidáis
que esta nave fue retenida por el enemigo durante algún
tiempo. Su mancha puede persistir. Hemos de estar vigilantes.
En este teatro de guerra soy el general, el soldado, la armadura
y los escudos de vacío. No debo eludir mis deberes.
—¿Vigilando la espalda espiritual del primarca? —dijo
Sulymanya—. Es una alta opinión la que tenéis de vos mismo.

—Es por eso que me contrató.


—¿Lo es?
—Preguntadle al Regente Imperial si creéis que mis esfuerzos
no valen la pena—. Se mantuvo tranquilo ante su imprudencia.
—Nunca dije que no lo valieran —dijo—. Estoy segura de que
él tampoco lo cree. Sólo mal dirigidos —repitió.
El klaxon volvió a sonar, tres cortos estallidos señalizando el
cambio de turno. Una sutil vibración se extendió a través de la nave
al tiempo que decenas de miles de hombres y mujeres dejaban un
día de despiadado trabajo durante cuatro breves horas de descanso
y otros tomaban sus lugares.
—Me tengo que ir —dijo—. V. Activar—. Se alejó de Sulymanya y
se ocupó recogiendo sus efectos.
El servocráneo durmiente emitió un pitido y cobró vida con una
sacudida. Con un zumbido de repulsores cargándose ascendió
inestable en el aire.
—Siempre pensé que era morboso, tener los cráneos de
vuestros mentores siguiéndoos así alrededor —dijo ella, sus ojos
siguiendo el cráneo.

Aquello fue demasiado para Mathieu, y luchó con su temperamento


—. ¡No hay nada malo en ello! Honra a los sirvientes del
emperador. Honra a todo lo que ella renunció por mí.
Sulymanya inclinó su cabeza con interés. —¿Ella?— Mathieu
había cedido demasiado de sí mismo. Dio la espalda a la
historiadora y partió, con V zumbando detrás de él.
Sulymanya observó al militante apostólico hasta que se desvaneció
en la oscuridad.
—Ella —dijo, tamborileando con los dedos contra la pared. Había
sondeado un nervio allí, aunque no había tenido ninguna intención
de tocar. Se quedó pensando un momento, entonces se levantó de
repente. Tocó una alhaja de latón en su hombro, activando la cuenta
de vox en su interior. Un canal abierto a los cuarteles generales del
Logos cien cubiertas por encima de ella—. Por favor, informe a
Lord Guilliman que deseo hablar con él pronto. Partiré después
de que abandonemos la disformidad.
Sin esperar respuesta, cerró el enlace. Mathieu no había
extinguido sus velas, y se encendieron ligeramente al paso de su
partida, convirtiendo los severos cráneos cementados en las
paredes en breves y bruscos facsímiles de vida.

CAPÍTULO TRES
NOVAMARINE

La galaxia estaba ensuciada con las reliquias de empresas y la


guerra. A través del cosmos gargantuescas estructuras giraban
alrededor de las estrellas, en algunos casos todo lo que quedaba de
la gente que las habían construido. Mundos plataforma artificiales,
esferas huecas suficientemente grandes para alojar planetas de cien
mil masas—Terra, anillos que abrazaban soles con metal, y en
casos donde tales construcciones habían muerto, relucientes
cinturones de asteroides artificiales. Muchos fueron hechos para
propósitos pacíficos, pero superándolos en más de cien veces,
estaban los hechos para la guerra.
Galatan era la más grande de las fortalezas estelares ultramarinas.
Media cien kilómetros de uno a otro extremo. Su población llegó a
ser de millones. Su manufacturia rivalizó con los astilleros de Luna.
Su armamento era el igual de una flota imperial de sector. Lo
suficientemente grande como para alzar sus propios regimientos
para la Auxilia Ultramarina, mantuvo una guarnición de tropas de
vacío especializadas de decenas de miles, complementada desde
los días que comenzaron las Guerras de la Peste con cientos de
Marines Espaciales y otros operativos, más secretos.

Galatan era un mundo en sí mismo, con el poder para destruir un


planeta. Más poderoso de lejos que los otros cinco bastiones de
vacío que guardaran los caminos espaciales del reino de Guilliman,
probó ser un objetivo demasiado abrumador incluso para el orgullo
de
Typhus, cuya lamentable especialidad en los últimos tiempos había
sido la reducción de la capacidad de los castillos estelares de
Ultramar.
Fue a Galatan, y a los Novamarines que lo custodiaban para el
primarca, que Justiniano Parris, Marine Espacial Primaris, fue
enviado.
—Estos son los Picos de los Titanes. Aquí conmemoramos a
los héroes de nuestro Capítulo. Esto es Honourum, este es
nuestro hogar. Estos son los Picos de los Titanes. Honra las
estatuas de los héroes, porque son hermanos como nosotros
somos tus hermanos. —Una suave voz sonaba sobre una escena
de las tierras altas como ninguna otra.

Justiniano permanecía de pie en la cima plana de una montaña.


Cientos de estatuas de cincuenta metros de altura habían sido
laboriosamente talladas en la roca, dejándolas arraigadas a la
piedra por los pies, mientras que el resto de la cima había sido
arrancada alrededor de ellos. Eran Marines Espaciales, altos y
orgullosos. Las más antiguas rodeaban el borde de la meseta, tan
antiguas que la nitidez se había erosionado de los bordes de las
placas de su armadura y sus caras se habían perdido. Los más
nuevos se hallaban hacia el centro, aunque estos también habían
sufrido los efectos del clima. Por su aspecto, la montaña había sido
tallada hace mucho tiempo, los escultores desplazándose a la
siguiente cumbre cuando todo el espacio había sido usado. Luego a
la siguiente y luego a la siguiente.

Cada montaña en la cordillera, hasta donde Justiniano podía ver,


estaba tallada de esta manera. La lluvia horizontal azotaba las
estatuas con un viento helado.
Debajo de cada estatua se agachaba un joven humano, muchos de
ellos descansando contra sus lanzas. Eran formas a la sombra de la
gloria. El relámpago los encendió, devolviéndolos luego a la
oscuridad. Vigilaban a otros jóvenes guardando otras estatuas con
ojos asesinos.

—Aquí, las tribus de Honourum prueban su valía —dijo la voz


en la cabeza de Justiniano—. Vigilan y cuidan a los héroes del
pasado. Este es un camino a la Prueba. Si uno de ellos vacilara
en su autodesignado deber de vigilia vigilante, será desafiado,
y de esta manera un potencial aspirante podría llegar a guardar
un héroe de mayor rango. El rango se determina por la edad. El
rango se determina por el valor. Sirve largo, sirve bien, y
tendrás rango alto. Tú también serás conmemorado así. Estos
son los Picos de los Titanes. Esto es Honourum, este es
nuestro hogar. Honra a los muertos.
Los jóvenes no vieron a Justiniano. Eran fantasmas de datos,
conjurados por el cogitador y el cristal de datos para su instrucción.
¿O era él el fantasma? Estaba fascinado por la tecnología. El efecto
era perturbadoramente real, como nada que hubiera experimentado
antes en un hypnomat. Los sucedáneos de recuerdos implantados
por otras máquinas en su larga vida se habían sentido reales en
retrospectiva, tan reales que rara vez podía distinguirles del genuino
recuerdo, pero las experiencias que recordaban nunca habían sido
experimentadas de manera directa, sólo recordadas, y un examen
cuidadoso podía discernir su falsedad. Esto era diferente. Se sentía
como si se encontrara en el mundo natal de los Novamarines y no
en un tanque de aislamiento. Le habían dicho que con el tiempo no
necesitaría el tanque o el hypnomat, que aprendería a entrar en
aquel estado a voluntad, y entrar en comunión con los muertos de
Honourum en algo que los Capellanes llamaron la "Sombra Novum".

Sonaba de un modo peligroso como brujería, y él así lo dijo. Se le


había asegurado que no era más que un ejercicio mental hecho
posible por los dones de un Marine Espacial y la cuidadosa
meditación.
Su mente vagó. Sus propios recuerdos lucharon con los de la
máquina. En su sugestionable estado, los experimentó de nuevo,
imágenes y sonidos superpuestos con la calmante voz del lector.
Destellos de la tarde del Triunfo de Raukos, cuando fue disuelta la
Cruzada Indomitus y todos sus hermanos de los Hijos No Contados
aguardaban sus órdenes. El más prominente era el rostro del pobre
Bjarni en el momento que descubrió que él y los otros hijos de Russ
que permanecían en la Cruzada debían formar el núcleo de un
nuevo Capítulo para proteger el Pozo. Bjarni no iba a ir a casa a
Fenris después de todo. Todos sus temores se habían hecho
realidad.
Justiniano tampoco regresaría a casa, o al menos, no por mucho
tiempo. Había esperado ser elegido para el Capítulo Fundador.
Había querido el honor de servir luciendo de azul Ultramarine. Había
desenrollado el trozo de papel de órdenes de la cápsula con manos
temblorosas. Los detalles eran escasos, pero claros: debía unirse a
los Novamarines, un capítulo primigenio de la línea de Guilliman,
fundado por un gran héroe
Pero no eran los Ultramarines.

Justiniano era de Ultramar. La cultura de los Ultramarines era la


suya propia. La de los Novamarines le era ajena, extrañamente
mística, los modos de Ultramar tomados, cambiados y retorcidos,
como una melodía familiar tocada con un instrumento alienígena.
Las cintas del hypnomat eran para los neófitos elegidos para
reforzar las compañías itinerantes de los Novamarines. Tanto como
el Capítulo trataba de conseguir todos sus miembros de su frío y
estéril mundo hogar, era una hermandad móvil y fragmentada. Sus
fuerzas de batalla podrían estar lejos del monasterio fortaleza por
siglos, y así el Capítulo a menudo reclutaba dondequiera que se
encontrara.

La imagen vaciló. Justiniano estaba perdiendo la falsa realidad de


la máquina. Se le había dicho que se concentrara, de hecho se le
ordenó que lo hiciera, y no lo estaba. Maldiciendo, luchó por volver
al mundo fantasmal.

Cuando abrió el ojo de su mente de nuevo a las mentiras del


hypnomat, se encontró a sí mismo detenido en seco al pie de una
montaña tallada alrededor con un único relieve representando a los
Novamarines en batalla. La historia procedía como una cinta en
espiral todo el camino hasta la cima, donde un Maestro de Capítulo
de tiempos pasados sostenía en alto una espada rota, su otro puño
alzado en victoria.

—Veamos la gloria en su totalidad, porque este es Honourum,


y es el más bello de los mundos —dijo la voz.
Con una sacudida más nauseabunda que el más duro descenso de
combate, la consciencia de Justiniano fue arrojada hacia arriba. Los
Picos de los Titanes se encogieron, convirtiéndose parte de las
masivas Montañas Hacia El Cielo que dividían el único continente
de Honourius en dos. Desde la parte habitada de la Fortaleza
Novum en el centro del macizo, estatuas se extendían en todas
direcciones. Todas las montañas menos las más lejanas de la
cordillera se habían reformado en enormes estatuas. Gigantescas
Aquilas abrían picos en un grito a las estrellas, las plumas
individuales tan grandes como naves de vacío y visibles desde el
espacio. Una subcordillera completa había sido tallada en bustos de
los Maestros del Capítulo de los Novamarines. El más modesto era
el de Lucretius Corvo, su fundador. Probablemente todo había
comenzado allí, un honor que se convirtió en una tradición, inflada
por la repetición hasta la obsesión. Bajo la superficie era lo mismo.
Las montañas de Honourum estaban plagadas de cámaras que se
hundían en las profundidades del mundo. Las montañas eran la
fortaleza-monasterio. El capítulo las había estado agregando a su
hogar desde su inicio. Podrían haber alojado cien capítulos allí.

A Justiniano le parecía una ridícula pérdida de tiempo.

Honourius se sujetó al hemisferio occidental del planeta como si


tuviera miedo de caerse. Honourum era un mundo de gris, blanco y
negro. Una sombría, monocroma litografía de un lugar. Las cimas de
las montañas estatua estaban cubiertas de una costra de nieve.
Gran parte del resto de la tierra eran inhóspitas tierras altas;
páramos marrones desgarrados por oscuros valles, o mesetas de
agrietado pavimento de piedra. Tormentas gigantes, nacidas sobre
el enorme océano, rodaron en una implacable sucesión para
derrotar al continente. Más húmedo, más frío, más sombrío; era
incluso más como Macragge que Macragge. Macragge Ultra, pensó.
El Capítulo debe haberlo seleccionado a propósito por sus
similitudes. Una piadosa elección, parte de su necesidad de
conservar su cultura natal con la ruptura de la Legión. No funcionó.
Los Novamarines habían marchado a la deriva más y más de sus
raíces hasta que se habían convertido en una parodia de los
Ultramarines.
—Este es el Mar Redondeado, nuestro océano. Es habitual que
nuestros nuevos iniciados se prueben en la caza profunda bajo
su superficie.

El océano era negro como el pedernal. Sólo en la plataforma


continental el mar era de diferente color, marrón turba con la
escorrentía de un millón de pequeños ríos que arrancaban la poca
fertilidad que poseyera la tierra. Las olas sobre el Mar Redondeado
eran inconcebiblemente enormes, y hacía frío, podía sentirlo en sus
huesos. Ahí algo sobre el agua fría que le da una frialdad peor que
el vacío. Un magos diría que se debía a la conductividad térmica del
agua, mientras que el vacío es un aislante perfecto. Eso era trillado.
La incómoda reacción de Justiniano ante el océano fue una cosa
primordial; una ancestral desconfianza, nacida del terror de la
humanidad por mucho tiempo de los perdidos hacía mucho tiempo
mares de Terra.

Gruesos casquetes blancos se acumulaban alrededor de los polos.


Icebergs, tan monumentales como todo en el hostil planeta,
navegaban en armadas desde los bloques de hielo en constante
fractura.

—Esto es Honourum, este es nuestro hogar. Este es tu hogar.


Iremos a ver la…

Pobre Bjarni, pensó Justiniano. Había tomado su misión tan mal


como sólo un hijo de Russ podía. De manera física. Con ferocidad.
Los barracones de Rudense necesitaron un nuevo refectorio
después de que al final se calmara.
¿Puedo decir con honestidad que lo estoy haciendo mejor? pensó.

No pudo aguantar más.

—¡Basta! —dijo, aunque sus palabras fueron un silencioso


torbellino en el agua. Justiniano se arrancó los voluminosos
auriculares con micrófono que le cubrían la cabeza. Sintió una
oleada de desmayo de los campos de inducción magnética
estimulando las partes equivocadas de su cerebro mientras el
equipo se desplazaba alrededor de su cráneo.

Flotaba en un tanque de solución salina, su multipulmón respirando


salmuera oxigenada por una corriente de burbujas. Una campana de
alarma berreó a todo volumen. En el exterior, las desaprobadoras
máquinas se quejaban sobre lo que le había hecho a su dispositivo
hermano.

Los dos Marines Espaciales al otro lado del cristal parecían apenas
más satisfechos.

El agua salió apresurada por una rejilla en el suelo de la cámara,


dejándolo goteando mojado y frío, como si la frialdad de Honourum
lo hubiera seguido desde la visión mecánica. ¿Era esto lo que
significaba ser un Novamarine? ¿Llevar esa frialdad dentro de él
para siempre?
Mentalmente entumecido, Justiniano subió la escalera y salió de la
escotilla. Había una docena de tanques en fila con el suyo, cada uno
de los cuales albergaba a cada uno de los Marines Primaris
asignados con él al Capítulo. Muchos de ellos eran ahora su
escuadrón, sus hermanos, aunque él no había conocido bien antes
a ninguno de ellos. Un tanque tenía la tapa abierta. No era el único
que luchaba por asimilarse.
Se preguntó quién era.

—Hermano-sargento Parris, baje. —El capitán Orestinio lo llamó.


El y el Capellán Vul Direz llevaban armadura completa. Orestinio
tenía la cabeza descubierta. Líneas de imágenes tatuadas se
deslizaban sobre el sello de su cuello hasta la parte superior de su
garganta, enroscándose alrededor de la línea de su mandíbula para
tocar las comisuras de sus labios. Los rasgos de Vul Direz se
encontraban ocultos por su máscara de cráneo. Como en algunos
otros capítulos, los capellanes no revelaban sus rostros a nadie por
debajo de cierto rango. Justiniano sin embargo, podría sentir la
desaprobación de Direz.
Se agachó para enfrentarlos. Sus pies descalzos descansaban
sobre placas de cubierta que vibraron con fuerza. La fortaleza
estelar Galatan era muchas veces más poderosa que cualquier otra
nave de guerra, y el funcionamiento de sus matrices de reactores
transmitía aquel hecho a través de cada pedazo de su estructura. Le
dio la bienvenida tras el silencio de cementerio de Honourum. La
paz del frígido, marmóreo mundo no era una de la que quería formar
parte.
El capitán Orestinio lo miró con tristeza: Justiniano era una cabeza
más alto que él. El capitán nació honouriano. Lo podías decir por la
expresión. Era el tipo de cara que despertaba todos los días ante la
lluvia.
—No está funcionando —dijo Justiniano, de un modo algo
petulante, y el resbalón en sus modales lo hizo sentir más enojado.
Hizo un gesto con la mano a un par de siervos que lucían la
heráldica a cuadros de los Novamarines que se acercaron llevando
toallas. Quería que el agua se alejara de él goteando, para que
pudiera librarse del recuerdo de ese negro océano. La ridícula idea
lo persuadió de que si secaba el agua demasiado rápido, el mar
negro se enojaría y plagaría sus sueños.

Su piel tembló con un fuerte, escalofrío de cánido.


—Peleas contra ello, hermano —dijo Vul Direz. Su voz era tan
miserable como el rostro de Orestinio, hecha así aún más por su
máscara vox—. No debes. Debes aprender acerca de tu nuevo
hogar. Debes convertirte en uno de nosotros.
—Lo siento —dijo Justiniano—. Tal vez sea mi edad. Tal vez mi
cerebro está demasiado desarrollado para aceptar las
máquinas.

—El Novum hypnomat funciona bien en cualquier cerebro —


dijo Direz—. Estas máquinas son empleadas tanto por nuestros
hermanos completos como por nuestros neófitos.
—¿Y está calibrada para Marines Primaris?
—Lo está —dijo Orestinio—. Según las especificaciones de
Belisarius Cawl.
—¿Cawl?

—Le preguntamos, él respondió, hermano —dijo Orestinio.

Justiniano dejó que su ira lo venciera—. No funciona. Está…


—Hermano mío —interrumpió el capitán con suavidad—.
Entiendo. A través de lo que has pasado es duro. No es fácil
sufrir la ruptura de una hermandad.

Justiniano miró del impasible yelmo de color blanco hueso del


Capellán a Orestinio. Debería contener la lengua, pensó. No pudo.

—¿Cómo podría entender? Sois honoriano, nacido


Novamarine. —Su tono era seco.

—Harías bien en moderar tus palabras, hermano —dijo el


capellán—. Te diriges a tu superior. Eres tú quien tiene la culpa,
no nosotros.

—Por favor, Hermano Capellán —dijo Orestinio. Levantó la mano


sin mirar al guerrero-sacerdote. Los dedos se curvaron en un puño
suelto, pero no con agresividad. Era un agarre, no un garrote,
queriendo significar que acunaba algo delicado—. Escúchame,
Justiniano Parris. Lo entiendo —dijo Orestinio—. Tenemos un
hogar, Honourum, y nuestros corazones se encuentran ahí.
Pero somos un Capítulo itinerante. Por ello ponemos tal
importancia en Honourum, y en conmemorar los hechos de los
muertos. Estas cosas nos unen cuando estamos separados. A
menudo estamos lejos uno de otro.

—¿En qué se parece esto a lo que he experimentado? —dijo


Justiniano.
Orestinio inclinó la cabeza en señal de amonestación. No estaba
enojado. Justiniano tuvo la impresión que sentía lástima por él—. No
he terminado, hermano. Podemos pelear juntos durante tanto
tiempo como lo habéis hecho tú y los otros Hijos No Contados.
Algunas veces más. Podemos llegar al Capítulo y crecer hasta
cierta edad dentro de un único grupo. Los lazos entre nosotros
son profundos. Pero debemos ir donde el deber manda.
Cuando finalmente regresamos a casa, nuestras hermandades
se rompen de acuerdo con las exigencias de la guerra. Puede
que nunca volvamos a ver a nuestros compañeros. ¿Te suena
familiar ahora?

Nunca volveré a ver a mis hermanos, pensó Justiniano.


Orestinio agarró el hombro de Justiniano. —Siempre hay otra
hermandad, hermano. Siempre. Ya has hecho muchas cosas
grandes en tu vida. He leído tu registro de combate.

Justiniano asintió con vacilación.

—Ven con nosotros. Llevaremos a cabo un recuerdo.


Recibirás tatuajes de tus glorias pasadas, como todos
llevamos. —Tiró del borde de su sello de cuello hacia abajo,
revelando la exquisita ejecución en tinta de un aeldari moribundo.

—Para que el Emperador pueda juzgar el valor de nuestras


obras cuando caigamos —dijo el Capellán.

—Por lo general, requerimos la corroboración de los


autosentidos y de los hermanos de dentro del Capítulo —dijo
Orestinio—, así sabemos que el acto es verdadero. Confiamos
en que nos informes con corrección de tu valía. Ayudará a tu
sentido de pertenencia. Deberías hacerlo ahora, antes de entrar
en acción en Parmenio.

—Otra vez —dijo Justiniano. Miró hacia otro lado, sin poder
soportar ya los sinceros ojos del capitán—. Esa era mi vieja vida.
Este es mi nueva vida. Registraré los hechos que lleve a cabo al
servicio de este Capítulo al modo de este Capítulo. Mis viejos
hechos pertenecen al pasado.

—Muy bien —dijo Orestinio. Estaba decepcionado, pero no insistió


—. Como tú desees.

Direz pareció fulminar con la mirada este rechazo a las tradiciones


del Capítulo. Justiniano lo sintió a través de las lentes negras de la
máscara de cráneo.

—Si puedo, me gustaría marchar —dijo Justiniano—. La


rotación de tareas de mi escuadrón no es hasta dentro de otras
dos horas. Deseo entrenar. Habrá poca oportunidad una vez
que alcancemos Parmenio.

—La guerra es nuestra vocación. Ve con mi bendición —dijo


Orestinio.

El capellán Vul Direz no ofreció la suya.

CAPÍTULO CUATRO

KU'GATH INVOCADO
—¡Más aguas fecales! ¡Más sangre! ¡Más putrefacción! ¡Más!
¡Más! —gritó Septicus Siete, el Séptimo Señor de la Séptima Casa
del Pastor, Gran Inmundo de Nurgle, y más afortunado siervo
afortunado del Padre de Plaga Ku'gath, tercero en el favor de
Nurgle.

O eso le parecía a Septicus. Hoy no era un día afortunado. Ku’gath


—el glorioso, flatulento, exaltado Ku'gath— aunque nunca alegre, se
encontraba especialmente decepcionado. Su estado de ánimo se
estaba poniendo feo. —Más ojos e hígados, tripas y sangre. ¡Más
desesperación! ¡Más dolor! ¡Más dolor! ¡Ahora, ahora, ahora! —
gritó Septicus con el melodrama de un mercachifle a los obreros en
el molino de la plaga. —Mirad lo triste que se halla nuestro señor.
¡No dejéis que sienta tal desdicha! —Septicus levantó su fláccido
brazo para señalar—. ¡Oh, mirad cómo llora!

Fue una llamada a la acción algo falsa. El Padre de Plaga Ku'gath


siempre se sentía triste. Miró ceñudo a su teniente desde lo alto.
Con una amarga expresión, empujó su paleta de madera gigante
alrededor del Caldero de Nurgle, miró adentro con tristeza, y se
sentó en cuclillas con un triste murmullo triste. Un enfermizo color
verde iluminó su cara podrida, sacando el peor ángulo de sus llagas
y colmillos y haciéndolo parecer especialmente horrible, pero incluso
eso no podría animarle. Se encorvó con un gesto miserable, sus
pelados hombros rozando contra los rotos bordes del techo de las
instalaciones médicas que la legión había legado para su molino de
plagas. La lluvia golpeó desde el cielo, corriendo en torrentes sobre
su grasienta carne. Con su actual disfraz, era tan enorme que sus
secuaces se refugiaban debajo de él, incluido el poderoso Septicus.
Para su eterno disgusto, el mal humor de Ku’gath nunca podría
afectar a los espíritus de su demoníaca hueste. La miseria ama la
compañía, y él no tenía ninguna. El estruendo de jubilosa industria
llenó el molino de plaga hasta el borde. La alegría demoníaca
llenaba cada oreja con enloquecedores risas tontas y disimuladas.
Los nurgletes reían mientras trabajaban. Cohortes de portadores de
la plaga desestimaban cuentas de ácaros demoníacos, gérmenes
mortales, enfermedades frescas, enfermedades sobrenaturales,
moscas, parásitos y cualquier otra cosa sobre la cual sus ciegos y
errantes ojos se encendieran. Estaban muy dedicados a su trabajo.

Poco rastro de la instalación que el molino de plaga suplantara


permanecía. Los pisos estaban aplastados hasta el subsótano más
bajo. El techo se encontraba abierto al envenenado cielo. Paredes
una vez blancas lloraban baba negra. Rocormigón que se
desmoronaba ejercía como anfitrión de una gran variedad de
musgos, hongos y malezas de color amarillento. En el rancio follaje
se encontraban los oxidados armazones de las camas de hospital.
Alacenas de vidrio asomaban a través de viscosas hojas con
enormes ojos de ventana. Los huesos brillaban en el pantanoso
mantillo que cubría el suelo como una alfombra. Estos restos eran
todo lo que quedaba de los pacientes y equipo de la instalación
médica. Todo lo demás había sido absorbido por el caos. En Iax, el
Jardín de Nurgle se derramó desde la disformidad e hizo del mundo
un infierno viviente. Más allá de las paredes del hospital, los
humedales de Hythean fueron transformados en una apestosa
maraña donde nadaban criaturas antinaturales. Ya, pasados sus
acuosas fronteras, la contaminación se extendía más cada día,
enfermando el globo, trayendo a su población las delicias de los
males de Nurgle.

Poco después de su llegada, los demonios irrumpieron en el


hospital, contaminando y corrompiéndolo a su imagen,
convirtiéndolo de un lugar de curación en un Manufactorum de
enfermedad. El Caldero de Nurgle dominaba el cascarón de la
instalación.

El caldero no estaba ligado al universo físico en ningún sentido


significativo, y había hinchado su tamaño desde que llegara la
plaga.
La mayoría de las paredes internas fueron arrancadas para
acomodar su barrigudo volumen. Una enorme brecha había sido
roída a través de la cubierta exterior para permitir que fuera
arrastrado dentro. Un fuego de troncos empapados arrancados de la
moribunda vegetación de Iax emitió lentas y chisporroteantes llamas
para calentar el caldero. Vapores nocivos se alzaban con pereza del
mismo día y noche. Al carecer de la energía para elevarse más, se
dieron por vencidos y se escurrían por un lado en cascadas de
humo que se derramaban fuera del hospital. En el exterior, el humo
y vapor eran añadidos a las rancias nieblas que asfixiaban con
lentitud la vida del mundo.

Ku'gath había crecido en tamaño para igualar el caldero,


alimentado por vientos de Caos que soplaban en el reino mortal
hasta que fue del tamaño de una colina. Sépticus se arrodilló. Los
nurgletes eran como pulgas para él. Era una imposibilidad,
demasiado grande para que la anatomía de las criaturas mortales
pudiera mantenerle, pero no había nada de posibilidad acerca de
Ku'gath. En Iax, en aquel momento en que la brujería enceraba y la
física menguaba, llevaba cualquier forma que le gustara más.

Los planes del Padre de la Plaga tanto como su tamaño requerían


muchos de los cambios hechos a la instalación médica. Los bordes
de algunos de los pisos habían sido dejados en su lugar y limpiado
de divisiones internas para servir como bancos de trabajo. Lo que
fueran alas albergaban burbujeantes alambiques de sucio vidrio. Las
oficinas eran puntos útiles para albergar cajas de madera podridas
conteniendo sus suministros. Pizcas de los ingredientes más
selectos de la decadencia extraída de docenas de realidades
descansaban sobre taquillas cubiertas de musgo se inclinaban
sobre sus espaldas.

No se escatimó ningún esfuerzo en hacer el laboratorio de aquel


gigante. No había necesidad de uno de los relojes alquímicos de
Mortarion para difundir la red de descomposición en Iax. El caldero
era el propio artefacto de Nurgle, un pedazo de sí mismo, y por tanto
epicentro de todos los esfuerzos del Dios de la Plaga en el interior
de Ultramar. Fue el eje central del plan de Mortarion y Ku’gath.
Desde sus burbujeantes profundidades, la inmundicia del Caos se
derramó en la red de fisuras de disformidad generadas por el los
infernales dispositivos de Mortarion, dispositivos y extendidos de
uno a otro extremo de Ultramar.
Legiones de demonios se afanaron en el molino de plaga para
asegurar el éxito del plan. Alrededor del caldero, una pasarela en
espiral de madera podrida, que permitía a una multitud de nurgletes
caminar hasta el borde y echar la suciedad en el interior. Para llevar
su carga que salpicaba utilizaban toda clase de cosas efímeras
tomadas del reino mortal. Tenían calentadores de cama y botellas,
cráneos vacíos y cunas robadas, calabazas, tazas, cuencos,
bañeras oxidadas, cascos, cantimploras, botes de racionamiento,
envases de alimentos vacíos, neumáticos partidos por la mitad y
placas de armadura rotas. Todo estaba oxidado, podrido, rebozado
en suciedad tan gruesa que los orígenes de los objetos sólo podrían
ser adivinados. Goteo por goteo, agua fecal por agua fecal, lodo por
lodo, los nurgletes vertieron asquerosa materia en el caldero. Muy
pocos se lanzaron después en su entusiasmo por el trabajo, para la
hilaridad de sus compañeros.

Sépticus miró con nerviosismo a su señor. —Más rápido ahora,


miserables putrefactos, ¡llenad el caldero! ¡Estorbáis el gran
trabajo con vuestra lentitud!
—¡No va a funcionar, no va a funcionar! —refunfuñó Ku’gath.
Ante sus legañosos ojos, un vórtice de color verde gorgoteó. Su eje
vítreo llegó más allá de los confines del desolado mundo jardín
hasta otros tiempos y lugares por completo. Ku’gath se vio a sí
mismo en algunos de ellos, y sonrió con cariño ante la
descomposición que desatara allí.
—¡Pero no aquí! —gruñó—. ¡No! ¡Nunca aquí! —Temblaba de
frustración. Hojas de piel putrescente sin pelar de sus astas cayeron
en la olla, llevando tribus de chillones nurgletes a su condena.

—Yo... yo... ¡Los azotaré más fuerte! —dijo Septicus,


obligándose a permanecer alegre—. Mandaré a la horda que salga
al pantano a buscar más enfermedad. Traeremos más mortales
para incubar las enfermedades de Nurgle. Dejaremos que
vuestros siervos escuchen la palabra de mí, Sépticus. No os
preocupéis, querido señor. ¡Dejad que Septicus haga que todo
sea correcto para vos!
—No, no, no ayudará —dijo Ku’gath con tristeza.
—Tal vez, entonces, ¡una melodía les alegrará mucho! —
proclamó Septicus, y cortó la realidad para abrirla para sacar la
bolsa de tripas y el viento que formaban su gaita de plaga.

—¡Nada de gaita! —rugió Ku'gath. Su ira fue tan tempestuosa que


el enfermizo cielo eructó relámpago de color amarillo y retumbó
dolor indigesto. Los nurgletes cesaron sus risitas, y parpadearon
conmocionados ante su amo, arrastrándose hacia atrás para evitar
atraer su atención. El zumbar de los portadores de plaga se paró
con un murmullo.

—Ciertamente no tocar la gaita. Nada de música. Nada de eso.


¡No, no, no, no! —dijo Ku’gath.

—¡Déjame tener un poco de paz! ¡Déjame tener un poco de


silencio! —Volvió su atención al corazón del caldero. El ruido
regresó, empezó con tranquilidad, pero el tonto y disimulado reír de
los nurgletes era irreprimible, y los gemidos de los portadores de
plaga a medida que se dieron cuenta de que debían comenzar su
cuenta de nuevo fue todavía más fuerte.
—Tus esfuerzos son para nada, Sépticus. Este caldero es un
préstamo del mismo Abuelo. ¡Es un gran honor que se te de su
uso! Tiene capacidad infinita para limo, tripas y cualquier otra
forma de vileza. Nunca se llenará. Podrías volcar un universo
de inmundicia, y la mezcla nunca desbordará. En verdad, es
una maravilla. Mi lugar de nacimiento, mi dolor.
Un nurglete se arrastró desde una de las ampollas de Ku’gath y se
paró sobre una costra como dominando desde un afloramiento en el
acantilado de su mejilla. A diferencia de sus compañeros que hacían
cabriolas, el nurglete era un diablillo sombrío, que miró en el caldero
con el aire de un decepcionado entendido.

—Él lo sabe. —Ku'gath le hizo cosquillas a la temblorosa papada


del diablillo con una gargantuesca uña de color negro—. Él sabe lo
que es estar tan sumido en la tristeza. —Sonrió con afecto—. No
te preocupes, pequeño. No cometeré el mismo error que el
abuelo cometió conmigo. —Se arrancó al nurglete de la cara y lo
introdujo en su boca, haciéndole estallar entre dientes como lápidas
—. Es algo terrible traer un ser a este mundo solo para sufrir,
una cosa terrible —dijo. Miró morosamente en el caldero, y empujó
su paleta alrededor—. Tal vez algún día pueda hacerse, la
enfermedad para acabar con todas las demás, una enfermedad
para matar a un primarca, y unir todo este reino de Ultramar en
el generoso jardín para siempre. Pero... Oh, molesta. —Ku'gath
suspiró con fuerza y miró su pie con garras—. ¡Comienza con el
picor y la quemadura! La acechanza de la infección por hongos.
¡Oh!

—Suena encantador —dijo Septicus.


—¡No lo es! ¡No es! —Gimió Ku’gath—. Es la molesta picazón
de Mycota Profundis. Lord Mortarion me llama. —Micelios
reptantes corrieron sobre el pie de Ku'gath, apresurándose en
entrecruzados zarcillos por su pierna, hasta su ingle, arriba sobre su
vientre, donde se multiplicaron en tamaño y grosor, y continuaron su
carrera hacia su cara.
Las primeras venas alcanzaron sus labios. Uno estalló en su cara y
se sumergió en su ojo. Volviéndolo lechoso, luego negro.

—¡Molesta todo! Sépticus, remueve esto por mí un momento.


No tardaré.

—¿Mi señor? —dijo Septicus.


Ku’gath se puso rígido. Su boca gigante se abrió de golpe.
Sépticus aguantó su fétido aliento mientras el enorme bulto de
Ku’gath se balanceó al borde de una avalancha carnosa.

El padre de la peste se desplomó sobre sí mismo y permaneció


erguido.
Dejando escapar un suspiro de alivio, Septicus se dirigió al pie de
la rampa y se arrastró a si mismo mano sobre mano al subir por su
crujiente maderas.
—¡Fuera de mi camino! —Estalló—. ¡Le habéis escuchado,
debo remover! ¡La mezcla no debe quedarse rígida!

Ku’gath se encontró a si mismo recreado en miniatura como un


busto viviente apoyado sobre el tallo de una seta venenosa. La
brujería recreaba su cabeza y hombros en cada detalle, incluyendo
las palpitantes partes internas normalmente ocultas a la vista, que
se revelaban en sección transversal por la proyección. Un demonio
carece de sentido del cuerpo tal y como un mortal tiene, siendo
eterno y de forma no permanente, pero aunque Ku’gath había sido
muchas cosas en muchas formas a lo largo de su inconmensurable
existencia, encontró que las sensaciones otorgadas por la Mycota
Profundis un poco extrañas. En verdad les dio la bienvenida. La vida
eterna ofrecía pocas sensaciones nuevas.
La Mycota Profundis se empleaba únicamente en el horarium de
Mortarion, y aunque la ubicación física de la sala de relojes variaba,
a menudo se hallaba en el interior de la Casa del Pastor Negra en el
Planeta de la Plaga, en las corruptas colmenas de Rottgrave, o
albergado en un ala de la propia mansión de Nurgle en la
disformidad — durante la última década había residido en el
Endurance, el buque insignia del primarca demonio desde sus días
al servicio del Emperador. Las odiosas e inmaculadas estrellas
mortales brillaban a través de los huecos podridos en la pared.
Ku’gath podía oler el vacío más allá, limpio y sin tocar por la
corrupción de Nurgle.

Mortarion no estaba ni a diez pies de la manifestación de Ku’gath y


se encontraba cubierto hasta el cuello por los micelios negros que
permitían su comunión. El gran reloj en el centro de la cámara se
encontraba inmóvil. Silencio, la guadaña de batalla de Mortarion,
servía como el péndulo del reloj, pero en aquel momento el arma
estaba en la inmóvil mano del primarca. Desde la tinaja de la
campana en lo alto del aparato, miraba el fantasma alienígena del
padre adoptivo de Mortarion.
—¡Oh, el gran y más potentemente pestilente Mortarion! —
declaró el demonio en el choque de los relojes que abarrotaban la
sala—. ¿Qué servicio puedo proporcionaros? Llamáis a Ku'gath
el Padre de Plaga, ¡y él contesta! —La ironía de que Ku’gath
tuviera que interpretar a un alegre sirviente de Mortarion como lo
hacía Septicus para él no se perdió para el Gran Inmundo. Le
molestaba de un enorme modo.

La boca de Mortarion se hallaba escondida tras su feo respirador.


A pesar de esto su voz era clara y sepulcral, profunda como
campanas de medianoche en catedrales ahogadas doblando por los
condenados.

—Mi hermano se acerca. Llegará al Sistema Parmenio en unos


pocos días. Esto lo he previsto. Nuestros planes cambian. Exijo
tu ayuda.

—¡Pero esto es parte del plan! —dijo Ku’gath—. Lo incitasteis a


venir a Parmenio. Recorre el camino de siete pasos hacia la
ruina como deseabais.
—Recorre el camino demasiado rápido. Descubrió los
secretos de mis relojes de disformidad mucho más rápido de lo
que me gustaría. Desterró a Qaramar, guardián de los días
finales a la disformidad. La red de enraizamiento que une
mundo con mundo es vulnerable sin la incesante guardia de
Qaramar.
—Sentí su muerte. Es quinto en el favor de Nurgle. La
tormenta que azotó su regreso al jardín sopló con fuerza los
vientos que todos podemos oler.

—Eres flemático acerca de su destierro —dijo Mortarion.

—Mis humores están bien equilibrados. No soy un vástago del


Dios de la Sangre para ver rabia en todas partes, o del
infinitamente maldito cambiador que anticipa planes y
estratagemas y se retuerce con insatisfacción. Veo lo que hay.
Entra dentro del poder de Roboute Guilliman acabar para
siempre con aquellos como Qaramar. La espada que lleva... —
Ku’gath se estremeció.
—¿Le temes, tercer favorecido de Nurgle?

—Lo temo —dijo Ku’gath, decidiendo que el curso de la


honestidad era el mejor—. La espada que lleva arde con los
hirientes fuegos del Anatema. La muerte que lleva no permite
renacimiento, solo un final. La espada es la creación del ser
que no nombraré. Es un arma que podría matarme. Podría
mataros.
—Nada me puede matar.

—Ah, lord Mortarion, no estéis tan seguro —dijo Ku’gath con


exagerada sagacidad—. Qaramar fue afortunado. Está presente
al final, siempre lo ha estado. Y por lo tanto siempre lo estará.
El destino le otorga protección ni vos ni yo podemos reclamar.
Debemos ser cautelosos.
—Entonces es de la mayor importancia que nuestro plan
funcione del modo correcto. Guilliman se mueve demasiado
rápido. —Los blancos ojos ciegos de Mortarion miraron a
Ku’gath de forma penetrante.

—Podemos acomodar estas conmociones. Prevaleceremos.


—¿Está listo tu devorador?

Ku’gath hizo una mueca. —¿Necesitáis preguntar?


—Si la respuesta es no, ¡entonces de hecho se mueve
demasiado rápido! —lo reprendió Mortarion—. Si viene a
Parmenio, debo arrebatarlo hasta Iax. Cuando muera allí, su
reino se convertirá en mío en el materium y la disformidad. Pero
viene demasiado pronto. No estoy listo. Los enraizamientos no
han acabado su crecimiento de reloj a reloj.
—¿No puede ser frenado, oh heraldo de ruina? ¿Quizá
podríais emplear vuestra maestría para alterar la disformidad?

—Lo he intentado —dijo Mortarion con cautela—. Las tormentas


etéricas fallan. Las primeras legiones demoníacas que mandé
contra él fueron derrotadas. Aquellas enviadas después una
vez más se desperdiciaron para nada antes de poder
aproximarse a sus naves. Mis intentos de obligarlo a salir de su
curso se vuelven en nada.

—Problemático —dijo Ku’gath.


—Más que problemático —dijo Mortarion—. Temo que se halla
bajo la protección del tres veces maldito Emperador.
Ku’gath hizo una mueca ante la abierta expresión del nombre
prohibido.

—Dije que no Le nombraría, ¿por qué debéis hacerlo vos? —


se quejó el demonio.

—La disformidad se suaviza, y aunque Guilliman es


demasiado poco imaginativo para ver que este es el caso, la
odiosa luz aplaca las tormentas ante su nave. El trabajo de mi
padre, tal vez.

—¿Quién más podría ser?


—Mi hermano Magnus. Él también es mi rival.

—¡Mejor que sea el cíclope rojo! ¡Si vuestro así llamado padre
está moviendo de nuevo su voluntad de una manera tan
coordinada tenemos mucho que temer! —dijo Ku’gath
consternado—. ¿No solo la espada, si no el mismo Anatema?
¡No puede ser! No podemos enfrentar ese tipo de enemigo y
vivir.
—Cálmate, padre de la plaga. —Mortarion dio un flemático y
agitado suspiro. Vapor de color amarillo brotó en nubecillas de los
escapes de su respirador—. La influencia de mi maldito señor en
este reino ha sido débil durante mucho tiempo. Si Él estuviera
reuniendo más poder en sí mismo, lo sabríamos. Podría ser que
la fe fuera de lugar de los mortales facilite el paso de Guilliman.
Guilliman se rodea de hechiceros, sacerdotes y psykers en su
hipocresía. Tal vez sea lo que están haciendo. O tal vez es
simplemente mala suerte. O quizás mi padre no sigue siendo un
cadáver sin valor y se halla activo de nuevo. No puedo ver. Los
números no son claros. Mis adivinaciones no me dicen nada.

—No soy tan optimista —dijo Ku’gath.


—¿Cuándo eres optimista, Padre de Plaga?

Las astas de Ku'gath temblaron con timidez. —Tiendo al


pesimismo, estoy de acuerdo, pero esto es demasiado. Un
primarca camina por las estrellas durante un siglo, y los santos
del Anatema y Su legión sin vida se encuentra fuera de casa.
Todas estas son señales de que El—de—Terra está reuniendo
fuerzas de nuevo.

—Puede ser —dijo Mortarion—. Si es así, llega diez mil años


demasiado tarde. Los planes de nuestro Amo y sus hermanos en
guerra se encuentran demasiado avanzados. La extinción espera a
la humanidad. El caos arrastrará esta galaxia entera a las
profundidades de la disformidad, y los Grandes Poderes se saciaran
sobre las almas de cada especie. Hemos de reunir las tierras que
podamos antes de que sean arrebatadas de nuestro alcance y
convertidas en los reinos de otros seres. Ultramar será nuestro, si
me ayudas ahora.

—Estoy ocupado —dijo Ku’gath—. El plan exige mi atención en


Iax.

—Los planes cambian. Has de acudir a Parmenio con tu


Guardia de Plaga. Mis guerreros requieren el apoyo del glorioso
Nonato de Nurgle.
—¿Qué hay de mi gran trabajo? Si me voy ahora, hay peligro
de que no sea terminado y todo lo que hemos hecho habrá sido
en vano.
—No habrá gran trabajo si mi pedante hermano no está allí
para recibirlo como un regalo. Como en todas las cosas,
Ku’gath, el esfuerzo material debe unirse con el efímero para
resultar en efecto. Parmenio es la casa de la sexta plaga. La
Divina Perdición Pestliax no puede ser la sexta plaga, debe ser
la séptima, porque si no es la séptima, no puede ser la Divina
Perdición. Iax—que—será—Pestiliax es la Casa de la Séptima
Plaga. Está ordenado. El número es todo, la cadencia es todo.
El plan debe progresar hacia el orden del orden sagrado de tres
y siete. Setecientos Mundos en Ultramar y más allá pueden ser
nuestros, o ninguno lo será.

Ku’gath gruñó de un modo profundamente gutural.


—¿Algo te aflige? —dijo Mortarion—. Tal vez discrepas —dijo
con una mirada peligrosa.

—No, no, los números sagrados de Nurgle necesitan el


cuidado y la atención adecuados. Un toque de viento bendito,
eso es todo—. Forzó un siseo de gas fétido desde una perforación
en sus expuestas entrañas.

Mortarion no fue engañado. —Te conozco, Ku'gath. No estás de


acuerdo conmigo. Déjame exponerlo de otro modo. Guilliman
ha traído muchos hombres y naves de más allá de Ultramar
para su causa. Este reino suyo se ha convertido en un punto de
reunión para el Imperio. Puedes preocuparte mucho por las
acciones de los mortales y el mundo de la carne más allá de un
patio de recreo para tus pestilencias, pero lo que pasa en esta
esfera mortal te afectará. La gran victoria de Nurgle será
retrasada. Quizás nuestras ganancias podrían revertirse. Serás
forzado a comenzar de nuevo. ¿Cuántas veces has fallado en
pagarle al abuelo por tu vida y recrear su mayor enfermedad, la
que tu antiguo codicioso yo devoró? Se podría rehacer pronto.
No lo será si mi hermano avanza su ventaja.

Ku’gath miró a un lado, avergonzado por aquella referencia a la


forma en que nació. Era indigno, una plaga hecha poderosa. Por
casualidad. Mortarion punteó sin piedad las cuerdas de sus
inseguridades.
—Necesito refuerzo —dijo Mortarion—. Al menos he de embotar
el ataque de Guilliman, obligarlo a tomarse tiempo para
recuperar su fuerza para que la transformación de Iax en
Pestiliax se complete, y una nueva Estrella de Plaga brille con
funesta luz en el corazón de Ultramar.

—¿Tienes un plan más ambicioso?


—Tomarlo vivo. Arrebatarlo de sus ejércitos. Si somos
afortunados y audaces, podemos capturarlo y encarcelarlo, y
luego podrías ejercer tu gran habilidad sobre su cuerpo a tu
antojo.

—Eso sería muy bienvenido.


Mortarion asintió. —Sí —dijo—. Pero debe morir en Iax tanto si
lo atrapamos como si no. Sólo entonces los relojes pueden
sonar en dolorosa armonía, y el enraizado que los une instante
a instante arrastrar este patético reino al jardín del Abuelo. El
Señor de la Podredumbre estará complacido. Si eliges no
ayudar, Guilliman nos expulsará de Parmenio y hará retroceder
nuestras ganancias de un extremo a otro de su reino, ¿y será
feliz entonces Lord Nurgle feliz? ¿Se reirá y nos complacerá si
un trillón de trillones de trillones de bacilos son eliminados de
la existencia?
—No lo hará —dijo Ku'gath estoico—. ¿Qué hay de Typhus? ¿No
puede ayudarte él? Lo último que recuerdo de mirar la guerra
más amplia, es que él lidera una sustancial parte de tu Legión.
Convócalo.
El cicatrizado rostro de Mortarion se arrugó de ira. —Mi hijo no me
prestará atención. Emplea su desacuerdo con nuestro cambio
de prioridades para competir conmigo por el favor de Nurgle.
No ve que devastar Ultramar con peste y espada no es
suficiente. No puede ver el premio mayor. Typhus nunca tuvo
visión más allá de su propio engrandecimiento. El primarca
debe morir cuando y donde decimos, y ante la plaga. Su reino
debe ser ofrendado a Nurgle bajo nuestra administración, u
otro de los cuatro lo tomará. Somos nosotros dos los que
debemos hacer avanzar este plan. Tres sería mejor. Dos tendrán
que ser suficientes.
Un suspiro salió con un traqueteo de los pulmones enfermos de
Ku’gath. No quería dejar su trabajo. —Muy bien —dijo—. La
Guardia de la Plaga se unirá a ti. Si me das unos días para
preparar un camino a través del jardín desde mi lugar al tuyo. El
camino es sinuoso, y no ligeramente atravesado, yo...

Mortarion levantó una mano con dificultad. Las hebras de la


Mycota Profundis evitaban los movimientos fáciles, pero su gesto
fue claro. Silencio.
—Todo está preparado. Tu paso hasta aquí será fácil. Pestiliax
es un ancla viable, no hay necesidad de que camines por los
senderos del abuelo. Una cábala de brujas de plagas comienza
su ritual de invocación. Hacen mucho de sus habilidades. Les
permitiré probar el poco trabajo que tienen, viles magas como
son. —Se burló cuando habló de los hechiceros. El se encontraba
empapado de magia, sin embargo todavía intentaba negar la verdad
de su ser.

—Muy cortés de vuestra parte informarme antes de alejarme


de mis asuntos —dijo Ku’gath. Lo decía medio en serio. Una
invocación podía ser abrupta y desagradable. Ku’gath no era
amable con los mortales que se atrevían a interrumpir sus
experimentos con tontas peticiones y exigencias de poder.
—Aunque sé que te molesta, realmente no deseo que tu
esfuerzo se malogre porque también es mi empeño —dijo
Mortarion en tono conciliatorio—. Roboute Guilliman debe morir
por la plaga, y debe morir en Iax. Si cualquier ser en cualquier
reino puede lograr eso, eres tú, Padre de Plaga. Te redimirás, y
yo ganaré el eterno favor de Nurgle. Tu presencia es requerida
aquí, en Parmenio Prime, para asegurar que se disponga el
camino a Iax para mi hermano, de un modo o de otro. No puedo
hacerlo sin ti.

—Casi creo que me halagas.


—Lo hago —dijo Mortarion. Sin previo aviso, salió a la fuerza de
los filamentos de hongos que lo envolvían como un capullo. Un
barrido de Silencio cortó el tallo que soportaba la carga de la
manifestación de Ku’gath. Se derrumbó, y la cabeza en miniatura
estalló en el suelo en un montículo de carne rancia, enviando a
Ku'gath de vuelta a su cuerpo.

—Hmph —dijo Ku’gath, abriendo los ojos. Su corpulento cuerpo


se estremeció, reventando la colchoneta de micelios aferrada a él.
Las hebras se encogieron aún más rápido de lo que habían crecido.
En poco tiempo, Ku’gath estaba cubierto de poco más que una
mancha de limo negro. Sépticus dio un paso atrás con rapidez
desde el borde del caldero, entregando la paleta a su dueño. Bajó
caminando la pasarela en espiral, aplastando a nurgletes a medida
que avanzaba, y ocupó su puesto junto a la rodilla de Ku’gath.
El Padre de Plaga miró a Septicus. Su melancólico semblante era
un marcado contraste con la jovialidad de sus sirvientes.
—¿Qué quería el Señor de la Muerte de ti, mi más ruidoso
benefactor?
—Mucho de esto, y un montón de aquello —dijo Ku’gath—.
Para uno tan enamorado del silencio, habla mucho. Lo que no
expresó es su recelo.
—¿Cómo es eso? —dijo Septicus.

—¡Mortarion se preocupa porque no puedo hacer lo que


prometí! —dijo Ku’gath con indignación. Tomó la paleta y la forzó a
través del estiércol líquido en el caldero—. Yo, el cervecero de las
mejores enfermedades del universo. ¡Tuvo la insolencia de
darme un sermón acerca del apropiado uso de los números
sagrados! —agregó—. No es que importe. La plaga será eficaz
sin importar dónde se despliegue, ni en qué orden de
cualquiera que sea la secuencia que el caído Mortarion
considere importante. ¡Pah! —Resopló con fuerza, soplando
cuerdas de mocos y lluvias de gusanos desde su nariz—. Siete esto
y tres aquello, ¡está obsesionado! Como si los números le
excusaran de su conexión con la disformidad. ¡Números! Los
extremos que alcanza Mortarion para distanciarse a sí mismo
de la hechicería son risibles. Los primarcas eran criaturas de
nuestro mundo antes de que cualquiera de ellos cayera, y ahora
él es un archihechicero. ¡Es un mentiroso y, y, me insulta! ¡Soy
un artista! —Ku’gath miró con tristeza a Septicus. Su agitar se frenó
a medida que su estado de ánimo bajaba

—Lo sois, mi señor. ¡Sois el artista más talentoso! —dijo


Septicus.
Ku'gath olfateó. —Si Mortarion quiere una plaga para matar a
uno de los Anatema, entonces tendrá una. Eventualmente. —
Miró con tristeza en el caldero—. Mortarion es un ser turbado.
Guarda sus celos para sí mismo, pero ten en cuenta mis
palabras, Septicus, y tenlas bien en cuenta, sospecho que toda
esta campaña es el resultado de él deseando probar su
fortaleza por encima de la de su hermano, y nada más que eso.
Siete veces, probablemente —se quejó.
—Una buena manera de mostrar su devoción a nuestro
Abuelo, que es el señor de la resistencia entre sus muchos
dominios —dijo Septicus, tratando de calmar a Ku’gath—. Ahora
es vuestra oportunidad de demostrar vuestra valía ante Nurgle
¡y crear la más potente enfermedad jamás ideada! —Tan pronto
como lo dijo, la mirada de Ku’gath mostró que sus esfuerzos habían
ido mal. La sonrisa de alivio de Sépticus se desvaneció al tiempo
que Ku’gath gruñó.

—O, quizás, fallar de nuevo.


—¡Nunca, mi señor! —dijo Septicus. Se adelantó anadeando y
colocó una solícita mano en el obeso muslo de Ku'gath.
—Oh sí. Otra vez. ¡Cada vez que lo intento, fracaso! Si puedo
confiar en ti, querido Sépticus.
—¡Podéis!
La voz de Ku’gath se convirtió en un sibilante susurro—. Me temo
que nunca voy a recrear la mayor plaga del abuelo—. Su agitar
se detuvo. Su cabeza se inclinó—. Rotigus espera para
reemplazarme en los afectos del Abuelo. Él sería tercero, ¡o
quizás incluso más alto! No puedo fallar ahora, o seré exiliado
de mi lugar a la diestra del abuelo.
—Solo necesitáis un poco de tiempo, vuestra grotescidad.

Ku'gath suspiró con pesadez. Sus nurgletes lo miraron con


preocupación, sus juegos olvidados. —¿Qué sé yo? Mortarion
tiene razón, por supuesto. Soy solo un humilde mezclador de
enfermedad. Mortarion es un general nato. Por ahora, debemos
dar una prorroga a su liderazgo. Si él dice que el engendro del
gran destructor ha de ser retrasado, entonces debemos tomarle
la palabra. Sépticus —dijo Ku’gath.

—¿Vos el más verminoso?


—Empaca tus abominables gaitas, convoca a la Guardia de la
Plaga a nuestro lado. Llama de regreso a la mitad de nuestras
legiones de las ciudades de Iax—que—será—be—Pestiliax,
reúne a mis portadores de palanquín de los sumideros y pozos
negros. Tenemos un nuevo mundo que infectar. —Ku'gath
regresó a empujar la paleta de madera alrededor del mar de
sustancia pegajosa—. Esto tendrá que esperar, aunque quizás no
se pierda todo, pueden procurarse ingredientes frescos para
avivar la mezcla—. Asintió para sí mismo—. Sí. ¡No pasará mucho
tiempo!

—¡Veré que se haga, mi señor! —dijo Septicus. Con una floritura,


arrancó un puñado de nurgletes del suelo. Sus risitas se convirtieron
en chillidos mientras los aplastó a golpes, escupió sobre ellos y
arrojó el lío al aire. Mientras caían desordenados, los cuerpos
aplastados fluyeron juntos, distendidos e inflados con un húmedo
chasquido, convirtiéndose en el todavía viviente saco estomacal de
una bestia gigantesca. Septicus atrapó la gomosa masa, y con un
cariñoso apretón forzó tres espinas de hueso de la parte superior,
¡pop, pop, pop! Por último, metió la mano en la espaciosa bolsa tras
un colgajo de piel sobre su pecho y sacó una boquilla de marfil.
Lamió los pegajosos jugos, luego tomó el tracto que colgaba de la
bolsa del estómago y tapó su irregular extremo con la boquilla. Se
metió la bolsa bajo el brazo y dio un apretón experimental. El más
repelente ruido graznó desde los tubos de hueso, haciendo estallar
a los nurgletes. Con una alegre sonrisa jugando en sus ampollados
labios, Septicus colocó la boquilla entre sus dientes y aspiró con
profundidad.
Lo repentino del movimiento de Ku’gath tomó por sorpresa a todo
el molino de la plaga. Su mole rozó la madera, rompiéndola y
haciendo que se estrellara parte de la pasarela. El Padre de Plaga
miró a Septicus con tanta ferocidad que su ojo cayó y colgó de su
mejilla.
—Si empiezas a tocar esa miserable gaita donde pueda
escucharla, Sépticus Siete de la Séptima Casa del Pastor, te
arrancaré tus sucias entrañas y las comeré enfrente de ti.
Septicus llevó a cabo una aplastada reverencia. —Mi señor —dijo.
Con admirable decoro dejó caer la boquilla y se fue, gritando por el
resto de los seis guardaespaldas de Ku’gath que se unieran a él.
Los nurgletes chillaron de risa. Los portadores de plaga entraron
en un frenesí en un intento de contar cada aliento de alegría.

—¡Y todos vosotros también podéis callaros! —Retumbó


Ku’gath. Hizo girar su masiva cabeza, su feroz mirada silenciando
todo aquello que tocaba. Sus secuaces se sumieron en un temeroso
silencio. Incluso los portadores de plaga lo tuvieron en cuenta en
sus cabezas.
Ku’gath dejó escapar un profundo suspiro de agradecimiento,
permitiendo que su irritación se condensara en gotitas de flema y
lloviera en el guiso. El aprobó. Un poco de molestia de cuidado de la
piel nunca hace daño a una buena enfermedad. Se lamió el ojo para
lubricarlo y lo empujó de nuevo en su órbita.
El remover le distrajo de sus problemas. Disfrutó un breve
momento de aquella paz, antes de que la gaita de Septicus graznara
más allá de las paredes del molino de plaga. Los nurgletes se
echaron a reír de nuevo, y los portadores de la plaga, sobresaltados
de su miedo, recomenzaron su cuenta. Los martillos aporrearon
mientras la pasarela era reparada.
Ku’gath sacudió su cansada cabeza y se agachó sobre el caldero,
deseando en su podrido corazón negro que tan solo todos se
marcharan.
CAPITULO CINCO

TYROS ASEDIADO

El Mayor Devorus de la Noventa y Nueve de Calth alejó los


magnoculares de su cara y se apoyó contra las bolsas de arena del
puesto de observación adelantado, como si los pocos centímetros
extra le dieran una visión más clara de la capa de niebla
encapotando la orilla de Hecatone. Oscuras aguas chapaleaban
contra pilotes de rocormigón cerca de su posición. El borde del
muelle era una dura línea de gris pálido contra el mar. No lo
bastante lejos, el enemigo vino, amontonando sus rocas.
El viento era fresco y venía desde Keleton al otro lado del Río Mar.
Devorus se aventuró al exponerse al aire con la capucha de su traje
retirada y la máscara colgando de sus correas. Cada movimiento
expulsaba chorreando su cálido hedor de su traje al tiempo que se
movía. El olor que salía de su propio cuerpo era casi tan malo como
aquel que pendía sobre las arruinadas marismas hacia el este, y
estar atrapado bajo la máscara con ello era mucho, mucho peor, así
que se arriesgó. Aparte, él podía ver mejor sin plastek rayado entre
él y el mundo.
Unos ojos rodeados de mugre parpadearon en una cara ahuecada
por la falta de sueño. Entrecerró los ojos, tratando de ver lo que
podía sin la ayuda de los magnoculares. Hubo una compensación
mayor aumento con el dispositivo contra un campo de visión más
amplio sin el mismo. Ambos puntos de vista le dijeron lo mismo:
Tyros estaba condenado. La ciudad portuaria era un lugar orgulloso.
Su gente era de mente independiente, isleños criados a ochocientos
metros de la orilla. Lo suficientemente cerca como para escupir
sobre tierra firme, si el viento era el adecuado. —Parte de Hecatone,
pero siempre separados—. Los Tyreanos pronunciaban el viejo
dicho a menudo, en especial cuando los forasteros estaban al
alcance del oído.
Nunca el sentimiento había sido más correcto. Tyros se hallaba
libre de enfermedad e influencia antinatural. Las amplias llanuras de
Hecatone entre la ciudad y las montañas, invisibles en las brumas
amarillas, se hallaban infestadas por ambos. Hecaton, la ciudad
montañosa y no tan amable rival de Tyros era un pozo de
inmundicia.
La Guardia de la Muerte había tomado lo que querían en Hecatone
y saqueado el resto. Pero a pesar de que habían arrollado las
instalaciones portuarias de Tyros días después de la invasión,
habían pasado meses y aún tenían que tomar Tyros misma.
Mientras que Tyros permaneciera de pie, el enemigo no podía
cruzar el Río Mar en la parte posterior de la ciudad. El Rio Mar era
una nada húmeda, de cincuenta kilómetros de uno a otro extremo
en su punto más ancho. Pero en el lado keletoniano, la cordura
prevaleció mientras Tyros se mantuvo.
Gracias al esfuerzo Tyreano, la mitad de Parmenio permaneció
intacta. Mientras Tyros se mantuviera en pie, se recordó Devorus.
Miró hacia atrás al daño causado por el bombardeo de apertura de
la guerra en su lugar de nacimiento. Las murallas de la ciudad se
remontaban tras la línea de defensa principal. Habían sufrido una
importante brecha antes de que las defensas orbitales de Keleton
hicieran retroceder a la flota de la plaga. Un enorme hueco, lo
suficientemente grande para que un desfile se abriera paso,
boquiabierto tras su bunker de mando a cien metros de distancia.
Típico de Keleton, pensó Devorus. Nunca allí cuando los necesites
al momento, pero vienen bien al final.
Tarde para iniciar su fuego de represalia, las baterías láser de
defensa al otro lado del Río Mar no habían descansado desde el
ataque. Nada voló cerca de la ciudad en la atmósfera o en órbita.
Nada podía. Tyros se mostraba desafiante.

Los hijos de Mortarion trabajaban para rectificar aquella situación.


Al borde de la orilla habían comenzado la construcción de un muelle
que se arrastraba. Día a día, sus vehículos con pala frontal
empujaban miles de toneladas de roca al agua, avanzando con
lentitud centímetro a centímetro por el canal. La distancia ya se
había reducido en tres cuartos y los gigantescos escudos sobre
cadenas que la Guardia de la Muerte usaba para proteger a sus
ingenieros se estaban acercando. En aquel momento estaban a
doscientos metros, y eso de verdad estaba lo suficientemente cerca
como para escupir.

Cuando la Guardia de la Muerte cruzara el agua, eso sería todo. La


brecha era un camino abierto con un débil umbral de líneas de
defensa y bunkers en el camino.

Decorativo, pensó Devorus, para mostrar que estamos llevando a


cabo el esfuerzo.

No era estúpido. Al enemigo le sería fácil llegar a la ciudad.


Cuando la Guardia de la Muerte extendió su alcance a las líneas
imperiales, los Ultramarianos buscaron hacer lo mismo, cavando los
muelles planos en la base del muro para construir sus trincheras y
reductos hasta la orilla del agua. Al principio, los cañones imperiales
tenían a la Guardia de la Muerte al alcance, pero ya no. Esa era otra
cosa que había cambiado. Tenía que ser más vigilante. Se
encontraba dentro del alcance de un bólter.
Devorus echó un vistazo a su cronógrafo. Lo llevaba encima del
traje ambiental recubierto de goma, del cual había dejado de pensar
como ropa y llegado a considerar como a medias entre una segunda
piel y una prisión.
—Debería ser ahora —dijo Devorus. Levantó sus magnoculares
con una sola mano.
En efecto, el trabajo se había detenido. El final del muelle estaba
desierto. Los escudos se alzaban de la niebla de un modo ominoso.

—A la misma hora, cada condenado día, como los Astartes


Herejes quieren que sepamos. —Se reclinó de vuelta de la pared
de bolsas de arena y gritó con tanta fuerza como pudo a su
escuadrón de mando, aunque estaban solo a pasos de distancia.
—¡Están empezando de nuevo! ¡Todos a cubierto! ¡Ahora!
¡Protocolos Químicos y de peligro biológico en vigor!
El Operador Vox Bacculus bombeó el mango de la dinamo
atornillado a la unidad de vox maestra. El método de guerra del
enemigo causaba tanto caos en su equipo como lo hacía en sus
cuerpos, y habían pasado por un año de piezas de repuesto para el
sistema vox en cuatro semanas. No se hallaban derrotados todavía,
pero se vieron obligados a ser creativos con las reparaciones.
Devorus observó a Bacculus transmitiendo la orden por la línea y
murmuró unas silenciosas gracias al Ingenierovidente 4—9 Solum
por su ingenio en la reparación de su kit.
Desde la contraistalación en el otro lado del canal del puerto,
docenas de morteros montados en tanques tosieron cargas
mortales. Un humo espeso fue llevado por el aire desde los
armamentos, rompiendo la niebla. El sonido persiguió la visión, los
apagados golpes llegando segundos más tarde, suaves como sacos
de harina que golpearan el suelo de un molino. Para entonces los
proyectiles ya habían alcanzado el ápice de su ascenso.
Cuando la creciente caída de las sirenas de asalto comenzó su
segunda ronda, los proyectiles aullaron desde el cielo.

Los rigores de la supervivencia habían enseñado a golpes muchas


lecciones a los oficiales de Devorus, la observancia se encontraba
en la parte superior de la lista. La mayoría de ellos habían estado
vigilando las líneas de la Guardia de la Muerte como halcones, y ya
gritaban a sus hombres que se pusieran a cubierto y pusieran su
equipo ambiental en su lugar antes de que las órdenes dadas por
vox llegaran a ellos.
Treinta metros sobre la línea de búnkeres y trincheras, los
proyectiles reabrieron con un estallido, llenando el cielo de color
amarillento con nubes de gas de color marrón en expansión. Como
pintura en polvo expulsada de las bolsas de papel abiertas de golpe
al aplaudir, el humo salió rodando en bulbosos rollos. La gravedad
los arrastró en líneas rayadas hacia el suelo.
—¡Bacculus, prepárate! —dijo—. ¡El resto de ustedes, fuera!
¡Fuera! ¡Gas, gas, gas! —Agitó los brazos hacia sus hombres,
espantándolos desde el puesto de observación.

Su escuadrón de mando agarró carpetas de órdenes, mapas y


otros documentos importantes a brazadas y se desplazaron de
forma rápida y tranquila. Devorus sintió un rubor de orgullo. Fue el
último en irse, quedándose para ver los senderos marrones del
polvo que caía, extendiendo dedos largos y mortales hacía las
trincheras. Cogieron una estriación de la atmósfera, tiró de ellos de
lado y agitados en un humo mortal por el viento. No lo
suficientemente duro, notó, para alejar gas soplando. El gas era
pesado, de una anormal densidad. Se ajustó el traje, de un modo
tan automático como un hombre que se atara los cordones. La tela
de captura selló sus guantes cerrados. Cremalleras y botones
cerrados por la parte delantera. Echó un vistazo a las polainas
atadas contra sus piernas. Los sellos eran buenos o no lo eran. No
hacía bien quejarse sobre ellos ahora.

Esperó al último momento posible antes de levantar la capucha,


colocar el respirador sobre su boca y nariz y sujetar los botones de
presión cerrados en las cintas revestidas de goma, confinándose en
una sauna de sudor viejo, mal aliento y miedo.

En el momento en que ya se movía fuera del puesto delantero, el


humo químico se desvió con libertad a través de las trincheras, del
suficiente grosor en algunos lugares para oscurecer las murallas de
Tyros. Corrió por la zanja del espolón hacia la línea principal frente a
la brecha. El chirriar de manivelas enrollando paneles de armaplas
hasta sellar aspilleras cortó de un modo extraño a través del gas. A
veces la Guardia de la Muerte lanzaba unos pocos proyectiles
explosivos para atrapar a los hombres que se apresuraban a
ponerse a cubierto, pero por el momento se contentaban con dejar
que su gas hiciera el trabajo. Podía ser vírico, podía ser puramente
químico. A veces eran ambas cosas. A los guerreros de la plaga les
gustaba mantener a los defensores suponiendo. Le pediría un
informe después a 4—9 Solum. Los resultados se unirían al resto en
su registro, agregando a las columnas de anotaciones de minutos
registrando las muchas muertes que el enemigo les arrojara.

Llegó al final del espolón y se unió a la línea de trincheras principal.


En algún lugar en frente, la muralla se alzaba, una presencia
invisible pero palpable en la niebla. El gas se espesaba. Los gritos
salieron de la oscuridad. Se volvió para encontrar la fuente, su
aliento fuerte en su máscara. Su pie se enganchó sobre una suave
obstrucción. Casi se cayó.
Un cuerpo. Se detuvo para comprobar que tuviera signos de vida.
Un sinsentido, lo sabía, pero Devorus era un hombre con un
corazón bondadoso, y no quería dejar que la guerra lo disminuyera.

Con torpes manos enguantadas, dio la vuelta al soldado


haciéndole rodar. La máscara quedó libre. El ácido en el gas había
echado a perder las correas. El veneno había hecho el resto. Ojos
blancos y muertos le miraron fijamente desde una cara llena de
ampollas.

Devorus no reconoció al hombre; Su rostro estaba demasiado


desfigurado. Aferró las chapas de identificación del soldado y las
metió en un gran bolsillo externo. Una vez descontaminado, las
pasaría a los adjuntos del Adeptus Munitorum del regimiento en la
ciudad. El nombre del soldado se pondría en un libro en algún lugar
y sería olvidado sin demora, pero aquel era el procedimiento.

—Lástima —dijo Devorus.

El cierre de seguridad en su pistola láser se quedó atrapado en su


funda de cuero. Realmente necesitaba arreglar aquello.
Disparó un único pulso de láser a través del ojo del soldado,
cocinando su cerebro hasta ser gelatina. El vapor salió enroscado
de su arruinada cuenca ocular. No habían tenido un brote de viruela
andante en semanas pero había que hacerlo.

Procedimiento.

El cierre se enganchó en su funda mientras reemplazaba su arma.

Siguió los zumbidos de corta duración de las unidades de


ventilación purgando los búnkeres de gas. Un aire más limpio
perturbó el humo en excitados estallidos. Poco después se encontró
ante la aburrida puerta de plastiacero de su puesto de mando cerca
de la brecha del muro. Se agachó a través en el tibio chorro de la
ducha de descontaminación, luego sale por la puerta de la escotilla
en el otro extremo, renacido como un hombre de goma que goteaba
en el cómodo interior.

Se quitó la máscara e intercambió su aliento por el combinado aire


viciado de otros cinco. Antisépticos, sudor y contraagentes químicos
perfumados con una incongruente pizca de jabón floral sacó
lágrimas de sus ojos, pero aun así respiró el rancio aire reciclado
con el alivio de un hombre al ahogarse que rompe la superficie.
—¿A dónde llegaste? —dijo Bacculus.

Todo el escuadrón de mando estaba allí, acurrucado sobre cajas


de munición, apoyados sobre sus armas láser, como pedigüeños
abrazando sus muletas.

—Señor —dijo Devorus. Se ocupó de comprobar y volver a


comprobar sus sellos.

—Que le jodan, señor —dijo Bacculus—. ¿Qué pasó? —Se


encontraba al límite, preocupado por su comandante

—Me quedé a mirar —dijo Devorus.

—Toma demasiados riesgos —dijo Bacculus—. Señor, —agregó


—. Quiero decir, usted nos gusta bastante. No quiero que
muráis principalmente por eso, sino porque sois el último
oficial de rango en este destacamento, y si os vais, entonces
tenemos al Comisario Trenk al cargo.

—Me conmueve tu preocupación —dijo Devorus.

—Me puedo imaginar lo que Trenk diría acerca de cuerpos


quedándose fuera "para mirar" —dijo Bacculus con malicia. Él
también se estaba ocupando de sus sellos. Golpecito, golpecito,
tirón, tirón, estirar, estirar; el procedimiento del Astra Militarum era
algo inculcado con entusiasmo en los soldados del Imperio, pero el
más brutal sargento de instrucción no podía enseñar tan rápido
como las innumerables formas de morir que la Guardia de la Muerte
tenía para ellos. No hay sellos, no hay vida. Una simple ecuación de
la que cada soldado conocía la respuesta. Golpecito, golpecito,
tirón, tirón, estirar, estirar.

—Me imagino que probablemente dispararía al hombre —dijo


Devorus—. Porque dispara a la gente con facilidad, incluso por
no llamar a sus superiores "señor", Bacculus, así que tu mejor
esperanza es que no me pase nada—. Devorus dio unas
palmadas en sus sellos de nuevo. Reconoció que se hallaba al
borde de lo obsesivo. Tenía suerte de que su mente solo hubiera
empezado a deshacerse y no romperse como le había pasado a
tantos otros.

—Eso es lo que estoy tratando de hacer —dijo Bacculus.

—Está bien, está bien —dijo Devorus con irritación—. Estoy


bien.

Bacculus raspó el barro del set de vox—set—. Sí, señor— dijo.

Los otros no dijeron nada. Observaron el intercambio con ojos


embrujados.

Devorus se sentó en una caja de munición vuelta del revés. Las


baterías que había transportado a la línea del frente se habían
gastado hacía mucho tiempo. Deberían haber durado a lo largo de
una década de ciclos de recarga, pero la entropía bailaba al son de
la Guardia de la Muerte en Parmenio, y las baterías fueron
empleadas en meses. Apoyó la parte posterior de su cabeza contra
la pared de plastormigón. El bombardeo de gas retumbó en el
exterior, el errático latido del corazón de un gigante moribundo.

Estaba tan cansado. Dormir se había convertido en un lujo para ser


custodiado con celo. Cada momento de descanso, cada momento,
le disparaba a un hombre por robar. Cada momento debiera ser…

La cabeza de Devorus dio una sacudida hacia atrás en posición


vertical. Parpadeó con aspereza. Sus hombres miraban fijamente al
suelo, un bodegón de miseria. Ya estaban muertos, recordados solo
como una pintura en la pared de un museo.

Parpadeó de nuevo. Otra vez. Sus ojos no se mantenían abiertos.


Los periodos de oscuridad sobrevivían a la luz. No quería quedarse
dormido. Un amasijo de recuerdos llenó su imaginación,
desesperada por llamar la atención antes de seguir al mundo de la
vigilia de negro.

Un rugiente estruendo lo golpeó desde la coronilla hasta las


plantas de sus pies, arrojándolo de lado contra la pared. Se dio la
vuelta, tosiendo rocormigón pulverizado. Las micropartículas
empañaron el aire en una tormenta de nieve que lo ocultó todo.

Una granizada asesina de artillería explosiva golpeó, los


proyectiles hechos caer de manera experta sobre la línea de
bunkers y reductos. Los bastardos los habían acorralado.

Un ardiente hedor persiguió al pensamiento. Había una brecha en


la pared. Una serpiente de humo marrón se acomodó dentro. El
veneno precedió al humo de manera invisible; una brusca captura
en las fosas nasales de Devorus, un calor acumulándose en su
faringe, preparándose para saltar hacia arriba como un muelle y
quemar su cerebro.

—¡Gas! ¡Gas! ¡Gas! —Sus ojos se agitaron. El calor químico


cosquilleó sus pulmones. Su pánico fue tragado por un pandemonio
mayor de gritos y explosiones. Su mano blanqueada de polvo patinó
a través de los escombros en el suelo, buscando su máscara,
encontrando manchas de sangre bajo de la arena en su lugar. Su
garganta se estaba cerrando. Los hombres gritaban, una y otra vez,
hasta que los balbuceos los silenciaron, y la muerte les arrancó su
aliento.

Bacculus había sido obliterado. Un brazo y una pierna adornados


con una extensión de tripas junto a su conjunto de vox, que estaba
intacto de un modo absurdo. Etpin yacía en el suelo, su capucha
empujada dentro de un agujero en la parte posterior de su cabeza
como un pañuelo de mago a medio camino de empujar dentro de
un puño. Jacov arañó su cara, sus dedos recorriendo una confusión
de moco y coágulos de sangre tosidos. Los otros dos hombres de
Devorus habían estado sentados exactamente donde el proyectil
había impactado. Un penetrador de bunker, la explosión dirigida
hacia delante en un delgado cono para romper las defensas. La
fuerza explosiva, el objetivo y la entrega habían sido calibradas por
expertos. En justicia, la onda expansiva de la explosión debería
haber destruido a los ocupantes. La Guardia de la Muerte se había
asegurado de que no lo hiciera de manera deliberada. Albergaban
un desdén por las muertes rápidas.
Devorus tragó saliva en busca de aire. Su garganta se estaba
cerrando. El gas era un arma química pura. Sin carga de
enfermedad. La asfixia era su suerte. Podría haber sido peor.

Manchas de colores pulularon por su visión, ocupadas como


bacterias en un plato de muestra. Así era. La muerte había llegado.
Veintinueve años de vida, acabados.

Las bombas hicieron temblar la tierra. Devorus tosió. El cristal


caliente rastrilló su garganta. No llegó nada de aire.

Una mano de metal agarró su cabello, otra se clavó en su axila,


apalancando su inerte brazo, alejándolo de su costado y lo arrastró
con brusquedad hacia arriba. Una máscara fue colocada sobre su
cara. Duros dedos cerraron las correas tirando de las mismas y
cerraron los sellos. Otra mano tiró hacia atrás del cuello de su
uniforme. Una fría boquilla fue apretada contra su cuello y un beso
punzante contra su piel.

De repente, Devorus pudo respirar de nuevo. Medio saltó hacia


arriba, respirando grandes bocanadas de aire filtrado.

La mano de duro metal lo presionó de nuevo contra la pared. Una


voz femenina habló, melodiosa a pesar de la dureza de su emisor
de vox.

—Tranquilo, deje que el antídoto haga su trabajo. Le


necesitarán para luchar muy pronto, siervo del Emperador.

El casco de la hermana superior Iolanth se cernió sobre él, su


armadura roja más brillante que la sangre empapada en el polvo de
plastormigón. Detrás de ella una Hermana Hospitalaria de armadura
blanca recargaba su guantelete médico con nuevos viales de
antídoto.

—Está bien, seguid adelante. Tratad a todos los que podáis.


—Sí, Hermana Superiora —dijo la hospitalaria, y dejó el búnker.
De manera increíble, la parte trasera del puesto de mando se
hallaba intacta y tenía energía. La cerradura de limpieza se abrió
con suavidad. De las boquillas aún salían chorros de agua cuando la
Hermana pasó a través hacia el exterior. El frente aplastado hacia
dentro del bunker parecía pertenecer a otro lugar.

Iolanth le plantó una pistola láser. No era la suya.


—Levantaos, sois necesario. Están lanzando un asalto.

—Me apuntaron de forma deliberada.


—Así parece, pero por la gracia del Emperador, vivís. Venid.

La siguió fuera del puesto de mando. Su inmaculado equipo de


guerra era un faro de suntuoso color carmesí, conduciéndole a un
mundo desprovisto de vitalidad; nubes mezcladas de gas marrón,
polvo blanco, humo gris.

—Por este camino —dijo ella. El escuadrón de Iolanth eran


manchas de vida, apresurándose por la línea de defensa en una
estricta formación que ninguna explosión, escombro o amenaza
desbarató. Iolanth miró hacia el cielo. Su emisor de vox hizo clic al
tiempo que cambió a un canal de comunicaciones privado.
—Están entrando ahora —le dijo a Devorus—. Mire al cielo y
pida la salvación. Tengo algo que mostrarle, algo milagroso.
Ruego que seáis testigo antes de morir.

El viento del oeste sopló más fuerte, acariciando la capucha de


Devorus y enfriando la goma de un modo desagradable contra su
piel. Incluso a través de la máscara de respiración le alcanzó un
hedor, una acuosa pestilencia que recordaba a lagos estancados y
pozos atascados con la ennegrecida carne de cadáveres atrapados.
Una monstruosidad que zumbaba atravesó a la deriva un hueco en
la bruma, y luego una segunda, tan alta y voluminosa como un
coche de superficie inclinado sobre su nariz.
Eran abominaciones mecánicas de carne y metal, hechas con
diabólicas artes, repelentes en todos los sentidos. Las llamaban
máquinas, pero las partes accesorias de una máquina — el
deslumbrante vidrio ocular, el blindaje y el gutural bloque de motor
— no podía disfrazar sus orígenes en la disformidad. Eran una
espantosa fusión de lo material e inmaterial. Carne pulsante colgada
contra verdosos aros de latón en la blindada concha, sujetada
demasiado floja, como si todo el lote fuera a deslizarse y soltarse,
cayendo al suelo. Cada uno era un crustáceo enfermo de una cosa.

Iolanth levantó la mano. Su escuadrón se detuvo al instante, y


Devorus corrió se chocó contra la mochila de energía asentada en
su espalda. Ella no se movió. El reboto. —Espere —dijo ella.
Las máquinas demonio pasaron volando, los ventiladores
canalizados cortando con pesadez a través de la niebla tóxica de la
batalla. Se desvanecieron.
Los hombres de Devorus abrieron fuego. Las nubes de gas que se
difuminaban se iluminaron de rojo. Ráfagas ligeras acuchillaron el
costado de las máquinas, arrancando lluvias de chispas amarillas
del blindaje oxidado. La gruesa columna de la descarga de un cañón
láser apuñaló el costado de una. El humo de color negro salió en
espiral de la hinchada carne, y sus palpitaciones se aceleraron. La
máquina se detuvo en el aire, la colección de tuberías colgando de
su apestoso bajo vientre serpenteando a su alrededor. La menor
inclinación de sus motores triples lo mantenían con pereza en el
lugar.

Desde las boquillas de latón de sus armas, la zumbante máquina


vomitó.
Las defensas ofrecían poca protección. La pendiente se abrió
camino a través de la más pequeña grieta, corroyendo e infectando
a quienes tocó en el mismo instante. Gritos coagulados en
gorgoteos. Ampollas hinchadas con sobrenatural velocidad sobre
piel que ya se derretía. Devorus miró impotente, rezando para que
nada del fluido lo tocara. El fétido olor era un asalto en sí mismo.

—¡Moveos! —espetó Iolanth espetó. Ella lo empujó hacia


adelante. La fuerza que impartida por su armadura de batalla lo
envió en su camino.
Más gritos saludaron el silbido de la toxina cuando el segundo
motor abrió sus válvulas. La Hermandad de Iolanth hizo una pausa y
abrió fuego con sus bólteres, apartando la más cercana de las
grandes máquinas en una tormenta de microexplosiones.

—¡Por aquí! —gritó Iolanth. Ella echó a correr. La energía extra


zumbó en sus extremidades. Devorus luchó por mantener el ritmo.
Corrieron mientras caía otra descarga entre las líneas, esquivando
las explosiones con nada más que la suerte para preservarles.
Se lanzaron a un emplazamiento de armas vacío. Iolanth se
detuvo, su abovedado yelmo barriendo adelante y atrás de un
extremo a otro del desorden en busca de algo.
—¿Dónde está ella? —gritó.

Un proyectil lanzado de mala manera se estrelló contra el puerto y


explotó, haciendo brotar un pico de agua de cien pies de altura. El
estampido de la explosión y el ajetreo de la corta lluvia
ensordecieron a Devorus. Se estremeció Sus orejas pitaron. Las
hermanas se mantuvieron firmes.
Cuando su audición se hubo recuperado, gritaban con excitación.

—...en! ¡Está viva!


—¡Ahí arriba! —Una de las mujeres señaló la parte superior de un
montón de escombros que había sido un bunker la última vez que
Devorus lo había visto.

Una chica con un vestido blanco trepó por el desastre, flotando con
serenidad en lugar de caminando, al parecer con la lentitud
subacuática de una persona hechizada.
—¿Qué está haciendo? ¡Traedla aquí abajo! —dijo Devorus—.
¿Qué está haciendo esta chica en el puerto, por el Santificado
Trono?

—¡Espera! —gritó Iolanth. Las mujeres miraron, arrebatadas.


—¡Trono! —Devorus maldijo ante la inacción de las Hermanas.
Para entonces ya estaba en movimiento, saliendo a la carrera del
emplazamiento vacío y subiendo el montón de rocormigón roto. Los
pasos de Iolanth chocaron con la piedra falsa que cerca por detrás
de él.

La niña miró fijamente sin pestañear, sus ojos fijos en el cielo


mientras trepaba por los pedazos de pared de bunker. Sus pies
desalojaron los fragmentos romboidales de cristal blindado roto.
Sus pies descalzos.
Devorus la miró de arriba abajo. Era joven, quizá dieciséis o
diecisiete años estándar Tan improbable era la situación, que solo
vio de verdad entonces que el vestido era todo lo que llevaba. Sin
medias, sin zapatos ni guantes, sin casco. Nada que la protegiera
de las enfermedades del enemigo. El vestido no la habría protegido
de un frío día de primavera. Se encontraba fuera en la venenosa
oscuridad, ilesa.

Él extendió sus manos hacia ella con inseguridad.


Ella le devolvió la mirada, caminando hacia adelante sin mirar
dónde estaban situados sus pies. La serenidad la rodeaba.

Devorus alcanzó su tremolante vestido. Iolanth lo aferró su brazo


con el agarre de un robot, deteniéndolo al instante.
El miró a las deslumbrantes lentes oculares.

—¡Esperad y mirad qué pasa!—dijo.


—¡La estáis condenando a muerte! —gritó él.

Iolanth le apretó el brazo. Sus manos eran pequeñas, incluso en su


coraza de batalla, pero la fuerza que ejercía era aplastante.
—Deteneos —ordenó ella.
—¡Bien! ¡Habéis dejado clara vuestra posición! —dijo él,
tratando de sacudírsela. No pudo.
—Conozco vuestro corazón, Devorus. Si os dejo ir intentareis
salvarla. No puedo dejaros ir.
Miró a la niña con impotencia.

—Mirad —dijo Iolanth—. ¡Observad! Ella es de la que os hablé,


la chica que limpió el pozo.
—¿Eso fue verdad? —preguntó Devorus—. ¿Ocurrió?
Iolanth no respondió a su pregunta, pero dijo: —Prepárese para
presenciar un milagro.

Cuando se encontró al borde del destrozado búnker, la niña captó


la atención de la máquina demoníaca. Apagaron sus torrentes de
plaga y dieron la vuelta despreciando de manera majestuosa a los
hombres disparándoles, descendiendo a través de chasqueantes
intersecciones de rayos de pistola láser para cernirse sobre ella, sus
ventiladores acanalados zumbando canciones de insectos
Licores orgánicos gotearon de orificios. Las máquinas demonio
apestaban como un millar de años de podredumbre.

La chica permaneció de pie sin miedo ante ellas. Su vestido era del
blanco más puro, imposible en el calamitoso estado del asedio. Su
piel era pura y limpia.
—Ante la decadencia permanece la pureza —dijo Iolanth, su voz
atemorizada detrás de la aspereza del emisor de vox.

Las asombrosas vistas eran comunes en aquella era. Devorus


había visto cosas que no podía explicar y no quería hacerlo. Esto
era algo nuevo.
Las lentes de rubí de los demonios relucieron en silencio, odiando
a la chica. El veneno se reunió en las puntas de las vastas agujas
hipodérmicas que sobresalían de sus partes anteriores.

La niña levantó la mano.


De las máquinas vino el pesado golpe sordo y el quejido de las
bombas aumentando el ritmo. Los recipientes dispuestos detrás de
sus boquillas gorgotearon con la presión. Liberaron su torrente
mortal juntos.

Todos fueron atrapados en ello: Chica, Hermanas de Batalla y el


mayor.
Devorus gritó cuando la oleada de líquido lo golpeó. Continuó
gritando mientras corría sobre su cara, e infiltraba el sello alrededor
de su capucha. Gritó mientras llenaba sus fosas nasales y se filtraba
a través de sus labios.
Aun gritaba mientras lo saboreaba. Su cerebro se congeló.
El líquido en su boca no era más que agua; agua pura, más limpia
que cualquier otra de la que había bebido durante meses. Parpadeó,
y miró confundido a las máquinas.

La suciedad dejó las boquillas. El agua golpeó a la gente.


Algo escudaba a la niña. Antes de que la baba la golpeara, cambió
y una esfera de agua salpicó y roció desde una barrera invisible.
Devorus, naturalmente, asumió un campo de energía del tipo
llevado por afortunados sacerdotes y los más altos oficiales — todos
muertos ahora, pensó. Los campos no les habían ayudado. Pero no,
no podía ser. Ella llevaba un vestido blanco. No llevaba kit alguno ni
ningún tipo de dispositivo.
—¿Cómo? —dijo, sosteniendo sus manos en el agua dulce
desviada desde el escudo de la niña para poder ver mejor.

—El Emperador —dijo Iolanth con entusiasmo.


Las maravillas se convirtieron en mayores maravillas. Brillante luz
amarilla brotó de los ojos de la niña, alanceando las máquinas en
sus únicos oculus de cristal que no parpadeaban.
—¡Fuera de aquí! —dijo ella. La voz no era la suya. Sonaba
como... Sonaba...
Devorus no podía recordar cómo sonaba, incluso inmediatamente
después de escucharlo. Pero no era la voz de una niña, y eso lo
asustó hasta la médula.
Las afiladas palas del ventilador se embargaron. Las máquinas
cayeron del cielo de repente, primero una, luego la otra, como
víctimas colgantes con sus sogas cortadas. Humeantes placas de
blindaje se estrellaron contra los escombros, vacías, desaparecidos
sus contenidos carnosos. La niebla venenosa fue devuelta desde la
niña y el sol ardió alrededor de su cabeza hasta que... No, Devorus
vio que estaba equivocado otra vez. La luz no venía de sol alguno
sino de la niña, brillando alrededor de su cabeza en un complejo
halo.
Ella se volvió para mirarlo, solo a él, y todo el miedo que Devorus
sintió en los últimos nueve meses fue trivial ante el terror que sintió
en aquel momento.
—Mantén la fe, Devorus —dijo. La luz ardió desde su boca como
lo hizo desde sus ojos, de un modo tan brillante que no podía
soportar mirarlos. Su voz poseía un antigua poder que era empujado
dentro de él, reorganizando los mecanismos de su alma—. A través
de la Fe, serás salvado. La creencia es el camino a la victoria—.
La niebla se arremolinó, asustada—. Cree, y vive—. Miró hacia el
cielo, a través del gas que se disipaba hacia cielos enfermizos. —El
primarca se acerca—. El trueno retumbó un solo repique,
silenciando los pesados y sordos ladridos de los morteros de la
Guardia de la Muerte. Un repentino viento sopló hacia el exterior
desde ella, tirando de las capas de las Hermanas y azotando el
cabello de la niña alrededor de su cara.
El viento apresuró el gas lejos de la línea. La niebla se fue con ello.
Por primera vez en días, Devorus podía ver la ciudad más allá de
los rotos muros cortina de Tyros.
La niña se llevó la mano a la cara, se tambaleó y se derrumbó con
un gemido.
—Un milagro —dijo Iolanth—. Un milagro —le dijo a Devorus. Al
fin, ella dejó ir su brazo. Había quedado adormecido por completo, y
brilló con los dolores de la sangre al regresar. Apenas lo registró
mientras trepaba por el montículo hasta donde yacía la niña.

Con la luz apagada, era frágil, joven. La tomó en sus brazos. No


pesaba nada, nada en absoluto. La sacudió con suavidad. La
consciencia se mantuvo esquiva con resolución.
—Te dije que deberías haber venido conmigo esta mañana —
dijo Iolanth. Su equipo de guerra brillaba con gotas de agua pura.
Algunas de las hermanas ponían a un lado sus bólteres y
descorchaban pequeños filtros de vidrio, capturando las gotas con
reverencia al tiempo que huían de sus placas de armadura—. El
Emperador vuelve su rostro hacia Parmenio por fin. Seremos
salvados.
Sus hermanas se estaban moviendo hacia Devorus. Le quitaron a
la niña.

Miró hacia abajo de la línea. Había figuras al borde del malecón,


pero no salieron de la niebla, y se retiraron con ella.
—Un milagro —dijo Iolanth con reverencia. Apoyó la mano en el
hombro de Devorus, y en esta ocasión el toque fue suave—. Una
santa.

CAPITULO SEIS

TYPHUS DESAFIADO
La luz enfocada cortó a través de la niebla tóxica que precedía el
avance de Typhus en la zona de matanza. Cientos de rayos
colimados cortaron el aire en rápidos pulsos. Demasiado rápido para
que lo viera el ojo, solo en ráfagas extendidas se hicieron visibles
como tartamudeantes líneas perforando a través del humo.

La Guardia de la Muerte avanzó hasta sus dientes, entonando sus


miserables himnos. Disparaban al tiempo que caminaban, sus
bólteres oxidándose pero eran de mortal funcionalidad, aplastando
cuerpos y robando vidas al ritmo de sus pesados pasos. Typhus
lamentó el desperdicio de carne. La bala y el filo eran herramientas
efectivas en el proceso de la Larga Guerra, pero su preferencia se
hallaba en la pestilencia. Poca desesperación se generaba por el
rápido desmembramiento de la explosión, solo un destello de
conmoción. Typhus disfrutó de su desesperación. Su capacidad
psíquica era mayor de lo que nunca había sido. A través de ojos
brujos, observó cómo las almas de los perdidos huían de sus
cuerpos hacia La incertidumbre de la disformidad con lamentable
rapidez.
La desesperación era exquisita. La absoluta pérdida de esperanza
era el vino favorito de Typhus, solo
Superada en picor por la aparición de aquellos pocos mortales con
el poder de recuperación para sobrevivir, ver la verdad y dedicarse a
la adoración del abuelo Nurgle. Pero había una batalla que ganar.
Debería darse el gusto en otra ocasión. Demorar la muerte era
evitado. Se ofendió por la pérdida de posibles conversos; podía
saborear la vacilante resolución de los enemigos frente a su
esclerótica majestad. Algunos al menos se habrían convertido Todos
tenían que morir.
Los últimos regimientos de defensa de los Auxiliares Ultramarianos
se reunieron en las salas de operaciones secundarias alrededor del
centro de mando del puerto estelar orbital. Había unos pocos
Adeptus Astartes dispersos entre ellos. Las Grandes Guerras de
Plaga habían estirado las defensas de Ultramar hasta el límite, y no
había habido muchos Marines Espaciales leales al dios cadáver en
el mundo de Odyssean de cualquier modo. Todos ascendieron hasta
la estación. De manera tediosa los Marines Espaciales atacaron y
se retiraron, tratando de atraer a la Guardia de la Muerte a trampas
y terrenos de matanza según la predecible doctrina de combate de
Guilliman. Typhus y sus guerreros marcharon directamente hacia
ellos, confiando en su poder de recuperación para mantenerlos a
salvo. Unos pocos cayeron, pero ese era el camino de la Guardia de
la Muerte; asalto indomable, estoico ante las pérdidas. Un poco de
sangre derramada agudizó la satisfacción de matar a los hijos del
primarca faldero.

Typhus luchó desde el frente. No era bueno que el principal


adorador de Nurgle se quedara retrasado. Los mortales tenían que
ver el poder que le concedía su dios, ser testigos de cuan poca
consideración su falsa deidad tenía para ellos. Tenían que ver su
gloria; sólo entonces Podrían renunciar a la esperanza y la lealtad y
arrojarse a las misericordias de Nurgle.
Typhus manejó su guadaña de guerra con suavidad. La lenta
gracia de sus movimientos fue amplificada por la longitud del asta,
convirtiéndose en el imparable borrón de la cuchilla. Silbó a través
del aire perseguida por chispas azules. Cualquier cosa que
encontrara era obliterada con la todopoderosa explosión de los
campos disruptores. Mantenía el borde afilado, pero sobre todo el
segador de hombres no cortaba tanto como aplastaba. Con un hábil
giro, hizo girar la cuchilla en un bucle, cortando una línea de defensa
de placas soldadas. Rompió el plastiacero con tanta facilidad como
la carne. Las improvisadas defensas cayeron en dos. Se abrió
camino a patadas a través de la barricada. Otro barrido. Tres
hombres explotaron. Rayos láser golpearon el escudo de energía
alrededor de su coraza Cataphractii. Su mirada fija en la de un
aterrorizado soldado, cuyos ojos estaban muy abiertos tras el visor
de su máscara de gas, empañado por el aliento. Typhus vio la
vacilación en la resolución en el aura del hombre.
—¡Depón las armas! —le dijo al hombre—. Olvida a tu
despiadado dios. Unete a nosotros. ¡Una eternidad de muerte y
renacimiento te espera! El padre Nurgle es generoso. Tiene
muchos dones para los fieles. Hay un lugar para todos ustedes
en los campos de su jardín, donde el bendito sufrimiento puede
ser soportado sin daño o perjuicio, ¡y los alegres pueden vivir
para siempre en sagrada suciedad!

El hombre respondió con un disparo de pistola láser en la cara de


Typhus. El rayo pasó de largo del campo de energía con un
chasquido, marcando una línea negra a través del casco blanco de
Typhus. El icor demoníaco lloró desde la herida. La armadura se
había unido al cuerpo del Typhus hacia largos eones, y sintió el
golpe como una caliente aguja de dolor.
Con un gruñido de molestia, Typhus alzó la mano y aplastó la
cabeza del hombre con fuerza psíquica.
Los mortales no escuchaban. Eso lo entristeció. Eran tan tontos;
todo lo que ellos veían era monstruos enguirnaldados con
podredumbre. No percibían el favor que eran las mutaciones de la
Guardia de la Muerte, ni veían sus enfermedades como
bendiciones. Typhus saboreó el horror de los mortales. Si pudieran
ver más allá de aquellas cosas que consideraban como
desfiguraciones, espiarían la salvación y lograrían ver los regalos de
Nurgle como hermosos. Ellos se lo perdían.
Tomaría sus almas por la violencia en su lugar.

Al tiempo que el último de los hombres cayó partido por la mitad


alrededor de la hoja de su segador de hombres, una descarga de
proyectiles de bólter explotaron a través de su campo de energía.
Un par logró llegar a la placa de blindaje por debajo, detonando
sobre la piel de ceramita de Typhus. Se dio la vuelta con pesadez,
buscando a sus asaltantes.
El acceso al centro de mando se hallaba protegido por una amplia
zona de matanza. Un par de bastiones salientes flanqueaban el
pórtico exterior. Se habían dispuesto puntos fuertes para guardar la
aproximación. Se había hecho con destreza, probablemente por uno
de los Hijos de Dorn, pensó Typhus. Por supuesto, cualquiera que
ocupara aquellos bastiones de chapa y bloques nuevos de
rocormigón morirían, pero los defensores sabían que todos
perecerían. Se estaban vendiendo lo más caro posible. Los últimos
de los Adeptus Astartes avanzaban hacia la Guardia de la Muerte,
buscando romper su avance y bloquearlos en su lugar para
pudieran al menos retrasarlos. Era una desesperada última
resistencia. El ejército de Typhus era la primera compañía completa
de una Legión de Marines Espaciales, una fuerza que superaba a
un Capítulo de Marines Espaciales muchas veces, y solo estaban
presentes la mitad de aquello — quinientos — en el puerto espacial
para empezar.
Los Marines Espaciales eran de muchas libreas, una fuerza
compuesta reunida por Guilliman a partir de los pequeños grupos
enviados a Ultramar por Capítulos distantes. Aunque los hijos de
Guilliman eran muchos, no tenían vínculo más allá de aquella
hermandad, y lucharon sin la coordinada delicadeza de la XIII
Legión de antaño. Era risible. El miedo obligó a Guilliman a romper
las Legiones después de que Horus cayó, mutilándolos en el
proceso. Typhus no sintió más que desprecio por el Primarca y
aquellos guerreros disminuidos.
Cinco de ellos le estaban disparando, ignorando amenazas más
cercanas en un intento de derribar al general de sus enemigos. Era
lo que habría hecho Typhus en su lugar.
La muerte acechaba en el miasma tóxico que rodeaba a Typhus y
sus hombres. Con un pensamiento atrajo los vapores, los tejió en
brazos que buscaron y los envió como lanzas hacia los Marines
Espaciales. Se dirigieron como flechas hacia los puntos débiles de
su armadura, atacando sus máscaras de respiración y el más suave
interior de sus articulaciones de codo y rodilla. Los guerreros
continuaron disparando por un segundo, hasta que sus sellos se
disolvieron y el aire cargado de enfermedades se infiltró en sus
armaduras de guerra. Se colapsaron, arañando sus gargantas, la
sangre brotando en una fuente de las rejillas de respiración.

La batalla llegaba a su fin. El puerto espacial en sí era repugnante.


Devoradores de cogitadores se abrieron paso destripando sus
sistemas operativos, destruyendo los cables y los relés de datos
junto con el código máquina. Las torretas de defensa se relajaron,
sus armas desmoronándose desde rodamientos corroídos. Los
lúmenes se estaban apagando. La ventilación y los sistemas de
reciclaje intentaron purgar la atmósfera de los venenos de la
Primera Compañía, sólo para ser destruidos. Los fuegos prendían
en las paredes donde el aislamiento se desprendía del cableado
infectado. Aceites y lubricantes coagulados corrieron desde
dispositivos muertos. La infección de las máquinas fue casi un acto
de adoración de tal calidad como la mortificación de la carne viva.
Nurgle estaría complacido. Al tiempo que los humanos murieron, su
resistencia psíquica a los poderes de Nurgle se debilitó. Una marea
de corrupción arrancada de uno a otro extremo del tejido del puerto
Odyssean, decretando mil años de decadencia en un instante.
Un agonizante claxon intentó anunciar la activación de los
mecanismos de autodestrucción del reactor del puerto. Repitió su
mecánica advertencia antes de perecer en una burbuja de estática.
Typhus se tensó, esperando el cambio en la vibración que indicaría
que los gobernadores habían sido desconectados y los mecanismos
de expulsión del núcleo incapacitados.
El reactor palpitó, sacudiendo el suelo con una febril parálisis.
Estaba enfermo, pero eso era cosa de Typhus. Cualquier intento
que se hubiera hecho por inmolar a la Guardia de la Muerte junto
con la estación había sido desbaratado de nuevo por el código
basura demoniaco y los datáfagos semiorgánicos que corrían
desenfrenados a través de las tripas del espaciopuerto orbital.

Un lóbulo triple de transportes de plaga se abrió camino con


cañones melta a través del muro de la torre más a la izquierda
guardando la puerta del bloque de mando. Un torrente de
inmundicia proyectado por armas alquímicas a través de la brecha
acabaron con toda la resistencia del bastión. La torre de la derecha
disfrutó de un destino similar momentos después. Un asqueroso
engendro de plaga se desplazó al interior mientras el plastiacero de
los bastiones todavía siseaba, dirigiendo a sus enfermados siervos
mortales para arrojar suciedad cuajada sobre las puertas
principales. Irregulares líneas de corrosión salieron reptando de
cada punto de la mezcla, uniéndose en una telaraña de
descomposición. Donde las gotas de la lechada aterrizaron, el metal
se oxidó con rapidez, grandes placas de óxido cayendo de ella con
rapidez. El adamantium era supuestamente inmune a tales efectos,
pero la plaga férrica era una enfermedad de la disformidad. Para
ella, las leyes del reino mortal no eran nada.
Gorgoteando con placer por la infección, el engendro de plaga se
retiró, sus deformes seguidores cojeando tras él. Un escuadrón de
Marines de Plaga tomó su lugar. Incluso ellos evitaron tocar lo peor
del metal enfermo mientras sujetaban sus granadas krak a las
puertas, prepararon los núcleos y dieron varios pasos hacia atrás.
El rápido y corto estallido de las implosiones contenidas resonó de
uno a otro extremo de la cámara. Las detonaciones fueron de fuerza
suficiente como para incapacitar a hombres mortales. Los
supresores de audio de la Guardia de la Muerte habían dejado de
funcionar hacía mucho tiempo, pero se rieron con alegría mientras
sus tímpanos zumbaban, deleitándose en su inmunidad al dolor.

Antes de que las últimas derivas de óxido hubieran caído al suelo,


la Guardia de la Muerte se movía a través, disparando con un ritmo
para igualar su constante caminar. Rayos láser y conos de
perdigones de armas de fuego salieron con un estallido de las nubes
de humo. Los rayos láser parpadearon, perdiendo su potencia
mientras sus fotones se disipaban en el aire cargado de metal, pero
incluso así apenas podían fallar las hinchadas formas que forzaban
la puerta. Las abolladas superficies de ceramita brillaron con daño
fresco. El fuego láser siseó en la blanda, enferma carne. No dañó a
los hijos de Mortarion. Typhus se rio con tristeza al ver a sus
hombres recibir heridas que incapacitarían a un Marine Espacial
leal. ¿Qué era un agujero cauterizado en la piel de un guerrero cuyo
hígado colgaba de su costado?
La primera ola se extendió hacia el centro de mando con la fluidez
de diez mil años de práctica. Una vez pasado el pórtico de entrada,
llegaron a los arcos de fuego de las defensas de armas
automatizadas del bloque. Ahora la Guardia de la Muerte sufrió. Los
proyectiles de autocañón aporrearon a un guerrero, como balas en
arcilla, y con la misma cantidad de efecto, en apariencia. Pero el
decimoquinto se probó el golpe fatal, y el guerrero cayó con un
decepcionado gemido. Un segundo fue reventado en pedazos que
despedían vapor por fuego de bólter pesado concertado. Un cañón
láser alanceó a través de otro. Continuó caminando, hasta que al fin
decidió que estaba muerto, y cayó.
—¡Apuntad a sus defensas! —Ordenó Typhus. Avanzó, usando
su inmensa mole para apartar a un lado con el hombro a sus
guerreros, y entró él mismo en el bloque.
—¡Eliminad las armas emplazadas!

No necesitó haber dado la orden. Sus guerreros habían luchado en


las Larga Garra desde que el odiado Falso Emperador había
caminado y respirado como un ser vivo. Los lanzadores de plaga ya
tosían, enviando sus latas proyectil hacia las torretas. Artilleros
melta corrieron hacia adelante bajo el fuego de cobertura de sus
verminosos hermanos. Bien entrenados y mejor disciplinados, pocos
podrían oponerse a la Guardia de la Muerte.
Tenían un trabajo costoso por delante. Cada orbital era diferente,
producto de los gustos individuales, la experiencia y la idiosincrasia
de sus constructores. Este diseño era un crédito a su arquitecto. Los
escritorios de control se encontraban alzados seis pies por encima
del nivel del piso. Los operadores se sentaban mirando hacia
afuera, y las caras exteriores de sus estaciones estaban blindadas,
así como cualquier línea de defensa. Cada agrupación era un
pequeño bastión, y se encontraban dispuestos de tal manera que se
cubrían entre sí y los caminos entre ellos. Desde posiciones de
relativa seguridad, el equipo de mando y sus protectores vertieron
fuego sobre los Marines de Plaga. Sus armas eran cosas de
ordinario intrascendentes, mortales para los hombres mortales pero
no para los elegidos de Nurgle, excepto cuando eran empleadas en
tan grandes números. Entonces, podrían hacer daño.
Más apremiantes fueron las torretas de defensa retráctiles que
convirtieron los caminos en carriles de fuego. El techo era bajo, tan
blindado como los muros exteriores, impidiendo el empleo de
mochilas de salto. Todo era liso, sin adornos, el arriostramiento
contra la pared en ángulo y moldeado de tal manera que
proporcionara el mínimo absoluto de cobertura a los invasores. Se
habían construido más puntos de defensa en el muro, búnkeres
cada cuarto mamparo, montajes de armas abatidos protegiéndolos.
Los sistemas de mando y control de las armas debían ser
independientes de la red de datos externa, ya que rastrearon y
dispararon sin evidenciar ninguno de los efectos nocivos del
devorador de código. El brumoso aire estaba vivo con munición
sólida y corrientes de energía.
Los Marines de Plaga estaban cayendo en cierta cantidad. Aun así,
se vertieron en el interior. Alguien con sentido y autoridad debía
haber visto a Typhus, porque de repente estuvo capeando de nuevo
una desproporcionada cantidad de fuego. Lo que se abrió paso a
través de su escudo de energía, rebotó en su armadura. Lo que
penetró en su armadura golpeó carne insensible con un ruido sordo.
El Primer Capitán avanzó, dirigiéndose directamente hacia abajo por
el callejón central, ignorando las municiones de autocañón que
gritaban desde su coraza Cataphractii.

Un emplazamiento de bólter pesado explotó, su municiones se


dispararon en una serie se pequeñas, odiosamente limpias,
explosiones amarillas. Vapores de color verde contaminaron el
honesto humo de la batalla, un matiz de descomposición que se
deslizó en el fresco y vigorizante aroma de la ficelina y el plastiacero
caliente, pero el mal olor era demasiado difuso para dañar a la
tripulación. Typhus sospechaba que llevaban protección de alto
grado. Los asaltos de Mortarion a Ultramar habían estado en curso
por más de un siglo, y los súbditos de Guilliman se habían
adaptado. Continuó avanzando hacia el primer bastión.
Bajo la influencia de Typhus, los vapores se espesaron. Sondearon
su camino hacia arriba por el lado de los bastiones como cosas
vivas. Desde el otro lado vinieron gritos que acabaron en arcadas, y
el fuego desde adentro cesó. A continuación, Typhus volvió su
atención al autocañón disparándole. Alzó una mano y envió un rayo
de energía de disformidad de color verde crepitando por el callejón
hacia el arma. Por su sola voluntad se destruyó, se arrugó sobre sí
mismo como si hubiera sido golpeado por el propio puño de Nurgle.
Sus guerreros se aprovecharon de la apertura. Siete de ellos se
alinearon ante el siguiente bunker y desengancharon sus granadas
cegadoras de sus costados. Las granadas eran tan variadas en
apariencia como sus dueños, desde botes de acero aventando rizos
de gas a cabezas aún vivas de pasadas víctimas, sus orificios
cosidos y herméticamente cerrados para contener las enfermedades
que las infestaban.

Con lentos lanzamientos, por encima del brazo, la Guardia de la


Muerte lanzó sus granadas a una de las estaciones de control
blindadas. Aterrizaron con un estrépito sordo y explotaron con
decepcionante fuerza. El efecto, sin embargo, fue inmediato. Los
disparos cesaron. Un muro de gas de color amarillo mostaza,
potente con un hedor mefítico, rodó sobre el borde del muro. Un
hombre se levantó con violencia de donde se refugiaba, arañando
su garganta al tiempo que su traje ambiental se disolvió y su rostro
se arrastró fuera de su cráneo.
La Guardia de la Muerte rio y pasó al siguiente bastión.
Typhus unió su poder psíquico al asalto. La Colmena Destructora
zumbó dentro de su cráneo para liberarse, pero él la empujó hacia
atrás. Él mostraría a aquellos mortales que sus mejores castillos
podrían ser vencidos sin el uso de su más potente arma. Sus
guerreros estaban poniendo la situación bajo control. Las máquinas
chillaron y murieron. Los hombres gritaron desde el interior de los
búnkeres mientras las boquillas de los vomitadores de plaga eran
apretadas a través de las aspilleras y descargadas.
El comandante del puerto y su guardaespaldas lucharon hasta el
final sobre la plataforma central. Qué noble, pensó Typhus. En sus
días más jóvenes se habría adelantado para tomar el honor de
matar él mismo al comandante, pero diez mil años de guerra y la
muerte de cientos de millones lo habían cansado. Dejó que sus
guerreros se tomaran el placer. La Colmena Destructora gimió con
su miríada de voces de insectos, anhelando complacerse. Typhus
consiguió una sensación de salvaje satisfacción al negarlo. La
alegría de poseer y ser poseído por tal arma era el poder para
decidir cuándo desatarla y cuándo enjaularla. Él tenía esa elección.
No era un demonio sin voluntad.
Dos de los Marines de la Plaga del Typhus arrastraron a un
hombre a través del baño de sangre que llenaba las pasarelas entre
los puestos de mando. Luchó de manera inútil en el agarre de
monstruos transhumanos dotados con el poder del Caos. No podía
resistir. No importaba que los dos tirando de él fueran la imagen de
la mala salud. Uno cortaba y tosía a cada paso, el otro estaba
cegado por verrugosos tumores que le cubrían la cara, visible a
través de las vacías monturas de lentes en su casco roto. No llevaba
máscara de respiración tampoco. No podía. Su boca era un largo
hocico bordeado de maliciosos dientes, mientras que el primero
poseía un volante de tentáculos alrededor de su guarda de cuello,
que crecía de la carne, plastiacero y ceramita mezclados. Tales
regalos eran comunes en la legión. Hacían a sus portadores más
poderosos.
Los Marines de Plaga dejaron al hombre ante Typhus, lo obligaron
a arrodillarse y arrancaron la máscara de respiración que llevaba.
Inmediatamente después de respirar una vez el asqueroso aire, el
hombre comenzó a atragantarse.
—El capitán de puerto —siseó el Marine de Plaga con la boca de
cocodrilo.
—¿El resto? —preguntó Typhus.

—Muerto, mi señor —dijo el otro.


—Adecuadas ofrendas a nuestro Abuelo. Retiraos del centro
de mando. Purgad los pasillos y bastiones de los módulos
cercanos, luego aparejad el puerto para demolición. Dejadlo
caer en el mundo de abajo. Nunca más se volverá contra los
siervos del Dios de la Plaga.
El capitán de puerto era un hombre valiente —Puedes destruir mi
mando y tomar mi vida, pero nunca nos vencerás, traidor—.
Escupió flemas sangrientas. Solo hacía un siglo, hombres como él
se aterrorizaban al ver a la Guardia de la Muerte. La exposición
frecuente había embotado su miedo. Typhus pensó que era una
pena. —Nuestro Señor Guilliman camina entre nosotros de
nuevo, y ha regresado a Ultramar para echarte—. Los ojos del
amo del puerto se estaban enrojeciendo. Pronto estaría muerto.
—Soy consciente de este hecho —dijo Typhus con sequedad—.
¿Tienes alguna noticia que pudiera ser de mi interés?

Los Marines de Plaga rieron. Disfrutaban el acoso de los débiles


por Typhus.

—Las únicas noticias que te transmito son de muerte. Caerás,


traidor, y el Emperador verá tu alma condenada—. Miró fijamente
las brillantes lentes oculares de Typhus—. Mírate, corrompida y
llorosa basura. No puedo creer que una vez fueras un Marine
Espacial.
—Todavía lo soy, solo que ahora tengo un maestro más
verdadero que tú. Tú sigues a un cadáver —dijo Typhus—. Yo
sigo al Señor de la Vida.

—Morirás. Serás derribado.

—No —dijo Typhus—. Creo que no—. Sacudió su casco


monoceral, y descansó su mano blindada sobre la cabeza del
hombre. Tenía en mente darle la bendición de Nurgle. Era
demasiado cínico esperar que el comandante se convirtiera cuando
el regalo lo tomara, pero anticipó su sufrimiento sin embargo.
Algo se le adelantó a eso. Destacaron gotas de sudor en la cabeza
calva del capitán de puerto. La piel alrededor de sus puertos de
entrada se enrojeció. El blanco de sus ojos se volvió de color
amarillo oscuro, mientras Typhus miraba. Retiró la mano de la
cabeza del hombre.

—Interesante —dijo. Ante los extraños sentidos de Typhus la


habitación tomó un brillo policromático. Arcos de energía psíquica
pulsaron hacia adentro hacia el amo de la estación.
—¿Qué me has hecho? —gritó el hombre. El pánico al final
irrumpió a través de su disciplina ultramariana. La baba espumeaba
en las comisuras de su boca, voló de sus labios y manchó su traje
ambiental.

—¿Hecho? ¿No he hecho nada? —dijo Typhus—. Esta no es


una de mis dolencias. Pero alguien te está haciendo algo. ¿Me
pregunto quién?
El amo del puerto vomitó con facilidad. Los Guardias de la Muerte
se apartaron de él mientras se ponía a cuatro patas y vomitó
coágulos negros de sangre.

—Malditos seáis todos —se atragantó.


—Es demasiado tarde para amenazarnos con eso —dijo
Typhus.

Los dientes del capitán de puerto se cerraron y gruñó de angustia.


Cayó al suelo, sufriendo convulsiones. Sus brazos se movieron en
incontrolables espasmos, lanzándose en posturas angulares que
Typhus encontró divertidas. Sus pies temblaban, sus rodillas
entrechocaron. Echó la cabeza hacia atrás, temblando y gimiendo
de manera lastimosa, hasta que sufrió un gran ataque que le hizo
arquear la espalda con tanta fuerza que su columna vertebral se
quebró con un ruido fuerte y húmedo. Sus muslos se destrozaron.
Fragmentos de hueso rosa y húmedo salieron de su ropa. Perlas de
grasa amarilla gotearon hasta el suelo.

Con sangrienta pus brotando de su ahogada garganta, el maestro


del puerto se estremeció. Todavía estaba vivo y gimiendo cuando su
cuerpo se dobló en dos casi de manera perfecta. Bajo
circunstancias normales, habría muerto, pero el Abuelo Nurgle era
amable, y deseaba que todos aquellos afligidos por sus dones
disfruten de la experiencia con plenitud, y así el alma del hombre
permaneció confinada dentro de su cuerpo. Sus ojos rodaron con
locura incluso mientras florecían con cataratas y se hundieron sobre
sí mismos. Sus labios se partieron, y su lengua se volvió negra y
cayó de su boca para retorcerse como una babosa bañada en sal.
El apestoso estiércol líquido se encharcó a su alrededor. Sus
entrañas gotearon, su vejiga se infló y estalló. El hombre aún vivía.

Un espectáculo de rápida putrescencia se presentó ante los ojos


de Typhus, y observó fascinado mientras los sonidos de la lucha se
alejaban del bloque de mando, bajando por las vías de acceso a los
hangares donde se demoraban las pocas últimas áreas de
resistencia. Una grasienta mancha de brujería se aferró al oficial. La
gran variedad de la muerte que asignaba Nurgle era una gloria en sí
misma, y esta era la mejor de la que Typhus había sido testigo en
algún tiempo.

La piel del capitán de puerto se puso de color amarillo y se hundió


sobre sí misma. Su intestino en maduración se distendió con los
gases de la podredumbre y fractura. Como globos inflados con
rapidez sus intestinos serpentearon de debajo de su camisa, donde
permanecieron morados y llenos en un momento, bellos en su
translucidez. Luego se desinflaron en negros giros de materia dura,
dejando la piel del capitán de puerto como un saco arrugado y con
fugas. El color negro y morado floreció en su rostro y manos. Su
cuerpo se convirtió en una gloriosa puesta de sol de lividez. Su traje
ambiental, tan bien presentado solo, momentos atrás, se tiñó de
negro con fugas del cadáver, se cubrió e un pelaje de moho y dividió
a lo largo de las costuras. En un minuto, el hombre parecía llevar
muerto una semana. En dos minutos, un mes. Y sin embargo
todavía vivía.
Typhus avanzó con pesadez y se acercó un paso más a él, los
óseos tubos de escape óseas de su armadura vomitaron espesos
gases El zumbido de la Colmena Destructora cortó en voz alta el
momento, exigiendo ser liberado, pero aun así, Typhus hizo caso
omiso de sus súplicas. El Primer Capitán de la Guardia de la Muerte
se apoyó en su segadora y miró a los muertos y aun así vivo, así
como su placa Terminator y su vasta mole bulto permitirían, su
curiosidad comprometida de un modo lento

—¡En verdad estás bendecido por Nurgle! Tal fecundidad en la


descomposición, tal color. Tal fértil terreno para la vida en el
cual te has convertido. Sabe esto, hombrecillo, pocos de tu
clase experimentan tales exquisitas extinciones, y a todavía
menos se les permite ver la cornucopia de renacimiento que
vuestras cáscaras mortales permiten. ¡Te favorecen!

La mandíbula del cadáver se abrió con un clic y se cerró sobre


tendones secados con fuerza.
—Tú también posees fortaleza. ¿Deseas hablar? Entonces
habla con el Padre de la Vida y la Muerte en el jardín eterno. Me
has impresionado, su heraldo viviente. Dile que Typhus te
encuentra digno. Tal vez no haya terminado para ti".
Un susurro salió arañado de la anudada garganta del hombre, su
alma hablando a los sentidos brujos de Typhus cuando su cuerpo ya
no pudo—. M... mátame logró —decir—. Misericordia.

—Has tenido tu asignación de misericordia para ho—. Typhus


permaneció de pie de nuevo—. Quizás no eres digno después de
todo.

Un movimiento en el estómago del hombre muerto llamó la


atención de Typhus. Los contornos de cuernos extendidos
presionaron contra la tela recubierta de goma del traje ambiental del
maestro del puerto, perforando la tela en descomposición y
permitiendo escapar a una hirviente ampolla de gusanos de longitud
del dedo para escapar.

—Vaya vaya —dijo Typhus—. El día se vuelve más interesante.


Los cuernos emergieron a la agonizante luz del bloque de mando,
seguido por la cabeza calva y cubierta de costras de un diablillo
demoníaco, goteando sangre podrida y otros fétidos líquidos de
descomposición.
El diablillo habló. —Tengo palabras para ti, Señor Typhus.
Palabras de la casa del pastor.

—¿Así es? —dijo Typhus.


—Un momento —dijo el nurglete—. Esta forma no es adecuada
—. Brazos delgados y famélicos destrozaron lo último del uniforme,
y la criatura comenzó a rellenar frenéticamente su boca con
cualquier cosa sobre cual pudiera tener en manos. Pedazos de tripa,
retorcidos gusanos, tiras de tela. Todo fue a sus grandes fauces y
fue triturado con dientes afilados como agujas. El hombre gimió un
raspado de la puerta de una tumba. Y aun así no moría.

El nurglete engordó y engordó. Al tiempo que comía más del


maestro de puerto, aparecieron bocas en sus costados. Una enorme
se abrió de un extremo a otro de su vientre. Los restos rodaron
hacia él desde la muerta tripulación del puente, glóbulos de sangre
al principio, luego trocitos de carne, hasta que extremidades y al
final, cadáveres enteros fueron atraídos hacia ella. La criatura
continuó rellenándose, pero los restos más grandes no cabían, y
así, se ablandó como cera en un fuego, volviéndose del mismo color
verde que la piel del nurglete y corrió arriba y sobre el cuerpo del
diablillo donde se unieron con él directamente.

El nurglete eructó ruidosamente. —Disculpe —dijo, y se abrió


partiéndose como una fruta demasiado madura.
En el desorden se formaron gomosos huesos. Primero los pies,
luego los fémures, las rodillas y una pelvis se alzaron como el marco
de una casa primitiva en construcción. Las vértebras se enrollaron y
apilaron una encima de otra, enroscándose en una flagelante
médula espinal. Mientras las costillas brotaban de la columna
vertebral, el músculo expuesto se deslizó hasta cubrir el esqueleto
que se endurecía, y para cuando los hombros se ramificaron como
las ramas de un árbol, la piel se acumulaba en capas sobre las
piernas. Los brazos salieron con un estallido de la masa. Las manos
brotaron, y al final, cuando la sangrienta construcción estuvo casi
completa, un cráneo, suave al principio, empujó y salió de la cavidad
torácica, se hinchó, endureció y disputó con firmeza sobre el cuello.

La manifestación del demonio fue desde el nacimiento hasta la


muerte sin vida en medio. Su piel colgaba suelta en viscosas
cortinas. Las tripas se desenredaron y cayeron al suelo desde el
andrajoso vientre tan rápido como fueron formados. Cuando el
recipiente estuvo completo, el nurglete que comenzó todo asomó
por los pulsantes órganos en el interior de la tripa abierta y le guiñó
un ojo a Typhus.
La cabeza se alzó. Un único ojo se abrió. Un conjunto de cuernos
asimétricos brotó como una corona alrededor de su cuero cabelludo,
el mayor empujando hacia delante en la parte delantera como una
lanza.
Typhus inclinó la cabeza. Conocía a este ser. En otras ocasiones,
cuando la disformidad se encontraba débil, Typhus le había dado
órdenes. En estas circunstancias, con la Gran Grieta abierta y la
realidad en llamas, sus posiciones estaban invertidas. Exigía
respeto. El, sin embargo, no se arrodillaría.

—Como Heraldo Mortal de Nurgle —dijo Typhus, dando el título


que el favor del Dios de la Plaga le concediera—, te saludo, Señor
Mollucos, Exaltado Portador de la Peste, Inmortal Heraldo de
Nurgle, tricentésimo cuadragésimo tercero favorecido del Gran
Abuelo.

El único ojo de Mollucos se estrechó. —Descuidas la bendita


fluidez de la jerarquía. Tu inteligencia está desactualizada. Soy
tricentésimo favorecido. El orden de la decadencia siempre se
halla en flujo, las epidemias se encienden y menguan, los
demonios se alzan, los demonios caen.
—Has ganado un número sagrado de rara dignidad —dijo
Typhus—. Tres veces cien.
—Todos los números son sagrados para mi especie —dijo el
heraldo—. Ya sea primer capitán, o decimocuarto primarca, las
cohortes de los portadores de la plaga cuentan todo, porque
todo cuenta.

—Se puede confiar en que un demonio de tu rango, Señor


Mollucos, hable en acertijos —dijo Typhus—, aunque tu
propósito es de suficiente claridad. Has venido a hablar
conmigo acerca de mi padre genético. ¿Confío en que se traten
mis preocupaciones sobre su curso de acción?
—Las preocupaciones son hojas en árboles moribundos, caen
en la ignorancia de la podredumbre del tronco —gorgoteó
Mollucos—. Los guardianes de la casa hablan con el
mayordomo de la decadencia. Los mayordomos de la
decadencia chismorrean con los chambelanes de la entropía,
quienes pasan las palabras de los Grandes Inmundos. La
inmundicia conoce la mente del gran Abuelo, porque son uno y
el mismo. Desde el Abuelo, hasta la inmundicia, hasta los
chambelanes, hasta los mayordomos, a los guardianes de la
casa estas palabras llegaron, a través de tres veces tres veces
tres bocas, luego entregadas a mi atención, para que pueda
entregarlas a ti—. La lengua de Mollucos avanzó más allá de los
dientes podridos. Se agitó alrededor en el aire con voluntad propia,
chasqueó con la boca en miniatura en la punta y la atrajo de vuelta a
la rancia garganta del exaltado portador de la plaga—. Tus
preocupaciones no son nada. Escucharas. Obedecerás.
—¿Qué ordena el dios del bendito renacimiento? —preguntó
Typhus—. Te advierto. No ayudaré a mi padre genético. Es un
sentimental. Anhela las comodidades de los dolores de antaño,
en lugar de buscar nuevos sufrimientos. Esta petulante guerra
contra su hermano, su creación del planeta de plaga y sus
planes para convertir cada mundo que se encuentra en un
espejo de Barbarus, revelan su debilidad por el pasado. Su
voluntad de persistir excluye el potencial del Caos. El desea la
estabilidad en descomposición. Está ciego a las glorias del
renacimiento sin fin.
—Hay verdad en lo que dices —dijo Mollucos—. Sin embargo, el
Abuelo ordena que ceses ahora tu rivalidad con el demonio
primarca Mortarion. Al mando de lo más alto, formarás tu flota y
navegarás por los asépticos mares del vacío de este reino
hasta Parmenio. Allí atacarás el arma llamada Galatan, y la
pondrás al servicio de nuestro amo. Vuelve las armas de los
mortales sobre sí mismos, ayuda a Mortarion en su conquista
de ese mundo, y conocerás el favor divino durante siete años.
El mensaje del heraldo enfureció a Typhus. Fue él quien puso a la
Guardia de la Muerte al servicio de Nurgle; eran sus planes los que
debían seguirse, no los de Mortarion. Después de todo este tiempo,
todavía estaba molesto. Era lo suficientemente sabio como para no
decirlo de forma directa.

—Así pues. Nuestro dios ha cambiado de opinión —dijo con


frialdad—. Nuestro plan era devastar Ultramar, saquearlo,
enfermarlo, pervertirlo. La victoria era sembrar las semillas de
la desesperación en el rey de los Quinientos, no darle
misericordia por medio de la muerte. La miseria de un primarca
hubiera sido un delicioso borrador. Su muerte no significa
nada. Fue acordado.

—Está en desacuerdo. Hablas las palabras del creyente, pero


también sufres un apego a la continuidad. El Caos es cambio.
La continuidad está en la variedad. La permanencia es la
muerte. Los planes de Mortarion son egoístas, pero loables. Lo
ayudarás a lograr el robo de Ultramar en el jardín, tanto si estás
de acuerdo con ellos o no. Lo añadirás a los dominios de
Nurgle.
—Entonces, mi señor Mortarion está fallando en poner de
rodillas a Roboute Guilliman. No le serviré.
—No seas tonto, mortal. Sobrepasas tu rango. Supones la
voluntad del Dios de la Plaga. Él es incognoscible. No puedes
adivinar una fuerza como él. Sírvelo como prometiste, o sufre
las consecuencias. Es tu amo. Obedecer.
—¿Y si elijo no hacerlo? —dijo Typhus.
Lord Mollucos sonrió con desagrado —Entre todos los mortales,
quizás eres lo suficientemente arrogante como para desafiar a
un dios. Muy bien, si tomas el camino lejos del jardín,
conocerás una eternidad de divino descontento—. El Heraldo
Inmortal se rio con lascivia—. ¿Por qué te resistes? Ya has
desgarrado tres de las casas estelares de Guilliman de este
miserable firmamento. Romper otra chuchería del Anatema no
será un desafío para ti. ¿A menos que tengas miedo de poner a
prueba las murallas de la antigua, poderosa Galatan? ¿Eres un
cobarde, así como infiel?
—¡No soy ninguno! —gruñó Typhus. Se prometió a sí mismo que
un día, cuando tuviera su justa recompensa y fuera elevado a la
demonidad, destruiría la esencia de este ser. La tentación de
aplastar su alma y arrojarla de nuevo a la disformidad como un
anticipo de su venganza fue casi demasiado grande para resistir.
—Favor de siete años, o para siempre en la angustia. Elige
bien, Typhus quien fue Tifón.
El único ojo del heraldo se cerró. Dejó escapar un gemido de dolor,
y su cuerpo se deshizo en una salpicadura de apestoso líquido. El
nurglete se liberó de su torso licuado, y se dejó caer hundiéndose en
el suelo. Sacó su lengua y gateó de regreso al interior de los restos
de las entrañas del capitán del puerto, abultando los harapos del
uniforme y la piel con sus cuernos. Rechonchas piernas se movieron
alrededor de sus nalgas y se enterraron en el interior, luego su
pequeña y gorda forma se hundió. La psicosfera del bloque de
mando cambió. La magia se dispersó. El camino a la disformidad
cerrado. El heraldo se había marchado.
Al final, al capitán de puerto, reducido a poco más que un
consumido torso, le fue permitido morir. Dejó escapar su estertor de
muerte y pasó a los horrores de la disformidad. Los últimos pedazos
de su cuerpo burbujearon y se disolvieron en un violento limo de
color verde.
Typhus se quedó mirando el desastre por un rato. Galatan. Había
evitado abordar la mayor de las fortalezas estelares ultramarianas.
Era vasta y poderosa, y custodiada por más que simples Marines
Espaciales. Pero era un reto que superar, una oportunidad de probar
de nuevo su fortaleza.

—Muy bien —dijo—. Tomaré Galatan, y haré que Mortarion se


ahogue con las glorias de mi victoria, y que él me lo agradezca.

Giró sobre sus talones, ya ordenando a sus hombres que se


reagruparan y salieran del Puerto Orbital Odiseano.

CAPITULO SIETE

UNA NOCHE A BORDO DEL HONOR DE MACRAGGE


A Yassilli Sulymanya se le permitió ver al primarca antes de que
alcanzaran Parmenio. Dudaba que lo hubiera visto en absoluto si se
hubiera visto obligada a esperar a la salida de la disformidad. Su
nave se hallaba lista para abandonar la flota tan pronto como
estuvieran libres del empíreo. No sobreviviría a la guerra hacia la
que Guilliman estaba corriendo.

Guilliman la llamó mientras dormía. Era tarde en la sexta guardia,


una hora designada con libertad como la noche. Se levantó de
inmediato del sueño, enjuagó su boca con la tibia, metálica agua de
la nave, y recogió la delgada caja de estasis que tenía para el
primarca. Las reuniones con Guilliman eran preciosas, y ella dejó la
habitación antes de haberse puesto el uniforme de manera correcta.
Corrió pasillo abajo abrochándose los botones. El tiempo se alejó de
ella con lentitud pero sin parar. El miedo a desperdiciar un segundo
de su audiencia con el primarca mordisqueaba su serenidad.

El Honor de Macragge gruñó sobre las ondas en la disformidad. Se


sacudió dos veces, de una manera muy suave, la contracción de un
animal sacudiéndose una pulga. El viaje era el más tranquilo que
Sulymanya había experimentado en algún tiempo.

Se unió a Roboute Guilliman en un apartado conducto de tránsito.


El era una sombra azul en la penumbra, más evidente por el ruido
que hacía que por la vista. Marcaba el paso con la paciencia de una
máquina, dirigiéndose hacia la lejana proa. Con su armadura
parecía un robot guerrero de las Legiones Cibernéticas. Igualaba su
altura y su peso. Si su cabeza se hallara oculta con su cúpula
metálica, podría haber sido una máquina, pero su cara estaba
descubierta, un componente humano anidado en ceramita, una cara
orgullosa, una cara feroz. Era un gigante, una maravilla mecánica,
un semidiós posthumano.

Guilliman era humano a pesar de que todo acerca de él no lo era.


Ella supo instintivamente que eran parientes. El cuidado de su
prójimo se hallaba escrito en las líneas en su cara. Sobre sus
hombros descansaba el destino de todos.
Por eso no le temía.

A pesar de todo el quejido y ronroneo de su placa de batalla y el


ruido de sus botas sobre la cubierta de metal, y a pesar de su
acercamiento de suaves pasos, el primarca la escuchó venir. No
podía simplemente mirar por encima de los enormes hombros de su
armadura de guerra, por lo que gritó directamente hacia adelante,
con la suficiente fuerza como para que ella escuchara.

—Yassilli Sulymanya, ¿cómo va la búsqueda de la verdad?

Ella corrió para alcanzarlo. No frenó su paso, lo cual, aunque


parecía pesado por detrás, era veloz. Mientras hablaba, tuvo que
correr para mantenerse a su altura.
—Con lentitud, mi señor —dijo ella. Apretó la caja de estasis
contra su pecho—. Al final terminé de recopilar toda la
información que mis agentes recolectaron durante nuestro
última expedición. Me disculpo por que tardara tanto, pero mi
retraso es una señal de nuestro éxito.

—Espero ver lo que tienes.

—Fue un buen botín, mi señor. Tendré los materiales


transferidos a su biblioteca privada tan pronto como se llame la
primera guardia. Tengo el catálogo aquí para usted. —Sacó una
placa de datos compacta de su funda de cuero en su cinturón y la
sostuvo para él. El la tomó sin leerla.
—Lamento la naturaleza de este lugar de encuentro —dijo,
señalando los apretados confines del conducto—. He de
aprovechar todo mi tiempo. Encuentro que el paseo hasta la
proa enfoca mis pensamientos, y a veces me gusta llegar a
lugares sin fanfarria.

—Yo diría que mantiene a la tripulación comprometida con su


trabajo.
—Está eso —dijo. Su voz de orador imbuía la más simple
declaración con la fuerza de una apasionada declamación, a pesar
de que habló de manera mesurada y sin drama—. Sobre todo es
por mi propia cordura. Demasiadas trompetas. Demasiados
hombres en incómodos uniformes que saludaban como si su
vida dependiera de ello. La gente necesita sus rituales, pero no
necesito que los sacerdotes griten mis títulos cada vez que
abro una puerta. Francamente, es una molestia.

Ella realmente no sabía qué decir a eso.

—Estarás lista para partir cuando abandonemos la


disformidad, supongo.

—Mi tripulación está preparada. Estamos listos —dijo con


orgullo.

—No preguntaré si comprendes la gravedad de lo que pido


que hagas —dijo, todavía marcando el paso, todavía mirando hacia
adelante—. Eres demasiado inteligente para no saberlo.
—Es un riesgo, un gran riesgo. Pero mi Casa ganó su carta
por arriesgarse, e hizo su fortuna arriesgándose más. No quiero
decepcionar a mis ancestros alejándome de un desafío,
¿verdad? Llevar a cabo Nachmund suena divertido, en un
sentido limítrofe con lo suicida.

—La diversión es una forma de justificación para la acción que


nunca funcionó para mí. —El sonrió al tiempo que lo decía—.
Pero tú entusiasmo me agrada, incluso si no enmascara por
completo tu temor.
—Has dicho que soy inteligente. Me gusta pensar así también,
pero sería una idiota certificable médicamente si no estuviera
un poco asustada—. Apretó la caja de estasis más cerca de ella.
Había tomado muchas vidas y mucho esfuerzo para llevarla al
primarca. Tenía que esperar al momento perfecto para entregarla,
de lo contrario no parecería correcto. Ella miró su rostro, tratando de
leer su expresión como la de una estatua—. Pero en caso de que
estés sintiéndote preocupado por mí, o incluso un poco
culpable acerca de enviarme a mi segura muerte, es un honor.
—He matado a muchas personas con honor en el pasado —
dijo con solemnidad.

—Estaré bien —dijo ella—. Estoy disfrutando de este viaje. Es


increíblemente suave. Cada viaje que hago, mi nave rebota
como un bicho en un frasco de muestra.
—Nachmund reajustará tus parámetros para "suave". —
Guilliman sonrió sombríamente—. Viajar por la disformidad era
incluso más fácil que esto en los días en que el Emperador
caminaba por la estrellas con nosotros —dijo—. Entonces, la
disformidad parecía un estanque tranquilo ante el embravecido
mar en esta desolada época.
—Roboute —dijo Yassilli de repente. El miró de reojo ante el uso
de su nombre de pila.

La libertad había sido tomada solo una vez antes, y recientemente,


y aunque él no la reprendió por hablar de esta manera, lo tomó por
sorpresa, notó ella.
—¿Qué? —dijo ella, la travesura levantando las comisuras de la
boca—. Es tu nombre, ¿no es así?
—Lo es —asintió, su voz no menos estentórea—. Aunque había
medio llegado a creer que mi nombre es "mi señor" o "el
Regente Imperial" o "bendito primarca". Un término que
encuentro particularmente molesto.
—¿Considera que mi uso de su nombre es impertinente?

—Absolutamente —dijo con ironía. Un poco del tono del semidiós


se deslizó desde su voz y un poco de calidez tomó su lugar.
Yassilli apenas estaba avergonzada. —Entonces me disculpo, mi
señor Guilliman.
Guilliman detuvo su caminar y miró a la mujer—. Dije que era
impertinente, no dije que lo desaprobara, Yassilli—. Su voz se
suavizó todavía más, volviéndose aún más humano, y su heroica
expresión no cambió de manera exacta, pero de algún modo se
volvió más capaz de relacionarse—. Encuentro tu familiaridad
refrescante. Es bueno que se me recuerde que soy una persona
y también un primarca. Y tengo sentido del humor, a pesar de lo
que hayas oído.

—No he oído nada de eso, mi señor.

Él rio. —No me mientas.


Ella se encogió de hombros. —Trato de no hacerlo.

—Realmente no me tienes miedo, ¿verdad? —preguntó—. Me


parece asombroso, así como entristecedor. Todo el mundo está
asustado de mí ahora.

Ella le mostró fugaz su brillante sonrisa. —Supongo que debería


estar asustado de ti, pero no, no lo estoy. Hay mucho que temer
en esta galaxia. ¿Por qué tener miedo de aquel que está
tratando de salvarnos?

Él se cernió sobre ella, sus cejas se juntaron, dos desaprobadores


truenos ensombreciendo sus ojos. —Soy Roboute Guilliman,
primarca, Hijo del Emperador de la Humanidad engendrado
mediante ingeniería genética. Soy el Hijo Vengador, el
Victorioso, la Hoja de la Unidad, el Amo de Ultramar. Soy el
Regente Imperial. Los imperios tiemblan ante mí. Me hicieron
cien siglos antes de tu nacimiento. Milenios antes de que tu
casa se alzara a la fama. He luchado contra demonios y
desafiado seres que se hacen llamar dioses. Las especies han
muerto a mi mano. Di otra vez, ¿no me temes?

Ella lo miró fijamente. Su sonrisa era un poco menos arrogante,


pero todavía la usaba, orgullosa como una divisa. —Cuando lo
pone así, tal vez lo haga un poco.
Guilliman le devolvió diez veces la sonrisa. Algunas caras son
transformadas por sonrisas; la de Guilliman no era una de esas
caras. Aunque su expresión era cálida, retuvo el aspecto de una
imagen tallada en mármol para adornar un cenotafio.

—Más descaro —dijo, aunque su tono era amable. Reanudó su


caminar.

—Puedes llamarme Roboute, si lo deseas. Extraño tales


signos de sentimiento común.

—Te lo agradezco, Robu —dijo ella.


—Ahora superas el límite —dijo.

—Lo siento, mi señor.

—De alguna manera, dudo de tu sinceridad —dijo, todavía


sonriendo—. Asumo que tienes asuntos que deseas discutir, y
no has venido simplemente para poner a prueba los límites de
mi indulgencia.

—Sí, sí, tengo. Acerca de Nachmund. Necesitaré todo lo que


hay que saber sobre el paso por la brecha. Ya me he
aproximado a tus Navegantes, pero sabes cuán cerrados de
boca son. No hablarán con el mío. De igual modo tus
astrogadores. De hecho, casi todo el mundo no me dirá nada.
—Nachmund es de particular sensibilidad —dijo Guilliman—.
Tienes mi sello. Eso abrirá cualquier puerta. Si no lo hace,
envíame al negador y veremos las órdenes de quién son
obedecidas.

—Lo tengo —dijo ella—. No me gusta mostrarlo en la flota


cuando estás a pocos kilómetros de quien sea a quien se lo
esté mostrando. Parece... sin tacto. Como si me pavoneara.
—Entiendo. Eso es diplomático. Cada vez que hablamos mi
elección de ti para el Logos se valida de nuevo.
—¿Me estás elogiando o a ti mismo? —dijo ella.

Él le dirigió una mirada divertida. —Tendré la información


necesaria liberada. El mensaje que deseo que transmitas al
guardián del Imperio Nihilo está listo. Será enviado a tu nave
una hora antes de tu partida.

—Eso es muy preciso.


—Precisión es para lo que fui hecho. Los contenidos del
mensaje han de permanecer secretos. Aunque están
encriptados y sellados dentro de un casquillo de aniquilación,
siempre hay formas en que los secretos pueden ser liberados.

—¿Un casquillo de aniquilación? —Ella se conmocionó—. Mejor


que lo consiga entonces —dijo ella.

—Me agradecerás una muerte limpia si tu nave es alcanzada


—dijo.

Ella no podía discutir eso.


—Y ahora al asunto del cual quiero hablar. Háblame de
Mathieu. ¿Fuiste a verlo como te pedí?

—En cierto modo —dijo con cuidado.


—Por favor, definen "en cierto modo, Yassilli. No lo has
contrariado, espero.
—Tal vez —dijo ella—. Tiene este pequeño agujero escondido
en las entrañas de la nave.
—Lo sé, en el Mortuis Ad Monumentum —dijo Guilliman.

—¿No es sagrado ese lugar? —preguntó Yassilli.

—Sagrado no es una palabra con la que me sienta cómodo.


Era un memorial a los muertos honrados, una vez, hace mucho
tiempo.
—¿No te importa que esté acechando ahí abajo?
—Es un hombre de cierto temperamento. Mientras sepa dónde
está, no me importa que tenga un espacio propio. Es devoto, un
pensador profundo. Prefiero que tenga un lugar donde poner su
mente en orden que mantenerle bajo vigilancia. Supongo que
encuentra el monumento santo. ¿Qué pensaste?

—No creo que te haga daño.


—¿Y cuál es su motivación para servirme?

—Desde que me reuní contigo en Tuesen, he tenido varias


conversaciones con él. He leído lo que he podido sobre él,
entrevisté a sus asociados. Creo que su única motivación para
servirte es servir al Emperador y al Imperio. Algunas de las
cosas que dijo me hicieron pensar que quiere convertirte, pero
no pretende más daño que eso.
Guilliman asintió. —Todos ellos quieren convertirme, estos
sacerdotes. En eso hay un riesgo. Si desconfío de sus
creencias, existe el peligro de que se vuelva contra mí.

—¿De Verdad?
—No sería la primera religión en derribar a su llamado
salvador.

—¿Puedo preguntar algo? ¿Algo impertinente?


—Ya te he concedido permiso para ser impertinente, Yassilli.
Habla.
—¿Por qué él? —preguntó ella—. ¿Por qué no alguien más
flexible?
—Necesito alguna forma de llegar a la gente común, hablar
con ellos de un modo que entiendan —dijo Guilliman—. Mi
último militante apostólico era demasiado una criatura del
sistema. Mathieu es más fresco, más honesto, y entiende el
sufrimiento de los hombres ordinarios. No se encuentra
separado de ellos. También sé que es así porque es más devoto
y fanático. Entiendo el riesgo.

—¿La gente no transferirá su devoción religiosa a él en lugar


de a usted, mi señor?

—Eso es lo que quiero. Me disgusta ser venerado. Piso un


camino muy delicado. No puedo negar la divinidad del
Emperador, se halla demasiado incrustada en el putrescente
edificio en el que se ha convertido el Imperio. Negarlo
provocaría la guerra. Individuos con tus opiniones son pocos y
distantes entre sí.

—Sobre todo porque somos quemados vivos —dijo, como de


hecho iba a ser su destino, hasta que los agentes de Guilliman la
salvaron.

—Soy lamentablemente consciente de eso —dijo.


—Podrías tan solo seguir la corriente.

—En cierto sentido lo hago, pero abrazar la adoración de


manera abierta me haría un hipócrita.

—Hay peores crímenes que la hipocresía, mi señor —dijo


Yassilli.
—Los hay, pero asumir el control de la iglesia como su figura
representativa tendría las mismas consecuencias extremas que
la negación —faccionalización seguida por guerra religiosa.
Entiendo que ha habido un montón de esas durante mi
ausencia. Como mínimo, me quedaría enganchado en su
organización.
Se detuvo de repente, cogiendo a Yassilli por sorpresa.

—Nunca estaré en deuda con nadie, humano o no —dijo con


firmeza—. He sido encarcelado por demasiados seres, y usado
por más. Debo ser libre para forjar mi propio camino o la
humanidad está condenada. La estrategia que utilizo con la
Eclesiarquía es una copa amarga que contiene muchas cosas
desagradables, pero debe ser sorbida porque las alternativas
son peores. Tengo que ser libre.

—¿Vas a decir que prefieres morir?


—Anticipo que se trata de otra impertinencia, Yassilli, pero sí,
preferiría morir. No puedo permitirme estar subordinado a nada
excepto a la supervivencia de la raza humana, ni siquiera una
idea, y desde luego no una creencia. Si fuera a ser dominado
por una facción u otra, entonces serviría a sus fines, y no a
aquellos de la humanidad. Mi misión debe ser pura, tan pura
como la Gran Cruzada.
—¿Puede ser hecho?

Él le dirigió una sonrisa más dura. —Te diré algo. Esta armadura
—. Extendió su mano sobre su pecho. Lenguas de pálida llama
brillaron en sus dedos donde las volutas atraparon las luces de la
nave—. Me dijeron que me mantenía vivo. Fui avisado por los
aeldari que ayudaron al Archimagos Cawl a despertarme de que
nunca me la quitara.

—Te he visto sin ella —dijo. Ella se encogió de hombros—. No


veo a los aeldari como engañosos por naturaleza como la
mayoría, pero una mentira para ellos no es lo mismo que una
mentira para nosotros. Vale la pena tener cuidado con los eldar.

—Lo vale. Lo tengo. Yvraine no estaba mintiendo. Ella creía


que lo que decía era verdad. Los Aeldari nunca hace nada que
no ayude directamente a su raza. No me resucitaron por el bien
de la humanidad, si no por el de su propia especie. Me ven
como otra pieza en su juego contra la extinción. No puedo ser
su peón, así como no puedo convertirme en el arma del Culto
Imperial. Ella me dijo que lo hizo porque me quiere vivo.

—De todos modos, te la quitaste —dijo Sulymanya. Ella pensó


un momento—. ¿Te la quitaste para desafiarlos?
—Nunca tengo una única razón para hacer nada —le dijo a ella
—. Desafiar a Yvraine era parte de ello. No me gusta que se me
diga lo que es y no es posible. Pero la razón principal fue que
no puedo estar esclavizado por los aeldari. Si me permitiera
depender de ello, ¿qué sucede si la armadura se avería o si la
apagan? Cawl la construyó, pero dudo que entienda la plenitud
de su funcionamiento, porque se le dictó mucho. Para evitar
alertarlos, llevé a cabo la investigación sobre la armadura del
destino yo mismo. No creas que no hay ningún agente aeldari
en esta flota —dijo, evitando la siguiente pregunta de Sulymanya—.
No tengo las habilidades técnicas de algunos de mis hermanos
muertos. La armadura es compleja, pero fui capaz de
determinar la mayoría de sus procesos y qué era exactamente
lo que estaba haciendo para mantenerme vivo. Es esotérico,
tecnología de disformidad. Los aeldari no distinguen entre el
universo material y el inmaterium, no de la misma manera que
lo hacemos nosotros. También determiné que si me la quitaba,
podría sobrevivir. Teóricamente.

>>Esperé un momento de paz, siendo eso relativo. No le dije a


nadie lo que estaba a punto de hacer Me llevé siete servidores
de armería, nada ni nadie sentiente. Quitar la armadura fue
doloroso y difícil, sobre todo porque no deseo dañarla al ser
equipo de guerra ejemplar. Además, aunque mis convicciones
fueron firmes, quise dejarme la opción de reemplazarla si
comenzara a perecer.
>>Cuando me quité la Armadura del Destino, me sentí
justificado en mis acciones, y cuando vino el dolor, mi creencia
de que estaba haciendo lo correcto no me abandonó. No
cuando la fuerza abandonó mi cuerpo y la herida que mi
hermano me infligió en Thessala se abrió y lloró sangre
perfumada con veneno inmortal. Caí, mi cuerpo incendiado por
la agonía. Mi mente estaba en llamas, pero mantuve un
pensamiento: no puedo morir. No es que sea imposible, sino
que no lo permitiría. Cuando Fulgrim me venció en combate,
tuve el mismo pensamiento. Temía que nadie sería capaz de
mantener unido el Imperio junto si yo muriese. Ese miedo se ha
manifestado un millón de veces. Las apuestas son mucho más
altas ahora de lo que lo fueron en el pasado. Tal vez esto me dio
fuerza. —Llevó su mano al peto—. He pasado a los reinos del
pensamiento y el terror, y he experimentado muchas cosas allí
que apenas puedo recordar. Pero desperté. Me gané mi cicatriz.
—Se pasó un dedo blindado por el cuello, donde la deteriorada
marca de la herida de Fulgrim asomaba por su collar de sello blando
—. Estaba débil, pero lo peor había pasado. Volví a ponerme la
armadura y cumplí con mis obligaciones. Esa semana, me la
quité todas las noches, y cada vez se hizo más soportable,
hasta que pude salir sin ella en condiciones tolerables.

—¿Siente dolor cuando no la usa?

—Algo. No tanto como tenía. Es importante que me vean sin


ella. El Regente Imperial no debe mostrar debilidad, ni
confianza en una raza xenos.
La humanidad huyó de él cuando dijo esas palabras, dichas con
una intensidad que un hombre mortal no podía igualar.
—Pudiera ser que mi cuerpo se haya recuperado lo suficiente
como para poder terminar el trabajo de curarse a sí mismo —
dijo Guilliman— y que el veneno en mis venas no fuera más que
un residuo que podía superar. Sin importar si esas cosas son
verdaderas o no, te diré una que si lo es. No me dejaré morir. El
Imperio me necesita entero y libre de la influencia de otros.

—Entonces no tienes nada que temer de Mathieu —dijo.


—Tal vez eso es cierto. Por ahora. Sin embargo, sí temo a la
iglesia.
—En estos tiempos, señor, yo tomaría cualquier ayuda que
pudiera obtener —dijo Yassilli.
El sacudió la cabeza y comenzó a caminar de nuevo. —Recuerdo
Nikaea, hace tanto tiempo. Había disensión entre mis hermanos
primarcas acerca de la sabiduría de usar poderes nacidos de la
disformidad dentro de nuestras legiones. El Emperador decretó
que abandonáramos la práctica. Rompimos esa prohibición
cuando la brujería de disformidad demostró ser una de las más
efectivas armas contra las fuerzas del Caos. Tal vez admitiendo
la fe en mi armería no es más extremo que la brujería agasajada
como arma de guerra. Hizo una pausa.

>>A veces no sé qué pensar. Puedo ver el valor estratégico, de


hecho la necesidad, del culto imperial, pero no la entiendo. No
creo que jamás lo haga. De todos mis hermanos, solo Lorgar
tenía un genuino sentido de lo espiritual. Tuvo fe en mi padre
una vez, al igual que Mathieu la tiene. Fue censurado por esa
creencia, y ahora una versión de su religión es una parte
indispensable del aparato de estado. La ironía de eso es tan
negra que solo puedo reírme de ello. Fue Lorgar quien cayó
primero, no Horus. ¿Sabías eso?

—La Herejía de Horus fue hace mucho tiempo, mi señor. Es


una leyenda para la mayoría. Incluso yo, privilegiada lo
suficiente para leer los materiales que colecciono para sus
historias, se casi nada de ello.

—No se recuerda con precisión. ¿Sabías que Lorgar fue la raíz


del Culto imperial?

—Sí —dijo ella. Un hilo de recelo se enroscó alrededor de sus


entrañas y tiró apretado—. Yo... yo... no lo sabía antes de
Talsimar. —¿Sabía lo que ella tenía en su posesión?

—¿También sabes que si esta información se extendiera,


causaría un incalculable trastorno?

—Si —dijo ella. Apretó la mano sobre la caja de estasis. Que


peculiar que sacara el tema ahora. Ella sintió un poco de miedo de
él, en aquel momento.
—Te diré algo que nadie sabe ahora. El Emperador ordenó que
Lorgar, quien fue llamado Aureliano, desistiera en su adoración
de Él. No lo hizo, así pues mi padre me hizo enseñarle una
lección. Lorgar había levantado una ciudad en alabanza al
Emperador. La llamaron la ciudad perfecta. Mi legión la
destruyó. No tuve ningún placer en el acto. Aunque sospecho
que las raíces de la corrupción fueron plantadas mucho antes
de que el Emperador llevara a Lorgar a Su lado, fue la
humillación de Aureliano por mi Legión lo que ayudó a
empujarlo al abrazo del Caos.

Los ojos de Sulymanya se abrieron conmocionados. —¿Te culpas


por la guerra? ¡No podía haber sabido lo que pasaría!
—Era mi trabajo saberlo —dijo—. Fui hecho para planear. A
cada uno de mis hermanos le fue dado un conjunto de talentos,
derivado del propio Emperador. Individualmente nuestros
talentos se superponían — redundancia, supongo, como
debiera ser incorporada en cualquier sistema. Lord Rogal Dorn
y yo, por ejemplo, ambos heredamos su capacidad para la
estrategia y planificación de contingencias. Pero en
combinación nuestros talentos eran únicos. Dorn era un mayor
constructor de lo que nunca lo he sido, y yo soy un
administrador mucho mejor. Ninguno de los dos vimos venir
esto. Tampoco lo hizo Sanguinius, que tenía poderes de
previsión superados solo por el propio Emperador. De todos
nosotros, creo que tal vez solo el pobre Konrad lo sabía,
porque él también tenía el poder de ver el futuro.
—¿El Perseguidor Nocturno? —susurró Sulymanya.

Guilliman asintió.

—¿Estaba tan dotado como dicen que lo estaba el Gran


Ángel?

—Lo estaba —dijo Guilliman—. También estaba loco. Tal vez si


no lo hubiera estado, todo esto podría haberse evitado,
asumiendo que, por supuesto, el Emperador no hubiera
pretendido todo el tiempo que esto sucediera.
—¿De verdad piensas eso?
Guilliman suspiró. Parecía cansado. —Yassilli, ¿crees que
realmente puedes comprender el funcionamiento de mi mente?
—¡No! —dijo ella—. ¡Por supuesto no! Es imposible. Tengo una
opinión bastante alta de mi misma, pero tú eres mucho más que
humano.

—Entonces puedes entender por extrapolación. Simplemente


supongo, pues soy tan capaz de entender la mente del
Emperador como tú puedes entender la mía.

Ella hizo una mueca.


—¿Algo de lo que he dicho te ha dado motivos para
preocuparte? —preguntó.
—Es gracioso, y no quiero decir de una manera divertida, que
saques a colación a tu hermano Lorgar conmigo hoy.
Guilliman levantó una ceja. — ¿Cómo es eso?

—¿Puedes leer las mentes? —preguntó con franqueza—. No


creo que puedas, pero eres, bueno, eres lo que eres.

Guilliman podría haberse reído otra vez si no fuera por su aire


mortalmente serio. —El emperador no me dotó con ninguna
habilidad psíquica apreciable.

Ahora ella estaba nerviosa. Con rapidez, desenganchó la caja de


estasis de su cinturón y la sostuvo, ante él antes de poder cambiar
de opinión.
—Te traje esto. Una vez supe qué era, estaba bastante ansiosa
por conservarlo escondido de los demás. Solo yo y Scopanji lo
hemos visto. Danton también lo hizo, pero él está muerto.

—No confías en tus colegas.


—No confío en nadie —dijo en voz baja—. Aparte de mí y de ti
—. Ella sostuvo en alto la caja de estasis—. Está aquí. Pensé que
querrías ver esto de inmediato, y pensé que sería mejor que
fuera yo quien te lo diera. Tendría cuidado con ello, es muy
frágil. Supongo que lo será, teniendo diez mil años más o
menos.
El miró la caja.

—¿Crees en las coincidencias? —preguntó ella, alcanzando


para teclear la clave en el candado en el lateral.

—Hace mucho no lo hacía, pero dada suficiente evidencia


ahora, tendré cualquier idea.

La tapa de la caja se dobló sobre sí misma. Suave luz de estasis


de color azul iluminó la cara de Guilliman. El dispositivo zumbó con
el esfuerzo de mantener el tiempo a raya. Era un ruido hueco, con
un silencioso centro. El misterioso silencio de lo inmutable se alzó
desde el centro del campo de contención. No puede haber ruido
donde el tiempo no fluye.
Guilliman miró dentro de la caja. Sus ojos se endurecieron.
—¿De dónde sacaste esto? —preguntó en voz baja.

—Talsimar —dijo en voz baja. Miró el libro dentro. Ella lo odiaba.


—Tu informe dijo que te oponías —dijo—. La Inquisición.
Lamentarse por las muertes incurridas como el precio de la
recuperación enturbió los ojos de Yassilli.
—No quiero que el Logos Historica Verita esté en guerra con la
Inquisición —dijo él.
—Si eso sucede o no está fuera de tus manos —dijo ella,
apenas más fuerte que un susurro—. Nuestra misión es revelar, la
suya es ocultar. Nos oponemos en nuestras naturalezas El
conflicto entre nosotros es inevitable. —Hizo una pausa antes de
volver a hablar, no queriendo agregar a las preocupaciones de este
cansado ser.
—Tanto talento desperdiciado. Se supone que todos estamos
en el mismo bando. —Ella buscó en sus ojos—. Espero que creas
que valió la pena.

Guilliman miró el artículo dentro por un largo momento antes de


cerrar la caja.

—Hace mucho tiempo aprendí que el gobierno, al igual que la


guerra, es un balance en el cual las cifras están escritas con
sangre —dijo.

CAPITULO OCHO
LA NATURALEZA DE LAS PESADILLAS

La Directora Valeria de la Schola es severa, pero bella en su


severidad. Mathieu la observa mientras marca el paso por las largas
filas de escritorios en la helada sala de estudios. Ella es una, los
niños son muchos, pero la obedecen sin cuestionar. Ninguno de
ellos habla, ninguno de ellos sueña despierto. Se encorvan sobre
sus placas, el estilo arando a través de la cera como las proas de
silenciosos barcos en un viaje en busca del conocimiento.
En parte, la obedecen por temor a su bastón, cuyo aguijón temen.
Su temperamento es solo ligeramente más aburrido que el
interruptor, e igual de rápido para levantarse y atacar. Va así —
primero sus ojos se abren, luego sus fosas nasales llamean, luego
sus hombros se disponen, como si todos los impulsos que surgen
de la ira se derramaran desde la parte superior de su cabeza y
cayeran en cascada por su cuerpo, como un flujo de lava, o una
avalancha en las montañas, corriendo brazos abajo hasta las manos
donde, sin ningún otro lugar a donde ir, su ira viaja a lo largo del
bastón y allí, con una centella de movimiento, en el cuerpo de un
pupilo extraviado. El primer golpe es inicialmente indoloro, una
entumecida línea que calienta de manera agradable antes de
abrasar. Después de la primera, todas duelen.

Pero los niños también la obedecen tanto por amor como miedo.
Son afortunados, lo saben. La scholam les ofrece un futuro diferente
a las miserables vidas de sus padres. Ser lo suficientemente dotado
como para ser digno de una educación del Ministorum es una
insignia de honor, pero aprobar los exámenes... Bueno, aprobar los
exámenes, dice el padre de Mathieu, en esos cortos minutos cuando
ambos están en casa en los barracones y ninguno de ellos está
dormido, pasar los exámenes y alto servicio les espera. Tal vez,
dice, si Mathieu trabaja con la suficiente dureza, podría tener algún
día su propia habitación para pensar, y comida que provenga de la
tierra y no la planta de nutrientes.
Hay otras escuelas. Hay escuelas superiores. Hay más aclamadas
formas de servicio. La existencia de estas otras instituciones no
pueden amortiguar las ambiciones de Mathieu. Ser sacerdote y
servir al Dios—Emperador es su más alto deseo. Mathieu no quiere
decepcionar a su padre. Mathieu ve el agotamiento despegando la
juventud de su padre. Ve la suciedad en las líneas de la cara de su
padre que está demasiado cansado para limpiar. Ve a su padre
perder peso al tiempo que las raciones disminuyen y el trabajo se
duplica. Mathieu no quiere ese tipo de servicio. Su servicio debe
significar algo. No puede ser un número olvidado en los pululantes
trillones de la humanidad. Eso sería un desperdicio.

Esto es orgullo. Orgullo en uno mismo es una afrenta al


Emperador. El orgullo en el servicio es aceptable, pero el orgullo de
Mathieu no es del tipo virtuoso. Odia los golpes del bastón de
Valeria que vienen después de sus confesiones, pero confiesa su
pecado a menudo.

Teme compartir el destino de su padre más de lo que teme la ira de


Valeria. Es este miedo, no el del bastón, lo que le hace trabajar tan
duro. Ama a Valeria por la ruta a una vida diferente que ella ofrece.
Y la ama por su bastón, porque el dolor le hace trabajar más duro.

El servicio, el orgullo y el miedo dan forma a la arcilla de su alma.

Pero hay un escultor más trabajando. Mathieu tiene un secreto que


no compartirá con los demás niños. En parte porque teme que se
rían, en parte porque sospecha que no es el único y no podría
soportar eso. Mathieu piensa que Valeria es hermosa. Su encanto
físico se ha desvanecido. Aunque todavía no es vieja, tampoco es
joven Su rostro está arrugado, sus ojos hundidos, su cabello seco;
estos son los salarios del interminable esfuerzo. El envejecimiento
prematuro afecta a todos los que Mathieu ha conocido jamás.
Dentro de ella, percibe una luz. Él ve más allá de su expresión
ojerosa, ve el cuidado que ella tiene para ellos, su deseo de que
tengan éxito y asciendan por el camino que ofrece la educación.
Tiene fe, ama al Emperador y los ama a ellos porque le servirán. Su
joven corazón salta cuando ella lo mira y da el breve y brusco
asentimiento de aprobación que ella reserva para el éxito. El anhela
más.

—El Emperador protege —le dice ella, a medida que aprende a


nombrar a los xenos, y los odios reservados para cada tipo.

El Emperador protege a Mathieu. El permanece mientras otros


fallan y son llevados lejos, a destinos que los niños no osan discutir.

Los años pasan. Su escritorio parece volverse más pequeño,


aunque en verdad es él quien está creciendo. Su escritura se vuelve
más segura. Con cada borrado de la cera, rasca un poco de sí
mismo. Los años de la infancia son sobrescritos con la historia de la
virilidad. Toma y pasa los exámenes. El número de niños disminuye
a medida que pasa la primera etapa de la infancia. Disminuye de
nuevo a medida que se acercan a la pubertad, y luego vuelven a
convertirse en jóvenes.

Cinco años, seis años, siete, luego diez. Mathieu conoce el


catecismo menor importancia de corazón antes que todos los
demás. Avanza a los versos majoris antes de tener catorce años.
Cuando tiene dieciséis años, conoce cientos de bendiciones y
salmos, su comprensión de las historias de la iglesia es profunda y
considerada, y su lectura del tarot es mejorada por solo tres de sus
compañeros de clase. Pronto tendrá diecisiete. La directora Valeria
es mayor, igual que él, pero la encuentra más celestial que nunca.
Cuando él piensa que sus extraños pensamientos le molestan, y se
retira al scriptorium donde puede perderse iluminando los libros que
los niños mayores tienen la tarea de copiar hasta que los
pensamientos desaparezcan.

Cuatro semanas antes de los diecisiete años. Quedan veintitrés


miembros de la clase. El resto cayó en el camino hacia otras formas
de servicio. De manera inevitable en algunos casos, sorprendente
en otros. Veintitrés hombres y mujeres restantes de doscientos
niños y niñas. Van a ser sacerdotes. Mathieu está alegre, está
orgulloso. Este nuevo orgullo es del tipo aceptable. Siempre ha sido
fiel. Tiene deberes ahora, ayudando en la cátedra, cantando el canto
llano que eleva actos del culto del deber al júbilo, pero de todos ellos
el que más anticipa es visitar a los miembros más pobres de la
sociedad para repartir limosnas. No porque le divierta, no es
divertido, es agotador y humillante, y del todo horrible. Muy poca
gente es rica, o incluso acomodada, en el Imperio. La mayoría
resiste niveles de pobreza que conmocionarían a hombres de los
tiempos menos iluminados de épocas anteriores. El apuro de los
rechazados por este brutal sistema es terrible ciertamente. Mathieu
encuentra una profunda satisfacción en ayudarlos, aunque solo sea
un poco, incluso si eso hace su propia vida más difícil. Regala tanta
comida como puede, aunque tiene poco para empezar. Regala la
tela que se le asigna para hacer sus túnicas. Se vuelve harapiento.
Regala sus sandalias varias veces. Cada vez después de la
segunda ocasión, es azotado. El dolor es la validación de sus
acciones. Los destinatarios de su caridad están sufriendo, por lo que
él también sufrirá.

Mathieu ha encontrado su vocación.

El fuego altera su camino. El fuego es una oxidación rápida. El


fuego cambia los materiales de uno a otro estado. La madera y el
hueso se convierten en gas y ceniza por el fuego. Pero el fuego
cambia también cosas más sutiles. El fuego puede cambiar el
destino. El fuego puede cambiar un alma. El fuego transmuta vidas.
El fuego viene del cielo. Fuego y muerte y sangre. Ningún mundo
se halla libre de contiendas. Ninguna vida se halla libre de dolor.
Ningún ser humano se halla libre de cambio.

Él está fuera en las agrigranjas cuidando a los trabajadores en


servidumbre. Ayuda a sus cuerpos con regalos de comida, calma
sus mentes con hermosas palabras, y sus almas son refrescadas
por su fe.

Lo primero que sabe del ataque es el antinatural trueno de la nave


de ataque acelerando desde la órbita. Son rápidos y precisos,
derribando las defensas aéreas y ejes de comunicaciones antes de
hacer aterrizar a sus tropas de tierra para hacer frente a la
lamentable oposición.

Son Astartes Heréticos acorazados de azul y verde. Sus


hombreras llevan el emblema de una serpiente de muchas cabezas.
Pocos en número, tal vez veinte, son más que suficientes para
matar cinco veces a la compañía de soldados que custodiaban la
ciudad de Mathieu. Llevan a cabo una carnicería con la guarnición
con desdeñosa facilidad. Hacen un espectáculo de ello, piensa
después Mathieu. Ellos se demoran. Después de que han terminado
con los soldados, vuelven su atención hacia los sacerdotes.

Marchan hacia la scholam a propósito, y allí llevan a cabo cosas


indescriptibles.

Mathieu vive porque los pobres lo esconden. Cuando comienza a


correr por el embarrado camino sin pavimentar, lo abordan al suelo.
Ellos lo detienen contra el suelo. Lo arrastran y arrojan a un silo de
grano y no lo dejarán salir hasta que todo termine.

Es valiente, lo que hacen, y les conseguiría una muerte dolorosa si


el enemigo no partiera, cumplida su misión, dejando a todos ilesos,
salvo los sacerdotes y soldados. Prendieron fuego a las oficinas del
Adeptus Administratum y ejecutaron al oficial jefe, pero dejaron a los
escribas. Hacen un discurso. Dan un mensaje.

Por la tarde, los siervos liberan a Mathieu. Lo primero que ve es la


columna de humo gris apilada sobre sí misma, su lado oriental
dorado con el sol poniente. Es tan espesa que parece sólida y por
tanto imposible. La estrecha base no debería soportar una masa tan
ondulada. Él corre hacia ella.

Esta vez, los trabajadores en servidumbre no lo detienen.

Hay confusión en el pueblo. La gente se encuentra conmocionada,


pero están agradecidos de estar vivos. La ayuda aún no ha llegado
de otras ciudades, y Mathieu se pregunta con debilidad si se han
cometido actos similares en otras partes del planeta.
Esa es una preocupación para más tarde. Primero, debe ver qué
ha sido de sus compañeros.

Debe ver qué ha sido de Valeria.

Se apresura colina arriba, a lo largo de las calles cuyo río de


adoquines hace rugir a las ruedas de carro. Entra en el gran
cuadrilátero del seminario y atraviesa el portal hacia el interior de su
scholam. Las puertas han sido arrancadas de sus bisagras.

El olor a humo y carne se mezclan. Mathieu tiene hambre y su


boca responde de manera automática con una inundación de saliva.
Está avergonzado.

El techo se ha caído. Las primeras estrellas están saliendo donde


se hallaban los frescos del Emperador. Las maderas de la scholam
todavía dan un poco de calor.

Los alumnos más jóvenes se han salvado. Se esconden de varias


maneras, o vagando en estado de conmoción, o llorando afuera,
pero los mayores, aquellos en los primeros años de la virilidad y la
feminidad, se encuentran todos entre los masacrados. Los
compañeros de clase de Mathieu están muertos. Han sido
masacrados con imaginación. Los enemigos fueron crueles, pero
guardaron su más diabólica inventiva para la directora de la casa, la
que convirtió vehículos vacíos como Mathieu en sacerdotes,
llenándolos con el amor del Emperador.

Su preciosa Valeria está en medio de los cadáveres de sus


estudiantes, clavada a una silla pintada de un color amarillo chillón.
Su cuerpo ha sido abierto desde la entrepierna hasta el cuello, los
órganos extraídos, por lo que se ve como una bolsa con un forro
rojo sin gusto hecho con la apariencia de una mujer, en lugar de ella
misma. En su frente está tallada, con una mano sorprendentemente
limpia, "Deus Imperator".

Cuando ve esto, Mathieu cae de rodillas en la mezcla de cenizas y


sangre, y llora.
—Mírame —dice una voz.

Mathieu no mira. Está demasiado atrapado en la angustia. Valeria


está muerta. Su amor, su inspiración.

—Mírame —ordena la voz.

Esta vez Mathieu no puede evitar obedecer. No tiene elección. Se


vuelve lentamente.

Hay una figura detrás de él en el portal de la scholam. Dorado y


brillante, convierte la ceniza en tesoro y la ruina en un palacio. La
figura está fuera de lugar en este recuerdo. Un aura de luz perfecta
arde de él de forma tan deslumbrante que Mathieu no puede
discernir detalle alguno. Sin embargo, piensa que sabe quién es. Su
corazón casi se detiene.

—Contémplame, y presta atención, sacerdote —dice el ser. Su


voz es dulce trueno. Sus palabras son doloroso gozo—. A través de
la agonía de tus recuerdos y la picadura de tus sueños te hablo.
Presta atención. En Parmenio, yo estoy. Búscame, úsame, y la
victoria estará asegurada.
Antes de que la figura desaparezca, o antes de que Mathieu se
despierte, no está seguro de cuál de esas cosas sucede, si
cualquiera de ellas — vislumbra a alguien más. Una chica joven, no
una niña, sino apenas una mujer. Puede mirarla con claridad. Él
puede verla, aunque la hiriente luz quema sus ojos tan caliente
como una fragua de plasma.

—Encuéntrala, encuéntrame —dice la niña.


Entonces Mathieu se despierta en sus habitaciones, y el pasado se
ha convertido en el pasado una vez más.

Está en la naturaleza de las pesadillas perturbar la mente de un


hombre. Mathieu no pudo descansar después del sueño. Rezó un
rato, y se sometió al dolor purificador de la auto—flagelación por su
recordado anhelo por Valeria. Nada de eso ayudó. Finalmente,
cuando sonó la bocina de la sexta guardia, levantó el cráneo de
Valeria sin poner en marcha sus mecanismos, y dirigiéndose al
único lugar donde no sería perturbado.

—Han roto el casco. Están aquí.


Fueron las últimas palabras de Sicarius. Después de haber
pronunciado esas dos cortas frases, su mundo cambió, y él cambió
con ello. Ya no era quien había sido. Llevaba la misma cara, y
llevaba el mismo nombre, pero era un hombre diferente.

Era un hombre que aún escuchaba los gritos.


No solía ser así. El suyo siempre había sido un mundo de gritos.
Xenos chillones, herejes llorones, monstruos chillando para desafiar
la imaginación de la humanidad en la amplitud de su horror y las
alturas de su maldad. Muerto o muriendo a su voluntad, a su orden,
por su mano. Extinguidos por rotura mediante la aplicación de bólter,
bota y espada. Muertes, interminables e innumerables muertes,
empaparon su alma por completo de sangre y dolor.

Sicarius nunca recordaba los gritos de aquellos que murieron antes


de la grieta. Fue justo en su creación. No le molestaban. Esas
muertes fueron justas.
Pero los gritos de sus hombres, aquellos no los podía olvidar, y lo
inquietaban profundamente.

Amarga saliva se filtró desde su glándula de Betcher. Tragó el lento


problema de sus propios venenos. Los gritos resonaron en su
cabeza. Los altos gritos de Marines Espaciales en las rojas garras
de la agonía. Esperaba hombres normales sin los beneficios de los
dones de los Adeptus Astartes chillar de un modo tan agudo cuando
se enfrentan a la muerte, ¿pero sus hermanos?
Cerró los ojos, inclinó la cabeza. Enumeró a los muertos,
recordando a aquellos perdidos en la disformidad, y pidió, quizás de
modo tonto, el perdón del Emperador.
Un profundo trance lo envolvió. Recordó las caras de sus
hermanos y se forzó a sí mismo a vivir sus muertes individuales de
nuevo cuando disparó y retrocedió, impotente para ayudarlos.
Inmerso en los horrores del pasado, solo escuchó al sacerdote en el
último momento, y solo cuando tosió silenciosamente para alertar a
Sicarius de que ya no estaba solo en la cubierta de observación.

Sicarius levantó la vista bruscamente con los ojos enrojecidos.


Mathieu era un hombre delgado, engañosamente débil de
constitución, pareciendo casi un joven. Tenía la seriedad de un
hombre que aún no había cumplido los treinta años, con la mezcla
de esperanza y desesperación que marcaba a los que querían
cambiar la Galaxia, pero que nunca podría obligar a las
despreocupadas estrellas a moverse. Sicarius le había visto pelear,
y conocía la fuerza oculta bajo la remendada túnica de Mathieu. Lo
había visto hablar. Mathieu era un raro hombre a quienes las
estrellas podían prestar atención.

Sicarius alejó la fantasía retorciéndola como carente de valor.


Mathieu era un hombre, Sicarius un Marine Espacial, y sin
embargo...
El cabello de Mathieu estaba afeitado alrededor de los lados de su
cabeza, largo y engrasado en la parte superior. Esto se dejaba caer
sobre el rostro de Mathieu, ocultando uno de sus ojos sin disminuir
su mirada. Mathieu tenía una mirada incómoda. No implicaba Juicio,
pero dejó a Sicarius sintiéndose en falta. Mathieu acunaba su
servocráneo. De haber estado activo, con seguridad Sicarius
hubiera escuchado acercarse al sacerdote, pero lo llevaba con
cuidado en sus manos, sus sistemas apagados. Los largos dedos
de una de las manos de Mathieu se hallaban envueltos alrededor de
hueso de marfil. Los demás siguieron de manera ociosa el contorno
de la HV grabadas en la frente. Los dedos también parecían débiles,
los dedos de un esteta, adecuados para mover cuentas de ábaco y
determinar los destinos de hombres con los que nunca se
encontraría con el golpe de una pluma. Muchos hombres tenían
dedos así Eran los dedos de un destructor, pero no los de un
guerrero. Otro error. Mathieu parecía un burócrata, a menos que uno
prestara un poco más de atención a las marcas en su piel. Allí, se
podía leer otra historia.
Estaban los callos en el pulgar de la mano derecha y el índice
impuestos por su espada sierra a cambio de habilidad en la batalla,
y la muesca en el índice izquierdo tallada apretando repetidamente
el gatillo de la pistola láser. En el dorso de su mano derecha había
una cicatriz cruzada, una herida más antigua y otra más nueva
unidas. En la base de su izquierda, donde la muñeca se encontraba
con el brazo, una línea más gruesa insinuaba una horrorosa lesión
curada hacía mucho tiempo.

Sicarius estaba bien versado en juzgar amenaza. El sacerdote era


cualquier cosa menos débil.
—Capitán Sicarius, ¿no es así? —dijo Mathieu con amabilidad.
Los dos habían estado presentes en la misma habitación en muchas
ocasiones. Hasta ese momento, aún tenían que hablar el uno con el
otro—. ¿Capitán de la Guardia Victrix del Lord Regente?
—Sí —dijo Sicarius. Examinó su situación. Quería quedarse allí,
por sí mismo. No quería compartir el espacio. Había asumido, no sin
razón, que una galería de observación sería el lugar perfecto para
estar solo mientras la nave se encontraba en la disformidad, aunque
había otras razones para su elección. Las persianas estaban
cerradas. No había nada que ver. Estaban peligrosamente cerca del
borde. ¿Quién querría ir allí? Teoría, pensó, Mathieu busca la misma
soledad que yo. Pero ¿cuánto de lo mismo? ¿Simplemente soledad,
o más? Construyó una serie de prácticas para liberarse de la
situación. De modo molesto, no quería parecer grosero. Si no fuera
por eso, simplemente se habría alejado.

Tan profundamente arraigado se hallaba el modelo teórico—


práctico de dialéctica en su hábito que lo utilizaba sin pensar. Hubo
ocasiones en que el modo había pasado de moda dentro de los
Ultramarines, pero nunca había desaparecido por completo, y el
regreso de Guilliman había visto su resurgimiento.

—Se encuentra terriblemente cerca, ¿no es así? —dijo Mathieu


—. La disformidad, quiero decir. —El sacerdote levantó la vista
hacia las persianas de plastiacero.
Entonces él quiere lo mismo que yo, pensó Sicarius. Más que
soledad.

—Al otro lado de ese metal, fuera de la endeble burbuja del


campo Geller, se encuentran las profundidades del empíreo,
donde lo posible no es más que uno entre muchos, y lo
imposible es verdad —dijo Mathieu.
Sicarius miró las contraventanas como si no las hubiera notado,
aunque las había estado mirando fijamente sin parpadear durante
dos horas y tres minutos antes de tener que cerrar los ojos

—Sólo hay infierno al otro lado de esa persiana —dijo.


—¡Oh, pero no lo hay! —dijo Mathieu con una sonrisa nerviosa—.
Hay tanto más. Decís un infierno, pero allí también hay
santidad. Ahí fuera, la luz del Astronomicón arde con una luz
pura que ninguna cosa malvada puede bloquear. El mal inundó
la galaxia, y no pudo extinguir la luz ni tocar su fuente. —Sonrió
de nuevo—. ¿No cree que eso sea increíble?

—Has venido aquí para estar más cerca de tu dios —declaró


Sicarius.
—Lo he hecho —dijo Mathieu. Cerró los ojos y arqueó el cuello,
dejándose acariciar por la Luz del Emperador como si estuviera
inundando a través del protegido óculus.

El labio de Sicarius se curvó. Casi se marchó entonces. La


indignación lo arraigó al lugar, indignación de que este hablador de
dios viniera aquí e interrumpiera su meditación con gritos, y hablara
de gloriosa luz donde solo había horror.
—¿Cómo han logrado los Marines Espaciales evitar la verdad
del Culto Imperial por tanto tiempo, frente a toda evidencia? —
preguntó Mathieu, mirándole de repente a él de nuevo.

—¿Qué? —dijo Sicarius, sorprendido con el paso cambiado.


—Hay tantos milagros en la galaxia en este momento. ¿Por
qué no veis la mano del Emperador? No lo veis trabajando para
nosotros, en nuestro nombre. Me siento genuinamente curioso.

—Se nos enseña a ser prudentes acerca de los milagros —dijo


Sicarius con brusquedad—. Rara vez son lo que parecen.
—Hemos visto muchos solo en esta campaña. —La nerviosa
sonrisa de Mathieu era acogedora, el tipo de sonrisa que invitaba a
la conversación y sentimiento de compañerismo. Sicarius lo fulminó
con la mirada, pero el sacerdote no fue disuadido—. Vos mismo
habéis visto luchar a la Legión de los Condenados. Habéis
estado en presencia de la bendita Santa Celestina. Estos
fenómenos nos son dados por el Emperador.

—He visto lo que usted podría llamar milagros. No me


convencerás, militante apostólico, de que lo que he visto
durante mi servicio es inexplicable y, por tanto, divino. Cientos
de veces, he visto a mis hermanos del Librarius lanzar
destrucción a nuestros enemigos empleando el poder de sus
mentes. Si yo siguiera vuestro razonamiento, los llamaría
magos y me encogería ante su poder, atribuyendo un origen
divino a poderes que de hecho son parte de este universo. Las
cosas que hacen son extrañas, extrañas por medida humana,
pero hay muchas cosas en el reino material que también son
extrañas. ¿Son todas obra de dioses? Todas obras de artificio y
hechicería, no son más que obras de mentes sentientes. Si lo
que decís es verdad, y el Emperador es un dios, entonces, de
un pequeño modo, lo son el Hermano Tigurius y sus
semejantes.

—Estáis intentando explicar lo inexplicable, un error cometido


por filósofos y tecnólogos por igual a lo largo de los siglos. La
disformidad no puede ser explicada —dijo Mathieu—. Es un
reino diferente a este, donde oscuros poderes chocan con
nuestro más sacro Emperador. Es el escenario para la
actuación de los dioses.
—Nada de eso es divino. Hay cosas que se llaman a sí mismas
dioses. No lo son. He luchado contra ellas. El Emperador luchó
contra ellas. El Emperador es un hombre. Mi señor Guilliman
me lo ha dicho él mismo.

Mathieu cerró los ojos de nuevo contra el resplandor de su


Emperador, y rio un poco. —¿Conocéis a Yassilli Sulymanya?
—¿La Comerciante Libre que sirve en el Logos de Lord
Guilliman? Me he encontrado con ella. No la conozco bien. ¿Por
qué?

Mathieu sonrió y abrió los ojos. —Ella estaría de acuerdo con


vos.
—El primarca hace que aquellos de la opinión similar le sirvan
—dijo Sicarius.

—Me trajo a su servicio —señaló Mathieu.


—Sois una necesaria excepción —dijo Sicarius.

—¿Una no bienvenida?
La forma en que Sicarius movió su cabeza dejó clara su opinión.
—Encontráis mi fe objetable, y eso es comprensible. Pero no
soy inocente. El Lord Regente dice que me elevó porque los
menos exaltados miembros de su cruzada me encuentran
inspirador —dijo Mathieu—. Los soldados comunes, la más baja
mano de obra de cubierta. Me alegro. Es mi vocación servir a
los mansos. Pero esa no es la verdadera razón. La verdadera
razón es que tenerme en el papel lo elimina de la influencia de
la alta jerarquía de la iglesia.
—Es el primarca, no está influenciado por nadie.
—Si la vida fuera así de simple —dijo Mathieu—. No creo que
seáis inocente tampoco. Sabéis que la vida no es tan simple,
puedo decirlo. —Una vez más, Mathieu cambió de tema de manera
abrupta—. ¿Por qué estás aquí, en este mirador sin una vista?
—No por las mismas razones por las que estáis aquí —dijo.

—Estuvisteis perdido en la disformidad por un tiempo, ¿no es


así?
Sicarius le dirigió una aguda mirada. —Estáis bien informado.
Demasiado bien informado. Ese conocimiento no es
ampliamente compartido.
—Tengo la confianza de hombres situados en altos lugares.
¿Cómo fue? —Preguntó Mathieu.
Sicarius negó con la cabeza. —No lo puedo explicar, y no me
preocupa por intentarlo. Regresé a Macragge a través de
caminos secretos y regresé al servicio de mi primarca. Eso es
todo lo que necesitáis saber.

Mathieu abrazó su servo—cráneo más cerca de su cuerpo. —Esta


es una era infernal. Todos tenemos pesadillas con las que lidiar.
No estáis solo.
—Estoy solo en lo que vi. ¿Preguntáis por qué vengo aquí?
Muy bien, os lo diré. Vengo a demostrar que no tengo miedo, y
que me vengaré sobre las cosas que mataron a mis hombres. Si
me lleva diez mil años, así sea.
—¿Es por eso que vienes aquí sin armadura, con túnica, para
mostrar desprecio?
Sicarius había tenido suficiente. —Fisgáis demasiado, sacerdote.
Mi señor Guilliman puede consentiros, pero yo no estoy tan
inclinado. Buenas noches.
—¡Tienen razón en temeros! ¡Tenéis razón en mostrarles
desprecio! —dijo Mathieu con suavidad tras él. Su voz calló en un
extremo de la galería y regresó otra vez—. ¡No tengáis miedo,
capitán, estad alegre! ¡El Emperador protege!
Sicarius salió de la galería con grandes zancadas. El Emperador
no protegió a sus hermanos, y las palabras de ningún sacerdote
silenciarían jamás sus gritos.

CAPITULO NUEVE
GALATAN SE MUEVE
Justiniano trabajaba solo en la arena. Había docenas de
instalaciones de entrenamiento en Galatan, desde pequeños
gimnasios hasta entornos de simulación de combate completos y
cavernosas salas ecológicas donde se rehacían mundos
alienígenas. Pero con la guarnición en alerta máxima los guerreros
estacionados en la fortaleza estelar llevaron a cabo tantas sesiones
de entrenamiento adicionales como pudieron, y la mayoría estaban
abarrotadas. Justiniano escogió la instalación porque se encontraba
lejos de la mayoría de los barracones, y por lo tanto poco utilizada.
Quería que lo dejaran en paz.

Los vestuarios estaban limpios y las luces brillaban, pero tenía la


sensación de abandono benigno. Había filas de taquillas, todas
vacías. Siempre empleaba el mismo. Sacó la tira con su nombre de
la bolsa y lo empujó dentro del soporte. "Parris, J. Sgt. V Co., 6º
Aux. Sq.", Leyó, hueso simple sobre azul oscuro. En un impulso,
pasó sus dedos sobre el mismo. Le habían asignado para dirigir un
escuadrón Intercesor. Los Marines Primaris fueron agregados a la
Quinta Compañía. Por el momento, estaban fuera tanto de la
estructura normal del Codex y de la organización de la que habían
disfrutado en los Hijos Sin Número. Se agregaba a su alienación. Él
y sus hombres eran forasteros de cada forma posibles.
Se quitó la túnica, luego el mono, exponiendo un cuerpo
masivamente musculado tachonado con puertos de interfaz
neuronal. Su caparazón negro se mostraba como manchas de piel
más oscuras, bordeando su carne donde terminaba en la base de su
espalda, en la parte superior de sus brazos y en sus piernas. Bajo
su piel se desplazaban sus bobinas de tendón, una red de músculos
suplementarios exclusivos de los Marines Primaris. Esta era una de
las tres diferencias entre sus implantes: los Regalos del Emperador
los llamaban los Marines Espaciales más antiguos — y los de los
Novamarines originales.
La mayoría de los Novamarines eran del tipo Adeptus Astartes más
antiguo. Estaban presentes en Ultramar casi al completo, habiendo
seguido reclutando todo el tiempo que estuvieron comprometidos en
la guerra. Sólo había un par de docenas de Marines Primaris en el
Capítulo en el presente, pero se preguntó cuánto tiempo pasaría
antes de que cada Novamarine fuera un Marine Primaris.
Cubrió su desnudez con un par de pantalones anchos de
entrenamiento, dejando su torso desnudo, y entró en la sala de
entrenamiento.
Una fila de maniquíes tractoris y servidores de combate dormían
en ataúdes de vidrio erguidos al final del gimnasio. Presionó su
pulgar contra un panel. El ataúd se encendió. El maniquí se
mantuvo de pie. Las luces de los sensores parpadearon tras el
plastek en blanco de su cara.
—Servidor Tractoris listo para instrucción. Establezca
necesidades y programa de entrenamiento.
—Patrón de práctica marcial estándar. Violencia mínima.

—Conforme —dijo la máquina.


La puerta siseó hacia arriba. El tractoris salió con una zancada.
Justiniano encontraba misteriosos estos maniquíes. Eran
inusualmente suaves para los dispositivos de esta era, sus cuerpos
compuestos por transplasteks acolchados, con cabezas sin rostro.
Hablando de manera estricta, eran una oscura forma de servidor.
Había un cerebro humano enterrado en algún lugar en el interior de
su cavidad torácica, pero toda evidencia de lo biológico estaba
oculta. Estas cosas se hallaban diseñadas para recibir una paliza y
volver a sus ataúdes sin necesidad de mucho mantenimiento.
Los maniquíes Tractoris se desplazaron en una serie predecible de
rutinas de combate. Eran mucho menos versátiles que los
verdaderos servidores de combate, pero los servidores de combate
tenían suerte de durar un mes en las jaulas de entrenamiento. El
uso previsto del tractoris era el refuerzo de la memoria muscular en
los Marines Espaciales para afilar sus habilidades, practicar formas
de combate, golpes de contacto ligeros y derribos, no combate
completo.

En la mayoría de sus modos, luchar contra un tractoris apenas


tomaba energía mental; de hecho, los guerreros eran animados a
pensar en otros asuntos mientras se sometían a sus rutinas para
ayudar a poner en práctica sus habilidades de combate en su
subconsciente — el luchar como una meditación física.
Justiniano no tenía problema con eso. El combate de práctica con
el tractoris le daba el tiempo solitario que tanto necesitaba.
—Selección de programa, pancracio. Selección de modo,
modo espejo.
—Pancracio modo espejo. Conforme —dijo la voz de la
máquina. Vino de la pared, no la unidad.

La máquina lo siguió hasta un cuadro de lucha acolchado.


Justiniano se desplazó hacia el maniquí, levantó los brazos para
proteger su cara en una postura que cualquier pugilista de la historia
humana habría reconocido.
El pancracio era una de las varias artes marciales en las que
Justiniano había sido instruido. No podía decir con certeza si las
lecciones que recordaba eran reales o si eran resultado de la
implantación de memoria hypnomática. Su vida antes de la Cruzada
Indómitus era una interminable serie de cortas activaciones para
que su cuerpo y su mente fueran probados, y lecciones que podían
no haber ocurrido en ningún lugar fuera de su cabeza. Pero por
unas pocas ocasiones, fue puesto de vuelta en estasis antes de que
tuviera tiempo de despertarse por completo. Intelectualmente, sabía
que aquellos períodos, algunos no más de diez o doce minutos,
estaban separados por cientos de años. A él le parecían una serie
de días repetitivos, como si estuviera tratando de modo constante
concentrarse en algo, pero fuera distraído antes de poder comenzar
con las mismas preguntas y las mismas pruebas, o como si hubiera
estado enfermo durante mucho tiempo, no durmiendo nunca en
realidad, no despertando nunca de verdad.

Eso había durado ocho mil años. Era una maravilla que
permaneciera cuerdo.
Justiniano estaba inmensamente agradecido de no estar más en
una caja.
Después de que su cohorte Primaris hubiera sido activada y
añadida a un Capítulo temporal en los Hijos No Numerados de
Guilliman, Justiniano fue entrenado por la más vieja especie de
Marine Espacial. Los movimientos a través de los cuales fue
sometido eran una segunda naturaleza por entonces, a pesar de
que nunca los había llevado a cabo de forma física antes.
Justiniano pasó por una serie de puñetazos que se hicieron cada
vez más rápidos. Mientras hacía sombra, sus puños hicieron ruidos
cortos y agudos en el aire. Convirtió sus exhalaciones en sonidos a
la par, pequeños gritos que lo ayudaron a agregar energía a sus
golpes. La máquina lo copió de manera exacta, ayudándole a
marcar el ritmo y corregir cualquier error. Cometió pocos. Era una
bien afilada máquina de combate con milenios de entrenamiento y
un siglo de experiencia en combate.
Pero no sabía quién era.
Recordó el día exacto cuando los hombres llegaron a su scholam
en Ardium. No había llevado a cabo ningún intento de unirse al
Capítulo. No había tenido ninguna intención de hacerlo de hecho,
pero los hombres habían venido con órdenes imperiales de que
todos los niños en su clase debían ser probaos. No tenía idea de por
qué. Se había metido en la pequeña, brillantemente iluminada bahía
médica en la scholam, sin saber si iba a ser evaluado para
desviación genética, probado por crimen de pensamiento,
convertido en un servidor, o empujado a cumplir con algunos censos
de salud para el inescrutable funcionamiento del Adeptus
Administratum. Cualquier cosa era posible.
Se había ido aterrorizado. Ese día le había robado un pequeño
juguete a su hermano. Temía haber sido descubierto. En su joven
imaginación, esperaba una eternidad como cyborg sin alma. El
hombre que llevó a cabo las pruebas era una especie de oficial.
Tenía dientes tan delgados que eran de color gris azul. Sus labios
eran muy rosados. Juntos, los dientes azules y labios de color rosa
hacían una insincera sonrisa. El hombre gesticuló hacia una silla.
Justiniano se sentó. Otro hombre con ojos de metal y una bata larga
de plastek blanco con un cuello alto colocó un gran dispositivo
contra el brazo de Justiniano. Hubo un dolor agudo y un zumbido de
mecanismos internos.
Una era pasó antes de que la luz en el lado se iluminara con un clic
audible: una luz verde.
Eso fue. Había ido a la escuela aquella mañana esperando volver
a las apretadas habitaciones de su familia por la noche, para
preguntarle a su padre cómo había sido su día estado en la
manufactura que llenaba las mitades inferiores de todas las
colmenas de Ardium. Habría pedido permiso a su madre para ir a
los parques del cielo donde podía jugar con sus hermanos y
hermanas entre los árboles y mirar a través de la piel de cristal
blindado de la colmena a las nubes de abajo. Ardium era un mundo
colmena, pero estaba en Ultramar, y la vida de su gente había sido
gratificante. Difícil, pero buena.
Iba a devolverle a su hermano su juguete.

Una luz verde se llevó todo eso.


Nunca volvió a ver a su familia. Dudaba que sus padres supieran
qué le había ocurrido. El programa Primaris se llevó a cabo en
absoluto secreto. Se preguntó qué horrible mentira le habían dicho a
su madre y su padre para hacer más fácil de soportar su pérdida.
Eso fue hace ocho mil años, un número tan impactante que gruñó
mientras daba un puñetazo.
—Ocho. Mil. Años.
Era mezquino pensar que la galaxia iba a arruinarse, pero de
alguna manera no lo hacía parecer justo.
El dolor interno hizo que sus músculos se tensaran. Los
movimientos del tractoris se desviaron en respuesta. Se obligó a
relajarse. Respiró hondo, convirtiendo su sentido de dislocación en
una determinación de acero. La máquina lo imitaba. Se paró en
descanso, así lo hizo también la máquina. Pasó por el primero de
los ochenta y siete patrones de enfrentamiento, abriéndose camino
a través de ellos hasta el final, luego otra vez, y otra vez, hasta que
los ejecutó todos a la perfección.
Se le había dado un gran poder. Era un honor, se recordó a sí
mismo. En lugar de vivir una vida sin complicaciones, se le había
dado la oportunidad del heroísmo. Estaría entre los pocos que
salvarían a los muchos, para que otros niños pequeños pudieran ir a
la escuela y pasar el día soñando con jugar en el bosque bajo cielos
de cristal.
Había llegado a un acuerdo con eso. Había llegado a un acuerdo
con los cambios que el tiempo había tejido en el Imperio, y la guerra
que debía luchar. Si no la luchaba, su especie, toda la galaxia,
estaría perdida ante el caos. Ningún hombre podía darse la vuelta y
alejarse de eso
Lo que no podía soportar era la pérdida de hermanos por segunda
vez por mandato de aquellos más allá de su influencia.
Comenzó a dar patadas y puñetazos de nuevo, agregando giros y
movimientos de agarre de otras disciplinas para crear una rutina de
forma libre. En pocas horas la fortaleza estelar dejaría la órbita de
Drohl y se dirigiría a Parmenio para apoyar la batalla del primarca
allí. La estación estaba viva con preparación. Sus pasillos
temblaban ante la creciente energía de sus reactores. Debería
haber estado emocionado. Disfrutaba la lucha. Era su propósito.

Permanecía distraído.
Una gloriosa hermandad de cien mil en número ya no existía. Un
futuro en los Ultramarines le había llamado. No había llegado a
pasar.
Cada certeza que alguna vez tuvo fue confundida, cada vez.
No era el único que se encontraba insatisfecho. Recordó a Bjarni,
con la cara roja y enojado de que no volvería a Fenris. Kalael, de
boca cerrada como siempre, aceptó su adscripción sin revelarla.

Aunque Félix era ahora un tetrarca y un Ultramarine, debía haber


sentido la misma dislocación, Justiniano estaba seguro, cuando los
Hijos Sin Número fueron divididos. Todos lo hicieron, en mayor o
menor grado. Tal era la importancia del vínculo fraterno para un
Marine Espacial. Si el vínculo no fuera una certeza, o si fuera
expresado de un modo pobre, había espacio para la duda. Un
Marine Espacial no tenía miedo, pero no era un autómata sin
emociones.
Su propia tarea fue una revelación de puñetazo visceral. Justiniano
presentó una cara razonable al mundo. Caía bien por eso, confiaba.
Cada hombre esconde dolor bajo de la superficie. Este era el suyo.
Acabó su rutina con los músculos ardiendo. El sudor corrió sobre
su piel en riachuelos
Justiniano se duchó, su asignación de tres ráfagas de agua
hirviendo haciendo volar su sudor. El aire caliente de las mismas
boquillas lo secó. Recuperó su mono y tira de nombre y cogió un
monotren hasta las cámaras de armado de su compañía. A pesar de
que había elegido a propósito la instalación de entrenamiento por su
lejanía, nada se encontraba de manera conveniente en la vasta
Galatan. Todo se hallaba a un viaje de distancia.

Los barracones de la Quinta Compañía de Novamarines eran


temporales, esto era una fortaleza estelar de los Ultramarines, pero
había mucho espacio en la nave para acomodarlos. Como la
mayoría de las cosas en esta era, tenía una sobrecapacidad masiva.
Había espacio para los Novamarines, alrededor de un centenar de
la Guardia de la Muerte, los treinta mil completos de la Auxilia
Ultramariana, y todo lo demás con espacio de sobra.
¿Quién sabía cuánto tiempo habían yacido vacíos sus barracones
antes de que fueran dados a la Quinta Compañía de Novamarines?
Podría haber sido para siempre. Siglos en estasis habían dado a
Justiniano un extraño sentido de los espacios abandonados, como si
pudiera sentir la moribundidad por debajo de la vitalidad. Se sentía
atraído por tales lugares. Le gustaban.
Caminó por el pasillo central de la sala de armas de la compañía.
Había unos pocos otros en sus cubículos, trabajando en silencio en
su armamento. Era tan suave comparada con las estridentes
cámaras de la Rudense. Intercambió cortos saludos con sus futuros
hermanos, y entró en su propio cubículo. Su armadura colgada en
su soporte, sus armas en sus bastidores. Su banco de trabajo se
hallaba limpio y ordenado. No lo había dejado en tan buen orden. El
Capítulo estuvo bien servido por sus siervos.
Los cuadros de color hueso claro y azul oscuro de su armadura lo
desafiaron. Un Marine Espacial no podía evitar identificarse con su
placa de batalla. Cuando se la ponía, se movía con él. Se convertía
en parte de él. Veía a sus hermanos acorazados más a menudo de
lo que veía sus caras. Vivían en su armadura. Fuera de ella, era dos
mitades de un ser. Brevemente se sintió vulnerable, casi amenazado
por su propio aspecto guerrero colgando tan contundente y brutal en
su soporte, como si se extendiera y le aplastara por su debilidad.
El sentimiento huyó. Alcanzó la armadura y soltó el guantelete
derecho.
Ninguna imaginación podría haber predicho cómo resultó su vida.
Había sido muchas cosas en un corto espacio de tiempo repartidas
a lo largo de milenios. Poco de ello parecía plausible, si lo pensaba.
Pero si no sabía quién era, sabía lo que era No importaba lo
incómodo que se sintiera, la sensación de desplazamiento no
cambiaba eso.
El era el sargento Justiniano Parris, Marine Espacial Primaris, un
leal servidor del Emperador.
Pero no era Novamarine.
Con este sentimiento mantenido con firmeza en su corazón,
alcanzó el timbre en la pared, y llamó a los siervos de armamento.

Galatan era el mayor de los fuertes estelares de Ultramar. Desde


antes de la Herejía de Horus había estado guardando las vías
espaciales de los Quinientos Mundos. Era una reliquia de un tiempo
anterior a la historia registrada, cuando el primer imperio galáctico
de la humanidad se había elevado a alturas de tecnología y poder
nunca más alcanzadas.
Galatan no era una mera estación de batalla, sino una ciudad en el
espacio, de cien kilómetros de un extremo a otro, tan grande como
las perdidas placas orbitales de Terra. Sus bahías de armas se
erizaban con mecanismos de destrucción lo suficientemente
potentes como para deshacerse de una flota de naves. Habían
existido seis fortalezas estelares similares en Ultramar. Durante eras
fueron centinelas en el espacio profundo. Sólo durante los tiempos
de mayor necesidad se desplazaban. Durante la Primera Guerra
Tiránica, la mitad de su número se había redistribuido desde sus
puntos estratégicos, pero eso fue un caso raro.
Eso cambió con la llegada de la Gran Grieta, y el asalto de Nurgle
contra el hogar de Guilliman. Ahora iban a donde fueran necesarias,
y se las necesitaba en todas partes.
Tres habían caído ante la flota de plaga de Typhus. Elegidas como
objetivo a propósito y abrumadas por fuerza masiva, sus defensores
derribados por la enfermedad, fueron devastadas y destruidas.
Nadie esperaba ese destino para Galatan. Galatan era la más
antigua y mayor. Estaba equipada con armas que pocos entendían.
Ninguno pudo atacarla y sobrevivir.
La orden llegó para preparar la partida desde Drohl a principios de
la primera guardia, antes de que Justiniano hubiera entrado en la
sala de entrenamiento. Al final de la segunda, cuando Justiniano se
puso su armadura y entró en servicio, los preparativos se
encontraban en marcha. Los grandes reactores cuádruples en el
centro de la estación fueron sometidos a plena producción. Miles de
tecnosacerdotes oraron para asegurarse de que la tarea se
realizaba con el máximo
Respecto a las venerables máquinas. Todos los demás del Culto
Mecánicus que pudieron suspendieron sus deberes, deseando
presentar sus respetos mientras los motores secretos del pasado se
despertaban de manera tan completa.
La quinta guardia vio a los reactores operando a máxima eficiencia.
Su descomunal latido agitó la fortaleza. Poco después, la fuerza
motora principal fue activada. La fortaleza estelar se encontraba
rodeada de motores. A lo largo del lado más cercano a Drohl
Magna, llamearon, alejando al gigante del planeta que había estado
protegiendo. Tal poder era requerido para desplazar su masa, pero
se requería más para alimentar los campos de integridad y pistones
de refuerzo estructural que evitaban que la estación se desgarrara a
sí misma.
Drohl Magna se estremeció. El movimiento de Galatan provocó
terremotos a través del continente austral. Edificios de la ciudad,
debilitados por la guerra ganada allí por los Novamarines, se
derrumbaron. Los tsunamis azotaron las costas de las muchas islas
de Drohl Magma. Si la población no hubiera sido tan reducida por el
conflicto, habrían muerto millones.
Lentamente, muy lentamente, Galatan se alejó. Su estela
gravitatoria desplazó los escombros de las batallas de la flota. Sacó
a los asteroides de su órbita en el cinturón del sistema.
Durante siete días avanzó con pesadez, más allá de Drohl
Secundus, Ganymedus, Atoli, y los cascos quemados de los
hábitats orbitales alrededor de Dumar. Siete días le tomó viajar
hasta el borde interior del cinturón de Kuiper de Drohl, y el punto
Mandeville ahí.
El punto fue alcanzado. La fortaleza estelar se detuvo, pero no
hubo tiempo para descansar.

En el interior de la fortaleza estelar, un grito creciente surgió desde


el centro, penetrando cada parte del buque. La enorme población de
la estación se refugió en sus alojamientos. Durante día y medio
Galatan gimió, hasta que finalmente estuvo lista para saltar.

Con un rugido de succión que desafió de forma antinatural el


silencio del vacío, los motores de disformidad de Galatan
desgarraron un enorme agujero en el velo entre la grosera realidad y
el inmaterium. Los motores de plasma del espacio real dispararon
bengalas de fuego blanco, empujando a Galatan al agujero, y la
fortaleza estelar pasó de esta realidad a la disformidad.

La grieta se cerró con una explosión. Cometas, perturbados desde


sus posiciones estáticas en el cinturón exterior de Galatan, fueron a
la deriva hacia el sol. De lo contrario no quedaba rastro en absoluto
de que la fortaleza estelar hubiera estado allí.
CAPITULO DIEZ

LAS NAVES DE LA PLAGA

La cruzada de Lanza de Espandor rompió la disformidad y arrancó


sin demora hacia el Centro del Sistema Parmenio, y el mundo
principal. La flota se encontraba hinchada en gran medida con
refuerzos de todo Ultramar. Varios eran fuerzas de tarea de regreso
que habían completado sus misiones, ahuyentando astillas de la
fuerza de la Guardia de la Muerte y salvaguardando los mundos que
habían invadido. El resto eran refuerzos extraídos de todo el
segmento. El Adeptus Mechanicus formaba los principales: legiones
de skitarii, robots de batalla y tres semi—legiones de las Legiones
Titán Oberon, Fortis y Atarus. Había docenas de regimientos del
Astra Militarum, conventos de las Hermanas de Batalla, grupos de
ataque del Militarum Tempestus y más.
Guilliman había pedido alguna de esta ayuda, pero mucha había
venido sin ser invitada, para ayudar al primarca en la salvación de
su hogar.
Desde la cubierta de mando del Honor de Maccrage, Roboute
Guilliman controlaba su flota de manera absoluta. Una enorme
cubierta de pantallas se hallaba dispuesta en un semicírculo ante el
estrado donde supervisaba todo. Sus asesores se reunieron a su
derecha, una horda de funcionarios a su izquierda, listos para llevar
sus órdenes donde quiera que ellos necesitaran ir
Por un día completo las naves quemaron los motores a máxima
capacidad, alcanzando velocidades cercanas a una décima parte de
la de la luz, antes de navegar a través de los límites interiores y
comenzar su larga desaceleración. Las vulnerables naves de
transporte volaron en el corazón de la formación de la flota,
protegidas por líneas de escoltas. Las principales naves de guerra
formaron una afilada hoja de lanza, con el Honor de Macragge en la
punta.

Los preparativos para el ataque fueron constantes. Hombres y


mujeres iban y venían del lado del primarca. Guilliman no se movió
de su puesto. Tomaba su carne y bebía allí pero no descansaba.
Controló cada operación, su capaz mente procesando todo, y
haciendo ajustes constantes. El capitán Brahe, diminuto en su trono
de mando ante el puesto del primarca, tomó tan poco descanso
como un hombre mortal podía, marchando solo cuando Guilliman le
ordenaba que durmiera.

Todavía frenando, pasaron con rapidez al interior del sistema,


impulsándose con fuerza más allá de mundos devastados por la
peste y la guerra.
—Los planetas menores de Parmenio sufren mucho —dijo el
Tetrarca Felix, antiguo caballerizo de Guilliman. Su papel era liderar
el aterrizaje sobre Parmenio, y estaba a menudo en otro lugar dando
órdenes a sus guerreros, pero escatimaba una hora en la cubierta
de mando cuando podía permanecer al lado de su padre genético y
aprender.
—Serán salvados a su tiempo —dijo Guilliman—. Parmenio
debe ser liberado primero, o nos encontraremos a nosotros
mismos interpretando el papel de sitiadores. Golpeamos rápido
y golpeamos duro en el corazón de la corrupción. Se puede
tratar con facilidad con estas partidas de guerra periféricas una
vez que mi hermano esté muerto No podemos demorarnos.

Nadie se mostró en desacuerdo con él. Todos mostraban un rostro


sombrío. Viendo tantos perfectos mundos de Ultramar infestados
con el mal de Dios de la Plaga les entristecía. No había lugar en sus
corazones y mentes para nada más que la venganza.

El constante brillo de Parmenio creció. Primero una luz entre


muchas, luego eclipsó a las estrellas y poco después fue más
brillante que los puntos globulares de sus planetas hermanas
girando alrededor del sol. Guilliman desestimó sus propias
estrategias escritas y mantuvo a la flota muerta en rumbo al mundo,
navegando a lo largo del plano de la eclíptica en desafío a cualquier
proyectil que pudiera ser lanzado a su camino. Deseaba enviar un
mensaje a su hermano con su audaz aproximación: No eres
bienvenido, marcha o muere.

De destello a punto a bola a globo, Parmenio creció bajo la


continua mirada de Guilliman. Tres continentes adornaban su
superficie. Gardamaus estaba lejos al sur y solo en medio del
océano, mientras que los otros dos, Hecatone y Keleton, se
encontraban cerca el uno al otro y juntos dominaban el hemisferio
norte. Se hallaban recién divididos en términos geológicos, un mero
millón de años separados uno del abrazo del otro. Dividido por el
estrecho Mar de Río, el desdeñado Hecatone alcanzaba anhelantes
promontorios hacia las sombrías y despreocupadas colinas de
Keleton.

Las nuevas luces parpadearon a la vista, curvándose alrededor del


ecuador desde el lado nocturno del planeta en una constante pista
orbital.

—Flota enemiga a la vista, mi señor —anunció el capitán Brahe.


—Dame escaneos de largo alcance y desgloses de sus
capacidades, con rapidez. Quiero que la matriz principal de
augurio lleve a cabo barridos sobre el planeta de inmediato —
ordenó Guilliman.
Guilliman desechó a la flota de plaga; era una fracción del tamaño
de la Fuerza Imperial, con solo tres naves capitales. Aun así, se
tenía que tratar con ella.

Las naves se encontraban en varias etapas de decadencia, más


similares a los derelictos que se podrían hallar atrapados en pozos
de gravedad cerca de los sitios de viejos conflictos que naves
funcionales. Pero todavía navegaban por el vacío, oxidadas y
estropeadas como lucían, navegando a la vista y a través de los
campos de escombros de las destrozadas estaciones orbitales de
Parmenio, como depredadores pelágicos enfermos. Dos mostraban
signos de favor diabólico y habían sido transmutados por completo
por el capricho de Nurgle. Los cascos eran blandos, revestidos con
exuberantes crecimientos de carne. Parecían demasiado podridos
para ser peligrosos, pero Guilliman sabía que apostar. Emitió
órdenes para ser elegidos como objetivo como un asunto prioritario.
—El buque insignia de Mortarion no está aquí —dijo el Tribuno
Maldovar Colquan, de los Adeptus Custodes, quienes no solo no
abandonaran el lado del primarca a lo largo de su aproximación,
sino que se quedaron a su lado, meditando en su armadura dorada
—. Puede que no se encuentre presente.

—Su nave no necesita estar aquí —dijo Guilliman—. Mortarion


ya no es un primarca. Se halla dotado de poder por las oscuras
energías de la disformidad. Un demonio no requiere recipiente
para recorrer las estrellas, ni tampoco él. Estará aquí. En la
práctica me ha informado del hecho. No te dejes engañar por la
fuerza de su flota. Esto es una invitación. Mira, la flota que ha
estacionado aquí no es una Legión, sino las naves de
renegados menores.

—Es un señuelo —dijo Félix.

—Lo es, pero voy voluntariamente hacia el anzuelo —dijo


Guilliman.
—Los Capítulos caídos son más despreciables que los
traidores de la antigüedad —dijo Colquan. El Adeptus Custodio
hervía a fuego lento en su armadura. Rara vez hablaba pero cuando
lo hizo, escupió sus palabras, a una pulgada de distancia de la ira.
Expulsó cada sílaba de su boca con dureza, cada una cargada con
la energía de una bala. Colquan estaba avergonzado de que su
orden hubiera hecho tan poco antes de que el primarca se levantara
de su sopor. La vergüenza afecta a todos los hombres de manera
diferente. La de Colquan se manifestaba como rabia: rabia ante la
casi usurpación de Guilliman del Emperador, rabia por el estado de
la galaxia, pero en su mayoría rabia hacia sí mismo. Podría matar a
mil enemigos, y no sería suficiente. Cada enemigo muerto le
recordaba los miles más que su espada habría rajado si no hubiera
estado confinado en Terra—. Saltaron a su condena con ambos
pies. Vieron con claridad lo que se ofrecía y lo aceptaron.

—Sus razones son propias —dijo Guilliman—. No te obsesiones


en clasificar sus grados de traición. Necesitamos
concentrarnos en lo que son y cómo luchan.
—Son corruptos. Menos hábiles en el combate que la Legión
Traidora —dijo Colquan
—Son formidables, no obstante —dijo Guilliman—. Grupo de
Ataque Atticus, despegue y asalte la flota de plaga.
Manténgalos lejos de nosotros al tiempo que nos acercamos al
planeta.

Los hombres se apresuraron a transmitir sus órdenes. El grupo de


ataque, una flota por derecho propio, abandonó la formación.
Escuadrones menores se separaron de otros lugares en la flotilla
para formar un piquete de combate entre la fuerza de tarea principal
y Atticus para interceptar las naves de la plaga en caso de que
alguna irrumpiera a través.

—Hemos identificado una fuente potencial de energía de


disformidad, mi señor —informó el patrón de navío Brahe le
informó—. En Hecaton, la capital del continente oriental.
—Muéstrame ordenó Guilliman.
Una esfera hololítica de la tacticaria parpadeaba. Parmenio fue
presentado en el interior como un gráfico de imagen verdadera. El
continente occidental se encontraba intacto, el austral en su mayoría
pareciendo sano. Estas dos masas de tierra eran de los colores
verdes y marrones y azules cristalinos de un mundo sano y vivo,
aunque largas y oscuras líneas de humo salían de las ciudades
mayores.

Hecatone se encontraba afligida, cubierta por enfermizas nieblas


de color amarillo.

—Revélalo —dijo el primarca.

—Compensando por las condiciones atmosféricas —entonó un


transmecánico especialista de augurio.

La imagen parpadeó. Las tecnologías arcanas eliminaron la niebla


del holograma.

La última vez que Guilliman había visto el mundo, las fértiles


llanuras de Hecatone habían sido de un sobrecogedor color
esmeralda, con campos circulares de cultivos visibles desde la
órbita, tachonados con los brillantes destellos blancos de las
ciudades de mármol y las plazas grises de los centros de tránsito.
Todo se había ido a la inmundicia. En el extremo oriental de las
montañas que dividían el continente en dos no eran más que
yermos de ceniza tierras agrícolas y centros urbanos todos
reducidos a tierra negra muerta. En el oeste, el lado más cercano al
continente de Keleton, había sido creado un sucio pantano negro.
Inundó las llanuras de Hecatone, camino de las costas del Mar del
Río y la ciudad portuaria de Tyros.

—Muéstrame la ciudad de Hecaton —ordenó Guilliman.

La tacticaria giró hasta que Hecaton se halló frente a la cara de


Guilliman.
—Vista cercana —ordenó el Master Augurum.

El holograma se expandió, chupando a los espectadores hasta


cerca del nivel del suelo.

Las famosas plazas escalonadas de Hecaton construidas en la


ladera de la montaña estaban grises con malas hierbas. Los canales
entre sus jardines de agua eran líneas negras muertas. Las
superposiciones se impusieron a la alimentación visual, produciendo
colores frescos. El efecto fue similar a la visión de calor, u visión
oscura, pero este filtro en particular era recolectado por el psy—
oculus de la nave, una esotérica pieza de maquinaria que permitía el
mapeado de las energías etéricas.

Con esta falsa visión bruja activada, Hecaton fue reemplazado por
un vórtice de muchos brazos rotando sobre el mundo. Alcanzó
largas serpentinas a lo largo del planeta, y donde tocaban la
corrupción arraigaba.

—Ahí es donde está el reloj de Mortarion, en Hecaton —dijo


Guilliman—. Un ataque orbital es preferible. Lo destruimos y
rompemos la telaraña que teje a través de Ultramar. Determine
el blindaje.
—Los escaneos indican la presencia de un campo de
disformidad —dijo el Maestro Augurum—. Sin vacíos.
—Dame el control del principal conjunto augur —dijo Guilliman.

—Como usted ordene.

Los dedos de Guilliman bailaron sobre numerosas almohadillas de


gel y teclados de latón. Hizo una pausa de vez en cuando, los ojos
parpadeando hacia adelante y hacia atrás sobre múltiples pantallas
—. He aquí la probable fuente—. Un complejo de energía cubierto
de venas carnosas apareció como una imagen plana en un orbe
hololítico—. Se defiende con un campo de disformidad. Preparad
proyectiles psyk—out. Romped el escudo. El hueco no durará.
Desafortunadamente la fuente de energía ha de ser destruida en
el suelo. Tetrarca Félix, capitán Sicarius—. La voz de Guilliman
fue llevada a las naves de sus guerreros por un ángel vox flotante—.
Prepárense para el despliegue inmediato.
Un klaxon aulló.

—Cargando misiles psyk—out, mi señor —anunció el Maestro


Ordinatum.

Guilliman miró a la pantalla donde la vanguardia de su flota y las


naves de plaga luchaban como triángulos numerados en una esfera
vectorizada.

—Espera mi orden para disparar. Brahe, plena potencia hacia


el planeta.

—Tenemos pocos de estos misiles, mi señor —se quejó


Colquan.

—Es por eso que no fallaremos —dijo Guilliman.


La flota de los Marines Espaciales renegados vio al Honor de
Macragge alejándose de su escolta. Un escuadrón de destructores
logró romper el cordón imperial y desplazarse hacia el buque
insignia. Brahe ordenó a sus artilleros lanzar un muro de disparos en
masa en su camino. Su muerte tardaría varios minutos en llegar,
pero morirían.

—Alcance al planeta —dijo Guilliman.


—Treinta y dos mil kilómetros y aproximándose.

—Impulsores inversos a plena potencia —ordenó Brahe.


—Mi señor, la carga útil se encuentra disponible y dispuesta
para el lanzamiento —informó el Maestro Ordinatum

—Contenga el disparo hasta dos mil seiscientos kilómetros —


ordenó Guilliman—. Que los puntos de defensa láser y las
torretas de rayos de partículas permanezcan en espera para
interceptar fuego antimuniciones—. Miró a Colquan—. No
fallaremos.
El Honor de Macragge se abrió camino a través del espacio, con
los escombros de meteoros de las destrozadas estaciones orbitales
de Parmenio prendiendo una muestra localizada de tormentas
eléctricas y chispas de llamaradas de aniquilación sobre todos los
escudos de vacío delanteros. La nave gimió ante las tensiones
gemelas de la desaceleración y el fortalecimiento de la gravedad de
Parmenio. Todo estaba tranquilo. La tripulación, ya fueran humanos
de base, servidores o Adeptus Astartes, se hallaban absorbidos por
sus tareas.

—Alcance, dos mil seiscientos kilómetros —informó el Maestro


Ordinatum—. Torretas de defensa puntual puestas a cero y
dispuestas.

—Tetrarca Félix, capitán Sicarius, lanzamiento —ordenó el


primarca.

Cien luces de plasma se alejaron en un banco de la cubierta de


embarque y los hangares del Honor de Macragge. Guilliman esperó
hasta que la nave de ataque hubiera despejado el frente de la
embarcación y estuviera acelerando hacia el planeta.

—Lance la artillería —dijo.


—Lance la artillería —transmitió Brahe.

—Artillería lanzada —confirmó el Maestro Ordinatum.

—Nos encontramos demasiado lejos para un descenso orbital


—dijo Colquan—. Son vulnerables.

—Por lo general, sí —dijo Guilliman—. Cientos en lugar de


miles de kilómetros es la norma. En esta posición, los escudos
del Honor de Macragge los protegen de las atenciones de la
flota de plaga y está listo para responder a cualquier sorpresa
que mi hermano pudiera tener para nosotros. Mira y aprende,
Custodio.

El Honor de Macragge se estremeció ligeramente, el equivalente


de un buque de guerra de una exhalación suave

Desde la proa como una hoja de arado, cuatro masivos torpedos


se deslizaron libres. Eran inmensos, tan grandes como algunas de
las naves más pequeñas de la flota. Los impulsores de vacío
componían el tercio posterior. Servidores cableados en los extensos
trajes de cogitación suites de sus proyectiles los guiaban. Poseían
sus propias baterías de armas de defensa puntual, trajes de
interferencia y lanzadores de señuelos, pues las ojivas que llevaban
eran ciertamente preciosas.

Llevado por cada uno había un grupo de ataúdes, dispuestos como


las balas en la cámara de un revolver dentro del blindaje en capas
del proyectil. Había dieciocho, en tres filas de seis cápsulas, una
pequeña carga útil para tan poderoso sistema de entrega, pero
devastador para el objetivo correcto.

En el interior de las cápsulas se encontraban los refinados restos


de parias, individuos que, como las Hermanas del Silencio, tenían
una presencia mínima en la disformidad y cuya misma existencia
era anatema para las criaturas y las energías de ese reino. Era
armamento herético según algunos, y cada vez más raro.
Guilliman no tuvo reparos acerca de su uso.

Los misiles se movieron con lentitud al principio en relación con el


buque insignia, pero sus motores los aceleraron hacia el planeta.
Una nube de paja reflectante les rodeaba, repuesta por los
lanzadores a bordo del misil cada treinta segundos, dejando un
brillante rastro detrás de ellos en el espacio.

Nada disparó a los misiles hasta que se acercaron al planeta. El


fuego defensivo brilló en la parte afligida por la plaga de Parmenio.
Los propios sistemas de los torpedos tomaron represalias contra
aquellas municiones moviéndose con suficiente lentitud como para
apuntar. Los misiles rápidos fueron salpicados con disparos de bola
de hipervelocidad. Micro láseres quemaron cabezas de proyectiles.
El fuego de láser enemigo se dispersó en el campo de paja, la
coherencia del haz dispersada.
—Tres minutos para el impacto —anunció el Maestro Ordinatum.

—Fuerza de tarea aproximándose a la envoltura planetaria.

Los misiles superaron a la vanguardia invasora de Félix. El color


naranja llameó alrededor de sus despuntadas narices. Los escudos
térmicos hicieron a un lado la quemadura de reentrada.
Las armas del Honor de Macragge retumbaban, lanzando
municiones modestas al mundo por debajo. Su objetivo no era
destruir al enemigo — Guilliman temía demasiado por Parmenio
para hacer eso desde la órbita, si no lisiar la red de defensa aérea
que protegía el complejo.

Un deslumbrante destello parpadeó a través del óculus, lento en


morir: una nave enemiga explotando inadvertida. Todos los ojos
estaban en los misiles psykout.

Guilliman se inclinó hacia adelante de repente cuando uno de los


misiles atrajo una lluvia de fuego y detonó, derramando las
partículas anti—psíquicas en la estratosfera.
Medio minuto después, los torpedos supervivientes impactaron en
el objetivo. Sobre la pantalla táctica, la vorágine psíquica retrocedió
como un papel que se quemara. Vaciló al borde de la disipación,
luego comenzó a retroceder con lentitud.
—Mi señor, el escudo de disformidad se encuentra inactivo —
informó el Maestro Augurum—. El Psyoculus indica actividad
etérica en aumento. El escudo estará de nuevo en línea en diez
minutos, proyección máxima. Estimación mínima de cinco
minutos.
Guilliman asintió. Incluso en la peor estimación, Félix llevaría a
cabo su aterrizaje sin miedo de golpear el escudo de disformidad.
Observó el arremolinado ojo de corrupción arruinando Hecaton.
Pronto se cerraría para siempre.

Abrió el vox a toda la extensión de la flota. —Atacar esta


instalación será peligroso y desagradable. No os comprometo a
la ligera en esta tarea, pero no hay otra manera. La red de
disformidad de Mortarion pudre el tejido del materium a través
de nuestro reino. Aporta fuerza a sus guerreros. Alimenta a sus
aliados demoníacos con las negras energías necesarias para
mantener sus esencias. Acelera la propagación de sus
antinaturales plagas. Con el reloj de disformidad de Parmenio
destrozado, la victoria aquí será más fácil. Esta lucha, esta
pelea inicial, será una de las más duras llevadas a cabo por
este mundo. Por eso os digo, avanzad en nombre del
Emperador. El espera lo máximo de vosotros. Él exige el mayor
de los esfuerzos, porque estáis dotado por Él con fuerza para
ser más poderosos que otros guerreros, para que podáis vigilar
a hombres menores y protegerlos, y liberarlos de aquellos
males que acosan nuestra galaxia Mientras lucháis, os cuidaré.
—Hizo una pausa—. Y mi padre también os guardará.

Miró al comandante de guardia. —Ordene que las cápsulas de


descenso de la segunda oleada se preparen. Envíe mensajes a
todos los transportes de tropas y naves de descenso de Titanes
para que estén listas para despliegue inmediato en el momento en
que el reloj de disformidad haya desaparecido. Brahe, ponnos en
órbita alta estable. Elige una posición de disparo, apunta a la
catedral de Hecaton. Mantén el bombardeo supresivo sobre las
defensas aéreas enemigas.

La tripulación respondió con un coro de afirmaciones. El Honor de


Macragge desaceleró y giró para mantener el anclaje estacionario
sobre la ciudad. Sus baterías de lanza cargadas, y en las cubiertas
albergando sus macrocañones, los equipos de armas trabajaron
para cargar las armas con destructivos proyectiles de magma.
—Los comandantes de la segunda oleada informan de que
están listos, mi señor —dijo el Maestro de la Guardia.
—Lanzamiento —dijo Guilliman.

Por orden del primarca, los tubos de lanzamiento de una docena


de naves eructaron fuego, y los Marines Espaciales de Ultramar
corrieron de un extremo a otro del vacío pasando más allá de los
moribundos restos de la flota de plaga, hacia el planeta enfermo.

CAPITULO ONCE

EL ALTAR DE MORTARION

Una explosión, un rumor de chorros de impulso. La aceleración


empujó el cuerpo de Félix dentro de su armadura. Sus pantallas
retinales parpadearon con hilos de información en competencia. Las
campanas de aviso y notificaciones auditivas ahogaron los informes
vox de la fuerza de ataque. Las ráfagas de datos se desenredaron a
sí mismas como texto, gráficos y figuras mostradas solo el tiempo
suficiente como para notarlas antes de que la siguiente empujara a
su predecesora a un lado.
Hubo un momento de quietud donde la física dejó de atormentar su
carne, la aceleración se detuvo, y flotó con serenidad, el peso
olvidado durante varios minutos. Fue demasiado breve. Parmenio
agarró la nave y tiró de ella hacia abajo a través del cielo. El tiempo
pasó ahora al rugido de la fricción atmosférica y compresión de la
proa.

—Cuatro minutos, cuarenta y dos segundos hasta que el


escudo de disformidad se active de nuevo. —Hubo una arista en
la voz del Maestro Augurum. Félix apreciaba su miedo. Dirigirse
hacia la muerte probable con comentarios insulsos en sus oídos
parecía impropio.

—Enciende los motores. Acelera a velocidad máxima —dijo


Félix a través de vox al banco de naves de ataque. Las órdenes
fueron obedecidas sin cuestionar, aunque su ejecución empujó los
torpedos hasta los límites de la destrucción.

Tenían que entrar en la instalación antes de que los escudos se


recuperasen, y eso tenía que ser rápido. Los escudos de
disformidad eran una variante hechicérica de los escudos de vacío,
empleando magia oscura para desempeñar el papel asumido por la
tecnología en las naves Imperiales. En consecuencia, eran
impredecibles. La velocidad era esencial. Las cañoneras e incluso
las cápsulas de descenso eran demasiado lentas. Solo torpedos de
abordaje, diseñados para ser lanzados al casco de otra nave y
entregar a salvo a los guerreros en su interior, eran lo
suficientemente fuertes para sobrevivir a la loca carrera hacia la
superficie de Parmenio y el impacto que se produciría sin perder
valiosos segundos valiosos en la desaceleración.

En teoría. La prueba estaba en la práctica, se recordó Félix. Esta


maniobra rara vez se intentaba porque era muy arriesgada.
Como una agresiva herramienta de abordaje, los torpedos podían
alcanzar muy altas velocidades. Para lo que realmente no habían
sido diseñados era para dirigirse de manera directa a un pozo de
gravedad a plena potencia. El impacto iba a ser considerable, si las
pequeñas naves no se quemaban primero en la atmósfera. Los
torpedos de abordaje tenían protección térmica de ceramita, pero
estaba diseñada para proteger el extremo delantero del recipiente
de sus cortadores melta, no del calentamiento compresivo de la
reentrada. Siempre que mantuvieran la proa encarada hacia el
planeta, deberían llegar vivos. Nave espacial antigua, nave espacial
primitiva, los adeptos de las máquinas le dijeron que habían
trabajado bajo este principio en las oscuras épocas de la prehistoria.

Al menos, esa era la teoría, y sólo una teoría. Nadie en la flota


tenía experiencia con tales atrasadas tecnologías. Podían,
admitieron los adeptos, morir todos.
Félix se concentró en la acción venidera. Un ambiente tóxico lo
esperaba, custodiado por guerreros que habían luchado por
Mortarion desde el nacimiento del Imperio. El descenso era la menor
de sus preocupaciones.
Los torpedos saltaron al tiempo que pasaban a los confines más
bajos de la atmósfera. El familiar temblor de la reentrada hizo
rebotar sus huesos. Limpió su pantalla retinal de todos menos dos
cronómetros, uno con la cuenta atrás del tiempo estimado hasta que
el escudo de disformidad irrumpiera de regreso en su lugar, el otro
su tiempo de llegada. Se hallaban cercanos.

La pantalla retinal del traje de batalla de Félix se vanagloriaba de


ser superior al de las pantallas de los yelmos equipados
tradicionalmente ajustadas en la armadura de los Marines
Espaciales. La cabeza de Félix se sacudió con violencia, pero los
dos cronógrafos funcionaron con claridad cristalina.
Los contadores alcanzaron la marca de menos de un minuto. En el
exterior, las naves de ataque se encontrarían marchando sobre la
ciudad, atrayendo el fuego del enemigo cuando no tomando sus
defensas aéreas de manera directa. Los torpedos estaban cayendo
en trayectorias predecibles. Objetivos fáciles.

Fueron más y más rápido, rugientes chorros impulsando los


torpedos hacia la superficie, rechazando la gravedad por su falta de
aplicación.

Acabó con rapidez. El quemar de los retropropulsores estrelló de


nuevo a Félix en la jaula de sujeción, luego un tremendo impacto lo
arrojó hacia adelante. No fue tan duro como había esperado. Por lo
general, el metal se encontraba con el metal con un timbre y un
estampido, sacudiendo a aquellos en los estrechos confines de los
torpedos. Asaltar la planta del escudo era diferente por completo,
más similar a una bala perforando la piel de un cadáver la inserción
—de—un—clavo—en—metal de una típica acción de abordaje.

Se desmayó por un segundo. El tiempo suficiente para que el


espíritu—máquina de su coraza de batalla aplicara una sacudida de
su farmacopea.
Los torpedos acuchillaron la cancerosa piel de la instalación. El
paso se hallaba resbaladizo por una hemorragia interna, una
resbaladiza rampa en lugar de la brutal penetración al taladrar a la
cual Félix estaba acostumbrado.

En el punto donde los muros conservaron su estructura original de


rocormigón y plastiacero, los torpedos vibraron ligeramente, los
conjuntos melta ardieron con un sonido más fuerte, y las agujas
cayeron un poco más rápido en los diales que mostraban la limitada
fuente de energía de las naves. No se dio más aviso que aquello. El
salto y omisión de los vacíos internos encontrados en una estructura
metálica en capas no se encontraban allí. Infames crecimientos los
llenaban todos, aprisionando mecanismos y hombres por igual en un
infierno de carne.
A diferencia del descenso, el arrastrarse dentro del edificio pareció
durar una eternidad.
Cuando Félix sintió que el viaje podía no terminar nunca
terminaría, el repique de campanas registró el destino alcanzado, y
aire libre ante la proa. Los conjuntos melta cortaron y las cadenas
que los habían arrastrado rechinaron marcha atrás, deteniendo los
torpedos.
Una acuosa mezcla de carne e impronunciables fluidos corporales
se escurrieron alrededor del torpedo en un pasillo. El líquido siseó
allí donde corrió sobre la escoria fundida al endurecerse.
Hubo un momento de silencio. El metal enfriándose hizo tictac.
Detonaciones apagadas se abrieron camino en el interior del edificio
luchando desde la guerra en el exterior.

Las puertas de pétalos reventaron hacia afuera de par en par. La


escuadra de Félix de cinco Reivers Primaris veteranos desactivaron
los cierres magnéticos que sujetaban sus pies al suelo. Las barras
de sujeción se soltaron en las jaulas y fueron empujadas a un lado.
Los dos guerreros por delante de Félix salieron de un salto a las
infernales entrañas del edificio. Estar fuera primero era un honorable
pero peligroso papel. Muchos marines espaciales habían muerto
avanzando desde naves de abordaje al fuego enemigo. Nadie se
encontraba allí para saludarlos. Asumieron una posición de
centinelas en la nariz abierta del torpedo, las armas levantadas.

Félix fue tercero en abandonar la diminuta embarcación. Dos


Marines Primaris más salieron después de él. Las máscaras de
calavera, luminosas en la oscuridad, se balancearon más allá de los
centinelas para tomar posiciones a veinte metros en cada dirección
pasillo arriba. Cuando estuvieron en su lugar, emergió el Sargento
Kaspian, con una voluminosa unidad de auspex trinando en su
puño.

Menos de cinco segundos después de que el torpedo rompiera el


muro, los seis Marines Espacial se hallaban fuera del tubo y en
posición.
Hojas pulsantes de carne verdosa cubrían la mayoría de los signos
del artificio del hombre. En unos pocos raros lugares se podían ver
pedazos de la estructura original; cajas de conexiones de las que
goteaba lodo, o lúmenes oscurecidos por crecimientos queratínosos,
todavía brillando con debilidad. Había poca de otra iluminación. Las
luces de acuchillada brillaron desde las monturas de armas de los
Marines Espaciales. Donde tocaban sus círculos de luz amarilla, se
agitaban inclinados cilios con ojos negros en la punta y se encogían
de nuevo en la pared como si quemase.
El suelo cedió de un modo asqueroso bajo las botas de Félix.
Había parches más firmes donde la rejilla de los paneles del suelo
podía sentirse, pero el contraste entre carne y acero agudizó su
repulsa. Una neblina verde flotaba a la altura de la rodilla, ocultando
el suelo. Cosas chirriantes se rieron en las sombras, corriendo tan
pronto como se las miraba, y así solo vislumbradas como fugaces
formas abominables. Félix avanzó con cuidado, el guantelete bólter
de asalto listo para disparar. Reactivó sus superposiciones retinales,
y encargó a su cogitador actuar en concierto con el auspex de
Kaspian para ejecutar un desglose completo del extraño ambiente.
Era uniformemente tóxico.

—Por el primarca —dijo Modrias, uno de los veteranos—. Que


hedor.

—Revisa los sellos de tu yelmo —dijo Félix. Cuando habló,


pareció ensuciarlo de alguna manera, como si al salir de su boca las
palabras dejaran un rastro para que la corrupción de la central de
energía entrara en él. Sintiéndose incómodo, volvió a comprobar los
sistemas de su armadura Gravis. La pantalla retinal le aseguró que
su traje se hallaba sellado, a prueba contra el vacío y peor por
completo, pero la peste a carne llenó su boca y nariz sin embargo,
cubriendo su garganta con el amargo olor de la carne podrida tirada
en un fuego.

—La armadura de todos los soldados está completamente


sellada contra el exterior —dijo Kaspian—. Pero todavía puedo
olerlo. Imposible.
—Imposible bajo circunstancias normales. Esto es brujería —
dijo Modrias.
—No dejes que te distraiga —dijo Félix. Estaba corriendo sobre
el despliegue del resto de la fuerza. Varios torpedos habían sido
derribados. Ciento treinta y ocho marines espaciales se hallaban
dentro del complejo. Dejó encendido el goteo de datos de sus
compañeros. No les habló. Si alguno había entrado en el complejo
sin ser detectado, deseaba mantenerlo así. La vox era rastreada con
facilidad.
Kaspian ya estaba ajustando su auspex para escanear densidades
de masa y picos térmicos, una forma segura de captar enemigos
equipados con armadura de energía. —No consigo lecturas del
enemigo. Euphain, Daler. Confirmación de no contacto visual.
—Corredor despejado —dijo Euphain por vox.

—Está tan seguro como vaya a estarlo, mi señor —dijo


Kaspian.
—Caballero de Obsidiana Voi —dijo Félix—. Podéis
desembarcar con seguridad.
Asheera Voi bajó la rampa inclinada del torpedo de abordaje.
Aunque pequeña y ligera en comparación con la enorme masa de
los guerreros de Félix, un aura de espantoso poder se aferraba a
ella, y entró en la nave de plaga con menos inquietud que los
Marines Primaris. Llevaba una enorme espada envainada a su
espalda, y una pistola bólter de pequeño calibre se trabó en su
muslo. Como los Marines Espaciales, ella estaba vestida con una
armadura de energía, aunque la de ella era de una clase mucho
más ornamentada. La armadura Vratine — la armadura del
juramento, era llamada. Sus sistemas menores y chapado más
ligero significaban que se hallaba libre de las incómodas mochilas
reactor que empleaban los Marines Espaciales y ella se movía con
facilidad. Un intercambio por su mayor movilidad era la protección;
La armadura Vratine carecía del sellado hermético que poseía la
placa Adeptus Astartes. Su única protección contra el medio
ambiente tóxico era la embocadura con rejilla que se extendía desde
su cuello hasta su boca y nariz. Esta contenía un rerespirador, pero
aunque el camino entre las articulaciones de su armadura estaba
abierto a todo tipo de veneno y enfermedad, no mostró miedo a la
contaminación. Su cabeza estaba cubierta con un alto yelmo que
recordaba a los de los Adeptus Custodes. El efecto del yelmo y la
máscara era enfatizar la cara, mientras negaba la vista de la boca.
Era un recordatorio visual del Juramento de Tranquilidad de la
Hermandad tomaba de abandonar el habla para siempre.

Voi hizo una seña a Félix cuando salió usando la Marca de


Pensamiento de su orden. El lo leyó a la perfección, pero el espíritu-
máquina de su armadura hizo parpadear siluetas eléctricas
alrededor de sus manos de todos modos, y proporcionó una
traducción de audio.

"Tu sargento tiene razón. Este lugar está empapado por la


disformidad." Ella continuó haciendo señas. "El olor no es un
fenómeno físico. Es el hacer del dios de la Plaga. Mira."
Ella se acercó a Félix. Su campo psíquico nulo lo envolvió,
protegiéndolo de la malevolencia de la instalación. Un gran peso
salió de su alma, y el olor retrocedió El efecto que tuvo en el edificio
en sí fue espectacular. Las placas de carne se apagaron cuando los
extraños dones de Voi cortaron las energías sustentadoras de la
vida de la disformidad. Mondas de grasa salieron de la pared
rodando, revelando un corroído plastiacero debajo. Dondequiera
que ella caminara, la neblina verde se movía con languidez y
retrocedía, y la estera de tejidos se estremecía de dolor.

—Impresionante —dijo.
"Soy un anatema para este lugar", señalo ella. "Pero entenderás el
verdadero significado de esa palabra una vez que el dispositivo está
activado. Quédate cerca de mí, tetrarca", continuó ella, sus lentes
cerrándose con las de Félix. "Las dolencias mortales en el interior
de estos muros pueden hacerte poco daño, pero hay enfermedades
del alma aquí. Sin mí, puedes sucumbir

—Entendido —dijo Félix—. Estarás protegida. No tome ningún


riesgo innecesario.

Ella asintió, pero de todos modos sacó a su gran hoja ejecutora.


Una Caballero del Olvido no necesitaba protección. Ella se mantuvo
atrás por el bien de ellos, no de ella. Como su garantía contra los
poderes que pudrían el alma de la instalación, si ella muriera, serían
vulnerables.

Félix mostró con brevedad a sus hombres una ráfaga de datos


comprimida, recordándoles su tarea. Era información que ya habían
tratado más de cien veces. Félix pensó que la repetición valía la
pena; aunque todos eran veteranos de la Cruzada Indómitus, y
habían luchado contra muchos extraños enemigos, ninguno de ellos
había caminado antes por las entrañas de un lugar tan infestado.
Pocas expediciones a los podridos corazones de los altares de
Nurgle habían regresado.

Llevó a cabo una rápida recolección de datos de otras tropas. Los


pocos escuadrones Reiver se hallaban dispersados de un extremo a
otro del edificio, empleando sus especializadas habilidades para
emboscar de forma deliberada a los Marines de Plaga que
guardaban el edificio. El capitán Sicarius y el resto de la fuerza
actuaron como un señuelo cerca de la entrada del edificio. Entre
ellos, los Reivers y la Guardia Victrix deberían amarrar a la
guarnición. Aunque el equipo de Félix tenía la verdadera misión, al
modo de los Ultramarines, las otras fuerzas de ataque eran
distracciones significativas; si Félix fallaba, la instalación aún podía
ser destruida por ellos.

—Nuestros hermanos están ocupados en varias


localizaciones. No creo que hayamos sido percibidos. Saca el
dispositivo— ordenó.
Kaspian empleó su auspex de nuevo, haciendo salir del torpedo al
último ocupante, un servidor fuertemente blindado. La mitad superior
de un cuerpo humano se hallaba montada en la parte delantera,
como un grotesco centauro cibernético. Detrás había una plataforma
encerrada por un carril portando una esfera negra. Modrias y Voi
comprobaron la esfera, asegurándose una vez más de que las luces
de función en el dispositivo mostraban los patrones adecuados.
Mientras las comprobaciones eran completadas, Félix tomó un
momento para orientarse, su potente cogitador gravis intentando
superponer las realidades sobre el terreno con los antiguos planos
que había cargado para esta plantilla de generatorium. Un cartolito
brilló resplandeciente en sus ojos. Había, como era de esperar, muy
poca correlación entre el diseño original y la disposición actual. Los
retornos de auspex mostraron una retorcida y orgánica red que
había digerido y reconfigurado el interior original de un modo
considerable. Le resultó difícil creer que todo este cambio hubiera
sido efectuado en unos pocos meses.

Un gran proyectil golpeó la superficie del planeta. El edificio se


sacudió con el impacto. Un largo gemido sonó más allá de los
Marines Primaris, sólido como una presencia física.

—No me gusta este lugar —dijo Modrias.


—No creo que le gustes —dijo Daler.

Félix examinó las opciones con cuidado. Un pasillo tubular mayor,


que parecía una enorme garganta conducía en la dirección donde
debería estar la cámara del reactor. Gesticuló hacia adelante con su
espada. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para comenzar.
—Esa dirección —dijo.
CAPITULO DOCE

EL CORAZON DEL REACTOR

Félix siguió de cerca la batalla general mientras avanzaban hacia


su objetivo. Otras tres unidades desplazándose desde diferentes
direcciones estaban llevando a cabo una carrera obvia hacia el
reactor para enmascarar el avance de Félix. Los Reivers provocaron
tantos estragos como pudieron, atrayendo ojos enfermos hacia
ellos, antes de desaparecer para atacar desde otro lado. El grupo de
Félix encontró tan poca resistencia que sospechó que la Guardia de
la Muerte dependía demasiado dependiente de los sentidos
sobrenaturales. La presencia de Asheera Voi los enmascaraba de la
detección psíquica. Todas las evidencias sugerían que no habían
sido vistos, cuando un simple barrido de augurio de la instalación
habría descubierto su torpedo
A medida que avanzaban, pensó que el edificio ya no tenía nada
tan mundano como sentidos mecánicos. Quedaban pocas partes
mecánicas de la estructura, y a pesar de que el generador estaba
equipado con una profusión de extraños crecimientos, no parecían
llevar a cabo ninguna función útil. Se reprendió a sí mismo por
esperar que los crecimientos siguieran la lógica de la biotecnología,
a la cual solo se asemejaban de manera superficial. No estaban
tratando con un artefacto creado en el universo material.

—Esto no es un edificio —se recordó a sí mismo—. Es el patio


de recreo de la locura.

Apenas lo dijo, las circunstancias corroboraron sus palabras.


Giraron hacia el núcleo del edificio en un túnel cubierto hasta la
altura de la rodilla con un espeso limo que fluía con lentas, fuertes
corrientes. Mientras el grupo se encontraba en la inundación,
anormales vistas les dieron la bienvenida a cada giro. Paredes de
ojos, pasillos como las ramificaciones de pulmones enfermos, y en
todas partes cosas deformes brincando a través de la suciedad,
nunca vistas, solo vislumbradas.

Félix sacó sus botas del limo. La pintura se estaba desprendiendo,


revelando la opaca ceramita debajo. Pronto comenzaría a picarse.
—Tetrarca. —Kaspian habló, su voz teñida de disgusto. Estaba
mirando a una gran sala de máquinas que se abría pasillo arriba.
Los dispositivos en el interior estaban cubiertos de palpitantes
frondas de algo a medio camino entre lo animal y la vegetación.
Pero fue la pared lo que sostuvo la mirada del sargento.

Félix se unió a él. El umbral de la sala de máquinas era más alto


que el pasillo y dio un paso arriba, saliendo del río. El tetrarca se
alegró de hallarse libre del limo
Kaspian puso su luz de acuchillamiento montada en su arma sobre
la pared. Su haz atrapó redondeadas formas orgánicas. Brazos,
codos, caras, todo humano, cubierto de una gruesa capa de moco.
Al principio, Félix lo interpretó como una obra de arte, un friso que
representaba a cien personas anidadas una en la otra. Se recordó a
sí mismo dónde estaba. Si era arte, no era del tipo convencional.
Cien cuerpos humanos fundidos a medias en el tejido de la pared.
La uniforme superficie era una ilusión generada por un revestimiento
de baba. Donde la cubierta de moco era menos espesa, la luz de
acuchille de Kaspian captó insignias, herramientas y diferentes
colores de tela.

—Los trabajadores de las instalaciones —dijo Kaspian. Hizo


correr el cono de luz más arriba—. Mortal, servidor y adepto.

Félix lo miró con brevedad. Su atención se hallaba en la batalla


desplegada representada en su pantalla. No podían oírlo allí abajo,
pero los informes parpadearon en sus sistemas. Las bajas
aumentaban.

—Una atrocidad —dijo Félix—. Pero podemos estar


agradecidos de que están muertos. Moveos.
Después de la sala, la arteria descompuesta y llena de baba por la
cual caminaban se convirtió con lentitud en algo reconocible como
un pasillo. El cartolito en el archivo de datos de Felix de repente
cobró más sentido. El núcleo del reactor no se hallaba lejos. Cuanto
más profundo se adentraban en el complejo, más piezas de
destrozada tecnología eran visibles, y aquí y allí tramos de pared de
plastiacero se encontraban limpios de placas de carne, aunque todo
estaba negro de corrosión y cieno excretado. Placas de latón con el
trilobulado símbolo de Nurgle se hallaban incrustados en esta
suciedad, filtrando óxido verdoso en el desorden.

Después de veinte minutos de caminata, el río se deslizó en


silencio a través del suelo en un vacío oscuro. Habían alcanzado su
objetivo. El pasillo se abría en un enorme cilindro que una vez
alojara los sistemas de control del reactor de plasma. El reactor
estaba encerrado en una esfera de hierrormigón en el centro de este
cilindro. Numerosas cubiertas de ingeniería apiladas una sobre otra
llenaban el espacio alrededor del núcleo.
Félix comprobó el piso de las secciones de rejilla de manera
dudosa. Las atenciones del señor de la plaga habían convertido el
suelo en un traicionero paisaje, y donde el río fluía se había fundido
por completo. En el lado opuesto, el plastiacero terminaba en un
grueso labio de hierrormigón que se proyecta desde el núcleo del
reactor. Aquello parecía más o menos sólido, pero el camino que lo
atravesaba estaba plagado de peligros.

Venas negras corrían por las paredes en una profusión de raíces.


Cubrían las galerías de observación, gruesas como hiedra,
ocultándolas por completo, pero en las podridas placas de la
cubierta podridas se encontraban más dispersas, una red en
expansión que se dividía sin fin y se unía a sí misma antes de
reunirse en cuerdas y perforar el hierrormigón del núcleo. Pulsaban
con suavidad, vivas. En los espacios entre las venas se abrían
huecos que se abrían a caídas a mil pies de profundidad.
—¿Obtienes una lectura del reactor? —preguntó Félix.

—No —dijo Kaspian.


—Voi?
La Caballero de Obsidiana colocó la punta de su espada hacia
abajo. Descansó la mano derecha en la empuñadura, dejando la
izquierda libre para hablar. "La energía de la disformidad es más
fuerte ahí". Señaló la esfera del reactor. "El hierrormigón nos escuda
como habría escudado el reactor de plasma. Sea cuidadoso cuando
nos aproximemos." Llevaba a cabo las señas con tanta eficiencia
con una mano como con dos.
—Entonces nuestra inteligencia es correcta. Continuad —dijo
Félix.
—Baskvo, protege el servidor. El resto de vosotros, vigilad
vuestros pasos —advirtió Kaspian—. Uno a la vez. Quedaos en la
línea de las vigas.
Caminaron con cuidado, siguiendo las vigas que sostenían las
placas de la cubierta. Estas eran visibles a través de la rejilla del
piso, y se encontraban en condiciones apenas mejores que el metal
que soportaban. Crujieron y se sacudieron mientras los Reivers
corrían sobre ellas. Cuando Asheera Voi corrió, apenas se
movieron, pero cuando Félix puso el pie sobre una, gimió con
peligro bajo el peso de su placa Gravis.
—Despacio, tetrarca —dijo Euphain—. Tal vez deberías
detenerte aquí. Nuestro armadura es más ligera.
—Soy consciente del riesgo dijo Félix. Miró hacia atrás donde
esperaba el servidor en la boca del pasillo—. El ciborg es casi tan
pesado como yo. Si yo no puedo hacerlo, el dispositivo
tampoco.

—Deberías esperar —dijo Modrias.


—No —dijo Félix, y salió con una zancada. Cruzó a paso firme. El
piso corcoveó y se tambaleó, pero llegó a la carcasa de
hierrormigón del corazón del reactor sin contratiempo

El hierrormigón se encontraba comido en extrañas formas. La


superficie del mismo se desmoronó en húmedo polvo cuando la
pisó, pero era una base más firme que la rejilla de plastiacero.
—Traed el servidor —dijo Félix, y le hizo señas.

Kaspian ordenó al ciborg que avanzara. El simple cerebro del


servidor entendió el peligro. Las cadenas se sacudieron con
minuciosos ajustes del curso, negoció su camino sobre la inestable
cubierta.
Félix miró hacia abajo. Una sucesión de pisos estaban ocultos en
la fétida noche por debajo. Si el servidor caía a través, no serían
capaces de recuperar el dispositivo a tiempo, si no era hecho
pedazos por la caída.
El servidor estaba a tres metros del borde cuando la viga siguiente
se rompió. El revestimiento de cubierta que parecía sólido se
desintegró en una ventisca de copos de herrumbre. El ciborg se
lanzó hacia delante a un repentino agujero, pero no cayó. El frente
de sus cadenas apuntaba hacia la bostezante negrura, su pecho
atascado contra el borde roto del agujero. La sangre se filtró por
donde el mellado metal penetró su torso.
El servidor emitió un pitido. La luz en su ojo augmético tartamudeó.
Las cadenas giraron, primero hacia adelante, luego hacia atrás. Se
sacudió en el sitio. El suelo se hundió. El metal resonó en el piso de
abajo.

—¡Rápido! ¡Apágalo! —ordenó Félix—. ¡Antes de que su


intento de alzarse resulte en su caída!
Las cadenas giraron en reversa. Tiraron con fuerza de las placas
de la cubierta, triturándolas con un tirón metálico. El servidor se alzó
del agujero en parte antes de que la cubierta a su alrededor se
colapsara más, y cayó a través.
—¡El dispositivo! —gritó Félix.

El servidor tomó una gran franja de chapado de la cubierta rota con


él. Dos garfios de agarre salieron con un silbido desde los Reivers,
golpeando con un ruido sordo en el lado liso del dispositivo. Los
cables se tensaron con un chasquido. Euphain se tambaleó más allá
de Félix. El tetrarca sacó una mano para agarrarlo, atrapando la
mochila de energía de Euphain alrededor de una boquilla de
estabilización. Euphain se detuvo con un derrape al borde del
hierrormigón. El peso del servidor tiró de él y de Félix.
—¡Aguanta! —ordenó Félix, su voz tensa. Activó sus cierres
magnéticos. Tiraron de la carcasa del reactor, y deberían haberlo
anclado al material férrico, pero la plataforma estaba podrida, y
pedazos de la misma fueron arrancados por sus botas. Euphain se
acercó más al borde.
Modrias tenía el otro cable. Estaba inclinado hacia atrás, tirando de
la pistola del garfio con ambas manos. Estaba arando un largo surco
en el hierrormigón ablandado al tiempo que era arrastrado hacia
delante, gruñendo por el esfuerzo.
Kaspian dejó escapar un grito. —¡Desenganchad los cierres del
carro!
De repente el tirón disminuyó en más de la mitad. Los Marines
Espaciales se tambalearon hacia atrás con el cambio en el peso. El
servidor se desplomó en el pozo, cayendo a través de cubierta en
cubierta con un tremendo sonido de choque.
Félix ayudó a Euphain a ponerse de pie. Los dos Reivers retrajeron
sus cables. Motores silenciosos tiraron hacia arriba del dispositivo
hasta la plataforma.

Voi y Kaspian fueron a la esfera para examinarla en busca de


daños.

"El dispositivo es funcional, mi señor tetrarca", señalizó Voi.


—Tengo movimiento que viene del cuadrante sur —dijo
Kaspian.
—Habrán oído eso. El tiempo para el sigilo se ha acabado.
Debemos ser rápidos —dijo Felix. Desactivó los protocolos de
ejecución silenciosa y puso en línea todas las capacidades de su
armadura.

Rompió el silencio de vox. —Este es el Tetrarca Félix de


Vespator. —Se sintió extraño diciendo las palabras. Todavía tenía
que ir al mundo de su nuevo cargo—. Atención Fuerza de Ataque
Purgator, estamos en posición. Unidades de cinco, nueve y
doce abandonen objetivos de la misión actual y reúnanse en mi
posición. El resto de ustedes, retrocedan a los puntos de
encuentro y aguarden refuerzo.
Los Reivers alzaron sus armas. Mecanismos de observación
acoplados, espíritus máquina despertando y lloriqueando con
energía fresca. Euphain y Modrias izaron la esfera entre ellos.
Desecharon los cables, dejando los garfios magnéticos unidos como
asas. Levantaron el dispositivo y montaron sus carabinas bólter en
sus manos libres.
—Por aquí —dijo Kaspian—. Las paredes de la cámara de
contención del reactor tienen una brecha abierta. Podemos
entrar. Daler, Baskvo, retroceded y proporcionad cobertura.
—Marchamos por Macragge —susurró Daler. Él y su hermano
desaparecieron en la oscuridad, los silenciosos motores de su
armadura eléctrica especializada no dando ninguna indicación de
donde estaban. Si no fuera por los significantes de unidad que
parpadeaban en el cartolito de Felix, no habría tenido conocimiento
de su posición.
—Si la pared está abierta, podemos estar seguros de que
ninguna máquina mortal acciona el escudo, o si no estaríamos
todos muertos —dijo Félix—. Proceda con cautela.

Alrededor de la periferia del núcleo del reactor, las estaciones de


control y los mecanismos utilizados para controlar el calor de las
reacciones plasmáticas eran pilas de húmedos detritus. Las
consolas se hallaban reducidas a frágiles estructuras de corrosión
rodeadas de fragmentos de plastek quebradizo, vidrio roto y
húmedas placas de herrumbre. No había signo de los miles de
mortales y servidores que hacían funcionar la maquinaria. Tenía el
aspecto de una ruina antigua, a pesar de que Parmenio había sido
atacado no hace mucho, y la instalación había sido tan bien
mantenida como cualquier otra en Ultramar hasta que fue tomado.

Llegaron al agujero en el núcleo del reactor. Una grieta gigante


corría entre aquel piso y el de arriba, donde el hierrormigón se había
desmoronado a la nada, reducido a empapados montones de
residuos oxidados.
Desde el interior, se podía escuchar un fuerte golpeteo y una suave
luz emitida que arrojó sombras plateadas y llevó reflejos negros a
los bordes de los objetos.
Kaspian se desplazó para entrar primero. Félix lo llamó de vuelta.
—En esta situación, tener una armadura más pesada que la
tuya es una ventaja —dijo—. Y también tengo esto.
Un impulso de pensamiento activó su halo de hierro. Con un
crujido, una piel de energía azul cobró vida a su alrededor con un
chasquido.
Félix movió su guantelete bólter de asalto a fuego rápido. Lo
sostuvo frente a él mismo, el puño apuntando hacia delante a la
altura del pecho
—Esperad mi orden. Proteged el dispositivo a toda costa.
Entro en un espacio en el que ningún hombre debería ser capaz de
entrar. Un reactor de plasma aprisionaba un sol artificial, sus
furiosas energías desviadas para alimentar lo que fuera necesario.
Todas las titánicas necesidades de la ciudad de Hecaton habían
sido saciadas por esta ubicación crucial. Una vez activado, el núcleo
de un reactor podía arder para siempre, con tal que fuera
alimentado y cuidado de forma correcta.
La estrella estaba muerta. Félix emergió en la cámara esférica y
una espantosa vista le hizo frente.
Creciendo en la cáscara del reactor vacío había un inmenso
corazón negro de cinco cámaras. Un enorme cáncer parasitario que
había superado a su cuerpo huésped, llenaba dos tercios del
espacio. Las extremidades del corazón se encontraban lo
suficientemente cerca para que Félix lo tocara, pero la mayor parte
de ello estaba empujada contra el otro extremo, creando una
cavidad amurallada con palpitante carne a un lado y deteriorada
tecnología al otro. Donde era visible, las púas de encendido que
habían provocado la reacción de fusión se encontraban forradas con
un pelaje de óxido. En otros lugares habían sido enterradas bajo
caídos pliegues de piel rancia. Cuerdas de pálido músculo blanco
ataban el pulsante órgano. Se estremecieron con cada atronador
latido. Un repugnante y líquido batir llenó el espacio. El impulso de
cada sístole envió ondas de fuerza a través de la venosa superficie
del corazón. El limo goteaba desde ello. Donde fluía con más
persistencia, había comido a través de las púas de reacción, los
matraces de contención de adamantium y la pared de hierrormigón
detrás. A pesar de su apariencia, el corazón no era un órgano físico.
Félix pudo sentir algo en la parte de atrás de su cráneo, una locura
como una rata enjaulada tratando salir royendo de su prisión. Un vil
regusto manchó su boca. El resto de los extraños cambios del
edificio casi podrían pasar como algo natural, pero no aquello. A
través de las retorcidas aortas del corazón, era bombeado el poder
del Caos bombeado. Desde allí fluía la mancha. El fuego de bólter
fuego sonó desde el cilindro de control.
—Hemos atraído la atención de los hijos de Mortarion —dijo
Kaspian a través de vox—. Están aquí. Dos escuadrones, más en
camino.
—Avanzad al interior —dijo Félix. Transmitió su alimentación de
yelmo al resto de su pequeña fuerza de choque—. Debemos
colocar el dispositivo cerca del corazón, pero no creo que
pueda llegar más cerca de él.
—Lo llevaré a cabo —dijo Kaspian—. Modrias y Euphain,
apoyad a vuestros hermanos.

—Negativo —dijo Félix—. Espera un momento mientras


formulo un teórico para la colocación de la bomba. Debo...

Pasos rápidos vinieron desde atrás. Félix se hizo a un lado en el


momento que Asheera Voi pasó de largo y saltó. Su armadura la
impulsó a través del hueco. Al tiempo que ella volaba, invirtió el
agarre sobre su espada de modo que la punta se mantuvo de cara
hacia abajo y hacia adelante.
El filo de cristal de silicio susurró a través del corazón, produciendo
un torrente de sangre. Asheera tiró de la espada hacia abajo,
abriendo el costado del órgano de arriba a abajo mientras se
deslizaba hacia abajo por su carne negra. Sufrió un espasmo, y un
horrible lamento se alzó desde un lugar indeterminado. La catarata
de vitae de funesto olor inundando desde la herida rellenó la cámara
del reactor como si fuera un cuenco. Ella desapareció en ella.

Kaspian se unió a Félix, arrastrando la esfera.


—¡Caballera de obsidiana! —gritó Félix.
Un área de sangre hirvió, humeando y chillando como si tuviera
vida independiente. Voi emergió de aquella turbulencia, envainó su
espada y corrió ante la creciente marea, brincando hacia arriba
desde las púas de reacción en mal estado para recobrar el borde de
la grieta. Félix y Kaspian la levantaron, goteando suciedad.

"Lanzad el dispositivo en la herida" señalizó.


—Muy bien.
Félix y Kaspian tuvieron que combinar sus esfuerzos para arrojar el
dispositivo. Era pesado e incómodo, pero trabajando juntos lograron
la tarea, empujándola grieta afuera y sobre el espacio de seis
metros. La pelota giró sobre sí misma cuatro veces mientras volaba,
abofeteando el efusivo desgarro que Asheera había tallado en el
corazón al tiempo que iniciaba su quinta revolución. El corazón
tembló de dolor, los bordes de la herida quedaron abiertos, pero
siguió latiendo, y se tragó el dispositivo sin cambio.

Kaspian consultó su auspex. —Está activa —dijo—. Tenemos


cinco minutos. —Guardó el dispositivo de escaneo y sacó un
cuchillo de combate, tan largo como una espada mortal.

—Tenemos que mantener al enemigo atrás, evitar que la


desactiven —dijo Félix. Retrocedió a través de la grieta en la pared
hacia el centro de control. El fuego de bólter estalló a una veintena
de metros de distancia, respondido por disparos de retorno de uno
de los pasillos—. ¿Podemos sobrevivir a la detonación de la
bomba?
Sí, firmó Asheera Voi. Aunque no será agradable.
"Entonces hacemos nuestro stand aquí", dijo Félix. Él pulsó una
comunicación codificada que advierte a los demás para prepararse
para las emisiones del dispositivo, junto con instrucciones a su placa
de batalla para contar desde su marca.
La Guardia de la Muerte estaba llegando en algunos números,
apretando el túnel varias filas profundas Desde la seguridad de las
sombras, los cuatro Reivers les dispararon como llegaron, sin dar
ninguna pista de dónde atacarían a continuación. Felix miro Los
puntos significantes de los guerreros que cambian de posición entre
cada explosión, y se impresionados con su capacidad para moverse
por un área tan inestable mientras se mantienen hasta una tasa tan
alta de fuego. Había peleado raramente con los Reivers antes. Él
era Un veterano de la guerra abierta.
"Hasta el momento solo vienen del túnel opuesto al que
usamos", dijo.
Kaspian. "Son grandes, hinchados. No quieren arriesgarse a
pisar esta trampa de un piso. Podemos contenerlos, estoy
seguro. Siempre que no entren para atacar desde dos frentes.

Félix había sido descubierto por el enemigo. La tos tuberculosa de


las armas oxidadas. Estalló desde el otro lado de la habitación.
Explosiones de rondas impactantes.
El campo de la égida de Félix iluminó su armadura. La luz de la
descarga lo sacó
Para el resto, y siguieron más tornillos. Daler derribó a un traidor con
un disparo a través de la cabeza. La reliquia de un casco de la
Guardia de la Muerte se rompió, y se estrelló abajo en la cubierta,
haciendo temblar toda la estructura, pero no se rompió.
Al ver esto, uno de los otros apuntó su bólter a la cubierta,
acribillándolo. El pauso
Para evaluar los resultados. Cuando las placas se quedaron dónde
estaban, salió.
Con un pie cauteloso, los disparos de los pernos que le golpeaban
se ignoraron. Él empujó,
Una vez, dos veces, luego miré a Félix con ojos locos. Riendo
maniáticamente, el
El guardia de la muerte entró en la cubierta. Una docena más siguió.
Murmurando, o cantando
Canciones discordantes, o riendo como locos, se extendieron por la
cubierta.
Cruzaron el espacio abierto, ignorando la poca cobertura que había
entre ellos y su enemigo. Si eran fáciles de golpear, eran
increíblemente difíciles de matar. Absorbieron un Masa de disparos
que habrían matado a un marine espacial, pero no fallaron. Cuando
uno sucumbió, sus compañeros pasaron por encima de su cadáver
humeante sin cuidado.
Modrias fue el primero en morir. Sonó una campana de mortis en el
yelmo de Félix al mismo tiempo que su marcador de identificación
parpadeaba fuera de la miniatura cartolito Los ardientes dardos de
fuego de cerrojo que venían de su posición cesaron en el mismo
tiempo.

Félix roció a los marinos de la plaga que venían con su guantelete


de tormenta de pernos, el gemelo.
Las pistolas infiltradas producen una tremenda velocidad de fuego.
Iconos le advirtieron que las armas se sobrecalentaban y su tolva de
munición estaba casi vacía. Para entonces, había dejado de
importar.
Los marines de la plaga los alcanzaron.
El primer Félix mató con una granada, la hizo rodar bajo sus pies y
lanzó la parrilla de la cubierta de debajo de él. El Marine Espacial
traidor cayó como un demonio en un El juego misterioso desaparece
a través de una trampa, sus locas risitas se transforman. En un
aullido de indignación mientras se desplomaba en la oscuridad de la
bajada de niveles.

Kaspian hizo lo mismo, lanzando un puñado de granadas de


choque primero para desorientar al enemigo antes de seguir con
dos bombas krak lanzadas en rápida sucesión. Los proyectiles de
bólter explotaron alrededor de los Marines Espaciales, haciendo
enormes agujeros húmedos en el hierrormigón podrido. Las bombas
krak detonaron, sacando una amplia sección de la cubierta,
enviando a tres Guardias de la Muerte a sus muertes negadas
desde hace mucho tiempo. Un cuarto agarró el suelo mientras caía,
y se aferró al borde, los dedos de una mano arrugando el
plastiacero, un tentáculo de color rosa brillante envuelto alrededor
de la viga debajo. Su planta de energía fue coronada con una
extraña colección de improvisados, bombardeos de humo de
escape. Su placa de batalla gimió con la agonía de la mala
lubricación de los mecanismos mientras sacaba su enorme masa
fuera del agujero.

Félix terminó sus esfuerzos con una ráfaga de disparos de pernos


que arrancaron su sin blindaje.
Tentáculo y golpeó su casco libre junto con su cabeza.
Los esfuerzos imperiales estaban produciendo una proporción de
muertes satisfactoria. Ahora deben probar ellos mano a mano
Félix intervino para interceptar a un campeón ruidoso, su estado
exaltado marcado por su mayor volumen y una mosca demoníaca
parloteando que orbitaba su cabeza con la regularidad de un adorno
motorizado. Félix ignoró la mosca, salvando su ira por su dominar.
El guerrero lanzó un enorme puño de poder de la marca antigua en
el tetrarca. Eso
Rebotó de su égida, pero ya la Guardia de la Muerte seguía la
huelga Con un trío de tornillos de su pistola. Todos se lanzaron al
olvido contra el poder de Félix. Félix respondió con un fuerte
empujón de su espada. El punto pinchado a través del pectoral
podrido del traidor. El campo de interrupción hizo cocer su órganos
Los fluidos apestosos salieron de los innumerables hoyos en el
campo del campeón.
Placa de batalla. No murió, sino que se rio y volvió a lanzar su puño
de poder ante la cabeza.
El golpe nunca se conectó. Una cuchilla brilló detrás de él,
quitándose la oxidación del guantelete en el codo del hombre. Félix
se presentó con una sección sombría de Carne y hueso unidos
anormalmente a la armadura. El puño, mano aún en el interior,
sonaba. Se levantó del suelo y el campeón se volvió con un gruñido
para enfrentar a su atacante. La hoja emergió a través de su
espalda, flameando llamas y chispas de las ruinas del campeón
reactor.
El campeón se cayó, revelando a Voi, espada en mano. Gritando,
la mosca se zambulló en ella, las piezas bucales sonaban, pero tan
pronto como se acercó, se evaporó en una mancha de humo
grasiento.

"Mi agradecimiento", dijo Félix. Acosó a un guerrero que se


dirigía hacia la Hermana de
Silencio con tornillos. Múltiples destellos iluminaron su interior,
brillando corroídos agujeros en su armadura.
Voi inclinó la cabeza y se fue, bailando a través del combate,
empuñando la maciza espada tan ligeramente como si fuera una
pequeña cuchilla de duelo.
Félix avistó otro objetivo, matándolo con su tormenta de rayos.
Otro murió a un sopla por detrás Cambió de la hoja de trabajo,
confiando en cambio al campo de energía que rodeaba su
guantelete. Era un arma más lenta, pero cuanto mayor el poder
destructivo que poseía derribó al enemigo antinaturalmente más
resistente seguramente.
El contador para el dispositivo marcado. Él hundió su puño, todavía
disparando las pistolas colgadas, dentro del cofre de un traidor,
sacando de un tirón los manchados corazones de la criatura en un
torrente de sangre espesa y pus.
Docenas de enemigos ahora se estaban vertiendo en el centro de
control del reactor, y el
El edificio mismo estaba reaccionando a la presencia imperial. Una
oleada de materia apestosa
Vertido fuera del corredor, formando un nuevo y viviente piso para
cubrir sobre la podrida reja. El río limo se desbordó tras él. El peso
combinado de la guardia de la muerte sobre la cubierta habría
destruido el piso original, pero la carne los sostuvo arriba. A medida
que se propagaba brotaron extraños crecimientos de plantas que
ennegrecieron y murieron tan pronto como florecían. Las esporas
ahogaban el aire apestoso. La filtración atmosférica de la unidad de
Felix espió. La suciedad de partículas estaba comiendo a través de
sus sellos vacíos.
Otro guardia de la muerte murió. La alfombra de carne brillaba,
bañando el centro del reactor con una luz verde repugnante. El río
limo, que ahora cae como un ancho, goteo una catarata mientras la
carne se extendió, llevó la luz con ella, iluminando los pisos por
debajo, la Guardia de la Muerte que había caído a través de la
cubierta estaban recogiendo ellos mismos arriba
Félix juró. ¿Nada podría matar estas abominaciones?
Tres de ellos estaban sobre él, obligándolo a luchar con toda su
habilidad. Ellos eran más viejos que él, pero mientras que él había
pasado los últimos diez milenios dentro y fuera de animación
suspendida, ellos habían luchado todo el tiempo. Conocían sus
técnicas. Héroes más grandes que él había caído sobre ellos.

Fue obligado a retroceder. Lo pincharon con cuchillas oxidadas. De


los bordes de la muesca, un veneno negro goteaba que se
evaporaba antes de tocar el suelo, causando el aire para brillar.

El contador golpeó cero. Félix contuvo la respiración. No pasó


nada.

Tuvo tiempo para temer lo peor. Su espalda estaba contra la pared.


Euphain fue abajo, Daler presiona con fuerza. Kaspian había
desaparecido de la vista, aunque no mortis había sonado para
marcar su fallecimiento.
El fracaso hizo señas.

Una inmensa presión se construyó detrás de él, empujando a


través de su cuerpo. Esto no fue la sobrepresión de una explosión
mundana, pero un asalto psíquico de incomparable poder.

El corazón en el reactor chilló con una voz humana y murió.


Una extraña piel de luz envolvió a Félix. Donde la luz corría sobre
la alfombra de carne, murió, desintegrándose en una fina gachita
que se deslizaba por el suelo oxidado.

Al igual que los torpedos, el dispositivo contenía los restos en polvo


de los parias. Félix había oído oscuros susurros sobre ellos. Se
decía que no tenían alma. No solo eran contrarios a los habitantes
de la disformidad, pero afectaban a cada centella de la energía de
otro mundo, incluidas las almas de los seres vivos.
Es por eso que los gustos de Voi eran tan incómodos de estar
cerca. Esto era esa misma sensación, se multiplicó mil veces. El
lavado de la detonación tiró físicamente de algo dentro de Félix,
levantando su psique, desplumando energía etérica a partir de su
síntesis equilibrada con su cuerpo y que amenaza con extinguirlo
para siempre.
Era insoportable, como nada que hubiera sentido nunca. Su alma
estaba en llamas.
El grito.

Impregnados del poder de su dios diabólico, el efecto sobre los


marines de la plaga era mucho mayor Gimieron y cayeron, algunos
muertos de piedra. Otros chillaron como si el horror de su condición
se hubiera vuelto repentinamente claro para ellos.
El tiempo parecía fuera de lugar. No había nada más que gritos a
su alrededor.
Félix fue uno de los primeros en recuperarse, arrastrando su
cuerpo desde el suelo. Él
Se sentía como si pudiera vomitar. Le dolían los músculos. Su
cabeza sonó. El intento de
Invoca su pantalla retiniana, pero el dispositivo no responde.

La voz del Maestro Augurum de Guilliman habló en su vox.


"Tetrarca, hemos detectado la detonación del dispositivo psyk
—out. El escudo está abajo. Confirmar misión cumplida.'
"Éxito de la misión", murmuró. Las venas eran hilos negros
arrugados en el suelo. El pulso del corazón estaba en silencio.
'Reactor destruido. Deberíamos retirarnos. Comienza el
bombardeo. Asegúrate de que lo que habita aquí no vuelva a la
vida.'

"Estamos apuntando a la catedral. Tan pronto como se aclare,


mi señor, nos nivelaremos el generador de energía, 'dijo por vox
el Master Augurum. La alimentación del barco crujió afuera.

Félix se tambaleó, ajeno al peligro que le planteaba el suelo, y


puso una bala a través de la cabeza de una plaga marina gimiendo.
Varios vivieron, tendidos en la cubierta Kaspian se puso de pie,
bajando al caído con su cuchillo. Voi lo ayudó, aparentemente no
afectado por la detonación del dispositivo psíquico.
"Mis sistemas de traje están caídos. Informe en ", gritó Felix.
Kaspian, Daler y Baskvo vivieron. Los demás estaban muertos.
Unas pocas vueltas finales.
Golpeó, acabando con su enemigo. No tuvieron piedad de los
traidores.
'Muévanse. Cuanto más rápido lleguemos a la superficie, más
pronto podrá Lord Guilliman nivelar este lugar ", ordenó Félix.
"Tengo movimiento", dijo Kaspian. Los Reivers giraron,
entrenando sus armas en la entrada.
Un grupo de marines espaciales truenos por el corredor, todos en
azul Ultramarine.
El capitán Sicarius de la Guardia de la Victrix saludó a Félix desde
el borde de la cámara.
"Sígueme, mi señor", llamó. "Tenemos un cordón que se
remonta al exterior. Esta es la salida más rápida”.
"Usted se une a nosotros en un lugar infernal, capitán", dijo
Félix.
"He visto mucho peor", respondió Sicarius.
CAPITULO TRECE

SANTOS Y PECADORES

Los silenciosos ruidos de los hombres diligentes que trabajaban en


el paseo marítimo relajaron a Devorus. Su personal de mando
cumplía sus deberes centrado. Conversaciones bajas y el ocasional
graznido de los mensajes de vox entrantes eran ruidos
tranquilizadoramente humanos, claros y vitales en el gris día de
Parmenio. La brecha cortaba a través del muro apenas a veinte
metros de la posición de Devorus, pero las líneas de defensa
establecidas por debajo para proteger la brecha habían sido
dispuestas con una agradable geometría, y parecían en aquel
momento a prueba contra las atenciones del enemigo. La paz era
mantenida al otro lado del canal. Aquella jornada no se llevó a cabo
ningún trabajo en el muelle. El enemigo esperaba, como esperaban
Devorus y sus hombres. La guerra había cambiado en un momento.

El Regente Imperial había llegado a Parmenio.


El fuego de las armas retumbó sobre las distantes montañas al
tiempo que las posiciones enemigas alrededor de Hecaton eran
obliteradas desde la órbita. Las mantas de niebla que cubrían las
llanuras fueron perturbadas. Ya no eran más una masa sólida, se
rompieron en bancos rodantes cuyo movimiento sobre la destrozada
tierra reveló ciudades en ruinas y granjas reducidas a barro picado
de proyectiles. La bruma en los tramos más altos del aire se había
dispersado, permitiéndole ver el camino entero hasta Hecaton por
primera vez desde que llegara el enemigo. Antes de la guerra, la
vista había estado bien. El aire había sido limpio y claro la mayoría
de los días, y Hecaton fácil de ver. La ciudad se extendía con pereza
por las laderas de las montañas hacia abajo, un adorno de filigrana
sobre el arte de la naturaleza, picos blancos por encima arriba,
verdes tierras por debajo. La gente había acudido a los muros de
Tyros para verla, aquella vista de la perfección de Ultramar, donde el
hombre y el planeta vivían en tolerable equilibrio.
Lo que las nieblas apartaron soplando le horrorizó. Los picos de las
montañas continuaban siendo blancos. Todo lo demás había
cambiado. Las agricolae se habían convertido en un pantano tóxico.
Arruinados pueblos blancos como huesos en carne licuada. Lo peor
de todo era el destino de Hecaton. Estaba a setenta kilómetros de
allí a la isla, una distancia que reducía una ciudad de un lugar a un
detalle. Devorus no necesitó acercarse más para saber que estaba
perdida.

Las hermosas torres estaban retorcidas y negras, como si hubieran


sido fundidas en parte por error y reparadas de manera inexperta
por un tonto que no tenía ingenio para ver cuán pobre era la
restauración que había proporcionado. La gran cúpula del
Administratum Officio — una maravilla en los días pasados, tres mil
metros de uno a otro extremo y una cáscara de huevo de color azul
que superaba al cielo — había desaparecido. Los suburbios eran
manchas negras en las laderas de las montañas. Cuando usó sus
magnoculares, Devorus vio ríos de inmundicia derramándose por
empinadas calles.

La guerra tocaba el tambor de su ritmo en los cielos, y los


encendía con esporádicos estallidos de energía. Las naves libraban
una silenciosa batalla en órbita fuera de la vista por encima de las
nubes, pero los escombros de la lucha que caían y ataques perdidos
con armas llenaron el cielo sobre las llanuras con estampidos y
agudos alaridos de descargas.
Desde el otro lado del Río Mar, donde Keleton se mantenía firme,
franjas de luz lineales acuchillaban — las deslumbrantes
explosiones de los láseres de defensa de Edimos tierra adentro. Un
trueno peculiar era llamado desde el cielo con cada llama de luz
colimada. Las nubes se amontonaron y arremolinaron alrededor de
su rastro, dejando tajos calvos donde el cielo se veía azul, una vista
que Devorus nunca pensó volver a ver, antes de que las nubes se
arremolinaran de nuevo para tapar el hueco con impetuosos lavados
de lluvia.
Los láseres dispararon solo cuando la flota de la Guardia de la
Muerte se desvió dentro de su arco de fuego. La curva del planeta
limitaba su contribución a la batalla. Devorus estaba encantado de
verlos usados. Demasiado tiempo la batería de láser de defensa
había sido una amenaza en lugar de una participante activa en la
guerra.
Alzó sus magnoculares de nuevo. La victoria sería un acto de
desafío más que algo para ser medido como una defensa exitosa.
Los Ultramarines podían recuperar Hecatone, pero ya era
demasiado tarde. Franjas enteras de Parmenio tendrían que arder
para quemar la mancha de la Guardia de la Muerte.

Mórbidos como eran los pensamientos, no se sometió a la


desesperación. No podía.

El crujido de las botas sobre escombros hizo que se volviera para


enfrentar a Hermana Superiora Iolanth. Tras ella, la puerta exterior
de la escotilla que conducía al alto Bastión de Shoreward se
encontraba abierta, derramando una brillante luz de lumen en el
color gris del día infectado. Iolanth se despojó del casco, y tal vez
solo por tercera o cuarta vez desde que Devorus la había conocido,
él le vio la cara. Miró hacia delante para ver su cara.

Era extraño, pensó, lo hermosas que eran todas las Hermanas de


Batalla. El servicio al Emperador, en especial en batalla, no debería
requerir tal perfección estética. Sospechó de la mano de menores,
impuros hombres en su selección.
Iolanth llevaba su cabello blanco en trenzas en el lado izquierdo de
su cráneo, tan apretados y cerca de la cabeza, que exponían el
cuero cabelludo entre ellas. El lado derecho se hallaba afeitado
hasta exponer la piel, dejando una extensión libre para un gran
tatuaje del aquila.
Dos cicatrices estropeaban su cara, una de grosor suficientemente
como para doblar la línea de sus labios donde los cruzaba, la otra
fina, pálida como una luna, corriendo casi al mismo nivel de uno a
otro lado de su frente. A la izquierda, giraba hacia abajo un poco, y
engordaba, como un gran instante, como si hubiera sido aprobada
por algún cósmico, sanguinario poder.

Devorus se preguntó dónde se había hecho esas cicatrices. Él no


le preguntó. No osaba. Iolanth era imperiosa y feroz, con
penetrantes ojos amarillos. Devorus tenía la impresión de que si él
alababa su belleza de alguna manera, ella se mutilaría en el lugar
para demostrar que su devoción al Emperador era de más
importancia.

—El primarca viene —dijo Devorus. Sus ojos se demoraron en el


rostro de Iolanth un momento de más, y se sonrojó—. Tengo la
confirmación de ello desde los más altos canales. Estamos a la
espera de socorro—. Miró hacia el puerto, deseando que las
órdenes fueran diferentes, que debían llevar a cabo una salida y
luchar contra el enemigo. Estaba cansado de esconderse.

—Ciertamente así es. El hijo del Mismo Emperador llega para


castigar a los traidores —dijo Iolanth—. Noticias maravillosas,
pero no las más maravillosas.

Devorus colocó sus magnoculares de vuelta en su estuche. La


captura magnética hizo clic.

—¿La niña está despierta?


—Lo está. —dijo Iolanth—. Venga al bastión conmigo. Os
concedo el honor de verla.
Devorus la siguió adentro.

La niña echó un miró a hurtadillas a Devorus sobre su manta, sus


grandes ojos marrones expresando una mezcla de timidez y
confianza. No había visto de qué color eran antes; la terrible luz los
había oscurecido.
Él miró hacia otro lado. La luz seguramente debería haber
quemado sus ojos. No pudo sacudirse la imagen de las vacías,
ennegrecidas cuencas oculares.
—Como veis, se encuentra bien —dijo Iolanth. Ella asintió con la
cabeza a las dos Hermanas de Batalla que permanecían de guardia.
Se fueron sin palabras.
Las guardias se encontraban dentro de la cámara, observó
Devorus, no en el exterior.
—¿No tiene un nombre? —dijo Devorus.
Iolanth se encogió de hombros. El detalle no le importaba. La chica
no ofreció uno.
Se dirigió a la cabecera de la niña.

—Este es el Mayor Devorus. Es el comandante de la


Guarnición Auxiliar de Tyros, y el amo de esta ciudad. Le debes
su respeto —dijo Iolanth con portentoso tono.

—Hola —dijo Devorus—. En realidad no lo haces. Deberme


respeto alguno —dijo. Él no se preocupó mucho por la
presentación de Iolanth—. Sólo soy un soldado. ¿Me puedo
sentar? —Señaló la silla junto a la cama. Cuando la niña no
respondió, se sentó de todos modos. Ella lo siguió con sus enormes
ojos marrones. Se inclinó hacia delante y la miró de un modo
alentador.

—Dijeron que tenía que hablar con usted, pero pensaba que el
Coronel Anselm era el comandante —dijo ella. No era
sorprendente que una niña de Ultramar supiera quien era el
comandante militar. Una vez que la guerra comenzó y Macragge se
desplazó de los códigos de la ley civil a la militar, la palabra de
Anselm se había convertido en ley.

—Murió —dijo Devorus. Y el Coronel Borodino, y los Mayores


Vascus, Gled y Hawmanc. No insistió en eso.
—¿Cuándo te hiciste cargo? —preguntó.
—Hace unas semanas —dijo.
La muerte de Borodino había tenido lugar hacía seis semanas, y
había sido una desastrosa. Hubo combates en el túnel de tránsito
bajo el canal del puerto antes de que lo hiciera estallar y devolvió al
enemigo al otro lado. El coronel fue atrapado por una de las
bioarmas del enemigo tras haber dispuesto las cargas de
demolición. Devorus resistió el avance de la memoria, trató de
detener su repetición antes de llegar allí y vio la forma en que la piel
de Borodino se había derretido, la forma en que gimió mientras se
ahogaba en la sopa de sus propios pulmones, el modo...
No ahora, pensó.
Sonrió. —No tendemos a anunciar estas cosas a los civiles a
menos que haya una buena razón—. Devorus se recostó en la
silla. Sentarse permitía robarle a su cansancio y agacharse sobre
sus hombros. Una fuerza física luchó con sus párpados, intentando
obligarlos a cerrarse. Bostezó y paso la mano hacia abajo sobre su
cara, estirándola. La arena raspaba contra su piel. Su último lavado
fue... ¿Cuándo se había lavado por última vez?
—Lo siento —dijo—. Estoy cansado. —Se rio como si esto fuera
divertido.
—Yo también estoy cansada —dijo la niña. Ella puso sus rodillas
bajo de su barbilla. Devorus reevaluó su edad en tal vez catorce
estándar. Parecía mayor en la línea. Supuso que sus propias hijas
ya tendrían alrededor de su edad por ahora, una un poco más
mayor, una más joven. Si todavía estuvieran vivas. No tenía idea de
si lo estaban.

—Es muy agotador cuando Él viene.


—¿Quién? —dijo Devorus.
—Él —dijo ella.
—¿Quién es "él "? —preguntó.

Ella lo miró en silencio.


—¿Recuerdas venir al frente? —preguntó.
Ella sacudió la cabeza. —Recuerdo a las benditas Hermanas
preguntando por mí. Vinieron a nuestro sótano y dijeron que
habían oído lo que hice con el pozo, y que tenía que ir con ellos
y verte.
—¿Recuerdas haber purificado el pozo?
—Un poco. Recuerdo luz. Y algo moviéndose a través de mí.

—¿Después de eso? —preguntó Devorus.


—Igual que lo normal.
—Hasta hoy. Cuando llegaste al frente. ¿No recuerdas nada?

Ella sacudió su cabeza otra vez. —Nada, hasta que me desperté


aquí.

—Bien —dijo—. ¿Cómo están las cosas en la ciudad? No he


tenido oportunidad de ir al interior de las murallas
recientemente.
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó. Solo ahora ella pareció un
poco asustada.
Devorus se inclinó y le palmeó la rodilla. Debiera haber sido un
gesto natural, pero se sintió incómodo, y se arrepintió de hacerlo tan
pronto como lo hizo. Estaba falto de práctica, y nunca había tenido
destreza paterna. Sus niñas habían tenido a su madre para aquello.
Las había visto tan raramente.
—Estarás bien —dijo. Lo hueco de su promesa lo avergonzó. No
podía garantizar eso—. Descansa un poco —dijo.

Miró a Iolanth. Ella asintió. Salieron de la habitación. Devorus


caminó con largos pasos, el rostro sombrío, por el polvoriento
pasillo. Se detuvo debajo de un panel de luz roto.
—¿Qué es exactamente lo que va a hacer con ella? —preguntó
—. Entiendo que esto de mostrármela es una cortesía.
Los ojos de color amarillo de la hermana superiora Iolanth lo
miraron fijamente. Ella no parpadeó mucho.
—Lo es. A pesar de que usted es el gobernador interino de
esta ciudad, en estos asuntos de lo sagrado y lo profano el
Adeptus Ministorum mantiene la preeminencia. Le traje aquí
para decirle que, como comandante de la cámara militante,
supervisaré la evaluación de la niña.

—¿Qué va a hacer con ella? —repitió.


Iolanth miró hacia otro lado, emociones complejas flotando flotaban
bajo la superficie de su hermosa cara marcada con cicatrices—. Hay
dos posibilidades. La primera es que la niña este poseída por
un poder sagrado. Sus acciones en la ciudad así lo sugieren,
cuando limpió el pozo e hizo puro de nuevo lo insalubre. Ella
recuerda eso, pero hubo más. Luces extrañas, predicciones de
ataques de misiles y la aniquilación de un demonio que había
pasado al interior de nuestras defensas.

—¿Cuándo sucedió eso? —dijo Devorus con preocupación. Las


acciones de la niña en el pozo le habían sido informadas desde
hacía unos días. Había estado demasiado ocupado para
perseguirlo. Esta otra noticia era fresca, y le alarmó. Había extrañas
criaturas que la Guardia de la Muerte había traído consigo,
maliciosos insectos y las cosas gordas que se reían con malicia
como malévolos niños que infestaban la tierra que habían tomado.
Si solo uno de ellos subiera a la isla...
—Hace ocho días —dijo ella.
—¿Por qué no me lo contó? —dijo.

—No se enoje. Lo descubrí yo misma ayer, cuando fui a sacar


a la chica fuera de la ciudad. Su gente lo mantuvo en secreto
hasta que llegamos. No tuve tiempo de pasar esta información
Recordará el ataque, y ella haciendo retroceder a las máquinas
del enemigo desde la línea de defensa.
¿Era una broma? pensó Devorus. Dudaba que Iolanth fuera capaz
de hacer humor. —¿Cómo podría olvidarlo?
—Estos fenómenos son concordantes con una influencia
sagrada.
Se miraron el uno al otro por un largo momento, el hombre con su
sucio uniforme, la mujer en su prístina armadura de color carmesí.
—La otra opción es que ella es una bruja —dijo Devorus—. Esa
es la única otra, ¿no es así? Una psyker pícara, o peor, un peón
del enemigo.
Iolanth asintió. —Lamentablemente.
—Si no, ¿ella es qué, una santa? —Él no podía creerlo. No en
Parmenio.
—No lo creo. He visto con mis propios ojos a la bendita Santa
Celestina. He leído las crónicas de las vidas de los sagrados
santos que se han alzado en momentos de peligro en nombre
de nuestro más divino señor, el Dios—Emperador de Terra.
Esto es algo diferente. En el peor de los casos, podría ser
nuestra perdición. Muchas veces ha habido seres que
afirmaban ser santos, pero que no lo eran. Los enemigos del
Emperador son taimados. Este podría ser uno de sus trucos.
Agrada a los falsos dioses evocar esperanza en corazones
desesperados y usar nuestra fe contra nosotros. Debemos ser
cautelosos.

Devorus entrecerró los ojos. —Hablasteis de algo maravilloso.


—Lo hice. Si ella no es una bruja, y esto no es un truco... —
Hizo una pausa.
—¿Entonces qué?
Ella no lo diría. —La esperanza derroca a la razón. El hecho
debe ser determinado. —La cara de Iolanth se endureció.— Debe
ser puesta a prueba. Ha de pasar la Probos Mallefica.
—¿La prueba de bruja? Sólo una niña. ¿Merece esto?
—¿Merece alguien algo de esto? —replicó Iolanth—. Algunos
de los peores monstruos en la historia han nacido de niños. La
inocencia no es protección contra el mal. Esté agradecido de
que se lo haya dicho. No me puede detener. No requiero su
bendición o su permiso. Que os informe es otra cortesía.
Debería estar agradecido.
—Al menos podría preguntarle a ella —dijo él.

—¿Quién dijo que no lo he hecho? —dijo Iolanth.


—¿Lo hizo?
—Ella estuvo de acuerdo.
—Está asustada —dijo Devorus—. Ella probablemente
accedería a cualquier cosa".
—Con buena razón. Dígame mayor. Si estuvierais en su
posición, ¿preferiría no saber si erais una fuente de
corrupción? ¿Preferiría morir con limpieza o convertirse en el
medio de destrucción de todo lo que le importa? Si ella es pura,
si aquello por lo que rezo está sucediendo, ella podría
salvarnos a todos. Si no lo es, entonces lo menos que podemos
hacer es salvar su alma. Un poco de dolor y la muerte de una
envoltura mortal es un insignificante precio a pagar para evitar
la condenación eterna.
Devorus se sintió incómodo. La crueldad de los excruciadores del
Adeptus Ministorum era bien conocida.

—Es fácil decir eso cuando no es tu dolor —dijo,


sorprendiéndose a sí mismo. No podía entender por qué el
sufrimiento de esta niña era tan importante para él.
Iolanth lo miró con desprecio. —Le informaré de lo que
descubramos. No interfiera.
Devorus estaba muy cansado. No quería discutir, pero su moral lo
hizo rebelarse contra la lasitud. —Hermana— comenzó. Fue hasta
donde llegó.
El bastión se sacudió. Cayó polvo tamizado del techo.

—¿Qué fue eso? preguntó.


Iolanth ya se estaba moviendo más rápido de lo que él podía
esperar igualar. La persiguió pasillo abajo. Ella estaba afuera a
través de la compuerta de aire abierta de la fortificación ante él. La
puerta se cerró con un siseo detrás de ella, y él golpeó
infructuosamente su panel de control mientras pasaba por su ciclo.
Otro temblor sacudió la torre, y otro.
La puerta de la compuerta de aire se abrió, y se apresuró a entrar.
—¡Vamos, vamos!— murmuró a medida que las máquinas se
tambaleaban, comprobando y volviendo a comprobar en busca de
contaminantes. Un cuarto temblor, más fuerte que el anterior, le
sacudió tanto a él como a los dispositivos en la compuerta. Sus
luces de funcionamiento temblaron del color verde al rojo y de
regreso otra vez ante el choque.
—Pureza mantenida —dijeron las máquinas. Un carillón. La
puerta exterior se deslizó de nuevo en su alojamiento. Devorus lo
empujó a su alrededor antes de que estuviera abierta por completo.
Iolanth permanecía de pie en las almenas con una multitud de
personas. Habían abandonado sus tareas y miraban hacia Hecaton.
Devorus llegó a tiempo para ver el quinto y final ataque de lanza
acuchillar desde la órbita. Múltiples haces en varios ángulos, con
probabilidad provenientes de diferentes naves. Fueron bien
colocados y golpearon tan cerca en el tiempo que bien podrían
haber sido simultáneos. Se estremeció ante la abrasadora luz. Las
nubes se alejaron corriendo allí donde los rayos se estrellaron a
través del aire, pesados como martillos, aplastando las corruptas
agujas de Hecaton. Un instante fue todo el tiempo que requirieron
para emitir el juicio de Guilliman. Se apagaron antes de que el ruido
del impacto tuviera tiempo de llegar a los oídos de Devorus. Anillos
de descarga plasmática se desplegaron desde el lugar de impacto,
los gases luminosos expandiéndose y disipándose en la niebla de
color amarillo. Al fin, el sonido alcanzó a la luz, y el falso trueno del
impacto tamborileó muy por encima de las llanuras.
Hecaton era una salpicadura de color naranja sobre las montañas.
Breves flujos de lava reemplazaron los ríos de inmundicia.
A lo largo de la pared y en las líneas de defensa por debajo, los
cansados hombres se arrancaron sus respiradores y vitorearon.
—¡Y lo! El Emperador juzgó a Sus enemigos indignos de
redención, y los castigó desde el vacío y el suelo y la
disformidad —dijo Iolanth, citando un texto con el cual Devorus no
se hallaba familiarizado—. Su ira se encolerizó por completo, de
modo que todos quienes Lo contemplaron, temblaron ante Su
justicia, y cayó sobre aquellos que podían ser traidores, y la
masacre creció por Su voluntad y Su acción. —Varios hombres
se arrodillaron cerca, susurrando oraciones sobre las manos
extendidas en el signo del aquila. Varios de los más devotos
llamados al santo guerrero, pidiendo su bendición.
—En pie de nuevo —dijo Devorus, alejando con un parpadeo las
imágenes residuales—. No ha terminado todavía. De vuelta a
vuestros deberes.
Iolanth lo miró triunfante. —El primarca ha hablado, y antes de
que él venga aquí, estaré lista para ofrecerle la cabeza de una
bruja, o los medios de salvación.
Dejó las almenas, llamando en voz alta a los excruciadores por el
fonocaptor vox montado en su cuello
CAPITULO CATORCE

EL CAMINO DE LA CARNE

Cenagosa llovizna llovía de los cielos verdes Los eructos de la


guerra retumbaron alrededor del mundo, rodando de un lado a otro
del horizonte. Los siervos del Dios—Cadáver se hallaban al alcance
de la mano. El tiempo se estaba acabando para los invasores.

La Guardia de la Muerte tenía su campamento en un valle poco


profundo en las montañas al norte de Hecaton. Era un miserable y
triste lugar. En su centro una oxidada plataforma de tres círculos
entrelazados había sido alzada sobre el suelo. Sobre la misma se
reunieron trescientos cuarenta infelices mortales bajo el opaco color
blanco de los ojos de Mortarion. Eran el Culto de la Proliferación Sin
Fin, un culto vidente dedicado al servicio de Nurgle. Cada uno de
ellos era un psyker, y algunos no tenían ningún mal talento. Sus
destrozadas vidas eran vividas para la gloria del Dios de la Plaga,
eran mansos y estaban ansiosos por complacer a su inmortal señor.
Aunque tenían poder propio no era para nada como el de Mortarion.
Al lado del poder del Señor de la Guardia de la Muerte, sus dones
eran débiles luces de cadáver al lado del sol.
Mortarion se sentó en un trono de alto respaldo formado a partir de
apilados, huesos de color verde. Sus manos blindadas se aferraron
a los reposabrazos formados por columnas de cráneos invertidos. A
su alrededor había siete Terminators Mortaja de la Muerte, sus
enormes, blindados cuerpos empequeñecidos cerca de la
inmensidad de su demoníaco señor. Sus guadañas gigantes eran
miniaturas comparadas con la gran arma Silencio, colgando de
corroídos soportes sobre la cabeza de Mortarion. El poder del Caos
había hinchado a Mortarion más allá de sus dimensiones originales.
Hecho dos veces del tamaño de un hombre mortal por el
Emperador, Nurgle lo había estirado todavía más, de modo que
tenía treinta pies (unos 10 metros) de altura, una talla acorde con su
exaltado estatus en la corte del Dios de la Plaga.

A lo largo de una extensa alfombra hecha de pieles de hombre


podridas y cosidas juntas, el Sumo Taumaturgo del culto vidente se
abrió camino resollando hacia los pies de Mortarion. Estaba
bendecido con la abundancia de carne de Nurgle. Una alta y
puntiaguda capucha decorada con un apagado pasador de latón
cubría todo, excepto su boca cubierta de costras. Un largo kilt cubría
sus partes inferiores, pero su pecho estaba desnudo, y su distendido
estómago se balanceaba con pesadez sobre su cinturón.
Un flaco ser, cubierto de pies a cabeza con túnicas de un apagado
color verde, acompañó al taumaturgo. Llevaba una seca y sucia
bandera, embadurnada de manera tosca con la mosca de Nurgle.
El Sumo Taumaturgo se detuvo ante el trono de Mortarion y se
arrodilló con obvio esfuerzo. Su siervo sin rostro permaneció detrás
de él, el estandarte del culto aleteando en el húmedo viento de
plaga.
—Estamos preparados, mi señor —dijo el hombre. Entre sus
propias filas se le temía. Cientos conspiraban unos contra otros para
ser quien más le complaciera. Era arrogante, cruel, se hallaba bien
versado en las artes oscuras, y bendecido por su dios. Arrodillado a
los pies del primarca demonio, tembló como una bestia antes de la
matanza.
La máscara de respiración de Mortarion silbó penachos de vapor
tóxico. Los pulmones del señor de la muerte se sacudieron en un
profundo calado.
—Entonces procede —dijo. Mortarion miró fijamente por encima
de la cabeza del suplicante a la tormenta en el horizonte. Rayos de
lanza apuñalaban la superficie. Las municiones se precipitaban en
picado como meteoritos. Su odiado hermano iba a destruir a
Hecaton. Las explosiones golpeaban con un ruido sordo desde
posiciones alrededor de la ciudad con un persistente ritmo. No había
mucho tiempo— Trae a Ku'gath y su Guardia de Plaga antes de que
se pierdan su altar y su reloj, o sufrirás tales tormentos que incluso
la más sincera fe en el Dios de la Plaga no podrá embotarlos.
La capucha del hombre se estremeció, amplificando su temblorosa
sacudida.
—¡Mi señor! —dijo. Para un hombre tan gordo y enfermo, se puso
de pie de un brinco de manera positiva. Se inclinó y raspó de nuevo
la alfombra de pieles desolladas, volviéndose solo cuando alcanzó
una respetuosa distancia.

—¡En nombre de Nurgle, todopoderoso dios de la vida y la


muerte, que el ritual comience!
Un gong de bronce resonó con debilidad. Un canto comenzó. Los
brujos formaron un círculo hueco alrededor del punto donde se
cruzaban las tres plataformas, dejando tan solo una ruptura en su
pared de escrofulosa carne para que Mortarion, sentado en el borde
extremo del Círculo más septentrional, pudiera mirar el centro con
su vista ininterrumpida.
Siete de los trescientos cuarenta caminaron hacia el centro de este
círculo, sus pasos ajustados para igualar el solemne ritmo del canto.
Tomaron puestos equidistantes, formando un anillo más pequeño
dentro del mayor. Al momento, se levantaron y bajaron sus
capuchas, luego se quitaron las capas y las dejaron caer al suelo
dejándoles desnudos bajo la lluvia.
Siete de los más bendecidos seguidores de Nurgle habían sido
elegidos. Su rango de deformidades era impresionante. Ninguna
parte de ellos se encontraba libre de mancha o enfermedad. Aquel
tenía los pies hinchados hasta un tamaño gigantesco por la
elefantiasis, aquel otro las extremidades marchitas y dedos faltantes
a causa de la lepra. La cara de otro se había derrumbado sobre sí
misma, su cráneo comido por una enfermedad ósea, dejando un
agujero fruncido y silbante que servía como boca y nariz. Todos
tenían llagas, picaduras de viruela, bubas y parches de chillona
lividez. Su piel estaba descolorida y floja de manera uniforme.
Parásitos, revelados por su desvestido, escudriñaban desde las
axilas y las ingles para salir de la lluvia. Sus dolencias excedían las
peores morbilidades que un hombre debiera soportar sin morir.
Nurgle había trabajado en su cambio de carne en la mayoría. Unas
fauces anchas con dientes negros permanecían boquiabiertas en el
vientre de una mujer. Un hombre acunaba un tentáculo que había
reemplazado su brazo derecho, y un tercero se hallaba rodeado por
un enjambre de moscas que cantaban los nombres de
enfermedades perdidas al borde de la audición y se arrastraban
dentro y fuera de delicadas cavidades en la piel del hombre.
—¡Oh, gran Nurgle! —Entonó el taumaturgo sobre el zumbido de
su aquelarre—. En la generosidad habéis bendecido a estos
afortunados. Te damos gracias por sus aflicciones, ¡Alabamos
tu magnificencia, nos arrastramos en adoración por tu
amabilidad! ¡Te los ofrendamos de nuevo para que los lleves a
tu jardín, donde podéis admirar vuestro trabajo y satisfaceros
con vuestra astucia!

Su retumbante voz se elevó. —¡Toma de vuelta a tus dignos


hijos e hijas a los cielos de tus interminables jardines, toma su
amor y su adoración a tu podrido pecho, para que puedan vivir
para siempre, y renacer en todas las multiplicidades de la forma
de descomposición!
Los relámpagos estallaron en lo alto, un tridente de siete puntas de
virulenta electricidad de color verde que se movía y crujía de un lado
a otro en el cielo.
Los siete mantuvieron la daga ritual en sus puños y enrollados
tentáculos, presentando el metal al cielo.
—¡Llévanos, oh Abuelo, cuídanos! —cantaron.

El relámpago estalló de nuevo, empleando sus dagas como toma


de tierra. Temblando con la energía danzando sobre su piel, los
siete clavaron las puntas de sus hojas en sus vientres, y con
rápidos, agonizantes, erguidos tirones, se evisceraron a sí mismos.
Lloraron de dolor y éxtasis al tiempo que cayeron sus entrañas. Ya
su dios había aceptado la ofrenda, y sus despojos se volvieron
verdes mientras el aquelarre cantaba, estallando con la retorcida
vida de los gusanos.
Al abrazo de la muerte los siete se precipitaron, cayendo en el limo
de sus propias entrañas descompuestas a medida que la vida se
desangraba en el aporrear del aguacero.

—¡Abre el camino! —gritó el taumaturgo—. Por los tres veces


tres veces tres Mayores Nombres del Dios de la Plaga, ¡Yo
ordeno que sea así! ¡Abre el camino!
Los cadáveres se sacudieron. Los rayos cayeron sobre ellos de
nuevo. Sus cajas torácicas estallaron con repugnantes grietas,
liberándose de la carne muerta, desgarrando espinazos que
azotaban detrás de ellos. Encendido con fuego de fosforescencia,
los huesos se alzaron, rodeándose entre sí, creciendo en tamaño.
Se vertió materia negra desde ninguna parte para cubrirlos. Los
zarcillos crecieron de caja torácica a caja torácica, rápidos como una
epidemia, en retorcidas ráfagas. Los zarcillos se agitaron, silbaron y
aullaron con inhumanas voces, antes de tocarse y tirar unos de
otros, enlazando los huesos en una arcada elíptica y ladeada de
veinticinco metros de altura.
—¡Nurgle! ¡Nurgle! ¡Nurgle! —Cantó la multitud en una febril
rapsodia.
Una enfermiza luz se encendió en el centro de la puerta, creciendo
rápidamente en brillo de modo que miraba peligrosamente a los ojos
de todos sobre la plataforma. La Realidad onduló, cristal deformado
atrapado en el calor de la magia, inclinándose hacia el exterior en
violentas convexidades que cantaban una torturada física.
—¡Nurgle! ¡Nurgle! ¡Nurgle!
Los rayos de lanza cortaron el cielo hacia el sur. El fin de Hecaton
había llegado. Nurgle tenía su respuesta a aquello.

El fuego estalló desde el hueco, arraigándose en las cuencas


oculares del culto vidente. Energías de color verde brotaron de sus
bocas y sus ropas, cocinando un vapor maduro de sus vestidos
empapados. Un trueno que podría haber sido una risa divina rodó a
través del hirviente cielo. Con un tremendo estallido, la puerta se
abrió de par en par, rasgando una llaga en la piel de la realidad.

El culto vidente cayó muerto en un instante, dejando al Sumo


Taumaturgo y su portaestandarte como los únicos supervivientes de
su grupo. Los cuerpos cayeron sobre el metal de color marrón como
sacos que cayeran dando vueltas del portón trasero de un carrito.
Otro mundo, más enfermo y desolado que Parmenio, pudo
vislumbrarse a través de la succionadora grieta de la disformidad.
Iax, el mundo jardín, el planeta que Mortarion reharía y renombraría
como Pestiliax, corazón y piedra angular de sus planes para
arrastrar Ultramar entero en la disformidad.
La vista a través fue oscurecida de repente por una montaña de
repugnante carne, portada sobre un palanquín gigante llevado por
una horda de ácaros de plaga.
Frunciendo el ceño de modo miserable, el demonio Ku’gath se
abrió paso a través de la disformidad, pasando de un mundo a otro
en un latido de su podrido corazón.
La lluvia caía como llovizna desde nubes de color verde, poniendo
a Ku'gath de un incómodo modo en la mente de su rival Rotigus. La
manifestación sobre Parmenio no tuvo la alegría de su devastación
de Tartella o la toma por plaga de Iax. Sépticus mantenía sus
cuernos escondidos bajo una capucha y su rostro sombrío. Sus
otros tenientes eran igualmente morbosos. Los nurgletes maullaron
y se quejaron bajo la mole de Ku’gath. Sacudió su plataforma con
rencor, dándoles algo real de lo que quejarse.
Los Siete Grandes Inmundos de la Guardia de la Plaga se
acercaron a Mortarion. El primarca se acurrucó en su trono, con las
alas plegadas contra la lluvia torrencial. Parmenio era oscuro y
miserable, pero no de modo correcto. Vientos frescos sondeaban en
los bordes de las apestosas nieblas, amenazando con separarlos y
alejar de un soplido el glorioso hedor. Cerca, las armas de los
mortales cortaban la atmosfera. Esta no era una manifestación
propicia.

Ku’gath miró las auroras en el cielo, visibles solo a ojos de


demonio.

—El poder de Nurgle se está yendo —dijo Ku’gath. Iax tenía un


sudario de actual disformidad sobre si, del que podía sacar fuerza y
forzar su existencia sobre el truculento cosmos. En Iax se sentía
vigoroso. En Parmenio podía sentir malhumorada mundanidad bajo
el flujo de la disformidad, arena bajo de las sábanas de una cómoda
cama. Sintió que si la atraía demasiado para alimentar su
hechicería, cedería. Él se desenmarañaría, y las leyes del reino
mortal lo expulsarían—. El aire perfumado del jardín se desplaza,
pero de manera irregular, sobre este lugar—. Volvió su poderosa
cabeza para mirar más allá de las plataformas sobre el campamento
de la Guardia de la Muerte más allá—. Tu reloj está en su lugar.
¿No funciona? —Se estremeció. Había una plenitud que emanaba
de algún lugar incómodamente cerca. Ku’gath tuvo la sensación de
ser vigilado por ojos hostiles. Todos los demonios lo sintieron.
Salieron de la grieta andando penosamente y en silencio. Los
nurgletes habían perdido su alegría, volviéndose tan miserables
como eran de manera habitual los portadores de plaga, mientras
que los portadores de plaga se habían retirado y susurraron sus
cuentas. Bestias de Nurgle se desplomaron sobre rastros de limo
ácido, gimiendo, demasiado acobardadas para jugar. El Padre de la
Plaga miró a sus lugartenientes de pétreo rostro: Septicus,
Hambruna, el Gangrel, Pestus Throon, Squatumous y Bubondubon,
que de todos ellos era el único en mantener su buen humor.
—¿En qué me has metido con engaños? —preguntó Ku’gath. Se
inclinó hacia delante, provocando chillidos de alarma de sus
portadores de palanquín.

—El plan ha topado con una complicación adicional —dijo


Mortarion—. La disformidad se retira. El poder que ayudó a mi
hermano a través del otromar está en juego aquí en la
superficie, trabajando contra nuestro señor. He golpeado una
barrera en el extremo occidental de este continente, una ciudad
que no caerá. Hay una protección sobre ella.

—¿Qué poder te detiene? ¿Has determinado si es nuestro


siempre cambiante rival o... Él? —dijo Ku’gath. El recelo llenó su
miserable corazón y se derramó entre sus podridos dientes. Tan
potente era el sentimiento que Mortarion se hundió más en su trono,
como una persona temerosa del látigo de su amo.
—Más allá de la ciudad, las tierras permanecen sin bendecir
por los fecundos regalos de Nurgle. Todo es lenta estabilidad,
libre de podredumbre y renacimiento.
—Pregunté qué poder, oh señor de la muerte —dijo Ku’gath.
Los músculos se contrajeron alrededor de su ojo flojo, y levantó una
gorda mano para evitar que se saliera.

—No importa —dijo Mortarion—. El resultado es el mismo


quienquiera que nos desafíe. Nuestras metas no han cambiado.
Parmenio es un escenario para el segundo acto de la caída de
Guilliman. He enviado oraciones a nuestro Abuelo pidiendo su
ayuda. Los portentos son buenos. Se me ha tenido en cuenta.
—¿Necesitas más ayuda? —preguntó Ku’gath con incredulidad
—. A tu pedido he traído la mayor parte de la hueste demoníaca
de Iax—que—será—Pestiliax. —Se estremeció. La carne de sus
montañosos flancos se estremeció—. No se puede traer más
aquí. Las legiones de Nurgle son septetos del infinito, siete
veces siete veces y así de continuo, para siempre, pero no hay
corriente de la disformidad suficiente como para mantener más
en este lugar.

—Ya veremos —dijo Mortarion—. Nurgle proveerá. La gran


batalla por el alma de Ultramar está al alcance de la mano. No
descansaré hasta que haya reclamado este reino para el
Abuelo. Él apoyará mi objetivo. Conquistaremos este mundo y
atraeremos a mi hermano a su condena en Pestiliax.
En el horizonte, los falsos relámpagos de la guerra del vacío
destellaron cada vez más brillantes. Las cuchilladas de luz finales
desde la órbita para eliminar Hecaton. Los fuegos de su destrucción
iluminaron los cielos con un color naranja que limpiaba. Con la
destrucción de la ciudad, la puerta de disformidad se arrugó tras
Ku’gath, estrechando el camino entre mundos. La legión demoníaca
gimió de consternación, y aceleró el ritmo para atravesarla antes de
que el camino se cerrara.

—¡Apúrate! —gritó Pestus Throon—. ¡Deprisa!


Ku'gath jadeó. —Y ahora el poder disminuye más. Nuestra
especie no puede demorarse mucho tiempo aquí.
—Mi hermano ha identificado y neutralizado mi reloj de
disformidad con más rapidez de la que había anticipado —dijo
Mortarion—. Pero los portentos son buenos. Todo va según el
plan.

Ku’gath no estaba convencido. —No más mentiras, Mortarion —


dijo, y volvió su atención a mantener abierta la puerta el tiempo
suficiente para que pasara su legión.
CAPÍTULO QUINCE
SOCORRO

Otro día más cerca de la muerte. Devorus se hallaba en el puesto


de observación delantero, a la derecha por el agua. Había esperado
ayuda después de haber visto arder Hecaton. Una semana después
nada había llegado, y el enemigo se encontraba más cerca de Tyros
que nunca.

Un proyectil detonó en el puerto. El agua brotó alta, salpicando


Devorus con agua de mar que ya se ensuciaba. El enemigo estaba
cerca. Los cañones de la muralla de la ciudad estaban deprimidos a
sus elevaciones más bajas. El enemigo se estaba acercando a su
alcance mínimo, y así los cañones impactaban sobre el puerto más
que sobre el enemigo. El aire alrededor de la posición de Devorus
se mezcló con agua de mar; húmeda y salada.

—¡Fuego! —gritó con voz ronca. Había dicho la palabra tantas


veces que había perdido el sentido. Los cañones laser dispararon,
sus rayos persistieron el tiempo suficiente para registrarse como un
ardiente y fantasmal parpadeo sobre la retina. Metal fundido salió de
las hojas de bulldozer de los tanques de asedio de la Guardia de la
Muerte, mezclándose con los escombros que empujaban al agua.
La esperanza de Devorus de que el enemigo abandone el muelle y
se retirara de Tyros se había quedado sin cumplir. La llegada de la
flota espoleó al enemigo a un frenesí de la actividad. El trabajo en el
muelle se puso a toda marcha. La enfermedad brotó en las calles de
Tyros. Las extrañas dolencias de las máquinas comprometían las
defensas de la ciudad.
Mira al muelle, pensó. Ahí está la amenaza. Concéntrate. Miles de
los muertos vivientes se tambaleaban junto a los tanques. Carecían
de la voluntad para ser útiles como trabajadores, así que la Guardia
de la Muerte encadenó rocas alrededor de sus cuellos y los envió
hacia delante. Impulsados por su necesidad de lacerar carne viva,
los muertos llegaron al final de la calzada y cayeron directamente al
agua, las piedras arrastrándoles hacia abajo a húmedas tumbas en
los cimientos de las obras de asedio. Devorus ordenó a sus
hombres que no les dispararan. Hacían falta demasiados golpes
para derribarlos, y no podían prescindir de la munición. Las armas
se alejaban volando de los cuerpos, y no se detuvieron. Los
disparos perforaron a través de los torsos, por lo que todas las
entrañas cayeron y se pudo ver un aire claro detrás, pero seguían
avanzando. Incluso aquellos cuyas piernas fueron arrancadas se
arrastraban con obstinación ellos mismos, mano sobre mano, hacia
la orilla. Había objetivos más apremiantes a los cuales disparar. Se
preocuparía por los muertos cuando alcanzaran la isla.

—¡Apuntad a los herejes! ¡Matad a los traidores! —gritó,


blandiendo su pistola láser sobre los muelles rotos.
Los transportadores retumbaron detrás de los tanques, vertiendo
grava en el mar que se estrechaba. Las enormes figuras de los
Marines Espaciales Traidores caminaban a su lado, azotando a los
cientos de esclavos mortales que trajeron para trabajar para ellos, y
echaron una mano directamente ellos mismos, utilizando su fuerza
aumentada para tirar al océano peñascos del peso de Devorus.
Devorus no había visto a los Marines de la Plaga tan cerca por un
tiempo. Había habido momentos, en otros mundos, cuando se había
enfrentado a ellos. Su aspecto cuajaba su estómago sin embargo.
Sus recuerdos parecían demasiado horribles para ser reales; tenían
la enormidad de las mentiras. Pero la verdad del enemigo estaba
delante de él de nuevo. Eran cosas inmensas y horribles
deformadas más allá de la capacidad de la cordura para
comprender. Devorus los miró a través de sus magnoculares, y
sintió su frágil agarre en la realidad alejarse de él. Con la ayuda de
la máquina pudo ver las malformidades de la Guardia de la Muerte
con espantoso detalle. La piel se desprendía fláccida de torsos
expuestos, los flecos de tentáculos de espeluznantes colores
sobresalían alrededor de placas de armadura, las extremidades
convertidas en azotantes lombrices. Su hedor era peor que la vista.
Apestaban tanto que podía olerlos por encima del agua espumosa,
incluso a través de su respirador. Pensó que si se acercaban, podría
morir simplemente por estar cerca de ellos. Olían a enfermedad, a
los más desesperados hospitales en las peores zonas de guerra, y
los más profundos y oscuros pozos de plaga.
Deberían haber estado muertos. Sus heridas eran severas y
podridas, y sus dolencias obvias. En lugar de debilitarlos y darles
muerte, sus aflicciones les hacían fuertes. Su resistencia era
asombrosa. Su armadura se hallaba cerca de ser chatarra, pero se
encogieron de hombros ante impactos directos de cañones láser y
bólteres pesados. Algunos de ellos saludaron con alegría al ser
golpeados, o hicieron juveniles ruidos Su pueril comportamiento
pueril solo los hacía más aterradores.

Devorus evitó mirarlos a través de sus magnoculares si podía. No


es que los necesitara por mucho tiempo para ver al enemigo en
detalle. Se hallaban cerca. El muelle estaba a solo cien metros de la
orilla, y a cada minuto les veía arrastrarse un poco más cerca.
Según su estimación, solo tenía una hora hasta que cruzaran el
puerto y llegaran a la isla. Entonces los disformes Marines
Espaciales pondrían el pie sobre la tierra de Tyros, y habría
caminantes de plaga en horrible multitud. ¿Qué le tomaría, se
preguntaba, los vivos o los muertos?
Nubes oscuras se agruparon sobre los tanques de asedio. Viento
frío, maloliendo a humedad y moho, soplaba desde la orilla.
—¡Fuego! —gritó de nuevo. Una vez más, los rayos de los
cañones láser se estrellaron contra las cuchillas empujando roca,
tierra y huesos hacia el agitado océano. Cañones rotatorios en el
frente de los tanques replicaron. Las balas gimieron, furiosas e
insensibles, más allá de los defensores en la orilla. Los ingenieros
de Devorus habían reforzado las defensas delanteras, haciendo un
reducto tan bueno como pudieron. Un nuevo muro construido de
contenedores de embarque llenos de rocormigón frente al puerto,
formando una defensa de tres líneas. Tras estas barreras, los
hombres se encontraban más seguros, pero el volumen de balas era
grande, los disparos al azar eran comunes, y muchos murieron.
—¡Fuego! —ordenó de nuevo. Las municiones de bòlter pesado
rastrillaron de un extremo a otro a los caminantes de viruela y
Guardia de la Muerte, martilleando a los segundos, arrancando
pedazos de los primeros. Los muertos seguían llegando, y los
Marines Espaciales heréticos heridos permanecían en terreno
abierto, invitando a nuevas pruebas de su fortaleza con los brazos
abiertos. Lo peor de todos, cuando los humanos que trabajaban
junto a los traidores caían muertos, no tardaban en volver a
levantarse, sus caras fijas con el rictus de los caminantes de
viruela. Se tambaleaban hacia adelante, uniéndose a la confusión.

—Fuego... —dijo Devorus. Su voz vaciló. Sobre el muelle se formó


un vórtice de humo negro y luz enfermiza. Poderosos seres llegaron
al frente en número de siete - brujas de los Marines Espaciales,
envueltas en pieles de hombre en descomposición y portando
bastones de nudosa madera verde.
Apuntaron sus fetiches al mar y cantaron palabras que rasgaron el
aire en retorcidas serpentinas, contaminando el tejido mismo de la
realidad misma.

Los hombres gritaron alarmados.


—¡Brujería! ¡Brujería! ¡Hechiceros!
El mar hirvió. Espuma blanca sobre agua gris convertida en escoria
negra sobre apestoso limo. El agua se gelificó de líquido a sólido.
Cosas que se retorcían empujaron hacia arriba a través del océano
espesado, y se formó una estera de palpitantes venas, filtrando icor
en el mar de nexos goteantes. La carne creció y se extendió entre
ellos. Devorus reconoció las formas de la fauna y flora marina nativa
de Parmenio en la creciente estera, pero retorcida y agrandada de
modo horrible, antes de que toda semblanza con las cosas naturales
se derrumbara en la maraña de carne. Aquella abominación se abrió
camino agitándose a través del océano, agarrándose con alargados
pseudópodos a los pilotes de la orilla, y envolviéndose con rapidez
alrededor de ellos con húmedos sonidos de succión. Cuando la
vanguardia del margen del camino de carne alcanzó la orilla, el
límite trasero solidificado al final, pasando de dispares parches de
materia a una elevada calzada sólida de vida palpitante, enferma.
De allí brotó un hedor brumoso y podrido, perceptible a través de
su equipo ambiental. Los vapores se elevaron y robaron a tierra,
cambiando de esta manera y con vida propia. Aparecieron como
pedazos de niebla oceánica ordinaria, pero eran depredadores y
conscientes.
—¡Fuego! —gritó Devorus. Se hallaba cerca de entrar en pánico.
No podía mostrarlo, o sus hombres huirían—. ¡Disparad al puente!
¡Disparad al puente!
Al instante, las armas pesadas emplazadas a lo largo de la orilla
dispararon, aporreando la superficie de la calzada elevada viviente.
Sus esfuerzos fueron infructuosos. Muchos disparos rebotaron en la
gomosa piel, desviados lejos del antinatural organismo por brujería
de disformidad. La superficie palpitaba y resonaba, un tambor lineal,
enviando rociadas de agua con cada impacto. Donde los golpes se
engancharon en la carne y penetraron, burbujearon fluidos negros y
se vertieron como manchas asesinas en el mar.

Alrededor de la calzada, las cosas se estaban muriendo. La vida


marina salió a la superficie,
Arrastrándose ya con descomposición.
—¡Señor! ¡Señor! —llamó un sargento. Su frenético señalar dirigió
la atención de Devorus al lado opuesto de los tanques, por fortuna,
no avanzaron; había un límite aparente para la capacidad de carga
del puente. Pero la infantería llegaba, precedida por enormes
corrientes de zumbonas moscas de maligno aspecto. La Guardia de
la Muerte estaba amortajada por ellas, sus masivas formas
escondidas en medio de la arremolinada masa. Con cómicos pasos
largos brincaron a través, utilizando el dar y el rebote de la alfombra
para propulsarlos, demostrando Su invulnerabilidad a la potencia de
fuego del Astra Militarum. El fuego de armas pesadas y la descarga
de fusiles láser fueron devorados por las moscas, cuyos cambiantes
grupos componían falsas figuras al tiempo que ocultaba las que
eran reales.
El golpeteo de los morteros autopropulsados del enemigo comenzó
de nuevo. Esta vez, no se lanzaron bombas virales, sino simples
explosivos. Los proyectiles golpearon con dureza las improvisadas
defensas, reventando los lados de los contenedores con
desgarradores estallidos. La niebla era peor, arrastrándose en
silencio hacia los soldados, y abriéndose camino a través de los
más pequeños huecos. Aquellos elegidos por el vapor murieron de
un modo terrible. Se sacudieron tan fuerte que sus extremidades se
rompieron. La sangre vomitada coloreó de rojo las lentes de sus
máscaras rojas.
Los hombres heridos exhalaron su último suspiro con gritos de
agonía. Los afortunados fueron aniquilados al instante.
La muerte reinó en el puerto, y todavía la Guardia de la Muerte
tenía que abrir fuego.
—Toque de retirada —le dijo Devorus a su corneta, aferrada la
certeza de la derrota—. Ahora.
El corneta chasqueó los talones y con valentía se aventuró a salir
por la puerta del bunker con su rostro descubierto. Su instrumento lo
exigía. La clara música del cuerno hizo ruido a través del estrépito
de la guerra. Al tiempo que los oficiales de Devorus y los líderes de
escuadrón captaron el sonido, se unió el mucho menos melodioso
bocinazo de sirenas y la estridencia de los silbatos digitales pasando
la orden. Los hombres gritaron y empezaron a retroceder, todo
mientras llovían chillones proyectiles y la enferma niebla reclamaba
más víctimas por contacto solo.

Devorus esperó un momento. Incapaz de ver mucho más allá del


alfeizar del puesto, juzgó el progreso de la retirada por el oído.
Cuando supuso que la mayor parte de sus hombres habían
comenzado a retroceder, se volvió hacia su nuevo hombre de vox.
—Envía un mensaje, ahora. Que caiga un bombardeo completo
en estas coordenadas.
—¿Qué coordenadas? —preguntó el soldado tontamente.
—¡En nuestra posición! ¡Dígales a los cañones de la muralla
que disparen a esta posición!
El soldado le devolvió la mirada. Devorus maldijo, y arrebató el
cuerno de vox de
Su mano.
—Aquí el Mayor Devorus. Código de guardia Ultima Phi. Los
enemigos están entrando Preparen defensas de segunda línea.
Comiencen el bombardeo de mi sector. De inmediato.
Un crujido le dijo que había sido escuchado, aunque las palabras
se habían perdido. El zumbido de las moscas llegaba más allá de la
escucha humana, infestando las ondas vox.

La Guardia de la Muerte estaba casi sobre el agua. Una turba de


parmenianos retorcidos por la enfermedad avanzó antes que ellos,
absorbiendo muchos disparos que de otra manera habrían
encontrado su blanco en los cuerpos de los traidores.
—Nos vamos. Ahora —dijo. Su personal de mando se escabulló.
Devorus, como era adecuado a su temperamento, abandonó el
último.
Por segunda vez aquella semana, Devorus se encontró huyendo.
Las máquinas demoníacas habían sido malas. Aquello era mucho
peor, un asalto frontal completo por parte de algunos de los
guerreros más mortíferos de la galaxia. Corrió a través del puerto,
esquivando explosiones, todos los pensamientos de mando
desaparecidos de su cabeza. No pensó en absoluto. El instinto se
hizo cargo. Su cuerpo exigía la supervivencia y arrebató el control
de su mente consciente. Una grúa recibió un impacto directo y cayó
de costado, no lejos de él. Estaba esquivando su caída antes de que
incluso se diera cuenta de la misma. Una unidad de hombres fue
borrada a solo veinte metros de distancia, pasaron de ser seres
pensantes que corrían y gritaban a carbón humeante en un abrir y
cerrar de ojos.

Toda la ciudad estaba disparando ahora, destruyendo su propio


puerto con los cañones pesados de la muralla. Devorus echó un
vistazo hacia atrás mientras huía. El bombardeo perforó torres de
fuego amarillo en la arremolinada masa de insectos. Ahí estaban, al
fin, Marines Espaciales herejes muertos yacentes sobre los
empapados muelles de rocormigón. Pero eran pocos y lejanos entre
sí, e incluso si todos y cada uno fueran derribados por un disparo
afortunado, los muertos vivientes eran demasiado numerosos para
matarlos. Caminaron hacia adelante, lentos como un derrame de
brea hacia la brecha en la muralla.

Detrás de él, dispararon los bólters. El estallido de liberación, el


silbido de sus cohetes motrices, los húmedos golpes sordos al
explotar dentro de carne viva, hicieron un rugiente estruendo. El
terror lo atrapó. Más que miedo a la muerte. Un invisible manto de
miedo vestía al enemigo, llenando a Devorus con un frío e irreflexivo
miedo. Casi se derrumbó en una bola tras una pila de barriles
oxidados, allí para esperar su final, pero su cuerpo lo obligó a seguir.

La segunda línea de defensa yacía delante de él, construida sobre


los escombros de la muralla rota y guardando la brecha del ataque.
Fue allí donde Devorus presenció el don de la niña. Desde el
interior, las defensas parecían respetables. Desde fuera, mirando al
poderoso edificio de la muralla rota por detrás, parecían
inadecuados. La artillería enemiga golpeaba la brecha. Donde
golpeó secciones impecables, las murallas aguantaron, pero
aquellos disparos que encontraron su objetivo derribaron pedazos,
echando abajo peñascos de rocormigón y ensanchando la brecha.
En el puerto, el fuego de alcance medio de la Guardia de la Muerte
ya golpeaba las secciones de líneas prefabricadas que cerraban el
camino hacia la ciudad. Apuntaron con crueldad a las líneas de
escape de la guardia costera, llenando las trincheras con plasma y
tormentas de espirales de metralla, retando a los hombres que
huían a que se arriesgaran entre descargas. Devorus alcanzó uno
de aquellos mortales callejones, con la esperanza de que él fuera
uno de los pocos en atravesar las dobladas poternas de plastiacero
mientras el enemigo buscaba matar a otro desgraciado.
El golpeteo de las baterías de la ciudad lo ensordeció. Torres
gigantes de rociada se abuhardillaron en lo alto donde golpearon el
mar, columnas de rocormigón quebrado se mezclaron con
cadáveres destrozados allí donde golpearon la tierra. Devorus no
oyó el fuego de respuesta arrastrándose hacia él. Todo se mezcló
en una cruda pared de furioso ruido.
Lo siguiente que supo fue que estaba volando, noqueado hacia el
cielo por el despiadado golpe de la presión excesiva. El aire fue
expulsado de sus pulmones con tanta fuerza que sus cuerdas
vocales cantaron de manera involuntaria. Entrevió el suelo corriendo
hacia él, y luego lo golpeó también, y con menos suavidad.
Sus orejas repicaron. Su visión perdió color. Se sintió desplazado
de sí mismo.
Aun así, se levantó tambaleándose, el impulso de vivir demasiado
poderoso para ser vencido, y cojeó hacia la segunda línea. El
timbrazo en sus oídos apagó todo sonido externo.
Se perdió por un tiempo en un anticipo de la muerte. Recuperó la
consciencia de sí mismo, su traje ambiental y uniforme
despedazados por el lado izquierdo y su brazo sangrando. Estaba
inclinado contra la humeante ruina de un búnker, cuyo plastórmigón,
licuado por ataques de plasma, goteaba peligrosamente cerca de él.
Esperaba morir, pero una curiosa vista lo saludó mientras su
conciencia se reunía.
Las moscas se habían acumulado, como si se toparan con una
ventana invisible. Golpearon el obstáculo repetidas veces,
zumbando molestas. Los muertos pasaron aquella barrera, pero a
medida que caminaron a través se debilitaron, y cuando se les
disparó cayeron con facilidad y no se alzaron. Solo los Marines de
Plaga se hallaron sin impedimentos, pero sintieron algo. Aquellos de
carácter jocoso cesaron sus bromas y risas. Aquellos que eran
sombríos se tornaron todavía más sombríos. Los más notables
fueron los hechiceros, cuyo poder se alejó corriendo de ellos apenas
cruzaron la línea invisible. Sus enfurecidos gritos penetraron el ruido
de la batalla. Devorus se asombró al tiempo que alzaban sus
oxidados guanteletes y su energía nacida en la disformidad
chisporroteaba y desaparecía.

El enemigo continuó avanzando. Su poder arcano se hallaba


disminuido, pero sus armas todavía tenían dientes. Un mortal fuego
cruzado hizo eclosionar la zona de muerte entre la línea de defensa
y el puerto. La Guardia de la Muerte avanzó a través de ella sin
cuidado. Y aunque un puñado más de ellos cayeron, fueron muchos
menos de los que deberían haber sido. Rayos de energía balas
silbaron en lo alto, haciendo estallar a la multitud de muertos
vivientes. Sin las moscas para ahogar los rayos láser y oscurecer
objetivos, hizo una pequeña diferencia, pero no suficiente. Los
Astartes Herejes seguían avanzando. Líneas de hombres formaron
una desesperada retaguardia, disparando y retrocediendo por filas,
reventando a las monstruosidades que se acercaban a corto
alcance, luego a quemarropa. Uno más cayó, luego dos, Tres. Solo
tres. Cientos de disparos, suficientes para hacer añicos a un
ejército, para tres enemigos muertos
La Guardia de la Muerte se esforzó hasta un pesado trote para
acortar la distancia. No se podía llamar una carrera. Estaban
demasiado obesos y enfermos para eso, pero su velocidad era
engañosa. Los hombres de Calth mantuvieron de manera admirable
su sangre fría y recibieron la carga con bayonetas caladas. La
Guardia de la Muerte los aplastó a un lado. Los hombres gritaron
mientras sus huesos eran pulverizados por pesados golpes y
antinaturales enfermedades enraizaban en sus órganos.
Incluso sin sus mortajas de moscas y sus hechiceros, la Guardia
de la Muerte estaba masacrando al Astra Militarum.
Aturdido, Devorus se preparó para morir. Cayó de rodillas, agarró
su colgante del aquila en su mano derecha enguantada de goma, y
oró.
Rugientes motores de reacción lo arrancaron de su miseria. Una
cañonera de doble casco explotó en lo alto, los cañones ladrando,
los misiles que salían de sus alas y se pararon flotando. Los Marines
Espaciales saltaron desde sus puertas abiertas, guiando sus
paracaídas de gravedad al corazón del enemigo. Eran del tipo
Primaris, guerreros con rostro de calavera con largos cuchillos. Más
llevando mochilas de vuelo salieron disparados como cohetes tras la
nave de asalto gigante, las armas de fuego ardiendo.
Más naves entraron volando, deteniéndose con un rugido y
bajando. Se desplegaron Adeptus Astartes con Armadura más
pesada.
La Guardia de la Muerte abandonó su persecución del Astra
Militarum, volviendo su ira sobre sus odiados hermanos. Viendo a
los traidores enfrentarse a Marines Espaciales Imperiales era
aterrador. La energía liberada por la lucha sacudió al mundo.
Los Ultramarines Primaris de armadura limpia batallaron contra
moles en descomposición. Ahora que estaban dispuestos uno
contra otro, Devorus pudo apreciar más hasta qué punto los Marines
de Plaga habían caído. La ferocidad con la que lucharon contra los
recién llegados fue reveladora. Los Marines Primaris le recordaban
a la Guardia de la Muerte lo que habían sido.

Los dos lados se hallaban igualados. Los Marines Primaris eran


resistentes, aunque de un modo diferente a sus primos malditos.
Recibieron impactos que destruirían toda huella de un hombre
mortal y siguieron luchando, aunque los golpes en la cabeza o el
pecho parecían matarles, mientras que los Marines de Plaga
absorbieron todo tipo de dolor antes de morir.

La primera línea de Marines Primaris en atacar fue derribada por


una lluvia de disparos. Al tiempo que las primeras filas de la banda
de Marines de Plaga dispararon, sus hermanos por detrás liberaron
de un tirón cabezas momificadas con bocas taponadas con cera y
los ojos cosidos. Algunas de estas se hallaban montadas en palos
cortos según la forma de las granadas de palo, y las lanzaron de
una manera similar, todos a la vez, cayendo de manera torrencial
sobre los Primaris. Las granadas golpearon como bofetadas contra
ellos como frutos rancios, derramando materia enferma sobre su
prístina armadura. La pintura burbujeó y se ennegreció. La ceramita
se volvió quebradiza, destrozada solo por el movimiento. Los
Marines Espaciales, a quienes ninguna enfermedad mortal podía
matar, sufrieron espasmos, con espuma sangrienta brotando de sus
rejillas de respiración. Balas de bólter martillearon a la Guardia de la
Muerte, matando a unos pocos aquí y unos pocos allí. Menguaron,
pero todavía no con la suficiente rapidez. Los Marines Primaris
perdieron muchos a cambio.

Pero el tiempo de la Guardia de la Muerte en las costas de Tyros


fue corto. Todavía más naves volaban desde el este.
A pesar de su funesta apariencia, la Guardia de la Muerte no había
perdido nada de su perspicacia táctica. Al ver los refuerzos
entrantes, formaron una falange, y comenzó a retirarse. El fuego
desde el otro lado del mar se intensificó. Los proyectiles llovieron
sobre los muelles, mientras las descargas de cañones láser
obligaron a las cañoneras a alejarse. La Guardia de la muerte cayó
de nuevo bajo el fuego de las murallas, la línea de defensa y los
Ultramarines. Pasaron por encima de la lengua del puente, sus
moscas envolviéndoles de nuevo, y se desvanecieron en una fétida
niebla.

Las armas más grandes disparaban sobre el otro lado del canal del
puerto. El bombardeo de la Guardia de la Muerte cesó poco
después, dejando a Devorus tambaleándose. No estaba tranquilo de
verdad; las cañoneras descendían y entregaban Marines Espaciales
del viejo y nuevo tipo, y sus gritos emitidos por vox eran atronadores
y ásperos. Pero sin el bombardeo, sin el constante crujido de los
láseres y el tosido de los bólters, parecía casi pacífico.

La niebla retrocedió arrastrándose. Los disparos destellaron en los


muelles sobre el agua.
Devorus se arrancó la máscara y vomitó. La adrenalina lo dejó
hecho una paralizada ruina. Con dificultad, se apartó del búnker en
ruinas.

Para entonces, los tanques gravitatorios empujaban a través del


océano, sus impulsores forzando profundos valles en el mar y
enviando el agua desplazada a lo alto. Cuando golpearon terreno
sólido, el agua se estrelló de nuevo y cayó en cascada desde sus
lados. Sus campos de gravedad lo aplastaron todo, y sus motores
hicieron un tremendo, gruñente golpeteo.

Sus rampas se abrieron tan pronto como cruzaron a tierra firme, y


más Marines Espaciales salieron de un salto. Siguió el personal
médico, dispersándose hacia las bajas. Devorus pensó que
encontrarían pocos vivos.
Barcazas más pequeñas y lanzaderas desarmadas siguieron poco
después. Muchas llevaban la placa helicoidal de la medicae. Estas
rugieron por encima, dirigiéndose hacia la ciudad.

Devorus cojeaba a través de todo el tumulto. No tenía una idea


clara de dónde estaba yendo.
Un marine espacial decorado con exceso estaba haciendo
preguntas a un soldado en unas andas de baja. El hombre levantó
un brazo débil y señaló en dirección a Devorus El guerrero de
inmediato se dirigió a él y se anunció.
—Soy el capitán Sicarius, de la Guardia Victrix de los
Ultramarines —dijo—. ¿Sois el oficial al mando aquí?

—Se han tomado su maldito tiempo —dijo Devorus, con toda la


sensación de deferencia apartada de él a golpes por la lucha.

—Estamos aquí ahora —dijo—. ¿Sois el Mayor Devorus?


Devorus logró enderezar su espalda y asintió. —Lo soy.
—Mis órdenes son asegurar esta ciudad para el primarca.
Dígame con rapidez ¿cómo se halla protegido este lugar?
—No sé lo que quiere decir.

—La magia del enemigo fue detenida antes del perímetro de la


ciudad. ¿Qué causó esto? Dígamelo ahora, y no mienta. Tyros
debe ser asegurada.

Devorus se quedó perplejo. —¿Eso no era usted?

—No lo fui —dijo Sicarius.


La mente de Devorus estaba en blanco. La respuesta le vino de
forma inesperada, y con ella su ingenio regresó. Miró a Sicarius con
asombro.
—La niña. Aquí hay una niña, una niña maravillosa, no lejos de
la edad adulta, pero una niña todavía. ¡Debe ser ella!
—¿Una psyker? ¿Está sancionada? —Sicarius dio un paso más
cerca. El tono de su voz asustó a Devorus.
—No es una psyker —dijo Devorus con absoluta certeza, aunque
supo al tiempo que hablaba, que no podía proclamar derecho a
conocimiento alguno que pudiera respaldar esta afirmación. Tan solo
lo sintió.

—¿Entonces qué? —Dijo el Marine Espacial.


—Ella es un milagro —dijo Devorus.

El equipo de Vox de Sicarius hizo clic al cambiar de canal. No


habilitó las configuraciones de privacidad y habló abiertamente a
través de la rejilla de su yelmo—. Informe al tetrarca de que hay
algo extraño aquí. Solicito su consejo. Dígale al primarca que
aconsejo que espere antes de que descienda. Esto podría ser
una trampa.
—¿El primarca? —dijo Devorus. Un tipo de terror diferente por
completo lo afligió. De manera ridícula, reflexionó más tarde, su
primer pensamiento fue para el maltratado estado de su uniforme—.
¿El primarca viene aquí? —Guilliman había regresado en la época
del bisabuelo de Devorus, pero en realidad nunca pensó en verlo,
incluso cuando llegaron las noticias de que estaba retomando el
planeta. Devorus pensó que pelearía en la misma guerra que el
señor de Ultramar, pero verlo en realidad... Guilliman era tanto como
un mito para Devorus, como lo había sido para generaciones
anteriores, cuando todavía languidecía en estasis.

—Todavía no —dijo Sicarius—. No hasta que haya tenido la


oportunidad de investigar a esta niña por desviación.

—Yo debo...
Sicarius levantó la mano para pedir silencio mientras escuchaba un
mensaje privado.

El Marine Espacial gruñó y miró hacia el cielo. Más naves


descendían corriendo—. Malditos sean todos los sacerdotes —
dijo. Miró a Devorus, que vio la acusación.
Destellando en sus lentes de rubí—. ¿Sabe lo que está pasando
en la ciudad? —exigió.

—¿Qué? —Dijo Devorus, con miedo otra vez. Habiendo cedido


una vez ante el miedo, le tomó por su juguete.

—Una procesión —ladró Sicarius—. Esta niña tuya la encabeza.


Tengo informes de mis exploradores. Toda la maldita población
está en las calles. Está al cargo aquí, ¿correcto?
Devorus sacudió la cabeza, aturdido, aunque estaba a cargo. —Mi
operador de vox es... —Miró a su alrededor, indefenso. Los
gigantes de azul llamaban tanto la atención que no podía ver otra
cosa, sus ojos no le dejaban—. No sé dónde está. Mi equipo está
en ruinas. He estado aquí desde el amanecer. Sin contacto. Les
dije que se quedaran en el interior. ¡Lo ordené!
Sicarius le dirigió un conciliatorio gruñido. —Dirige desde el
frente. Dura lucha—. Cambió de canal de vox. —Capitán Sicarius
a Fuerza de Ataque Socorro de Tyros. Aseguren las zonas
portuarias en el continente y la isla—. Respondió de modo
telegráfico a respuestas que Devorus no pudo escuchar.

Al otro lado del agua, centellas de disparos y explosiones saltaron


de un extremo a otro de los muelles. La lucha en curso se alejó del
Rio Mar a regañadientes, tirando de su manto de niebla. La orilla
revelada era un patio de esqueletos de estructuras abatidas.

Tres Marines Espaciales con armadura que superaba en belleza a


todas las obras de arte que Devorus viera alguna vez había visto
corrieron hacia el capitán y lo había encerrado sin palabras. Sicarius
se convirtió en un torreón de color azul en una fortaleza de color
cobalto incrustada con oro.

—Viene conmigo —le dijo Sicarius a Devorus—. Ahora.

CAPÍTULO DIECISÉIS

EL EMPERADOR PROTEGE
Mathieu se abrió paso a través de las calles de Tyros. Los
parmenios favorecían torres altas y empinadas, y constituían el
grueso de la arquitectura de la ciudad. Todas tenían la misma altura
y diseño, tan apretadas que la ciudad parecía una cama de clavos
desde el aire.

Los espacios abiertos creados por el enemigo rompieron el patrón.


Alrededor de sitios de bombardeo y ataques de lanza, la destrucción
se ordenaba en anillos concéntricos de gravedad graduada. En
medio no había nada. El suelo fracturado estaba roto hasta los
niveles subterráneos, con las tuberías y las vías de tránsito
asomando con timidez entre los escombros. La siguiente era un
área aplanada alfombrada con rocormigón pulverizado fundida en
quebradizo vidrio. Anillando la llanura había un laberinto de
estructuras destrozadas donde los ángulos de las paredes y
elementos estructurales doblados a la fuerza desafiaban el seguir
una ruta. Un paso adelante condujo al siguiente círculo de paredes
más altas en desorden, y al fin alrededor del daño había torres
ahuecadas por el fuego, sus exteriores lívidos con floraciones de
calor.

La red de calles de la ciudad se hallaba interrumpida. Las fachadas


rotas se habían desplomado en los caminos en inestables abanicos
de ferrormigón. Para permitir el tránsito peatonal, estrechos caminos
serpenteaban entre los escombros, tallados de manera arbitraria, los
escombros mantenidos a raya por láminas de plastiacero ondulado
atornillado en el lugar y redes de contención rociadas por
lanzadores de telaraña industriales. El daño era peor alrededor de la
brecha de la muralla del puerto de Hecatone. Allí, la línea del
horizonte se hallaba esculpida con irregularidad durante media milla
dentro de la ciudad. La artillería había tallado carriles rectos a través
de torre tras torre, abriendo inusuales pasajes y extraños callejones
vitrificados que conducían a ninguna parte.

Seguir una ruta en Tyros ya no era fácil. Las carreteras planas y


rectas se habían convertido en caminos tan tramposos como
cualquier camino de montaña. Mathieu podría haber hecho que su
piloto aterrizara en el centro de la ciudad, pero en cambio le ordenó
posarse en una de las torres Keleton, las más alejadas de las tropas
imperiales que llegaban.

A pesar de la taimada partida de Mathieu de la flota, las noticias de


su misión llegarían al regente. Mathieu tenía un tiempo limitado para
trabajar. Esperaba que Guilliman estuviera furioso. Soportaría
cualquier castigo que se le diera. Su deber triunfaba sobre todas las
demás preocupaciones
Tenía que encontrar a la niña de su visión.

Había muchas personas en las calles, atraídas por el rugido de las


naves que llegaban desde la órbita. Las noticias viajaron con
rapidez a través de los estrechos refugios subterráneos. El sitio
estaba roto, decía el mensaje. El primarca venía. Los tyreanos
llegaron desde sus escondites en las bodegas y la red de tránsito
para dar la bienvenida a sus salvadores, despacio, despacio, y
luego en una inundación.

Los oídos de Mathieu estaban vivos por las noticias de la niña. No


se decepcionó. Nudos de personas alborotadas pasaron junto a él,
intercambiando rumores. Estaban jubilosos, felices. La liberación era
suya.

—¡Detuvo la enfermedad! —dijo una mujer parlanchina. Como


muchos de aquellos en el exterior, se había pintado una máscara de
calavera en la cara con polvo de rocormigón y hollín. Mathieu había
visto esto antes, en otros mundos. Era una muestra de fe en el
Emperador, de que el usuario no aceptaría la enferma no vida del
enemigo, sino que manifestaban su intención de buscar un final
limpio al servicio del Amo de la Humanidad. Mathieu aprobó la
exhibición. En otras ciudades y en otros mundos, hombres y
mujeres leales habían perdido el juicio por las enfermedades
psíquicas de la red de disformidad de Mortarion y compartido su
suerte con los traidores, incluso en Macragge. Pero no así, parecía,
en Tyros. Seguramente, aquello era una señal.
Mathieu disminuyó su velocidad para adaptarse al ritmo de la
mujer, escuchando con discreción.

Bajo el ceño fruncido de la cabeza de la muerte, la expresión de la


mujer era de embeleso, y sus ojos brillaban. —Elody estaba en el
Camino Imperial —dijo—, le dije que no saliera mientras el
toque de queda se encontraba en activo, pero ella lo hizo, y vio
a las Hermanas sacar a la santa en un trono dorado, y llevarla
cerca de la muralla. Allí, la luz brilló alrededor de ella, y el
enemigo se detuvo, huyó, dijo Elody. ¡Se marcharon! ¡Entonces
llegaron los Marines Espaciales, llamados por su gracia! —Ella
se encontraba exaltada y balbuceaba—. Regañé a Elody por estar
fuera, iba a castigarla, pero ella vio el milagro. Me trajo la
noticia. Cuando ella me dijo... —la mujer fue tragada por la
multitud reunida. Mathieu captó un último vistazo de ella, todavía
hablando.

Los escombros se derramaban en la carretera por delante y la calle


se estrechó. La creciente multitud disminuyó y se arremolinó,
atrapada en un cuello de botella. Mathieu fue atraído con lentitud
hacia el callejón a través de los escombros. Estaba oscuro allí,
cerca del olor a personas que habían estado atrapadas sin higiene
adecuada durante semanas. Mathieu había pasado mucho tiempo
con el rebaño común de la humanidad. El aroma de la humanidad
era un sagrado olor para él y no le ofendía. Nadie se fijó en él, nadie
sabía quién era él. Se deleitó en su anonimato. Había placer en ser
parte de la masa, sin rostro entre las máscaras de calavera
pintadas.

El hombre enfrente hablaba con una mujer, tal vez su esposa.

—Es una santa. Una verdadera santa. ¡Viene con la bendición


del Emperador!

—Jarrold lo vio —dijo otro—. Estaba allí cuando ella limpió el


pozo. Y dicen que nos ha abandonado. La gente debería ser
quemada por esa charla. ¡El Emperador Protege! ¡Él viene,
viene!
Y de nuevo "El Emperador protege". Y una y otra vez, "El
Emperador protege".

A su alrededor, Mathieu escuchó la frase de protección y la


repetición de, "Santa, santa, santa", de modo que las palabras se
laminaron a sí mismas, construyendo un aura palpable de fe a partir
del sonido y la creencia.

—El Emperador protege, el Emperador protege, el Emperador


protege.

Sintió su alegría, seguro al saber que el ojo de su dios descansaba


sobre su mundo, y, viendo su apuro, envió a Sus santos y a Su hijo
para sacarlos de la oscuridad.
Más allá del callejón, la multitud llenaba la calle de lado a lado.
Aparecieron velas en manos. La gente cantaba mientras los Ángeles
de la Muerte se abrían paso resplandeciendo en alas de metal, su
nave sacudiendo ventanas rotas con estampidos supersónicos. El
Bendito Guilliman era misericordioso. Ya estaría haciendo aterrizar
ayuda para la población. Habría comida, agua y suministros
médicos detrás de los misiles y los sombríos guerreros del Dios—
Emperador. Guilliman era tan santo sin saber que lo era. Su
misericordia no era más que una prueba de aquello.

La resolución de Mathieu para salvarlo creció.


Más adelante, la multitud a la deriva tomó la apariencia de una
procesión oficial, algo del Día de la Ascensión, o las fiestas de los
santos primarcas. Al frente, se balanceaban banderas
Eclesiárquicas. Un enjambre de servo—cráneos zumbó por encima.
Olió incienso sobre el agudo picor del polvo de rocormigón y el
rotundo, almizcleño hedor de cuerpos sin lavar.

Todos aquellos asuntos eran físicos, y esa era la parte menor del
mundo de Mathieu. Pero había algo más allá arriba, algo espiritual.
La compulsión lo tenía agarrado por el corazón, arrastrándolo hacia
adelante a cualquier gloria a la cual se dirigiera la procesión. Se
abrió paso, tratando de llegar al frente. Estiró el cuello al tiempo que
se abría paso entre cuerpos sellados en abrazos por la alegría de la
liberación. ¡Ahí! Lo vio. Había un trono dorado al frente. El alto
respaldo oscurecía aquello sentado en su interior, pero sabía que
contenía un cuerpo vivo y no una marchita reliquia.

¡La chica de su visión estaba cerca!


Empujó y empujó, pero tanta gente surgía en la maltratada ciudad
que Mathieu se encontró incapaz de seguir adelante. Estaba
atascado en el lugar por aquellos a su alrededor, y su progreso se
ralentizó hasta el arrastre colectivo de los Tyreanos. La música
provenía del frente de la procesión y los gritos de los sacerdotes
como él mismo. No pudo acercarse más. La frustración manchó su
piedad, pero tal como pensó que podría estallar por ella, el camino
llegó a un andrajoso final. Edificios bombardeados enmarcaban la
encumbrada fachada de la catedral de Tyros, un edificio inmenso,
frente a un aquila de latón tan alta como el cielo. El bloqueo se
desatascó, y la multitud se vertió en una plaza.
Había un montículo de escombros en frente del águila. La
procesión se abrió paso hasta ella, y el trono ascendió. Era llevado,
lo veía ahora, por Hermanas de Batalla con armadura del color del
vino tinto. Se aprovechó de la multitud al extenderse para avanzar
empujando más al frente, muy consciente de la masa de personas
que venían desde detrás. Pronto llenarían la plaza con tanta fuerza
como lo habían hecho en las calles.

Las banderas se dispusieron en filas alrededor de la pila. Una


banda tocaba música devocional. La exhibición era raída en
comparación con los grandes espectáculos que Mathieu había visto
dispuestos para el primarca, pero era aún más poderoso por su
sinceridad. Captó un vislumbre de la niña, pronto perdida. Gruñendo
con molestia, se forzó en una mejor posición. Se encontraba
demasiado distante para distinguir con claridad, una pálida mancha
rodeada de oro, pero era ella. Estaba seguro de ello.
Una de las Hermanas de Batalla permaneció de pie al frente, y
habló.
—¡Gente de Tyros! —dijo.
El parloteo de la multitud descendió hasta un murmullo, luego al
silencio. Incluso el continuo rugido de las naves de ataque de los
Marines Espaciales y las naves de socorro parecieron silenciados.

—¡Somos testigos de un milagro! —dijo. La niña se sentaba


inmóvil en su trono mientras la Hermana hablaba—. En esta
ciudad, en su mayor hora de necesidad, ha surgido una niña
sagrada, una niña pura, una niña noble, una niña de tal
perfección que es digna de ser un vehículo para la voluntad de
Su divina majestad, el Dios Emperador. ¡Alabado sea! —dijo ella.
La multitud estaba en silencio, pero Mathieu sintió un éxtasis
sagrado en cada corazón—. A través de esta niña, esta guerra
será ganada, ¡y los monstruosos traidores, esos viles idólatras
de falsos y malvados dioses serán expulsados de Parmenio, y
será saludable de nuevo! ¡Viviremos de nuevo! Y nuestras
vidas, aunque interrumpidas por las penurias y el pesar serán
más ricas, porque hemos visto con nuestros propios ojos que
el Señor De Toda La Humanidad, el Amo de la Humanidad,
Aquel que habita en permanente sufrimiento en la Sagrada
Terra por la continuación de la raza humana, ¡El nos cuida, uno
y todos! He visto a esta niña hacer retroceder a las máquinas
demonio del enemigo. La he visto convertir la suciedad en agua
pura. ¡La he visto sufrir los dolores y las preguntas de las
Excruciadoras de mi orden sin queja, porque ella es pura!
Dentro de ella arde la luz del santo Dios—Emperador. ¡Dentro
de ella está contenida nuestra salvación!
—Estad agradecidos —dijo, con la voz quebrada por la alegría de
su pronunciamiento—. Sed vigilantes. Entregad vuestras
oraciones a El por Su misericordia. Ese es Su deber. Vuestro
amor y vuestro servicio. Dádselo a él. Dadle vuestro–
Y entonces la niña lanzó un pequeño grito y levantó el brazo para
señalar a Mathieu.

La multitud se separó, abriendo un pasillo entre ella y el trono.


Diez mil pares de ojos lo miraron expectantes.

Sicarius estableció un ritmo punitivo a través de la ciudad. Los


Marines Espaciales trotaban tan rápido que Devorus casi corría para
mantener el ritmo. Después de que atravesaran la improvisada
puerta tapando la brecha, Devorus comenzó a señalar. Sin romper
el paso, dos de los guardias de Sicarius fijaron sus armas a su
armadura con un sonidos magnéticos sordos y pesados y cogieron a
Devorus por debajo de las axilas. Quejarse no lo llevaría a ninguna
parte, vio eso antes de que la primera protesta saliera de su boca,
así que colgó sin fuerzas entre ellos. En vergonzoso silencio,
permitió que los semidioses lo llevaran como el inconveniente
equipaje humano que era.

—Terreno más alto —dijo Sicarius a sus guerreros. Todo lo que


dijo iba al grano—. La población se está reuniendo alrededor de
la catedral.
Pies blindados pulverizaron trozos de escombros. Los Marines
Espaciales caminaron a saltos a lo largo del ángulo de una torre de
viviendas que se inclinaba borracha sobre su vecina. El camino era
empinado y traicionero, pero no fue ninguna diferencia en su paso, y
lo subieron a un ritmo que ningún humano mortal podría mantener.
De su armadura sonaron los sedosos ronroneos y gruñidos
mecánicos del esfuerzo oculto. Sus unidades de energía irradiaban
un calor benigno. Las cálidas ráfagas se silenciaron desde los
respiraderos con listones para acariciar a Devorus.
El aliento del Ángel, pensó tontamente.

Aquella no era la primera vez de Devorus en presencia de los


Adeptus Astartes; él era un soldado de Ultramar, y el vínculo entre el
Capítulo gobernante del reino y sus súbditos era fuerte. Pero nunca
había estado tan cerca como para poder tocarlos y de hecho el acto
habría sido un sacrilegio menor para él. No podría haber imaginado
aquella escalada hacia el cielo, llevado en los brazos de ángeles.
Alcanzaron la parte superior del bloque inclinado. Sicarius,
incansable, saltó desde el pináculo roto, precipitándose hasta la
terraza de la azotea del siguiente edificio. Sus hombres siguieron, y
por un momento Devorus estuvo volando. Miró hacia el
ensombrecido cañón bostezando bajo sus pies.

Aterrizaron con el silbido de los amortiguadores, y siguieron


corriendo con suavidad, su salto nada más que otro paso en su
trote.
Sicarius se detuvo junto a la destrozada balaustrada destrozada de
la torre. Había habido jardines en la terraza, arbustos bien tratados y
dignificados árboles confinados en cuadrados de hierba, rodeados
por la sobria belleza de la arquitectura ultramariana. Había pedazos
de rocormigón esparcidos sobre el pavimento. La hierba era marrón,
las piscinas estaban vacías, los árboles se habían vuelto frágiles y
sin vida, y sin embargo, contra viento y marea lo bueno persistía. En
un árbol, una solitaria hoja verde se aferraba, girando de un lado a
otro en la brisa. Atrajo la atención de Devorus por completo. El árbol
estaba vivo. Mientras estuviera vivo pensó, Tyros podría vivir de
nuevo. Rezó para que así fuera.

—Mayor —dijo Sicarius. Apuntó su dedo revestido de metal hacia


abajo.
Devorus parpadeó. La hoja perdió su significado. Había sido
depositado en el terreno sin notarlo. Siguió el gesto del capitán.

Estaban mirando el corazón de la ciudad. La catedral dominaba la


plaza, el águila bicéfala de maltratado metal que diera forma a su
fachada desafiante sobre los escombros. El techo de la nave se
había derrumbado a lo largo de dos tercios de su longitud, y una de
las torres del crucero se había hundido como un castillo de arena.
Pero el águila permanecía en pie, noble, como un ave rapaz e
indomable, los picos sobresaliendo hacia el cielo, alas plegadas
alrededor a los lados de la catedral en abrazo protector.
Devorus había visto morir la plaza. Cuando llegó por primera vez a
Parmenio, era el epítome del orden. También había tenido sus
árboles y lugares de sombra donde los niños de la Scholam se
reunían en días más soleados para su instrucción. Había visto
agitarse la plaza bajo la primera de las bombas al tiempo que la
explosión deshacía el artificio. La había visto iluminada por ráfagas
de láser de defensa persiguiendo al enemigo de vuelta. Había visto
a las bombas atravesar el techo de la catedral y llenarlo de fuego.

Parecía otro lugar ahora, rodeado de ventanas sin ojos y


boquiabiertos edificios con cara de bruja. La guerra había arrancado
la gloria del trabajo del hombre, mostrando la belleza como un truco.
Revestimientos de mármol rasgados, y debajo, la fea, tediosa
verdad. En una ciudad golpeada por la guerra, todo se reveló por lo
que era: tierra y polvo comprimido, escondido bajo de la pintura.
La plaza había cambiado de nuevo. La gente la abarrotaba por
decenas de miles. La demacrada humanidad se reunió de nuevo sin
miedo a cielo abierto. Estaba nublado, pero las nubes eran del tipo
normal que traía lluvia, y no aguaceros de inmundicia. La gente se
paró de pie en los nuevos montículos de rocormigón destrozado y
ladrillo desmoronado, linternas y velas ardiendo en sus manos, de
modo que parecían un campo de estrellas custodiado por dioses
centinelas. Sobre un trono delante de la fachada del aquila estaba la
niña, rodeada por una guardia de honor de Hermanas de Batalla. La
multitud la miró en silencio. La multitud le mostró su deferencia tanto
como la gente. Las explosiones y los disparos desde Hecatone
susurraron su destrucción. La aeronave suspiró como
disculpándose para aterrizar.
La niña se sentó, pareciendo débil. Una de las Hermanas estaba
hablando. ¿Iolanth? pensó él. Se hallaban muy por debajo, pero su
voz se elevó, pura como el grito de un halcón apresurado sobre
páramo en el viento.

Iolanth hablaba de la salvación.


—¿Esta es la chica? —dijo Sicarius. Su gruñona voz hizo que
Devorus se sobresaltara.

Devorus no pudo hablar. Estaba embelesado. Asintió.


La Hermana de Batalla no había terminado cuando la niña señaló y
habló. Ella interrumpió como si no hubiera escuchado nada de lo
que dijo la Hermana, pero hubiera estado esperando en silencio
mientras buscaba algo.
Iolanth se detuvo de manera abrupta. La niña se levantó y señaló.
—Hay uno entre nosotros aquí —dijo la niña, sus palabras más
sentidas que escuchadas.
—Hay uno entre nosotros que viene de las estrellas y trae
esperanza—. Devorus luchó contra el deseo de arrodillarse.
Hacerlo sería peligroso enfrente de sus compañeros, se dio cuenta.

—Está allí —dijo la niña.


La multitud se separó alrededor de un hombre, haciendo que
sobresaliera. Para Devorus era otra mancha vestida con ropa
cansada. Pareció mirar arriba hacia los Marines Espaciales.
Sicarius se tensó. Su armadura amplificó su reacción a la agresión.

La multitud se separó y el hombre caminó hacia el montículo de


piedra y el trono encima del mismo. Se arrodilló ante la chica, que
extendió la mano y la apoyó sobre su cabeza.

Algunos sentimientos emanaron de la niña y el hombre hacia la


multitud. En susurrante silencio, los guardianes de las estrellas de
las velas se arrodillaron.
—El Emperador protege —dijo.
—El Emperador protege —repitieron. Un gemido de devoción
más que palabras, rico en piedad y anhelo.
El hombre se puso de pie. Se enfrentó a la multitud.

—Mi nombre es Hermano Mathieu —dijo, su voz tan clara como


la de Iolanth—. Soy militante—apostólico ante el primarca
Roboute Guilliman, último hijo del Emperador, el Hijo vengador,
el Lord Comandante del Imperio y Regente Imperial. —respiró
con profundidad. Devorus podía sentir su éxtasis. Quería
compartirlo.
—He sido testigo de un milagro —dijo. Señaló a la niña—. El
Emperador está aquí.
Sicarius rio con una risa sombría, rompiendo el hechizo. Devorus
parpadeó sin ser visto lágrimas de sus ojos.

—Al primarca le va a encantar esto —dijo Sicarius.


CAPÍTULO DIECISIETE

REUNION EN PARMENIO

Hubo grandes llegadas y hubo asombro. Hubo discursos, órdenes


y anuncios. Tyros, doblegada por la guerra, extasiada por la
salvación, se tambaleó con la llegada del primarca. Dos milagros en
un solo día eran más de lo que la mayoría de los corazones
humanos podían soportar
Una vez que se llevaron a cabo los intentos de pompa y se
pusieron a un lado las andrajosas galas de Tyros, la noche apresuró
su frío paño sobre la febril piel de Parmenio. Entonces Guilliman
encontró tiempo para hablar con sus oficiales en jefe: el recién
acuñado Tetrarca Primaris Félix de Vespator, y el Capitán Sicarius
de la Guardia Victrix, héroe de los Ultramarines. También estuvieron
presentes Maldovar Colquan de los Adeptus Custodes y la Hermana
—Comandante Bellas de las Hermanas del Silencio. Había otros
que podían haber estado allí. Muchos otros. Generales del Astra
Militarum, princeps mayores del Collegia Titanica, magos domini del
Adeptus Mechanicus, y miríadas de altos oficiales de múltiples
Adepta Imperiales. La mayoría había tenido su turno en el consejo
convocado dentro de los muros de Tyros; aquellos que no pudieron
esperar. Guilliman necesitaba cabezas sosegadas. Además,
necesitaba mentes cuyas sensibilidades se hallaran sin colorear por
la religión. De aquellos sobre la muralla, solo Bellas era devota, pero
el primarca confiaba en ella para que dejara sus creencias a un
lado.
Había demasiados pocos creyentes a los que pudiera otorgar su
confianza.

Para su plataforma, Guilliman eligió el techo plano de una torre de


bastión mirando hacia afuera sobre el estrecho canal entre la isla de
Tyros y la costa de Hecatone que formaba el puerto de la ciudad. La
tierra en ambos lados había sido despojada de su forma natural,
forzada en patrones geométricos de cuadrados y rectángulos que
meses de batalla no habían podido borrar. Pero los edificios en las
alteradas líneas costeras eran escombros y retorcimientos de metal
que habían caído mitad dentro y mitad fuera del agua.
Un daño como aquel era costoso de corregir. Vendrían y
marcharían meses antes de que los muelles pudieran ser
reconstruidos.
Antes de entonces, Guilliman tenía otro propósito para ellos. El
puerto espacial de Hecatone se encontraba en lo profundo del
territorio enemigo. Los muelles de Tyros, con sus grandes espacios
planos hechos para el almacenamiento de contenedores de carga,
proporcionaron una alternativa viable.
El trabajo comenzó para preparar los muelles de Tyros para la
reunión. El puerto marítimo fue rehecho como puerto espacial.

Los equipos de recuperación de Guilliman trabajaron durante todo


el día, limpiando el lado opuesto del canal. La tierra se dividió en
cuadrantes limpios guiñando postes de baliza. Equipos de limpieza y
sacerdotes cantando iban y venían por estas áreas, aventando
vapor y oraciones en la cálida noche veraniega. Se abrieron camino
dentro y fuera de la vista, desapareciendo detrás de almacenes
hechos añicos por bombas, resurgiendo de arrugados
contenedores, sin desviarse fuera de las balizas de delineación
hasta que la totalidad de cada caja fue hecha.
Los cuadrantes declarados puros fueron establecidos por vehículos
de construcción del tamaño de un edificio, bajo cuyas hojas de
bulldozer la tierra chirrió con las protestas del metal y el murmullo de
los escombros de hierrormigón siendo desviados a un lado. Los
bulldozers gigantes se movieron con lentitud, empujando los detritos
de la guerra hacia terraplenes alrededor del punto de reunión. En los
cuadrantes más cercanos a la costa, se alisó el rocormigón por
completo, los contornos de edificios perdidos los únicos
recordatorios de lo que fuera un próspero puerto. Se dejaron al
descubierto tan solo durante minutos; cada uno limpiado y arrasado
pronto fue anfitrión de naves de vacío que aterrizaron y descargaron
más equipo de construcción, fortificaciones prefabricadas y
endurecidos guerreros para establecer guarniciones de vanguardia.
Sobre los estrechos del puerto sonaban los gritos colectivos de
regimientos veteranos saliendo de sus naves de descenso bajo la
molienda de la remodelación del puerto. Las voces iban y venían,
absorbidos en el ruido mayor de los vehículos. A intervalos
perfectamente separados todo el sonido fue ahogado por los
rugientes impulsores de plasma de las naves que hacían hervir la
atmósfera. En medio de los transportes, los desembarcos de tropas
y las naves pesadas de desembarco, naves ataúd llevaron a cabo
su tambaleante descenso, siempre al borde de derrumbarse,
parecía — como viudas que se bajaran de inestables carruajes —
hasta que, colocando tentativos pies neumáticos sobre la tierra,
dejaron de tambalearse y se convirtieron en fortalezas de gigantes,
abrieron sus puertas y se prepararon para sacar sus titánicas
cargas. Ya un par de Warhounds se pavoneaban de un lado a otro al
borde de los muelles.
Guilliman observó la escena con ojo crítico. El aire se volvía más
puro a cada minuto. Escapes de motores de chorro, quemaduras de
plasma y humos de escape de prometio eran llevados por el aire a
través del estrecho, pero el hedor de la enfermedad era aliviado. El
fuerte olor de la tecnología del hombre lo expulsaba. Él y sus
oficiales se quitaron los cascos y respiraron con cautela el aire
contaminado, y descubrieron que el aliento de Parmenio era
endulzante.

Todo hubiera estado bien, si no fuera por las malas noticias que les
habían llegado horas antes
—Hemos recibido más mensajes astropáticos del Sistema
Macragge —dijo Félix—. Fuerte presencia de la Legión de la
Guardia de la Muerte confirmada. Ardium ha sido reinvadido.
Macragge está bajo ataque. La Fortaleza de Hera se halla
asediada.
—El Maestro Calgar se ocupará de eso —dijo el primarca. Su
noble rostro pareció más que nunca una cosa tallada. Solo sus
labios se movieron. Su expresión era severa como la piedra, sus
ojos fijos en el progreso de la reunión de un modo tan seguro como
si estuvieran hechos de cristal—. Es una distracción. He revisado
los mensajes. Las fuerzas desembarcadas pueden parecer
numerosas, pero el equilibrio es de baja calidad. Mi hermano
está alarmado por nuestras ganancias. Quiere desviarme de
este lugar.
—Quizás deberíamos dividir nuestro ejército y enviar una
fuerza de socorro a Macragge —dijo Félix

—No puedo favorecer tu práctica —dijo el primarca—. Somos


conscientes del plan de mi hermano, esta corrupción de
nuestro reino con sus relojes demonio y las telarañas que los
ligan. Macragge se encuentra libre de su perniciosidad, como te
has asegurado tú mismo, Félix. Echamos a perder su juego, eso
es todo. El lleva a cabo un movimiento incitante—. Guilliman
dejó que su mirada recorriera el horizonte donde las nieblas huían
de las estribaciones de las montañas—. Mortarion está aquí —dijo
el primarca con firmeza—. Voy a destruirlo y la invasión se
desmoronará. Marneus Calgar mantendrá Macragge. Esas son
las prácticas en las que trabajaremos.
La presencia del primarca demonio se encuentra por toda la
psicosfera de este mundo, hizo señas Bellas. Su alma la infecta.
—Nos atacará —dijo Sicarius—. Pronto.
Los ojos de Guilliman se entrecerraron, cambiando su rostro de
una expresión esculpida a otra. —Retira sus ejércitos de los
asaltos a las ciudades de Parmenio. Reunirá a sus hombres,
marchará sobre nuestra posición y se arrojará sobre nosotros.
No ha cambiado. Su preferencia siempre fue la gran maniobra y
el enfrentamiento de resistencia que trae la batalla abierta.
—Déjalo venir. Felizmente le mostraré mi habilidad con una
espada —dijo Colquan.
—Puede que no se llegue al cuerpo a cuerpo —dijo Félix—.
Nuestros Titanes y blindados decidirán este combate. Los
números de Mortarion son mayores que los nuestros, pero sus
tropas son inferiores. Su nexo de disformidad ha sido
destruido. El humo de la locura se está levantando de las
mentes de las gentes. Nuestros piquetes exteriores informan de
desertores que han recuperado el juicio y lo han abandonado.
Sus armadas de tanques son impresionantes, y admito que la
gran cantidad de Guardia de la Muerte aquí es motivo de
preocupación. Su suma de Adeptus Astartes supera con creces
la nuestra, pero tres semi—legios del Collegia Titanica están a
las órdenes del Lord Regente. Mortarion tiene solo una semi—
Legión. Nuestros caballeros superan los suyos en dos a uno.
Hoy he tenido noticias de que Galatan ha llegado al sistema.
Una vez que alcance la órbita, el destino del enemigo está
sellado. Las piezas finales están listas. Seguramente lo
barreremos ante nosotros.
—Los Marines Primaris tenéis demasiada confianza —dijo
Sicarius. No miró al primarca ni al tetrarca mientras habló, si no que
miró las llanuras enfermas—. Las teorías de victoria segura
impiden la formulación de prácticas que contrarresten la
derrota.
—Simplemente declaro lo que cualquier hombre puede ver.
Tenemos el ejército más poderoso. Lo venceremos —dijo Félix.
—Mi propia experiencia me ha enseñado que no se puede
confiar en las certezas —dijo Sicarius
Los sirvientes de la disformidad son impredecibles. No los juzguéis
por los estándares de la normalidad, —señalizó Bellas—. La brujería
envenena este mundo.
—Entonces tenemos suerte de tenerte de nuestro lado —dijo
Colquan.

—Nuestra victoria sería mi evaluación —dijo Guilliman—. Pero


la teoría aquí suplica una práctica simple, y eso me hace
sospechar. De acuerdo a nuestra información, Mortarion no
puede ganar esta batalla, pero a pesar de ellos sus obras en el
teatro de la guerra abierta continúan siendo las mismas de
siempre, se ha vuelto tortuoso. Nunca tuvo sutileza alguna
antes de caer, pero sus estrategias en esta guerra, la
subversión de la población, y esta dependencia de la pandemia
para eludir la limpieza de la batalla honesta, son trucos
aprendidos de su nuevo maestro. Espero sorpresas. Debemos
estar preparados para ellas y poder contrarrestarlas. Las bajas
que suframos por su inmundo armamento serán altas tanto si
se retira al primer golpe o lucha hasta el final. Escucha a
Sicarius. Esta no será una lucha fácil, Tetrarca Félix.
—No lo será —se mostró de acuerdo Félix—. No creo que lo
vaya a ser. Pero no tengo dudas de que nosotros ganaremos. —
Apoyó su mano en el parapeto. El viento cambió de dirección hacia
el oeste, trayendo consigo el olor de tierras más sanas, y
expulsando los últimos restos del nocivo hedor de las llanuras. Las
colinas en el lado del mar de Keleton estaban moteadas de colores
verdes y marrones y la sombra de la tarde temprana, limpias de
enfermedades.
—El pantano se está retirando —dijo Félix.
—Sin el nexo de disformidad para mantenerlo, no durará
mucho —dijo Guilliman—. Algunas manchas son más
persistentes que otras, pero esta enfermedad del Dios de la
Plaga crece y mengua con tanta certeza como cualquier
enfermedad normal, y morirá ahora que su alimentación es
cortada. Un hecho por el que estoy agradecido.
Félix contempló los mares de lodo que succionaban más allá del
límite del puerto. Aunque los estanques se estaban secando hasta
convertirse en baba cuajada, y las nieblas habían desaparecido,
aferrándose solo a los huecos más nocivos, aventurarse en las
llanuras sería una sentencia de muerte segura para un mortal
desprotegido, tal vez incluso para un Marine Espacial.
—El traidor ha hecho mucho daño —dijo Sicarius—. Nunca
pensé en ver peor daño infligido a Ultramar que el hecho por la
Flota Colmena Behemoth. Lamento que se haya demostrado
que estaba equivocado.
—El Emperador nos hizo ser buenos para romper mundos.
Algunos de mis más débiles hermanos nunca superaron este
propósito —dijo Guilliman. Su amargura dejó intranquilo a Félix—.
Si nos detenemos en lo que se ha perdido aquí, perderemos por
la desesperación. Este mal puede revertirse, ya lo veréis. Nos
enfrentaremos a Mortarion y lo mataré por lo que le ha hecho a
Ultramar. Entonces comenzaremos el largo trabajo de
reparación. —La boca de Guilliman se contrajo—. Lo que se
deshizo en minutos tardará décadas en corregirse, pero será
corregido. Ahora —dijo—, el tiempo corre hacia adelante.
Debemos volvernos hacia este otro asunto. El de la niña.
—Deberías matarla —dijo Colquan sin rodeos—. Ella es un
riesgo.
—No puedo hacer eso, y bien lo sabes —dijo Guilliman—.
Imagina si matara a la chica que salvó una ciudad. Estas
personas se encuentran conmocionadas. Hay quienes incluso
aquí creen que mis intenciones son impuras. Matar a una
supuesta santa les probaría a todos ellos que mi objetivo es
usurpar el trono de mi padre.
—La implicación de Mathieu hace que esto sea mucho más
difícil —dijo Sicarius.
—Es lamentable, sí —dijo Guilliman. La forma medida en que
Guilliman dijo esto dejó clara su ira para todos—. Él y yo
discutiremos este asunto de cerca.
—Lo arrastraré fuera de la catedral yo mismo, si quieres —dijo
Colquan.

—Dejadlo predicar —dijo Guilliman—. Sus sermones son


buenos para la moral de la ciudad. Es demasiado tarde para
detenerlo, y no haré ningún movimiento que sugiera una
opinión de cualquier manera sobre la veracidad de las
afirmaciones de esta chica.
—Está tranquilamente vigilada en la fortaleza —dijo Félix—. He
asignado un destacamento de seguridad. Todos Marines
Primaris, todos nacidos en Marte. —Miró de reojo a Sicarius,
dándose cuenta de su falta de tacto. El más viejo Marine Espacial
miró lejos con intención—. Ninguno con raíces en Ultramar.
Ninguno cuyas conexiones locales pudieran inclinarlos.
—Es lo mejor —dijo Guilliman—. Si esta chica no es lo que
pretende ser, convertirá cualquier grieta en el alma de un
guerrero en una lamentable grave.
La Caballero de Obsidiana Asheera Voi aguarda con ella, hizo
señas Bellas. La niña estará segura mientras el ataque al ejército de
Mortarion esté en marcha. Bellas hizo una pausa. Sobre el pico de
la rejilla de su respirador sus ojos parpadearon hacia abajo y luego
se alzaron. Luego debemos decidir qué debería hacerse con ella.

—Debemos —dijo Guilliman.


Ella podría ser lo que dice que es, hizo señas Bellas.
—Podéis ser parcial por vuestra fe —dijo Sicarius.
Guilliman la miró. Todavía encontraba difícil de aprehender la
conversión de las Hermanas del Silencio.
Mi deber es para el Emperador, señalizó Bellas.
—Se han tomado muchas malas decisiones al decidir cómo
llevar a cabo tal deber —dijo Sicarius—. Muchas prácticas
surgen de una teoría, no todas son válidas por igual.

—No se peleen —advirtió Guilliman.


Como ordenéis, obedezco, marcó Bellas. Vuestra palabra me es
más querida que ninguna otra, excepto la del Emperador mismo.
Sois su hijo vivo.
—No ponga su fe en mí de esa manera —dijo Guilliman—. Tu
creencia en mi divinidad está fuera de lugar. No soy un dios,
Hermana, y no me tratarás como tal.
Bellas inclinó la cabeza.

—Félix, ¿cuál es tu opinión de nuestra joven invitada? —dijo


Guilliman.
—Teoría, ella es como dice ser, una santa del Emperador. —
Félix golpeó sus nudillos contra la pared, como si probara la solidez
de sus propios argumentos.
—Los verdaderos santos son raros —dijo Guilliman—. Hasta
donde mis investigaciones me informan, ha habido un puñado
de genuinos santos en una legión de pretendientes. La historia
está llena de falsos aspirantes. Y no estoy convencido de que
los considerados reales sean vehículos para la voluntad del
emperador.
—Entonces, ¿qué son? —preguntó Colquan.

—Mi hermano Magnus podría haber respondido a eso, antes


de equivocarse —dijo Guilliman—. Aunque acepto que lo que
una vez consideré supersticiones como hechos ocultos, mi
comprensión de lo esotérico es limitada. Mi suposición es que
son un tipo de psyker, cuyo empoderamiento es estabilizado
por su fe en el Emperador. He escuchado que las Hermanas de
la Batalla manifiestan extraños efectos psíquicos cuando son
presionadas con gravedad, y estos son provocados por su fe.
Puede que un santo sea simplemente un ejemplo extremo de
este fenómeno.
Bellas, la única que podría no estar de acuerdo con este
reduccionismo, no hizo seña de nada.

—Algún día quizás tenga tiempo de pensar en el asunto —


continuó Guilliman—. Algunos de estos santos son al menos
sinceros, cualquiera sea la procedencia de sus habilidades.
Pueden ser aliados poderosos.
—Santa Celestina —dijo Sicarius—. Ella demostró su valía.
—Ella es una baza para el Imperio —Guilliman mostró su
acuerdo—. Muchos psíquicos lo son, pero el número de
aquellos que son un riesgo empequeñece el de aquellos que no
lo son.
—Más teorías —dijo Félix—. Ella es, como sugiere mi señor,
una psíquica de espíritu noble. O, ella es un engaño, una
herramienta del Dios del Cambio, tal vez, dispuesta para
frustrar los objetivos de vuestro hermano Mortarion aquí. Las
llamadas deidades de Magnus y Mortarion son opuestos. En
cualquier caso, ella es peligrosa.

—Ella es peligrosa en cualquier circunstancia —dijo Guilliman


—. Si no físicamente, entonces políticamente. —Hizo una
pausa. ¿Podría la mano de Magnus estar en esto? Intrigar era
más su preferencia que la de Mortarion, pero rara vez era tan
obtuso. Disfrutaba mostrando su intelecto, aunque el dios al
que sigue es otra cuestión.
—¿Nos importa? Si están en desacuerdo, deberíamos estar
contentos. Es mucho mejor cuando los enemigos se matan
entre sí —dijo Colquan.
—No los convierte en nuestros aliados, incluso si Mortarion y
Magnus luchan a muerte —dijo Guilliman—. ¿Cuál es el estado
actual de la niña, Bellas?

Las habilidades de la niña están sometidas por cadenas


hexagramáticas. Ella está cubierta por La Caballero de Obsidiana
Voi. Si ella fuera un vehículo de la voluntad del Emperador, ninguna
de estas cosas la afectarían.
—Magnus podría desafiar esas cosas —dijo Guilliman—. Si ella
es el instrumento de mi hermano o alguna otra agencia puede
estar fingiendo. Has detener cuidado. No puedes confiar en tus
artes para bloquear su poder.
Así lo sugieren las leyendas, parpadearon sus dedos.
—No son leyendas. Magnus es más poderoso de lo que nunca
fue en los días de la iluminación. —dijo Guilliman—. He sido
testigo de su habilidad. Cuidado con esta niña.

A la primera señal de impureza, la veré muerta, hizo seña Bellas.


—Mira que sí —dijo Guilliman—. Hasta entonces, camina con
cautela. Tyros ama a su así llamada santa. No puedo permitirme
que mi gente se vuelva contra mí a través de decisiones
precipitadas. Mis dos hermanos lo saben. Me moveré pronto,
antes de que Mortarion esté listo.
Cayó en silencio. Un ataúd gigante llegó gruñendo por encima, sus
impulsores de gravedad golpeando con descomunal fuerza en
preparación para tomar la carga de las máquinas de vacío. Lo vieron
aterrizar y las puertas se abrieron. Las sirenas gimieron cuando la
cama de carga se extendió, la encorvada forma del Reaver sobre
ella temblando mientras era sacada al mundo mediante empujones.
Cuando el ruido hubo muerto, el primarca miró al cielo, donde las
primeras estrellas parpadearon en competición con las luces de la
flota y habló de nuevo.
—Esperamos la aproximación de Galatan. Cuando esté cerca,
atacaremos.

CAPÍTULO DIECIOCHO

ASALTO SOBRE GALATÁN


Las campanas de alarma emitieron furiosas advertencias por todo
Galatan. Los motores de espacio real de la fortaleza estelar
permanecieron en un tono constante tono, pero el ruido de los
reactores cambió de manera sustancial, aumentando de manera
gradual hasta máxima potencia. El ruido era tan distintivo que
Justiniano había llegado a reconocerlo con rapidez durante su
tiempo a bordo.

—Prepárense, prepárense —dijo una voz generada por máquina.


Flota enemiga entrante. Flota enemiga entrante. Prepárense para
encuentro en veintidós minutos, tres segundos. Municiones iniciales
lanzadas. Prepárese para impacto en veintidós minutos.

Las alarmas habían estado sonando durante una hora. Poco


después de que comenzaran, el escuadrón de Justiniano fue
retirado de la reunión destinada a aterrizar en Parmenio, y
reasignado a las tareas de defensa de la estación en un fuerte
cruzado a cierta distancia. Evitaron el transporte, dejando los trenes
de cubierta libres para guerreros menos poderosos, y trotaron a lo
largo de un corredor de quince kilómetros de largo hacia su destino.
El corredor era tan largo que se perdió en perspectiva antes de
curvarse alrededor del corazón de la estación. Llevaría toda una
vida mortal conocer toda Galatan, pero aunque masivo, el corredor
estaba abarrotado de gente y trenes de tripulación que conducían
con prisa al personal a sus puestos.

Justiniano siguió un cartolito proyectado por su yelmo. Una débil


runa direccional le indicó el camino que debía seguir. Su escuadrón
era un punto verde pulsante. Si enfocaba el punto, se deshacía para
mostrar a sus soldados de manera individual, con etiquetas
revelando sus nombres: Drusus, Pimento, Achilleos, Brucellus,
Kadrian, Dascene, Donasto, Michaelus, y su segundo, Maxentius—
Drontio. En el cartolito su propio ícono estaba decorado con una
calavera, Maxentius—Drontio por un punto blanco en el centro del
verde.
Diez guerreros, todos hasta hace poco miembros vestidos de azul
de los Hijos No Numerados de Guilliman. Ahora eran Novamarines,
de nombre si aún no de corazón.

Un tren de dos pisos se apresuró por el monorraíl. La última mitad


estaba compuesta por vagones de carga con toneladas de cajas de
municiones y, en carros planos detrás, tanques del Astra Militarum.
Los mayores salones de Galatan eran lo suficientemente grandes
como para acomodar blindados de guerra.

La estación se hallaba tensa. Se habían estado preparando para


una acción de aterrizaje hasta que esta imprevista flota se les
acercó a mitad de camino dentro del sistema. El plan principal se
encontraba en desorden, suplantado por estrategias de respaldo.

El Maestro de Capítulo, Bardan Dovaro, reaccionó con rapidez.


Galatan nunca habían tomado en consideración toda la porción
Imperial de su historia. Los guerreros a bordo estaban seguros de
que no caería ahora. La pregunta no era si iban a perder, sino
cuánto tiempo se demorarían en llegar hasta Guilliman para
desempeñar un papel decisivo en la batalla de Parmenio, y qué
riesgos deberían tomarse para acortar ese tiempo.
Justiniano apartó estos pensamientos. El era un sargento, no un
capitán. Aquellas preocupaciones no eran suyas. Estaba siendo
presuntuoso pensando en ellas.

Miembros mortales de la tripulación y del Astra Militarum se


hicieron a un lado y vitorearon mientras el escuadrón pasaba con
golpes pesados.

Llegaron a su destino, un fuerte cruzado construido alrededor de


una intersección cruce donde un corredor radial se cruzaba con la
circunvalación. Aunque miles de años de adiciones habían
distorsionado la forma de Galatan, en origen había sido circular, y el
interior estaba dispuesto como una serie de corredores anulares
concéntricos perforados cada tres kilómetros por rutas que
conducían a la periferia. Cada intersección se hallaba defendida por
fortificaciones de vacío similares.
El cruce expandió la encrucijada en un gran hexágono de media
milla de ancho. Cuatro torres redondas se encontraban libres de las
paredes en un cuadrado hueco para que el fuego pudiera ser
dirigido por todos los lados. Su posicionamiento dio la ilusión de que
los corredores formaban una cruz simple. Reforzando la impresión
estaban las monovías para los trenes de carga que cruzaban por en
medio del patio. El techo estaba a treinta metros de altura en el
centro. Dos pasillos blindados de asesinato unían torres opuestas
entre sí en diagonal, cruzando en el medio para componer una gran
X sobre los raíles. Otros cuatro unían las esquinas de la plaza.
Cuatro puentes blindados más conducían desde las torres hasta el
cuerpo principal de la estación.

Al mismo tiempo que los Marines Primaris entraron en el patio, la


runa latió. Información fresca dirigió a Justiniano a través de la plaza
de la fortaleza del cruce hacia su nexo de mando.

El escuadrón se movió en perfecta formación con Justiniano. Su


doble fila se enroscó alrededor y se detuvo en la base de una de las
torres. Sistemas de armas remotas rastrearon a los Primaris,
mientras sus espíritus—máquina solicitaban los códigos completos
de identificación de los Marines Espaciales a su placa de batalla.
Justiniano detuvo a su escuadrón. —Esperad aquí —les dijo.

La puerta leyó su codificación genética. Se abrió de mala gana,


cerrándose tan pronto como él estuvo dentro.

Se abrió camino hasta el quinto piso, ocupado en su totalidad por


una estación de mando. Las ventanas de cristal blindado teñido de
color verde inclinadas hacia abajo en ángulo permitían vistas de la
base de la torre. Las aspilleras de disparo perforaban las paredes de
un metro de espesor. Agujeros de asesinato se abrían en el suelo
sobre la inclinada base de la torre.
Un teniente Novamarine estaba ocupado en la mesa hololítica de
la habitación, que mostró la inmensidad de Galatan y la flota
enemiga a decenas de miles de kilómetros de distancia, llegando
como un ejército de mosquitos avanzando sobre un carnosa rio. Un
par de Novamarines y una gran hueste de mortales se reunieron
alrededor del escritorio. La mayoría de los humanos eran oficiales
del Astra Militarum sin modificar. Había algunos que parecían ser
tripulantes de la estación, servidores de los subtipos de grabación
habituales y un único miembro del Adeptus Mechanicus con cuatro
delgados y largos brazos metálicos.

Justiniano se dirigió a la reunión. Evidentemente acababan de


concluir cualquier asunto que tuvieran, y se estaban dispersando
cuando él se presentó.

—¡Teniente Edermo! Se presenta el Sargento Justiniano


Parris, sexto escuadrón auxiliar. —Saludó, con el brazo cruzado
sobre el pecho al estilo ultramariano. Se le ocurrió entonces que él
no había visto a los Novamarines saludarse de manera formal, y no
tenía idea de cómo lo hacían, o incluso si lo hacían.
El teniente le dirigió una mirada larga y calculadora. Llevaba
puesto su casco, y así su expresión estaba oculta, pero su lenguaje
corporal traicionó sus sospechas.

—Le he estado esperando. ¿Está vinculado a la Quinta


Compañía?

—Durante las últimas tres semanas, sí. Solicitó refuerzos, así


que nos enviaron aquí.
—Lo hice —dijo Edermo—. No lo sabrá, pero la flota que nos
presiona es de considerable tamaño. —Hizo un gesto hacia los
iconos que avanzaban poco a poco hacia el gráfico tridimensional
de Galatan—. Son un rival para la flota en órbita alrededor de
Parmenio. Un nuevo jugador ha entrado en la refriega. La nave
principal es la Terminus Est. ¿Reconocéis ese nombre?
—Sí, mi señor, es el buque insignia del Señor de la Peste
Tifus.
—Él viene hacia nosotros con todos sus seguidores. Su
participación en esta batalla es inesperada, porque ha estado
operando lejos de su primarca caído. Intentará abordarnos y
destruir Galatan. Por eso habéis sido separados de los grupos
de aterrizaje y enviados aquí.

—Entiendo, hermano teniente —dijo Justiniano.


—¿Tenéis experiencia de batalla? —preguntó el teniente.

La pregunta irritó a Justiniano. El teniente parecía formidable, pero


Justiniano estaba seguro de que si peleaban, él ganaría. Aquella no
era la primera vez que encontraba una fría bienvenida genial.
—Hemos estado luchando con el primarca en la Cruzada
Indomitus durante el último siglo. Mi cohorte fue despertada
poco después de su llegada a Terra. Tenemos mucha
experiencia de combate, teniente.

El teniente se relajó. —Bien. Hay historias sobre ustedes los


Marines Primaris entrando en batalla directamente desde la
estasis, y eso no siempre ha sido exitoso. Incluso ahora,
escuché que sucedió. Parece haber un suministro casi infinito
de vuestro tipo.
—No creo que sea así, señor —dijo Justiniano. Escondió su
irritación hacia el hombre. Eso fue fácil de hacer. Tenía mucha
experiencia también en eso.

—Así parece —dijo el teniente. El rango era nuevo para los


Capítulos, introducido en el Nova Codex Astartes de Guilliman—.
No me importa cuánto entrenamiento y tiempo hipnómático
hayáis tenido, ni por cuánto tiempo. Un guerrero es forjado en
sangre y furia.
—Hemos visto mucho de ambas —dijo Justiniano.

—Bien, bien. Perdóneme. Todavía no he luchado junto a


Marines Primaris. Somos un Capítulo con raíces profundas y
aversión al cambio. —Señaló el rifle bólter de Justiniano—. Pero el
cambio puede ser bueno. Escuché que estas cosas tienen una
ventaja de alcance sobre los bólteres.

—Unos sesenta metros efectivos adicionales —dijo Justiniano.


Le ofreció su rifle bólter. El teniente lo tomó y lo examinó. Por un
segundo el arma pareció incómoda en las manos de Edermo. Un
momento después lo manipuló como si hubiera estado usándolo por
décadas. Miró a lo largo del bloque combinado y el cañón, que era
sustancialmente más largo que el del bólter fijado magnéticamente a
su muslo.

—Es pesado. No sé si lo preferiría a mi bólter. ¿Es mayor la


potencia de parada?

—No por mucho. Su mayor ventaja sobre el bólter está en su


alcance, como usted ya ha mencionado.

El teniente le devolvió el arma.

—El alcance es bueno, pero esta pelea se decidirá cuerpo a


cuerpo. —se volvió hacia el hololito. Parpadeó y mostró una lista
flotante—. Tengo quinientos Astra Militarum aquí, y cuatro
escuadrones de nuestro Capítulo. —Hizo una pausa.

Justiniano sintió que sus mejillas se teñían. Por un loco momento,


sintió que el teniente podía sentir su incomodidad con su nueva
hermandad y sus palabras "nuestro Capítulo" eran una pregunta, y
no una declaración.

Estoy siendo paranoico, pensó.

El teniente continuó.
—Dos Tácticos completos, un Devastador y un semiescuadrón
de Asalto. Quiero que usted siga al Escuadrón Devastador
Amarillo. Mantenga al enemigo alejado de ellos. Tienen apoyo
del Astra Militarum, pero ustedes son guardianes superiores. Si
el enemigo se acerca... —Miró por la ventana. Desde su atalaya
podía ver a buena distancia en ambos sentidos a lo largo de los
corredores radial y circular. Eran largos y llanos, con todos los
contrafuertes chapados, diseñados para ofrecer refugio mínimo a los
grupos de abordaje, pero la naturaleza de la batalla a bordo de la
nave espacial significaba que los encuentros cuerpo a cuerpo eran
inevitables—. Si se acercan, haga lo que pueda para evitar que
tomen mis armas pesadas. Estos guerreros de la peste son
resistentes. Necesitaremos los bólter pesados.
—Si mi señor.

Edermo no mencionó cómo se suponía que el escuadrón de


Justiniano trabajaría con los soldados mortales. Justiniano dedujo
un desprecio por sus habilidades de aquella omisión. Si tenía razón,
esa era otra diferencia en la cultura que tendría que asimilar.

—Tiene permiso para marcharse, sargento —dijo Edermo—.


Tengo mucho que hacer.

El teniente se volvió para hablar con un ayudante humano.


Justiniano inclinó la cabeza y dejó el puesto de mando.
Afuera, sus hermanos Primaris estaban ocupados revisando sus
armas. El habla entre ellos era mínima.
Maxentius—Drontio efectuó un firme saludo de aquila con una
mano sobre la placa del pecho.
—¿A dónde, hermano? —preguntó.

—Debemos proteger una unidad de fuego apoyo, torre tertio.

Maxentius—Drontio resopló. —Disparar cosas a distancia.


Preferiría acercarme. No me gusta quedarme atrás.

Justiniano sintió lo mismo. Marchar por los pasillos de Galatan no


podía igualar la emoción de descender desde el borde del espacio al
campo de batalla como un Inceptor, su anterior puesto. Aquí iba a
ser empleado por sus nuevos hermanos en servicio de escolta,
guerra de un mucho menos glorioso orden. Mantenido fuera del
camino, sin confiar en él.

No podía decir nada de esto, aunque Maxentius—Drontio sabía


que ambos sentían lo mismo.

—Tenemos nuestras órdenes. Las cumpliremos —dijo


Justiniano.

—Sí, señor —dijo Maxentius—Drontio. Hizo un gesto a los demás


para que actuaran—. Escuadrón, habéis escuchado al hermano
—sargento. Moveos.

La silueta de Terminus Est era conocida en la galaxia como un


presagio de terror, muerte y decadencia. Nurgle era generoso con el
buque insignia de su heraldo mortal. Diez milenios de sus amables
atenciones lo habían transformado de un leviatán de plastiacero en
una merodeadora bestia de disformidad en descomposición, más
carne que goteaba que tecnología. La Terminus Est bullía con magia
de plaga. Rielaba a través del reino mortal en una neblina de
enfermedad y frenética fecundidad. Una parte del reino de Nurgle
había sido liberada y soltada para vagar por las estrellas.
En la compañía de la Terminus Est había una armada de naves de
cada parte de la historia. Aunque predominaban las naves de los
años de la Herejía, naves humanas de todos los tipos e incluso
buques xenos volaban juntos en pútrida camaradería, trofeos
tomados en la guerra por la temible Primera Compañía de Typhus.

A pesar de la diversidad de origen de las naves, tenían más en


común que menos, porque todas estaban transfiguradas en parte
por el poder de Nurgle. Sus tripulaciones habían sido deformadas en
una horrible similitud plagada de enfermedades. Unidos en la
monstruosidad, no se parecían a nada más en la galaxia, sino entre
sí. Había consuelo en su sufrimiento compartido
Millones de toneladas de municiones se adelantaron a la flota.
Envejecidos proyectiles de cañón precedieron a torpedos cuyas
pieles metálicas estaban tensas y duras con hueso artrítico. La baba
que los cubría se descongelaba en desafío del frio asesino del
vacío. El fuego verde destripó unidades de impulso, siempre al
borde de quemarse, pero volaron lo suficientemente alineados,
llegando en una amplia extensión hasta el lado de babor de Galatan.
Disparados medio día antes de los torpedos, los proyectiles se
habían encontrado a cientos de miles de kilómetros por delante,
pero la aceleración constante de los misiles los hizo llegar no muy
lejos por detrás.

Las naves siguieron con sus municiones a plena potencia,


moviéndose en un amplio creciente de intercepción para envolver el
fuerte. En las proas de cada nave, babeantes fauces de dientes
podridos ocultaron las paletas de emisión de las antiguas baterías
de lanza. Por el momento, estas guardaron silencio.
En la guerra de vacío, el tiempo lo era todo.

Las naves al frente de la flota eran las menos corrompidas, todavía


reconocibles como cosas construidas. Cadenas de materia
obstruían agujas góticas. De sus cascos brotaban carnosas
ampollas del metal, y sus superficies estaban picadas de modo
antinatural con reacciones químicas corrosivas que deberían haber
cesado en el inmutable vacío. Pero eran las menos alteradas.
Atormentados identificadores se desprendieron de ellas. Si su
apariencia era prueba insuficiente, los gritos de espíritus—máquina
condenados revelaron la verdad: naves imperiales capturadas de
manera recientemente corrían delante de la mortal armada de Tifus.
Sus transmisiones de datos provocaron espasmos de miedo a las
máquinas de Galatan. Cuando se acercaron y los gemidos de su
tripulación maldita por la disformidad fueron transmitidos mediante
vox por todas las frecuencias, el efecto sobre los defensores
humanos fue el mismo. Una estela de proa de temor precedió a la
flota de la peste.
Las piezas se hallaban dispuestas. Por un lado, la corrupta y
corruptora flota de Tifus, el Heraldo de Nurgle. Por otro lado, la
poderosa fortaleza estelar Galatan y su pequeña escolta. Un lado
estaba limitado por la física, el otro no. Este era la ventaja de
Typhus. Enjambres de moscas demoníacas rodearon su buque,
conjuradas desde el no—material del inmaterium para servir como
escudo viviente. Sus recipientes vivían de un modo en que las
máquinas no deberían, y eran resistentes por eso. Su munición
poseía muchas extrañas y mortales propiedades.
Galatan tenía algunas ventajas propias. Con permiso del
Mechanicus, cónclaves de batalla que habitaban a bordo, armas
antiguas se deslizaron de sus alojamientos y fueron cargadas,
aprovechando los reactores cuádruples de Galatan que, por la
activación de los juramentos de promesa que se remontaban a miles
de años atrás, corrían cerca de su capacidad máxima.

Antes de que los torpedos estuvieran a dieciocho mil kilómetros de


distancia, las armas primarias de Galatan fueron desatadas. La
ciencia de las armas se había perdido hacía mucho tiempo. Eran
cañones de plasma de increíble poder. Miles de tecnosacerdotes
fueron asignados para evitar el agotamiento con constante oración.
Pero aunque malentendidas, las armas todavía funcionaban. Las
brillantes energías dejaron líneas ardiendo en la oscuridad del
espacio a la vez que atacaron a la flota de plaga. Los escudos de
vacío se colapsaron en desmoronadas series, y una nave se quemó
hasta la nada solo por la primera salva.

Esto ocurrió en silencio. Las naves de plaga se deslizaron más


cerca. Galatan avanzó en punto muerto, Parmenio creciendo con
lentitud en la distancia cósmica. Para un observador externo,
Galatan era una masa indomable, iluminada por el sol, una única
criatura titánica, luchando contra un enjambre depredador de cosas
menores. La furiosa actividad de sus células componentes era
invisible; las oraciones al Emperador y al Dios Máquina no tenían
apoyo en el vacío. Desde el estrategium sellado en lo profundo del
corazón de Galatan hasta la más mínima de sus miles de baterías
de armas, humanos, ciborgs y transhumanos se hallaban
comprometidos en el trabajo de guerra. Todo aquel frenesí estaba
oculto por austeros exteriores y la llamarada de potentes armas.
Aun así, la flota de plaga navegó sin devolver el fuego, su
propagación de proyectiles al frente, deformados torpedos
siguiéndoles, luego las naves capturadas corriendo cerca por detrás.

Una vez más, el antiguo armamento de Galatan conjuró


incandescente fuego estelar. Otra vez los escudos de vacío
llamearon, emitiendo colores que no eran como los de cualquier
barrera de energía Imperial, de enfermizos colores verdes y biliosos
amarillos. Una gran nave fue golpeada e incapacitada. Su reactor
permaneció entero, si eso era lo que aun la impulsaba, pero se
desvió de la línea, breves incendios ardiendo en las expuestas y
carnosas cavernas de su interior, cubriendo el buque con el negro
humo de la carne chamuscada.

Los astrópatas dentro del relevo de Galatan se estremecieron ante


sus gritos.

La flota de plaga se acercó, ominosa como una flotilla fantasma de


algún relato de un mundo atrasado. Las unidades de augurio y
pictóricas captaron claras imágenes de aquello que se acercaba.
Eso fue una muestra de fuerza, una promesa de lo que estaba por
llegar. Dentro de su estrategium, el Maestro de Capítulo Dovaro se
alegró de que pocos de sus tripulantes mortales pudieran ver los
horrores que azotaban la fortaleza.
La tercera vez que las antiguas armas abrieron fuego, las armas y
dispositivos menores de la estación se encontraban dentro del
alcance. La tercera descarga señaló su desencadenamiento, y el
vacío se llenó de repente con un tumulto de luz y fuego tan intenso
que la calma de un momento antes pareció imposible.

Esta vez, los cañones Imperiales se atrevieron a apuntar a la


Terminus Est.
Esta vez, la flota de plaga devolvió el fuego.
Vetas danzantes de rayos de color verde saltaron a través del
vacío, entremezcladas con el brillante tajo de la línea de fuego de
lanza. Las energías desatadas superaron a los torpedos y
proyectiles en un abrir y cerrar de ojos, chocando contra Galatan
con devastadora fuerza. Parpadeantes tormentas ardieron por todo
su lado de babor durante veinte kilómetros y más. Los escudos de
vacío llamearon con intensidad, su luz descendió a través del
espectro a medida que su capacidad de desplazar energía hacia la
disformidad se redujo, hasta que se convirtieron en coronas de color
violáceo que se arrastraron alrededor de bastiones y muelles de
atraque.
Galatan estaba bendecida con docenas de bancos de escudos. En
lo profundo de su carcasa blindada, miles de siervos trabajaban bajo
la severa supervisión de los tecnoadeptos. Los coros cantaron
hosannas a la gloria de la máquina mientras bandas de trabajadores
eyectaban condensadores de escudo gastados y los reemplazaban
por otros nuevos traídos sobre raíles que chirriaban desde
almacenes blindados. Cada uno era del tamaño de una pequeña
cañonera, y requería el poder muscular de cientos de hombres para
cambiarlo. Empujaron hacia arriba, haciendo rodar los dispositivos
desde sus transportes y estrellándolos en sus cavernosos enchufes

El fuego de las armas voló con libertad entre la flota y la estación


de batalla. Los gemebundos lamentos de los condenados se
infiltraron en la red de vox de la fortaleza, hasta que abrumó la
comunicación, causando que Dovaro ordenara apagarlas y que
todos los mensajes fueran trasladados a cables. No supuso ninguna
diferencia. Una impía mezcla de brujería y ciencia proyectó los
gritos. De manera simultánea, la noosfera de Galatan fue sometida
a sondeo por código de ataque hechicérico. Llegó transmitiéndose
en pulsos de transmisiones de ondas EM infundidas por
disformidad. En lo profundo del no—espacio de los bancos de
cogitadores y mentes de servidores vinculados en serie, los magos
libraron una guerra informativa contra el ataque demoníaco. Los
espíritus—máquina de Galatan se encontraron asediados antes de
que sus defensores humanos tuvieran que alzar sus armas láser.
De nuevo, ardieron las baterías de rayos y las lanzas de
disformidad de la flota de plaga. De nuevo, sus inmundas magias
rastrillaron los escudos de vacío de un punto específico, despojando
capas hasta que solo una matriz de escudo permaneció intacta.

Los proyectiles impactaron un microsegundo más tarde. Las


titánicas detonaciones convirtieron el vacío en un hirviente mar de
fuego que se agitó y salió, tomando el último escudo con él.
Los torpedos vinieron después, quemando lo que quedaba de su
combustible para aumentar su impacto cinético. Se estrellaron
contra el casco de la fortaleza. Con matrices melta y filas de dientes
demoníacos masticando, mordieron a través de capas de ceramita y
plastiacero como orugas excavando entre las pieles del ganado.
Detonaron en lo profundo, trayendo ráfagas de llameante atmósfera
que goteó en el vacío.

A Galatan no le importó una herida tan mezquina y continuó


disparando, derribando dos, tres, luego cinco buques más pequeños
en la flota principal. Todas menos una de las naves imperiales
esclavizadas fueron aniquiladas. Como todos los maestros de los
Novamarines antes que él, Dovaro era un maestro de la guerra de
vacío. Podía ver lo que pretendía Typhus. El Heraldo de Nurgle
había sido responsable ya de la pérdida de tres fortalezas estelares.
Sus tácticas eran bien conocidas por ahora.

—¡Concentrad el fuego en esa nave capturada! —ordenó


Dovaro—. ¡No la dejéis atravesar!

Con fuego ardiendo a lo largo de sus flancos, la última nave


imperial capturada atravesó el hueco en las matrices de escudos, y
se estrelló con fuerza contra la sección debilitada de Galatan. La
corroída proa se estrelló contra la superficie superior y aparató a un
lado aplastándolas agujas y torres de armas, y rasgó la piel del
casco subyacente como un arado divino dando la vuelta a un campo
de hierro. Las explosiones estallaron hacia arriba por el impacto.
Nubes de gas rugieron hacia el exterior en blancos penachos, miles
de metros cúbicos de atmósfera ventilados en un momento. La nave
enferma vibró, con su parte inferior arrastrando los escombros del
impacto. Su parte trasera se alzó, su ariete se enganchó en la
fortaleza estelar, amenazando con romper su espinazo. Los
gemidos de metal torturado vibraron a través de los salones de
Galatan. Los motores dorsales de maniobra se encendieron.
Chorros de incongruente pureza estallaron desde oxidadas ranuras
y boquillas, y la nave se detuvo, flotando sobre el lado de estribor de
la fortaleza estelar hacia abajo, la proa presionada en un beso
muerto contra el tejido de la estación. A quemarropa, los restantes
cañones de sus baterías de estribor abrieron fuego, convirtiendo la
cicatriz en la estación espacial en un resplandeciente abismo.

Detrás de ella voló una armada de naves más pequeñas. Antiguas


cápsulas de asalto Dreadclaw y torpedos de abordaje de todos los
tamaños corrieron alrededor de los arietes de ataque y fragatas de
desembarco de clase Invader. El fuego anticaza hizo del vacío
alrededor de Galatan una mortal urdimbre de luz, pero había tantas
naves. La Terminus Est vino con ellas, cumpliendo con su antiguo
papel de nave de asalto. Fuego de armas de cada tipo imaginable
ardieron contra sus escudos de vacío. Parpadearon con
repugnantes colores al tiempo que fallaron. Los estallidos de las
armas impactaron contra el casco, rasgando acero de carne. Se
derramaron lágrimas de pus en el vacío. Los fuegos ardieron a lo
largo de su ruidoso casco, pero no podía ser detenido.

En la brecha, la nave Imperial capturada fue reducida con rapidez


a un casco. Empujada lejos por los disparos de Galatan, fue a la
deriva, ardiendo, hacia el espacio, la tripulación a bordo sacrificada.
Había cumplido su papel. Una herida había abierto al vacío la
gruesa piel de Galatan.
La bifurcada proa de la Terminus Est abrió sus hangares. Cientos
de cañoneras salieron entre gargantuescos dientes con un estallido.

Tan numerosos como moscas en un enjambre, los seguidores de


Tifus, Primer Capitán de la Guardia de la Muerte, se vertieron a
bordo de Galatan.
CAPÍTULO DIECINUEVE
LA GUERRA DE JUSTINIANO

Ruido. Caos. Humo. La cabeza de Justiniano repicó. Yacía boca


arriba, inmovilizado por un puntal caído. Las runas de advertencia
parpadearon en su pantalla de retina. Las campanas gimieron,
mezclándose con los sonidos del desorden que llenaban el fuerte de
la encrucijada.

La presión sobre su pecho disminuyó. Una figura con una arañada


armadura de color hueso y azul echó a un lado el serrado metal y
bajó la mano.
—¡Hermano sargento! —dijo el guerrero. Justiniano se sacudió la
niebla de su mente. Agarró la mano ofrecida y fue puesto de pie,
disparando sus chorros de estabilización para ayudarlo a
recuperarse.
—Hermano Brucellus —dijo Justiniano. Ya revisaba los sistemas
de su armadura y silenciaba sus alarmas—. Gracias—. El sonido
desde el exterior de su armadura se estaba debilitando. Su
sensorium le alertó de los bajos niveles de oxígeno. El piso se
encontraba inclinado en un ángulo agudo. La estancia había
quedado muy deformada por el impacto. La torre se encontraba
doblada y su punto fuerte se había aplastado. Las aspilleras habían
sido cerradas por aplastamiento, oscureciendo la vista de los
pasillos exteriores. Grandes losas del techo habían caído, matando
a muchos de los humanos no modificados. Sus cuerpos rotos yacían
por el lugar, rezumando. Los miembros cortados se encontraban
recogidos en montones en las deformadas esquinas de la
habitación. El cableado roto escupió chispas. Los tubos silbaron una
mezcla de gases. Las alarmas sonaron desde el invisible exterior,
cada vez más silencioso a cada segundo.

—La atmósfera está fallando ahí fuera —dijo Donasto.

El sargento Amarillo levantó la vista del cadáver de uno de sus


guerreros. Su armadura estaba maltratada, y el conjunto de signum
sobre su mochila se había roto, colgando de su montura en un
retorcimiento de metal y una trenza de alambre.

—Un impacto como ese ha hecho un agujero demasiado


grande para taponarlo. Estarán sellando la estación a
kilómetros de aquí. Toda esta sección será purgada pronto en
el vacío pronto. Probablemente estamos atrapados. —Amarillo
comprobó a su guerrero una última vez. Levantó el extremo del
destrozado bólter pesado que había transportado el Novamarine. La
mochila modificada del soldado se había agrietado y abierto por
completo. Los proyectiles de bólter brillaron en medio del desastre
de la alimentación de munición. Dejó caer el arma—. Todos
ustedes, registren su posición —dijo a los tres supervivientes de
su escuadrón—. Quien sobreviva a esto debe garantizar que los
Apotecarios sean conscientes de dónde se encuentra, para que
puedan recuperar su semilla genética.
Soldados moribundos del Astra Militarum gemían alrededor de
Justiniano. Los ignoró; no había nada que él pudiera hacer por ellos.
Activó su superposición táctica, activando las listas de estado de sus
guerreros. La pantalla retinal saltó un poco, asentándose mientras
su cogitador se reconfiguraba. Sus hombres habían sido
afortunados. La mayoría tenían marcas en su armadura y algunos
tuvieron que ser sacados a rastras de los restos, pero el daño a sus
armas y corazas de batalla era mínimo. El verde dominaba sus
estados de sistema, tocados con ámbar. Solo Achilleos estaba
herido. Se sentó examinando su brazo izquierdo aplastado tan
desapasionadamente como si fuera un arma rota. Su brazalete tenía
brechas en varios lugares, salpicado con sangre y goteando espuma
sellante. Justiniano se acercó a su lado.

Achilleos levantó la vista. —No está sellando —dijo. Miró su


extremidad herida de modo crítico—. La placa se encuentra
demasiado comprometida.

—Entonces retrocede —le dijo Justiniano—. Ve al apotecarion


en la cubierta theta 19.
—No lo logrará —dijo Amarillo—. No hay un camino claro a
través. Estaría mejor quedándose aquí.
—No me voy a quedar aquí —dijo Achilleos. Se puso de pie—. Si
esto no se sella, me cortará el brazo por el codo, lo dejaré sellar
allí. Tomará un minuto. —Sacó a medias su cuchillo de combate.

—Muy bien —dijo Justiniano—. Ese será un corte incómodo.


Pimento, ayúdale.

El resto de los Marines Espaciales se reunieron alrededor de los


dos sargentos. El escuadrón de Justiniano entremezclado con los
Devastadores que habían sido asignados para proteger, los Marines
Primaris de pie sobre sus más viejos camaradas.
—Hemos sido golpeados con dureza, —dijo Maxentius-Drontio a
través del sistema vox—. Los mortales se encuentran agitados—.
Miró a los siete supervivientes del Astra Militarum en la habitación.
Vestían yelmos de vacío y armaduras de combate pesadas, pero
eran mucho más vulnerables que los Marines Espaciales. Caras
sudorosas miraban a través de placas faciales de plastek de color
amarillo. Una docena más habían sido matados por el colapso de la
habitación. Los que aún no habían muerto lo estarían pronto. Los
ilesos fueron valientes, pero Justiniano no calificó sus posibilidades
en la lucha que se avecinaba.
—¿Dónde está vuestro líder de escuadrón? —preguntó
Justiniano.
Uno de ellos señaló con la cabeza hacia un cadáver con la cabeza
aplastada bajo un ventilador caído.

—¿Quién está a cargo entonces? —El hombre se encogió de


hombros.

—Bien, te has presentado voluntario. Acércate a mí —dijo.


El hombre se acercó.

—Dame tu nombre —preguntó Justiniano.


—Soy Tesseran —dijo.
—Sois responsable de los demás —dijo Justiniano. No fue una
pregunta.

Tesseran asintió, aceptando de mala gana el papel. —Si vos lo


decís, mi señor. ¿Qué vamos a hacer?

Los Marines Espaciales lo ignoraron.


—¿Alguien ha tenido noticias del teniente? —preguntó Amarillo
—. Todo menos el vox de mi escuadrón está apagado. —Miró
por encima de su hombro a las lentes hechas añicos de su unidad
de observación—. Esta cosa abandonada por el Trono es solo
peso. ¿Y usted, sargento? Veamos si esta tan alabada
armadura Mark Diez es tan buena como dicen.
Justiniano lo intentó, escaneando cada frecuencia de vox. —
Escuadrón Parris, Quinta Compañía, informando. Grandes
daños en nuestra sección. A la espera de órdenes. —Horribles
gemidos y el constante zumbido de las moscas fueron su única
respuesta—. Nada —dijo, cerrando el enlace de vox—. El fuerte del
cruce está comprometido. No somos útiles para nadie en esta
caja. Propongo que salgamos. Primer asunto de la jornada. Las
órdenes pueden esperar.

—¿Primer asunto de la jornada? —repitió Amarillo—. Extraño


giro de la frase.

—Mi padre era comerciante, ¿y qué? —Dijo Justiniano—. ¿Está


de acuerdo o no, hermano sargento?— Puso demasiado
énfasis en "hermano" para que fuera sincero.
—Por supuesto que estoy de acuerdo —dijo Amarillo. Se quitó
un frasco melta de la cintura—. Tenía la esperanza de usar esto
con el enemigo. En cambio, nos sacará de aquí. —Examinó la
habitación por un momento, buscando el mejor lugar para ubicar el
dispositivo—. Aquí —dijo, pasando su mano sobre la parte de la
pared que ahora miraba hacia abajo—. Tendremos que saltar. —
Golpeó la carga contra la pared y retrocedió—. Ustedes. Soldados
—dijo a los Astra Militarum restantes—. No miren a la luz.

La bomba melta estalló con un rugido, el reactor de fusión de un


solo uso en el interior convirtió una porción de la pared del tamaño
de un hombre en vapor y escoria.

El metal fundido goteó en la oscuridad. Tan pronto como se hizo la


brecha, el aire salió de manera apresurada. El brillante y desigual
agujero fue un marco apropiado para la devastación afuera.
El fuerte era una ruina. El par de torres al otro lado de la plaza se
había desvanecido en un abismo de metal hecho añicos. Las bases
de las suyas propias permanecían firmes, pero a solo diez metros
de distancia, la cubierta se estacionaba de manera abrupta en un lío
de chatarra. La otra torre en su par había sido aplastada y tan
aplanada como una lata de raciones pisoteada, el techo de Galatan
había sido empujado hacia abajo y sellaba el corredor circular en
aquella dirección. Los lúmenes de emergencia proporcionaban un
poco de luz, pero muchos de ellos estaban rotos. La mayoría de la
iluminación provenía de destellos estroboscópicos, corredor radial
abajo. Las luces de la armadura de Justiniano se encendieron.
Conos de luz proyectados desde alrededor de sus lentes oculares,
hicieron retroceder la oscuridad.

—La estación se halla abierta al vacío —dijo Justiniano por vox a


los demás. La estación tembló con nuevos impactos.

—Esos son demasiado suaves para explosiones —dijo


Maxentius-Drontio.

—Abordadores —dijo Amarillo—. Si somos atrapados aquí,


estamos muertos.
La torre se estremeció. Los Marines Espaciales se sacudieron al
tiempo que su peso cambió. Metal triturando sobre metal,
transmitiendo su dolor a través de las suelas de sus botas.
—Tenemos que bajar. Ahora —dijo Amarillo.

La escalada fue ardua para los soldados, y los Novamarines se


vieron obligados a ayudarlos a bajar. Cuando finalmente alcanzaron
la destrozada plaza, descubrieron que el corredor radial en la
dirección del borde también era intransitable.

—Dos opciones —dijo Amarillo al tiempo que esquivaban el


abismo cortando a través de la encrucijada—. Dirigirse hacia el
interior o alrededor.
Alcanzaron un terreno más seguro sin incidentes, y allí Justiniano
restableció un irregular contacto por vox. Las solicitudes de ayuda
provenían del núcleo central de la estación, abriéndose paso
luchando más allá entre patrones de zumbidos de interferencia y la
cacofonía de gemidos. Aunque no se les ordenó directamente,
Justiniano y Amarillo se mostraron de acuerdo en tomar estas como
sus órdenes, y los Novamarines se dispusieron sin demora a
alejarse del borde hacia el centro del fuerte estelar.

El daño a aquella parte de Galatan fue masivo. Aunque el corredor


radial hacia el núcleo se podía recorrer, se encontraba abierto al
helado vacío en muchos lugares, y sin aire en todas partes. La lluvia
de constantes impactos en su parte de la estación disminuyó, siendo
reemplazada por los distantes temblores de explosiones y los más
medidos informes de las propias baterías de armas de Galatan.

Estaban a salvo de la muerte no anunciada lanzada por una


distante nave de vacío, pero aquel fue un pequeño consuelo. El
enemigo apuntaba a otras partes de Galatan porque sus tropas
habían aterrizado cerca.

Se desplazaron a un ritmo prudente, con sus armas preparadas.


Los Devastadores de Amarillo fueron primero, sus voluminosos
bólteres pesados preparados para disparar en fuego completamente
automático. Los Astra Militarum marcharon entre ellos.
No pasó mucho tiempo antes de que se encontraran con su
enemigo.

Kadrian se hallaba explorando por delante. Sin atmósfera no


podían escuchar la batalla antes de que la descubrieran. Se
necesitaban ojos para ver cuándo los oídos no podían oír, pero el
corredor se encontraba abollado en varios lugares, oscureciendo
líneas de visión limpias. El primer aviso que tuvieron fueron nuevos
temblores en el revestimiento de la cubierta.

—Combate —dijo Amarillo, mirando a sus pies.


—Avanza con cautela —dijo Justiniano.

Enviaron al Astra Militarum a la retaguardia. El escuadrón de


Justiniano avanzó en abanico por delante del Escuadrón Amarillo,
revisando los bólteres pesados. Mientras se acercaban a una
arrugada colina de piezas de cubierta, los temblores crecieron en
intensidad.

Kadrian corrió colina arriba, saltando sin esfuerzo sobre su


torturado piso. Al tiempo que se acercaba a lo alto, disminuyó su
velocidad y se agachó. Se detuvo.
—Sargento —dijo a través de vox. Justiniano se conectó a los
autosentidos de la placa de batalla de Kadrian.
La colina terminaba en un acantilado bajo de metal cortado. Una
grieta a sus pies conducía abajo hacia la oscuridad iluminada por
descarga actínica. Más allá, el corredor se hallaba intacto. Había un
espacio de paso menor abierto desde el camino radial, aunque
menor solo en los términos de Galatan.

En el techo sobre el pie del acantilado, apareció la boca roma de


un ariete de asalto inclinado. Un grupo de alrededor de una docena
de Marines de Plaga se encontraban atrincherados en los
escombros en el lado cercano del abismo. Al otro lado, tanques del
Astra Militarum formaban una barrera en el camino que conducía
más adentro de la estación. La mayoría de los vehículos estaban
muertos, sus escotillas reventadas y las armas colgando sueltas en
sus monturas, pero un centenar de hombres con trajes de vacío
blindados seguían disparando al enemigo. Varios traidores muertos
estaban amontonados en el centro del corredor, pero aquellos que
quedaban eran más que un rival para aquel número de mortales.

—No durarán mucho —expresó Kadrian. Se escondió con


cuidado mientras observaba.

—¿Qué ves? —preguntó Amarillo.


—Una docena de traidores atacando al Astra Militarum —dijo
Justiniano—. Estamos detrás de ellos. Podemos tomarlos por
sorpresa.

—Entonces nos enfrentamos —dijo Amarillo. Sin pedir más


inteligencia, convocó a sus hombres a él y marcharon pendiente
arriba. Los hombres de Justiniano les siguieron.

En la cima de la recién nacida colina, el camino estaba aplastado


hasta unas pocas docenas de metros de ancho. El asentamiento
roto del monorraíl de la estación había sido arrancado de su cauce,
y arrojado a lo ancho a través del corredor. Servía como una útil
barricada. Amarillo tuvo la decencia de no disparar hasta que los
hombres de Justiniano estuvieron en el sitio. Sus seguidores del
Astra Militarum se agacharon junto a los bólteres pesados.
—Tomaremos posición delante de ti, para mantenerlos
alejados de tus hombres. Cubrid nuestro avance —dijo
Justiniano.

Amarillo lo consideró. —La ruta más rápida hacia la victoria,


pero será costosa. Sería mejor establecer una línea de fuego
donde espera el hermano Kadrian.
—No podemos permitirnos involucrarnos en un tiroteo
prolongado —dijo Justiniano—. Debemos llegar al centro. El
enemigo está ocupado. Podemos estar entre ellos antes de que
sepan que estamos aquí. Si adelantamos demasiado a tus
artilleros, lo más probable es que nos vean. Espera hasta que
estemos sobre ellos antes de abrir fuego.

—Entonces ve. Que Lucrecio Corvo guíe tu mano.


La bendición no le era familiar a Justiniano, pero estaba
agradecido por el sentimiento.
—Escuadrón, avancen —dijo.

Sus nueve Marines Espaciales se situaron detrás de él mientras


bajaba de manera rápida e incómoda por el acantilado. Los traidores
estaban atentos a los guardias, y no repararon en ellos hasta que
abrieron fuego.
Los Marines de Plaga se encontraban bien refugiados por los
escombros y bocas de corredor. Solo uno murió por la descarga de
apertura de fuego de bólter del Escuadrón Parris. El momento que
les tomó reaccionar para flanquear, permitió al escuadrón de
Justiniano avanzar diez metros más.

El fuego de bólter fue redirigido con rapidez desde el Astra


Militarum hacia los Marines Espaciales. Kadrian cayó, la sangre
brotando de su pecho destrozado. Pimento siguió con rapidez
después, su placa facial aplastada. Entonces, el ardiente destello
del propelente del bólter pesado moteó la visión de Justiniano al
tiempo que el escuadrón de Amarillo abrió fuego y condujo a los
Marines de Plaga de regreso a cubierto, y el Escuadrón Parris
avanzó sin nuevas pérdidas

El enemigo estaba atrapado y lo sabían. Ignorando al Astra


Militarum a su espalda, salieron de sus escondites caminando con
lentitud y pesadez. Los rayos láser destellaron en su enmohecida
ceramita, sin hacer nada más que calentar la placa, y se
desplazaron para enfrentarse.

Había más de los que Justiniano contara. Veinte, más o menos.


Desenfundaron oxidados cuchillos y dispararon sus fusiles bólter
con una sola mano. Tres de los enemigos fueron acribillados con
proyectiles de bólter pesado mientras cargaban, fluidos amarillos
saliendo a borbotones de su armadura en descomposición. A
cambio, el hermano Drusus fue derribado.

Un feo bruto que se las arregló para no ahogarse en el pasaje sin


aire, a pesar del hecho de que su yelmo estuviera atravesado por la
corrosión y le faltara la rejilla de respiración, levantó en abierto
desafío un hacha que goteaba hacia Justiniano. Otro Marine
Espacial de un más colérico linaje colérico podría haber cargado
para aceptar. Justiniano situó el pragmatismo sobre el honor.

Justiniano cambió su objetivo a su retador, colocando media


docena de bien dirigidos disparos en el Marine de Plaga. Solo tres
penetraron, hasta donde podía ver, pero eso debería haber sido
suficiente. Sin embargo, el traidor no cayó sino que continuó
caminando de manera penosa, a pesar de que su carne y su placa
de batalla estaban llenas de cráteres por las explosiones de los
proyectiles de bólter. Los bólteres pesados de Amarillo tuvieron un
efecto más perceptible, segando como hierba a varios de los
Marines de Plaga, pero fueron atacados en respuesta, y uno de
ellos fue derribado por fuego de bólter concentrado, y la puntería del
resto se echó a perder al tiempo que buscaron una mejor cobertura.
La Guardia de la Muerte se alzó sobre las arrugas en la cubierta.
Dos más murieron antes de que pudieran conectarse, luego
golpearon a los Marines Primaris con el peso de una avalancha.
La batalla se fragmentó. Hormonas sintéticas inundaron el sistema
de Justiniano, acelerando sus reacciones y ralentizando el tiempo
un poco, pero aquellos habían brotado de las mismas raíces que él.
Poseían aquellas mismas habilidades, y se les habían dado más por
sus dioses oscuros. La confusa pelea cuerpo a cuerpo se convirtió
en un contundente y aporreador torbellino de cuchilla y puño. Un
tentáculo abofeteó de un extremo a otro la cara de Justiniano, la
secreción ácida grabando el cristal blindado de sus lentes. Embistió
como un ariete con su hombro contra el mutado dueño, arrojándolo
al suelo. Un yelmo con cara de cerdo lo miró. Justiniano lo aplastó y
aplanó con dos golpes de su bota.
Hubo un sonido metálico y un golpe lo echó a un lado. El traidor sin
la rejilla de respiración pasó como una centella de un extremo a otro
de su visión, y Justiniano se recuperó para enfrentarlo. La oxidada
espada de la criatura se abalanzó sobre su rostro.
Los proyectiles de bólter se estrellaron contra el Marine de Plaga,
haciendo estallar su distendido estómago y duchando a Justiniano
con su inmundicia.

Amarillo bajaba la colina, los supervivientes del Astra Militarum y


sus dos soldados restantes con él. La pelea había terminado. El
último Marine de Plaga cayó en silencio.

Poco a poco, los equilibrios bioquímicos de Justiniano volvieron a


la normalidad.

—Costoso —expresó Amarillo.


Casi la mitad del escuadrón de Justiniano había caído. Dascene se
había unido en la muerte a Druso, Kadrian y Pimento. Los
supervivientes llevaron a cabo sus tareas sin emoción. Maxentius—
Drontio ayudó a tomar el brazalete de Dascene para reemplazar el
componente de armadura roto de Achilleos y proteger su herida.
Detrás de los destrozados tanques del Astra Militarum agitaron sus
armas en la victoria.

—Vamos —dijo Amarillo—.Tenemos una larga caminata por


delante.
CAPITULO VEINTE

LA LEGION OBERON CAMINA

El príncipe Caleb Dunkel se recostó en el trono de mando en un


intento de encontrar la mejor postura para la próxima batalla. La silla
angular otorgaba un gran honor, pero poca comodidad. Los cables
de entrada de acero se arrastraban en a su cabeza. Los
aceleradores manuales se hallaban demasiado lejos de sus manos,
los pedales del torso demasiado cerca del asiento. Aquellos
controles eran refuerzos, toscos dispositivos mecánicos destinados
a ser utilizados si la interfaz de impulso mental se rompía, pero eran
necesarios y deberían hallarse aferrados con firmeza en todo
momento. Mantener sus extremidades en su lugar era incómodo.
Pronto, se vincularía con el Ira de Dios y las sensaciones de su
cuerpo humano se hundirían en la insignificancia Hasta entonces se
centró en lo que sucedía a su alrededor para mantener los
calambres a raya.
Detrás de él, su moderati primus y timonel guiaron a la tripulación
de armas a través de sus calibraciones finales. Consulta y cantos de
prueba de respuesta fueron y vinieron desde la cabina de la cabeza
a la cámara de mando de artillería. Las frases cantadas a medias de
los moderati fueron puntuadas por el suave clic de los botones y las
campanillas de aviso de función correcta.
—Por la gracia del Omnissiah, alimentación de energía al puño
sierra a plena capacidad. Que la fuerza motriz fluya —dijo el
primus.
—Hacia la gloria de la máquina, los tubos de misiles funcionan
sin problemas. Envíen proyectiles y explosión para desgarrar al
enemigo —respondió el moderati de armas moderati por vox de
cable.
—Que la fusión de medio alcance de tu cañón melta convierta
en escoria a los injustos con calor abrasador —dijo el primus.
—Así será —respondió Arrin, el tercero de sus moderati de armas.
Dunkel dejó que sus preparativos lo arrullaran aún más en su
estado alterado. El gran cuerpo metálico de su Reaver palpitó
momentáneamente con una mayor emisión de salida del reactor a
medida que la maquinaria fue encendida, probada y apagada.
Ocasionales informes del ingeiniarium zumbaron en la cabina, pero
nada pudo perturbar el relajante canto de su tripulación.
Cerró los ojos, dejando que los sentidos del Titán tomaran el lugar
de la vista y oído humanos. La incomodidad de las múltiples líneas
de cable conectadas en la parte posterior de su cráneo se fundió.
Asientos duros e incómodos controles físicos ya no le turbaban.
Toda sensación humana fue como nada cuando su mente se
extendió para llenar el gigante de metal. La sensación de su propio
cuerpo disminuyó, volviéndose poco más que una recordada
irritación.
Dunkel se estaba convirtiendo en la Ira de Dios.
Sus pies gigantes estaban plantados de par en par sobre la dura
posición de los patios de formación. Sintió el estremecimiento
eléctrico de los giroscopios que lo mantenían equilibrado, los ajustes
al minuto de los pistones de cadera del Reaver de su postura. Todos
los sistemas operaban a la perfección. No hubo ninguna de las
trampas en el movimiento o la rigidez en las articulaciones de la
máquina que experimentara la última vez. La revisión dada a la Ira
de Dios de camino a Tuesen había sido total. Los resultados eran
notables. La personalidad mecánica del Titán se hallaba igualmente
complacida con su rejuvenecimiento y su sangrienta alma ansiosa
por la pelea. Dunkel aún estaba separado de eso. Vio su propia
mente como una serie de capas, cada función de su intelecto
aislada por lo múltiple para que pudiera integrarse con más facilidad
con el ser mayor de la Ira de Dios. La primitiva alma de la máquina
se desplazó bajo los caminos eléctricos de la interfaz, un leviatán de
montura que esperaba a que Dunkel agarrara las riendas. Los ecos
de las psiques de sus antiguos príncipes eran fantasmales
sacerdotes ayudando a aquel semidiós de metal.

El princeps se hundió con más profundidad en la mente de la


máquina, mezclando su consciencia con sistemas mecánicos y
electrónicos. Su conciencia rozó cada uno de los cientos de
dispositivos del Titán, antes de que se desvanecieran de su control
somático, y su funcionamiento se volvió tan automático e inadvertido
como los latidos de su corazón humano. El espíritu de cada
mecanismo saltó un poco ante su toque antes de que se callaran,
pero la interfaz de la máquina suavizó aquellas interacciones, y la
Ira de Dios permaneció tan inmóvil como un ídolo.
Desde su cielo eléctrico, la Ira de Dios alargó la mano hacia a
Dunkel y sus seis moderati. Antes de que Dunkel se fusionara con
su máquina, las mentes de la tripulación sangraron juntas en los
límites, trabajando en red a través de las gloriosas tecnologías de lo
múltiple. Seis se convirtieron en uno, un número sagrado, dos veces
la trinidad del Dios—Máquina. Dunkel se regocijó en su ser más
profundo, porque la suya era una santa y honorable vocación.
El alma de la Ira de Dios era un océano de color carmesí de
violenta necesidad que los esperaba. Dunkel se zambulló con gusto.
Un temblor sacudió el armazón de guerra de la máquina.
—Interfaz múltiple finalizada. Todos alaben al Dios Máquina —
se susurró Dunkel a sí mismo. Pero él ya no era Dunkel, era la Ira
de Dios. Al tiempo que su cuerpo mortal habló, las palabras también
emergieron como un corto y ascendente estallido del cuerno de
guerra del Reaver. En algún lugar, en lo profundo de la masa de
plastiacero, un trozo de carne sonrió, y fue olvidado
Como un durmiente que se levanta, la Ira de Dios cobró vida.

La noosfera se dibujó sobre los seres unidos del princeps, los


moderati y el Titán, completando la fusión de hombre y máquina. Si
se concentraba en su ser humano, Dunkel todavía era consciente de
sí mismo y de la individualidad de sus moderati, pero fue una
sensación eliminada, similar a mirar una extremidad aturdida,
sabiendo que era parte de sí mismo, pero incapaz de sentirla. El Ira
de Dios estaba despierto del todo. Con el zumbido de enormes
engranajes y servos, se movió, balanceando su cabeza de
coleóptero de izquierda a derecha.
La visión artificial pintó un mundo en miniatura en el interior de los
centros de visión de Dunkel. Sus ojos humanos se habían abierto en
algún momento, y una imagen fantasma de la cabina y la vista a
través del oculi de un metro de grosor del Titán se impuso sobre lo
que la Ira de Dios vio. Fue fácil ignorarlo.
Los titanes de las Legiones Oberón, Atarus y Fortis permanecían
en una formación de tablero de ajedrez, cada una frente a sus naves
ataúd. Tras ellos fluían las aguas del delgado como una cinta Rio
Mar de Parmenio. La ciudad isleña de Tyros se permanecía
maltratada sobre el estrecho canal que la separaba de la costa de
Hecatone. Los terrenos de atraque continentales habían sido
limpiados, arrasados hasta el rocormigón y docenas de naves ataúd
se erguían como rascaestrellas en una ciudad temporal. Los rieles
para el mantenimiento de los titanes fueron dispuestos, permitiendo
que las grúas y los elevadores de munición que atendían a los
gigantes de metal salir de las naves ataúd al aire libre, donde
podrían llevar a cabo sus deberes con más facilidad. El plan de
ataque de Guilliman había sido amable con las legiones; no hubo
peligroso descenso hacia el combate, no hubo desesperada lucha
para liberarse de sus medios de transporte. El Collegia Titanica
marcharía en buena orden.
La línea definitiva de la nueva red de defensa de Guilliman rodeó a
los Titanes. Tres semilegiones ascendían a ciento dos de las
imponentes máquinas de guerra, de todas las clases, y así,
requerían una amplia muralla propia. Los terrenos de los Titanes
eran los cuarteles generales del Adeptus Mechanicus en Parmenio,
y la totalidad del poder del Dios—Máquina era exhibido. Tan solo de
la Legión Oberón había treinta y seis de sus máquinas de color
blanco y negro, una gran reunión. Muchas eran heroínas en el
campo, máquinas que habían luchado por docenas de siglos,
príncipes y tripulaciones cuyas reputaciones se ganaron en la
desesperada que siguió a la apertura de la Gran Grieta. Decenas de
Caballeros del Questor Mechanicus y Questor Imperialis bordeaban
un camino lo suficientemente ancho como para permitir el paso de
las grandes máquinas fuera del fuerte, sus estandartes agitándose n
la brisa.
Alrededor de los pies de los titanes esperaban decenas de miles
de skitarii vestidos con túnicas de varios mundos forja; rojo, ocre,
blanco, negro y gris. Junto a ellos tres mil robots de guerra de la
Legio Cybernetica esperaban en ordenadas filas. Más allá de la
línea del recién levantado muro cortina había otras fortificaciones,
otros centros de poder marcial; los cuarteles generales del
regimiento del Astra Militarum y los castillos de descenso de los
Ultramarines y los Cicatrices Blancas. Había banderas de otros
mundos, fuerzas representando poder atraído de todo el sector, pero
la mayoría eran de Ultramar y sus mundos forja afiliados. Esta
guerra era un asunto de los Ultramarines y el Adeptus Mechanicus.

Cientos de miles de guerreros. De donde quiera que fueran,


estaban esperando, esperando que los dioses de acero del
Emperador caminaran.

El primarca hizo un discurso. Dunkel lo escuchó y no lo escuchó.


Entendió las palabras, olvidó el momento en el cual se dijeron. Se
encontraba esclavizado por la inactiva beligerancia de la Ira de Dios,
y la Ira de Dios no se preocupaba por hablar.
Se dieron órdenes, transmitidas desde el alto mando del primarca
hasta los diversos jefes de las divisiones en Parmenio. Las órdenes
de Dunkel vinieron del Princeps Seniores Urskein, el comandante
del manípulo, a bordo del Titán Warlord Retribución.
Las palabras fueron simples, más sentidas que escuchadas.
—Rayos de la Muerte —dijo, empleando el nombre en Bajo
Gótico de la legión—, caminen.
Los Warhounds fueron los primeros en salir, los cuernos de guerra
aullando, las espaldas sobresaliendo de forma amenazadora,
oscilando de lado a lado con su entusiasmo por la caza. Cuando el
último de los Titanes Scout corrió más allá del perímetro, se puso en
camino el resto.

La Ira de Dios se irritó mientras que sus hermanos Juramentado de


Dios, Fatalidad de Dios y Misericordia de Fuego Dios se pusieron en
camino pisando con fuerza. Su creciente frustración amenazó con
ahogar al Princeps Dunkel, y tuvo que hacer valer su voluntad para
domar el corazón de la máquina. Finalmente llegó su turno. Dunkel
respondió a la necesidad de su ingenio de caminar más que a la
orden no pronunciada de Urskein.
Con una pesada majestad, el pie de dedos extendidos del Reaver
dio su primer paso en el camino a la batalla. Incapaz y poco
dispuesto a mitigar la emoción de la máquina, Dunkel gritó un grito
de guerra sin palabras al compás del ululante grito de la Ira de Dios.
Los hermanos de hierro de la Ira de Dios unieron sus voces al coro
de la matanza, desahogando la ira de la máquina y su fervorosa
intención de borrar a los traidores de la superficie de Parmenio
Las piernas se balancearon, pesadas como bolas de demolición,
poderosas como torres. Las tierras hechas añicos fueron barridas
por los pies del Ira de Dios en un borrón mancha de colores
amarillos mostaza y monótonos verdes. Agujeros de proyectil del
ataque inicial de la Guardia de la Muerte habían hecho que la tierra
fuera un paisaje lunar. En el salvaje desierto permanecían árboles
destrozados y escalonados triángulos de ladrillos, liberados de su
servicio como esquinas de edificios. Las tierras fértiles se habían
convertido en lodosas ciénagas, un pantanal nacido del bombardeo
que criara enfermedades de todo tipo. Jirones de niebla humearon
desde fangos de piel metálica. Ningún camino permaneció entero,
ningún edificio sin daños. El silencio de la muerte alejó aplastando a
toda vida. Las criaturas de Parmenio habían perecido o huido, y la
demoníaca descendencia del Dios de la Plaga aún no los había
reemplazado. Llegó el ejército de Guilliman, el chapoteo de cien mil
pies y el frustrado rugido de los motores de los tanques luchando a
través del barro llenando a Hecatone de vida de nuevo.

Por cientos los tanques abrieron a golpes un camino para la


infantería. Llevaban pasarelas de alambre y madera en balas
enrolladas, desenrollándolas de husos soldados a sus
revestimientos traseros. La madera había sido tomada de otras
partes del planeta, fabricados a partir de árboles talados en aquellas
tierras sin manchar donde la Guardia de la Muerte aún no había
pisado, dejando yermos de tocones donde habían crecido bosques.
La mancha de Nurgle se extendía lejos por diversos medios. A
menudo, la cura era tan mala como la enfermedad.
Las legiones caminaron a un cuarto de velocidad por delante de las
hordas de hombres y máquinas. Eran los señores de la guerra de
los ejércitos de hormigas que se escurrían. A pesar de su tamaño y
peso, los Titanes se movieron en silencio, cada paso espaciado, su
zumbido del reactor y ruido de engranaje modestos componentes
del avance. Solo cuando cada paso terminó y tocó el suelo con una
fuerte impacto de pisada, sacudiendo ondas en el agua manchada
con arcoíris de contaminación, se dejaban conocer los titanes. Cada
pisada era la compresión del trueno en la tierra, golpeando el lento
redoble del Armagedón.
Siguieron avanzando hacia las malogradas tierras, y la vista de
Dunkel — La vista de la Ira de Dios — se convirtió en un mar de
rizada niebla. Cuanto más avanzaban, más densa se volvía,
rehaciéndose tras su ruptura anterior. Con tanta seguridad como un
ejército se reagrupa después de una derrota menor, los venenosos
aires de Mortarion se espesaron. La Ira de Dios se zambulló a
través de ella. Sin comparador de escala, la máquina pareció un
hombre vadeando un vaporoso mar. Los encorvados Warhounds
tallaron caminos impermanentes por delante como las espaldas de
grandes peces cortando el agua. Los titanes mayores, los varios
modelos de Warlord y otros, eran hombres de mayor tamaño, quizás
pescadores avanzando hacia los bajíos para lanzar sus redes, sus
enormes caparazones como barcazas equilibradas sobre sus
espaldas. Las naves de ataque de los Marines Espaciales rugieron
por encima como aves marinas. La horda de hombres bajo el techo
de brumas era un ejército de sigilosos cangrejos
Las lecturas de augurio se vertieron en la mente de Dunkel con
tanta facilidad como la vista de sus propios ojos. Pulsos de radar
bosquejaron contornos en fugaces lavados de luz. La luz oscura y la
vista de calor dieron sus propios y diferentes puntos de vista, todos
mezclados con la visión nativa de Dunkel y la aguda visión de alta
resolución de la Ira de Dios. Para uno no acostumbrado a la mezcla
de entrada sensorial, la experiencia hubiera sido nauseabunda; para
Dunkel era como si de normal estuviera ciego, y solo cuando se
sentaba en el trono de mando de su máquina sus ojos fueran
abiertos de repente de un glorioso modo.

La charla de vox y el chorro de datos se entrometieron en la


serenidad del caminar. Se hizo prestar atención a sí mismo, con el
fin de no olvidar que su deber era la guerra, y no solo para exultarse
en el pilotaje de su máquina.
Enormes números de voces compitieron por atención. Los
cogitadores de la Ira de Dios ayudó a ordenarlos según su
importancia. Se les dio prioridad a sus propios superiores en la
Legión, a continuación los del alto mando. El resto, todos los
generales, coroneles y líderes de clado, colgaron al borde de su
conciencia, esperando que él pensara en ellos y enfocara su mente
en su charla.
—Manípulo Quintus de los Rayos de la Muerte, deténgase —
ordenó el Princeps Seniores Urskein. Su orden fue un eco de una
entregada un segundo antes desde el mando de la Legión, directa
des el enlace del primarca—. Formación de batalla. Defensa de
tres líneas de profundidad. Ejecute.
La Ira de Dios obedeció antes de que Dunkel pudiera. Un poderoso
pie se plantó con firmeza en el suelo, levantando un borde de barro
alrededor de sus dedos cuadrados. La pierna trasera se ajustó. La
Ira de Dios se hundió en una posición de disparo, asegurada contra
el retroceso de sus gargantuescas armas. La Misericordia de Fuego
se detuvo a quinientos metros de distancia a la izquierda, la
Fatalidad de Dios y Juramentado de Dios a la derecha, formando
parte de una línea que se curvaba en dirección a las orillas del Río
Mar a cincuenta kilómetros de distancia, donde su estrecho golfo se
ampliaba con brevedad por una serie de peñas. Los titanes de otros
manípulos eran formas que se asomaban cortadas por la cintura por
las nieblas. Más allá de ellos, las otras Legiones eran manchas de
sombra en vapor de color mostaza.

Toda la Legio se dispuso de manera similar al manípulo de


Urskein. Prínceps escoltados por sus guardias reales, los Warlords
tomaron sus posiciones a trescientos metros por detrás desde los
huecos entre los más pequeños Reavers, formando un profundo
patrón de tablero de regicidio.
La charla de órdenes disminuyó, se volvió más localizada a medida
que cada parte de la máquina de guerra Imperial buscaba su propia
ocupación. La tensión creció.
La entidad que era Dunkel y el alma de la brutal máquina
combinadas barrió su mirada de un extremo a otro de un mar de
niebla. No había señal del enemigo, pero estaban cerca. La Ira de
Dios lo sintió. Siempre antes del combate, el engrane de los
hombres con la máquina estaba en su más agudizado punto. En
aquellos momentos, el princeps estuvo a punto de olvidar su
individualidad. Dunkel luchó para salvarse a sí mismo de disiparse
en el alma del Ira de Dios. Sucedía, a veces, princeps inmersos tan
lejos en el ser de su máquina que se perdían y desconectarlos
rompía sus mentes. En los lugares duros de su ser eterno, todo lo
que se hallaba separado de la Ira de Dios, lo sabía, pero era difícil
de resistir. Quería profundizar más, catar el poder en su fuente,
unirse con los espíritus de aquellos que habían venido antes y se
habían convertido en uno con la máquina. Un día, tal vez, sería
colocado en un tanque amniótico y disfrutaría del placer del yo
aniquilado. Pero no todavía.
Los Warhounds se alejaron más. Se contonearon en silencio a
través de la niebla, ansiosos cazadores capaces de emboscar y
sorprender a pesar de su enorme tamaño.
Se emitieron más órdenes, difundiendo sendas informativas con el
parpadeante salto de la proyección electrónica. Dunkel supuso que
si pudiera verlo, se asemejaría al árbol de la vida, descrito por el
sagrado flujo de la fuerza motriz.

Quince Caballeros de la Casa Konor pasaron más allá con pasos


largos para apoyar a sus primos de mayor tamaño. Eran más lentos
que los Warhounds, y sus piernas más cortas los ponían en riesgo
en el difícil terreno. Tejieron complejos caminos para mantenerse en
el terreno más firme. Un paso en falso los vería atascados sumidos.
No dieron uno solo.

A lo largo de la línea, las manadas de Warhound de las otras legios


estaban avanzando, apoyado por sus propias Casas Caballerescas
aliadas. A la sombra de las máquinas andantes los hombres y las
máquinas menores del ejército trazaron líneas de batalla,
negándose a dejar que la agitada tierra de Hecatone rompiera los
estrictos dogmas del Tactica Imperialis. Ningún hombre querría eso
a la vista del primarca, cuyos propios escritos habían hecho mucho
para informar el texto sagrado.

Los tanques se dispusieron en una formación de delta poco


profunda. La infantería protegida a su socaire. En el centro del
ejército, detrás de la línea de Titanes, una gran cohorte de tanques
superpesados ultramarianos se desplegaron en una formación
dictada de modo directo por el primarca. Por puro peso y potencia
del motor se abrieron paso a la fuerza a través del lodo, con
masivas hojas de bulldozer que nivelaban el suelo que no se
sometía. Tal número en aquella configuración se había visto
raramente desde los días de la Herejía, por lo que era dicho.
Moviéndose de manera constante pero a una distancia segura tras
ellos llegó el tractor de mando de Roboute Guilliman.

El ejército Imperial esperó mientras la línea de escaramuza de


máquinas gigantes exploraba por delante.

Urskein envió una serie de patrones de despliegue alternativos a


través de la red de datos codificada por palabras individuales
elegidas de manera específica para ese encuentro. Dunkel las
conocía todas de memoria. La niebla se levantaba en una pared tan
alta como los dioses—máquina hacia el oeste. Las montañas
cayeron de nuevo en la invisibilidad. Las viciadas tinieblas
oscurecieron las llanuras. La luz del sol a su espalda se reflejaba
con brillo en la niebla.
Las detonaciones destellaron en la niebla. El brillante resplandor
de la descarga de plasma recortó la silueta de uno de los sabuesos
de guerra de la Legio Oberón y un par de Caballeros de apoyo a
una milla de distancia en la oscuridad. Una ráfaga de
comunicaciones de vox estalló desde el avance.
—¡Contacto de máquina! ¡Contacto de máquina!

Una descarga de tres cohetes gigantes se apresuró por encima


con un sonido sibilante, fallando por poco al Titán Fuerza Definitiva.
Uno fue interceptado y derribado por el fuego de las defensas
aéreas de retaguardia del ejército. Los otros se zambulleron a través
del techo de la niebla, haciendo estallar violentos conos de
escombros donde impactaron; barro, hombres y máquinas
entremezcladas. La explosión sacudió a la Ira de Dios.

—Sin armas atómicas. Sin armas químicas. Sin armas de


plasma. Configuración estándar de ojivas —dijo por vox Urskein.
Severas interferencias de tráfico de vox de alto nivel se
superpusieron a su voz—. Permanezcan tranquilos.
Entre los Titanes pulsaron chorros de datos, llevando el rápido
habla binaria de las máquinas. La alimentación pictográfica centelleó
a través de la cabeza de Dunkel. Sombrías formas arrebatadas por
los Titanes exploradores. Máquinas enemigas amortajadas en la
niebla.

El destello de las armas de alta energía se unió al delicado temblor


de la detonación de proyectiles en algún camino por delante.

—Prepárense para un enfrentamiento inmediato. Diecisiete


contactos de máquina y en aumento. Patrón de ataque
escudete —dijo Urskein. Estaba tranquilo y moderado, no había
señales del alma de la máquina que había compartido en aquel
momento incidiendo en sus palabras—. Prepárense para recibir a
los exploradores en retirada. Cubrir y proteger.

Una docena de las máquinas de exploración de la Legio


retrocedieron a paso largo detrás de la apilada línea de Titanes, que
surgían en un amplio arco para refugiarse en los talones de los
Warlords. Desde allí, podrían atacar de nuevo para flanquear al
enemigo cuando las máquinas más pesadas se hallasen
enfrentadas. Fuegos ardían a lo largo de puntajes fundidos en sus
espaldas. Los Caballeros permanecieron en orden de batalla. Su
charla de combate distrajo a Dunkel, y él desvió su breve
intercambio a la parte posterior de su consciencia.
Una llamarada de color anaranjado manchó la niebla que se
espesaba, luego otra. Muerte de Caballero por explosión del reactor.
Las pequeñas máquinas de un solo tripulante se hallaban en
problemas.
La Ira de Dios cambió de postura debajo de él. —Mantente firme,
mantente firme —dijo Dunkel, como si estuviera calmando a una
montura de carne y hueso. Al mismo tiempo, ejerció el control a
través del enlace de impulso mental sobre los centros de
procesamiento de la máquina, amortiguando su atávica necesidad
de matar.

Más Warhounds regresaron solos y en pares entre la línea de


propagación de la Legio Oberón. Faltaba uno del manípulo de
Urskein, Dolor del Mundo. Dunkel ahorró un momento para el
cartolito estratégico mostrando el estado del resto de la línea; lo
mismo sucedía arriba y abajo del frente.
El estruendo de la guerra se acercó. El enemigo hostigó a la línea
de escaramuza en retirada, pero eran demasiado sabios para entrar
en el rango de enfrentamiento óptimo. Sólo unos pocos disparos
ardieron en el aire hacia la línea de máquinas.
—Adepto Sine, mantenga los escudos a velocidad máxima de
reposición en caso de que esos extraviados nos atrapen. —
Dunkel habló en la línea de vox de cable. Usar su boca se sintió
extraño. El impulso del Ira de Dios de dar un toque de sirena junto
con su discurso era una burbujeante necesidad en su corazón—.
Llévenos al combate a máximo nivel.

—Como ordenéis, príncipe —respondió Sine desde su estación


en la habitación del reactor. El zumbido del motor se hizo más
profundo.
A medida que la lucha se hizo más cercana e intensa, los
Caballeros se separaron y siguieron a los Warhounds. Se
desplazaron corriendo más allá de Dunkel, sus encorvadas espaldas
escondiendo sus cabezas de su vista. Las máquinas menores solo
llegaban hasta el torso del Ira de Dios. Dunkel leyó pérdidas del
treinta por ciento para su casa de apoyo. Los caballeros siempre
pagaban por mantener seguras a las máquinas de mayor tamaño.
Rápidos y pequeños en comparación con sus primos más grandes,
su papel era desviar el fuego lejos de los Titanes, confiando en su
velocidad para mantenerse a salvo. Pero la agilidad no salvaba
nada del impacto directo de un arma divina.
—¿Dónde se encuentra el apoyo del enemigo? —dijo a través
de vox el Princeps Gugglhem del Misericordia de Fuego.
—Contactos hechos —dijo Urskein por vox—. Cuarenta y siete
máquinas enemigas majoris, cerca de doscientas máquinas
minoris de apoyo.
El destello de las armas se cortó al tiempo que el último de los
Caballeros de la Casa Konor se rezagó de regreso tras las líneas de
Oberón. El constante caminar de las máquinas de guerra al avanzar
tomó el lugar del rugido del armamento.

—Vienen. Contacto visual —dijo Gugglhem por vox.


—Prepárense para el enfrentamiento. Todas las armas
cargando. Mantengan la formación, sepárense a mi orden —
respondió Urskein.
Dunkel los vio entonces, surgiendo de la niebla. Eran iguales en
muchos aspectos a las máquinas de Oberón, pero el carácter de sus
almas alteraba su apariencia, haciéndolos de espalda retorcida y
ominosos donde los Titanes Imperiales parecían encorvados con el
peso del deber. Una multitud de ellos avanzaron escalonados a la
derecha, un par de Warlords a la vanguardia erizados con
guarniciones de combate cuerpo a cuerpo. Rompedores de línea.

Las insignias de una Legio eran únicas, y las marcas de cada Titán
eran tan individuales para ellos como las huellas digitales de un
hombre. Ni siquiera los traidores eran lo suficientemente cobardes
para esconder sus pecados. Proclamaban su lealtad e identidad con
orgullo.
—La Legio Mortis —dijo Fantorp, princeps del Juramentado de
Dios—. Cabezas de la muerte.
—Orgullo. Todavía tienen eso, cuando han desertado de todas
las demás virtudes del honor, permanecen orgullosos —dijo
Moscov del Ruina de Dios.
—Confirmar. Confirmar —dijo Urskein por vox—. Legio Mortis
traitoris. Transmitiendo identificaciones del enemigo.
Los nombres y designaciones numéricas para los Titanes entraron
en la red de datos noosférica. La mente de Dunkel se llenó con una
letanía de atrocidad que se remontaba a través de la historia en la
severidad de la Lingua Technis.
Donde la cuadrícula defensiva de los Rayos de la Muerte se
encontraba agrupada manípulo por manípulo, las Cabezas de la
Muerte atacaron en una formación de fuerza de semi—Legio, todas
sus máquinas más pesadas en vanguardia. No había cobertura para
ninguna fuerza, y el peso del enemigo iba de modo directo a la
posición de Dunkel.
—Están buscando una salida a través. No dejen que rompan la
línea —dijo Urskein.
La línea enemiga dejó escapar lamentos de desafío de sus
cuernos de guerra.
Oberón respondió, al igual que Fortis y Atarus.
Mortis abrió fuego. Los leales devolvieron el favor.

Al instante, el espacio entre las dos líneas era una zona de muerte
hostil a la vida. Las armas de un Titán eran impresionantes en sus
capacidades destructivas, superando a todo salvo los armamentos
de las mayores naves de vacío. El aire se prendió alrededor de
picos de energía. Ondas de choque supersónicas de proyectiles del
tamaño de una nave de transporte arrancaron rociadas de agua del
terreno. Los truenos lineales crujieron con descargas de láser,
estremeciendo conos de niebla en forma de lluvia. La niebla hirvió
con plasmas multicolores.
En apoyo de los dos Warlords cuerpo a cuerpo, había un monstruo
apto para lucha de largo alcance designado como Maestro de
Veneno. Llevando un aniquilador de plasma en el brazo derecho, un
cañón volcán en el izquierdo, y montando en su caparazón dos
enormes blásteres láser, su papel era romper un agujero a través de
las defensas para que los especialistas en combate cuerpo a cuerpo
de la Legio Mortis irrumpieran a través. Todas sus armas hablaron
juntas, chocando con fuerza contra el Ruina de Dios. Sus escudos
de vacío recibieron el impacto, apagándose con ensordecedores
estallidos a la vez que eran abrumados. El Reaver se estaba
moviendo a un lado, dejando un rastro de humo, cuando el Maestro
de Veneno abrió fuego de nuevo, marcando brillantes líneas a través
del blindaje compuesto del Ruina de Dios. Se sacudió sobre sus
pies. Sus motivadores se bloquearon en la pierna izquierda, y cojeó.
—¡Adelante! —ordenó Urskein—. Lleven la pelea a ellos.

Otros princeps senior siguieron su ejemplo. La línea de tablero de


juego de la Legio Oberón se rompió, cada manípulo enganchándose
en una sección del escalón enemigo. Estratégicamente, su
formación agrupada les permitió concentrar sus armas en objetivos
individuales. El escalón opuesto del enemigo dio a todos sus titanes
líneas de fuego despejadas. Para romper aquella ventaja y
maximizar la suya propia, la Legio Oberón se desplazó hacia
delante en escalonadas e impredecibles líneas de avance, los
manípulos oscureciéndose entre sí, evitando de ese modo que un
Titán cargara con la peor parte de demasiado fuego enemigo
demasiado tiempo.

Tres proyectiles salieron del conjunto montado en el caparazón del


Ira de Dios, el único arma de largo alcance de la máquina. Veinte
disparos era todo lo que tenía. Dunkel quiso que todos contaran. Su
posición como princeps del Ira de Dios había sido dura de ganar.
Deseaba estar a la altura del honor.
Los proyectiles se estrellaron contra los escudos del Maestro de
Veneno. Los fuegos arrasaron sobre crepitantes campos de energía
de color púrpura, arruinando su puntería. Ruina de Dios salió
cojeando de su línea de visión, el fuego goteando por su pierna
izquierda.

Más misiles se alejaron del Ira de Dios. Ardientes pilares de luz


láser chocaron contra los escudos de vacío en respuesta, la
llamarada que produjeron deslumbrando a Dunkel.
—Escudo de vacío uno al veinte por ciento. No podemos
tomar muchos más impactos de esa intensidad —advirtió Sine.
—Obligue al reactor. Más potencia a los locomotores. Prepara
el cañón melta —ordenó Dunkel Tenía ganas de acercarse lo
suficiente como para usar el arma.
Piedad de Fuego abrió con su láser gatling, enviando encadenadas
líneas ardientes al enemigo. Los escudos de vacío del Maestro de
Veneno resonaron y chasquearon en la niebla, seccionándolo con
una piel de luz donde las gotas de agua iluminadas se
arremolinaban en fascinantes patrones. El Warlord tomó represalias
con una explosión de todas sus armas. Una tormenta de fuego
surgió de ambos brazos de armas, engullendo al Piedad de Fuego
en una hirviente manta de llamas. El escudo de vacío inicial del
Reaver se agotó, el secundario se colapsó momentos después,
luego el tercero y el cuarto. Un disparo de bláster láser se estrelló de
manera directa contra el blindaje del torso del Piedad de Fuego. La
retribución de Urskein avanzó más allá del Titán dañado, haciendo
valer sus armas en el Maestro de Veneno, pero los picos de energía
mostraron de un extremo a otro de los sentidos de Dunkel como el
Maestro de Veneno se preparó para disparar y acabar con su
objetivo. Dos de los tres Reavers se hallaban fuera de combate por
el momento, uno quizá de manera permanente. El siguiente
manípulo se acercó, atrayendo el fuego del compañero de combate
del Maestro de Veneno, y bloqueando la línea de fuego del escalón
enemigo. Sufrieron por eso, sus escudos de vacío ardiendo con
peligrosa luz.

Un estallido del Maestro de Veneno se estrelló contra el Piedad de


Fuego y aplastando el blindaje del hombro, le causó una severa
avería en la articulación. El brazo bloqueado, el arma caída de
forma inútil hacia el suelo.
El Ira de Dios gimió una polifonía de ira ante la herida de su
camarada. Se tambaleó hacia adelante de repente, tomando por
sorpresa a Dunkel y al Maestro de Veneno, interceptando los
siguientes impactos destinados al Piedad de Fuego. Llovieron
chispas sobre el casco de Dunkel. Un servidor se sacudió en su
nicho, el humo saliendo de sus puertos de entrada.
El discordante desafío de la máquina se encontró con un grito
inhumano del Warlord.
—¡Mantente atrás! ¡Dunkel, mantén tu máquina atrás! —ordenó
Urskein.
La máquina de Dunkel estaba estropeando un disparo claro del
Titán del princeps senior, pero el Ira de Dios no sería contenido. Su
sucedáneo de alma animal se deslizó libre por un momento del
mando de Dunkel. Se inclinó hacia adelante, acelerando en una
torpe carrera. La beligerancia del Titán era bien conocida en la
Legio, su nombre elegido con deliberación para hacer juego, como
lo era su armamento. Se suponía que Dunkel era el igual de su ira.
Estaba fallando.

—¡Domestícalo! —gritó Urskein.


—Activar los amortiguadores de percepción —ordenó Dunkel.
Luchó con los controles manuales que no respondían.
—Los motores lógicos están bloqueados, princeps —respondió
Sine—. No será disuadido Esta es la voluntad del dios—
máquina.
—Entonces entramos duro. ¡Abra fuego, brazo izquierdo,
ahora! —Dunkel se liberó del abrazo mental de la máquina,
invocando suficiente individualidad para apuntar al enemigo y
ordenar a su moderati que activara el cañón melta. El Ira de Dios
estaba corriendo. Sus sistemas estaban empeñados en el intimo
asesinato del combate cuerpo a cuerpo. La puntería era pobre.
Dunkel seleccionó un punto en el centro de la masa del Maestro de
Veneno y rezó al Dios—Máquina para que fuera un éxito. El
moderati Obersten luchó para levantar el brazo. El Ira de Dios
luchaba contra Dunkel, intentando levantar su arma de combate
cuerpo a cuerpo para atacar, pero Dunkel la mantuvo baja para
evitar oscurecer el disparo, y Obersten se las arregló para activar y
liberar el rayo de fusión del cañón melta antes de que el Ira de Dios
se estrelló con dureza contra su enemigo.
Golpear una máquina enemiga de modo directo con el cañón melta
era el mejor resultado, porque su energía podía vaporizar el
plastiacero. El Ira de Dios podía lisiar a un Titán de mayor tamaño,
incluso matarlo, con un solo disparo. Los escudos de vacío activos
dispersaron las microondas de alta ganancia del arma por la
disformidad, por lo que la siguiente mejor solución era derribar los
escudos con el cañón y dejar al enemigo abierto para trabajar con
cuchillas.
La carga del cañón fue ejecutada con descuido, el arma disparada
antes de que el enfoque de fusión se viera con corrección y, sin
embargo, de algún modo, el Ira de Dios desahogó su ardiente
aliento ardiente en el blanco.

El punto focal del rayo cayó justo dentro del escudo vacío. La
ubicación óptima en una máquina blindada hubiera estado con
exactitud en el límite del campo, pero el impacto se halló lo
suficientemente cerca, permitiendo que una reacción de fusión casi
completa tuviera lugar fuera antes de que la dispersión de ondas
interrumpiera el impacto. Rayos de microondas de alta letalidad
intersectaron sobre el punto objetivo. Ahora el cañón melta se
encontraba en plena descarga, la gran variedad de cogitadores de
armas del Ira de Dios manteniendo constante el enfoque mientras la
máquina se desplazaba para atacar.

El agua en el aire reaccionó primero, calentada a temperaturas


explosivas por el cañón, luego el aire mismo se convirtió en una bola
de plasma caliente en expansión.
La explosión estalló de un extremo a otro del campo de vacío del
Maestro de Veneno. El rayo corrió por toda la envoltura de energía,
enterrándose a lo largo de torcidas líneas de iones energizados
generados por el estallido. La explosión, la descarga y los patrones
de conducción aleatoria generados por los agitados átomos de la
atmósfera se combinaron para derrumbar los escudos de vacío del
Maestro de Veneno uno tras otro.

El Ira de Dios se estrelló a través del escudo en dispersión y contra


el cuerpo del Maestro de Veneno.
El Warlord se hallaba a varios metros de altura sobre el Reaver, y
era más masivo, pero tal fue el ímpetu del Ira de Dios que el impacto
desplazó de lado al Maestro de Veneno. Dunkel cedió en sus
intentos de contener el alma de la máquina, jadeando por el dolor
que el esfuerzo le causaba. Compartió la ansiosa alegría de la
máquina mientras le daba su libertad al Reaver. Rugió un
inquietante gemido. Sin su entrada de datos o la de su moderati: el
puño sierra se estaba elevando, la cadena flexible de dientes
convertida en un borrón. La cadena era más ancha que las orugas
de un tanque, cada diente era tan grande como un hombre. Golpeó
hacia abajo como una guadaña, tomando el brazo izquierdo de
armas del Maestro de Veneno a la altura del codo mientras estaba
todavía tambaleándose. Esquirlas de metal fundido explotaron por
toda la cabina del Ira de Dios. La visión de Dunkel se sacudió con el
salto y mordisco de los dientes, el serrado a través del metal
vibrando toda la máquina. El Titán enemigo estaba cubierto de algún
tipo de materia orgánica que lloró limo corrosivo. Parches de óxido
manchaban sus placas. Su cetrina cabina de casco con rostro de
calavera parecía viva de una manera antinatural.

—¡Más fuerte! —rugió Dunkel. Ya estaba esclavizado por


completo por el fervor de batalla del Reaver—. ¡Más fuerte!

Su mente trabajó con el Moderati Kren y el alma mecánica del


Titán, guiando el enorme y desigual arma a través del brazo del
Warlord. El Reaver se inclinó, poniendo todo su peso sobre su brazo
izquierdo, abriéndose paso a través del miembro de su primo más
grande. Un escudo de vacío se reactivó, envolviéndolos a ambos.

El Maestro de Veneno gimió de dolor e indignación, llamando a sus


hermanos para que lo ayudaran. Dunkel había perdido de vista a los
Warlords rompelíneas; su arma cuerpo a cuerpo acabaría en poco
tiempo con el Ira de Dios, pero ya era demasiado tarde para
preocuparse por ellos. Tenía que acabar con el enemigo o moriría.
Las armas a distancia del Maestro de Veneno eran inútiles a tan
corta distancia. Las descargó de todos modos, enviando fuentes de
plasma. Sus bastidores de misiles se vaciaron. Las municiones
rugieron casi en vertical, desapareciendo en el cielo.
Dunkel sonrió. El Titán enemigo se encontraba en estado de
conmoción mecánica, la mente rebelándose contra sus pilotos.
Vulnerable.
Una formación de Merodeadores navales rugió por encima. Los
misiles martillearon contra el Warlord, derribando de nuevo sus
escudos de vacío nuevamente. Un puñado detonó sobre el
caparazón. Sus rodillas se hundieron con el golpe.
Los cañones láser de defensa pincharon como agujas el costado
del Ira de Dios mientras el Reaver continuaba su carnicería

El brazo de armas del Amo de Veneno cayó, láminas de aceite y


fluido insano rociando el frente del Titán más pequeño. El Warlord
fue liberado de repente por la pérdida de su extremidad y se
tambaleó hacia atrás, las armas del caparazón girando para obtener
un bloqueo de objetivo.
—Dunkel, controla el espíritu de la máquina. ¡Aléjate de mí
disparo! —ordenó Urskein.
—¡Toda la energía a los locomotores! —La orden de Dunkel fue
un grito a medias. Se apoderó de la mente de su máquina de nuevo.
Luchó contra él a cada paso del camino, sin querer nada más que
desgarrar y rajar al rival que había herido a su camarada. Dunkel se
agitó ante las palancas de motivación, utilizándolas junto con lo
múltiple para forzar al Ira de Dios hacia adelante más allá del
Warlord.
La máquina enemiga retrocedió y giró a su alrededor, con las
bobinas de plasma en su restante brazo principal de armas
iluminado anillo por anillo mientras cargaba para disparar. Los
cañones láser y las armas de punto de defensa montadas por todas
partes continuaron azotando al Reaver, rastreándolo mientras
pasaba, pero no pudieron lastimar al Ira de Dios a través de sus
escudos de vacío.
El cañón de plasma podría.
El Maestro de Veneno se enfocó en el Ira de Dios, apuntando a la
vulnerable retaguardia donde el blindaje era delgado. Un disparo a
potencia completa atravesaría los escudos, el blindaje y el reactor.
Dunkel empujó a su máquina en un arco largo, tratando de superar
el giro del Maestro de Veneno. Los dioses de metal llevaron a cabo
un pesado y torpe vals.
—Vamos a ser golpeados —dijo—. ¡Prepárense para el
impacto!
Una repentina oleada del Ira de Dios vio que el disparo del Maestro
de Veneno se desviaba y rebotaba contra los escudos de vacío del
Reaver con un fuerte golpe. El cableado parpadeó y se incendió
cerca de Dunkel, quemado por la retroalimentación del abrumado
escudo.

Pero todavía estaban de pie.


Castigado por el impacto, el Ira de Dios se mostró de nuevo dócil.
Dunkel provocó hizo valer la máquina para capear un segundo
ataque sobre su arco delantero.

El Maestro de Veneno se moría. Docenas de máquinas menores


aparecieron a la sombra del Retribución, uniendo su fuego al del
Warlord. Tres Caballeros unieron fuerzas para segar como
guadañas la pierna del Maestro de Veneno a la altura de la rodilla
con disparos combinados de sus cañones melta. El Retribución
atravesó su blindaje con disparos descargados de su cañón volcán
gemelo.
Las alarmas sonaron en la cabina de Dunkel.
—¡Reactor crítico! —gritó Sine. ¡Despejen!

El reactor del Maestro de Veneno se liberó de su carcasa en un


hemisferio de cegador plasma. De alguna manera, la fuente de
energía se había mantenido pura cuando la máquina misma había
sido corrompida y su luz limpiadora quemó todo rastro de su caída
en desgracia. Después de todo aquel tiempo, el alma de la máquina
escapó para ser recibida en la misericordia del Dios—Máquina.

Un caballero cayó como si no tuviera huesos, los sistemas


desactivados por el pulso electromagnético. Fue más afortunado
que su compañero, que fue consumido por el fuego atómico a la vez
que se giró para correr.
Dunkel tuvo un momento para hacer un balance de la situación.
Había atravesado la línea enemiga. El suyo era el único Titán al otro
lado. El escalón de Mortis mantenía la posición y se inclinaba hacia
atrás. La disposición inicial de Oberón había sido desgarrada.
Aunque los leales estaban causando mucho daño, su línea de
máquinas había sido interrumpida. Mortis se estaba retirando motor
por motor, las mitades de cada par turnándose cubrir a sus
máquinas hermanas, retrocediendo y atrayendo a las máquinas.
Uno de los rompelíneas ardía, aún en posición vertical, a una milla y
media a la izquierda del Ira de Dios. Habían sido una artimaña,
costosos sacrificios para atraer a las Legios leales a la tormenta de
fuego del escalón. El segundo rompelíneas estaba arrasando a
través del ejército, bajo fuego de miles de tanques. Atarus había
sido canalizado hacia el lado izquierdo del escalón. Fortis había sido
menos fácil de engañar, y avanzaba para intentar flanquear lejos a
la derecha de Dunkel.
Revelada la trampa, las órdenes vinieron del alto mando, exigiendo
detenerse a las máquinas. De mala gana, el Ira de Dios caminó
hacia atrás, uniéndose a la línea de máquinas que se oponía a
Mortis, y comenzó a disparar de nuevo hasta que se agotaron sus
cohetes. Luego fue restringido a enfrentarse a objetivos que se
acercaran lo suficiente para su sobredimensionado cañón de fusión
Las Legios permanecieron así durante algún tiempo,
intercambiando golpes con sus hermanos malvados durante toda la
noche y hasta el amanecer.

El Leviatán de mando de Guilliman cruzó inexorable la empapada


llanura. El peso de la máquina gigante lo empujó con profundidad en
el lodo, sin tanto desplazarse a través del paisaje como navegando.
Sobre un escritorio de cartas geográficas, el primarca inspeccionó
la disposición de las fuerzas de su hermano.
Al abrigo de las máquinas de la Legio Mortis había una enorme y
malévola mosca, gorda y tan dominante del paisaje como un
geoglifo. Un centro hecho de tres entrelazadas masas de tropas de
élite, cada una apoyando a la otra, formaban un abdomen
geométrico y angular. Los flancos retrocedían como estilizadas alas.
Los tiradores escondidos se adelantaron en largas formaciones,
formando las piernas y las mandíbulas al frente y en los flancos, con
la retaguardia reflejándoles. En total había veintiún bloques de
tropas, los puntiagudos extremos de cada formación encajando de
tal forma que se reunían cerca del cuerpo. Los ángulos de estas
esquinas formaron un patrón que Guilliman sospechó que tenía un
sin sentido y arcano significado para su engañado hermano.
En el estrategium, las luces eran tenues. El cristal blindado reactivo
barnizaba la hendidura del oculus que miraba hacia la arruinada
tierra de Hecatone. La niebla lo cubría todo y continuaba haciéndose
más gruesa. La humedad filtró el sonido del aire y extendió la luz en
un doloroso y plano resplandor. Para atenuar esta luz y el constante
destello de las armas de los Titanes en sus arremolinadas
profundidades, el óculus se había hecho adoptar a sí mismo un
ahumado color marrón. El interior era en consecuencia sombrío. El
pálido holobrillo iluminó atentas caras examinando con atención y a
fondo la tacticaria; Marine Espacial, Marine Primaris y humano no
modificado.

—¿Por qué esperáis, mi señor? —gruñó Maldovar Colquan.


Guilliman se abstuvo de reprenderlo por su tono. Colquan había
sido uno de sus más vocales críticos en Terra, por eso Guilliman le
ordenó unirse a su Cruzada Indomitus. Mantén a tus enemigos
cerca, siempre dijo el Rey Konor, un principio al cual Guilliman no
siempre se había adherido, para su eterno arrepentimiento.
—Algo —dijo Guilliman—. Algo menos esperado. —Señaló con
un gesto la línea de las máquinas—dios de la Legio Mortis, ahora
enroscadas hacia atrás tan lejos que el flanco derecho casi tocaba
la formación en mosca que avanzaba—. Me atrae a una trampa. Es
una estratagema tan obvia que solo puede ser parte de una
jugada mayor. Mortarion es un buen general, incluso cuando
busca demostrar cuán indomable es. El está aquí, justo en
medio de su ejército. Es una burla. Él quiere sacarme.

—No ha sido visto —dijo Colquan. Se paseó, rara vez quieto,


enojado como siempre era.
—Él está allí —Guilliman agitó su mano cubierta por el guantelete
sobre el hololito—. En esta formación sin sentido tenemos
renegados, Marines Espaciales Traidores, Titanes enemigos,
mutantes, abhumanos aberrantes, Caballeros de fortuna,
artillería pesada, blindados móviles y todo lo demás El habitual
desfile de los enfermos e ilusos seguidores de Mortarion. Lo
que no vemos...

—...son demonios —dijo Colquan. Apoyó sus pesados


guanteletes dorados sobre la carta geográfica. La imagen se rompió
alrededor de sus puños—. ¿Dónde están los Nuncanacidos?

—Eso es lo que me preocupa —dijo Guilliman. —¿Dónde en


verdad? Hasta donde sabemos, Mortarion puede estar
reteniéndolos, esperando que me comprometa. Donde están, él
está. ¿Cuál es el estado de Galatan? —llamó el primarca a través
de un monitor de voz.
Un hombre de rostro pálido con un elegante uniforme se apartó de
su banco de parpadeantes máquinas.
—La flota informa que la estación se acerca pero permanece
bajo asalto por efectivos de la Guardia de la Muertes. Nuestras
propias naves.
—¿Distancia?
Quinientos mil kilómetros y acercándose, mi señor
comandante.
—¿Estado?

—Hemos perdido contacto, señor comandante. Nuestras


señales están interferidas, pero la estación continúa
disparando al enemigo.
—Entonces no ha caído —dijo Guilliman.

—Aún podría —dijo Colquan.


—Podría —acordó Guilliman, su atención en la llamarada y el
choque de simulación de disparo de armas que emanaba del
hololito.
—Entonces permítame llevar a mis guerreros allí, mi señor, y
forzar el problema en nuestro favor —dijo Colquan. Se detuvo de
repente, tenso, esperando ser liberado.

—No —dijo Guilliman—. Galatan se halla bien guarnecida.


Debemos confiar en sus defensores. No podemos permitirnos
distraernos de la lucha sobre el terreno.

Colquan apretó el puño contra la mesa, molesto. —¿Entonces


cual es vuestra orden?
—Golpeamos al enemigo, mantenemos la línea —dijo Guilliman
—. Y esperamos.

CAPITULO VEINTIUNO
LA DEFENSA DE CRUCIO PORTIS II

La lucha en Galatan continuó durante horas, el tiempo se midió en


encuentros cortos, seguidos de períodos de caminata. No cayeron
más hombres de Justiniano, aunque Amarillo perdió a uno de sus
restantes guerreros por heridas. Lo dejaron mientras su cuerpo
giraba en su vaina mucranoide y le prometieron su posterior
recuperación. Una vez los Marines Espaciales cruzaron el abismo,
el Astra Militarum allí insistió en acompañar a Justiniano y al resto.
Dijeron que querían el honor, pero Justiniano sospechaba que
creían que sus posibilidades de supervivencia eran mayores. Si es
así, estaban equivocados. Murieron uno por uno, hasta que solo
Tesseran y una veintena de otros permaneció. Cuando se
encontraron con un medio regimiento de auxiliares ultramarianos
manteniendo un centro de tránsito mayor, Justiniano ordenó a los
no modificados que se unieran a ellos, siendo su justificación que
podrían pelear mejor. Más probable, pensó Justiniano en el fondo,
que al menos pueden morir en compañía de los suyos.
No frenados por hombres menores, los Marines Espaciales
aumentaron la velocidad, siguiendo direcciones de vox cuando
podían y los temblores de la batalla resonando a través de las
cubiertas cuando no pudieron. Dos veces también llevaron a cabo
tensos desvíos alrededor de grupos enemigos demasiado grandes
para atacar, franqueando túneles de servicio o arrastrándose a lo
largo de pasarelas sobre las cabezas del enemigo.
Cayeron sobre otros sin piedad, masacrando a los abordadores
que aún no se habían unido a sus formaciones padre.
De esta manera, al fin llegaron a los mamparos sellados contra
más pérdida atmosférica, protegidos por espíritus—máquina y
armas hipervigilantes. Los códigos de acceso Novamarines les
permitieron entrar, y emergieron a través de las esclusas de aire
blindadas al estancado aire de la nave.
A partir de ahí, continuaron durante más horas. Todo ello mientras
se acercaron al eje central, hasta que, cansados y doloridos por la
batalla, llegaron al Crucius Portis II.

Grandes garitas vigilaban los cuatro corredores radiales principales


que conducían al centro de Galatan. Los otros caminos se detenían
ante los muros. No había caminos hasta el centro, excepto a través
de los reductos de Crucius Portis. El núcleo era casi una estación de
batalla en sí mismo.
Un par de torres se proyectaban desde la pared interior de la
estación revestida de adamantio. Amplias almenas miraban hacia
abajo hacia un campo de exterminio de dos kilómetros de diámetro.
Un arsenal empleado de forma más común en el exterior de una
estructura de vacío llenaba sus caras exteriores y se reunían
alrededor de sus bases: torretas gigantes de macrocañones,
baterías de misiles y armas de energía directa tan grandes que si se
hallaran emplazadas dentro de construcciones más pequeñas y
fueran disparadas, correrían el riesgo de perforar con limpieza a
través del casco.
Galatan era lo suficientemente grande como para recibir tal
castigo.
El final de las circunvalaciones concéntricas de la estación rodeaba
el núcleo central, ensanchándose con suavidad alrededor de los
campos de exterminio y reduciéndose a una distancia de media
milla de uno a otro extremo una vez lejos de ellos. El muro cortina
de la estación interior se hallaba tachonado alrededor de toda su
circunferencia con puntos de armas y balcones de tiro. A cada milla,
castillos más pequeños se proyectaban en el camino.
El centro de Galatan había sido forjado en la Era Oscura con
tecnologías inconcebibles para los tecnosacerdotes de la actualidad.
El blindaje alrededor del corazón tenía cien metros de grosor y
estaba hecho de adamantio puro enfriado de tal manera que los
cristales de su estructura eran todos de tamaño uniforme y
entrelazados a la perfección. Era una construcción de una sola
pieza que solo podía haberse hecho sobre una fragua construida a
partir de una estrella. Los deflectores de teletransporte guarnecían
su estructura como un encaje, y sobre las caras externas estaban
inscritas, también mediante antiguo arte, símbolos de protección a
prueba de cualquier entidad de la disformidad. Los
tecnoarqueólogos que sondearon los secretos de Galatan
teorizaban que eran añadidos mucho más tardíos, datando de la
caída de la Vieja Noche.

Justiniano lideró a Brucellus, Achilleos, Donasto, Michaelus y


Maxentius—Drontio de un extremo a otro de la vasta llanura de
metal ante las puertas cerradas. Torretas automatizadas los
rastrearon, sus fuegos cruzados diseñados para infligir la mayor
cantidad de bajas al enemigo.
No hubo desafío a su acercamiento. Una poterna en las puertas
principales se abrió con un crujido, derramando luz amarilla de un
extremo a otro del campo. Sus identidades fueron discernidas de
lejos. Si lo hubieran deseado, ya habrían sido obliterados.

Desde detrás de la puerta, una línea de Terminators arrojó


sombras gigantes a lo largo del túnel de la poterna. Tras ellos se
encontraban los tanques de los Novamarines.
—Entren, hermanos —retumbó una voz—. Y sean rápidos—. El
enemigo viene. —Hubo poco tiempo para descansar. Justiniano y
sus hombres fueron reabastecidos. Conseguir la rara munición para
sus bólteres envió a un tatuado oficial de intendencia humano lejos
de la puerta con el ceño fruncido. Regresó una hora después con
tres cajas de plastiacero.

—Esto es todo lo que hay, mis señores —dijo, su molestia por


tener que encontrar los inusuales proyectiles de bólter con la
vergüenza de no haber podido encontrar más.
—Gracias —dijo Justiniano. El hombre se disculpó preocupado, su
tatuado rostro retorcido de vergüenza.
Justiniano y Maxentius—Drontio entregaron la munición.
—Hay más que suficiente aquí para los seis —dijo Maxentius—
Drontio.
—Si aún fuéramos diez —dijo Justiniano—, y nos faltaran más
balas.
Poco después, el sargento Amarillo fue enviado a otra parte. El y
los miembros supervivientes de su escuadrón abandonaron el grupo
con la más brusca despedida. Ni él ni Justiniano tenían mucho
corazón para las palabras. Ambos habían perdido muchos
hermanos. Ninguno entendió al otro.
—Los Novamarines están callados en su dolor —dijo Achilleos.

Justiniano asintió de modo distraído. Todavía estaba confundido


por el austero carácter del Capítulo.
Al reducido Escuadrón Parris se le ordenó tomar posición en una
habitación en la torre de la garita de la derecha vistas al cuadrante
principal del campo de exterminio. Desde su posición estratégica
cuatro pisos más arriba, el campo de exterminio de metal pareció
más severo de lo que lo había hecho a nivel del suelo. Las torretas
se movían de forma constante atrás y adelante en ciclos sin fin de
adquisición de objetivos, aunque por el momento el camino radial
que cubrían permanecía libre de enemigos
Un corredor de retroceso desde su búnker conducía a través de los
muros de metros de espesor de la estación interior. Esta se hallaba
bloqueada en el centro por una puerta de cinco capas, abriéndose
arriba a un corredor más, al final del cual había un reflejo del búnker
exterior con vistas al patio interior de la fortaleza. El corredor radial
era significativamente más estrecho en el interior de las puertas.
Una línea de cuatro Land Raiders bloqueaba el camino hacia el
corazón de la fortaleza. Las fuerzas dispuestas contra una potencial
brecha eran impresionantes para un Capítulo. Sesenta Terminators
formaban una barrera viviente frente a los tanques. Tres compañías
tácticas cercanas a la fuerza total tripulaban la caseta de vigilancia.
Nueve Escuadrones de Asalto esperaban en reserva detrás de los
Land Raiders. Muchos del alto mando de los Novamarines se
desplegaron alrededor del área. Seis mil soldados mortales de
varios regimientos los reforzaron. Aquí estaba concentrada la mayor
parte del poder de Galatan. El Maestro de Capítulo Dovaro ordenó
que fuera así. El enemigo mostró todos los signos de concentración
para un único y concentrado asalto sobre el Crucius Portis II.

El resto de los defensores del fuerte habían sido retirados para


defender las otras tres puertas y la muralla. Dovaro abandonó
grandes franjas de la estación exterior para proteger el núcleo
donde se encontraban los impulsores principales, reactores, centros
de mando y —Lo más importante—: los bancos de armamento
antiguo que alojaban. Justiniano supo entonces que Tesseran y su
clase seguramente morirían.

Justiniano y Maxentius—Drontio se apartaron de sus hermanos por


un momento para conferenciar en el búnker interior. Se quitaron los
cascos, contentos de tomarse un respiro de su propio aire
recirculado.
—Mantenlos, empuja a través de su flota, ayuda a Guilliman en
Parmenio tanto si forzamos al enemigo a retroceder como si no
—dijo Maxentius—Drontio, observando a los Novamarines reunidos
—. Es una estrategia arriesgada que debería haber tenido en
cuenta la posibilidad del ataque de Tifus.

—Necesidades —dijo Justiniano. No tenía acceso a la esfera de


datos de mando — los sistemas se hallaban abrumados, pero podía
imaginar el número de víctimas entre la población de Galatan si las
fuerzas del Caos decidían atacar sus baterías de armas menores y
motores de anillo en lugar de impulsarse por el núcleo—. Si no
mantenemos el centro, estaremos muertos en el vacío. Nuestro
curso está dispuesto. La flota traidora no puede detener
nuestro movimiento a menos que se apoderen del control del
centro. Tampoco pueden desactivar nuestras armas primarias.
Podemos llegar a estar pululando con herejes, y aún dar la
vuelta a la batalla a favor del primarca.
—Tenemos un grave deber por delante.
—Tenemos poderosos aliados. —Justiniano señaló desde la
aspillera al patio, donde guerreros con armadura plateada
aguardaban en las sombras—. ¿Qué sabes sobre estos
hermanos grises?
—No mucho —dijo Maxentius—Drontio—. Los llaman los
Caballeros Grises. Son especialistas, cazadores de demonios.
Psykers. Se guardan para sí mismos. Es mejor no hacer
preguntas sobre ellos.
—¿Eso es todo lo que sabes?

Maxentius—Drontio asintió.
Justiniano miró de nuevo. —Decepcionante. Eso es todo lo que
yo sé también. He luchado en catorce enfrentamientos
separados junto a su Capítulo antes. Nunca hablé con uno de
ellos. ¿Sabes qué más?

—Edifícame —dijo Maxentius—Drontio.


—Nunca he visto un Marine Primaris entre sus formaciones.
¿Por qué piensas que es eso?
—Intrigantes como son estas preguntas, no somos nosotros
quienes para responderlas —dijo Maxentius—Drontio.
Justiniano miró a su segundo. —Querrás la marca de calavera de
mi sargento pronto, con una conversación como esa.
—Es mi deber ayudarte a cumplir el tuyo —dijo Maxentius—
Drontio sin humor.
—Entonces, gracias —dijo Justiniano.

—Mira —dijo Maxentius—Drontio, señalando sobre su hombro—.


Viene Lord Dovaro.
Ni Justiniano ni Maxentius—Drontio se habían encontrado con el
Maestro de Capítulo, y observaron su llegada con interés. Dovaro
salió de la oscuridad tras la línea de Land Raiders y fue entre sus
hombres. Era más alto que el Marine Espacial promedio y el
cuadriculado de colores azul oscuro y hueso de su armadura
Terminator abundaba con adornos celebrando sus muchos logros.
Su hombrera izquierda portaba el puntiagudo estallido de nova y la
calavera de su Capítulo, la derecha un ornado escudo decorado con
su heráldica personal cortada por la mitad con una crux terminatus.
Un servocráneo unido a su armadura por un cableado acanalado se
balanceó sobre su cabeza, con una única lente de augurio de color
rojo deslumbrante. Un par de siervos mortales llevaban un trineo de
madera que portaba la masiva espada de energía a dos manos de
Dovaro descansando sobre un cojín de terciopelo.
Dovaro fue al centro del patio interior y comenzó su discurso. Era
lo que uno esperaría antes de una batalla. Justiniano había
escuchado muchos antes, y dado varios él mismo. Permaneció
impasible a pesar de su pasión.
—Sus palabras apelan una y otra vez a la hermandad —dijo
Justiniano a Maxentius—Drontio—. Confieso que aún no lo siento
por estos guerreros.

—Vendrá —dijo Maxentius—Drontio. Su tono no indicaba si sufría


sentimientos de alienación como Justiniano—. Este es un capítulo
noble.

—Aquí hay un tercio de su fuerza, en este reducto —dijo


Justiniano, consciente de que se estaba extraviando en territorio
peligroso—. Qué pequeño se ve en comparación con los Hijos
Sin Número.
—Esos días se han ido, hermano —dijo Maxentius—Drontio—.
El señor Guilliman obedece su propia ley, tal como se establece
en su Codex, de que ningún hombre debe mandar más de mil
Marines Espaciales.

—Lo hace —dijo Justiniano—. ¿Pero a qué precio?


—Esa es su preocupación, no la nuestra —dijo Maxentius—
Drontio, la advertencia clara en su voz.
—¿Cuánto tiempo has estado con los Novamarines? —
Preguntó Justiniano.
—Cuatro años, estándar —dijo Maxentius—Drontio—. Alrededor
de veinte relativos. El capítulo viaja mucho.
—¿Y sientes hermandad por ellos?

Hubo una pausa. —Entiendo lo que me preguntas, Hermano—


Sargento Parris —dijo Maxentius—Drontio con cuidado—. Dejar
las hermandades que tuvimos en los Hijos No Numerados,
secundados a Capítulos cuya historia no compartimos, y
quienes con razón nos consideran sus reemplazos, es difícil
para algunos.

—¿Es difícil para ti? —preguntó Justiniano, con la esperanza de


algún reflejo de su propio pesar.

Maxentius—Drontio se volvió para mirar a Justiniano. —En


verdad, no me importa. Tengo mi deber. Para eso fui hecho.
Donde cumplo con mi deber es irrelevante para mí.

Justiniano, avergonzado, cambió de tema. —Dovaro es un gran


guerrero, a decir de todos.

—Muchos de ellos lo son —dijo Maxentius—Drontio—. Lo verás,


a su tiempo. —En el patio, Dovaro terminó su discurso y los
Novamarines vitorearon.
Maxentius—Drontio se abrochó el casco. —Se acabó el discurso
—, gruñó su rejilla de vox—. Es casi la hora.

—Dejad la puerta del búnker abierta, el divisor de muro


también —dijo Justiniano, echando un vistazo alrededor del búnker
interior al tiempo que salieron—. Necesitaremos este lugar pronto.
Cada fracción de segundo nos ayudará.
La primera señal de que el enemigo se acercaba fue que las
torretas sobre el campo de exterminio dejaron de moverse, se
detuvieron y apuntaron al mismo punto del corredor radial.
Segundos después, los cantos de los seguidores de Nurgle
llegaron a sus oídos como un distante, irritante zumbido.
Justiniano forzó sus ojos en el camino. Los perfectamente rectos
lados del pasillo parecieron tocarse en la distancia. Luego vio que el
final parecía estar acercándose.
—Vienen —dijo a su escuadrón. Sus palabras provocaron el
entrechocar de los proyectiles de bólter acumulados en las cámaras
de disparo.
—Todas las unidades prepárense para el enfrentamiento —dijo
Dovaro a su Capítulo—. El enemigo se halla sobre nosotros.
Los grandes cañones de los bastiones abrieron fuego, rugiendo
destrucción a lo largo del pasillo. Galatan se sacudió ante el castigo
impuesto a sí misma. El creciente monótono zumbido de guerra del
enemigo fue ahogado.

Poco después, las armas más pequeñas de las torretas de campo


comenzaron a disparar. Armamento láser de largo alcance y
macrocañones al principio. Los muchos autocañones y bólteres
pesados esperaron la confirmación del alcance y despejaron los
fijamientos del objetivo.
A través de las explosiones que hervían corredor abajo, el final
todavía parecía estar cada vez más cerca. Las hordas de Nurgle
avanzaron detrás de una pared de mantillas de asedio móviles que
se desplazaban con lentitud. Eran tan altas que sus partes
superiores arrancaban al rasparlos los tubos y tuberías que
enguirdanalban el techo de la estación, y tan gruesas que los
disparos que las atravesaban fueron desviados. La mayoría nunca
alcanzó el metal, explotando muy por delante de las mantillas sobre
un brillante escudo de energía.
—Polvo de Terra —dijo Maxentius—Drontio—. Mira el tamaño de
esas cosas.
—Solo el Emperador sabe lo que los impulsa —dijo Achilleos.

Esperaron la revelación, los dedos tensos sobre los gatillos de sus


armas.

Las mantillas molieron el terreno sobre chirriantes ruedas de hierro.


Eran nueve, lisas, negras por la reciente forja, mostrando pocos de
los signos de descomposición que afectaban a todas las cosas
utilizadas por los secuaces del Dios de la Plaga. El bombardeo
desde las murallas aumentó su ritmo, apuntando a las
intersecciones de los campos de energía donde sus formas de onda
estarían más extendidas y débiles.
La zona de matanza de dos millas brilló deslumbrante con fuego
reflejado. Rayos láser de color rubí cortaron a través del aire. En el
espacio cerrado, el fuerte olor a ficelina y descarga de prometio
aumentó con rapidez, llenando el aire con espeso humo de batalla.
Un láser de defensa reventó el escudo de energía en lo que fue un
disparo a quemarropa para un arma de ese tamaño. El campo
parpadeó por un breve momento, lo suficiente como para que
estrellara un tatuaje de proyectil y fuego láser para golpear la
mantilla más a la izquierda, serrándola por la mitad. Se hizo a un
lado y cayó, revelando el semimecánico demonio empujándola.
Hecha una apertura, las defensas de la pared apuntaron al motor,
obliterando a la criatura.

Humeantes trozos de metal y carne llovieron sobre el campo de


exterminio. Se reveló una indistinta horda de cosas por detrás, una
multitud de retorcidos cuerpos y cabezas con cuernos y yelmos.
Fijándose en el enemigo, las torretas menores se unieron al
choque y al rugido de la guerra. El gemido de los cañones de asalto
cortó a través del humo. Los autocañones agregaron su desafinado
estruendo al coro. Las explosiones triples de los bólteres pesados
arrancaron en una serie rápida. A pesar del trueno de las defensas
Imperiales, el enemigo continuó avanzando. Sus voces se alzaron
en alabanza a su oscuro dios.

Todavía las mantillas empujaban, su ímpetu era tan grande que


aplastaron las más externas de las torretas de defensa menores
bajo sus masivas ruedas. Eran enormes, con facilidad de cien
metros de altura. El enemigo llegó a menos de un kilómetro de la
caseta de vigilancia, luego a tres cuartos. Otra mantilla, esta cerca
del centro, fue convertida en una ruina fundida. El hueco se cerró
con plomiza lentitud al tiempo que las restantes siete avanzaron.
Las armas pesadas Imperiales cosecharon una gran cantidad de los
monstruos que venían detrás.
A media milla, berreó una tétrica fanfarria y el enemigo salió desde
detrás de sus escudos.
Masas de blindados retumbaron desde el refugio de las mantillas,
abriendo fuego al tiempo que se situaban en formación.
Desgarbados tanques de asedio arrojaron proyectiles sobre la horda
que se estrelló contra las murallas exteriores del eje, rociando
superácidos sobre las defensas. Un venenoso humo surgió a la vez
que el metal se disolvió y los cañones de las armas se estrellaron
desde sus montajes. Land Raiders en números que ningún Capítulo
leal podría desplegar concentró fuego de cañón láser sobre arma
tras arma, haciéndolas pedazos. Maquinas demonio se cernían
detrás de ellos, sus cañones de disformidad escupiendo rayos que
arraigaban la infección arraigada en las murallas y puertas.
Las mantillas aumentaron la velocidad hacia las puertas. Los
traidores despegaron hacia las armas de los defensores, silenciando
a muchos, aunque sus tanques podridos pagaron un caro precio, y
pronto el campo estaba atestado de restos en llamas cuyo humo
olía a carne carbonizada. Una triste y apestosa neblina surgía de la
horda, obstruyendo el campo de exterminio todavía más.
El enemigo se encontraba a unos pocos cientos de metros de
distancia, dentro del alcance efectivo de un bólter.

—¡Abrid fuego! —Ordenó Justiniano. Su escuadrón apuntó sus


rifles con cuidado, asegurándose de que cada disparo fuera una
muerte. De las murallas salió una lluvia de láser y balas de bólter.
Los enemigos fueron acribillados desde arriba. Muchos cayeron.
Las mantillas se separaron, empujadas hacia los lados para
proteger el asalto del fuego envolvente. Miles de Marines de la
Plaga inclinaron hacia arriba sus oxidadas armas y abrieron fuego.
Los disparos de bólter rascaron los bucles y las rendijas del Crucius
Portis II, y los gritos de hombres moribundos dentro de la fortaleza
se sumaron a la cacofonía.
Se adelantó un dispositivo de cuatrocientos metros de largo. Era
tanto carne como máquina, fluyendo con podredumbre. El hedor era
insoportable. Sus motores eructadores de humo eran inadecuados
para la tarea de empujarlo, y miles de esclavos enfermos trabajaron
bajo los látigos de la Guardia de la Muerte para hacer girar sus cien
ruedas y ayudarlo.
El frente era un hocico largo, orgánico en parte, apuntando hacia
arriba en un ángulo de veinte grados. Las mandíbulas aparecían a
través del metal y la carne necrótica, goteando con limo sucio. Filas
de dientes eran visibles a través de las agujereadas mejillas, pero se
encontraban fusionadas, siendo nada más que un montaje para la
serie de cañones melta que sobresalían de la garganta. La parte
trasera era una bulbosa masa de motores. Tanques de plastek
amarillentos a lo largo de la columna vertebral salpicada de bilis de
colores brillantes.

Figuras retorcidas de un modo grosero trabajaban sobre


desorganizadas plataformas sobre la carne motor. Se levantó una
ordeno. Los motores eructaron más humo acre, nublando el campo
por delante. Tanques de bilis burbujearon. El hocico crujió. Toda la
cosa juzgó, y las partes delanteras giraron cuando cayeron al nivel
de la puerta, girando cada vez más rápido. Con un estruendoso
eructo, los cañones melta se encendieron. El calor volcánico llegó a
la posición de Justiniano, obligando a sus hombres a retroceder un
momento hasta que su armadura compensaba el repentino aumento
de la temperatura.

Los cañones restantes del Crucius Portis II explotaron de una


manera ruidosa, pero la carne verde del demonio máquina recibió
los golpes sin daño aparente. La máquina gorgoteó con malévola
alegría. Rugiendo de calor, el hocico fue empujado contra el pórtico.
La máquina comenzó a abrirse camino fundiendo. Mientras
trabajaba, equipos de asedio se adelantaron para asaltar el pie de la
muralla con sus propios dispositivos melta y aerosoles de apestoso
ácido. Los Marines de la Plaga subieron desvencijadas escaleras
para arrojar granadas A través de las aspilleras de disparo.
Demonios de maliciosa mirada sobre moscas gigantes del tamaño
de caballos zumbaron a lo largo del frente de la muralla. Justiniano
llenó a uno de proyectiles de bólter. El espeso fluido estalló desde
las heridas, como si fuera un saco lleno de pus, y se estrelló contra
la hirviente masa en la base de las paredes, pero había cientos más,
posiblemente miles.
—Deben haber invocado esas cosas a bordo —dijo Maxentius—
Drontio—. No hay forma de que desembarquen tantas tropas por
medios convencionales.

—¡Fuego abajo! —ordenó Justiniano. Sus hombres se


reposicionaron.
En un borrón de fuego de fusión, el carnero demoníaco se abrió
paso a través de la puerta, abriendo un agujero lo suficientemente
ancho como para que un Dreadnought pasara a través. El calor de
la brecha cocinó la pútrida carne que vestía su cuerpo y chilló de
dolor a través de su boca cerrada por la fusión, pero sus amos lo
condujeron hacia delante. Su hocico se zambulló más profundo,
enterrándose en toda su longitud en la puerta. La plataforma sobre
la espalda pasó bajo la posición de Justiniano, exponiendo a los
adeptos del Mechanicus Oscuro haciendo funcionar bancos de
interruptores de palanca, o vigilando pantallas hundidas de forma
directa en el pellejo de la cosa enferma. Los tanques de bilis a su
alrededor gorgotearon vacíos, consumidos por los motores
inmundos situados frente a sus estaciones de control.

—¡Matad a los operadores! —dijo Justiniano a través de vox.


Balas, proyectiles de bólter y disparos láser fueron disparados
contra la posición del escuadrón Parris, erosionando los suaves
labios de metal hasta ser heridas dentadas y picadas de viruela.
Una mosca demonio pasó volando, lanzando una cabeza cortada a
la habitación. Se colapsó como un hongo, llenando el espacio con
gases tóxicos que se comieron sus sellos blandos y corroyeron su
aparato respiratorio. Los Primaris mantuvieron su puntería sobre sus
objetivos en todo momento.
Justiniano destruyó a uno de los tecnosacerdotes traidores, su bala
de bólter haciéndolo explotar en restos de color negro. Sus hombres
mataron a otro. Servidores—demonio volvieron armamento arcano
contra el búnker, cortando la cabeza de Donasto con una cortina de
fuego verde. Justiniano continuó acribillando a los adeptos y su
maquinaria con balas de bólter, pero sus esfuerzos no hicieron bien.
—La puerta ha sido violada. Todos los defensores prepárense
para combate cuerpo a cuerpo. —El mensaje de Dovaro fue corto.
Sobre cadenas que producían un sonido metálico, el carnero
demonio retrocedió y giró hacia un lado, dando marcha atrás sobre
cientos de demonios y cultistas que aullaban. Estuvo bajo fuego
todo el tiempo, chorreando líquidos apestosos. Chilló de dolor de
una manera horrible, como una granja de cerdos quemándose vivos,
pero su trabajo estaba hecho. La horda se separó, abriendo un
camino para que una falange de Marines de Plaga marchara hacia
la brecha en La puerta. Las siete filas al frente empujaron escudos
con ruedas, versiones en miniatura de las grandes mantillas que
permanecían fuera de la puerta asediada. El resto llevaba hachas y
cuchillas oxidadas, y pulverizadores químicos que goteaban.
Cubierto por los mil bólteres de sus camaradas, marcharon con
orgullo en una repugnante parodia de disciplina Imperial. Sus botas
blindadas aplastaron a los muertos. Justiniano y sus hombres
permanecieron en sus aspilleras de disparo y unieron su fuego a
otros que apuntaban a la Guardia de la Muerte, aunque su búnker
repicó con el traqueteo de granizo de interminables municiones
silbando en el exterior, y la micrometralla golpeó de manera
incesante alrededor de la habitación.

La Guardia de la Muerte perdió un puñado de su número, no más,


a medida que avanzaban a través de la puerta en el túnel humeante.

La muralla pululaba con enemigos. Cultistas y demonios se


arrastraban a través de brechas a lo largo de su longitud. Las
explosiones reventaban desde las cámaras de armas. La última de
las armas de la muralla quedó en silencio.
Una bala de bólter pasó más allá de Justiniano tan cerca, que su
propelente llameó en sus ojos. Rebotó en el techo y detonó.
—No podemos hacer más bien aquí —gritó Justiniano contra el
implacable chasquido del petardeo de las balas de bólter que
estallaban en el exterior de la muralla—. Michaelus, Achilleos,
tomad las munición. Maxentius—Drontio, apareja granadas en
la puerta. Tal vez eso matará a algunos de ellos cuando entren
aquí. —Expulsó un humeante cargador de su fusil e insertó otro de
golpe—. Retiraos a la cámara interior.
CAPÍTULO VEINTIDOS

LA VOLUNTAD DEL EMPERADOR

Al anochecer, la batalla se alejó de Tyros. La tos de los láseres de


defensa en Keleton perturbaron de manera ocasional el crepúsculo,
pero el tiempo entre su descarga se alargó a medida que la flota de
batalla salía a la deriva de sus líneas de fuego. La vasta forma de
Galatan creció, blanqueada por los últimos momentos de muerte de
la luz diurna. Una etérea pintura de un castillo, las murallas
recogidas en tonos de etéreo azul y púrpura, brillando con diez
millones de puntos de luz. Una fortaleza fantasma cuyo poder
destructivo era demasiado real. Las armadas la atestaban, luchando
en sus propias guerras. Las terrazas de plastiacero de Galatan se
cernían tras la lucha naval, una cadena montañosa en el espacio
que parecía más un telón de fondo para la lucha que parte de ella,
como distantes colinas enmarcaban el combate de los ejércitos
sobre el terreno. Pero estas colinas hablaban con fuego y trueno,
apuntando a todos alrededor de la fortaleza. Las lealtades de las
naves eran desconocidas para los soldados en las murallas de
Tyros. Mathieu había aprendido suficiente de guerra a toda escala
para adivinar que Galatan estaba siendo disputada, y diferentes
bancos de armas disparados contra diferentes objetivos
dependiendo de quién los mantenía.
El paso de pies blindados se acercó por detrás. El gemido
mecánico de la armadura de energía era ahora bien conocido por él.
Demasiado ligero para un Marine Espacial. Una Hermana, pensó.
Sonrió para sí mismo. Iolanth había acudido a él, como había
esperado. Todo era como lo ordenara el Emperador.
—Hermana Superiora Iolanth —dijo, sin darse la vuelta.

—Hermano Mathieu —dijo ella, y se acercó a él. Dejó descansar


sus manos blindadas en rojo sobre el parapeto. La oscuridad que se
acercaba opacaba el color de su armadura, fundiéndola con un tinte
sangriento. Tales manos estaban impregnadas de la vitae de los
mártires, pensó Mathieu. Estar cerca de una herramienta tan pura
del Emperador envió un escalofrío de alegría a través de él que
amenazó con disparar las rutinas de castigo de su autoflagelador.
Tocó el botón de la palma con su dedo índice, considerando de
cualquier modo, activarlo manualmente para castigar su indecoroso
placer.
—Me complace que uses mi humilde título —dijo Mathieu—. La
humildad es una virtud a los ojos del señor de Terra.
—Un hombre vanidoso no puede esperar la gracia —se mostró
ella de acuerdo—. Sin embargo, os respeto como militante—
apostólico tanto como lo hago con un simple hermano —dijo—.
Sois audaz y lucháis con honor. Vuestra reputación de valor ha
llegado a mis oídos.
—No me llaméis valiente —la corrigió—. No reconozco el miedo
porque no tengo nada que temer. El Emperador es mi
compañero de armas y me protege en todo momento.
—Alabado sea —dijo ella.

—Alabado sea —respondió él.


—Es una batalla difícil —dijo, mirando el destello y rugido de las
llanuras, luego hasta el fantasmal castillo—. Desearía estar lejos
de aquí, en la lucha.

—Podríais estar —dijo Mathieu con una mirada astuta—. Bajad a


los campos de adoración, blandid vuestras sagradas
herramientas en sangrienta alabanza, y no se lo diré a nadie.

Ella se rio de su tono conspirador. —Tengo mi deber aquí. Se nos


puede haber negado la custodia de la santa niña, pero
estaremos listas para ser llamadas. El Emperador lo ordena. El
sacramento rojo debe esperar. ¿Qué hay de vos? ¿No iréis al
frente?
—Me ordenaron quedarme aquí también —dijo Mathieu. Aquello
era una especie de mentira. Había solicitado permanecer para estar
más cerca de la niña.

—¿Por el bien de la niña? —preguntó.


—No del todo —se rio avergonzado—. Es porque molesto al
más santo primarca. —Eso era cierto.
—¿Vuestra personalidad o vuestra vocación? —preguntó de
modo neutral.
—Soy lo suficientemente vanidoso como para creer que tiene
poco tiempo para mí como hombre, pero tiene muy poco
respeto por los sacerdotes en general —dijo Mathieu.
—¿Entonces lo que dicen de él es verdad? —preguntó ella—.
¿No cree en la divinidad del santísimo Dios—Emperador?
Mathieu asintió con un gesto de la cabeza. —Lamentablemente
sí. Es testigo de todas las maravillas de su padre a su
alrededor, y sin embargo no puede ver Su poder en acción.
Guilliman lo niega.

—¿Cómo puede no creer? —preguntó Iolanth, preocupada por la


idea.

Mathieu habló pensativo. —Es como si estuviera ciego de modo


voluntario. Él no quiere verlo, así pues no lo hace. El señor
Guilliman rara vez habla de su padre. Cuando lo hace, insiste
en su humanidad. Veo como mi sagrado propósito abrir los
ojos del Señor Guilliman. Hacerle ver, ayudarlo a creer. —Hizo
una pausa—. Tuve un sueño.
—¿Bueno o malo?
—Una malo, con un buen mensaje.
—El Emperador habla a los más fieles a través de sueños.

—Así se dice —dijo Mathieu con ambivalencia. Dejó que Iolanth


extrajera sus propias conclusiones.
—¿Qué os dijo el sueño?
—Los granos del tiempo se deslizan con tanta ansia —dijo
Mathieu—. La batalla continúa en el vacío y sobre la llanura. Nos
tambaleamos en la cúspide de la derrota. Pronto ese recipiente,
oh poderosa Galatan, se hallará lo suficientemente cerca como
para apuntar de manera precisa a la superficie de este mundo, y
la batalla se decidirá. Si los traidores dominan allí,
pereceremos. Imaginad cuán más probable sería un resultado
favorable si el primarca fuera libre de ayudar a los defensores.
Está retenido aquí y, sin embargo, aquí en este mundo se
encuentra la clave para una victoria fácil. Deberíamos usar lo
que tenemos, ayudarlo y acelerarlo en su camino a la órbita.
—Estáis hablando del niño.
—Lo estoy.
—El Señor Comandante Guilliman ordenó que fuera mantenida
aquí —dijo Iolanth.
Mathieu sonrió con serenidad a la niebla que se cernía sobre las
llanuras, donde los Titanes libraban duelos con armas de luz y
energía, y un millón de hombres luchaban con desesperación más
allá de su vista—. Moriría para salvar al primarca. Con mucho
gusto sufriría todos los tormentos de la disformidad si él
pudiera ver con claridad por un segundo la verdad de la
naturaleza de su padre. Estoy seguro de que si lo hiciera,
entonces la humanidad prosperaría como nunca antes. —Hizo
una pausa, luego se volvió con rapidez para mirar a la Hermana
Superiora a los ojos y habló con fervor—. Dime, hermana Iolanth.
¿Morirías por traer al hijo del Emperador a su luz por completo,
como lo haría yo?

—Lo haría —dijo—. No deseo nada más que servir al Amo de la


Humanidad con mi vida y mi muerte.

—Entonces arrodíllate —dijo.


Ella dudó. El abrió la mano e indicó el piso.
Iolanth se dejó caer sobre una rodilla. Sus trenzas se balancearon
sobre su rostro. Mathieu hozo descansar ligeramente su mano sobre
la coronilla de la cabeza de ella. —No puedo deciros lo que está
por venir, porque es el regalo del Emperador tan solo. Pero diré
que la niña puede salvar al primarca. Mostrándole que no lucha
solo, sino que su padre se encuentra a su lado, el primarca
puede ser llevado a la luz del Emperador. Ella podría salvar el
Imperio entero, si ella abre los ojos de él. Quienquiera que
ayude a la niña será llamado santo.

Iolanth alzó la mirada hacia él.


—¿Por qué no lo hacéis?
—No puedo actuar. El primarca se enojará con quien le
muestre la verdad. Debo estar allí para guiarlo una vez que se le
haya presentado. Se resistirá al principio.

—Estáis en una buena posición para mostrarle el camino —


dijo Iolanth.

El asintió.
—Entonces sé lo que debe ser hecho —dijo ella.
—No os voy a dar órdenes —dijo Mathieu—. No puedo. Si
decidís seguir este curso, ha de ser por vuestra propia
decisión.
—He hecho mi elección. —Su voz se convirtió en un susurro—.
Bendígame, militante apostólico, para que se me perdonen
cualesquiera que sean las transgresiones que debo cometer
para cumplir la voluntad del emperador.

—A veces, las buenas intenciones requieren malas acciones


para llevarlas cabo. La gracia del Emperador ya te rodea. Puedo
verlo. La luz de la pureza te envuelve.
—Soy una buena servidora. Mi fe es fuerte.

—Lo veo. Es una fe pura, una fe poderosa. Por eso el primarca


te necesita cuando yo no puedo ayudarlo. —Él agarró la cabeza
de ella y cerró los ojos—. En el nombre del Emperador de Terra,
Señor y Amo de toda la Humanidad, os bendigo y encomiendo
a Su protección—. Él abrió los ojos—. Levantaos, Hermana
Superiora Iolanth —susurró.

Iolanth se levantó. Le dirigió a Mathieu una feroz mirada.


—Soy una guerrera del Emperador, y lo serviré hasta la muerte.
Mathieu sonrió. —Eso es todo lo que Él requiere de nosotros.
Ahora ve y lleva a cabo la voluntad del Emperador.
Las guerreras de Iolanth estaban blindadas de pies a cabeza, pero
podían moverse en silencio cuando era necesario. Dos de ellas se
deslizaron con suavidad y sin esfuerzo a lo largo del pasillo hacia la
parte del Bastión Costero donde se mantenía a la niña, el leve
gemido de su los mecanismos de su armadura ocultos por el sordo y
fuerte golpe de armas disparadas a cien kilómetros de distancia. Se
mantuvieron en las sombras, dos en la parte trasera, preparadas
para disparar, una tercera por delante, con el cuchillo en la mano. La
Hermana principal se detuvo en silencio, la mano hacia arriba Sus
Hermanas se detuvieron a pocos metros por el pasillo y la cubrieron
con sus armas
La ventaja de infiltrarse en sus propias instalaciones era que sabía
dónde estaban todos los puntos ciegos.
Un único miembro del regimiento de Devorus estaba de guardia en
una intersección. Solo había uno; nadie esperaba un ataque desde
dentro de las filas Imperiales. La puerta estaba cerrada. Las seis
luces indicadoras en el panel de control de la puerta eran de un
color rojo inquebrantable. Aunque Tyros no estaba bajo amenaza en
la actualidad, el soldado se tomaba en serio su deber, ni demasiado
relajado ni demasiado tenso para hacer su trabajo de modo
correcto. Permanecía en pie con cautela, su arma láser lista sobre el
pecho, el dedo derecho al lado del protector del gatillo Sus vigilantes
ojos se movieron de un lado a otro, cubriendo los tres pasajes hasta
la puerta, adelante, izquierda y derecha. Las Hermanas
retrocedieron cuando su mirada se dirigió en su dirección.
Iolanth se le acercó por delante. No adoptó una pose de atención
ni saludo, pero movió su arma de modo muy ligero, preparándola
para disparar. Era un asesino veterano. Los hombres comunes no
sobrevivían mucho en la Guardia Imperial confiándose.

—Hermana Superiora Iolanth —se anunció Iolanth así misma—.


Estoy aquí para ver a la niña. Abre la puerta.

—Sé quién es usted, hermana —dijo el soldado—. Puedo


adivinar por qué está aquí, y no voy a abrir la puerta.
Algunos soldados eran muy religiosos y sentían admiración por la
Hermandad de Batalla. A algunos soldados no les importaba.
Devorus había elegido a su centinela con cuidado.

—Muy bien —dijo Iolanth—. Formularé mi solicitud como una


orden. Abre la puerta.— Se movió unos centímetros a su izquierda.
El soldado la siguió lo suficiente como para mantenerla totalmente
por completo a la vista, pero él no dio la espalda al pasillo a su
izquierda donde las tres Hermanas se escondían en las sombras.

El soldado levantó su arma y miró a lo largo del cañón—. Aléjese


de la puerta, hermana —dijo—. No puedo dejarla pasar.
—Eso es lamentable —dijo la Hermana Iolanth.

El soldado era hábil, pero ella era mejor, moviéndose a un lado y


agarrando el extremo de su arma láser con su mano derecha
abierta. Descargó una vez, un solitario crujido de aire
supercalentado. Para cuando Iolanth hubo aplastado el cañón, las
otras Hermanas se habían desplazado.
El cuchillo de la Hermana principal dividió el cuello del hombre,
destruyendo sus cuerdas vocales y abriendo sus venas antes de
que pudiera gritar. Cayó con un impotente gorgoteo.

No les sirvió de nada.


Un sensor parpadeó en el pecho del hombre, haciendo notar su
corazón quieto. Una alarma sonó. Ahora que el juego había
terminado, otras Hermanas llegaron corriendo por los pasillos, y
tomaron posiciones de disparo.

—Trono —dijo Iolanth. La misión se estaba volviendo sangrienta


de un modo lamentable. Las luces en la puerta parpadearon y se
pusieron de color azul—. Bloqueo. Escuadrón Evangelis,
quédense aquí para repeler refuerzos. Hermana Rapsodia,
fuerce la puerta. Todas ustedes, listas para seguirme tan pronto
como se abra el camino. —Preparó su arma—. El Emperador ha
decretado que nos enfrentemos a un desafío. En Su alabanza,
estaremos a la altura del desafío.

La hermana Rhapsody tomó una carga de implosión ovalada de su


cinturón y la puso contra la puerta—. ¡Manteneos alejadas! —dijo,
y se retiró.
La granada estalló. La puerta reventó hacia adentro. Rapsodia la
pateó de vuelta a su alojamiento y se hizo a un lado, dejando paso a
Iolanth para pasar por encima del soldado. Al tiempo que sufría los
últimos espasmos, ella bajaba por el pasillo.

La guerra parpadeó sobre las llanuras de Hecatone, arrojando luz


coloreada sobre el techo. La noche estaba bien arraigada, pero se
libraba la batalla. Continuará por días, pensó Devorus. Había
recibido con agrado las órdenes de quedarse atrás, pero ahora se
estaba aburriendo, y sus compañeros lo inquietaban. Tenía ganas
de unirse al resto del ejército en el más simple trabajo de lucha.

Había cuatro personas en la sala: Devorus, la niña, la Hermana del


Silencio y un Marine Espacial Primaris gigante que el Tetrarca Félix
había dispuesto para vigilarles. Todos los Marines Espaciales eran
extraños para un ser humano base, y la mayoría eran de emociones
atrofiadas, con poco interés en conversar con otros hombres. Pero
el tipo Primaris parecía incluso menos hablador que sus
predecesores. Este se paró en la esquina, su armadura azul
mezclándose con las sombras, quieto como una montaña.

La Hermana era peor. Estaba arrodillada al otro lado de la


habitación, la punta de su espada desenvainada contra el suelo y
sus ojos cerrados en meditación. Tenía un nombre, Voi, pensó él. Se
lo habían dicho varias veces, pero no se quedaba en su memoria, y
cada vez que se lo recordaba a sí mismo, dudaba de su mente. Su
presencia lo mareaba. A pesar de la repulsión que engendraba, sus
ojos continuaron deslizándose hacia ella. Cuando ella se acercó a
él, sintió una terrorífica, succionadora nada, como si la muerte
permaneciera a su lado. Sondeó la sensación repetidamente,
provocando estremecimientos cada vez, como si fuera un diente
dolorido que no podía dejar solo.
Necesitaba distracción.

—¿Por qué no me dices tu nombre? —le pidió Devorus a la niña


por cuarta vez aquel día. Por ahora, no esperaba respuesta alguna
en absoluto. Ella no había hablado con él desde su primer
encuentro. Tanto su condición física como mental se habían
deteriorado.

La niña apretó más las rodillas contra la barbilla, con la cara


enterrada en los brazos, presentando una grasienta cabellera hacia
él. Se había visto más saludable cuando Iolanth la trajo por primera
vez. Temió a medias que estuviera enferma con una de las
enfermedades del enemigo. Le habían dado un largo camisón tejido
con fibras vegetales suavizadas por el cepillado, un vestido de
calidad de un tipo usado solo por los ricos. Era amable con la piel,
pero las mangas y el cuello alto no podían ocultar las cicatrices de
tortura en su carne, y había manchas rígidas, en especial de un
extremo a otro de su espalda, donde la filtración de sus heridas se
había endurecido. Las ataduras hexagramáticas que llevaba tiraban
de sus muñecas y tobillos. A través de la parte posterior de su
cuello, cadenas más pequeñas serpenteaban dentro y fuera de su
cabello.

—Lamento seguir preguntando —dijo Devorus, con una sonrisa


en su voz que no sentía por completo—. Parece una pregunta
razonable. Vamos a estar aquí juntos por un tiempo, hasta que
la lucha haya terminado.
A Devorus le gustaba ser inútil solo marginalmente más de lo que
le gustaba estar aburrido, en otras palabras en absoluto. Se había
cansado de mirar la batalla en la llanura y la batalla en el vacío.
Había sido muy poco lo que podía ver durante el día, incluso con
sus magnoculares, y ahora ambos conflictos se habían reducido a
deslumbrantes espectáculos de luz que lastimaban sus ojos.
Se rindió y se sentó en la única silla de la habitación. Sin darse
cuenta, puso su silla lo más lejos posible de la Hermana del
Silencio, al otro lado de la cama. Esto lo acercó al Marine Espacial,
pero cualquier cosa era mejor que estar cerca de ella. Un momento
de impulso lo hizo patalear. Por lo general, vigilaba su
comportamiento. Era un oficial de alto rango, con estándares que
mantener, pero estaba tan cansado que ya no le importaba.
Descansando por unos momentos sintió el peso de meses de
agotamiento apilarse sobre él de nuevo. Gruñó sorprendido, una
extraña y respirante explosión de aire que no había querido hacer
en absoluto, y se sentó hacia adelante.
—Bien. Sentarse es malo.
—Estás cansado —dijo la chica en voz baja—. Puedo sentirlo.

Devorus se contuvo con asombro ante ella hablando. Tenía que


manejar aquello con cuidado, o ella se callaría para siempre, estaba
seguro. —¿Puedes ahora? —dijo con forzada despreocupación. Se
pasó las manos por la cara y bostezó. Sus ojos no querían
permanecer abiertos—. Sabes, desde que llegó el primarca he
tenido algo de tiempo para dormir. Solo me ha cansado más.
—¿Por qué no peleas? —dijo ella. Ella todavía no levantó la
cabeza para mirarle.
—El primarca, el Emperador lo bendiga, consideró que mis
hombres y yo somos dignos de un corto descanso de nuestros
largos trabajos—. Se inclinó y se llevó la mano a la boca
protegiéndolo de un modo cómico del Marine Primaris—. Me dijo
que me quedara aquí y te cuidara. Pensó que era un buen
hombre para el trabajo.
—El Tetrarca Félix dio la orden —dijo el Marine Primaris como un
robot.
—Vaya vaya, tú también puedes hablar —dijo Devorus,
volviéndose hacia el gigante azul—. Bueno, sí, supongo que lo
hizo—. Recordó las palabras y las pronunció en voz alta, haciendo
más profunda su voz—. "Lord Guilliman la pondrá a prueba", dijo
el tetrarca, tiene una voz muy profunda —le explicó a la niña—.
"Hasta entonces, ella permanece aquí. No la permita marcharse
de esta instalación. No permita que nadie más que usted tenga
contacto con ella, Devorus. Considere estas órdenes como
provenientes del mismo primarca mismo". Muy serias cosas.

El Marine Espacial Primaris todavía no se había movido.

—¿Es eso? ¿Te vas a despertar por una mancha de pedantería


y luego volverás a caer dormido?
—No estoy dormido —dijo el Marine Primaris—. No necesito
dormir por otras treinta y seis horas.

—Bien —dijo él. El Marine Primaris lo ponía en guardia casi tanto


como la Hermana. Su miedo salió como irritación.
—Te corrijo porque la información incorrecta compromete la
eficiencia —brindó el Marine Primaris.
—Es encantador, este tipo —dijo Devorus. La chica asomó por
debajo de su flequillo. Devorus se inclinó un poco más cerca—.
Probablemente el carisma no sea necesario cuando eres tan
grande ¿No es así? —le dijo al Marine Primaris.

El Marine Primaris no dijo nada.

—Así pues —dijo él. Golpeando sus rodillas con las manos y
haciendo todo lo posible para no echar un vistazo de nuevo a la
Hermana, devolvió su atención a la niña—. Estamos aquí juntos.
Pensé que preguntar tu nombre no era una pregunta excesiva.

—Kaylia —susurró—. Mi nombre es Kaylia.

Devorus sonrió. Aquello se sintió como un triunfo. —Gracias.

—No lo dije antes porque ya no es importante —susurró—.


Solamente Él lo es.

—¿Por qué no hablamos de Él? —dijo Devorus—. Me estoy


aburriendo un poco, mira, Kaylia, y él no es muy conversador.
—Hizo un gesto con la cabeza hacia el Marine Primaris. No se refirió
a la Hermana.

No la mires, pensó Devorus. No lo hagas.

—No tiene mucho de qué hablar —dijo Kaylia—. No piensa


como tú. No se preocupa de las mismas cosas que tú. Ni la
comida, ni el sueño, ni el amor o la paz. Él quiere servir, como
tú, pero eso es todo lo que quiere. Quiere luchar.
—¿En serio? —dijo Devorus. Sus ojos se desviaron hacia las
cadenas hexagramáticas. Eran a prueba de capacidad psíquica. Y
luego estaba la Hermana... Kaylia no podía estar leyendo la mente
del guerrero. Echó un vistazo al Marine Primaris. Miró hacia delante
con resolución.

—Puedo sentirlo —dijo—. Desde que El vino a mí, he sabido


cosas sobre personas sin que me lo digan.

—¿Cuándo comenzó esto? —preguntó Devorus.

—Hace una semana —dijo.

—¿Estaban desarrollados por completo tus poderes? —


preguntó.

De ordinario, mantenía en secreto lo poco que sabía sobre los


psykers. Hablar sobre tales asuntos atraía atención no deseada
sobre un hombre, y él no sabía mucho de cualquier forma. Lo que sí
sabía es que no era inusual que las tendencias psíquicas se
manifestaran durante la adolescencia. No se hallaba convencido de
que ese fuera el caso allí. Miró a Kaylia con cuidado. Los momentos
en los cuales había estado expuesto a las habilidades de brujas
nacientes habían sido muy diferentes. Actividad poltergeist menor, o
lecturas misteriosas del Tarot del Emperador. Gente así no solía
durar mucho. El mismo Devorus había ayudado a reunir a más de
unos pocos. Los dispositivos utilizados para contener psykers tenían
un efecto devastador en ellos. Sus mentes se embotaban al punto
de la estupidez, sufrían dolor. Devorus había visto cadenas como la
de Kaylia solo una vez antes, cuando una poderosa bruja resistió al
arresto y las tripulaciones de las Naves Negras descendieron desde
lo alto como la venganza del mismo Emperador. El efecto que
tuvieron en la psyker fue terrible. Cuando Devorus los tocó, le
hicieron vomitar, y él era tan psyker como un bloque de ferrormigón.
Así pues era perturbador que la niña las llevara como si fueran
joyas. Aun así, no sintió peligro de ella.

—No son mis poderes —dijo—. Son Suyos. —Ella lo miró


desafiante—. Tú quieres servir, Él quiere servir. Yo también. Dejo
que me hagan daño. Les dejo para mostrarles que lo que digo
es verdad. El Emperador. Es El. Me dice que luche. ¿Por qué me
mantienen aquí? El no lo quiere. Él quiere ayudar al primarca.

Un resplandor de fuego de bruja destelló en sus ojos. Sabores


fantasma llenaron la boca de Devorus. Su carne debía arder bajo de
las cadenas.

El tragó. Levantó la vista hacia la Hermana. Miraba a la chica con


ojos hostiles.

—Me tienes miedo —dijo Kaylia—. No deberías. No te lastimaré,


pero debo irme.

—Creo que es mejor si te quedas aquí —dijo Devorus. Miró de


nuevo al Marine Espacial Primaris, esperando alguna indicación de
apoyo. El guerrero miró hacia adelante, expresivo como una
armadura vacía.

—Por favor —dijo—. Ella te matará si no me dejas ir.

La columna vertebral de Devorus se congeló. Miró de nuevo a la


hermana. Ella estaba parada, levantando su espada. Kaylia podría
estar refiriéndose a Voi.

Se puso de pie nuevamente y se alisó la túnica. —Veremos lo que


dice el primarca.

—Necesita mi ayuda —dijo la niña.

—Veremos qué dice el primar...

El gemido de la alarma cortó en seco a Devorus. Se puso rígido.


Su mano fue al instante a su pistola láser enfundada. Los gritos de
sus hombres en la sala de guardia de al lado se derramaron en el
pasillo.

Siguió una explosión, corta y hueca. La Hermana del Silencio fue al


lado de la niña, su enorme espada lista. Su proximidad a Devorus le
hizo sentir náuseas, pero de nuevo la chica parecía no verse
afectada.

—Bomba krak —dijo Devorus. Siguieron más explosiones—.


¿Bólteres? —dijo incrédulo, pero él ya sabía quién venía.

—Espera aquí —dijo el Marine Primaris.

El Marine Espacial entró de lado por la puerta sin siquiera mirar ver
lo que le esperaba, su arma nivelada y disparando tan pronto como
se vio libre de la habitación. Devorus no le hizo caso, y lo siguió,
mirando a hurtadillas mirando a través de la brecha entre el guerrero
transhumano y la jamba de la puerta.

Los hombres gritaban. El aire estaba lleno de ficelina y el olor a


ozono del aire ionizado El cuerpo de uno de sus hombres yacía en
el suelo. Devorus no pudo ver mucho más allá del Marine Primaris.
El Marine Espacial tenía su bólter apretado contra su hombro, y
cambiaba de objetivos con alarmante seguridad, exprimiendo el
stacatto de las ráfagas. El rugido de un arma melta cambió eso. El
Marine Primaris se tambaleó hacia atrás. Un lavado de aire caliente
con ceramita vaporizada y carne quemada chamuscó las fosas
nasales de Devorus. Fue casi demasiado lento en retroceder. Sus
ojos se llenaron de lágrimas con el calor. El Marine Primaris se
estrelló con fuerza, un agujero limpio en su torso. El grasiento humo
de la carne salió de la herida. De manera increíble, todavía estaba
vivo, intentando levantarse con la mitad de sus órganos cocinados.

Una granizada de balas de bólter se estrelló contra él, rompiendo


su armadura y detonando en su carne. Fragmentos de metal
salpicaron la pierna de Devorus. Le dolía, pero había resultado
herido peor que eso antes, y apuntó con su pistola láser a las
mujeres que avanzaban pasillo abajo. No titubeó ni siquiera cuando
se detuvieron para acabar con sus hombres.

Iolanth emergió del humo de la pistola.

—Baje el arma —dijo. Su emisor de vox le otorgó a su voz una


capa adicional de autoridad. Casi obedeció.
—No creo que lo haga —dijo—. Será mejor que se rinda, antes
de que esta situación se ponga peor.

—No puede lastimarme con esa pistola, no con esta armadura.

—Podría —dijo.

—Tendría que tener suerte, y el Emperador está conmigo hoy,


Devorus. Ya sabe lo que es ella el Emperador tiene un plan para
ella. Sois un hombre fiel, un verdadero guerrero del Emperador.
Preste atención a su llamada. El necesita su ayuda.

—Preferiría si el primarca fuera juez de eso. Ella es una


psyker. Puede ser peligrosa.

—El primarca no puede ver lo que se encuentra frente a él. Ella


no es una psyker.

—¿Lo conoces bien? —dijo Devorus—. Tomaré vuestra


rendición. Dejad caer vuestras armas. Vamos, hágalo ahora.
Esto puede terminar, si lo deseáis.

Las guerreras de Iolanth se extendieron por el estrecho pasillo,


tomando posiciones en las puertas, cubriendo el camino por el cual
habían venido.

—Habéis visto el milagro que llevó a cabo, Devorus, —dijo


Iolanth—. Esas cadenas no la detienen. No está tocada por la
disformidad, sino por algo más, algo glorioso.

—He visto muchas cosas —dijo Devorus—. Algunas han sido


así. Algunas han sido llevadas a cabo por personas buenas,
otras por personas malas por completo. Todas ellas han
terminado mal. Ella podría salvar este mundo, pero lo
condenará al hacerlo.

—Hay muchos poderes trabajando en la galaxia. No todos son


malvados.
Él sonrió con tristeza. —No puedo estar de acuerdo con eso.
Siempre, siempre es mejor asumir lo peor. —Empujó el pulgar a
lo largo de la corredera de potencia de su pistola láser, elevándola
hasta el máximo.

—Mayor Devorus, sois un buen hombre. Pero los hombres


buenos deben sufrir para que todos puedan vivir. Benditos son
los mártires, porque estarán con El a su lado por la eternidad.
Deje caer su arma al suelo, y puede continuar sirviéndole en
esta vida.

—No puede hacer esto. Estas son órdenes del primarca. La


niña ha de permanecer aquí.

—Mi guía proviene de un poder superior. El más alto de todos.


El dedo de Devorus se movió sobre el gatillo.

—No puedo dejaros. Lo siento.


La luz del láser destelló. La duración del haz fue demasiado corta
para registrarse en la visión humana.
El ruido de su paso e impacto estuvieron demasiado cerca para
distinguirlos, mezclados en una única y fuerte explosión.

El humo se enroscó sobre el corazón de Iolanth. Devorus era buen


tirador. Iolanth estaba a solo un metro de distancia, pero su
armadura estaba entre las mejores de todo el Imperio, y aunque su
ropa interior era visible a través del agujero, se encontraba ilesa e
impasible. Devorus se sorprendió un poco al ver que había roto la
superficie de la armadura.
—Lo siento, Devorus —dijo Iolanth—. La voluntad del
Emperador no puede ser obstruida por cualquier hombre, en
especial uno tan intrascendente como tú. Que vivas para
siempre en la luz del Emperador.

El arma de Iolanth ladró.


Iolanth avanzó hacia la habitación sobre el cuerpo de Devorus, con
su arma rugiendo.
CAPÍTULO VEINTITRES

EL COMETA DE LA GUARDIA DE LA PLAGA

Amaneció muy mal, el sol con cara de suero arrastrándose hacia el


cielo. La luz se filtró a través de brumas sin profundidad, reduciendo
todo a una silueta y haciendo que todo pareciera irreal.

El Ira de Dios vadeó a través de la ruidosa niebla que se había


acumulado cada vez más alto durante toda la noche, hasta que
sobrepasó la cabeza del Reaver. La máquina se hallaba tan ciega
como todos los demás, dependiente de interrumpidos pulsos de
datos de sus máquinas hermanas y sentidos de máquina repletos de
falsos positivos. La imagen más grande de la batalla se deslizó del
agarre de Dunkel. Sus superposiciones tácticas saltaron con
interferencia, empujando atroces imágenes sobre el enlace múltiple
que desplazaba la cartografía de su misión. Los fragmentos que
atravesaron mostraron la formación similar a una mosca del ejército
de Mortarion desde la órbita, nunca interrumpida, sin importar
cuántos de sus soldados fueran sacrificados. La Legio Mortis
continuó resistiendo, sus marchitos dioses máquina manteniendo
con obstinación su línea hacia el este, aunque varios habían sido
derribados por la noche. A Dunkel le enfureció cuan eficaces eran
las máquinas traidoras; su proporción de matanza de máquinas
motor era punto cinco superior a la de los Imperiales.
La pelea mayor se hallaba más allá de él por ahora. Temprano en
la mañana vio forzada a retroceder a la Legio Mortis. Su línea al fin
perdía su coherencia. Al Ira de Dios y el Voluntad de Dios se les
ordenó avanzar hacia una brecha que se presentó cerca. Con apoyo
Warhound y una docena de los Caballeros de Konor se zambulleron
en las hirvientes hordas de enemigos menores en una misión de
exterminio, con la orden de eliminarlos de Parmenio quemándolos.
La táctica era sólida aunque común: penetrar al enemigo, destruir el
flujo de refuerzos y permita que los hombres y mecanizados
menores de la máquina de guerra Imperial rompieran el ataque en el
frente. Pero el enemigo no se rompió. Llegaron sin pausa: tanques,
máquinas demoníacas, y miles y miles de infantería. Los Titanes los
vaporizaron por centenares. Los tanques que osaron alzar sus
cañones hacia las imponentes formas de los Titanes se convirtieron
en átomos. Equivocados cultistas humanos tomaron lecciones
terminales de la desaprobación del Emperador.
¿Se arrepintieron de sus pecados? pensó Dunkel. ¿Percibieron la
luz del Emperador—Omnissías una última vez antes de que les
fuera robada la vida?

Los contadores de muertes se agitaron hacia arriba en las


pantallas de la cabina. Las sumas eran solo nominales, las armas
de los Titanes eran demasiado destructivas para permitir recuentos
precisos de objetivos tan pequeños. Miles y miles de muertos, y
cientos añadidos a la puntuación con cada sacudida de estructura
de descarga del armamento de los Titanes. Todos los cohetes del Ira
de Dios habían sido gastados. La inferior infantería se encontraba
demasiado lejos bajo el alcance de la máquina para sufrir las
atenciones de su puño sierra. Pero los pies hicieron tan buen trabajo
en la masacre como cualquier arma arcana, mientras el cañón melta
cambió a los vivos a vapores humeantes.
Los escudos de vacío palpitaron bajo una torrencial lluvia de
proyectiles. El rugido de fusión del armamento principal era tan
repetitivo como el golpeteo de las olas al romper. El reactor se
reinició y apagó con cada disparo, su sonido una parte tan
importante del ser de Dunkel que había dejado de notarlo. Los pies
del Titán alzaron constantes temblores del suelo. Dunkel perdió el
sentido de su propio cuerpo. Él y sus hombres y su máquina eran
uno por la sagrada voluntad del Omnissías, unidos en el reparto de
muerte.

Algún sentido sacó a Dunkel de la bendita unidad, una onda de un


extremo a otro de la superficie de la realidad tan sedosa como un
anillo de olas sobre un inmóvil estanque de caverna.
El Ira de Dios miró hacia el oeste, donde la Legio Mortis aún se
mantenía firme, intercambiando golpes con Fortis y Atarus. Los
significantes de peligro saltaron sobre su cartógrafo, y volvió su
atención hacia el este de nuevo. Tres casas completas de
pestilentes Caballeros traidores se movían alrededor de la cola de
coma formada por la retirada organizada de Mortis de ayer,
buscando flanquear a Oberón y llegar a la retaguardia de Fortis.

Una señal segura de un nuevo impulso.


—Tengo actividad de máquinas enemigas menores,
coordenadas tres—tres—nueve, siete—seis—ocho. Caballeros
Enemigos, avanzando rápido.

—Eres escuchado y entendido —respondió Urskein.


Los Caballeros no eran más que la vanguardia. Torpes formas más
vastas que los Titanes emergían de la niebla, o tal vez vinieran de
alguna otra dimensión, materializándose de la nada en ese lugar,
ese tiempo, para oponerse a los Titanes del Dios-Máquina. Donde
no había habido nada, ahora definitivamente había algo.

Dunkel entrecerró los ojos. Ni sus ojos ni los del Ira de Dios le
estaban dando una visión clara.
—Que se limpie el auspex, dame una vista de esas máquinas
—ordenó. El conjunto de bocinas del Ira de Dios burbujeó junto con
él.

Las formas se parecían más a edificios que a máquinas. Eran altos


rectángulos, como bastiones. Pero no eran edificios. Se movían.
—Alimentación pictográfica estabilizada disponible —dijo a
través de vox el Adepto Sine desde la sala del reactor—. Aumento
máximo.

Una granulosa visión se impuso sobre el ojo de la mente de


Dunkel, alimentada por la vidriosa mirada del Reaver.
Siete enormes torres con ruedas salieron de la niebla hacia la línea
Imperial, rodeadas de hordas de humanoides con cabezas de
bestia.

—Engranajes y dientes. ¿De dónde vinieron? —preguntó


Urskein por encima del sistema de vox. Las comunicaciones fueron
repentinamente claras, como si el enemigo tuviera sentido del
humor y deseara saborear su consternación.
—Proporcione identificación de la máquina —dijo a través de
vox Runstein, príncipe del Voluntad de Dios. Se hallaba por detrás a
unos cientos de metros, demasiado lejos para verlo él mismo.

—Son torres, torres con ruedas. —La larga y aburrida lista de


datos que se desplazó a través de la pantalla de su enlace MIU lo
hizo detenerse incrédulo—. Están hechas de... madera —informó
Dunkel
—¿Cómo pueden ser una amenaza tales cosas? —preguntó
Runstein. No se burlaba. Dunkel sintió su inquietud sobre la
multiplicidad. Se había dado la vuelta a las leyes del universo.
Peleaban contra cosas tejidas de malos sueños. ¿Por qué una torre
de madera no podía ser igual de mortal?

—Ten cuidado —ordenó Urskein—. Legio Oberón adelante.


Adopte formación sobre el Ira de Dios y el Voluntad de Dios.
Los titanes de Atarus y Fortis se ajustaron para dar paso al cambio,
fijando a los Titanes de Mortis en su lugar con descargas
concentradas mientras Oberón salía de la línea. Órdenes pulsaron
de ida y vuelta entre numerosas capas de mando, explotando este
momento de comunicación clara.
Dunkel aumentó la magnitud de los augures del Ira de Dios. Niebla
amarilla corrió rápida en línea recta a través del campo de batalla,
oscureciendo las torres de nuevo, y no permitió que más detalles
fueran discernidos.

La preocupación aceleró a los titanes a su posición. La retribución


se dispuso detrás del Ira de Dios. Sus armas se hallaban dentro del
alcance, y hablaron con una sola voz, apuntando a la torre principal.
El Voluntad de Dios se unió a su fuego. Las bandas de color rubí de
los destructores láser, de violento color rosa en medio, azotaron la
estructura. Las brumas bailaron alrededor de la luz, oscureciendo el
objetivo.
—No veo nada. Manípulo Cinco, informe. ¿La torre sigue en
pie? —Preguntó Urskein.

Dunkel tenía el ojo de su mente clavado en las fuentes externas


del Ira de Dios. La torre reapareció en la vista de la alimentación
pictográfica delantera a través de una oleada de niebla, sin daños,
con los incendios consumiéndose en su frente—. No hay cambio
en la torre. Están protegidos.
—Entonces prepárate para librar batalla, cuerpo a cuerpo.
Dunkel, tú primero. Los derribaremos sobre las masas con la
fuerza de nuestro desprecio. Manípulo Uno, solicito que os
desviéis y enfrentéis a los Caballeros traidores.
—Como quieras, Urskein, pero me debes una buena muerte —
dijo por vox Opisa Elías, Príncipe senior del Manípulo Uno.

—Mantenlos lejos de los tanques superpesados Barón Konor,


¿tenemos vuestro apoyo?
—Es un honor marchar junto a vuestros dioses máquina. Le
prometemos solemnemente nuestro servicio.
—Ira de Dios, Voluntad de Dios, hacia adelante, potencia
máxima. El Retribución seguirá. Príncipe Elías, haced avanzar a
vuestro manípulo y anclad vuestra posición en el punto cuatro
—nueve—dos, seis—seis—cuatro, enfréntese con armas
completas a distancia. Cubrid nuestro avance.
En una poco profunda punta de flecha, Retribución y sus
guardianes marcharon hacia adelante. Nada podía aguantar de pie
ante ellos. Eran la venganza del Emperador manifiesta.

Una descarga verde destelló en la parte superior de la forma al


frente. Una humeante luz se arqueó hacia el cielo, como bombas de
fósforo lanzadas desde una monstruosa catapulta.
Dunkel observó cómo el proyectil se convertía en un cometa en
llamas. Las armas antiaéreas abrieron fuego a lo largo de las líneas
Imperiales. Los disparos trazadores hicieron parpadear sus
beligerantes energías. Los misiles se estrellaron contra la masa que
caía, pero nada la detuvo. Cuando aterrizó la tierra se convulsionó,
un escalofrío que sacudió al mundo. Un hemisferio de fuego verde
estalló en medio de las líneas imperiales. Energías pulsantes
llenaron la red de vox con gritos de otro mundo, y poco después
llegó un empujón físico que prendió una fungosa luz fosforescente a
lo largo de los brazos del Voluntad de Dios. A medida que la fuerza
pasó por el dios—máquina, su espíritu se estremeció como un perro
en presencia de fantasmas.
—¿Qué en el nombre del Trono fue eso? —dijo Urskein a través
de vox.

No les llegó ningún informe de bajas infligidas por el arma. No


quedaba nadie vivo para comunicar el daño. Luego llegaron los
datos, y lo hicieron sin parar. Miles habían muerto en un instante.
—¡Aumentad la velocidad! —ordenó Urskein—. Manípulo Cinco
de los Rayos de la Muerte, avanzad con fuego. ¡Debemos
destruir las torres! Solicito refuerzos inmediatos del mando de
la Legio. Todos los príncipes, transmitan los detalles de los
objetivos a las fuerzas aliadas.
Desde detrás del Ira de Dios, ríos de luz volaron en línea recta
como jabalinas. La niebla supercalentada bailó con locura alrededor
de las líneas impactadas de lleno por el paso del rayo láser. Los
Caballeros de la Casa Konor barrieron a un lado tropas y blindados
enemigos, pero sin el apoyo de máquinas más pesadas no
avanzarían mucho. Dunkel empujó al Ira de Dios para aumentar su
ritmo.

Ahora las siete torres parpadearon. Bolas verdes de relámpagos


silbaron a través de la niebla, la descarga y el paso casi silenciosos.
—Escudos de vacío al máximo. Prepárense para el impacto —
dijo Urskein por vox—. Trayectoria...
Sus últimas palabras Los cometas verdes cayeron suaves como la
lluvia, cuatro dirigidos al Retribución, tres sobre el Voluntad de Dios.
El aullido estático de los escudos de vacío aniquilados resonó
sobre la red de vox. El Ira de Dios estaba corriendo antes de que
cesara el ruido, consciente antes de que Dunkel lo fuera de lo que el
sonido indicaba.

Muerte de la máquina.
El reactor del Retribución explotó primero, cediendo en una
vorágine de calor que abrió de un golpe en el terreno un hueco de
cien metros de profundidad. El Voluntad de Dios murió un
microsegundo después, cayendo incendiado sobre el apestoso lodo.
Su núcleo de plasma se desactivó de manera inofensiva, pero la
máquina estaba muerta, demasiado rota para caminar de nuevo
jamás.
El Ira de Dios resistió la tormenta electromagnética del fallo del
reactor del Retribución, tropezando en su carrera pero sin caer.
Líquido ardiente del Voluntad de Dios chapoteó sobre su pierna y
chamuscó su armazón de guerra. Lloró por sus hermanos muertos,
y aceleró, avanzando en profundidad en el cenagal que el enemigo
había hecho de las llanuras de Hecatone.
—¡El placer de esta muerte será mío, el placer de la venganza
será mío! —gritó Dunkel, pero sí fueron sus palabras o de la
máquina escapando de su garganta, no podía decirlo.

La torre de plomo surcó el lodo, las ruedas gigantes cubiertas de


suciedad. Atropelló a las criaturas y bestias que atestaban su base
sin cuidado, lubricándose con su sangre
La torre no era digna del nombre de máquina. Era similar a las
torres de asedio de pueblos atrasados, nada como las sacras
construcciones de guerra del Dios—Máquina. Placas de hierro
veteadas de naranja la blindaban de abajo a arriba, pero el material
principal era de madera sin acabar. Capas de tablas partidas en
cuña a los lados. Troncos enteros se hallaban incorporados a su
cuerpo. Ningún ser sensible desearía ver los bosques en los cuales
crecía la madera, porque los árboles eran retorcidos y repulsivos a
la vista. La torre estaba cubierta por sus nudosas protuberancias.
Las ramas rastrillaban a su alrededor con la crueldad de garras.
Viscosas cuerdas mantenían unida la torre. Clavos tan grandes
como hombres torcidos y encallados en la madera. Enormes rostros
que miraban con lascivia adornaban los tres revestimientos
delanteros, su latón y bronce de color verde, las boquillas de
primitivas pistolas sobresalían como lenguas de sus bocas abiertas.
La materia goteaba de cada hueco, cubriendo la cosa por todas
partes. Escarpada al frente, la torre se inclinaba hacia abajo hasta
una base que albergaba un enorme motor que eructaba humo
tóxico. Pistones del tamaño del cañón del Ira de Dios tiranizaban a
las ruedas centrales más grandes haciendo que movieran la cosa
hacia adelante. Era totalmente primitivo, totalmente impuro.
—¡Quemadlo! —rugió Dunkel.

Su orden fue superflua. El Ira de Dios ya había tomado esa


decisión. Un cono de aire sobrecalentado brilló ante el cañón de
fusión, golpeando la torre en su zona media. Extrañas energías se
unieron para contener la furia del dios—máquina. Fallaron.
Dunkel sintió el salvaje júbilo de su tripulación y máquina mientras
el metal corría y la madera podrida se incendiaba. Habría disparado
de nuevo, pero el mando de Dunkel del belicoso espíritu de la
máquina se deslizó aún más, y el Ira de Dios tomó el control.
Agitándose hacia adelante, la pierna lesionada todavía humeante
con quemaduras químicas, creció hasta una pesada carrera,
echando hacia atrás su puño de sierra gigante para atacar.
El Ira de Dios se estrelló con fuerza contra el costado de la torre.
La máquina de asedio tenía dos veces su altura, pero era de base
estrecha. Se estremeció sobre sus ruedas, desviándose ligeramente
de su camino con el impacto. Con frenético abandono, el Ira de Dios
golpeó el lado podrido de la torre, con el filo de sierra haciendo
saltar de la madera vastas astillas que goteaban. El Ira de Dios
aulló. Los Caballeros llegaron detrás de él, sintiendo una muerte.
Los cañones de batalla dispararon ráfagas triples de proyectiles
sobre las ruedas. Los cañones térmicos cortaron el eje medio en
dos.
La torre se detuvo, las ruedas bloqueadas humeando. Las
extensiones superiores se encontraban en llamas.
—¡Si puede ser herido, puede ser matado! —aulló Dunkel, y se
preparó para dar el golpe final.

La torre tenía una sorpresa final.


Amplias aventadas de pútrido líquido fueron vomitadas de las
bocas talladas dispuestas sobre la torre, disparando en vastos arcos
desde las tuberías. La suciedad llovió sobre el arco delantero de la
torre, derramándose sobre el Ira de Dios y los Caballeros
merodeando a sus pies.
Los escudos de vacío tartamudearon y echaron chispas. Las aguas
fecales corrieron demasiado lentas para hacer tropezar la reacción
de desplazamiento de la protección, pero el líquido interactuó con el
campo de alguna manera extraña, corriendo por algunos lugares
como si fuera materia sólida. En otros fluyó más allá de ellos y
golpeó con fuerza contra el revestimiento del Titán. El compuesto de
ceramita hizo un ruido sibilante, de plastiacero quemado. El blindaje
se derritió con tanta facilidad como plastek ante una lámpara de
plasma. Dunkel chilló con el dolor de la máquina. El Ira de Dios
lanzó una enojada fanfarria, mitad de agonía, mitad de desafío.

La torre gorgoteó. Las tuberías que sobresalían de su escabrosa


espalda silbaron vapor teñido de color verde, y las gárgolas
vomitaron de nuevo.
Esta vez, los escudos de vacío protectores del Reaver no hicieron
nada, y todo el líquido estalló sobre su torso. El hiperácido inundó el
frente. El estandarte del lomo se pudrió hasta no ser más que hilos.
La pintura se ampolló y corrió libre, tiñendo las aguas fecales de
color robado. Se comió el aislamiento del cableado. Los tubos
hidráulicos perecieron y reventaron. La solución se comió el metal
casi tan rápido como las partes más blandas, corroyendo las
angulares placas del Reaver hasta ser una masa esponjosa y
flácida.
La muerte le permitió un golpe final al Reaver. El puño sierra se
estrelló contra la cara de la máquina, abriéndose camino mordiendo,
rompiendo tanques internos. Un muro de fluido tóxico se derramó
sobre la torre, despojándola de su feo jardín de ramitas y moho, su
propia estructura derritiéndose con tanta facilidad como la del
Reaver.
El Titán se deshizo y deslizó hacia abajo por la parte delantera de
la torre, los brazos agarrándole en un beligerante abrazo, mientras
sus piernas se desarticulaban.
El Ira de Dios cayó en la tierra burbujeante, hundiéndose al tiempo
que se disolvía. Tres Caballeros se dejaron caer alrededor,
derritiéndose. Su casa proclamó un himno de odio, nacido de la
máquina y dado voz por la máquina, y dejado volar en los agujeros
en la madera tallados por el golpe final del Ira de Dios con el cañón
de batalla y la lanza de fusión. El fermento interior estalló en llamas,
luego explotó con violencia. Los caballeros ulularon su venganza.

La primera torre había sido detenida.


Dunkel gritó al tiempo que su máquina murió a su alrededor.
Luego, mientras el fluido comía a través del caparazón de la cabina
y se derramaba sobre su carne humana, gritó de nuevo. El Ira de
Dios aulló por los dos cuando murieron, su grito final a medio
camino entre el trueno y un gruñido leonino, luego el ácido comió a
través de las conexiones finales, y el Reaver quedó en silencio para
siempre.

Las restantes Torres de Plaga rodaron implacables hacia la línea


de Titanes Imperiales. A su paso, las legiones de demonios
andaban a trancos. No llegaron por medios mortales algunos, pero
se sacaron a sí mismos de la niebla. Los vapores se espesaron en
forma de demonio, y allí marcharon miles donde antes no había
ninguno. Al frente llegaron innumerables nurgletes, aunque aquello
no impidió que los portadores de plaga que les seguían lo
intentaran. Enjambres de moscas demonio gigantes descendieron
de funestos cielos. Manadas de bestias que avanzaban
desgarbadas se rieron excitadas con toda la diversión. Los Grandes
Inmundos se cernían sobre sus sirvientes: enormes, hinchados
montículos de carne que avanzaron tambaleándose hacia el
enemigo. Toda forma de horrible enfermedad y desfiguración era
exhibida con orgullo sobre sus cuerpos. Las heridas se abrieron,
derramando entrañas sobre el terreno. Chorros de orugas cayeron
de los agujeros en su piel. El hedor de la putrescencia se aferró a
todos. Pero en los rostros marcados por cicatrices de viruela había
ojos llenos de inteligente malicia. La descomposición y la plaga
fortalecían a los hijos de Nurgle. Mentes agudas habitaban en su
suave carne. Dejaron de lado sus burlas por el día y miraron sobre
el enemigo con cálculo.
Los tambores retumbaron, los cuernos silbaron. La loca música de
las pesadillas infectó las mentes vivientes. En los contingentes
mortales del ejército de Mortarion, los hombres cayeron muertos a la
llegada de las legiones. Cayeron cubiertos de llagas, vomitando pus,
abriendo sus estómagos con garras para sacar sus tripas. Aquellos
tan favorecidos fueron considerados con envidia por sus camaradas
por recibir los dones de Nurgle. La Guardia de la Muerte saludó a
sus demonios aliados y miró a sus propias tareas.
Mientras los demonios se manifestaban, en la formación de la
cabeza de la mosca crecieron enormes ojos y una larga trompa. Por
el poder de los Nuncanacidos, Mortarion pretendía romper a su
enemigo

En el centro de la hueste demoníaca se encontraba la Guardia de


la Peste, la cabalgata de Ku’gath, entre las más fuertes de todas las
legiones de Nurgle. Siete de sus más grandes demonios
gobernaban la Guardia de la Peste, que era tres veces más grande
que otras legiones, y siete veces más poderosa.
Marcharon a través del succionador pantano, el chillido de las
tuberías chubascos, el zumbido del orden. Canciones repetitivas,
tan tontas como sombrías, fueron eructadas desde rancias
gargantas.
El palanquín de Ku’gath avanzó al frente de aquella chirriante
masa. Alrededor de él se hallaban sus seis lugartenientes: Séptico,
el Gangrel, Pestus Throon, el enormemente obeso Hambruna,
Bubondubon y Squatumous.
Contemplar a las legiones condenaría a un hombre a la locura,
pero aunque tenían poder más allá del conocimiento mortal, no todo
estaba bien con los hijos de Nurgle. El agarre de la disformidad se
deslizaba de Parmenio. Las refrescantes brisas que soplaban desde
el jardín de su amo disminuyeron. Apenas había suficiente influencia
para mantenerlos, y cada esfuerzo excesivo, cada hechicería
entonada acortaba la medida. Los hornos de almas a bordo de las
torres ayudaron, alimentando a los demonios con esencias robadas
y canalizando los vientos de cambio a través de sus seres. Pero una
torre ya había caído. En caso de que las demás fueran humilladas,
también lo serían los demonios.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritó Septicus—. ¡Esta guerra aleja al
Padre de la Plaga de sus asuntos! ¡De vuelta a Iax Ku’gath debe
ir, para crear la mayor plaga de la historia jamás concebida!
¡Rápido! ¡Rápido!
Los otros tenientes se aplicaron con el látigo sobre las espaldas del
resto, riendo con cada agitación.
La visión bruja de Septicus percibió las velas de las almas de los
hombres que ondeaban en la niebla. Hicieron una bonita exhibición
en su multitud, apta para cualquier triste altar, aunque su número se
redujo por cientos, destellando con un brillo cuando fueron llevados
a la disformidad. De calidad como era la vista, sabrosas como
podían ser para saborear, estas esencias menores no eran la presa
de Septicus. El alma que buscaba era más brillante que las de los
hombres mortales, una hoguera casi tan brillante como la de él
mismo, porque el ser que el cazaba era tanto de la disformidad
como del materium.
Mortarion bajó abalanzándose sobre alas de polilla y revoloteó
alrededor del tambaleante palanquín de Ku’gath.
—Encuentra a mi hermano y sácalo —dijo Mortarion, su voz un
susurro lleno de flemas. Sus alas batieron suaves vórtices en la
niebla—. No lo mates. No aquí. Hiérelo, inféctalo, aplasta sus
ejércitos. ¡Pero déjalo vivir! Las semillas deben ser plantadas
en los terrenos de la desesperación. Déjalos florecer y llévalo
hacia la desolación antes de que terminemos con él en Iax.
Ku’gath frunció el ceño. Séptico, que había abandonado las gaitas
a favor del látigo de plaga y la espada de plaga, interrumpió su
alegre zumbido para responder.

—¡Atraerlo, atraparlo, luego lejos a Iax iremos, para completar


allí el plan del primarca y arruinar toda esta tediosa esterilidad!
Los otros se rieron. Bubondubon se echó a reír a carcajadas.
El humor de Mortarion no era como el de ellos. Era más como
Ku’gath en su solemnidad. —¡Encuéntralo! —Siseó. Los Grandes
Inmundos se rieron de su gravedad mientras se alejaba volando.
Los tanques eran centelleantes siluetas como linternas de papel,
iluminadas por las almas en el interior. Los Titanes eran enormes,
hombres de mimbre en llamas en rituales paganos, sus propios
extraños seres mecánicos brillantes con vida a medio completar. La
masa de infantería que venía detrás era un océano de puntos
flotantes, luminosas criaturas en el oleaje nocturno, secreto, pero
expuesto.

La luz del alma en el lado de Septicus del campo de batalla era de


una calidad diferente: de color rojo como costras viejas, amarillas
como pústulas a punto de estallar. Un campo de luz enferma,
fermentado y caliente como la fiebre. Máquinas de guerra corruptas
parpadearon con la furia de los demonios esclavizados en su
interior. Los mortales que se habían comprometido con el Abuelo
eran ampollas, ya desvaneciéndose. Las gigantescas Torres de
Plaga brillaron un con un color verde virulento, iluminado por Las
almas que ardían en los hornos del interior. Donde las dos líneas se
encontraron, las luces mezcladas, motas de color azul blanco y
mórbido rojo se arremolinaron.
—¡Está allí! —Fue el Gangrel quien jadeó, levantando un flaco
brazo para señalar. Su garra negra temblaba de parálisis.
Septicus lo miró. Una enorme forma, material por completo,
avanzaba con pesadez detrás de tres tanques gigantes, En su parte
alta, montada como un faro en una distante orilla, ardía un alma tan
pura y poderoso que a Septicus le dolía percibirla.
—¡Guilliman! —gritó Septicus—. ¡Guilliman está ahí! !Él viene,
viene a buscar su perdición! ¡Adelante, mis bellezas, adelante!

Las corroídas campanas sonaron con fuerza. Las legiones de


demonios se tambalearon hacia adelante. La Guardia de la Plaga
abrió el camino.
Por encima, Mortarion lanzó un grito triunfante y se abalanzó sobre
el suelo.
—¡Sal, hermano mío! —bramó—. ¡Ven a mí!

Mortarion se ladeó alrededor de la Guardia de la Plaga. Desde


encima de la ruidosa falange, gritó una vez más.
—¡Roboute Guilliman! ¡Sal! ¡Sal!
Su desafío fue respondido. El Leviatán se detuvo. Su rampa
delantera se abrió. Guilliman emergió y Mortarion saltó al cielo.
CAPÍTULO VEINTICUATRO

UN HÉROE VENCIDO

El Crucius Portis II se sacudió con explosiones al tiempo que el


Escuadrón Parris corrió hacia la sala de tiro interior y tomó posición
con vistas a la puerta violada. Desde su puesto, Justiniano solo
podía ver un poco en el agujero perforado a través de las puertas. El
metal brillaba todavía con su fusión. Hubo un momento de silencio
donde su traje cantó suaves alarmas. Varios sistemas se hallaban
dañados y su sellado hermético estaba comprometido. Ya no podía
confiar en él para protegerlo de las enfermedades del enemigo.

Apagó las campanas de alarma. No había nada que se pudiera


hacer acerca del daño ahora. Apuntó su bólter a la muralla exterior.
Una agachada línea de Terminators aguardaba al enemigo. Mil
armas fueron apuntadas hacia la entrada.

Un momento de silencio. Cada guerrero estaba quieto, con el arma


apuntando a la brecha. El aliento acallado en las gargantas.

A través del túnel, resonaron gritos de batalla cargados de flemas.

El enemigo emergió a un muro de muerte.

Los hijos de Mortarion entraron luchando. Empujaron pesados


escudos delante de ellos, lanzando en altos arcos sus granadas de
veneno por encima y disparando con admirable disciplina a través
de aspilleras. Ninguna protección mundana o divina podría
escudarles del fuego que los Novamarines bombearon en aquella
brecha. Docenas cayeron, sus escudos quemados al ser
atravesados por cañones láser y rayos melta. Pero había tantos,
impulsados por un ilimitado odio hacia los Marines Espaciales, y
continuaron viniendo, aquellos detrás forzando a los hinchados
muertos hacia delante. Poco a poco, muerte a muerte, la Guardia de
la Muerte se hizo con la muralla exterior. Se extendieron tras
escudos de ruptura entrelazados y mantos con ruedas, luego se
abrieron los escudos y se vertieron hacia fuera. En ese momento
cayeron muchos más, siendo abatidos como los pétalos de una flor
podrida, pero cada oleada derribada permitió que aquellos por
detrás avanzaran más, llegando más cerca de las armas de la
Primera Compañía. El ruido era tremendo, ensordecedor para los
autosentidos. Los sistemas de Justiniano amortiguaron el estruendo,
dejándole con el amortiguado crujido de innumerables disparos y un
silbido de ruido blanco.

El escuadrón Parris disparó al interior de la puerta de entrada. La


Guardia de la Muerte estaba tan apretada que no podían fallar.
Antiguos cascos fueron abiertos y agrietados. Se acabó al fin con
seres que debieran haber perecido hace trescientas generaciones.

Quizás todo hubiera estado bien si la batalla hubiera continuado de


aquella manera. Pero en el exterior, en los campos de exterminio, el
enemigo se abría camino a través de la muralla sin oposición. Los
defensores de la línea exterior habían muerto por enfermedad y
venenos o se habían retirado a la superficie interior. Los Marines de
Plaga de la Guardia de la Muerte no eran los únicos guerreros del
ejército enemigo.

—¡La muralla ha sido penetrada en la sujeción rho-siete,


solicitando ayuda!

Justiniano lo ignoró. Rho-7 se encontraba a media milla de


distancia, demasiado lejos para ayudar. Su batalla se encontraba allí
junto a la puerta. Más urgentes fueron los informes de red de vox de
una penetración más a mano.

—Vaya a la puerta —ordenó Maxentius-Drontio—. Cubra la


entrada.

Tan pronto como su segundo alcanzó el portal, gritó de vuelta a la


habitación—. ¡Están subiendo por el pasillo interior!"

Justiniano juró y disparó tres tiros más con su bólter. Se unió a


Maxentius-Drontio. Un pasillo lateral corría a lo largo del interior de
la muralla, enlazando las defensas internas. Un conjunto de puertas
estaba roto a cien metros, y los Marines de Plaga se abrían camino
hacia la posición del Escuadrón Parris, la última en la línea. Los
hombres atacaron desde los búnkeres a un lado, pero fueron
aplastados a un lado mientras el enemigo despejaba las galerías de
combate y reductos uno a uno.

Justiniano abrió fuego, Maxentius-Drontio se unió a él. Sus


proyectiles de bólter salpicaron al guerrero en cabeza, un gigante de
color verde pútrido cuya armadura rezumaba negros jugos. Bailó
una saltarina danza con el impacto de los proyectiles de bólter,
absorbiendo suficiente fuerza explosiva para matar a un pelotón de
hombres normales, hasta que se colapsó al final. Sus camaradas
hicieron balance de la puerta acorazada interior en la que se
hallaban refugiados Justiniano y Maxentius-Drontio, y se retiraron.

—Catorce veces lo hemos golpeado antes de que tuviera


modales para morir —dijo Maxentius-Drontio, ocultándose del
enemigo.

—Granadas krak —dijo Justiniano.

Lanzaron un puñado por pasillo arriba. Las estranguladas


detonaciones de las implosiones impulsaron hicieron retroceder más
al enemigo.

—Selle la puerta del búnker. Michaelus, cúbrelo.

La puerta blindada se cerró de golpe, su cerradura de pistón


enganchada con un sólido golpe pesado.

—Mataremos a tantos de aquellos en el exterior como


podamos, antes de que aquellos que se encuentran dentro del
muro entren en nuestra posición —dijo Justiniano.
—Sí —dijo Maxentius-Drontio—. Porque entrarán.

Justiniano devolvió su atención al exterior. La situación en la


muralla exterior había dado un giro a peor. Las muchas brechas en
el muro obligaron a Dovaro a desviar hombres reteniendo al
enemigo en la puerta. Las alarmas bramaron en todas partes, con
apenas suficiente fuerza como para ser escuchadas por el
interminable rugido de las armas. El enemigo estaba surgiendo
desde los pasillos de la muralla dentro de las defensas. Fueron
pocos al principio, una mera distracción, pero siguieron llegando.
Flanqueados, los Novamarines sufrieron significativas bajas. Los
Terminators se mantuvieron firmes, sus armas humeando a la vez
que disparaba y disparaban, pero los guerreros con armadura de
energía a su alrededor no fueron tan afortunados. Muchos cayeron
ante rayos de plasma y proyectiles de bólter mientras los siervos se
apresuraron a recargar las armas de sus amos fueron aniquilados y
las armas murieron de hambre por falta de balas. Justiniano y sus
hombres dispararon desde lo alto contra la presión de los Astartes
herejes, pero sus armas tuvieron poco efecto.

Durante unos pocos minutos, la batalla osciló en el filo de un


cuchillo. Los Novamarines retuvieron a la Guardia de la Muerte.
Luego se pasó más allá de un punto crítico. No había municiones de
refresco disponibles para la Primera Compañía. Las armas callaron
cuando se agotaron o sus dueños fueron tiroteados. Los hijos de
Mortarion ganaron terreno. Sin el fuego sostenido de la Primera
Compañía, más Guardias de la Muerte llegaron a la muralla exterior.
Pronto el espacio estaba lleno de cientos. Aullando con locura, el
enemigo se lanzó a feroces combates cuerpo a cuerpo con los
Terminators.

—¡Han atravesado! —gruñó Justiniano, disparando tiros a la gran


masa de armadura rota y carne enferma debajo del búnker.
Brucellus hurgó en las cajas en el suelo.

—Hermano—sargento, nos estamos quedando sin munición


—dijo.

—Números —dijo Justiniano, todavía disparando.

—Quince cargadores —dijo Brucellus.

—Divídalos. Ahora. No más pausas. Disparamos hasta que se


gasten todos los proyectiles.

Un aporreo comenzó en la puerta, luego el fuerte chasquido de los


imanes bloqueándose en su lugar. Un rugido de fusión siguió
momentos después.

—Meltas —dijo Michaelus. Cambió su arma, aunque antes estaba


apuntada a la perfección. El metal crujió. La puerta aguantó.

—Ceramita laminar. Tardarán un tiempo en superar eso.


Tendrán que sacar algo mejor para romper nuestro caparazón
—dijo Maxentius—Drontio, la sonrisa audible en su voz.

—Deben y lo harán. —Justiniano miró a sus hombres—. Hasta


que lo hagan, seguimos luchando.

Un horrible zumbido, fuerte como cien espadas sierra, se impuso


sobre el ruido de la batalla
—Por el Trono, ¿qué pasa ahora? —dijo Achilleos. Su brazo
herido colgaba suelto de su lado, pero su pistola bólter de cerrojo
humeó en su mano derecha.

Justiniano se volvió hacia la aspillera para ver emerger un nuevo


horror. Desde el agujero de la puerta estalló una rugiente nube de
moscas. Estaban aladas y tenían ojos compuestos, seis patas y
todas las demás características y forma de insectos Terranos, pero
la similitud era superficial. Eran de tipo demonio, una peste del reino
de Dios de la peste, y llevaron la muerte en sus alas. Volaron en una
turbulencia más allá de la aspillera, oscureciendo la vista por un
momento, luego se arremolinaron hacia abajo y se lanzaron sobre
los defensores en el patio.

Las moscas—demonio pulularon sobre los defensores. Donde


tocaron, mataron. La armadura corroída en copos de nada, los
Marines Espaciales en el interior reducidos a lisiados plagados de
enfermedades. Fuera del enjambre avivó, corrompiendo todo lo que
tocó, obstruyendo el funcionamiento de esas máquinas que no
destruyó por completo.

En el corazón de esto vino una figura masiva, con un solo cuerno,


vestida con placa Terminator antigua, una enorme guadaña en sus
manos. De su espalda brotaban huesudas chimeneas, y desde ellas
emitieron las moscas en interminables corrientes sin fin.

—Por el Trono Dorado de Terra, es Typhus, primer capitán de


la Guardia de la Muerte —dijo Maxentius—Drontio—. Si tuviera
oportunidad de enfrentarme a él mismo...
—Reza para que no te escuche —dijo Justiniano—. Nos
alcanzará a todos.

El Heraldo de Nurgle y el Vector de la Colmena Destructora había


llegado al campo. Un Terminator se movió para detenerlo. Typhus
extendió una mano y el veterano se dejó caer de rodillas, tosiendo
sangre negra a través de su rejilla de respiración.

Haciendo oscilar su guadaña, Typhus avanzó empujando a través


de la línea que sostenía la brecha, cortando a los Marines
Espaciales por la mitad como si estuvieran blindados con papel.
Detrás de Typhus se hallaba su guardia personal de Terminators,
todos tan hinchados e imparables como él. Lo siguieron,
involucrando a sus distanciados parientes vestidos de blanco y azul
en duelos, continuando una batalla iniciada hace mucho, mucho
tiempo. Los hombres restantes de Justiniano se alejaron de la
guardia de honor del capitán traidor. Sus balas de bólter se
desvanecieron en la nada sobre los antiguos escudos de égida, o
explotaron de forma inofensiva en retorcidas armaduras.

Typhus se dirigió con descaro hacia los Land Raiders tras los
Terminators. La cantidad de fuego que bajaba de la superficie
interna de la muralla se redujo. Justiniano continuó apuntando y
disparando de manera metódica, sus disparos gritando al dar a las
caperuzas de los Terminators enemigos a continuación. Pero no
pudo ver lejos a través del enjambre de la colmena, y las moscas se
extendieron, matándolo todo. Estallaron gritos en el canal principal
de Vox. Súplicas de ayuda, informes de pánico, todas entregadas a
un trasfondo de armas de fuego y los horribles cánticos de los
traidores.

Detrás de los Terminators llegaron más guerreros de plaga y


demonios, entrando como una inundación, derribando a los
veteranos de la Primera Compañía de los Novamarines,
ensanchando las brechas y dejando pasar todavía más suciedad.
Las disciplinadas descargas de fuego desde la parte posterior de la
línea de Novamarines degeneró en tiroteos locales al tiempo que el
enemigo se enfrentaba a ellos cuerpo a cuerpo. Los motores de los
Land Raiders gruñeron y rodaron hacia atrás, poniendo distancia
entre ellos y el ataque, disparando de continuo a la Guardia de la
Muerte mientras formaban una segunda línea a más profundidad,
bajando por la principal vía de tránsito. Typhus entró en su fuego sin
miedo. Las explosiones de cañón láser rebotaron en una carambola
contra su escudo de energía. Levantó su mano otra vez. El aire
onduló sobre su puño. La energía crujió alrededor de sus dedos y
apartó su brazo con violencia. Un Land Raider se estrelló contra la
pared, las cadenas chirriando. Typhus apretó su puño cerrado y el
tanque se arrugó, placas de blindaje hechas añicos golpearon las
paredes y derribaron hombres leales.

Hubo un rugido de fuego desde la parte posterior de la línea


Imperial. Ondas de llamas teñidas de color violeta ardieron a través
de las moscas demonio de izquierda a derecha, despejándolas
desde el aire.

Un escuadrón de los hermanos grises armados con armas de


energía de mango largo y acorazados en reluciente placa Terminator
de color azul—plata se desplazaron para bloquear el camino de
Typhus. Con ellos fue el Maestro de Capítulo Dovaro de los
Novamarines, y su guardia de honor.

—¡Hacedles retroceder! —dijo Dovaro—. ¡Expulsadlos!


¡Marchamos por Macragge!

En un desafío sin palabras, Typhus levantó su guadaña. Un


relámpago de disformidad crujió sobre su espada
Justiniano trazó una cuenta en el primer capitán. Raramente había
tenido un disparo mejor. Apretó el gatillo y el arma chasqueó vacía.
Maldiciendo, estrelló otro cargador, pero ahora no podía encontrar
un blanco fácil. El remolino del cuerpo a cuerpo era demasiado
intenso allá abajo en el centro. Typhus se movía con horrible gracia,
su enorme y enfermo cuerpo no era estorbo para su habilidad. Su
guadaña gigante era un arma no apta para el combate. Typhus la
blandía como si se hallara equilibrada con tanto cuidado como un
estoque. Una enfermiza luz brillaba alrededor de sus manos y la
hoja de su segadora de hombres. Los guerreros de la hermandad
gris lo golpearon y rajaron con habilidad casi igual a la suya, y sus
yelmos brillaron con un nimbo de poder de disformidad puro, pero
Tifus había luchado durante diez mil años. Se había sumergido en la
magia desde niño. Su maestría de la espada y la disformidad eran
completas. Uno de los hermanos grises cayó ante una lanza de luz
negra. Un segundo fue cortado en dos por la guadaña de Typhus.
Las alabardas de los hermanos grises no pudieron encontrar el
camino hacia el Primer Capitán de la Guardia de la Muerte. La
resbaladiza madera de su guadaña las bloqueó cuando debiera
haberse roto. La corroída cabeza frustró cada estocada y tajo.
Quedaban tres. Typhus los obligó a retroceder, cortando el brazo de
uno con un barrido como un borrón de acero oxidado. El Caballero
Gris cayó con un grito, negras venas de corrupción extendiéndose
desde su herida y ya estropeando el azul plateado de su placa de
batalla.

Se escuchó un grito.

—¡Typhus! ¡Traidor, señor de la enfermedad y la inmundicia!


¡Te reto! ¡Te desafío!

Bardan Dovaro, maestro de los Novamarines, se adelantó para


luchar.
Con el poder de un brujo, Typhus golpeó a un lado a los dos
últimos Caballeros Grises. Su guardaespaldas cayó sobre ellos, sus
propias guadañas subiendo y bajando a través de arcos de sangre.
Los hombres de Dovaro se movieron para interceptar al
guardaespaldas, enfrentándose con los tres guerreros mientras sus
señores se batían en duelo.

No hubo posturas, no se habló. Los dos se atacaron con furia.


Ambos estaban acorazados con placa Terminator. La de Dovaro era
del más ágil tipo Indomitus, la de Typhus de modelo Cataphractii,
más lento pero equipado con poderosos generadores de campo.
Dovaro se comprometió a una serie de castigadores ataques
rápidos, su espada de energía de dos manos crujiendo. Typhus dio
un paso atrás, girando su guadaña a dos manos, desviando golpes
que habrían engañado y acabado con cualquier otro enemigo.

—¡Dovaro está presionando al traidor! —gritó Brucellus—. ¡La


victoria está a la vista!

Pareció que lo estaba haciendo. El Maestro de Capítulo luchó con


tal habilidad que Justiniano pensó que Typhus caería y que el día se
ganaría. Miró, hechizado por La habilidad exhibida.

Typhus retrocedió unos pocos pasos más, paciente como el


tiempo, hasta que vio una abertura que Justiniano no. Su guadaña
se desplazó con una despiadada certeza, rajando la armadura.
Dovaro se detuvo con una brusca sacudida, la musculatura
suplementaria de su placa de batalla retorcida por confusas
entradas sensoriales. Su espada cayó. Levantó la mano para
agarrar la cabeza de la guadaña enterrada hasta el mango en su
pecho.
La húmeda risa retumbó desde el yelmo de color blanco de Tifus.
Hizo retroceder la guadaña con un movimiento de desgarro. La
longitud del filo cuchilla estalló a través de la caja torácica de
Dovaro, su campo de disrupción aniquilando ceramita, hueso y
carne. Lo que quedó de las entrañas de Dovaro fue desenganchado
de su asiento y esparcido por el suelo.

El Maestro de Capítulo murió de inmediato.

—Todo está perdido —dijo Brucellus.

—¡No hables así! —Gruñó Justiniano. Su reacción a la muerte del


Maestro de Capítulo fue sorprendentemente personal. Dovaro era
un hombre a quien él podría haber seguido. En su consternación,
los Novamarines se mantuvieron firmes, pero los hombres menores
estaban perdiendo el ánimo. Habían soportado tanto miedo, tanto
terror, que Justiniano se sorprendió de que hubieran durado tanto
tiempo. La línea lealista comenzó a tambalearse.

—¡Apunta al guardaespaldas del traidor! ¡Arranca su


protección! —Justiniano abrió fuego de nuevo, aprovechando la
frialdad de su rabia para mantener su puntería recta. Sus balas de
bólter ardieron certeras, pero cada disparo fue desviado por los
campos de energía y la placa pesada de los traidores. Los
proyectiles de bólter explotaron alrededor de los hombres de Tifus a
la vez que los restantes Marines Espaciales en el interior de la
muralla y extendidos entre los tanques de la línea Land Raider
dispararon contra ellos. Un único guerrero cayó, un horror sin ojos,
con dientes de tiburón cuya placa Terminator se mantenía unida por
retorcimientos de alambre oxidado. El resto se rio, haciendo caso
omiso de impactos que habrían reventado a un Dreadnought, y
continuaron con su matanza. Segaron una fecunda cosecha de
carne para su señor. El piso de la muralla interior corría con sangre
y avanzaron con fuerza. El fuego de la superficie interior de la
muralla descendió a la nada. El enemigo llegaba a través de varias
posiciones. Pronto, la Guardia de la Muerte estaría entre los
tanques, y la línea final caería.

Justiniano revisó su cargador con rapidez. Cuando llegó alcanzó su


cinturón en busca de un reemplazo, no había ninguno.

—¡Municiones! —gritó.

—¡No tenemos ninguna! —Dijo Brucellus.

—¡Hermano, algo ocurre afuera! —Michaelus sacudió con


brusquedad la cabeza hacia la puerta. Los martillos resonaron. Un
breve silencio fue seguido por el sonido de un objeto grande siendo
arrastrado a su lugar. Las brocas chirriaron en el metal. Una serie de
siniestros sonidos pesados y sordos sonaron a través de la puerta.

—¡Están llegando! —gritó Maxentius—Drontio. Echó a un lado su


bólter y sacó su pistola bólter y su cuchillo de combate—. Granadas
cuando irrumpan ¡Cuchillos y pistolas después!

Justiniano dejó caer su arma vacía. Fuera, un nuevo retador se


acercó a Typhus. Uno de los Caballeros Grises, un señor psíquico.
Su armadura era de un sorprendente color plata. La luz de una
extraña fuente brilló desde los ángulos de su placa. Insignias de
compleja heráldica decoraban sus hombreras y aletas. Un nimbo de
energía de disformidad jugó sobre su cabeza, y su gran alabarda
brilló con poder arcano.

Los ruidos fuera del búnker alcanzaron su culminación.


—¡Prepárate! —Dijo Maxentius—Drontio.

En el patio, el señor psíquico y Typhus lucharon, como Dovaro


había luchado antes. El señor psíquico igualó a Typhus en brujería,
y el aire se rompió con gritos y lamentos demoníacos mientras
competían por sus almas.

Un fuerte tañido sonó en el exterior de la puerta, distrayendo a


Justiniano del duelo en la muralla interior. Cuando volvió a mirar por
la aspillera de disparo, vio al bibliotecario empujar duro

Con un grito sobrenatural, Typhus se tambaleó, la brillante lanza de


su enemigo corrió a través de su armadura. Delgada sangre roja se
filtró desde la herida. La energía psíquica estalló desde el arma, y el
traidor se tambaleó.

Tuvo tiempo de contemplar la victoria antes de que la puerta del


búnker estallara hacia el interior. Lo último que vio fue fragmentos
de metal al rojo vivo que destrozaron a Michaelus. Luego una luz
cegadora cuando la explosión lo envolvió, luego nada.
CAPÍTULO VEINTICINCO

EL DESTINO DEL MUNDO

Iolanth sacó a la niña con un transporte ligero Arvus mientras sus


hermanas se sacrificaban para retener al Astra Militarum.

Se hallaron lejos antes de que los hombres irrumpieran, volando a


través de la noche sobre los estrechos del puerto y bajando por la
costa hasta donde esperaba un Rhino de color carmesí. Iolanth
cortó su vox y desactivó la señal de su traje para no ser rastreada
La chica estaba catatónica, miraba al frente con ojos sin pestañear.
El transporte ligero se apresuró lejos de Tyros, abrazando la
superficie del agua. Más allá del refugio de la isla, el Río Mar se
volvió picado y la rociada del océano golpeó el casco de la máquina.
La niña no se movió ni una vez, sino que se hundió contra sus
sujecciones. Los ojos de Iolanth regresaron una y otra vez a los
restos fundidos de las cadenas hexagramáticas. El camisón de la
niña estaba abrasado por el calor. Largas rasgaduras se marcaban
a través de la tela, forrada de negro. Pero su carne era pura, sin
cicatrices nuevas.
—Lo siento. —Aquellas fueron las únicas palabras que escuchó
decir a la niña—. Lo siento.
Sucedió así.

Llevado a cabo el asesinato de Devorus, Iolanth entró por la


puerta, su bólter apuntado a la Caballero de Obsidiana. Luchar
contra una de las doncellas del Emperador la llenó con la sensación
de la blasfemia.
—Vengo a tomar a la niña en nombre del Emperador. Ella es
necesaria para ganar esta guerra —había dicho Iolanth, sabiendo
que no sería escuchada.

La Hermana del Silencio se encontraba preparada y esperando.


Iolanth levantó su arma levantada y disparó a la vez que entraba en
la habitación, pero la mujer fue tan rápida que sus proyectiles de
bólter hicieron poco más que reventar pedazos de las paredes. La
niña gritó. Entonces la Caballero de Obsidiana atacó.

La habilidad de Iolanth como guerrera era celebrada en su


convento. Ella se consideraba a sí misma como prueba viviente de
que las mujeres eran tan capaces como los hombres acerca de
armas. Era una campeona en su orden. Xenos, demonios y herejes
habían caído ante su espada.
Nunca antes había peleado con alguien como Asheera Voi.

La Caballero de Obsidiana la buscó con la larga garra de su


espada extendida en una guardia adelantada. Iolanth echó a un lado
su bólter, desenvainó y activó su espada de energía con un
movimiento, convirtiendo el barrido de su arma en una intercepción
que echó el arma de Voi a un lado aplastándola. Los campos de
energía crepitaron al tiempo que los filos bajaron uno contra otro.
Voi fue rápida, retirándose y llendo a por la pierna de su oponente.
Iolanth blandió su espada alrededor en un movimiento que vio
deslizarse la hoja de su oponente deslizarse a centímetros de su
muslo. Iolanth fue rápida, precisa. Sus movimientos fueron
perfectos, pero Voi era mejor.
—¡Alto! —dijo Iolanth—. No tiene que ser así. Déjame llevar a la
niña. Hago el trabajo del Emperador.

Los ojos de Voi ardieron de odio sobre su profundo bevoir.


Traicionas tus votos, parecía decir. Te traicionas a ti misma. Golpeó
de nuevo, girando y elevando y enviando su espada zumbando
hacia la garganta de Iolanth.
Iolanth se arrojó a un lado, la fuerza de su armadura de poder la
ayudó a saltar. Aterrizó mal, su mochila de energía golpeando con
un sonido metálico contra la pared de rocormigón. Voi estuvo sobre
ella de inmediato, impulsando su espada larga hacia la Hermana de
Batalla como una lanza. Iolanth rodó a un lado a lo largo de la
pared, su propia arma chocando de manera inútil a lo largo del
suelo. Ella rodó de nuevo. La cuchilla de Voi golpeó con profundidad
en la roca, su campo de disrupción tallando un humeante cráter.
Renovó su ataque con tanta rapidez que Iolanth sintió los inicios del
miedo
Iolanth rechazó tres veces, sobre su cabeza, izquierda y derecha,
un movimiento de muñeca hacia abajo para bloquear un golpe
dirigido al torso. Voi fue tan rápida que no tuvo oportunidad de
devolver la amenaza ya fuera por respuesta o ataque directo. Los
ruidos de la lucha en el exterior se volvían más fuertes, muchos más
informes de armas láser se sumaban a la explosión y zumbido del
propelente de armamento bólter. El regimiento de Devorus estaba
entrando. Tenía que terminar aquello con rapidez.

El único fin que podía prever era el suyo. Voi la superaba.


La Caballero de Obsidiana golpeó sin piedad la defensa de Iolanth
y la obligó a alejarse de la niña. La repugnante presencia del alma
vacía de Voi inundó a Iolanth, adormeciendo su sistema nervioso.
Su estómago se rebeló. Perdía fuerza con más rapidez que nunca
antes en una pelea. Su mente estaba desenfocada. Contra la no—
presencia del ser de Voi, ella podía paladear el sabor de sus propios
pensamientos, y la asquearon. Su anhelo de gloria, su fetichización
del deber, su abandono de la individualidad, su orgullo. Voi era un
despiadado espejo. Iolanth se sintió sucia y pequeña en
comparación con la mayor devoción de la mujer por el Emperador.

—¡Alto! —Gritó de nuevo, recibiendo un golpe en un bloque a dos


manos que la arrojó hacia atrás—. Lo conoces a El como yo.
¡Ambas somos sus siervos! ¡Hago Su voluntad, como haces tú!
Los ojos de Voi se clavaron en los de ella. Su espada se alzó.
Iolanth apenas atrapó el ataque. Cortó a través de su costado,
abriendo la armadura en su flanco. El borde dibujó una ardiente
línea a través de su piel.
La espada ya regresaba.

—¡Alto! —Una voz. Aquella voz. Su voz. Iolanth gimió al tiempo


que hablaba. La palabra era un clavo clavado en sus tímpanos.
Saboreó la sangre en su boca.

—Detente ahora —dijo la voz de nuevo—. Lo ordeno.


Ella y Voi se tambalearon; las palabras tenían una presión que
dolía. La niña se alzó de su cama donde permaneció suspendida,
flotando en el aire. Luz dorada brotó hirviendo de su piel. Las
cadenas hexagramáticas brillaron al rojo vivo, luego blanco y luego
con una oleada de vapor se evaporó en hirviente vapor.

La niña subió a la deriva ilesa y se puso derecha, de modo que sus


pies sucios colgaron a un metro del suelo. La luz ardía con más
intensidad en sus ojos. Una luz divina. La luz del Emperador.

Voi hizo una pausa. Iolanth aprovechó su traicionera oportunidad,


odiándose a sí misma por el golpe, pero Voi lo vio venir y atrapó la
espada de Iolanth sobre la guarda en cruz de su arma. Presionaron
una contra la otra hasta que estuvieron cara a cara, la armadura
chocando, las narices casi tocándose mientras la luz dorada
llameaba con más intensidad.

Voi sacudió la cabeza. Con un salvaje giro, arrancó el arma de


Iolanth de su mano. Rebotó en el suelo, su campo de energía
cortado y se deslizó hacia la esquina.

Voi se movió para acabar con ella.


—No —dijo la voz divina. Voi voló de lado, doblada por la mitad
como atrapada con dureza por el fuerte golpe del látigo de un
gigante. Se estrelló contra la pared y cayó.

Iolanth miró a la niña que flotaba rodeada por el nimbo de energía.


La niña le devolvió la mirada, poderosa, imperiosa, todopoderosa.

—Oh, mi señor —dijo Iolanth. Cayó de rodillas, con la cabeza


gacha y los ojos cerrados con fuerza, esperando el juicio—. Oh, mi
Emperador.

—Lo siento —dijo la niña, con su propia voz—. Lo siento.


La luz huyó. Un suave golpe de un cuerpo golpeando el suelo hizo
que Iolanth abriera los ojos. La niña se encontraba en el suelo,
respirando de manera superficial y mirando al techo. La piel
alrededor de sus ojos estaba ampollada. Los blancos eran rojos. Las
lágrimas corrían por sus mejillas. Afuera, la explosión y el crujido del
fratricidio continuaron.
Haciendo una mueca por el dolor de su herida, Iolanth recuperó
sus armas y luego recogió a la niña. Echó un vistazo a la
inconsciente Hermana del Silencio. Iolanth
Juzgó que su espalda estaba rota. Pensó matarla por el más breve
instante, y supo por aquella consideración que se condenaba a sí
misma.

Dejó atrás a la Caballero y rezó en silencio para que fuera


encontrada y tratada.

Protegiendo el inerte cuerpo de la niña con su armadura, Iolanth


salió por la puerta con un estallido. El fuego de arma láser golpeó su
espalda, prendiendo fuego a su capa mientras huía hacia el hueco
de la escalera. En el techo abordó el transporte ligero Arvus.
El enlace de voz a la cabina crepitó con fuerza, sacando a Iolanth
de su recuerdo con una sacudida.

—Hermana Superiora, aterrizaremos en dos minutos.


Iolanth se preparó. El camino a la perdición esperaba.

El Arvus voló hacia una playa de guijarros de color naranja brillante


en el sol naciente. El agua pulverizada se arqueó alto tras la nave al
tiempo que aterrizaba. A través del dosel del piloto Iolanth vislumbró
una línea de marea de criaturas muertas asesinadas por la
enfermedad del Dios de la Peste. La nave se inclinó sobre las dunas
de arena cubiertas de aulagas, luego disminuyó la velocidad y
aterrizó cerca de un Rhino cubierto con una red de camuflaje.

—Desembarcad. No dejéis rastro de nosotros en esta nave —


dijo a las dos Hermanas en la cabina—. Luego quemadla.

Regresó a la bahía de pasajeros. La niña se había dejado caer de


vuelta a su asiento en el aterrizaje, pero todavía miraba a la nada
con la misma expresión. Iolanth la desabrochó y levantó. La rampa
de pasajeros bajó con un siseo. Había tres Hermanas de Batalla
más esperando afuera para ayudar. Iolanth entregó a la niña.
—¿Dónde están las otras? —preguntó una de las hermanas.

—Idas a la luz del Emperador, Hermana Verity —dijo Iolanth.

—Y la niña, ¿se despertará? —La hermana Verity siguió a Iolanth


mientras caminaba de un extremo a otro de la hierba nocturna hacia
el Rhino. Otras Hermanas estaban retirando el camuflaje. Los
lumens parpadearon. El motor se encendió. La puerta lateral se
abrió, derramando luz roja de combate en el amanecer, y la niña fue
llevada a bordo.

—El Emperador lo quiera —dijo Iolanth.


—Entonces sucederá —dijo Verity con pasión.
—Tengo fe en que lo hará —dijo Iolanth—. Él vino de nuevo a
mí. Cuando la estaba recuperando. Derribó a una de las
Hermanas del Silencio, una Caballero nada menos, para
permitir que la niña fuera tomada.
—Entonces estamos benditas.

Iolanth se detuvo en la escotilla circular del Rhino. Las dos


Hermanas que habían pilotado el transporte ligero Arvus corrieron
huyendo del mismo. Explotó detrás de ellas. Iolanth lo vio arder.

—Estamos benditas o corremos a los brazos de la condena.


Oremos que estemos haciendo lo correcto —dijo, y subió a
bordo.

El Rhino condujo a través de multitudes de soldados hacia una


tormenta de hierro. Aguaceros de proyectiles abrían cráteres en un
suelo en el cual ya se habían abierto cráteres cientos de veces.
Rayos de luz coherente rasgaron el cielo. La violencia llegó sin
anunciarse, siempre conmocionadora. Bombas lanzadas desde
armas distantes asesinaron sin discriminación, sacrificando a
aquellos que esperaban morir en aquel momento junto con aquellos
que pensaban que la muerte esperaba unas horas fila abajo.

La guerra es caos. La información fluye de forma esporádica, sea


cual sea la tecnología que un ejército pueda poseer. El grupo de
Iolanth pasó a través de las líneas de retaguardia del ejército sin
incidente, solo otro cuadrado transporte de tropas luchando por
llegar a la línea del frente. Si la noticia de los crímenes de Iolanth
había dejado las murallas de Tyros, no habían llegado a nadie que
pudiera haberla detenido. Le hubiera importado a alguien, se
preguntó. Largas columnas de tropas se desplegaron de un extremo
a otro de las destrozadas llanuras, dispersándose bajo bombardeo,
luego volviendo a juntarse cuando cesaron los proyectiles. Los
soldados en la retaguardia no tenían las bendiciones de la semilla
genética ni la fuerza de su fe para protegerlos. Eran hombres y
mujeres normales con solo el más básico entrenamiento, equipo
endeble y una vaga esperanza medio creída de que el Emperador
podría salvarlos de un destino peor que la muerte como protección.

Ella y sus guerreras eran un símbolo de su distante dios. El Rhino


de color carmesí adornado con símbolos de devoción, trajo vítores y
cansadas olas de muchos de los soldados mientras pasaba.
Algunos cayeron de rodillas y rezaron. Los sacerdotes les
señalaron, gritando bendiciones y ánimos. Regimientos enteros
dieron paso, pisando sobre apestoso cieno para ceder el camino a
las Hermanas.
Y ni siquiera sabían que viajaba con ella. Oh, pensó Iolanth, si
pudieran verla.

El ejército estaba colgado entre estaciones de paso, depósitos y


campamentos médicos. Guilliman había trazado una cuadrícula de
pulcritud sobre los yermos de Hecatone, seccionando el vandalismo
de Mortarion con líneas de comunicación, carreteras de enlace,
puntos de reabastecimiento espaciados con exactitud y todo lo
demás, como si pudiera revertir la corriente de caos
superponiéndolo con orden. La mano del primarca se encontraba en
todas partes en la organizada naturaleza de retirada, refuerzo y
reabastecimiento. Un comandante menor habría sido derrotado solo
por el terreno.

Los regimientos se cruzaron en direcciones opuestas a cada lado


del tanque de Iolanth, las cabezas agachadas. Una columna
comprendía maltratadas unidades que regresaban a la base,
inmersas en los horrores de lo que habían presenciado, su piel
quemada, las extremidades ensangrentadas, sus camaradas
cegados en largas columnas con las manos apoyadas sobre los
hombros de los hombres al frente. Los refuerzos pasaron en sentido
contrario, ocupados con el miedo de aquello que pudieran ver.
Iolanth hospedó la noción de abrir la gran escotilla de disparo sobre
el compartimento de pasajeros del Rhino y mostrar la niña a todos
ellos para que pudieran sacar fuerzas del santo.
Si tan solo todos pudieran ser puestos a salvo, pero ella sabía casi
desde su nacimiento que era imposible salvar a todos. Decían que
el Emperador protege, pero la mayoría de los laicos malentendían el
dicho. Asumían que el Emperador protegía de manera personal,
pero el papel del Emperador era salvaguardar la especie. Un único
hombre no significaba nada en absoluto. Aunque cada evento de
cada vida miserable vida humana aullaba esta verdad, la gente
todavía esperaba, todavía rezaba a su dios en batalla que El vigilara
contra toda evidencia.

Era triste, sin esperanza. El conocimiento aplastaría el espíritu de


cada ser humano, incluso de ella, si no fuera por milagros como la
santa.

—El Emperador protege —dijo al retumbante, conmocionado


avance del Rhino. Miró a la niña.

La santa estaba sentada muda, con la mirada clavada al frente.


Cuando se quedaron atascadas un rato en un agujero de obús, ella
no hizo nada para ayudar. La hermana Verity aceleró el motor y
pronunció palabras que no podían pasar por los labios de las
doncellas guerreras del Emperador. Solo la oración de las
Hermanas causó que las cadenas se engancharan y las sacaran del
atolladero. Después de eso, el terreno se volvió todavía más áspero.
Las tierras de Hecatone habían sido bien drenadas, con buen
terreno adecuado para todo tipo de cultivos alimenticios. El pantano
que lo abrumara se estaba secando, pero todavía estaba tan
empapado que los granos de suciedad y arena que formaban la
tierra se habían convertido en una espesa suspensión, más mortal
que agua que fluyera con libertad, porque aquello que atrapaba no
lo soltaba, y donde las arenas movedizas no dominaban, el suelo
había sido levantado en suaves lomas por los repetidos
bombardeos. Los caminos temporales dispuestos sobre la parte
superior se unieron, disminuyendo en número cuanto más se
acercaban al frente. Más a menudo se hallaban bloqueados,
bombardeados u obstruidos con los heridos. En aquellos casos
Iolanth ordenó a su conductora que siguiera los caminos originales
entre las ciudades de la región, pero estas también se encontraban
repletas de vehículos y soldados que intentaban encontrar su
camino, y a menudo se vieron forzadas a desviarse a través de
terreno traicionero. Rezaron por rutas más claras.

Aun así la niña no dijo nada.

Pasaron la retaguardia de combate del ejército, donde estaban


establecidos los centros de mando, con personal, llenos de frenética
actividad y luego desmontados de nuevo para ser trasladados media
milla más adelante mientras la batalla cambiaba. Baterías de
artillería de largo alcance ocupaban la cima de las colinas bajas,
donde el barro mantenía su forma. Las armas hablaron sin pausa,
sus cañones brillando con calor. Los misiles gritaron desde los
armeros mientras los oficiales gritaban sin sentido a los servidores
para traer recargas de los transporte. La niebla se encendió con luz
estroboscópica con el disparo de armas de fuego. Disparos lejanos
crepitaron desde lejos, agudos como hojas secas o paquetes de
raciones arrollados y pisoteados. Aterrizaron con lentitud más allá
de seis lanzadores Deathstrike preparados para disparar, sus
misiles inclinados. Se veían benignos, contundentes, inofensivos.
Cuando el primero se arrastró fuera de su rampa de lanzamiento,
tan engañosamente lento, pareció que no podía volar, sino que se
hundiría de vientre en el barro no muy lejos. Pero se alzó y se alzó,
desapareciendo para convertirse en un sol en movimiento en la
niebla. Los demás siguieron como aviadores novatos que salieran
de su percha por primera vez, elevándose con incertidumbre en la
mañana.
Tres minutos después, la luz blanca cubrió el mundo y el suelo
tembló. El Rhino estaba pasando más allá de un regimiento
completo de hombres y mujeres esperando que se les ordenara
entrar en batalla, todos ellos se acurrucaron en posiciones de apoyo
aprobadas. El estallido de las armas atómicas los convirtió en
pedazos de oscuridad sólida. Cuando el destello inicial se dispersó,
sonaron los silbatos, y los soldados saltaron y comenzaron a trotar.
Vientos calientes rozaron el lodo, disipando la niebla al principio,
pero grandes volúmenes de vapor se levantaron de la tierra seca y
rápidamente se espesó de nuevo. Las tropas se desvanecieron,
tragadas por efusiones de vapor frescas.

Pasaron más allá de regimientos atendiendo la tarea de la guerra.


A medida que se acercaban al frente los caminos se calmaron un
rato. Se hicieron a un lado para permitir un motorista Marine
Espacial Explorador cargado con bolsas de mensajes avanzar
camino embarrado abajo. Luego la retaguardia fue dejada atrás, y
llegaron al comienzo de los campos de exterminio.

La situación detrás del frente principal dio una falsa impresión.


Líneas de batalla cambiantes rompieron pedazos de sí mismos y
sembraron pequeñas guerras a través de las llanuras mientras el
ejército Imperial empujaba hacia adelante. Entre la retaguardia y la
zona principal de combate había una colección de desesperadas
luchas apagándose como fuegos descuidados. Todo tipo de fuerzas
se enfrentaban entre sí. Se desencadenó un feroz tiroteo alrededor
de un agrícola en ruinas donde infantería ligera y caminantes
centinela luchaban contra Marines Espaciales renegados. En otros
lugares, escuadrones de tanques se batían en duelo. Por delante,
un par de Titanes, aislados de sus grupos de batalla, intercambiaron
salvas de furiosa energía mientras las tropas ciborg del Adeptus
Mechanicus luchaban contra una horda de pestilentes mutantes con
cabeza de cabra alrededor de sus pies. Había signos de redes de
trincheras y similares, establecidas en las batallas anteriores cuando
Parmenio cayó, pero ninguno de los bandos llevo a cabo mucho
intento de ocuparlos. Solo más cerca del frente aquellas aisladas
escaramuzas se agruparon en grandes batallas, donde capítulos
enteros de Marines Espaciales hicieron la guerra en el barro con sus
hermanos malditos soldados del Astra Militarum lucharon bayoneta
contra zarpa con mareas de chillonas abominaciones.
Estas cosas también pasaron. Iolanth esperó problemas cuando se
unieron al furioso punto donde se encontraban traidor y lealista, pero
el Rhino pasó más allá de todos sin ser detectado. Simplemente no
fueron vistas. Se abrieron agujeros en el frente para dejarlas pasar.
Iolanth elevó una oración de agradecimiento, porque supo que
aquello era cosa del Emperador. El estado de gracia no duraría.
Para lograr su objetivo, Iolanth tenía que ir al hombre en el ejército
que con certeza la mataría por lo que había hecho. Tenía que
alcanzar a Roboute Guilliman. Lo sintió como un dolor en sus
huesos, su corazón y su cabeza. Su cuerpo la instaba al lado del
primarca; Le estaba diciendo dónde ir.

Llegaron al lugar donde los dioses—máquina hacían la guerra en


número. Sus torsos y cabezas se perdían en la oscuridad. Sus
desencarnados pies arrastraban corrientes de agua y sangre al
tiempo que se levantaban y plantaban en la revuelta tierra. Destellos
actínicos centellearon por encima, en lo alto. Sonaron crujidos y
extraños gemidos desde los cielos donde luchaban las máquinas.
Ver aquellos poderosos avatares de su Emperador tan cerca aturdió
la mente de Iolanth. Había tantos de ellos, dispuestos en largas filas
y falanges. La guerra había progresado tanto que había cerrado el
círculo, de regreso a las guerras tribales del hombre antiguo, las
primeras guerras, conducidas por un puñado de campeones de pie
en un campo, castigándose a corta distancia hasta que un lado
cedía. Solo su tamaño había cambiado.
—Hermana Superiora, he localizado el Leviatán del Señor
Guilliman. —La voz de la Hermana Verity rompió el hechizo. Iolanth
se apartó de la mirilla de visión.

—Llévanos hacia el mismo, lo más rápido que puedas —dijo


ella. El vehículo se sacudió con giró sobre una de sus cadenas de
tracción tan pronto como las palabras fueron dichas, resbalando
ligeramente, luego conduciendo con firmeza. Iolanth miró a la niña.
—El destino del Imperio está en nuestras manos.
CAPÍTULO VEINTISEIS

NUNCANACIDO

Roboute Guilliman desembarcó primero, en contra de los deseos


de sus guardias.
—Señalaré el camino, como debe ser —insistió.

Maldovar Colquan y sus Adeptus Custodes obedecieron a


regañadientes, y siguió al primarca en una media luna poco
profunda. Flanqueándolos había una docena de campeonas de las
Hermanas del Silencio. La Guardia Victrix venía después,
moviéndose en silencio por la rampa, sus armas altas y estables
mientras exploraban la niebla vacía. Se extendieron sobre el
contaminado lodo. Sus colores fueron radiantes manchas por un
momento, pero luego, como pintura que se disolviera en agua, su
intensidad se desvaneció en la oscuridad. La niebla era espesa
como guata. Podía ser pinchada y moldeada. Una intimidante
malicia se camufló en el interior de las gotas que se arremolinaban,
observando a los campeones de la humanidad con ojos codiciosos.
Guilliman examinó el muro de niebla. La humedad perlaba de
gotas su armadura. Las gotitas corrían placas abajo. El primarca era
un caballeresco campeón de una lejana edad ante las puertas del
castillo de su enemigo, la conclusión de su búsqueda por delante,
donde la muerte era un resultado tan probable como el éxito. O así
debería haber sido. Lo que vio fue... Nada.
Por cientos de kilómetros de un extremo a otro de las llanuras, las
armas retumbaron con constantes truenos. Los Titanes pisotearon
los latidos del corazón de los monstruos. A la izquierda y a la
derecha del Leviatán, Baneblades y Stormhammers con la heráldica
de Ultramar forzaron un camino a través del empalagoso lodo. Un
tanque superpesado Astraeus gruñó, su campo de gravedad
golpeando la tierra hasta ser un panqueque que rezumaba. Pero
todo su ruido fue robado por la niebla. Sus colores fueron drenados,
sus formas erosionadas y consumidas a medida que se desplazaba
en su posición. Se disolvieron. El primarca y su séquito podrían
haberse perdido en alguna desolada tierra alta. Aunque se hallaban
cerca del tractor, lo suficientemente cerca como para tocar su rampa
abierta y bañarse en la limpia luz azul que brillaba desde el interior,
incluso aquello parecía lejos. Las nieblas de Nurgle forzaban una
lúgubre distancia el medio. La guerra se desencadenaba por todas
partes, excepto donde se encontraba el primarca. Frente a Guilliman
había un húmedo vacío. Sin enemigos, sin hermano, solo vacío, frío
y húmedo hasta agotar el alma.

Sin impresionarse por la estratagema de Mortarion, Guilliman hizo


un ruido despectivo, y pronunció una orden rápida en su receptor de
vox.

Varios cientos de infantería de los Marines Espaciales de muchos


colores surgieron alrededor del tractor y formaron, los bólteres
preparados, silenciosos, tensos, las lentes oculares brillando como
fantasmas de colores amarillos, verdes, azules y rojos.
—Mi hermano es un cobarde —dijo Guilliman. Luego desenvainó
la espada del Emperador, y la sostuvo en alto. El fuego estalló
desde los filos y ardió de forma desigual en los pequeños vientos de
las distantes detonaciones. La niebla se movió contra la dirección de
la brisa, encogiéndose ante el fuego
—¡Mortarion! —gritó Guilliman, su piadosa voz fue amplificada mil
veces por su armadura—. Estoy aquí. ¡Ven y enfréntate a mí!
Silencio.
—Mortarion! Soy tu hermano, el último hijo leal del Emperador.
Si tienes cualquier pedazo de coraje, ¡te enfrentarás a mí!
La voz de clarín de Guilliman fue tragada sin dejar rastro.

Guilliman bajó su espada. —Enfréntate a mí —dijo—. Me llama,


pero no viene.

—No lo hará, mi señor. Quiere provocaros —dijo Sicarius con


inquietud. Su voz, mucho menor que la del primarca, fue
estrangulada hasta ser un susurro.
—Entonces considérame provocado —dijo Guilliman—. Quiere
sacarme, yo quiero sacarle. Tenemos el mismo fin en esta
guerra. Es inevitable que peleemos. Yo tengo una trampa para
él, él tiene lo mismo para mí. Lo quiero aquí, ahora, para que
podamos concluir este asunto.
La tierra tembló. Colquan echó un vistazo hacia los ocultos cielos.
—No tenemos que esperar mucho por el final —dijo—. Llega
Galatan. Su masa perturba el mundo. No sabemos quién la
retiene, y pronto abrirá fuego. Este lugar no es seguro.
Deberíamos alejaros de aquí.

—Estoy de acuerdo con el tribuno. Debéis tener la ventaja —


dijo Sicarius—. Os insto a que os retiréis. Las Torres de Plaga–

—No me retiraré hasta que mi hermano se enfrente a mí —dijo


Guilliman con firmeza.
—¿Dónde están los Nunca Nacidos? —preguntó Colquan—.
Los Titanes los vieron. Los psykers dentro del rastreador dicen
que una horda de miles debería hallarse aquí. —Él y sus
guerreros esperaron alrededor del primarca, compitiendo de modo
sutil con la mayor Guardia Victrix para protegerle.
—Están aquí —dijo Guilliman—. Este dios de la enfermedad
tiene un sentido teatral, eso es todo.
En respuesta a la declaración de Guilliman, dobló una campana
con una nota de tal miseria que quienes la escucharon fueron
tocados por una sublime melancolía.
—¡Vienen! —dijo Sicarius.

—Los mataré en tal número, que Mortarion vendrá a mí con ira


—dijo Guilliman—. ¡Preparaos!

Se produjo un segundo doblar, que agitó la niebla hasta ser aliento


de dragón. En la turbiedad crecieron rostros que gorgoteaban a la
nada en un creciente y pútrido viento.
Colquan y sus hombres presentaron las hojas de sus lanzas
guardianas. Sicarius murmuró para sí mismo los nombres de su
perdida Segunda Compañía en letanía privada al tiempo que sus
hombres se desplegaron aún más. La fuerza de tarea de los
Marines Espaciales se dividió, escuadrón por escuadrón,
maximizando la eficacia de sus posiciones de disparo.

—Soy Roboute Guilliman! —gritó el primarca—. ¡No toleraré tu


presencia en este mundo! —Atizadas por su ira, las llamas de la
espada del Emperador se inflamaron más alto estalló más alto.
Un tercer doblar, cercano ahora y fuerte. La niebla se retorció en
agonía. Brumosas figuras bailaron en dolorosos éxtasis,
desgarradas, reformadas, aulladas y disipadas.
La beligerante canción de cuernos de guerra de Titán bajó
retrocediendo. El suelo tembló ante su pisada. Guilliman
permanecía al frente de un ejército de dioses de metal.

Se tocó música, tristes y traviesas melodías en la juguetona


guerra. De la niebla apareció una feria de la putrefacción. Una
alfombra de imbéciles, rechonchos duendes corretearon primero,
rodando unos sobre otros en su apuro por encontrar carne fresca.
Un zumbido establecido sobre el sonido de la tubería y campana.
Perezosas formas revolotearon por encima. Enormes bestias con
cuernos se elevaron por detrás. Enjambres gigantes de moscas
zumbando cambiaron de un lado a otro por encima de la horda.
Poco después de la vista, llegó el hedor.
Guilliman agarró su espada. —Abrid fuego —dijo.
Los tanques en retaguardia hablaron como uno.

Anunciado por el atronador cañoneo, el primarca cargó.

El Rhino de Iolanth se desplazó hacia el Leviatán. El tractor nadó a


través de la niebla, desapareciendo y reapareciendo con asombrosa
inconstancia. Aunque sus cadenas no estaban activadas, su
posición estaba en constante cambio. En un momento eran
cuatrocientos metros, los siguientes doscientos, los siguientes mil, a
la izquierda y la derecha y entonces casi por detrás.
—No puedo mantener fijado el tractor de mando —dijo Verity,
su frustración evidente—. ¡Sigue moviéndose! —El Rhino se
sacudió mientras Verity intentaba mantener la dirección correcta.
La niña se agitó y levantó la vista. Su cabello ahora estaba
grasiento y lacio, y su piel había palidecido. El sudor le cubría la
cara. Tenía los labios agrietados y blancos, pero de sus ojos brillaba
una tenue luz dorada que la hizo parecer más pura que nunca antes

—Ya casi estamos ahí —dijo. Ella miró a Iolanth—. Debes


guiarme al hijo del Emperador.

—Lo haré —dijo Iolanth—. Pero primero debes guiarnos.


Después de este breve intercambio, la niña volvió a agachar la
cabeza. Pero ahora el Leviatán se quedó donde se suponía que
debía estar. El Rhino terminó el resto de su viaje rápido,
acercándose a conducir bajo la protección de los escudos vacíos del
tractor.

—Detente aquí —dijo la chica con debilidad—. Debemos


caminar. Por favor, Hermana, ayúdame. Mi fuerza se ha ido.

Su suplicante rostro conmovió el corazón de Iolanth. Ella era tan


joven, y el poder en ella drenaba su alma. Pero tenía que ser así,
cuando la pérdida de un alma era dispuesta frente a la pérdida de
miles de millones.
Iolanth se inclinó para ayudar a la niña a levantarse, haciendo una
mueca de dolor por el movimiento llevado a su lado herido. Ella le
permitió cubrir uno débil y deshuesado brazo sobre su hombro. —
¿Estás lista?

La niña asintió.
—Entonces nos iremos —Iolanth la levantó. Ella no pesaba casi
nada.
La rampa trasera se abrió sobre terreno blando. La oscuridad sopló
junto con una cacofonía de disparos, gemidos y terribles chillidos.
Las hermanas de Iolanth salieron corriendo por delante. Iolanth las
siguió, su bólter sostenido con una mano, la otra apoyando a la niña.
El fuego de tanque retumbó a su alrededor. El cañón gigante en la
parte delantera del Leviatán repicó con el trueno y la llama eructada.
La chica miró con miedo.
—No le prestes atención, te llevaremos allí —dijo Iolanth.
Seis Hermanas se desplegaron a cada lado de ella, los bólteres
recorriendo la niebla que corría. La batalla había continuado. Los
burbujeantes restos de Nuncanacidos se encontraban esparcidos
con generosidad en el barro, mezclado con los ocasionales
cadáveres de Adeptus Astartes, cuya brillante librea rompió la
mancha de residuos con coloridas islas.

—Seguid la parte más gruesa del reguero de cadáveres —dijo


Iolanth—. Es allí donde encontraremos al primarca.

La niebla amortiguó el sonido. La batalla pareció distante, hasta el


momento en que la encontraron.
Una cosa babosa salió brincando de la niebla sin previo aviso,
disparando contra una de las Hermanas de Iolanth. La bestia la
lamió con efusividad, la levantó hasta su boca y la lanzó al aire. El
ácido quemó a través de su placa de batalla. En el momento que la
bestia se acercó para jugar un poco más, estaba muerta. Todo esto
paso antes de que el resto del grupo de Iolanth pudiera reaccionar.
La bestia demonio acarició el cadáver con una quejosa decepción.
El primer un disparo lo hizo girar sobre sí mismo con nueva
emoción, haciendo descansar con salvaje pesadez su fregona de
cabello tentacular. Aquí había algunas nuevas amigas, dijo su cara
tonta. Exhaló un aullido feliz, luego corrió hacia ellas.
Era una cosa fea, parte molusco, parte cánido, parte hombre, una
colección de partes corporales que nunca debieran haber sido
convertidas en un único ser, alcanzándolo con rapidez la muerte y
putrescencia. Pero estaba vivo, a su manera, y era entusiasta.
Burbujeó y se rio con una risilla sofocada y ladró

Los proyectiles de bólter se estrellaron contra su viscosa piel.


Salieron pedazos de él volando. El limo lloró desde los cráteres en
su carne. Sobre ella corrió.
—¡Derribadlo! —gritó Iolanth—. ¡Ahora!

Verity rastreó sus movimientos, su pistola bólter estable en su


agarre. Esperó al último momento. Esperó tanto que Iolanth pensó
que la oportunidad se había ido.
Aullando de modo juguetón, la bestia de Nurgle corrió hacia ellas.

El arma de Verity disparó una vez. La criatura se detuvo con un


derrape, frunció el ceño y miró hacia el agujero perforado en su
escamosa frente. La sangre se filtró. Hizo un curioso ruido.
El rayo explotó. La bestia se desplomó con un decepcionado
gemido y se disolvió en el suelo.
—Su fe no es tan fuerte como la nuestra —dijo Iolanth con
satisfacción—. Vez cómo de rápido se descomponen. Los
señores de la disformidad no tienen influencia aquí.
—Su poder aquí es limitado y se están debilitando —dijo la niña
con cansancio—. Pero hay algo peor por delante.

Roboute Guilliman se zambulló en una multitud de seres


malolientes. Portadores de plaga era su nombre común, aunque
tenían muchos otros. Lo manosearon con manos resbaladizas cuya
piel se partió sobre la hinchada carne. Rompieron negros dientes y
gimieron su nombre. Espadas de muerte cristalizada, de color verde
oscuro y negro, fueron blandidas contra él, y mientras luchaban,
contaban una y otra vez, un incesante murmullo de números sin
sentido.
Los proyectiles abrieron surcos en la horda, haciendo pedazos a
demonios, las extremidades girando alto sobre columnas de fuego,
disolviéndose en lodo negro mientras volaban. Armas de Titán
araron la carne y la tierra, mezclándolas, agregándolas a la niebla
como sobrecalentados vapores.
—¡Eres débil! —gritó Guilliman a la cara de un horror podrido—.
¡Tus almas tienen poco apoyo en mi reino! ¡No eres bienvenido!
¡Regresa a la suciedad de dónde vienes! ¡Vete!
La espada del Emperador se volvió borrosa a su alrededor en
ardientes arcos de color naranja. Todos los demonios que tocó
chillaron de lastimosa manera al tiempo que sus esencias ardieron
en la ira del Emperador. La espada era una potente herramienta de
guerra contra cualquier enemigo, pero no había arma mayor contra
los Nuncanacidos. Bañada en el poder del Emperador, los quemaba
hasta la nada, dividiendo sus antinaturales almas en raídas vetas de
energía psíquica. Poco a poco, la comprensión alboreó sobre los
recontadores de Nurgle de que Guilliman era una amenaza para su
existencia inmortal. Vacilaron y retrocedieron aterrorizados, su
cuenta chirriante. Guilliman empujó hacia adelante, explotando su
miedo de que él avanzara con profundidad en sus filas.
—¡Os traigo el fin, la verdadera muerte, la destrucción de
vuestras malvadas almas! En mi mano derecha se halla la gloria
del Amo de la Humanidad. ¡No tienes lugar aquí!

La espada rajó. La espada tajó. La espada rugió fuego. Su toque


era muerte para cualquier demonio, y cayeron en asombroso
número ante Guilliman. El tribuno Colquan y sus guerreros se
mantuvieron cerca del lado de Guilliman. Pelearon separados el uno
del otro, cada guerrero dorado rodeado por una masa de cuerpos
enfermos. Sus lanzas guardianas zumbaron a través del aire en
borrones, seccionando extremidades y partiendo torsos. Eran
guerreros individuales que seguían caminos únicos. Sus técnicas
eran propias, irreproducibles para cualquiera, excepto para ellos
mismos.

En un arco alrededor del primarca revestido de azul y sus dorados


guardaespaldas lucharon las Hermanas del Silencio. A donde
fueron, los Nuncanacidos gritaron y murieron, sus esencias
destejidas por los campos de nulidad de las abisales almas de las
Hermanas.
El Capitán Sicarius y la Guardia Victrix expresaron otra forma de
maestría marcial. Donde las Hermanas y los Custodios luchaban
agrupados, los Marines Espaciales eran una sola unidad, cada uno
un componente en una máquina de destrucción. Sus bólteres
golpearon al unísono, reventando demonios a docenas. Más lejos,
otros Marines Espaciales, menos exaltados, empujaron las alas de
la cuña al tiempo que Guilliman se adentró más en la horda,
ensanchando la brecha. Y detrás de ellos rodaron los tanques
superpesados de Ultramar, sus armas aplastando a los demonios a
bocajarro, de modo que su heráldica se hallaba cubierta de sangre
cuajada y el limo de cosas de la urdimbre perdiendo corporeidad.
El silencio se convirtió en un tornado, Guilliman en su ojo.

Moscas gigantes zumbaron en lo alto, sus jinetes arrojando


cabezas putrefactas a la infantería que seguía a los tanques.
Guilliman mantuvo a sus guerreros mortales alejados de aquel
empuje, pero incluso los Marines Espaciales cayeron cuando las
cabezas explotaron en nubes de voraces esporas, incluso los
Marines Espaciales encontraron sus cuerpos devastados por la
enfermedad. Las motos de los Cicatrices Blancas pasaron rugiendo,
una ventisca de banderines blancos que chasqueaban. Bestias
saltarinas lamieron con cariño los tanques, su saliva ácida fundiendo
a través del blindaje y exponiendo a la tripulación al aire venenoso.
La energía de disformidad dirigida a vehículos de combate. Los
nurgletes se vertieron sobre blindaje roto. Los Marines Espaciales
lucharon con demonios cuya fuerza desmentía su débil apariencia.
La horda demoníaca empujó contra el avance Imperial. Las líneas
se detuvieron, pero no donde Guilliman caminó. El siguió adelante
mientras sus tanques estaban atrapados en el lodo por el puro peso
de los cuerpos y sus Marines Espaciales llevados a una parada. A
su lado se encontraban la Guardia Victrix y las Garras del
Emperador.
Los campos de Hecatone eran un pandemonio. Las batallas de
hermano contra hermano de la Herejía una vez le habían parecido el
pináculo de la locura a Guilliman. Eso fue antes de haber luchado de
manera directa contra los poderes que manipularon a sus
hermanos, envenenaron sus corazones y acercaron a la humanidad
al apocalipsis. Luchar contra demonios era luchar contra pesadillas.
Eran las febriles imaginaciones del loco y el pervertido, el solitario y
el asustado. Cada capricho, cada oscuro deseo, cada pensamiento
rebelde era una semilla que crecía en la agitación de la disformidad.
Legiones de demonios hollaron los suelos de Terra durante el
asedio. Por mucho tiempo, Guilliman preguntó por qué su padre se
guardó los secretos de la urdimbre para sí mismo. Había luchado
con demonios tantas veces que su imposibilidad se convirtió en
normalizada. Pero fue solo después de su despertar y su exposición
a la Cicatrix Maledictum que realmente entendió lo que el
Emperador había tratado de hacer, que estas cosas no eran los
verdaderos enemigos de su padre, sino más bien su origen lo era.
Revelar la verdad de los demonios los habría fortalecido de un modo
enorme, porque los hombres nunca hubieran podido sacarlos de sus
pensamientos.
El Emperador había estado tratando de salvar a la humanidad del
horror de su propia mente.
El universo colgaba al borde de la destrucción. El saldo se
inclinaba hasta ahora tan a favor del mal que Guilliman no podía ver
una forma de alterar los pesos. Fuera del campo de batalla, el
capricho del destino pesaba sobre él.

En momentos como este, no importaba. Guilliman liberó todas sus


pretensiones de orden y progreso. Desató sus habilidades de
destrucción. Luchar por el hombre mortal era para lo que había sido
creado, liberando al Emperador para librar una guerra superior.
Roboute Guilliman era un arma viviente.

Las explosiones estallaron al tiempo que las órdenes se abrieron


paso a través de las voces demoníacas abarrotando las ondas de
vox. La artillería se concentró. Naves de ataque rugieron dejando
caer bombas incendiarias con precisión milimétrica.
Los demonios tocaron su música infernal aún más fuerte. Guilliman
se abría camino ahora rajando a través de sus soldados más
poderosos, altos campeones, señores de la guerra destripados y
podridos, cosas gigantes con fauces de tentáculos. Derribó a una
bestia elefante de muchos ojos, y atravesó una macabra banda de
flautistas marchando que tocaban espinillas perforadas y gaiteros
que silbaban en estómagos vivos. Tambores con caras que gritaban,
campanas que lloraban, todo tipo de locura apareció ante sus ojos
antes de que el fuego de la espada los consumiera y convirtiera en
cenizas.
Guilliman cortó a un portador de plaga y se encontró en un espacio
abierto. Seis gigantescos seres se tambalearon para rodearlo.
Diversos en tipo, eran gordos y eran delgados, miserables y alegres.
Pero todos estaban podridos. Todos apestaban. Todos llevaban
gigantescas armas de hierro oxidado y bronce verde.

—Bueno, bueno, bueno, si no es el más tedioso hijo de


Anathema —dijo uno, anadeando hacia adelante para tomar
posición como su portavoz. Desenganchó un mayal de cadenas
oxidadas y musgosas calaveras de piedra de su hombro—. Te he
estado buscando. Soy Sépticus Siete, Séptimo Señor de la
Séptima Mansión, como te diré con libertad. Ningún mortal
puede nombrarme y mantenerme en su poder, y ciertamente no
tú.
Colquan irrumpió en el ring en una oleada de sangre de color verde
cuando Guilliman rugió y blandió su espada llameante. Sépticus
Siete rio y giró su mayal alrededor de su cabeza.
—Veamos entonces, Roboute Guilliman —dijo—. He estado
esperando esto.
El hierro demoníaco se encontró con el fuego divino. La onda de
choque golpeó a los gigantes, obligó a retroceder a los seres
menores. Sépticus sostuvo en alto los humeantes restos de su
arma. Colquan llamó a sus Custodios a su lado. Las Hermanas
emergieron junto a ellos, luego la Guardia Victrix, reducida a la
mitad. Las órdenes gritadas de los guerreros de Guilliman no
parecían importantes en ese anillo de carne. La confrontación entre
el primarca y el teniente de Ku’gath detuvo la atención de todo el
universo.
—Eso fue interesante —dijo Sépticus. Sacó una inmensa espada
de un extremo a otro de su espalda. Su lengua goteante y cubierta
de llagas lamió el veneno del filo de la hoja—. Intentemos esto una
vez más, ¿eh?
A partir de entonces, la batalla se unió en serio.

CAPITULO VEINTISIETE

EL PLAN DEL EMPERADOR

Ku’gath se contuvo del combate cuerpo a cuerpo. Se contentó con


lanzar jarras de enfermedad cultivada que sacó de los bastidores de
su palanquín contra el enemigo. Desde sus viscosos dedos disparó
lanzas de energía de disformidad, humillando a guerreros con
destellos de poder hechicérico. De su boca brotaron apestosos
vientos ondeantes que causaron que la ceramita se desmoronase y
la carne se desprendiera.

El resto de los señores de la Guardia de la Peste lucharon con


zarpas y espadas en medio de las filas mortales. El Gangrel se
escabulló a través de grupos de Marines Espaciales, lanzándolos
con sus piernas lisiadas que se balanceaban con violencia,
apartándolos a un lado al tiempo que los destrozaban con
demacrados brazos mientras sus proyectiles de bólter se enterraban
de manera inofensiva en su cuerpo. Pestus Throon jugueteó con
una media compañía de guerreros vestidos de vivos colores.
Hambruna ahogó hombres bajo sus amplios pliegues de carne. Los
mortales lucharon demasiado bien y demasiado duro para que
Ku’gath se sintiera completamente seguro. Sus tanques avanzaron
contra la horda demoníaca, cerca de rodear su posición. Grandes
grupos de sus máquinas de guerra habían irrumpido a través de la
línea de Titanes leales a Nurgle, causado estragos en sus
guerreros, y desplazado para enfrentarse a las Torres de Plaga. El
fuego de artillería revolvió la niebla hasta ser una agitación. Nubes
de moscas y zumbones zánganos de plaga mantuvieron el cielo
libre de máquinas, pero eso fue una ventaja pasajera. Las
multitudes de guerreros mortales del lado de Ku’gath carecían de
resistencia y estaban siendo masacrados. Tan solo los hijos en
descomposición de Mortarion, la Guardia de la Muerte, se
mantuvieron frente al enemigo y, en raros lugares, los hicieron
retroceder.
—Maldición y explosión —se quejó Ku’gath—. Esto no es
actividad para una criatura como como yo. —Alzó un frasco
contra los tanques que avanzaban. El cristal se hizo añicos sobre
una guarda de cadena de desplazamiento, y un pegajoso revoltijo se
extendió por la misma. El tanque avanzo sobre el terreno unos
cuantos pasos, antes de que el óxido se propagara con la rapidez
de un incendio forestal, arrasando con sus placas y bloqueando sus
cadenas. Las armas continuaron disparando, hasta que también
fueron corroídas con rapidez. Un proyectil, atrapado en la brecha,
explotó, elevando la torreta con un pequeño estallido de fuego. Otro
Gran Inmundo se habría deleitado con el efecto de este fago
comedor de metal, pero Ku’gath tan solo suspiró, y alanceó con
letargia a un Ultramarine a través de la cabeza con una astilla de
madera que conjuró del aire. —Yo debería estar en Iax,
preparando una maldición mayor —gimió—. O nunca sonreiré,
ni una sola vez, lo juro. ¿Por qué no puedo lograr hacer nada?
Septicus, por otro lado, se divertía. No lejos de su amo, reía entre
dientes batallando contra el primarca. Su espada gigante vibró a
través del aire, atrapó el arma de Guilliman en una serie de
resonantes choques que arrojaron pedazos de fuego y veneno.
Donde el veneno salpicó la Armadura del Destino, se ampolló.
Donde el fuego salpicó a Séptico, su carne emitió humo negro, pero
nunca le dejó la alegría.
—¿Por qué no puedo disfrutar tal placer en la guerra? —Se
quejó Ku’gath—. ¿Por qué? —Escuadrones de zánganos de plaga
se deslizaron a la deriva, las desiguales alas un borrón, cabezas de
muerte lloviendo entre los siervos del cadáver-emperador.
—Desearía que todos os detuvierais. No veis —anunció Ku’gath
a los guerreros del Emperador—, cuán equivocados estáis todos.
—Se inclinó hacia delante, forzando a los nurgletes a llevarlo hacia
adelante, más cerca de su audiencia—. Vuestro dios es un
mentiroso y uno silencioso en eso. ¡Ni siquiera habla! No ofrece
nada más que la sonrisa de su cadáver por todos vuestros
esfuerzos en Su nombre. La muerte es vuestra, y luego para
seguir, la extinción de vuestro ser en salvaje, salvaje
disformidad. ¡Pero! —declamó—. Si fuerais al Jardín de Nurgle,
un destino diferente os esperaría. El Jardín es un paraíso para
todos, donde nada muere nunca. Cada alma, cada fuerza vital,
desde el más pequeño virus hasta la más grande bestia puede
levantarse de nuevo del lodo. ¡No hay muerte, no hay dolor, y el
sufrimiento es una dulce y constante alegría! ¡Vuestro señor no
ofrece renacimiento, no ofrece esperanza! ¿Por qué luchar por
él?
Su sermón no tuvo efecto. Los Marines Espaciales se hallaban
sordos a eso.
—Muy bien —se malhumoró—, sentíos bien —y continuó
matándolos. Squatumous fue el primero en ser arrojado de vuelta a
la disformidad. Estaba rodeado en tres lados por la Guardia
Custodia y los hijos soldados de Guilliman. Acribillado de un modo
tan exhaustivo que había más de sus intestinos fuera de su cuerpo
que dentro, se debilitó. Las Hermanas del Silencio se desplazaron
para matar.

Alarmados por su acercamiento, porque matarlo traería la


verdadera muerte, Squatumous dejó salir un poderoso pedo y se
decapitó con su propia espada. Ku’gath resopló cuando el alma de
Squatumous salió chillando del reino de los mortales. Eso no era
bueno, no era bueno en absoluto. Había muerto con mucha
facilidad. La corriente de disformidad de Parmenio era diluidas
gachas para los demonios, demasiado débil para sostenerlos sin el
nexo del reloj de Mortarion. Se les acababa el tiempo.
—Oh, Lord Mortarion, ¿dónde estás? —preguntó Ku'gath al
cielo. Vio con nervios como el Gangrel entablaba un duelo con el
líder Custodio.
Otro estallido de fuerza de alma sacudió la carne de la creación.
Invisible para los combatientes mortales, era una dolorosa luz para
los ojos del demonio, porque iluminaba la derrota. Brilló ante el
desastre. Ku’gath buscó la fuente y encontró Bubondubon yacente
sobre su espalda, con los brazos extendidos, su risueña boca
silenciada al tiempo que su cadáver se disolvía en cieno coagulado
y montones de orugas que se retorcían.

—¡Oh querido, oh no! —dijo Ku’gath—. ¡Bubondubon ya no


sonríe!

El destierro de dos de los Grandes Inmundos fue comprado a un


gran coste para los mortales, pero el ejército de Guilliman sin
embargo se encontraba animado y presionó su ventaja. Los
Custodios enviaron a cientos de portadores de plaga de regreso a
las salas del Abuelo para esperar la indulgencia de su dios. Fueron
los afortunados. Las Hermanas del Silencio los mataron a docenas,
haciendo trizas sus almas y terminando con ellos para siempre.

Ku’gath se lamió los labios con nervios. Sobre los hombros de


Septicus descansaba el día. Podría requerir algo de ayuda, pensó
Ku’gath. Miró a su alrededor. El Gangrel luchaba contra el señor de
oro. Pestus Throon se lamentaba y golpeaba con fuerza a sus
asaltantes con una campanilla que repicaba con locura cuyos
repiques hicieron danzar exuberantes bailes saltarines a los
demonios cercanos. Hambruna continuó rodando como un demente
barril carnoso en la bodega de un barco sacudido por la tormenta.
Guilliman se hallaba aislado, pero era muy poderoso. Las cosas se
veían mal
Ku’gath se retorció las manos. —No puedo evitarlo, por
supuesto —murmuró—. Demasiado importante. —Temía la
espada del primarca—. Si ataco, podría morir, ¡de forma
permanente! Vamos, Sépticus, una gota de sangre, una sola
gota, eso es todo lo que requerimos para que el enlace se lleve
a cabo.

Su nariz se retorció. Su consternación disminuyó. Casi sonrió. La


sangre se hallaba próxima. Podía olerla goteando por las retorcidas
formas del tiempo.

Guilliman luchó con aterradora habilidad. Era, pensó Ku’gath, un


dios a su manera, aunque uno fermentado en un frasco, un muy
impío medio de creación incluso comparado con su propio indigno
nacimiento en el caldero de Nurgle. Pero como un dios, él luchaba,
implacable, poderoso, con una velocidad que ningún mortal podría
igualar y pocos demonios tampoco, aunque no era infalible. Ku’gath
estaba asociado con estrechez con lo divino. Sabía que ningún dios
podía evitar por completo los errores.
Guilliman labró un canal en llamas a través de las entrañas de
Septicus. Las carcajadas del demonio mayor se alzaron hacia una
nota más alta, donde la risa se detuvo y comenzaron los gritos, pero
luchó contra su dolor, y mientras el primarca preparaba su siguiente
ataque, extendió su mano.
Una pequeña abertura se presentó a Septicus. Una larga zarpa
negra acarició el brazo del primarca. Aunque se ampollaba en el
aura impía que rodeaba al hijo de Anathema, hizo su trabajo,
enganchándose en el sello suave en el hueco del codo de Guilliman
y abriendo el espacio entre el brazalete y la pieza que iba del codo
al hombro.

El cuerpo del primarca se cerró. Su sistema inmunitario condenó a


las mejores enfermedades de Septicus para una rápida extinción. El
traje sangró geles de sellado que cerraron el hyperplastek
acanalado, pero no antes de que una única gota de sangre del
semidiós saliera de la herida, y cayera reluciente al suelo.
Sépticus chilló triunfante.
—¡Ahora, querido Ku’gath, ahora!

—¡Oh, ho! —dijo Ku’gath, aproximándose a algo cercano a la


felicidad. Mantuvo en alto su brazo izquierdo y chasqueó los dedos
una vez.
El ruido producido no fue un clic carnoso, sino un rugido de trueno.
Los cuernos en descomposición gritaron, y luego también las torres,
escondidas en las nieblas. Giraron sus hornos de alma a un nuevo
propósito. Sucias lentes encima de ellas giraron sobre monturas que
chirriaban.

La niebla parpadeó en color verde. Retorcidos rayos de energía se


revolvieron para salir de la oscuridad, cada uno lanzado desde cada
una de las invisibles torres. El primero atrapó a Guilliman alrededor
de la muñeca al tiempo que levantaba su espada para golpear a
Septicus. El segundo se envolvió alrededor de su cuello. El tercero
sobre su cintura. Cada lazo lo atrapó, lo sostuvo hasta que estuvo
inmóvil.

Septicus sonrió con perversidad. Ku’gath gimió triunfante.


—¡Lo tenemos! ¡Tenemos al primarca!
A la llamada de Ku’gath, las frías corrientes descendentes frías
agitaron la niebla. Descendiendo desde el cielo llegó el Señor de la
Muerte, Mortarion, primarca de la Guardia de la Muerte. Aterrizó, las
alas extendidas, Silencio en sus manos. La tierra tembló.

Mortarion respiró hondo por el respirador. Cúmulos de humos color


amarillo mostaza salieron en chorros de su parte inferior.
—Hola, hermano —dijo.

Guilliman luchó contra sus ataduras. El demonio que había luchado


contra él dio un paso atrás y se regodeó. La batalla continuó en
todos los puestos de combate. Los blindados Imperiales empujaron
contra el enemigo. Colquan y el resto continuaron sus peleas, sin
poder ayudar a su amo por el resto de los señores de la Guardia de
la Peste. No podía moverse. El lazo de energía alrededor del brazo
de su espada era el más débil, sus energías de disformidad
agotadas por el poder de la espada del Emperador. Quizás, con
tiempo, podría liberar su miembro luchando. Pero no tenía tiempo.
Guilliman miró con fijeza a la cara a su hermano. Como Fulgrim,
como Magnus, Mortarion ya no era un ser creado por antigua
ciencia, sino algo más, y algo menos: un medio hombre deformado
por el Caos.

Mortarion siempre había sido más alto que su hermano, pero como
demonio era tanto más grande que las comparaciones de altura
perdían significado. Mortarion era de otro orden de criatura para
Guilliman, un semidiós rehecho como un monstruo de una historia
infantil. Bajo de su capucha, su severo rostro se había
descompuesto hasta el hueso. Los ojos eran de color blanco, la piel
de color gris y cuerdas de moco corrían desde el agujero sin carne
de su nariz visible sobre su respirador. Todo lo que era humano de
él se encontraba inflado hasta un absurdo grado, y dorado con
locura.

Desde su espalda se extendían dos alas de polilla gigantes.


Tampoco había escapado a la alteración su equipo de guerra. La
placa de Barbarán había pasado de su color blanco original a un
color verde de agua de estanque, picado de viruelas con brillantes
llagas y crecido para adaptarse a la nueva estatura de su portador.
De las cadenas colgaban apestosos incensarios y baratijas que
mostraban la lealtad de Mortarion al dios de las plagas. Su guadaña
de guerra había crecido hasta el tamaño de un mástil de
comunicaciones, y brotado volantes óseos. Su pistola xenos, la
Linterna Shenlongi, había cambiado menos, solo creciendo para
adaptarse a su tamaño.

Caídas de fuego fatuo brotaron del interior de la túnica de


Mortarion y rodaron hacia el suelo, llenando la niebla con rostros
fantasmales. Moscas demonio y ácaros volaron alrededor de él en
solemnes círculos, portando símbolos de falsa religión.

—Por fin te enfrento, hermano mío —dijo Guilliman.


Mortarion se rio entre dientes. —¡Lo haces sonar como si me
hubieras puesto de rodillas, y vencido en combate! Después de
diez mil años, sigues siendo pomposo. Mira a tu alrededor. Te
tengo. He ganado.
—No has ganado todavía.

—Si esto no es una victoria —dijo Mortarion—, entonces con


probabilidad debería consultar uno de tus tediosos manuales
para familiarizarme mejor con el significado del término.

—No ha terminado.
Guilliman continuó sus esfuerzos para liberar su brazo mientras
hablaba. Mortarion bajó la mirada hacia la espada del Emperador.
—Padre te dio Su espada, ya veo. ¿O se la quitaste de Su
rodilla muerta? Supongo que no importa. No la blandirás contra
mí.

—Lucha conmigo, cobarde, gruñó Guilliman. Las llamas en la


espada del Emperador se inflamaron.
Mortarion se echó a reír.
—¿Crees que me rebajaría tanto como para pelear contigo,
hermano mío? ¡Mírame! —Extendió con amplitud las mortajas de
sus alas, abanicando a Guilliman con vientos de peste.
—Estás tan por debajo de mí. Soy más poderoso de lo que tú
podrías ser jamás. ¿Por qué malgastar mi fuerza en aplastar a
un insecto como tú?

—En cambio, guardas tu maldad para mi gente, que no puede


defenderse en absoluto —dijo Guilliman—. Qué noble de tu
parte.
—¿Maldad? —dijo Mortarion—. ¿Eso es lo que ves? Les traigo
la salvación del infierno que nuestro padre creó. Les traigo la
alegría del renacimiento sin fin. Les traigo la vida.
—Te escoges a ti mismo en el papel de un señor de la guerra-
profeta. Pero eres un esclavo. Me das pena, hermano. Te has
engañado a ti mismo.

—¡Eres tú quien es el esclavo! —siseó Mortarion—. ¡El esclavo


de nuestro indiferente padre, que nos hizo llevar a cabo Sus
órdenes! Tú que hollaste el camino que Él trazó para ti sin
cuestionarlo, seguro de que las mentiras que Él dijo eran
verdad, demasiado estúpidas y confiando en cuestionarlas por
ti mismo. Nunca viste lo que me hizo. La primera vez que lo
conocí El me robó de la lucha de mi vida. No fue nada para Él,
un bache en su suave camino a la divinidad. ¡Tomó lo que yo
había obrado y por lo cual sufrí y no le importó! ¡Se llamó a sí
mismo el Emperador! ¿Qué tipo de ser posee la presunción
para reclamar tal título? ¿Quién toma y toma los afectos de sus
hijos y da tan poco a cambio? ¡Ni siquiera se dignaría a darnos
Su nombre! Te lo tragaste todo, leche venenosa de nuestra
máquina madre, máquinas que El creó, cosas como nosotros.
Lo intenté a Su manera. Nunca debí comprometer mis propios
principios. Pero lo hice. Yo era un campeón de la gente común.
Los abandoné por un déspota galáctico. Ahora sirvo a la gente
de nuevo.
Mortarion miró a Guilliman con ojos lechosos, desafiándolo a retar
sus declaraciones.
—Si soy un títere de un maestro indiferente, ¿entonces qué
eres tú? —dijo Guilliman—. ¿Un ser que se revuelca en el poder
de la disformidad mientras llora odio por la bruja? ¿Un juguete
para la corrupción y la enfermedad? Has fanfarroneado largo y
duro contra el poder psíquico, y proclamado total audacia e
indomabilidad que nadie pudo igualar, pero cuando te
enfrentaste a la muerte, el desafío final, fracasaste.
Mortarion se estremeció y se elevó en el aire, sus alas de insecto
batiendo con rapidez.
—¡No sabes de qué hablas! ¡No sabes cómo era! Se me
mostraron las profundidades del sufrimiento de un tipo que tú
nunca podrías entender, y al tiempo que la muerte me llamó se
me dio el poder para resistirla.

—¿No conozco el sufrimiento? —Guilliman se rio con un humor


sombrío—. Vi a mis hermanos, a muchos de los cuales amaba, y
a todos los respetaba, darle la espalda a nuestro creador y
sumergir a la galaxia en la guerra. Vi a la humanidad alcanzar
un momento dorado de paz, rozarlo con sus dedos, y luego te
vi a ti y a los demás escupir sobre él y arrancárselo con
violencia. Morí a manos de mis parientes. Desperté a una
galaxia tan lejos de la gloriosa iluminación del Emperador que
parece el infierno Cauterice. Volviste la espalda a todo aquello
que proclamaste defender, con avidez, sin pensarlo dos veces.
¿Dónde estaba mi hermano que podía capear cualquier
tormenta, cuyo cuerpo se encogió de hombros, cuyo cuerpo se
sacudía el veneno, quien nunca, jamás se rendía? ¿Qué le
ocurrió? El Mortarion de antaño nunca hubiera permitido esto.
Habría muerto con honor. Debes haberlo visto, mientras tus
guerreros eran transformados en estos descomunales
monstruos, lo que te aguardaba de decir sí a la salvación. ¡Tú
que te llamaste a ti mismo El más fuerte de nosotros, el temible,
el amo de cualquier dolor o pena! Cuan huecas me parecen
ahora esas palabras. Yo al menos sé lo que soy. Me miro a mi
mismo y aunque percibo muchos fallos, sé con inquebrantable
certeza que cumplo con el deber para el que fui creado. Que
lucho por la preservación de la humanidad.

—¿Entonces no peleas por el Emperador? —preguntó


Mortarion, su voz un insinuante sonajero.
—Lucho por aquello en lo que Él creía.

—Las objeciones de un defensor. Luchas por ti mismo.


—Sigo siendo un campeón de la humanidad, mientras que tú
eres el lacayo del mal.
—¿Lo soy? —dijo Mortarion. Sus alas batieron con suavidad—.
Entonces dime, Roboute, si nuestro padre era tan bueno,
mírame a los ojos y dime que nos amaba a todos como
cualquier padre debería amar a sus hijos.

Guilliman lo miró con la mandíbula apretada por la ira.


Mortarion se echó a reír. Comenzó como un silbido en sus
pulmones, lleno de flema, sacudió la garganta seca y castañeteó los
dientes tras su máscara de respiración antes de silbar bocanadas de
gas de color amarillo—. ¿Lo sabes, no, Roboute? Lo has visto. —
Él movió un largo y esquelético dedo hacia su pariente—. Sabía que
había algo diferente en ti—. Se inclinó más cerca—. Hablaste con
Él el Terra. Dime, ¿qué dijo él? ¿Suplicó ser liberado? ¿Te
suplicó ser liberado de Su Trono Dorado?

Guilliman no dijo nada.


—Oh, hermano mío, no puede ser —dijo Mortarion con fingido
horror—. ¿Él no dijo nada? ¿Está muerto nuestro padre? —Se
echó hacia atrás y sacudió su cabeza de cadáver—. Por supuesto
que no Él no lo está, ¿verdad? No en ningún sentido real. Seres
como Él están más allá de la mortalidad. Estás tan equivocado.
Él buscó la divinidad, y de alguna manera tiene lo que quería.
¡Es un Dios-Cadáver, un señor de la muerte más terrible y vil
que mi abuelo adoptivo, que ofrece a quienes lo siguen el
regalo de la renovación sin fin! —Mortarion hizo un gesto con
Silencio—. Miras esta tierra y solo ves perdición. Es una
vergüenza que para ti el potencial de Nurgle sea invisible.
Donde ves destrucción, yo tan solo veo una fase en un ciclo de
muerte, renacimiento, fecundidad y descomposición. ¡Es
glorioso, colorido, vital! Mucho más que las pálidas mentiras de
nuestro padre. Todos los secretos pueden ser conocidos en el
interior de la disformidad—, dijo Mortarion—. Es atemporal y
eterna. Todo lo que sucede aquí se refleja allí sin fin. Se puede
acceder a cada momento, cada mentira escuchada, cada
promesa rota revivida. He estado muy adentro, lejos del jardín
de Nurgle, en reinos donde los secretos acuden como moscas
de cadáver. Encontré muchas cosas interesantes allí. ¿Sabes
por qué nos hizo? —Retiró la guadaña—. ¿Tú crees fue por
afecto? Creo que, una vez que te haya lisiado, y te quedes
ciego e inútil en una jaula de hierro, suplicando morir, podría
decírtelo, y luego tus hermosas palabras arderán en tu boca. —
Mortarion emitió un húmedo y coagulado sonido tras su máscara. Su
mirada de ojos blancos se desplazó sobre las extremidades de
Guilliman. —Pero eso todavía está por venir. Las piernas
primero, creo —dijo—. No las necesitarás en absoluto. No te
preocupes, hermano, mi guadaña está afilada, dolerá solo un
poco.
Silencio descendió.
Una luz cegadora lo detuvo en seco.

Maldovar Colquan, tribuno de los Adeptus Custodes, fue el primero


en ver llegar a la niña.
Estaba luchando contra el demonio de brazos largos con las
piernas inútiles que había atravesado como un cañonazo el flanco
imperial como un simio lisiado hasta que se interpuso en su camino,
agarró un sucio y demacrado brazo y tiró del mismo hacia él. Se
batieron en duelo.
El bólter sobre su lanza destelló, enviando municiones explosivas a
la cosa a quemarropa, reventando cráteres en su carne. La sangre
negra se derramó desde su piel. No caería. Bloqueó sus lanzadas
con antebrazos duros como hierro, alejando su hoja de un golpe. No
llevaba arma. Era poco más que una colección de huesos envueltos
en carne que se pudría, y sus costillas eran visibles con claridad a
través de la vileza de sus músculos, pero era monstruosamente
fuerte, sosteniéndose sobre una mano para golpearlo con la otra. La
suciedad se filtraba de manera constante desde sus paralizados
cuartos traseros. La orina goteaba entre sus nudosos muslos.
Desperdicios fecales salpicaron la armadura dorada de Colquan
mientras esquivaba y blandía su lanza. Su placa no pudo soportar
un golpe de sus mugrientas zarpas; solo su velocidad lo mantuvo
seguro. Con armadura completa, un Guardia Custodio era inmenso,
pero se movía con angelical gracia.
Colquan no confiaba en los motivos de Guilliman. Se hallaba entre
las pocas voces disidentes entre los Diez Mil que preguntaron
cuáles eran verdaderamente las intenciones del regresado primarca
hacia el Trono. Pero odiaba más al Caos. Cuando Guilliman fue
atrapado y Mortarion aterrizó frente al primarca, gritó, instando a sus
custodios al lado de Guilliman. Su camino fue bloqueado por un
muro de carne demoníaca. Cuatro de los grandes demonios todavía
arrasaban el campo de batalla, haciendo caso omiso de los ataques
que destrozarían acantilados. Innumerables demonios menores
atacaron desde todos lados. Dos de sus guerreros habían caído,
sus doradas formas presionadas contra el barro. Lo que mantuvo
alejado al último hijo leal vivo del Emperador gruñó e hipo su
alegría, y lo golpeó el doble de duro con sus largos brazos.

—¡Al primarca! —gritó—. ¡Al primarca!


La risa del demonio hizo clic en una garganta devastada por la
enfermedad. La maldita cosa parecía no tener voz propia,
expresándose tan solo a través de la violencia y la alegría. Colquan
lo apuñaló con rapidez y lo hizo retroceder. Se revolvió sobre sus
callosas extremidades inferiores callosas, evadiendo cada golpe.
Entonces, en el apogeo de la desesperación, ella vino: una joven
que caminaba a través de la presión de los males nacidos de la
magia como si salvara la multitud de un mercado. Una solitaria
Hermana de Batalla caminaba a su lado, una escolta que se había
convertido en un heraldo. La chica estaba iluminada con un color
dorado y caminó con agilidad. Aunque el suelo estaba convertido en
barro, sus pies no dejaron huella donde su compañera se resbaló y
luchó.
—La santa de Tyros —se susurró a sí mismo. No podía pensar en
ninguna otra palabra. El tiempo se ralentizó. El sonido de la batalla
se retiró a distancias celestiales. Su lanza dejó de moverse. La
lucha le abandonó. La niña se apoderó de algo dentro de él que lo
hizo olvidar dónde estaba.

Sus ojos eran huecos y su piel enrojecida. Sobre su cabeza su


cabello salía en madejas. El traje recto que llevaba estaba
estropeado por quemaduras. Ella se caía a pedazos, pero a su
alrededor había una suave longitud que creció a medida que se
acercó a los dos primarcas, filtrando entre los combatientes,
haciendo resplandecer la niebla, volviéndola de algo asqueroso a
una red de gloriosa luz. La mirada de Colquan no podía dejarla. La
conversación de los hermanos primarcas se desvaneció de su
audición. La criatura luchando contra él dejó de ser una
preocupación. Podía haber muerto entonces, asesinado por el
demonio, pero el Nuncanacido también estaba encantado. El
tabique sin carne de su nariz se estremeció al pasar ella. Levantó un
tembloroso dedo y habló con una siseante voz de fuelle, crujiente y
ahogada con polvo de tumba.

—Anatema…
Una palabra. Nadó por el aire, flotando hacia la niña tan suave
como seda arrastrada por el viento.
El tiempo se detuvo. Los átomos detuvieron sus movimientos. La
luz colgó inmóvil en el aire. Las salpicaduras de sangre formaron
arcos sólidos sobre el campo, los proyectiles de bólter colgaron en
pleno vuelo, las candelas de sus unidades propulsoras
inmovilizadas. Un eterno frío aferró a Colquan. Tan solo él, por
razones que no conocía, podía mirar a su alrededor con libertad.
Todos los guerreros se hallaban bloqueados e inmóviles un cuadro
viviente. Guilliman se tensó en lazos de luz viva. Mortarion tenía su
guadaña alzada sobre su cabeza.
Pero aunque todas las cosas habían cesado su movimiento, de
modo que el universo estaba atrapado en un momento tan
insustancial como una imagen evocada desde el agua, la niña
todavía se movía. Giró la cabeza y miró a Colquan. En su cara
ardían ojos dorados tan viejos como el tiempo, y de su boca brotaba
la luminosidad de una estrella.

Dentro de su ornado yelmo, la boca de Colquan se abrió de par en


par.

—¿Mi señor? —susurró.


El maldito tiempo se abrió paso, volviendo a poner en marcha los
mecanismos de la realidad. Una vez más, la progresión de los
acontecimientos siguió su imparable curso.

Todo, habiendo sido detenido, se apresuró a recuperar los


segundos perdidos, y ocurrió de inmediato.
El desgarbado demonio se estremeció sobre sus arruinados
cuartos inferiores, asombrado ante lo que vio. Colquan recuperó el
sentido antes de que lo hiciera y giró la lanza. La cuchilla chilló por
el aire, conectando a Colquan con el cuello del Nuncanacido por un
puente de arco de energía. El demonio se giró para devolver el
golpe. Al tiempo que lo hizo, su monstruosa cabeza cayó de sus
hombros. Su alma partió en una ráfaga de moscas, y su cuerpo se
convirtió en nada con un ruido sibilante.
La niña dio un paso en el aire sobre el cuerpo a cuerpo. Una
cúpula de luz brotó del terreno. Se expandió con la velocidad de la
luz, atrapando todo en su brillante radio. Los hombres y los Marines
Espaciales se tambalearon. Los Nuncanacidos gritaron. El arma de
Mortarion fue atrapada el instante antes de que pudiera descender.

Sopló un fuerte viento que arrastró la niebla. Cerca de la niña, la


niebla se desvaneció. Más allá, fluyó con rapidez hacia atrás,
revelando más y más del campo de batalla, hasta que solo se
oscurecieron las más lejanas extensiones. El sol se abrió paso y se
encendió sobre la llanura rota. Los Nuncanacidos menores se
evaporaron como hielo en un horno, arrojados de vuelta al
inmaterium lamentándose. El mayor se tambaleó, sus cuerpos
flagelados por el resplandor de la niña. Su piel ampollada. Sus ojos
se cocieron en sus cabezas. Aullaron y gritaron. Mortarion, siendo
ahora más demonio que humano, fue arrojado hacia atrás, sus alas
dobladas alrededor de su cuerpo. Los lazos reteniendo a Guilliman
se hicieron añicos con brillantes motas, y el primarca se liberó.

Guilliman no hizo una pausa para considerar la extrañeza de su


liberación, sino que avanzó a grandes zancadas de inmediato,
blandiendo la espada de su padre.
—¡Mortarion, suficiente! ¡Ahora te enfrentarás a mí y cobrarás
el salario de la traición! —gritó Guilliman.
El Señor de la Muerte se puso de pie tambaleándose y levantó su
guadaña, pero no se giró para atacar a su hermano más puro. En
cambio, hizo girar hacia atrás a Silencio hacia atrás, su filo abriendo
una ranura en el tiempo y el espacio. El demonio Ku’gath se
tambaleó a través primero. Su palanquín quedó en llameantes
ruinas en el campo, y su propia espalda estaba en llamas.

—Me enfrentaré a ti, Roboute Guilliman —dijo Mortarion—,


sobre Iax. Sígueme allí, donde lucharemos por última vez.
Terminaremos esto, tú y yo. Perderás tu vida y tomaré tu reino
por mi cuenta. ¡En Iax!
—¡Detente, maldito seas, cobarde! ¡Ven aquí y pelea conmigo!
—Rugió Guilliman.
Mortarion sacudió la cabeza y se lanzó a través de la grieta. Se
cerró detrás de él.
—¡Mortarion! —gritó Guilliman—. ¡Mortarion, bastardo
traicionero! ¡Regresa!
El primarca dejó salir un rugido sin palabras. La frustración y la ira
hervían a través de su cuerpo. Se arrancó el yelmo de la Armadura
del Destino y gritó al cielo brillante. Su cara estaba roja. Se
resaltaron los tendones de su cuello. Colquan nunca había pensado
ver a Roboute Guilliman con aquella expresión.
—¡Mortarion!
—¡Al primarca! —llamó de nuevo Colquan—. ¡Proteged al
primarca!
Esta vez, sus guerreros pudieron obedecer.

Septicus Siete estaba atrapado. La piel de su espalda pelada en


láminas quemadas mientras se tambaleaba hacia la grieta de
disformidad, alcanzándola al tiempo que se cerraba detrás de
Mortarion. Se dio la vuelta, Parpadeando grasa que goteaba de sus
ojos. Su control sobre la realidad se estaba debilitando. Su cuerpo
estaba dañado y se desincorporaba a su alrededor. La tierra tembló
con fiebres subterráneas. La fortaleza estelar se acercaba.

Los otros cayeron, sus vínculos con sus cuerpos impermanentes


cortados, sus almas arrojadas fuera del mundo de vuelta a la
hirviente energía de la disformidad. Dentro de sus corrientes, sus
dispersas esencias se reformarían y arrastrarían con timidez de
vuelta al Jardín de Nurgle, donde renacerían a tiempo de las vainas
de monumentales fauces nudosas, si el abuelo les perdonaba su
fracaso. El Gangrel se unió a Squatumous y Bubondubon en su
viaje de regreso a través del velo. Los otros lo seguirían pronto.
Pestus Throon se encontraba desollado por completo de su grasa,
que yacía como un traje descartado a su alrededor. La piel de sus
piernas estaba arrugada alrededor de sus tobillos como los
pantalones de un hombre sorprendido mientras se vestía. Estaba
ciego, sus grandes armas de peste humeaban en el barro. La
realidad presionaba mucho en todos ellos mientras las energías de
la disformidad huían corriendo de Parmenio.

Hambruna yacía en su propia grasa medio derretida y no podía


alzarse. La Guardia de Plaga menor ya había sido desterrada, o
estaban en camino. Mientras Septicus observaba, una bandada de
zánganos de plaga se desperdició en el aire. Los nurgletes
estallaron como tristes globos El ejército Imperial estaba avanzando.
Throon se encontraba rodeado por un anillo de cuarenta marines
espaciales, y fue reventado por mil proyectiles de bólter. Hambruna
se puso de pie con un chillido de triunfo, solo para encontrarse
mirando hacia abajo al extremo del armamento primario de un
Stormhammer, y fue debidamente despedazado. Sus almas
pasaron, aullando en miseria, pero confiados en el renacimiento.
Septicus había experimentado el proceso por sí mismo
innumerables veces, pero temía que esta vez iba a ser la última.
Roboute Guilliman se le acercó en un frenesí digno de su hermano
Angron. Su espada arrastraba una media luna de fuego que
chamuscó a Séptico sin tocarle, enroscando los bordes de su alma
negra con su furioso calor.

—¡Una tregua! ¡Parlamento! —gritó Septicus, atrapando la


espada del Emperador sobre su espada. Profundos estratos de su
ser fueron sacudidos por el repicar de metal sobre metal.
—¿Hablar? ¿Contigo? ¡Os destruiré a todos! —rugió Guilliman
—. Todos vosotros demonios, monstruos de plaga, portadores
de cambio, adoradores de sangre, tentadores. Os arrojaré a la
nada. Limpiaré vuestra mancha de la existencia. No descansaré
—gritó, bajando el arma del Emperador sobre su cabeza con una
mano, Septicus desvió el golpe—, todos y cada uno de vuestra vil
especie —Guilliman se dirigió hasta el vientre de Sépticus, y de
nuevo el Gran Inmundo lo desvió a un lado, retrocediendo más—,
sea destruido, ¡y la galaxia sea liberada de vuestra presencia!

—¡No podemos ser destruidos! —dijo Septicus—. ¡Somos de la


disformidad! —dirigió su espada de vuelta a Guilliman. El primarca
la rechazó con el Guantelete del Dominio. Septicus no podía vencer
al Hijo Vengador, no ahora. Todo lo que tenía que hacer era
retenerlo el tiempo suficiente hasta que su cuerpo se desintegrara y
su alma pudiera escapar. Podía sentirla marchando ir, sentir los
grilletes de la corporeidad aflojándose alrededor de su espíritu. Por
su voluntad, aceleró el proceso, riéndose anticipando la mirada en la
cara del primarca cuando se deslizó fuera de su alcance—. No
puedes ganar. ¡Galatan viene! —Apuntó una mano llorosa hacia el
cielo. Mientras las nieblas se alejaban acelerando, una vasta forma
se alzaba—. Typhus está ahí. ¡Puedes masacrarnos a todos
como cerdos, pero no puedes derribar eso! Somos legión.
Nunca podemos ser destruidos.
—Tal vez no —dijo Roboute Guilliman—. Pero puedo comenzar
contigo.

La espada del Emperador ardía brillante. Septicus retrocedió ante


su rugido de soplete. Sus ojos se encogieron en su cabeza, su
gelatina corriendo en gruesas lágrimas por su cara. Nunca vio el
golpe que terminó con él.
Los fuegos de la espada se apagaron en sus entrañas. Séptico
miró hacia abajo sin ver el arma enterrada hasta la empuñadura en
su corazón.
—Y cuando seas expulsado de este universo —dijo Guilliman—,
purgaré el tuyo también, hasta que la disformidad sea
purificada y la calma vuelva de nuevo a las mentes y almas de
la humanidad, aunque nunca lo verás.
Ninguna crónica marcaría las últimas palabras de Septicus como
dignas. "Pero—" fue todo lo que él dijo.

Gritando, Guilliman arrancó la Espada del Emperador a través del


cuerpo en desintegración de Septicus, cortando a través de costillas
que se ablandaban, cociendo órganos rancios, cortando múltiples
mentones y su cráneo bactridiano, hasta que estalló desde la parte
superior de la cabeza de Septicus en una lluvia de sangre.
La negrura explotó desde el demonio asesinado. La espada de
Guilliman llameó con intensidad de nuevo, conduciéndolo a la
sombra y fuera de existencia.

La luz del Emperador quemó a Septicus para siempre.


La luz del sol fue tragada por el eclipse. Galatan rodó por el cielo,
trayendo una falsa noche a las llanuras. Guilliman se apartó de los
apestosos restos de Sépticus Siete y miró a su alrededor. Dominó
su ira. La batalla todavía podía perderse.
El centro del ejército enemigo había sido arrancado. Cadáveres de
demonios se disiparon en rancios borrones de sustancia pegajosa
de color negro. Cuantos más cayeron, más rápido perdió el resto su
control sobre la realidad. La Legio Mortis se retiraba del campo, las
armas apuntadas contra el enemigo, pero su línea de batalla se
encontraba acorralada por apretados grupos de Titanes Imperiales y
Guilliman pensó que su destrucción era inevitable. Entrecerró los
ojos de un extremo a otro de la llanura, su visión de primarca
permitiéndole ver por kilómetros, hasta la bruma de batalla y los
restos de la niebla ocultando la distancia de su vista. Las Torres de
Plaga continuaban siendo un problema, débiles como se veían.
Escupieron magia desde sus armas que causaron grandes bajas
sobre su ejército.
—Mortarion —dijo—. Mortarion.

Colquan se puso a su lado. Los Custodios restantes formaron a su


alrededor. La tierra tembló de nuevo, más fuerte ahora, al tiempo
que la inmensidad de Galatan tiró del núcleo del planeta.

—El enemigo se retira —dijo—. Galatan está aquí.


—Entonces pronto sabremos quién ganó y quién perdió —dijo
Guilliman. Buscó la fuente de la luz que lo había liberado. Todo lo
que vio fueron cuerpos yaciendo ante la masa del Leviatán. Sus
armas tronaron. Parecía enorme ahora que la niebla se había ido—.
La niña, —dijo Guilliman—. Fue la chica quien me liberó.
—Si mi señor.

—¿Cómo vino ella aquí? —preguntó.


—¿Importa? —dijo Colquan. Hizo un gesto hacia el fuerte estelar,
negro contra el cielo.
—Sí, tribuno. Importa mucho. Debo encontrarla. Ven.

Localizaron a la niña unos pocos minutos después. La Hermana


Superiora Iolanth, el rostro pálido por la pérdida de sangre, se sentó
a su lado. El cuerpo de la niña estaba arruinado por lo que fuera que
la había retenido, pero respiraba. Su pecho subía y bajaba con
mucha lentitud. La muerte venía por ella. Sus ojos se habían
quemado. Sus labios estaban chamuscados alrededor de sus
dientes. Nada mortal podría contener tanto poder por mucho tiempo.
Se hallaba fuera de lugar en el campo de batalla, pero por lo demás
se parecía los incontables inocentes muertos que Guilliman había
visto en mundos a lo largo y ancho del Imperio. Se arrodilló junto a
ella y tomó su pequeña mano en su enorme guantelete.
—Déjame —dijo Guilliman.

Colquan se volvió y les indicó a sus hombres que retrocedieran.


—¿Ella vive? —le preguntó Guilliman a la Hermana de Batalla.
—Por ahora —respondió Iolanth.

—¿Cómo vino ella aquí?


—La traje, dijo Iolanth.
—Mis órdenes fueron que ella permaneciera en Tyros.

—A veces el Emperador dicta que se tomen acciones


desagradables.

—Y ahora ella morirá —dijo Guilliman.


—¿Os importa su muerte?
—¿A ti no?
—¿No os preocupa que pueda ser un truco enemigo o una
psyker peligrosa ahora, mi señor? —Iolanth estaba amargada, ya
no le importaba el castigo.
—Todo lo que veo es una niña moribunda —dijo Guilliman—.
Sea lo que sea, o fuera, ella era en primera instancia una niña
de Terra. —Miró hacia el cielo a la parte inferior de Galatan llenando
el cielo. Las luces brillaron donde las naves de combate se batían
en duelo, esquivando, girando, disparando, explotando, en
frenéticos combates aéreos. Eran completamente insignificantes al
lado de la masa de la fortaleza estelar—. En unos momentos,
saldremos victoriosos o seremos arrasados —dijo—. Dime,
hermana, ¿crees que es lo mejor por lo que puede tener
esperanza la humanidad? ¿Crees que alguna vez podremos
sobrevivir y conocer la paz?
Iolanth se sorprendió por aquella pregunta.
Él la miró con seriedad.

—Tengo fe, mi señor.


—¿Fe?
—Si mi señor. Fe en vuestro padre.

Guilliman asintió con la cabeza. —A veces desearía tener fe.


La niña gimió y volvió su rostro sin ojos hacia él.
—¿Eres el Emperador hecho carne de nuevo? —preguntó la
niña con una voz tranquila, tranquila. Sus heridas parecieron peores
ahora que estaba consciente. Las palabras fueron destrozadas,
apenas comprensibles.
—Yo no soy Él —dijo Guilliman—. Él me hizo. Yo soy su
creación. Soy Su hijo, el decimotercer y único primarca,
Roboute Guilliman de Ultramar.
—Te pareces a Él —dijo, aunque era ciega. Ella suspiró, una
sonrisa se extendió sobre su cara—. He visto cosas tan
maravillosas.

—¿Quién eres? —preguntó Guilliman—. ¿Magnus? —dudó—.


¿Padre?

Su cabeza cayó. Un último aliento suspiró de su boca.


—¿Quién eres? —preguntó.
La niña ya no pudo responder.

Iolanth se arrastró más cerca de él, su mano apretada contra su


costado herido—. Animaos —dijo—. Aquellos que mueren en la
gracia del Emperador no se pierden, sino que se refugian
dentro de Su luz en el eterno empíreo. Oh, mi señor, es
hermoso. —Ella apartó un mechón de pelo de la cara de la niña
muerta y sonrió con una sonrisa sangrienta—. El Emperador
protege —dijo Iolanth—. Nunca olvidéis que el Emperador
protege.
Guilliman miró el cuerpo mutilado de la niña.
—Nunca puedo creer eso —dijo.

El creciente grito de poderosas armas siendo cargadas resonó de


un extremo a otro de los cielos. Guilliman miró a Galatan.

—Pero veremos la verdad en un segundo, Hermana.


Los cañones de Galatan hablaron. Ardientes envolturas de aire se
encendieron alrededor de las lanzas de plasma. Nuevas luces
iluminaron la cara del primarca.
Una torre de plaga fue incinerada por una única explosión, luego
por una segunda. Los armamentos secundarios siguieron en la
estela del fuego solar, estrellándose sobre los Titanes en retirada.
Un Warlord traidor se estremeció bajo el bombardeo, despojado de
los escudos de vacío, y se derrumbó en una ardiente ruina. Las
bombas llovieron más lejos hacia las montañas, envolviendo
formaciones enemigas en frentes de fuego en expansión tan
amplios y espesos como había sido la niebla.
Guilliman vio a Galatan pronunciar su juicio sobre Parmenio un
rato, luego dejó caer la mano de la niña, se levantó y se alejó,
ordenando a sus generales que le presentaran sus informes a bordo
del Leviatán.
CAPÍTULO VEINTIOCHO

LAZOS FAMILIARES

El dolor de la aguja atravesó la negrura. Una suave luz iluminó el


interior del casco de Justiniano. Sonó una campanilla.
El resplandor provenía de una placa de apoyo del casco en
miniatura. Todo lo que Justiniano pudo ver fue un borrón a través de
la costra mucranoide que le cubría los ojos. La apartó con un
parpadeo.
La pantalla estaba agrietada. Líquidos luminosos gotearon del
cristal. Donde la pantalla todavía funcionaba, los sigilos anunciaban
un miserable recuento de daños y lesiones. Su armadura había
funcionado durante días con un consumo de energía mínimo. Había
entrado en hibernación profunda. Mirando las heridas que se le
presentaron con severidad con cuentas de luz, no estaba
sorprendido. Si sobrevivía, tardaría un tiempo en sanar.

El Horno Belisario en su pecho estaba funcionando, poniendo sus


sistemas de curación humanos a toda marcha. El horno lo empujó
por un peligroso camino. Lo mantenía vivo, pero elevaba su
temperatura de un modo peligroso y consumía los recursos de su
cuerpo. Si no era rescatado pronto, lo mataría. Cuánto tiempo le
quedaba antes de que eso sucediera se encontraba más allá de la
capacidad de Justiniano para calcular.

Pero estaba vivo. El dolor en su espalda era un buen indicador de


eso. Trató de moverse, pero todo lo que logró fue desplazar la
cabeza. El metal raspó contra sus lentes oculares. Su cuerpo estaba
envuelto por un capullo de excreciones mucranoides dentro de su
armadura, y aquello obstaculizó aún más su movimiento. Las runas
de datos parpadearon con una advertencia. El reactor en su placa
de batalla funcionaba mal y no podía soportar el consumo de
energía extra de sus fibras musculares suplementarias. Estaba
débil. No podía hacer nada más que esperar.
Tenía una terrible sed. Llamó a su placa de batalla para que le
proporcionara sustento. Ninguno vino.
Después de unos momentos, su armadura lo sedó y se dejó caer
de nuevo a la deriva en un sueño sin sueños.

Cuando despertó de nuevo, se sintió más fuerte. Pero todavía no


podía moverse, y un suave pitido en su oído izquierdo le dijo que su
suministro de aire estaba cerca del agotamiento.
El áspero chirrido de sierras eléctricas sonó sobre su rostro. Se
detuvo, reemplazado por los desgarradores chirridos del metal.
Siguió más ruido de sierra, luego el silbido de cizallas neumáticas y
el suave sonido que produce el plastiacero al ser cortado. Alguien
estaba cavando hacia él. Se preguntaba quién. ¿Le esperaba la
salvación o el tormento? Se dio cuenta de que la última vez que en
realidad pensó en morir era aquel día en la scholam, cuando los
reclutadores de severo rostro vinieron por él y cambiaron su vida
para siempre
Por alguna razón eso le pareció gracioso.

Seguía riéndose cuando retiraron el último gran peso de su cuerpo.


Hasta que desapareció, no se dio cuenta de lo constreñido que
había estado. Su armadura abrió su máscara respiradora para
reponer sus reservas de aire. Arqueó la espalda y dio un gran,
áspero jadeo, pero aún no estaba libre. Un trozo de plastiacero
sobre su pecho lo sujetaba con firmeza en su sitio.
Un servidor de boca caída lo miró con la cabeza gris enmarcada
entre un par de masivas garras de levantamiento masivas. Se
agachó, con las pinzas abriéndose y lo alcanzaron. El cerebro idiota
de la cosa lo percibió como otro pedazo de restos para ser izado.
Había sido salvado para ser aplastado.

—¡Espera, para! —dijo Justiniano.


El servidor se inclinó más cerca.
—¡Espera! —ordenó una voz. El servidor se puso de pie y giró
hacia un lado. Las luces encendidas en la unidad atornillada a su
cráneo parpadearon en una secuencia de inactividad. Los pasos
rasparon sobre escombros. Un Novamarine con la librea de color
rojo oxidado del sacerdocio marciano apareció sobre el agujero. Una
abrazadera de servo-cráneos se cernía tras él, arrojando rayos
escaneadores sobre el Marine Espacial caído.
—¡Tengo uno aquí! —gritó el Tecnomarine a alguien que
Justiniano no podía ver—. ¡Hermano-boticario! Su ayuda por
favor, este está vivo. —El Tecnomarine se dirigió a él—. Quédate
quieto, hermano. La ayuda está llegando.

—Si me liberas, puedo sacarme yo mismo —dijo Justiniano—.


Su emisor crujió—. Quiero salir de este agujero.

—Vosotros los Marines Primaris sois fuertes —dijo el


Tecnomarine con admiración. Otro rayo de exploración recorrió el
cuerpo de Justiniano de arriba abajo—. Estás herido, pero no es
mortal —dijo el Tecnomarine—. Te ayudaré.
Su servobrazo se desplegó del costado de su planta de energía y
se movió hacia delante y abierto. La lámpara de plasma sostenida
bajo las agarraderas se encendió. El Tecnomarine comenzó a cortar
la barra de plastiacero.
—¿Ganamos? —croó Justiniano.
—Ganamos —dijo el Tecnomarine—. Typhus se retiró. Galatan
llegó a la órbita a tiempo de cambiar la batalla a favor del
primarca. Los últimos enemigos fueron expulsados de la
estación por ejércitos redistribuidos desde la superficie.
—Dovaro —tragó—. ¿Sobrevivió?
La antorcha de plasma atravesó el metal. Se separó con un
crujiente campanilleo. Más presión abandonó a Justiniano. Al fin,
pudo mover sus brazos.
—El Maestro de capítulo está muerto —dijo el Tecnomarine con
tristeza.
—¿Qué hay de mis guerreros? ¿Soy el único sobreviviente?

—¿De este búnker, otros Marines Primaris? —Con delicadeza,


el Tecnomarine desplazó su servobrazo al otro lado de los restos. La
antorcha de plasma ardió de nuevo—. Otros dos viven. Están en
el apotecarion. Deberían sobrevivir.
—Eso es bueno. —El metal fue apartado. Justiniano tiró del
mismo lejos de su cuerpo. Sin energía, su armadura lo arrastró, y le
tomó dos intentos desplazar el metal.
Intentó alzarse.
—¡Mantente firme! —ordenó el Tecnomarine—. Tu armadura no
es funcional, estás medio enquistado.
—Me pondré de pie —dijo Justiniano.

—Bueno, si insistes. —El Tecnomarine dio un paso hacia la


tumba temporal de Justiniano y extendió su mano, exponiendo la
hombrera de colores azul y hueso en su armadura roja. Justiniano
extendió el brazo y agarró la mano del guerrero.
Con cuidado, el Tecnomarine tiró de Justiniano y lo puso en
posición vertical. Hizo una mueca cuando el dolor se disparó a
través de sus piernas. Se apoyó contra el Tecnomarine en busca de
apoyo.
—Tómatelo con calma —dijo el hermano revestido de rojo—.
¿Estás seguro de que no deseas sentarte?
—Estoy seguro. —Justiniano desafió el dolor de permanecer de
pie sin ayuda. Permitió que el Tecnomarine lo estabilizara.
—¿Dónde está el hermano Locko? —Se quejó el Tecnomarine
—. ¡Locko! Ven aquí, antes de que nuestro hermano Primaris se
vaya por sí solo.
Había servidores en todas partes, cavando a través de los restos
del Crucius Portis II bajo la dirección de una docena de
Tecnomarines. Un Apotecario de blanco se apresuró, limpiando su
ensangrentado reductor.

—Vengo. A diferencia de aquellos a tu cargo, los míos se


mueren desangrados si me apresuro a mirar algo nuevo —dijo
Locko.
—Allí, estás libre y tienes ayuda —dijo el Tecnomarine.

—Tienes mi agradecimiento —dijo Justiniano al Tecnomarine.


Hizo una pausa—. Hermano —añadió.

Sobre Parmenio hubo una silenciosa vigilia. Las velas fueron


llevadas a través de las oscuras calles de Tyros hasta la catedral. La
gente lloró al ver el cuerpo de la santa sobre su féretro. Se dieron
oraciones. Se alzaron las gracias por voces cantando al primarca y
el Emperador.
En órbita sobre la Honor de Macragge prevaleció una atmósfera de
un tipo diferente. En un cónclave cerrado, Guilliman y sus más altos
funcionarios se sentaron a juzgar a Iolanth, él en su trono, ellos en
sillas de acero negro dispuestas en un semicírculo alrededor de él.
Iolanth llevaba un vestido sencillo, no muy diferente al vestido con el
que Kaylia había muerto. Sus manos y pies descalzos se hallaban
esposados, pero levantó la cabeza con orgullo, y miró a Guilliman a
los ojos sin pestañear.
—¿Admites que desobedeciste mis órdenes? —dijo Guilliman
—. Y que lo hiciste para liberar de custodia a la chica Kaylia de
Tyros?
—Sí, mi señor —dijo Iolanth—. Aunque solo para salvaros.
—Y tus guerreras asesinaron a mis sirvientes en la comisión
de este crimen.
—Lo hicieron a mi orden, mi señor —dijo Iolanth.

—¿Alguien más te alentó en este curso de acción? —dijo


Guilliman.
—No, mi señor.
—¿Lo juras?
—Lo juro.

—¿Por el Emperador de la Humanidad?


—Lo juro, mi señor —dijo—. Lo juro por el que se sienta en el
Trono de Oro.
—Muy bien. —Guilliman giró su monumental cabeza para mirar a
Mathieu. Su rostro estaba tenso con tal pétrea hostilidad que el alma
de Mathieu se derrumbó.
—Señor Arbitro, dígale a este tribunal cuál es la pena por
traición. —Guilliman continuó mirando con ferocidad al militante
apostólico.
El Jefe de Arbitraje de Guilliman se levantó de su asiento. Era un
hombre viejo retirado de los deberes de primera línea por muchos
años. Su ojo de halcón miró a Iolanth sin piedad.
—A nadie que desafíe la sacra voluntad del Regente Imperial
se le puede permitir vivir. Por desafiaros, debería ser
condenada a muerte.
—¿Y por la ruptura de sus votos, bajo la ley del Ministorum?
—Muerte por inmolación.

—¿Muerte por fuego?


—Esa es la pena, mi señor —dijo el Jefe de Arbitraje.
Mathieu podía sentir la ira de Guilliman surgir bajo su calmado
exterior. Era un volcán listo para entrar en erupción, pero todo lo que
mostró el primarca fue una contracción nerviosa en el labio superior.
Mathieu se alegró cuando el primarca devolvió su atención a Iolanth.

—¿Te arrepientes, hermana Iolanth?


—No tengo nada de que arrepentirme, mi señor —dijo Iolanth
con orgullo—. No pediré tu perdón. Te desafié, pero lo haría de
nuevo sin pensarlo dos veces si se diera de nuevo el momento,
e incluso si ese momento me presentara muchas otras
opciones que salvarían mi vida, por el bien de mi alma y el amor
del Emperador, y por tu bien, mi señor, llevaría a la niña a la
batalla.
—Que así sea —dijo Guilliman—. Pronuncia mi juicio.
—Por el delito de romper la orden del primarca, muerte —dijo
el Arbitro Jefe. La sala estaba en silencio—. Por el delito de
asesinato, muerte. Por el crimen de poner en peligro la persona
del Regente Imperial, muerte. Por el crimen de desatar a un
psyker no autorizado, muerte.
Guilliman se levantó. Su presencia creció más allá de su estatura,
asfixiando el aliento de los pulmones de Mathieu.
—Serás tratada con justicia por tu anterior servicio —dijo.
Dirigió un gesto a una pareja de su Guardia Victrix—. Lleváosla.
Haced que su muerte sea rápida y limpia.

Los Marines Espaciales sacaron a Iolanth de la habitación. Ella


miraba muerta hacia adelante, su cabeza mantenida en alto.

Guilliman miró alrededor. —Despejad la habitación.


Los señores y generales del personal de Guilliman se levantaron
de sus asientos, llevaron a cabo una reverencia y salieron. Mathieu
se dispuso a salir con el resto.
—No tú, militante apostólico —dijo Guilliman.
—Permaneceré, por orden tuya, Regente Imperial —dijo
Mathieu. Se sentó de nuevo.
—Permanecerás de pie, sacerdote —dijo el gigante Maldovar
Colquan. El tribuno tenía una mirada salvaje en su rostro que hacía
feos sus nobles rasgos. Solo en la habitación, él estaba blindado y
apuntó con un dedo dorado al espacio que había dejado vacante la
Hermana Iolanth—. Aquí —dijo.

El Tetrarca Félix miró a Guilliman. Compartieron una mirada. Félix


asintió ligeramente con la cabeza. Mathieu no tenía idea de lo que
pasó entre ellos. ¿Lo habían condenado antes, en privado? ¿Debía
ser ejecutado? Se armó de valor contra de la posibilidad. No hubo
mayor muerte que la sufrida en servicio. Él sería valiente.
—Tetrarca, asegúrate de que no me molesten —dijo Guilliman
—, y de que esta cámara esté blindada contra todas las formas
de vigilancia. Apaga el sistema de vox y pictográficos. Esta
conversación no irá más allá. Colquan, debes permanecer
como único testigo. Escribirás un reporte jurado de lo que se
dice, que será duplicado, sellado y depositado con la
Inquisición en Terra, los Altos Señores y mi propio archivo, en
el evento de que el Adeptus Ministorum decide elaborar sobre
este evento para sus propios fines.
—Mi señor —dijo Colquan.

Félix se fue. Las puertas se cerraron con un silbido.


Guilliman esperó a una señal de Félix. Cuando un timbre notificó a
todos los presentes que los protocolos de privacidad estaban en su
lugar, miró de nuevo a su sacerdote. Mathieu se estremeció ante la
fuerza de su animosidad.

—¿Qué tienes que decir por ti mismo, militante apostólico?


—La hermana Iolanth actuó bajo su propio reconocimiento, mi
señor. Las verdaderas sirvientes del Emperador reconocieron a
la niña por lo que era, y se apresuraron a ayudarla.

Guilliman dio un paso adelante. Se cernió sobre el sacerdote.


—Nunca más me mentirás, militante—apostólico —dijo con
claridad—. Estás mintiéndome ahora. Incluso convenciste a la
Hermana Iolanth para que mintiera bajo juramento. Por el
Trono, hombre, qué taimada tortuosidad hay presente en ti.

—Mi señor, si puedo...


—¡No puedes! —El grito de Guilliman fue repentino y aterrador—.
Este fue tu hacer —dijo con calma de nuevo—. Un buen hombre
yace muerto. Mis guerreros se vuelven uno contra otro. Un
campeón del Emperador es herido de gravedad, otro es
ejecutado, y todo esto sin otra razón que tu arrogancia. Crees
estar mejor informado que yo. Quiero que entiendas ahora que
ese no es el caso.

—Lo juro, Iolanth no actuó según mis órdenes —dijo Mathieu.


Guilliman gruñó profundamente en su garganta, un sonido
inhumano que nunca debiera haber emanado de un ser tan perfecto.
Le dio a Mathieu un miedo que no pudo esconder.
Guilliman resopló con desprecio.
—Vuelves a desobedecer mis órdenes. Mientes. Confiesa.
Fuiste responsable.
—Mi señor regente... —Mathieu comenzó. Miró a Guilliman a los
ojos y vio la furia que lo consumiría si se atrevía a negar de nuevo
—. Visteis qué sucedió —dijo en su lugar.
—Confiesa, predicador —dijo Guilliman. El calor de la ira que
venía de él latía contra Mathieu—. Dime que lo hiciste. Quiero
escucharte decirlo.
Mathieu dio un paso atrás. —¡No lo visteis! Vuestro padre se
encontraba en el campo con nosotros, trabajando a través de la
niña —dijo Mathieu—. Ella era un recipiente para el poder de
vuestro padre, elegida por El. ¡Su voluntad trabajó a través de
ella! —Se retiró más lejos cuando Guilliman avanzó hacia él—. Ella
echó hacia atrás a los demonios. ¡Ningún niño podría haber
hecho eso! Una luz dorada salió de ella... El Emperador estaba
allí, Él estaba con nosotros, a nuestro alrededor. ¡Os ayudó a
ganar! ¡El Emperador está con vos! —dijo atropellado Mathieu.
—¿Lo está ahora? —dijo Guilliman—. Vi una habilidad psíquica
ilimitada liberada. Eso podría haber venido de cualquier fuente,
no menos los dioses que son rivales del mecenas de mi
hermano. —Guilliman se inclinó hacia delante. Una vena latió en su
amplia frente—. Vosotros habláis, sacerdotes, ¡como si
conocieran a mí así llamado padre, como si estuvieran al tanto
de Su voluntad y su palabra, como si hablara a través de
vosotros! —Su puño se cerró. Fuera de su armadura parecía más
peligroso—. Nunca habéis hablado con él. Ninguno de ustedes,
malditos fanáticos, ha intercambiado ni una palabra con el
Emperador. Viví con él. Luché a Su lado durante siglos. Estudie
con Él. Aprendí de Sus sueños para la humanidad de Sus
propios labios ¡y levanté mi espada y derramé mi sangre para
hacerlos realidad!
—Pero hay visiones...
—¡Hay mentiras! —gritó Guilliman—. Soy el único ser vivo que
ha hablado con el Emperador en diez mil años. Diez mil años,
Mathieu, ¿y aún te atreves a suponer que conoces su mente?
Vosotros los sacerdotes quemáis, mutiláis y condenáis sobre la
base de la suposición. Practicas tu bárbara religión en nombre
de un hombre que despreciaba y quería derrocar todas estas
cosas. El propósito del Emperador era sacarnos de la
oscuridad. ¡Tú, Hermano Mathieu, tú y tu amabilidad sois la
oscuridad! —Giró la cabeza a un lado con disgusto—. Estas
hazañas de fe pueden ser explicadas por el funcionamiento del
empíreo. Ningún dios necesita ser invocado, y si es así, rara
vez es la cosa a la que se ha llamado. Hay seres en la
disformidad que escuchan tales súplicas. Te aseguro que no
son dioses, y que el Emperador no es uno de ellos. Nada de lo
que crees es de confianza. ¡Nada! —Su voz se elevó hasta un
grito de condena que resonó en las paredes de mármol. Colquan
parecía sorprendido. Mathieu fue puesto de rodillas. Inclinó la
cabeza y se encogió acobardado
Guilliman contuvo su ira, su voz se convirtió en un áspero susurro
—. No se puede confiar en ti—. Tragó saliva y continuó en más
medidos tonos—. El hombre que me creó hizo bien Su trabajo.
La batalla se habría ganado sin ninguna intervención de los
poderes de la disformidad. Esa chica era una psyker de rara
habilidad, nada más, cuya presencia en el campo podría haber
hecho mucho daño. Al ordenar a Iolanth...
—¡Pero, mi señor, no ordené nada!
—¡No me interrumpas! —dijo Guilliman. Levantó las manos como
si fuera a agarrar a Mathieu por su túnica casera y arrastrarlo por el
aire y aplastar su cráneo, pero sus dedos se detuvieron cerca del
sacerdote, donde temblaron con rabia—. Al ordenar a Iolanth —
repitió Guilliman—, llevarla a la batalla, te arriesgaste a la
aniquilación de todas nuestras fuerzas. Si ella no hubiera
dominado su habilidad, si ella se hubiera convertido en un
conducto hacia la disformidad... —Guilliman enseñó los dientes.
Mathieu nunca sospechó que el primarca pudiera albergar tanta
ira. Guilliman siempre había sido descrito como un tipo soso, un
genio competente sin problemas por las miserias de los humores
ilimitados. En las escrituras eran sus hermanos, y sobre todo los
demonios traidores en eso, quienes exhibieran los despiadados
rasgos de la ira. Pero el primarca estaba enojado, y era una ira
primordial nacida en los corazones de planetas torturados y estrellas
que ardían con rapidez. En la peor parte de su furia estaba la ira del
mismo Dios—Emperador.

Mathieu se desmoronó y, sin embargo, sintió que el comienzo del


éxtasis religioso se colaba reptando en sus tripas. La idea de ser
destruido por Guilliman, de caer ante el único hijo vivo del
Emperador, casi lo deshizo.
Guilliman retrocedió ante la adoración que brillaba en los ojos de
Mathieu. —Me das asco No te mataré. No puedo. Calculé mal
eligiéndote. Debería haber designado otro parásito para tu posición,
como Geesan y el resto. En cambio, pensé que era mejor tener un
hombre inspirador a mi lado, para hacer una virtud de tu religión. ¿Y
este es el reembolso que recibo por dar peso a tu fe? ¡Podrías
habernos matado a todos! El Caos ha intentado engañarme varias
veces, ¡a mí! ¿Crees estar por debajo de sus atenciones? Utilizará
cualquier cosa para ver caer a nuestra especie. Asegúrate de que tu
fe no le dé una puerta abierta a tu corazón.
—Vos lo visteis, mi señor. ¡Visteis la luz de vuestro padre!

—Él no es mi padre —dijo Guilliman—. Él me creó, pero te


aseguro, sacerdote, que El no era padre. El Rey Konor era mi
padre. —Mathieu parpadeó ante el—. Mi señor, por favor.

—Escúchame. Vives solo por mi indulgencia. Puedes haber


manipulado al Tetrarca Félix. Puede que incluso me hayas
embaucado. Disfruta tu éxito, nunca volverá a suceder—.
Guilliman extendió el puño. De nuevo, Mathieu pensó que el
primarca tenía la intención de estrangularlo, pero señaló con un
único dedo acusador. —Desobedéceme de nuevo, Mathieu, ya
sea la letra de mis órdenes o el espíritu de mi liderazgo, o si
haces tanto como colorear una sola de mis palabras, entonces
te encomendaré a las llamas limpiadoras que tanto gustan a tu
culto, no importa las ramificaciones que tal acción pudiera
tener. Podrías buscar reunir más poder para tu religión al
ganarme. Yo digo que nunca, nunca sucederá. Nunca me
entregaré a adorar al emperador. No me esclavizaré ante ti y a
todos los demás sacerdotes. Tolero al Adeptus Ministorum
como un mal necesario. No me obligues a reevaluar mi
posición.
Mathieu se humilló en el suelo.

—Solo busco serviros, mi señor.


—Hemos terminado aquí. —La ira del primarca se apagó. El calor
dejó la habitación. Pareció más pequeño de nuevo.
—Cuida tus pasos, sacerdote —dijo Colquan—. El Señor
Guilliman podría no moverse contra ti, pero no hay nada que
me detenga.

—Colquan —dijo Guilliman—. Suficiente.


Colquan señaló a Mathieu.
—Te estoy vigilando.

—¡Colquan! —Guilliman fue hacia la puerta—. Guardia, he


terminado. —Su voz estaba ronca de rabia.

Las puertas se abrieron. Mathieu se levantó del suelo y lo llamó.


—Un día —dijo Mathieu—. ¡Algún día lo verás, mi señor! ¡Verás
la verdad! Ese día será un día glorioso, un día de
agradecimiento. ¡No cederé en mis intentos para salvarte! ¡No
puedo! ¡Es el propósito de tu padre para mí!
El Capitán Sicarius se puso de pie y saludó al tiempo que Guilliman
salió, luego él y su Guardia Victrix se alinearon detrás de Colquan.
El equilibrio de Marines Primaris a Marines Espaciales se había
desplazado en la guardia. Los que habían caído en batalla habían
sido reemplazados por la nueva variedad.
—¡Veréis! —Llamó Mathieu. Las puertas se cerraron con un
deslizamiento, dejándole solo.
—El Emperador nos vigila a todos —dijo.

Juntó las manos y cerró los ojos en oración.


—Gloria, gloria —susurró—. ¡Guilliman ve! ¡Comienza a ver!
Gloria Gloria.

La noche y el día a bordo de una nave son cosas arbitrarias.


Apaga las luces y ¡he aquí! es de noche. Vuelve a pulsar un
interruptor, y así es de día. Poder así fue una vez jurisdicción de los
dioses.

Roboute Guilliman se sentó solo en una noche de su elección. El


scriptorium se encontraba vacío. La vida de la nave continuaba más
allá de las puertas selladas, pero en el interior, en el silencio,
Guilliman podía engañarse a sí mismo de que estaba solo en la
madrugada y las estrellas en el exterior brillaban solo para él.
Se hallaba ante su escritorio. Nada parecía haber cambiado desde
la última vez que tuviera unos minutos para sentarse y pensar. El
largo renglón de datos continuó su desplazamiento sin fin pantallas
abajo, pero donde normalmente lo tomaba mientras trabajaba, y
actuaba sobre los elementos más urgentes en medio de cualquier
otra cosa que estuviera haciendo, esta vez que el primarca no gastó
su mente para ello. Las líneas de datos nacieron en texto verde,
empujó hacia abajo la pantalla y murió en la oscuridad de la parte
inferior de la pantalla sin que él los vea.
Cada pensamiento de Guilliman se dirigió hacia la unidad de
estasis que le entregara Yassilli Sulymanya y el libro que contenía.
Por ahora, el contenedor estaba cerrado, nada más siniestro que
una caja de madera decorada con un patrón liso en la tapa. Pero
dominaba su escritorio. Le recordó la caja de aflicciones de una
antigua leyenda que nadie en la actual era recordaba.
Debatió abrirlo y leer el libro en el interior.

—No habrá esperanza bajo eso —se advirtió a sí mismo.


Guilliman nunca había leído el libro en la caja. Se había negado en
el momento en que fue publicado. No habiendo tomado nunca la
misma decisión sobre ningún otro libro, hizo una postura pública de
ignorar este. En los tiempos de la Era de la Iluminación, Guilliman
siempre se había considerado a sí mismo como uno de los más
calculadores de los primarcas. Había sido un hombre de
aprendizaje, la racionalidad fue su primer y último recurso, y sin
embargo, condenó de manera ostentosa aquel trabajo. ¿Por qué?
Lo había hecho para complacer al Emperador, como hacía todo en
aquel entonces, pero aquella no era la única razón. Debería haber
tomado su propia decisión. Debería haber leído los argumentos y
dirigirse a ellos, no descartarlos. El credo de la Verdad Imperial el
cual se aferrase con tanta dureza fue solo eso, un credo. Era
defectuoso, y en gran parte basado en una mentira.
Su negativa era un insulto calculado. Lorgar y él nunca se habían
visto cara a cara. Guilliman era un racionalista, Lorgar era un
buscador de tras verdades metafísicas. La Fe era su modo de
pensar, y Guilliman lo había despreciado. El modo de guerra de los
Portadores de la Palabra lo había molestado. Que mezquino de su
parte. Supo al rechazar su las creencias de su hermano de modo
tan contundente que aceleró el fin de todo aquello en lo que el
Emperador creía.

Profesado a creer, Guilliman se corrigió. Nunca tuvo oportunidad


de hablar con el Emperador sobre la verdad. La guerra lo impidió, y
cuando terminó, el Emperador había ido más allá de la
comunicación. Solo aquella vez tras su regreso a Terra Guilliman
estuvo estado en su presencia y recibido algo más de su creador
que no fuera el silencio.
Pensó en la reunión, como solía hacer, aún incapaz de conciliar lo
que pensó que había visto con lo que debería haber sido posible.
Tal vez, pensó, no lo leí porque tenía miedo de que Lorgar tuviera
razón.
¿Cómo puedo saber sin leerlo? No le importaba haber hecho daño
a Lorgar, pero el abandonó su propio rigor intelectual. Había sido un
fanático tanto como Lorgar, a su manera.
Teórico: debo corregir esto. Práctico: debo leerlo.

Guilliman abrió la tapa de la caja. El libro era delgado y


descansaba dentro de un compartimento poco profundo bañado por
la inmóvil del campo de estasis. Era tan viejo, casi tan viejo como él.
Juntos eran reliquias de otra época, cosas perdidas en el tiempo.
En apariencia, el libro no tenía nada que sugiriera el poder que
poseía. Pero era poderoso y tan perturbador que Guilliman mismo lo
prohibió después de la traición de Horus. Cada copia que se pudo
encontrar fue quemada, sus palabras consideradas contaminadas
con las mentiras de un traidor. Fue borrado de la historia, sacado del
registro. La gente había muerto para protegerlo. Los fieles los
llamaron mártires, pero el Culto Imperial había sido pequeño y
ridículo y él lo había ignorado. Para entonces, el daño ya estaba
hecho. Los pensamientos salieron, un virus memético se propagó
desde mente a mente No tenía cura. Los escritos en este libro, los
pensamientos y creencias de un architraidor, fueron los cimientos
del Culto Imperial.

Él especuló si los sumos sacerdotes de la Eclesiarquía estaban al


tanto de este hecho.

A menudo, el libro se hallaba mal impreso, salía con prisa de las


imprentas clandestinas en furtivos actos de samizdat. Este había fue
hecho al fin, la propiedad de un hombre rico o mujer. Eso podría
haber explicado por qué había sobrevivido. El solitario título estaba
no en la cubierta en hojuelas doradas estampadas en cuero marrón
claro. No había crédito del autor. Los aceites de la piel de su dueño
mancharon la parte inferior derecha esquina de la portada. El único
rastro de una persona que llevaba diez milenios muerta; el libro
había sido leído muchas veces. Guilliman se preguntó qué clase de
persona habían sido. Imaginar fue un infructuoso ejercicio que
produjo una infinidad de teorías sin sus prácticas resultantes. Una
pérdida de tiempo. Cortó los trenes de pensamiento.

El Gótico Imperial había evolucionado desde que se escribió el


libro; incluso la más alta, más osificada forma había sido arrastrada
fuera de forma por las mareas del cambio. La escritura en el libro
era del tipo más antiguo. Leerlo trajo un repentino flujo de recuerdos
al primarca. Intensificaron los sentimientos de desplazamiento de
Guilliman, y casi abandonó la idea a favor de destruir el libro y su
caja

No lo hizo. Su dedo presionó el tachón oculto, apagando el campo


de estasis. Miró fijamente el libro un poco más.
Lo recogió. El cuero estaba seco y se caía en escamas. El papel
olía como lo hace el papel viejo: una feroz nitidez, el olor de la oculta
sabiduría y los recuerdos moribundos.

Diez mil años después de que Lorgar Aureliano pusiera la pluma


sobre el papel para crear este tratado, Guilliman comenzó a leerlo.
Alégrate, porque te traigo gloriosas noticias.

Dios camina entre nosotros.

Así corrieron las dos primeras líneas del Lectitio Divinitatus.

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