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ANTROPOLÓGICAS
Complementos coordenada del Don
En la práctica losó ca, la coordenada del don surge así de una asimetría que
se origina en el educador- lósofo, quien recoge la apelación (incluso implícita) que le
hace el niño y le pide que re exione, centrándose en lo que ha recibido, para decidir
cómo actuar y colmar así su propia "deuda de ser”. Ahora bien, este don gratuito hacia
el otro entra de lleno en la dinámica del riesgo que hemos vinculado a la gura del
educador-pescador: "El intercambio de ser que tiene lugar con el dar está fuera de
toda lógica [utilitaria], reside en la apertura de lo inesperado y al mismo tiempo pone
en práctica una especie de “epoje” educativo, sin el cual no puede haber verdadera
empatía. En efecto, entre los posibles riesgos, el de rechazar el don no está en primer
plano sobre todo cuando la intervención educativa, aunque implícitamente invocada,
no se solicita explícitamente. La capacidad de cuidado del educador- lósofo debe, por
tanto, transformar la tensión dialéctica que genera el riesgo en un lugar de aterrizaje
dialógico: "Educar es entrar en una red de relaciones dialógicas donde cada persona,
de ser un objeto sumergido por el entorno dado y por la posible dominación de los
otros, puede convertirse en un sujeto que emerge, es reconocido, puede reencontrarse
y, a su vez, es capaz de amar y abrirse al mundo”.
El riesgo de rechazo también puede estar relacionado (y quizá sobre todo) con
el don recíproco dentro del grupo de iguales. La adolescencia es una edad dialéctica
por de nición, no porque se centre en la antítesis (como s e cree demasiado
comúnmente), sino porque se orienta hacia la síntesis, fruto de la re exión compartida
y de la convicción personal. La aún no plena madurez relacional hace que el
adolescente esté fuertemente centrado en sí mismo y la comparación con otros
adolescentes que, como él, experimentan la misma dinámica puede arraigarle en su
autoestima o ayudarle a salir de sí mismo e ir hacia el otro, en nuevas relaciones que,
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desvinculándole del círculo familiar, proporcionen una percepción diferente de la
realidad. La confrontación/enfrentamiento entre pares, sin embargo, sólo puede
adquirir un valor positivo y proactivo si el grupo no se abandona a sí mismo, sino que
es acompañado, en su de nición de simple agregado a "hogar" para ser vivido en
virtud de un nuevo parentesco de ser, por la presencia adulta del educador. El
acompañamiento individual y el grupal en la práctica losó ca son, pues,
complementarios y, aunque respondan a necesidades diferentes, ambos pueden
contribuir a la maduración del joven hacia la plenitud.
Pero esto no es posible si la síntesis no surge del dialogo, que, ya en su
signi cado etimológico “diá”, indica un camino en el que desenredarse, una senda que
recorrer entre los caminos impermeables de la palabra y la comprensión mutua
“lógos”. Entregarse en el diálogo se desnuda, se expone al miedo de la crítica o de la
contestación; encerrarse en el silencio sin tomar posición puede parecer una salida
más fácil o, por el contrario, puede ser lanzarse a una tensión dialéctico-antitética
contra todo y contra todos sin fundamento en la realidad, que olvida cómo los
silencios y las pausas son tan importante como las palabras, y que incluso antes de
decir lo que se piensa, hay que pensar lo que se dice. De este modo, el don
permanece encerrado en el cofre del tesoro de la propia interioridad, uno es incapaz
de sacarlo a la luz, hasta que se vuelve opaco y ya no da cuenta de quién es uno
realmente. El don no es, en sí mismo, llamativo; no aparece, sino que resplandece.
La práctica losó ca en la relación educativa, en cambio, quiere que el
adolescente re exione sobre sus tensiones, que no se deje llevar por emociones y
deseos desenfrenados, y que comprenda que lo que tiene que dar no es un bagaje
irreal que no le pertenece, sino quien es en ese momento, incluso con su carga de
potencialidades aún limitadas o no expresadas. Es importante ayudar a los jóvenes a
darse cuenta de que tanto el don recibido como el don dado se re eren a cualidades
inacabadas y que el mito de la perfección (con el que a menudo les abruma la
sociedad "líquida" y “basada en la realidad") sólo les llevaría a la parálisis. Aceptar la
propia fragilidad (y, se ha dicho, "frágil" es sinónimo de "precioso") es precisamente el
resultado de un crecimiento interior desde la dialéctica de la antítesis de la no
aceptación, especialmente de los cambios desestabilizadores, hasta la síntesis
dialógica del propio yo, que permanece como centro interior uni cador. El equilibrio
duramente conquistado ayudará así a saber captar los dones que se reciben en
abundancia y que corren el riesgo de pasar desapercibidos, pero sobre todo a sentirse
parte activa de este ujo, poniéndolos de nuevo en circulación, reforzados. Esta
maduración no es posible para los adolescentes sin un diálogo (también dialéctico)
con sus iguales y con algún adulto reconocido como signi cativo que se ocupe de
ellos, como el educador- lósofo.
Para este último, la acción educativa dialógica orientada al don es una acción
fronteriza-epimética. Incluso el don de sí mismo es, de hecho, fruto de la deliberación
del educador. Tanto si ha dado el primer paso como si ha respondido a una petición
del alumno, elige libremente la actitud de gratuidad con la que acercarse a los niños y
ocuparse de ellos. En este sentido, la educación es frónetica, porque apela a la
“fronesis” que orienta la actividad educativa hacia un n bueno, en virtud del cual uno
se responsabiliza de sus elecciones, de su don. Lo que condiciona la elección es su
plasmación, en función de las circunstancias y de la situación real en la que se
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encuentran los niños y el educador, no sin presiones sociales que la práctica losó ca
debe ayudar a discernir. La educación es, por tanto, también epimeletica, pues se
apropia de esa capacidad de cuidado “epimeleia” ya mencionada en el capítulo
anterior. El cuidado del educando Es una promesa que se prolonga en el tiempo y que,
aunque parte del aquí y ahora, se orienta hacia el más allá: "Ser guras presentes en el
tiempo es un elemento clave de la educación y de nitivamente un descriptor del
concepto de cuidado en el sentido de solicitud", Es precisamente el don, con el
sentido de gratuidad que lo acompaña, lo que funda la relación de cuidado, creando
un vínculo de pertenencia cada vez más orientado hacia el otro. A menudo los jóvenes
no buscan porque no son buscados, no se dan porque no ven quién lo haga por ellos.
El niño que, por el contrario, es ayudado a descubrir que es rico en dones y capaz de
darse, se da cuenta también de que esta potencialidad teje a su alrededor una densa
red de relaciones de diversa indole y en diversas capacidades, sin las cuales no puede
ser plenamente él mismo. Entre ellas, dos en particular son pertinentes para el debate
que proseguimos en estas páginas: la del educador- lósofo y la del grupo de iguales.
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