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EL ZORRO DE ARRIBA Y EL ZORRO DE ABAJO

¡Querido hermano Pachequito, Teniente en Pinar del Río y tú, Chiqui, de la


Casa de las Américas: cuando llegue aquí un socialismo como el de Cuba, se
multiplicarán los árboles y los andenes que son tierra buena y paraíso!
Felizmente las pastillas —que me dijeron que eran seguras— no me mataron,
porque los conocí a ustedes y a ese joven armado de ametralladora que
guardaba la entrada del Terminal Pesquero, en La Habana

Nos miramos abrazados, ante el otro tipo de asombro de los


poblanos, indios y wiraqochas [el autor emplea ya, para el quechua, las normas
gráficas establecidas en el III Congreso Indigenista Interamericano de La Paz (1954)] vecinos
notables que estaban respetándome, desconociéndome.

¡Si yo era el mismo, el mismo pequeño que quiso morir en un maizal


del otro lado del río Huallpamayo, porque don Pablo me arrojó a la
cara el plato de comida que me había servido la Facundacha! Pero,
también allí, en el maizal, sólo me quedé dormido hasta la noche.
Como si yo, criado entre la gente de don Felipe Maywa, metido en el
oqllo [pecho] mismo de los indios durante algunos años de la infancia
para luego volver a la esfera “supra-india” de donde había
“descendido” entre los quechuas, dijera que mejor, mucho más
esencialmente interpreto el espíritu, el apetito de don Felipe, que el
propio don Felipe.

Dispensen que diga que este Roberto se había atacado para siempre
de ternura en cientos de los más pobres prostíbulos de Chile donde
cantaba y tocaba guitarra, mientras que yo me hice igual a él en los
ayllus [comunidad indígena] de Ayacucho, entre las indias que sufrían y
cantaban como picaflores que van al sol, lo beben y vuelven.

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