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compañeros de lo que le pide el profesor, al que,

contrariamente, el acto de salir gratifica y es deseado. El


primero lo pasa mal, el segundo no (o no tanto), pero
entenderíamos ambas situaciones como «naturales». En
el caso del alumno introvertido, la dinámica que se crea
es dura, difícil, en ocasiones interminable, pero a la vez es
lógica, pues en el fondo va contra natura del propio
carácter, este sujeto se mueve mucho mejor en espacios
discretos, por lo que en nuestro ejemplo, salir a la pizarra
está fuera de control y le sobrepasa. Vemos, pues, en el
introvertido un estado de incomodidad significativa.
Siguiendo con el ejemplo propuesto, imaginemos que
el alumno introvertido es a su vez un sujeto con ansiedad,
que es básicamente perfeccionista, que teme ser
desconsiderado (cuando no excluido) o que tiene, por lo
general, un miedo terrible a defraudar (o a defraudarse)
en el marco expuesto, salir a la pizarra es algo parecido a
exponerse a un examen que, lejos de ser pedagógico,
penetra en lo vital; así, no dar una respuesta correcta o,
incluso, la propia presencia juzgada por los demás, eleva
a categoría de inexorable o amenazante la equivocación o
la posible crítica u observación de los demás. En este
caso, el sujeto construye algo más que incomodidad. En
efecto, el carácter trascendente que envuelve la situación
que nos ocupa determina la rápida construcción de una
espiral, a menudo imparable, caracterizada por el paso de
lo incómodo a lo atrapante y, en consecuencia, de lo que
intranquiliza o preocupa, a lo que ya es terrible o
amenazante, por tanto, de lo tolerable (en sus diversos
grados) a la construcción de la necesidad de huir. En este
caso y en función de cómo vaya creciendo el sentido
amenazante para el sujeto en cuestión, la evitación de ese
tipo de relaciones pedagógico-didácticas será un hecho

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