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Evolucionismo, Psicología y Trabajo Social Resumen I
Evolucionismo, Psicología y Trabajo Social Resumen I
Introducción El fundamento del Trabajo Social navega entre dos aguas: las teorías que
emergen de la Sociología y la intervención práctica que apoya su desarrollo desde la
Psicología. Históricamente, la Sociología tuvo una enorme vitalidad gracias al referente
empírico propio que le dotó un grupo de sociólogas lideradas por Laura Jane Addams,
figura destacada en los movimientos de reforma social, sufragista, feminista y pacifista
(Barriga Muñoz y Martínez Alonso, 2011; Barahona Gomáriz, 2016). Para algunos
sociólogos, el Trabajo Social es de alguna manera un laboratorio experimental donde se
examinan hipótesis de gran interés social. Para los psicólogos, los trabajadores sociales
asumen muchos recursos y técnicas psicológicas útiles para la intervención social a nivel
individual, grupal y comunitario. En el presente artículo nos vamos a analizar el sustrato
psicológico de donde se nutre el Trabajo Social. Mary E. Richmond fue una de las pioneras
que teorizó y sistematizó el Trabajo Social. En sus obras plantea los fundamentos teóricos
que orientan los modos de “comprender” y “pensar” la intervención social hasta nuestros
días. En sus publicaciones da cuenta de la singularidad radical de cada caso, atendiendo a
los procesos personales y a los tiempos de cada persona. Se apoya en el campo relacional
facilitando la participación de todos aquellos recursos y profesionales disponibles en el
campo de lo social, para dirigir sus esfuerzos al trabajo individualizado de cada caso. Las
aportaciones de la Sociología y la Psicología fueron básicas porque dotó a la profesión de
contenido teórico y metodológico, abandonando los matices puramente asistenciales o
caritativos imperantes hasta el momento en la acción social. Este gran salto metodológico y
la aplicación de un método en el campo de la acción social originaron el surgimiento de
nuevas maneras de “pensar la atención social” en los inicios del Siglo XX. Hoy en día, en
los albores del S. XXI, recordamos el pensamiento de Richmond, no por melancolía sino
más bien por la necesidad emergente de repensar las disciplinas, las instituciones y la
función de los diferentes operadores en el campo de la atención social contemporánea
(Travi, 2011). En ese navegar entre la Psicología y la Sociología, Mary Richmond
descubrió que la teoría evolutiva de las especies animales imbuía a otras actividades
científicas que parecían algo alejadas como eran la Psicología, la Sociología y el Trabajo
Social. Con el correr de los años, la Biología ha venido ocupando un espacio preferente en
las ciencias experimentales y sociales, y se ha constituido en referente para casi todas las
disciplinas. El pensamiento de Richmond se enmarca dentro del evolucionismo. Según ella
el Trabajo Social se encamina a conseguir la adaptación de los clientes/usuarios al contexto
social con el propósito de ir reformando progresivamente al individuo y al entorno
mediante una relación recíproca. En aquélla época, este pensamiento era totalmente
revolucionario, al decir que para trabajar los casos sociales había que comprender con una
perspectiva evolutiva, sin prisa y a fondo, a la persona o familia, no solo en el momento
actual, sino en toda su historia anterior (Richmond, 1995). Evolucionismo, Psicología y
Trabajo Social Una de la raíces de la psicología contemporánea se encuentra en el
evolucionismo biológico, el gran acontecimiento científico de la segunda mitad del Siglo
XIX. Este movimiento científico produjo efectos decisivos tanto en las ciencias naturales
como en las ciencias sociales, en las ideologías y las religiones. Uno de los efectos más
inmediatos fue la reinterpretación del hombre y de su lugar en el cosmos, que hacían de él
una pieza más en el conjunto de la naturaleza. Las tres figuras estelares del evolucionismo
biológico fueron Charles Darwin, Jean-Baptiste Lamarck y Herbert Spencer, cuyas
revolucionarias ideas produjeron profundas repercusiones psicológicas. Lamarck condensa
su pensamiento en la fórmula “la función crea el órgano”. Según él, existen dos leyes
importantes que participan en la evolución: ley de uso que establece la perfección evolutiva
mediante el ejercicio del instrumento empleado; y ley de desuso que plantea que el
“órgano” que no se utiliza se atrofia y desaparece (Lamarck, 1809). Darwin fue el científico
que logró con mayor éxito el reconocimiento del evolucionismo biológico. Sus ideas iban
acompañadas de una gran masa de información empírica con la que daba solidez a su tesis.
Su obra capital, El Origen de las Especies (1880), marca un hito en la historia de la ciencia
moderna con los principios de la variabilidad espontánea de los organismos, la lucha por la
vida o la supervivencia y la selección natural en la que desaparecen los organismos peor
adaptados. Estos principios se aplicaron, en una primera instancia, a los animales, pero
pronto se observó su utilidad como explicación a problemas antropológicos, como quedó
reflejado en su libro El Origen del Hombre y la Selección en Relación al Sexo (1900);
donde la mente, la psique y las facultades quedaron incluidas en el marco general de la
teoría de la evolución. Darwin fue un extraordinario biólogo y también un agudo psicólogo.
Veamos algunas de sus aportaciones: “El hombre desciende de un organismo menos
evolucionado de lo que él está”. Esta evolución representa un cambio Puente Ferreras, A.;
Gloria Garrido, C.; Marín, M. I. Cuad. trab. soc. 31(1) 2018: 211-222 213 en complejidad,
pero no un cambio cualitativo con respecto a los animales superiores. Esta continuidad,
según Darwin, se observa no solo en los aspectos somáticos, sino también en los psíquicos
y establece que “no hay diferencias fundamentales entre el hombre y los mamíferos
superiores en las facultades mentales (Darwin, 1994). El resultado es un inevitable
“antropomorfismo” de los animales: “el hombre y los animales superiores, especialmente
los del orden de los primates, tienen en común algunos instintos. Todos están dotados de
los mismos sentidos, intuiciones y sensaciones y de análogas impresiones, pasiones y
emociones, aun las más complicadas como los celos, la sospecha, la emulación, la gratitud
y la benevolencia; practican el engaño y la venganza; son a veces sensibles al ridículo y
hasta ofrecen un cierto carácter festivo; sienten admiración y curiosidad; poseen facultades
idénticas de imitación, atención, deliberación, elección, imaginación y memoria, la
asociación de ideas y el raciocinio, aunque en grados muy diferentes (Darwin, 1994). Un
tercer protagonista del evolucionismo, menos popular que los anteriores y con un perfil más
psicológico, es Herbert Spencer. Durante su vida alcanzó una tremenda autoridad, sobre
todo en el ámbito académico de habla inglesa. Para muchos, el nombre de Herbert Spencer
sería prácticamente sinónimo de darwinismo social, una teoría que aplica la ley de la
supervivencia del más apto a la sociedad (Spencer, 1884). Spencer planteaba que los
impulsos humanitarios tienen que ser resistidos ya que nada se debe permitir que interfiera
con las leyes de la naturaleza, incluyendo la lucha social por la existencia. Spencer vio
positivamente la caridad privada, impulsando la asociación voluntaria y el cuidado informal
para ayudar a los necesitados, en lugar de depender de la burocracia o la fuerza del
gobierno. Recomendó, además, que los esfuerzos de caridad privados serían prudentes para
evitar el fomento de la formación de nuevas familias dependientes por aquellos que no
pueden mantenerse a sí mismos sin la caridad (Offer, 2006, pp. 38, 142). Repercusiones del
darwinismo social La teoría del origen de las especies por medio de la selección natural
siempre ha estado envuelta en polémica. El darwinismo y la comunidad científica
enterraron definitivamente las aspiraciones religiosas, desechando el mito de la creación,
pero también ha dado legitimidad a la desigualdad y la explotación. La relevancia científica
de la evolución es innegable, pero en contraposición a todos los beneficios que reportó el
darwinismos, su intento de aplicación en la sociedad ha jugado un papel tan funesto como
miserable en la historia de los Siglos XIX y XX (Espina, 2005). El darwinismo social
surgió en la Inglaterra victoriana. Durante los primeros años del siglo XIX, la revolución
industrial desarrolló de modo vertiginoso la productividad del trabajo, generando un
crecimiento económico y demográfico como nunca antes en la historia de la humanidad con
su obvia contraparte, un aumento mayúsculo de la desigualdad entre clases. Las calles de
Inglaterra se convirtieron en verdaderos vertederos de miserables; gentes que con las leyes
del capitalismo perdieron sus medios de subsistencia. Las leyes de pobre que operaban en
Inglaterra desde 1562 como sistema de asistencia a los más miserables fueron cuestionadas,
siendo una de las críticas inspiradas en los principios de Darwin, Spencer, Malthus y
Wallace. Spencer (1884) tomó los postulados positivistas de la sociología naciente y los
unió a la versión de la teoría de evolución planteando que la selección natural podía ser
aplicada igualmente al desarrollo de la sociedad. La teoría del darwinismo social tiene un
inmenso potencial como justificación ideológica para posicionar el valor de una raza sobre
otra, de los ricos sobre los desposeídos, de los letrados sobre los ignorantes. Spencer acuñó
el términos “supervivencia del más apto” para explicar el motor de la sociedad. El
darwinismo funcionó como un hito que no solo estipula que la competencia, la desigualdad
y la explotación como formas de producción capitalista eran el camino a seguir en aras del
progreso humano.
Herbert Spencer, asociado con el darwinismo social, aplicó la teoría de la selección natural
al desarrollo de la sociedad, justificando la competencia y la desigualdad. El darwinismo
social, surgido en la Inglaterra victoriana, influyó en la percepción de la evolución y la
sociedad, aunque también generó controversias y críticas.