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Las madres dialectizadas: El deseo de la madre.

El estrago materno y el
odioamoramiento. El contexto.

«¡Pobre muchacha! -se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada-.
Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le
pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la
echará a la calle.” Dostoievski, Crimen y castigo.

Diego Alberto Moreira

El deseo de la madre en el ejercicio de la clínica es un problema que se plantea


como un signo de interrogación en sí mismo. Sin embargo, quien se detiene y aprende a
interrogar sobre este deseo que se hace audible, accede a un recorrido de gran alcance,
que trasciende su propia subjetividad. De este modo, emergen diversas cuestiones, entre
las cuales se encuentra la posibilidad de explorar las distintas respuestas que el sujeto
puede elaborar frente a ese deseo materno.

En su contacto con el mundo exterior, el niño se topa con el seno materno como primera
manifestación del erotismo. Pero además se vincula con una madre que no solo le
provee alimento y cuidado, sino también diversas sensaciones de placer y displacer. Se
trata de una madre factible de dialectizar entre la tentación y el estrago.

De este modo, al atender las necesidades corporales del niño, la madre se erige como la
primera tentadora del pequeño. Freud (1938) sostiene que de estas dos modalidades de
relación, autoconservación y libidinal, se desprende la relevancia única de la madre, que
no admite comparación y se conserva como modelo de todos los lazos posteriores de
amor y de odio (odioamoraminto), tanto en varones como en mujeres.

La afirmación, que relaciona la constitución subjetiva con un deseo que no sea anónimo,
conlleva la lógica necesidad de que se le dé un nombre al niño, de que la pareja parental
le cuente una historia, un linaje (identificaciones). Así, el pequeño se formará como
sujeto. Si no fuera así y no hubiera una historia, el niño asumiría la función de residuo,
es decir, que tomaría el lugar de lo que quedó fuera de la trama diacrónica, histórica.

Leonor, una adolescente de 16 años, llora y confiesa que se siente muy sola, que su
madre nunca está presente en su vida: “No sé qué hacer, nunca sentí su cariño”. Luego
de respirar hondo y secarse las lágrimas, afirma que ya no quiere sufrir por eso, que es
demasiado madura. Se siente abandonada, su madre no la ama ni la apoya, y no es la
madre que ella anhelaba, de niña solo conseguía su atención cuando se enfermaba.

Condiciones para la constitución del yo inicial. La madre, primera tentadora del


niño

Desde Freud para que la estructura del yo inicial (real primitivo), se constituya
adecuadamente se requieren dos condiciones, que paso a describir:
- Que no se generen en el niño contradicciones entre las diferentes investiduras
de órgano. Por ejemplo, dificultades respiratorias en el nacimiento pueden implicar una
sobreinvestidura del aparato afectado, restando o debitando la energía necesaria para el
acto de succión. O bien, posibilitan una diversidad de perturbaciones posteriores al
estilo de los sujetos roncadores, en los cuales encontramos una contradicción entre la
actividad inspiratoria y los movimientos de la lengua, que en su relajación obstaculizan
el ingreso del aire parcialmente generando los sonidos específicos (ronquidos); aunque
por momentos la obturación es total (apnea de obstáculo), la respiración se detiene, el
sujeto se despierta y retoma el ritmo respiratorio, con un cierto estremecimiento
espasmódico, que produce un sonido de mayor volumen, derivado de la instalación
perturbada de la lógica respiratoria.

Según Lacan (1960), la erogeneidad respiratoria es un aspecto de la constitución


libidinal del sujeto que ha recibido poca atención, pero que se hace evidente mediante el
espasmo que la pone en funcionamiento. Este espasmo es una reacción involuntaria que
expresa el gozo del sujeto.

- La otra condición está relacionada con un cierto desenlace psíquico que


llamamos contexto, en el cual los estímulos externos se deben presentificar o ausentar
cuando la actividad pulsional lo requiera, por ejemplo, la presencia materna en su
función nutricia debe coincidir con el hambre del niño. Y desde luego, en su función
tentadora.

En este sentido recordemos que los estímulos internos son investidos por el yo real
primitivo, mientras que los estímulos externos deben resultar indiferentes (es decir no
poseer investidura ni diferenciación), y son precisamente estos estímulos los que
conforman el contexto. Pero si la estimulación externa continúa vigente, (la presencia
materna, en su función de tentación y/o nutricia) cuando ya no hay un requerimiento
pulsional para su aparición, por ejemplo serán investidos los estímulos exógenos, lo cual
refuerza las exigencias que derivan de ellos.

Nos resta todavía dilucidar, que este contexto desde un punto de vista teórico,
incluye a nuestro juicio por lo menos cuatro funciones: a) de filtro de los estímulos, lo
cual le permite al niño en un momento posterior configurar su propia coraza de
protección antiestímulo, b) como lugar para la descarga de ciertos volúmenes de
excitación, c) de soporte del período neurológico y pulsional, y d) de una espacialidad
que sostiene el matiz afectivo.

Winnicott, Klein, Bion, Rascovsky

En este sentido la función materna derivada de la estructura familiar, implica que


uno de sus miembros, la madre por ejemplo, ocupe estos lugares de filtro, de descarga,
de ritmo y de cierta espacialidad. Para lo cual es necesario que en la madre, al decir de
Winnicott (1931/56) se genere una regresión semejante a la psicótica que le permita
instaurar el denominado holding. Al respecto podemos mencionar un fragmento de la
carta de Winnicott a M. Klein, en 1952, aludiendo a un colega: «si él hubiera plantado
un narciso, imaginaría que era él mismo el que estaba fabricando el narciso a partir del
bulbo, en lugar de permitirle al bulbo desarrollarse hasta ser un narciso mediante un
nutrimento suficientemente bueno» . O bien otro fragmento de una carta a un
corresponsal refiriéndose a los niños: « Ni siquiera podemos enseñarles a caminar, pero
su tendencia innata a caminar nos necesita, a cierta edad, como figuras de apoyo…»
(Rodman, 1990). La madre se adapta activamente a las necesidades del bebé mediante
el recurso a un proceso asociativo de carácter identificatorio. El concepto de madre
«suficientemente buena» de Winnicott, está últimamente relacionado con el tiempo
adecuado de espera de un niño. Así tenemos que sí la madre responde al instante las
exigencias del bebé, se obtura su posibilidad de pensamiento y elaboración, en cambio
si el retardo es excesivo, las necesidades internas adquieren un carácter insoportable.

Por su parte Bion (1977) nos habla de la capacidad materna para el ensueño
(reverie) que se constituye como un receptor de la diversidad de sensaciones de sí
mismo, que el niño obtiene por medio de su conciencia.

Recordemos, en este sentido, que Rascovsky (1980) considera a «la madre como
recipientario» en sus indagaciones sobre la relación materno-filial. Esta concepción
implica tanto un proceso de reversión reflexiva de la libido y del interés materno, que se
proyectan desde el yo propio hacia el mundo exterior, como una «reorientación de sus
afectos», que se dirigen hacia el niño. Estas trasposiciones se intensifican especialmente
durante las primeras seis semanas después del parto.

Al respecto, veamos un fragmento de un caso. Durante las primeras seis semanas


después del parto, Marta experimenta una intensificación de sus afectos hacia su bebé.
Este proceso no es unidireccional, sino que implica una reversión reflexiva de su libido
y su interés (autoconservación), que se derivan desde su yo hacia su hijo.
Marta, que antes del nacimiento de su hijo estaba más centrada en sí misma, en su
embarazo y en su mundo, ahora reorienta sus afectos hacia su bebé. Este cambio no solo
implica un cambio en su atención, sino también en su forma de relacionarse con el
mundo. Marta en términos de Rascovsky se convierte en una “madre recipientario”,
recibiendo y respondiendo a las necesidades y afectos de su hijo, y a través de este
proceso, también se transforma a sí misma como madre y mujer.

El deseo de la madre ¿Un gran cocodrilo?

Es evidente que un deseo implica siempre estragos inevitables, dicho de otra


manera, consecuencias catastróficas que no dependen del azar:

En el decir de Lacan (1969/70) “Un gran cocodrilo en cuya boca ustedes están,
es eso la madre, ¿no? No se sabe si de repente se le puede ocurrir cerrar el pico: eso es
el deseo de la madre [...].”

El concepto de deseo de la madre tiene una doble significación en psicoanálisis:


se refiere tanto al deseo que una mujer tiene por un hijo como al que el hijo tiene por su
madre. Este deseo es fundamental para la constitución del sujeto, pero también requiere
de un límite que lo separe de un excesivo apego a la madre.

En la clase del 11 de marzo Lacan (1969/70), había algo tranquilizador: un duro


rodillo que operaba en potencia en el pico, que retiene y frena, su nombre es Falo. Este
rodillo cumple una función de protección si de golpe se cierran las fauces, evitando así
el riesgo de castración.
Aquí, estamos hablando de la operación de la metáfora paterna y sus avatares,
como escribió Lacan (1969/70, p. 118) con excelente poética. Entonces, el deseo de la
madre implica vastos estragos, ruina, daño o excesiva aceptación, mientras que la
función del falo (o palo) es la interdicción, es decir, la prohibición del incesto y la
separación simbólica de la madre.

En la mitología egipcia, Sobek, significa “el cocodrilo”. Era un dios egipcio que
se representaba con forma de cocodrilo o con cuerpo humano y cabeza de cocodrilo. Era
un dios de la fertilidad, la vegetación, la potencia creadora y la protección. Se asoció
con el sol y la realeza en el Reino Medio. Los egipcios lo veneraban por su cuidado de
sus huevos y sus crías, que transportaba en sus fauces, aunque en ocasiones podía
devorarlas.

También, en la religión del México antiguo, desde sus orígenes hasta su


transformación en el periodo azteca, encontramos una Madre terrible, que representa
una diosa.

Esta divinidad se presenta como generadora de vida, pero también de muerte; es


decir, como madre sustentadora y al mismo tiempo como presencia aterradora

Así, las representaciones de la diosa tiene características de reptil, cocodrilo, un


saurio o monstruo terrestre que remite a un entorno anfibio: terrestre y acuático. Un
cocodrilo, entre otros.

La Diosa, que era todas las madres, se vinculaba con la dualidad cósmica,
representada por el tlahtoani y el cihuacóatl, y cómo su culto se vio afectado por la
compulsión sacrificial sangrienta que caracterizó a la religión azteca. (Blanca Solares,
2007)

En estas metáforas se ilustra la ambivalencia del deseo materno, que oscila entre
el amor y la agresión, entre la protección y el devoramiento. El sujeto se encuentra así
en una situación de incertidumbre y angustia, que lo interpela a construir una respuesta
singular frente a ese deseo que lo constituye y lo amenaza.

Hablaría de diferentes estragos en el lazo madre e hijo. Indudablemente, se trata


de algo singular.

Al respecto, en el “Corazón del daño”. De la escritora María Negroni (2021), se


lee: “Mi madre: la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida. Nunca amaré a
nadie como a ella. Nunca sabré por qué mi vida no es mi vida sino un contrapunto de la
suya, por qué nada de lo que hago le alcanza”.

Con relación al excesivo apego, en la clase del 11 de marzo Lacan (1969/70),


había algo tranquilizador: un duro rodillo que operaba en potencia en el pico, que
retiene y frena, su nombre es Falo. Este rodillo cumple una función de protección si de
golpe se cierran las fauces, evitando así el riesgo de castración.

Aquí, estamos hablando de la operación de la metáfora paterna y sus avatares,


como escribió Lacan (1969/70, p. 118) con excelente poética. Entonces, el deseo de la
madre implica vastos estragos, ruina, daño o excesiva aceptación, mientras que la
función del falo (o palo) es la interdicción, es decir, la prohibición del incesto y la
separación simbólica de la madre.

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