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“Sea cual sea la edad, lloramos por los seres amados que se van. Ese llanto es una de
las más profundas expresiones de amor puro […].
“Más aún, no podríamos apreciar plenamente el gozo de reunirnos después sin estas
tristes separaciones de ahora. La única manera de evitar el dolor de la muerte es evitar
amar en la vida”3.
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Podemos imaginarnos cómo se sintieron los amigos de Jesús, que lo habían seguido y
servido4, tras presenciar Su muerte5. Sabemos que ellos “estaban tristes y llorando”6.
El día de la crucifixión, sin saber lo que pasaría el domingo, seguramente les abrumaba
la aflicción, preguntándose cómo seguirían adelante sin el Señor. Sin embargo,
continuaron ministrándole a Él aun en la muerte.
José de Arimatea le pidió a Pilato que le diera el cuerpo de Jesús; lo envolvió en una
sábana, lo puso en el sepulcro nuevo e hizo rodar una gran piedra a la entrada de este7.
María Magdalena y otras mujeres siguieron a José y Nicodemo, vieron dónde pusieron
el cuerpo de Jesús y prepararon especias aromáticas y perfumes para ungirlo9. De
conformidad con las estrictas leyes de la época, esperaron para seguir preparando y
ungiendo el cuerpo porque el sábado era el día de reposo10. Entonces, muy de mañana
el domingo, fueron al sepulcro. Al darse cuenta de que el cuerpo del Salvador no
estaba, fueron a decirles a los discípulos, quienes eran los apóstoles de Jesús. Estos
fueron con ellas a la tumba y vieron que estaba vacía. Salvo María Magdalena, todos se
fueron preguntándose qué habría sucedido con el cuerpo del Salvador11.
María Magdalena se quedó a solas en la tumba. Solamente unos pocos días antes, había
visto la trágica muerte de su amigo y Maestro. Ahora la tumba estaba vacía y ella no
sabía dónde se encontraba Él. Era demasiado para ella y lloró. En ese momento, el
Salvador resucitado vino a ella y le preguntó por qué lloraba y a quién buscaba.
Pensando que quien le hablaba era el hortelano, ella le pidió que, si él se había llevado
el cuerpo de su Señor, se lo dijera para que ella se lo llevara12.
Al igual que ustedes, de algún modo me identifico con la angustia que María
Magdalena y sus amigos sintieron al llorar la muerte del Señor. Cuando tenía nueve
años, perdí a mi hermano en un devastador terremoto. Debido a que pasó de manera
inesperada, me tomó tiempo asimilar la realidad de lo que había ocurrido. Tenía el
corazón quebrantado por el pesar, y me preguntaba: “¿Qué sucedió con mi hermano?
¿Dónde está? ¿Adónde fue? ¿Volveré a verlo?”.
En ese entonces, aún no sabía del plan de salvación de Dios y tenía el deseo de saber
de dónde venimos, cuál es la finalidad de la vida y qué sucede con nosotros después de
que morimos. ¿Acaso no todos sentimos ese anhelo cuando perdemos a un ser querido
o atravesamos por dificultades?
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Unos años después, empecé a pensar en mi hermano de cierta manera. Imaginaba que
él tocaba a nuestra puerta. Yo abría y él estaba ahí, y me decía: “No estoy muerto, estoy
vivo. No podía venir, pero ahora me quedaré contigo y nunca más me iré”. Esa imagen,
que era casi como un sueño, me ayudó a sobrellevar el dolor que sentía por haberlo
perdido. La idea de que él estaría conmigo acudía a mi mente una y otra vez. A veces
hasta miraba fijamente hacia la puerta, con la esperanza de que él llegara y lo volviera
a ver.
Ese día, me di cuenta de que el Espíritu me había consolado en esa difícil época. Yo
había recibido un testimonio de que el espíritu de mi hermano no está muerto, sino que
vive. Él aún sigue progresando en su existencia eterna. Ahora sé que “[mi] hermano
resucitará”15 en ese magnífico momento en el que, gracias a la resurrección de
Jesucristo, todos seremos resucitados. Además, Él ha hecho posible que todos nos
reunamos en familias y tengamos gozo eterno en la presencia de Dios, si escogemos
hacer y guardar convenios sagrados con Él.
“[P]ara los apesadumbrados seres queridos que quedan atrás […], el aguijón de la
muerte es mitigado por una fe firme en Cristo, por un fulgor perfecto de esperanza y
amor por Dios y por todos los hombres y un profundo deseo de servirles. Esa fe, esa
esperanza, ese amor nos permitirán entrar en la sagrada presencia de Dios y, con
nuestros cónyuges y familias eternas, morar con Él para siempre”16.
Testifico que “si Cristo no hubiese resucitado de los muertos, o si no hubiese roto las
ligaduras de la muerte, para que el sepulcro no tuviera victoria, ni la muerte aguijón, no
habría habido resurrección.
“Mas hay una resurrección; por tanto, no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de
la muerte es consumido en Cristo.
“Él es la luz y la vida del mundo; sí, una luz que es infinita, que nunca se puede
extinguir; sí, y también una vida que es infinita, para que no haya más muerte”17.
Jesucristo mismo declaró: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque
esté muerto, vivirá”18.
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