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El estrago materno y el
odioamoramiento. El contexto.
«¡Pobre muchacha! -se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada-.
Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le
pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la
echará a la calle.” Dostoievski, Crimen y castigo.
En su contacto con el mundo exterior, el niño se topa con el seno materno como primera
manifestación del erotismo. Pero además se vincula con una madre que no solo le
provee alimento y cuidado, sino también diversas sensaciones de placer y displacer. Se
trata de una madre factible de dialectizar entre la tentación y el estrago.
De este modo, al atender las necesidades corporales del niño, la madre se erige como la
primera tentadora del pequeño. Freud (1938) sostiene que de estas dos modalidades de
relación, autoconservación y libidinal, se desprende la relevancia única de la madre, que
no admite comparación y se conserva como modelo de todos los lazos posteriores de
amor y de odio (odioamoraminto), tanto en varones como en mujeres.
La afirmación, que relaciona la constitución subjetiva con un deseo que no sea anónimo,
conlleva la lógica necesidad de que se le dé un nombre al niño, de que la pareja parental
le cuente una historia, un linaje (identificaciones). Así, el pequeño se formará como
sujeto. Si no fuera así y no hubiera una historia, el niño asumiría la función de residuo,
es decir, que tomaría el lugar de lo que quedó fuera de la trama diacrónica, histórica.
Leonor, una adolescente de 16 años, llora y confiesa que se siente muy sola, que su
madre nunca está presente en su vida: “No sé qué hacer, nunca sentí su cariño”. Luego
de respirar hondo y secarse las lágrimas, afirma que ya no quiere sufrir por eso, que es
demasiado madura. Se siente abandonada, su madre no la ama ni la apoya, y no es la
madre que ella anhelaba, de niña solo conseguía su atención cuando se enfermaba.
Desde Freud para que la estructura del yo inicial (real primitivo), se constituya
adecuadamente se requieren dos condiciones, que paso a describir:
- Que no se generen en el niño contradicciones entre las diferentes investiduras
de órgano. Por ejemplo, dificultades respiratorias en el nacimiento pueden implicar una
sobreinvestidura del aparato afectado, restando o debitando la energía necesaria para el
acto de succión. O bien, posibilitan una diversidad de perturbaciones posteriores al
estilo de los sujetos roncadores, en los cuales encontramos una contradicción entre la
actividad inspiratoria y los movimientos de la lengua, que en su relajación obstaculizan
el ingreso del aire parcialmente generando los sonidos específicos (ronquidos); aunque
por momentos la obturación es total (apnea de obstáculo), la respiración se detiene, el
sujeto se despierta y retoma el ritmo respiratorio, con un cierto estremecimiento
espasmódico, que produce un sonido de mayor volumen, derivado de la instalación
perturbada de la lógica respiratoria.
En este sentido recordemos que los estímulos internos son investidos por el yo real
primitivo, mientras que los estímulos externos deben resultar indiferentes (es decir no
poseer investidura ni diferenciación), y son precisamente estos estímulos los que
conforman el contexto. Pero si la estimulación externa continúa vigente, (la presencia
materna, en su función de tentación y/o nutricia) cuando ya no hay un requerimiento
pulsional para su aparición, por ejemplo serán investidos los estímulos exógenos, lo cual
refuerza las exigencias que derivan de ellos.
Nos resta todavía dilucidar, que este contexto desde un punto de vista teórico,
incluye a nuestro juicio por lo menos cuatro funciones: a) de filtro de los estímulos, lo
cual le permite al niño en un momento posterior configurar su propia coraza de
protección antiestímulo, b) como lugar para la descarga de ciertos volúmenes de
excitación, c) de soporte del período neurológico y pulsional, y d) de una espacialidad
que sostiene el matiz afectivo.
Por su parte Bion (1977) nos habla de la capacidad materna para el ensueño
(reverie) que se constituye como un receptor de la diversidad de sensaciones de sí
mismo, que el niño obtiene por medio de su conciencia.
Recordemos, en este sentido, que Rascovsky (1980) considera a «la madre como
recipientario» en sus indagaciones sobre la relación materno-filial. Esta concepción
implica tanto un proceso de reversión reflexiva de la libido y del interés materno, que se
proyectan desde el yo propio hacia el mundo exterior, como una «reorientación de sus
afectos», que se dirigen hacia el niño. Estas trasposiciones se intensifican especialmente
durante las primeras seis semanas después del parto.
En el decir de Lacan (1969/70) “Un gran cocodrilo en cuya boca ustedes están,
es eso la madre, ¿no? No se sabe si de repente se le puede ocurrir cerrar el pico: eso es
el deseo de la madre [...].”
En la mitología egipcia, Sobek, significa “el cocodrilo”. Era un dios egipcio que
se representaba con forma de cocodrilo o con cuerpo humano y cabeza de cocodrilo. Era
un dios de la fertilidad, la vegetación, la potencia creadora y la protección. Se asoció
con el sol y la realeza en el Reino Medio. Los egipcios lo veneraban por su cuidado de
sus huevos y sus crías, que transportaba en sus fauces, aunque en ocasiones podía
devorarlas.
La Diosa, que era todas las madres, se vinculaba con la dualidad cósmica,
representada por el tlahtoani y el cihuacóatl, y cómo su culto se vio afectado por la
compulsión sacrificial sangrienta que caracterizó a la religión azteca. (Blanca Solares,
2007)
En estas metáforas se ilustra la ambivalencia del deseo materno, que oscila entre
el amor y la agresión, entre la protección y el devoramiento. El sujeto se encuentra así
en una situación de incertidumbre y angustia, que lo interpela a construir una respuesta
singular frente a ese deseo que lo constituye y lo amenaza.