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“Blanquitud”.

Consideraciones sobre el racismo como fenómeno específicamente


moderno1

Bolívar Echeverría2

La tendencia general a lo largo de la historia -entendida como historia de la escasez-


consiste en percibir a la otredad como hostilidad. A lo largo de la “prehistoria”-como
sugiere Marx- todas las comunidades humanas perciben a la alteridad como una amenaza
abierta hacia su mismidad. Pueblos que coexisten en un mismo territorio sólo requieren
afianzarse firmemente en su identidad para que se despierte en ellos una sensación de
amenaza. El otro, el “bárbaro”, se convierte en un enemigo, alguien odioso. A través de esta
xenofobia u odio hacia el extraño, el otro aparece como un ser humano peligroso, que debe
ser mantenido alejado, neutralizado, subyugado o eventualmente destruido. No sería
exagerado sostener que todos los genocidios premodernos tienen su origen en esta
percepción.

La otredad se presenta como hostilidad solo cuando y donde una comunidad o sujeto
colectivo elige entender y practicar su autoafirmación como un acto de autoconservación o
selbsterhaltung (como le llamó Horkheimer) en vez de realizarla como autoapertura o
selbstpreisgabe. Resguardar y proteger la identidad como si se tratara de un objeto que
podría desaparecer -en lugar de ponerla en juego como un proceso que podría ser
revitalizado y fortalecido al ser confrontada con otras identidades- es, por supuesto, una
estrategia suicida. El mismo camino que lleva a la autoconservación puede conducir a la
erosión, si se toma en cuenta el tiempo; o puede llevar a la descomposición, si se considera
la consistencia de esa identidad. De cualquier forma, se trata de una estrategia que parece
inevitable bajo condiciones de escasez. Cada comunidad comprende la singularidad de su
propia mismidad como la razón por la cual los dioses la tienen por predilecta, como
“pueblo elegido”, superior a los otros.

A lo largo de la historia, la mismidad y otredad de un individuo singular o de una


colectividad se han identificado o reconocido a partir de múltiples criterios, algunos se
centran en atributos animales o naturales, como la constitución corporal o el color de la
piel, otros se enfocan en características sociales, como el lenguaje o el ethos, mientras

1
Texto presentado en la International Conference on Modernity realizada en Universität Wien entre el 11 y el
14 de diciembre de 2009. Publicado en el sitio web “Bolívar Echeverría: discurso crítico y filosofía de la
cultura” (www.bolivare.unam.mx) bajo una licencia Creative Commons Attribution Noncommercial-
Noderivs 2.5 El título original es “Blanquitud. Considerations on racism as a specifically modern
phenomenon”.
2
Traducción: David Gómez Arredondo
1
algunos más combinan ambas perspectivas, la natural y la ética. Uno de esos criterios
combinados establece la identidad y la alteridad en términos de raza.

La caracterización específica de la mismidad y la otredad como una raza emerge cuando los
atributos humanos animales comienzan a ser percibidos como significantes vinculados con
una substancia ética, que sería lo significado; como el lado visible de una articulación
indivisible entre expresión y contenido. Así, por ejemplo, los atributos corporales negros (la
piel negra, etc.) serían la manifestación necesaria de un alma negra y, en contraparte, un
“alma negra” le pertenecería sólo a un cuerpo con características negras.

Por lo tanto, un comportamiento humano sería racista cuando se dirige a otros a través de
un filtro predeterminado que califica su apariencia como siendo éticamente significativa. El
trato racista con otras personas o el involucramiento racista con otras personas rara vez es
amigable; casi siempre es hostil. La presencia amenazadora de la otredad les imprime una
marca negativa a los atributos naturales de los cuerpos de otras personas. El universalismo
y el racismo surgen conjuntamente. La comprensión racial de la mismidad y de la otredad
debería ser considerada como un fenómeno específico de los tiempos protomodernos y
modernos. De hecho, comienza como un complemento al universalismo abstracto exigido
al comportamiento humano por la circulación mercantil de productos o bienes; un
universalismo que la religión cristiana promovió implacablemente a lo largo de más de mil
años en la sociedad occidental. La diversidad de definiciones de la mismidad y, por ende,
las innumerables posibilidades de la otredad que existen espontáneamente en el mundo
occidental sufren la acción homogeneizadora de una definición pragmática de la mismidad
o identidad que proviene de la praxis cotidiana del intercambio de equivalentes. De acuerdo
con esta definición, para ser humano se requiere asociarse a una comunidad particularmente
abstracta, la comunidad de propietarios privados u hombres dedicados a la concurrencia del
mercado, donde cada uno busca rebasar a los otros e incrementar su riqueza monetaria a
partir de un grado mayor de valor-productividad de trabajo plasmado en sus productos.

Aquí resulta importante recordar que un mayor grado de valor-productividad significa, por
supuesto, la capacidad del trabajo para producir más o mejores bienes o “valores de uso”,
aunque sólo si estos “valores de uso” son soportes o portadores de valor económico. El
valor-productividad como meta última del proceso laboral humano y de la vida humana les
corresponde a comunidades en las que la actividad social está ya organizada en torno a una
economía mercantil, forma de producción y de consumo que se encuentra sujeta a la
circulación de bienes como intercambio de mercancías o cosas equivalentes.

La identidad mercantil refuncionaliza las identidades arcaicas, tradicionales, a tal punto que
llega a ser irreconocible para las generaciones precedentes. Se trata de una identidad
abstracta, aparentemente inclusiva y abierta a todos los seres humanos, que rebasa a todas
las otras identidades y según la cual nadie tiene que ser un “otro”, a menos que rechace la
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“invitación” a pertenecer a la comunidad abstracta de los propietarios privados. Es evidente
entonces que un nuevo tipo de otredad ha surgido, específicamente una “otredad racial”, la
otredad de quienes no son funcionales a la subordinación de la mismidad tradicional a la
nueva identidad mercantil. Es una otredad ética que se vuelve distinguible en el aspecto o
apariencia que deriva del rechazo de los efectos de la refuncionalización mercantil en los
atributos corporales (animales) de los seres humanos. Por lo tanto, el comportamiento
mercantil exige necesariamente una apariencia propia, una “apariencia mercantil”
específica, que no sólo es una manifestación de valor-productividad, sino que es ya uno de
sus elementos constitutivos.

Un cambio radical ha ocurrido: una redefinición de la mismidad y de la otredad. Pueblos


pertenecientes a “otra raza” ahora son considerados no sólo como bárbaros (diferentes a las
personas de la propia comunidad y sin familiaridad con su lenguaje y costumbres), sino
como posibles no-humanos, como extraños, ciegos o insensibles a la meta específicamente
“humana”: el valor-productividad.

Sin embargo, se trata de un cambio que es negado sistemáticamente por la opinión pública.
La nueva definición de la identidad como opuesta a la alteridad es malentendida y resulta
interpretada simplemente como una versión más civilizada y, por lo tanto, casi inofensiva,
de la definición arcaica de lo propio frente a lo extraño o de lo civilizado frente a lo
bárbaro. En su mayor parte “escondida” en el “Tercer Mundo”, la devastadora puesta en
acto de la definición moderna racista del otro no es reconocida ni tratada como una práctica
genocida.

El racismo moderno se ve eclipsado por los remanentes del antiguo odio a los extranjeros.
El linchamiento de negros por parte del Ku Klux Klan en los Estados Unidos, así como la
eliminación sistemática y en masa de judíos y gitanos en la Europa nazi, son algunas de las
recaídas modernas que reciclan formas antiguas de genocidios o prácticas arcaicas de
xenofobia agresiva. Tanto ayer como hoy, las acciones anti-negras y anti-judías, que la
“industria cultural” de la modernidad capitalista representa en forma de espectáculo, como
“proezas” negativas, contribuyen en nuestra época a encubrir, esconder u olvidar la
actividad genocida silenciosa, aunque muy efectiva, del racismo específicamente moderno,
a minimizar las prácticas racistas “naturales” o estructurales, que se manifiestan en el
comportamiento social cotidiano y en la política establecida de la modernidad capitalista.

La primera aparición histórica del racismo específicamente moderno puede encontrarse en


la España del siglo XVI. Una discusión antropológico-teológica abierta y conceptualmente
muy rica acerca de la cuestión concerniente a si los indios tenían alma, sobre si eran
completa o parcialmente humanos, acompañó a la empresa de la conquista. No es difícil
notar que una intención de autojustificación subyace al plano discursivo de esta discusión.
El “nuevo hombre”, el hombre moderno, busca dar fundamento a su devastadora presencia
3
en América demostrando la disfuncionalidad de las poblaciones indígenas para una
reconstrucción del mundo manifiestamente respaldada por Dios. En contra de lo que los
evangelizadores franciscanos o el padre Las Casas podían haber pensado, un indio no puede
convertirse plenamente en cristiano, no puede ser transformado en un cristiano “nuevo”,
moderno, en un hombre de acción, que le pertenece a su propia empresa, como Cortés o
Pizarro. Y no puede serlo, aunque se comporte como un cristiano ejemplar, porque en
última instancia un nuevo cristiano sólo puede ser una nueva versión de un “viejo
cristiano”, un “cristiano castizo”, “de casta” o “de sangre”, esto es, un cristiano español.
Por primera vez en la historia, en la España de los conquistadores, la ética empresarial
cristiana y la “pureza de sangre” europea están ligadas. Esto puede ser considerado como la
primera manifestación de una nueva percepción moderna de la mismidad y de la otredad,
que es la base del racismo moderno.

Sin embargo, el racismo específicamente moderno no alcanza su madurez sino dos siglos
después, cuando, tras la revolución industrial, la vida social mercantil se ha convertido en
una vida social distintivamente capitalista-mercantil o, como Fernand Braudel sostiene,
cuando el capitalismo hubo desbordado la esfera de la circulación de la economía e
invadido la esfera de la producción. Karl Marx interpreta este hecho de la historia
económica utilizando su teoría de la “subsunción formal” y “real” del proceso de
reproducción natural de la riqueza social y de la sociedad misma bajo el proceso económico
abstracto de reproducción del capital. La subsunción significa subordinación, dependencia,
y Marx explica qué tan diferente es para la vida social cuando la autoreproducción de los
capitales afecta solo “formalmente” al proceso de trabajo con respecto a cuando se ha
convertido en una subordinación “real”. De hecho, la “subsunción formal” implica que el
comportamiento de la economía está impulsado solamente desde fuera del proceso de
producción, a través de la dinámica del mercado, a seguir las reglas que derivan de la
búsqueda de la meta de la acumulación de capital. En contraste, la “subsunción real”
significa que la acción de esta fuerza impulsora, objetivada en la consistencia técnica del
proceso de producción, le adviene desde dentro; que el objetivo capitalista, la valorización
(verwertung) del valor económico, ha sustituido a las metas concretas del proceso natural
de reproducción de la riqueza social.

Cuando el comportamiento capitalista es “real” y no sólo “formal”, cuando es


efectivamente un modo de producción, reconstruye no únicamente los medios de
producción y su consistencia técnica, sino también al sujeto de la producción. Lo hace
conforme a su propio “proyecto” capitalista, esto es, un proyecto que persigue la
subordinación total de la vida social bajo la demanda nunca satisfecha del incremento de la
magnitud del valor económico. El modo de producción capitalista fabrica un tipo peculiar
de ser humano, de acuerdo con su necesidad de cuidadores adecuados de la riqueza
capitalista; se trata de un ser humano caracterizado fundamentalmente por un modo de vida

4
basado en una autorrepresión productivista (entsagung, opfer), que ha interiorizado por
completo la tendencia mercantil encaminada a la producción de plusvalor. Para él, vivir en
el capitalismo y vivir para el capitalismo son lo mismo. El homo capitalisticus es el ser
humano que sigue el mandato o el “llamado” procedente del capital, que se subordina a la
gravitación ejercida por el capital sobre el sujeto humano del proceso de reproducción. Se
trata, precisamente, de aquella gravitación identificada por Max Weber como el “espíritu
del capitalismo” (der geist vom kapitalismus).

Si no hay alternativa a la forma capitalista de la vida moderna, si civilización y civilización


capitalista son lo mismo y vivir en el capitalismo supone vivir para el capitalismo, entonces
Max Weber está en lo correcto: el hombre moderno es el ser humano que obedece al
llamado del “espíritu del capitalismo” y es quien, por lo tanto, para poder hacerlo,
desarrolla un ethos particular, un ethos terrenal o “realista” que establece una suerte de
armonía-Nietzsche diría una armonía “nihilista”- entre él mismo y la estructura capitalista
del mundo. Para él, la “ética protestante” es la manifestación práctica cristiana de este
ethos.

Pero Max Weber puede estar equivocado. De hecho, para muchos seres humanos
modernos, vivir en el capitalismo-algo que resulta inevitable en la modernidad capitalista-
no ha sido necesariamente lo mismo que vivir para el capitalismo; para estos, el capitalismo
no representa “la mejor de todas las modernidades posibles”. Hay otros ethe, otras
estrategias de comportamiento, otras formas de vida en el mundo moderno capitalista que
se desarrollan en la praxis bajo el supuesto de que algún otro modo de producción, diferente
al capitalista, podría sustentar una mejor forma de vida en la modernidad. Los ethe
“romántico”, “barroco” e inclusive el ilustrado (aufklärerisch) o “neoclásico”-por utilizar
una terminología elegante- emergen en las situaciones más diversas a lo largo de la historia
de la modernidad. Desde los márgenes de la vida cotidiana, siendo sutilmente
disfuncionales en relación con ésta, todos estos ethe, de alguna u otra manera, impugnan la
posición monopólica del ethos “realista” o “protestante” en la modernidad capitalista.
Todos ellos se afirman como propuestas autocríticas y alternativas de una forma de vida
dentro de los límites de la modernidad capitalista.

La descripción de Max Weber del tipo del hombre moderno resulta plausible solamente en
una situación en la que la subsunción o subordinación de la vida humana “natural” o
concreta ante el proceso capitalista de autoincremento de valor económico se ha
consumado; cuando, como ocurre en nuestro tiempo, inclusive la “naturaleza” puede ser
reemplazada por un sustituto casi perfecto, creado por el propio capital.

El modo de producción capitalista alcanza esta subordinación total sólo con la


“americanización”-la “(norte)americanización”- de la modernidad. El proyecto de una
modernidad capitalista que nació en Europa llega a su realización únicamente en
5
(Norte)América. No podía ser consumada en Europa debido a las múltiples y potentes
resistencias procedentes fundamentalmente de otros proyectos civilizatorios preexistentes.
La experiencia histórica concreta a la que el “ethos protestante o realista” tuvo que resistir
durante su auge y expansión en el norte de Europa se consolidó en una fuerte afinidad y
preferencia por las características étnicas y éticas de quienes habitaban esa región
geográfica. Por ello, en nuestra época, tras esa experiencia histórica, la disposición de una
persona para ser “realista” o vivir para el capitalismo, sólo puede ser efectiva si,
adicionalmente, participa hasta cierto punto de aquellas características éticas y étnicas de
una manera u otra. Solamente si él o ella pertenece o se encuentra sujeto en alguna medida
a una raza particular: la raza blanqueada [whitey]: si participa de la “blanquitud”
[whiteyness]. La “blanquitud”, no la blancura de una persona (singular o colectiva), esto es,
su “whiteyness” (retomando el título de la película de Fassbinder) 3consiste en su capacidad
de generar plusvalor, pero sólo cuando está entremezclada o estrechamente vinculada a un
conjunto difuso o sublimado de características étnico-éticas, pertenecientes originariamente
a los pueblos del norte de Europa. El comportamiento cristiano puritano, esto es, la
autorrepresión productivista, por sí misma, o las marcas identitarias étnicas blancas,
consideradas aisladamente, no son suficientes para caracterizar a la “blanquitud”
[whiteyness], debido a que ésta se conforma por una sutil combinación de ambas. La
“identidad de la blanquitud” [whitey identity] es una identidad abstracta-universal, que se
caracteriza por su funcionalidad al modo capitalista de reproducción, pero cuyas marcas
distintivas en el mundo concreto están, sin embargo, tomadas de una identidad étnico-ética
particular. El universalismo abstracto, sólo levemente particularizado, de la blanquitud, ha
sido un recurso inmejorable que ha favorecido la tendencia expansionista de la acumulación
de capital. La sociedad totalitaria que el capitalismo postliberal edifica en nuestro tiempo en
sustitución de la sociedad liberal tradicional ha dado un paso considerable con la
instalación de la raza blanqueada [whitey] en el papel de la “raza humana”.

La práctica del racismo moderno es generalmente híbrida; es moderna y, a la vez, arcaica.


El odio abierto y brutal hacia el otro en calidad de bárbaro funciona como disfraz para un
odio oculto y discreto al otro en tanto persona ajena a la blanquitud. Eso es lo que ocurrió
en la Alemania nazi con su práctica paradigmática de un racismo moderno. El “auténtico”
propietario privado en la sociedad moderna de Europa occidental explica del siguiente
modo su odio moderno hacia el otro: “los judíos hacen trampa”, con lo que quiere decir:
“Esconden o encubren la propiedad comunal (en forma de ayuda mutua) y la presentan
como propiedad privada; protegen o preservan el núcleo de su propia heimat, la vida en
comunidad, precisamente allí donde la heimatlosigkeit, la ausencia de comunidad, debe ser
la regla. Son odiosos porque obtienen ganancias de ese engaño y explican esos beneficios

3
Nota del traductor: Echeverría se refiere al filme Whity (1971) del cineasta alemán Reiner Wender
Fassbinder, cuyo personaje principal es un mayordomo mulato de una familia adinerada del sur de los Estados
Unidos en la segunda mitad del siglo XIX.
6
como un regalo de Dios o como una gracia dirigida hacia ellos por ser el pueblo elegido.” A
pesar de su evidente éxito en la vida mercantil moderna, la política nazi no les reconoce a
los judíos blanquitud alguna. Y, dando el salto hacia otro tipo de argumentación, una
premoderna, pretende mostrar y señalar por qué los judíos son odiosos: el pueblo judío es
un volk, que como tal le ha hecho un gran daño al volk alemán. El exterminio (ausrottung)
de los judíos sólo sería una venganza justificada (rache) por parte del pueblo alemán
ofendido ante un enemigo bárbaro. Se trataría del antiguo odio al extranjero como
instrumento de un nuevo odio, el odio hacia quien no pertenece a la blanquitud, el no-
humano.

El racismo moderno asume la diferencia entre, por un lado, aquellos que son claramente
“realistas”, quienes aceptan e interiorizan el destino del homo capitalisticus, y, por otro
lado, los indiscutiblemente “disfuncionales”, quienes no pueden o se rehúsan a aceptar ese
destino: entre los evidentemente “nacidos exitosos” y los “nacidos perdedores”. Por ello, en
situaciones críticas, quienes no pertenecen a la “blanquitud” pueden convertirse en una
población prescindible (“ballastgewicht”, como solían decir los nazis), sujeta a la “solución
final” (endlösung) o a un piadoso triage (por utilizar un término de Rorty).

El racismo definido en relación con la blanquitud, el racismo moderno, se vuelve una


realidad en la vida cotidiana de la sociedad moderna a través de una práctica de
discriminación cuyo odio hacia el otro, hacia quien no participa de la blanquitud, se
mantiene generalmente en la fase del desdén o del desprecio, de la desconfianza y del temor
suspicaz. Aparentemente inofensiva, esta discriminación radical condena como no-humano
(como un-menschen) a todo aquel que no ha encontrado el camino hacia el éxito ni hacia la
correcta apariencia de tal éxito. Y “no-humano” significa prescindible, listo para ser
eliminado si las circunstancias lo requieren. Por lo tanto, es comprensible que, en la
sociedad opulenta del capitalismo neoliberal y globalizado, cuando el éxito parece ser una
meta alcanzable, muchas personas que no participan de la blanquitud, muchos “nacidos
perdedores, tanto en el primero como en el Tercer Mundo, desde América hasta China,
intentaron con resultados considerables adoptar la raza de la blanquitud, como podemos ver
ahora principalmente en Estados Unidos.

En un mundo sujeto al funcionamiento planetario de las fuerzas productivas y


“globalizado” por medio del proceso de acumulación de capital, es necesario desarrollar
una perspectiva transnacional de las problemáticas históricas y sociales y, en el marco de
esta perspectiva, los datos disponibles permiten hablar de un muy particular “genocidio
cotidiano” implícito en esta práctica de discriminación moderna. Cuando Carl Amery
escribió acerca de “Hitler como precursor” tenía en mente no sólo la matanza espectacular
de cientos de miles (como en Ruanda en 1994), sino también esta nueva forma sutil de
asesinato masivo que ocurre en nuestro tiempo, principalmente en el tercer mundo, como,

7
por ejemplo, la muerte de migrantes mexicanos y trabajadores latinos en la frontera entre
México y Estados Unidos.

Bibliografía

Amery Carl, Hitler als Vorläufer. Auschwitz-der Beginn des 20. Jahrunderts? Luchterhand,
1998

Rorty, Richard, ¿Quiénes somos? Universalismo moral y triage económico. Revista de


Occidente, Unesco, París, 1996

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