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§§ El amo de los

chispazos
Jorge Pombo Ayerbe fue un cachaco que se destacó
en el muy cachaco arte de fabricar versos satíricos.
Al cumplirse 81 años de la muerte del más ingenioso
epigramista que haya tenido el humor nacional, lo
recordamos como poeta, soldado, músico y bibliómano,
entre otras menudencias.

La historia de Colombia es una sola guerra larga,


pero en ella ha habido guerras de guerras. La de 1876
enfrentó a liberales partidarios del presidente Aquileo
Parra contra rebeldes conservadores que comandaba el
general Marceliano Vélez. Durante esta contienda fue
famosa la lucha entre jóvenes cachacos liberales, que forma-
ban el batallón Alcanfor, y sus congéneres conservadores,
integrantes del batallón Los Mochuelos. Estos eran los
guerrilleros más elegantes que ha dado la historia nacio-
nal. Recorrían la Sabana vestidos de levita cuando no había
baile en Bogotá y perpetraban actos temerarios dignos
de figurar en el Manual de urbanidad bélica de Carreño.
Uno de ellos consistió en secuestrar al secretario de Gue-
rra, don Teodoro Valenzuela, conducirlo a la hacienda de
uno de los mochuelos, ofrecerle un banquete con la mejor

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Daniel Samper Pizano

sobrebarriga y papas chorreadas de la región y devolverlo


luego sano, salvo y almorzado.
Dicen las leyendas galantes que alcanfores y mochue-
los se enfrentaban en escaramuzas durante el día —según
las crónicas, no eran batallas muy sangrientas, a decir
verdad: era más el olor a lavanda que el olor a pólvora
en aquellos campos— y por la noche se encontraban en
fiestas y saraos, cantaban juntos, bebían juntos, bailaban
juntos y enamoraban cachacas hasta la madrugada. A esa
hora se cambiaban de ropa, volvían a echarse la escopeta
en bandolera y salían al campo a defender la legitimidad
del Gobierno, en el caso de los liberales, o a combatirla,
en el de los conservadores.
Eso refieren, repito, las leyendas. La realidad de la gue-
rra era cosa bien distinta: una carnicería entre hermanos
donde todo triunfo era pírrico y toda derrota soliviantaba
las ganas de venganza en el perdedor. Tampoco debían ser
todos los combates tan caballerosos como lo relatan las
crónicas santafereñas, porque en esta misma guerra del
76 se libró en el Tolima la atroz batalla de Garrapata, que
dejó 1.490 muertos tendidos en la yerba.
Uno de los fiambres fue el teniente liberal Jorge Pombo
Ayerbe, quien falleció víctima de un culatazo en la cabeza…
pero sólo por un rato. Pombo había quedado sin sentido y
los enemigos, que andaban apurados deshaciéndose de los
restos y no podían ponerse en muchos primores a la hora
de certificar defunciones, lo dieron por muerto. Su cuerpo
fue arrastrado hasta la hoguera gigantesca donde incinera-
ban las víctimas, y quedó tirado en medio de otras bajas, en

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Con nombre propio

turno para la chamusquina. Salvó a Pombo de una segunda


muerte —esta sí de verdad— el hecho de que el cadáver
contiguo llevaba unas balas en el chaleco. Al recalentarse la
pólvora las balas estallaron y una de ellas hirió a Pombo en
una pierna. Fue tan grande el dolor, que el «difunto» vol-
vió en sí justo a tiempo para escapar, cojeando, de las llamas.
Este jovencito, que a los 19 años andaba ya metido en
guerras civiles, fue uno de los más notables personajes del
Bogotá de fin de siglo. Cachaco quintaesencial, cachaco
candelario, cachaco tan cachaco como los cachacos que des-
criben en los libros sobre cachacos, fue librero, periodista,
compositor, contador en un buque inglés, preso político en
varias ocasiones, pianista, bohemio, diplomático a ratos,
soldado muchas veces y en todo momento ingenioso inven-
tor de apuntes repentinos y chispazos al rompe.
Su nombre, que no era extraño a nadie en la Santafé de
hace cien años, se ha hundido de manera ingrata en el pozo
de la amnesia colectiva, hasta el punto de que hoy sólo lo
recuerdan quienes conocen los epigramas de la legendaria
Gruta Simbólica. Esta tertulia estaba compuesta por una
pandilla enamoradiza de poetas, músicos y locos que se
reunían a comer piquete, tomar trago, pellizcar guisande-
ras, desparramar gracia —no siempre muy espontánea— y
ejecutar calaveradas de oficio en la Bogotá que bordeaba
el siglo xx. Otros nombres son más recordados que el de
Jorge Pombo. Julio Flórez, naturalmente, y Clímaco Soto
Borda, Diego Uribe, Carlos Villafañe.
Pero Pombo fue el más ingenioso de todos, lo cual es
mucho decir cuando ya han bajado las aguas quejumbrosas

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Daniel Samper Pizano

y románticas que hicieron de la poesía de Flórez el más


importante surtidor de lágrimas, ojeras y brisas de cemen-
terio de la literatura nacional. Pombo, nacido el 23
de diciembre de 1857, ha sido el más fiero epigramista de
Bogotá, que es tierra de epigramistas. Si goza de menos
fama que el popular Alacrán Posada es porque no tuvo la
combatividad política que caracterizó al cartagenero. Y
si para ubicarlo en el género hay que relatar a los actuales
muchachos de cuarenta años que hacía lo que Fraylejón
o Tizor en El Tiempo y El Espectador, es porque no le
tocó a Pombo el beneficio de la prensa de masas. Fue sin
embargo, periodista muy activo, fundador, colaborador y
redactor de periódicos, introductor del sistema de avisos
clasificados en Colombia y corresponsal de grandes dia-
rios norteamericanos.
Pero lo suyo era la chispa que entonces constituía todo
un género y hasta una profesión —sólo que no daba para
comer sino tan sólo para morder prójimo—. Desde niño
había demostrado un talento especial para el verso chusco.
A los diez años escribía con su hermano Lino un periódico
llamado El Niño donde publicó su primera gracia. Se titu-
laba Las criadas de casa y algunas de sus estrofas decían así:

Hay en casa siete criadas;


un tusa, otra patoja,
una tuerta, calva, coja,
todas igual de malvadas.
Llama la tusa Mariana,
la patoja Emperatriz,

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