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Casi mil años después de que el judío Filón de Alejandría (20 a.C.-40 d.C.) abordase su empeño
de armonizar el Pentateuco con la filosofía griega, se planteó en el mundo un debate de sentido
contrario al propuesto por el pensador alejandrino. La obra de Filón es filosófica, aunque
sugiere -y seguramente mucho más que eso- que las “revelaciones divinas” contenidas en
el Pentateuco son plenamente verdaderas. Para Filón, no cabían dudas respecto a que el mundo
fue creado por Dios, aunque esta sea una tesis más teológica que filosófica. Filón fue el primero
en abordar estas cuestiones en el mundo helenístico, así como un pensador fundamental para
entender el largo y complejo proceso de asimilación de la tradición filosófica greco-latina por el
incipiente cristianismo.
Este debate cobra su mayor importancia por cuanto permite conocer las ideas de Santayana
sobre la religión. En efecto, en 1920, un editor publicó una obra compuesta con textos suyos,
titulada Pequeños ensayos, que era un compendio de la ya por entonces extensa obra del
español. Se trataba de un conjunto de 114 textos destacables de sus escritos, en cuya selección y
preparación colaboró el propio Santayana. Entre ellos hay 21 dedicados a la religión, de los que
se dispone de edición española en Trota, Madrid 2015. El pensamiento de Santayana sobre la
religión no está sistematizado, si bien estos 21 Pequeños ensayos permiten acercarse a las
intuiciones, a veces irónicas, de este “católico estético” como él mismo se definió.
Para Santayana, toda expresión religiosa conlleva el más que honesto propósito de transmitir y
difundir una determinada “verdad”. Pero la religión no constituye en sí misma una “verdad”
total y absoluta, ni es el único referente para dotar al mundo de sentido, como se ha sostenido a
menudo desde las posiciones más tradicionales. Y es que el valor epistemológico de la religión
que reclama Santayana procede de que la religión se configura como la afirmación general de
los más profundos anhelos humanos y se concreta en un ideal: lo bueno y lo justo son posibles.
Es en esta perspectiva en la que Santayana destaca el sentido simbólico, estético y poético, en
fin, “humanizador”, de la religión. Aunque Santayana advierta siempre de que la religión no
puede aceptarse como la “verdad” total y absoluta, como sostenía la tradición. El auténtico valor
de la religión (cristiana) procede de esa concreción de los grandes ideales que se plasman en
ella.
En nuestra cultura, continua Santayana, existen diferentes expresiones sociales que hacen
referencia a seres superiores trascendentes que han alcanzado la categoría de dioses. Estos son
referentes ideales situados en el horizonte de los deseos de plenitud y felicidad más profundos
del ser humano que busca lo bueno, lo bello y lo justo. Pero estos referentes no tienen por qué
ser ontológicamente reales y, por tanto, no se pueden enjuiciar únicamente desde la perspectiva
de su verdad o de su falsedad. Para llegar hasta esta conceptuación, Santayana consideraba
imprescindible romper los vínculos tradicionalmente establecidos entre religión y realidad, pero
no para descartar la religión sino para purificarla de adherencias que le impiden ser lo que debe.
Quizá esta conceptuación de Santayana pueda considerarse que se aproxima a la posterior idea
zubiriana de “inteligencia sentiente”, y hasta la anticipa. Y es que, de modo análogo a como el
conocimiento necesita de lo que Santayana denominó la “fe animal”, es decir, la creencia en que
los sentidos facilitan al hombre información sobre la esencia de las cosas del mundo, la religión
canaliza los sentimientos del ser humano mediante una “fe espiritual” que sublima en ella las
aspiraciones más puras del sentimiento del hombre y define los grandes ideales. Este es el
esfuerzo epistemológico que pide Santayana para posibilitar el acceso racional a lo que es la
idea de Dios. Una idea que, pese a estar aparentemente oculta, sostiene la realidad de la
naturaleza.
Dios no es una mera invención, en el sentido de la elaboración de una falsa imagen postulada
como real, y menos aún un mero resultado de la fantasía. Santayana rastrea el concepto de Dios
en el sentido más profundo del verbo latino invenire: hallar algo que se encontraba oculto, no
sólo descubrir o inventar. No se trata de que Dios sea el resultado de un sueño de la razón que
fabula imágenes falsas. La palabra y la figura ideal de Dios surge en la mente cuando el ser
humano, impulsado instintivamente por sus inclinaciones naturales, consigue liberarse de las
presiones cotidianas de la existencia para poder definir un ideal puro. La religión no trata, pues,
exactamente de hechos, sino que idealiza la experiencia, desde los más puros deseos y anhelos
humanos, a través de la imaginación.
Son esos ideales lo que Dios y la religión representan. Y ahí radica su fuerza: mueve las
conciencias porque es natural y proyecta al hombre hacia lo más elevado, puro, perfecto y
armonioso. Santayana mantiene un difícil equilibrio entre el positivismo y la tradición católica.
Un equilibrio complejo, pues él no practicó la religión como un creyente, aunque, a diferencia
de los positivistas, no por ello dejase de complacerse en todo lo que la acompaña, especialmente
en su ética. Y, aunque nunca se opuso a la religión, tampoco aceptaría que ésta dominase
totalmente la cultura. Para él, la función de la religión es orientar al ser humano, inmerso en
medio de fuerzas y eventos que escapan a su control e ignoran sus intereses, proporcionándole
la sabiduría de la renuncia y el afán de perseverar en el pensamiento y en la acción.
Santayana no olvidó la religión y volvería a tratarla, con más detalle, bastantes años después
en El último puritano, novela publicada en 1936. Para él, y éste es el tema de su novela, el
mayor peligro de las religiones surge cuando éstas se interpretan en sentido literal y estricto,
pues entonces la religión se convierte en fanatismo opresivo, intolerancia y superstición. Pero
Santayana hizo en su novela algo más que impugnar y ridiculizar el vulgar ateísmo de los
positivistas y de los que no pasan de “anticlericales”, que ya había expresado en sus Pequeños
ensayos. En esta novela profundizó su reflexión sobre el fenómeno religioso y se adentró en
pormenores como el enjuiciamiento de las diferencias entre católicos y protestantes, dentro del
cristianismo.
En esta novela, Santayana se mostraría muy crítico con los creadores del protestantismo, los
grandes reformadores del siglo XVI, como Lutero y Calvino. Incluso, llegó a calificarlos de
«bárbaros del norte», y también les responsabilizó de haber contribuido a la pérdida del encanto
y de la poesía originarios del cristianismo. Más aún, Santayana denunció y satirizó la falsedad
de las pretensiones de los reformadores de aportar una mayor autenticidad religiosa. Santayana
responsabilizaba al protestantismo de las interpretaciones más literales y rigoristas de la religión
cristiana, que generaban periódicamente oleadas de fanatismo exacerbado y de persecuciones en
los países protestantes.