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Evaluar en la nueva presencialidad

Clase Nº 4: Poner la nota

Introducción
En las clases anteriores, nos detuvimos a mirar de cerca el complejo proceso de diseño de
instrumentos de evaluación. Pero, ¿qué sucede una vez que los instrumentos se echan a rodar,
abriendo el juego? En esta cuarta clase, la propuesta estará centrada en la posibilidad de poner la
lupa en la configuración de un hacer ineludible cuando tomamos evaluaciones: poner la nota. Para
eso, intentaremos primero desanudar algunos sentidos que se abren toda vez que corregimos, para
arribar, más adelante, hacia algunos supuestos que nos sugieran la posibilidad de pensar la tarea en
otras claves.

Eso que nos pasa cuando ponemos la nota


Uno de los momentos más ríspidos de nuestra tarea como docentes es, probablemente, el de
poner la nota. Es algo que evitamos y que genera incertidumbre, desconfianza –en nuestras propias
prácticas, pero también desconfianza en nuestros/as alumnos/as–, angustia, temor, hastío,
desconcierto.

El momento de poner la nota es, sin dudas, un momento de tensión en el que nos preguntamos,
indefectiblemente, “¿lo estaré haciendo bien?”, “¿será así como debo hacerlo?”.

El acto de corregir y calificar está anidado en un territorio en el que se cruzan el miedo y la duda, el
cuestionamiento en torno al oficio todo. Y es que una propuesta de enseñanza puede desplomarse,
diluirse o simplemente dejar al descubierto su fragilidad en el preciso instante en que, lapicera o
teclado en mano, tenemos que completar los casilleros que le asignan a cada nombre, un número.

Dijimos en la clase 1, “el momento del examen parece de otro orden respecto al momento de dar
clases; no logra despertarnos las mismas pasiones. A pesar de que todos/as estamos de acuerdo en
que la evaluación es parte central de nuestro oficio, lo sentimos como algo separado, siempre al
final, algo que parece que no podemos elegir, algo que padecemos”.

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Entonces: hemos comprendido que la evaluación es algo que no puede ser entendido, solamente,
como la instancia final de un proceso. Hemos comprendido que evaluar es mucho más que calificar,
que es una instancia que se planifica, como las clases, y que la mirada evaluativa puede ser
entendida como un ejercicio sostenido de registro de información permanente, que ni se agota ni
termina en el examen. Y sin embargo, el cuento se repite. A la hora de poner la nota seguimos
preguntándonos cómo o para qué; seguimos sin poder evitar la desazón y el desconcierto.

La escena en la que se ve una pila de exámenes (virtuales o físicos) acumulándose, esperando a ser
revisados es conocida por todos. Una carga que eludimos, que posponemos hasta que
sencillamente ya no nos queda otra.

Póngame un cero y sigamos siendo amigos


Traigamos nuevamente el planteo de Pennac (2014) sobre los absurdos de la evaluación con el que
nos presentamos. ¿Cuántas veces evaluamos como erróneas las respuestas absurdas de
nuestros/as estudiantes? ¿Cuántas veces renunciamos frente a esos/as alumnos/as que
comprendieron, muy rápidamente, que una nota era el mejor modo de que los dejemos en paz?
¿Cuántas veces habilitamos a un/a estudiante a que, frente a la incomprensión, se anime y se
decida por el silencio? ¿Cuántas veces desplazamos la cuestión al terreno de las relaciones
personales? ¿Estamos dispuestos a asumir que hemos cometido, nosotros mismos, actos
pedagógicamente absurdos? ¿Estamos dispuestos a asumir la responsabilidad de seguir
considerando, siempre y aun en el momento del examen, a nuestros/as alumnos/as precisamente
eso, alumnos/as?

La idea del absurdo resulta interesante para interrogar ese malestar que nos pasa por el cuerpo
cada vez que nos toca poner la nota. Hay allí, en el relato del autor, un reconocimiento implícito del
poder que se juega en el preciso instante en que decidimos cómo valoramos y cómo ponderamos el
proceso de trabajo de otro/a.

Y resulta que, muchas veces (¿cuántas veces?) los/as docentes damos vuelta la cara a esa
construcción de la nota que nos involucra, olvidando que en ese acto hay un ejercicio de poder que
nos dota de autoridad y de capacidad de inferencia en la vida de los sujetos que formamos.

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En su contexto original, el de la música, el término absurdo, era utilizado para aludir a aquellos
sonidos que resultan disonantes al oído. En el campo de las letras, algunos autores como Lewis
Carroll, Albert Camus o Franz Kafka han compuesto desde un estilo particular, conocido como
“literatura de lo absurdo”, obras en las que la realidad se invierte, apareciendo como parodia de sí
misma para, desde el humor, el disparate y la ironía, mostrar, denunciar algo de ella.

Según el diccionario, absurdo es lo “disonante, inútil, inadecuado”. Trasladado al juicio de un


concepto o idea, lo absurdo alude a algo desagradable al oído por desatinado, contrario a la lógica,
un disparate.

Volviendo al relato de Pennac, la respuesta absurda podría pensarse, entonces, como aquella que
desafía la lógica de la razón, un disparate que tensiona los límites impuestos entre lo que se
considera correcto y lo que no.

La nota es un bálsamo clasificador que mide, encasilla, estanca, posiciona. Es algo que provoca
angustia pero al mismo tiempo nos tranquiliza, nos da alivio, en la medida en que se constituye
como una valoración que reafirma lo que se considera bien o lo que se considera mal. Y es en esa
demarcación de un límite, de una frontera, donde la nota opera calmando: “Póngame un cero y
sigamos siendo amigos”. “Ya póngame una nota, y listo”.

Nos atrevemos a pensar que el malestar en torno a la calificación es algo difícil de remover
justamente por esto: porque en ella hay algo que, también, alivia. Desarmar esto implicaría,
entonces, asumir el desafío de habitar el vacío.

Por eso, ante la imposibilidad de abordar el disparate, es que damos como errónea una respuesta
absurda. Nuestros esquemas de clasificación (y calificación) vienen a darle vuelta la cara a esa
tensión que provoca en nuestro hacer como evaluadores, en la lógica de la razón, la disonancia.

Ningún profesor está exento de este tipo de fracaso


La evaluación deja marcas, nos embarramos en ella, decíamos en la clase anterior. Y el momento de
poner la nota es quizá el momento más difícil porque desnuda las relaciones de poder que
esconden los vínculos. Claro que se trata de un poder que nos excede en nuestra singularidad, pero
no podemos dejar de reconocerlo, en la medida en que el examen es una práctica política que tiene
consecuencias didácticas, pero, al mismo tiempo, es un dispositivo didáctico que se despliega, que

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tiene lugar, en un entorno sociotécnico particular, en unas relaciones particulares, generando por
tanto efectos reales en las singularidades.

Se trata entonces del poder para medir, clasificar y calificar, pero también del poder para producir
un encuentro libre –entre sujetos y entre estos y el conocimiento– de finalidades externas, un
encuentro a través del cual se entable una conversación profunda a propósito de unos asuntos
señalados como interesantes.

El relato de Pennac cría filo en nuestros haceres cotidianos: evaluar supone asumir con
responsabilidad la función pedagógica de nuestra tarea. Cada vez que eludimos esa responsabilidad
manifestamos el mismo deseo que nuestros “alumnos zoquetes”: la eliminación simbólica del otro
y, al hacerlo, al anular nuestra función pedagógica, nos anulamos a nosotros/as mismos/as en tanto
docentes, trasladando los elementos hacia el terreno de las relaciones personales. ¿Acaso no es esa
también una respuesta absurda?

Y aunque es cierto que responsabilizarnos no elimina la arbitrariedad de nuestros juicios (aquello


que se considera una respuesta correcta o no, aquello que se considera un 3, un 5 o un 7) ni el
poder que detentamos para desplegar esa arbitrariedad, es en su reconocimiento donde radica la
posibilidad de desprendernos de las múltiples responsabilidades y culpabilidades sociales
achacadas a nuestro rol para hacerle un lugar al otro en la experiencia compartida.

Evaluar: un hacer precario


En el capítulo 4 de Elogio de la escuela, Inés Dussel nos invita a formularnos preguntas desde la
“...dirección contraria a la crítica habitual a la escuela por su rigidez y conservadurismo” (Dussel,
2018, p.84), alentando a detenernos “en torno a su carácter precario, inestable, siempre por
hacerse y también siempre a punto de ser destruida” (Dussel, 2018, p.84).

Explorando diversos enunciados y recorridos, la autora propone no dar por sentadas la fijeza,
inmovilidad y rigidez de la escuela sino más bien considerarla como “el resultado precario y
provisorio del ensamblaje de dinámicas y relaciones heterogéneas” (Dussel, 2018, p.86). “La
dirección de la pregunta, entonces, se invierte: no es ya cómo desestabilizamos la escuela sino
cómo entendemos que ella no es nada estable” (Dussel, 2018, p.86).

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Acercarnos a esa estabilidad provisoria, esa precariedad que se va configurando a partir de haceres
cotidianos, que dan como resultado un ensamblaje vulnerable, es preguntarnos también acerca de
las condiciones para su perdurabilidad:

...propongo considerar a la escuela como una construcción material, como un


ensamblaje provisorio, inestable, de artefactos, personas, ideas, que capturó algunas de
estas tácticas y estrategias para educar al ciudadano. Sostener ese ensamblaje demandó
y demanda muchos esfuerzos: el esfuerzo de los profesores para circunscribir a los niños
y niñas a ciertas formas de trabajo, el balizamiento o vigilancia de una cierta frontera de
lo que se puede hacer o no hacer en la escuela, la organización de rutinas, rituales,
modos de hablar, de vestir, la disposición de los cuerpos en el espacio, la reforma de la
arquitectura escolar para hacer lugar a estas necesidades. Hay muchos “haceres
ordinarios”, cotidianos, de la escuela (Chartier, 2000), que hay que poner de relieve para
analizar cómo es que logra sostenerse como una institución relativamente estable
(Dussel, 2018, p.88).

La evaluación se nos revela, desde esta perspectiva, no ya desde su rigidez y fijeza, sino a partir de
su inestabilidad, como algo sobre lo que tenemos que interrogarnos para pensar “...cómo puede
hacerse para que eso que hace la escuela, o que hace que la escuela sea escuela, perdure” (Dussel,
2018, p.88).

Podríamos, entonces, considerar la evaluación desde tres dimensiones: la de su ritualidad, la de su


artesanalidad y la de su precariedad. Situada en estas coordenadas, estaría viéndose amenazada
desde algunos discursos, asociados a lo que Larrosa llama la “learnification de la educación”, y que
considera inseparables “...la educación escolar de su autocomprensión en términos de eficacia o, lo
que es lo mismo, en términos de relaciones directas y comprobables entre causas y efectos (o entre
objetivos, prácticas y resultados)” (Larrosa, 2019, p.3).

En la evaluación, esta idea cobra algunos ribetes particulares, pues es en ella, precisamente, donde
la ligazón entre trabajo y rentabilidad o utilidad tiene mayor tendencia a fijarse: se estudiaría para
aprobar el examen, se enseñaría para que los/as estudiantes aprueben los exámenes, encontrando
allí la constatación de la eficacia o la insignificancia del trabajo propuesto.

Un ejercicio interesante, puramente ficcional, podría consistir en pensar qué ocurriría si


invirtiéramos los términos de la evaluación e iniciáramos el año comunicando a nuestros

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estudiantes que están todos aprobados, que ya cuentan en nuestras planillas con la nota más alta,
que lo que tienen que hacer ahora es estudiar. Las evaluaciones dejarían de estar constreñidas a su
rentabilidad inmediata (la de la nota) y podrían pasar a ser instancias de conversación profunda
acerca de los asuntos de nuestra materia. Si la nota no puede definirse como el punto de llegada,
en la medida en que un proceso complejo no puede constreñirse a un número, podríamos pensarla
como el punto de partida, lo que nos habilitaría un tiempo para estudiar en tanto un “suspender el
hacer y demorarse en el contemplar” (Larrosa, 2019).

Claro que el ejercicio anterior comporta algunas dificultades cada vez que nos sabemos sujetos
inscriptos en una trama institucional que tiene sus propias reglas del juego, y esto es algo que
tampoco debemos desdeñar como posibilidad para pensar la evaluación desde su dimensión
pública. Pero hay, sin embargo, en ese hacer artesanal y precario, el de poner la nota, algunas
cuestiones para desarmar que nos permitirían pensar la tarea como la configuración de un tiempo
de estudio si prestamos atención a:

- el hacer públicos los criterios;

- la instauración de un diálogo evaluativo;

- el trabajo con retroalimentaciones.

El hacer públicos los criterios

El criterio de evaluación constituye de algún modo la puesta en escena de todo lo pensado


previamente para la enseñanza y la evaluación. Allí se traducen las intenciones pedagógicas de la
propuesta a través de las características que debe asumir la tarea para los/as alumnos. Por eso, un
buen ejercicio para construir criterios de evaluación es tratar de responder la siguiente premisa:
¿qué no puede faltar a esta tarea para estar bien realizada? Desde su respuesta el/la docente
podrá ir graduando y cualificando modos de comprensión de sus estudiantes.

El criterio debería ser además una buena pista para el/la alumno/a para saber qué tener en cuenta
al momento de resolver un ejercicio. Por lo tanto, cuanto más detallado sea el criterio más valor de
aprendizaje comportará. En nuestras prácticas evaluativas tenemos poca tradición en la
construcción de criterios y por lo tanto invertimos poco tiempo en enseñar a nuestros/as
estudiantes el valor del aprendizaje de los criterios. Solemos poner especial atención y cuidado en

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la redacción de las consignas de un instrumento de evaluación y relegamos cuestiones formales o
instrumentales a los criterios.

La explicitación de los criterios, presente en los tres exámenes de la clase 2, constituía un


verdadero mapa en el que podían leerse pistas para inferir qué peso relativo tenía cada consigna
dentro de la totalidad del instrumento y qué distintas formas o desenvolvimientos resultaban
esperables en la resolución de cada una de las actividades. Estas dos cuestiones transparentan, de
algún modo, cómo se construye finalmente la nota; es decir, ponen en evidencia qué se considera,
para cada instrumento particular, un trabajo muy logrado, un trabajo logrado o un trabajo que no
se logró.

De la lectura de las respuestas que obtuvimos en el tercer examen, observamos que para varios/as
colegas los criterios explícitos en las actividades evaluativas parecían aportar valor, pero más desde
un deber ser, desde la construcción de la respuesta esperada, que desde la recuperación concreta
de pistas reales sobre cómo resolver los ejercicios. De esto se desprende que, por el hecho de estar
ahí, disponibles –es decir, por sí solos–, los criterios no inciden de manera profunda en las prácticas
evaluativas como situaciones de estudio. Cabría la pregunta, entonces, acerca de qué otras
decisiones podríamos tomar, respecto a los criterios, además de explicitarlos.

Para los instrumentos que analizamos, los criterios fueron presentados con el formato de una
rúbrica o matriz de valoración que, según Anijovich y Cappelletti (2018), son construcciones “que
articulan las expectativas ante una tarea o un desempeño a través de una lista de criterios y la
descripción de sus niveles de calidad”.

Siguiendo el planteo de Anijovich (2010), una matriz está compuesta por tres elementos:

- Criterios que traducen las expectativas de aprendizaje. Estos criterios se desprenden


de los contenidos que define el docente en su planificación.

- Niveles de calidad de cada criterio.

- Indicadores que describen esos niveles.

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Los criterios e indicadores compartidos en cada instrumento evaluativo analizado son ejemplos de
rúbricas públicas diseñadas específicamente para esos materiales. Las rúbricas como instrumentos
no son, por sí mismas, innovaciones o soluciones a los problemas que tenemos frente a la
evaluación. Este tipo de construcciones pueden ser modos interesantes para registrar los procesos
de los estudiantes, pero también oportunidades para transparentar y hacer públicos los criterios de
evaluación.

Por otro lado, se convierten en una alternativa relevante para el docente, porque, mientras
construye una rúbrica, se ve obligado a desmenuzar su contenido de enseñanza en criterios,
indicadores y niveles. El ejercicio de creación de indicadores es una tarea anclada en los conceptos,
habilidades y saberes que estamos enseñando. Las rúbricas que acompañan los instrumentos de
evaluación que analizamos expresan indicadores que cubren un rango amplio de posibles modos en
que cada actividad podría resolverse, y la valoración de esos modos. Sin embargo, en las respuestas
de los cursantes aparecieron cosas, dimensiones de análisis o asociaciones que no estaban previstas
inicialmente en las rúbricas. ¿Qué hacemos con ese desecho, con eso que aparece como no
previsto? ¿Es posible mirar más allá de lo que el instrumento pretende en sí mismo?

Respecto del trabajo con rúbricas, vale una aclaración final: estas son documentos que tienen valor
solo si son creaciones singulares y artesanales de cada docente para cada instrumento en particular,
lo que nos aleja de aquellas perspectivas que plantean a las rúbricas como planillas adaptables a
cualquier circunstancia. Desde la perspectiva que aquí sostenemos nos alejamos deliberadamente
de aplicaciones digitales que diseñan rúbricas, porque no creemos en su valor universal.

El rasgo artesanal de la rúbrica plantea, entonces, que no podríamos implementar estos recursos en
todas nuestras prácticas evaluativas, sino que podrían ser interesantes para algunas ocasiones, que
deberían ser elegidas con detenimiento por parte de cada docente.

Diálogos evaluativos

Dice Perrenoud que “la evaluación formativa adquiere todo su sentido en el marco de una
estrategia pedagógica de lucha contra el fracaso y las desigualdades que está lejos de ser puesta en
práctica en todas partes con coherencia y continuidad” (2008, p. 16).

Es difícil escuchar a algún docente que manifieste explícitamente que la evaluación no debe

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convertirse en un momento del aprendizaje. Todos estamos de acuerdo en que puede ser una
instancia que ayude al alumno a continuar del modo en que lo viene haciendo o que le permita
rectificar ciertos aprendizajes para mejorar. Sin embargo, tal como lo planteamos en esta clase,
evaluar es una práctica llena de incoherencias e inconsistencias.

Si pensamos en la evaluación como un tiempo de estudio (algo que no la liberaría de esas


incoherencias, claro) cobra profundo sentido pedagógico la retroalimentación; es decir, la
devolución que realiza un otro (ya sea el/la docente u otros/as compañeros/as, en la medida que
estén preparados para hacerlo), sobre las propias producciones. La retroalimentación es
básicamente un proceso de regulación sobre los procesos de apropiación y estudio de los
conocimientos.

Una pregunta clave que se formula Anijovich (2010) es dónde centramos los/as docentes nuestra
mirada cuando formulamos una retroalimentación. Es decir, el foco de la devolución o de los
comentarios puede estar en la calidad de resolución de la tarea solicitada, en el tiempo y la forma
utilizados por los alumnos para realizar las actividades, en la intencionalidad o voluntad de trabajo
del/de la alumno/a.

Identificar los sentidos que les atribuimos a las devoluciones puede evidenciar el lugar asignado a la
evaluación.

La devolución, ¿promueve la toma de conciencia por parte de los/as estudiantes


respecto a su propio proceso de estudio, los involucra? ¿De qué manera contribuye a
la autonomía entendida como compromiso respecto a los propios aprendizajes? ¿Se
limita solamente a marcar, a identificar y señalar el error? ¿Otorga pistas para
detectar en qué consiste el error; es decir brinda ayuda para que los/as estudiantes
resuelvan del modo esperado? ¿Refiere a procesos grupales (aun en devoluciones
individuales) señalando fortalezas y errores comunes y compartidos? ¿Formula
preguntas, invitando a establecer un diálogo que continúe en el tiempo? ¿Habilita
nuevos espacios para continuar el diálogo, para revisar las producciones? ¿Articula en
sus enunciados la revisión de los criterios de evaluación? ¿Utiliza variedad de
evidencias para articular comentarios sobre los aprendizajes? ¿Aporta ideas que los/as
estudiantes puedan poner en juego en procesos de estudio futuros? ¿Identifica

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dificultades y sugiere caminos posibles para abordarlos? ¿Se presenta en un lenguaje
familiar, comprensible para los/as estudiantes? ¿Sobre qué estrategia se centra
(narraciones, demostraciones, comentarios, calificación, pistas, preguntas)? ¿Se centra
en la tarea o en el proceso de trabajo? ¿Incluye aspectos relacionados al plano de lo
afectivo?

Para que se puedan revisar los resultados es necesario dar continuidad al proceso de
retroalimentación; esto es posible, por ejemplo, si se solicita al/a la alumno/a entregar la tarea con
las modificaciones indicadas o se diseña un plan de mejora para los próximos trabajos. Lo cual
significa que, para valorar la retroalimentación como herramienta que potencie el aprendizaje, esta
debe ser aprendida por parte de los/as alumnos/as y, por lo tanto, requiere ser enseñada por los/as
docentes.

Podríamos pensar la evaluación como una instancia, una experiencia, una relación, en la que les
podemos decir a nuestros/as alumnos/as más cosas que las que dice una nota; es decir, como un
escenario a partir del cual se entabla un verdadero diálogo, la habilitación de un tiempo de trabajo,
más próximo a una conversación sobre la cultura común que al afán clasificatorio.

Las retroalimentaciones pueden ser individuales, instancias de conversación profunda, íntima,


entre un docente y un estudiante, y también pueden ser colectivas, instancias en las que cobra
fuerza la grupalidad. El desafío de estas devoluciones tiene que ver con cómo construir una mirada
sobre lo grupal (los distintos, variados modos de resolver una consigna, por ejemplo) que condense
la suma de las singularidades; es decir, cómo construir un diálogo en el que sea posible que cada
quien pueda apreciar cómo su singularidad (su propio proceso de trabajo) contribuye a la
conformación de un colectivo (de estudio).

Este tipo de devoluciones ponen a rodar con mucha fuerza la función democratizadora de la
escuela y de la evaluación. Los/as docentes siempre operamos sobre lo común de las experiencias
sociales, en la conformación de un grupo que implica un conjunto de singularidades dispuestas al
estudio de un asunto relevante, un tema que ponemos sobre la mesa y al que le asignamos un
interés. Desde este lugar, y con mucha fuerza en las retroalimentaciones colectivas, nuestra
ponderación no es un diagnóstico personal sino una mirada en torno al trabajo y a los modos en
que cada sujeto pudo inscribir su singularidad en ese proceso de estudio compartido.

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Las devoluciones colectivas constituyen también instancias de resistencia frente a los discursos
meritocráticos que insisten en situar al estudiante en la posición de cliente, en la medida en que
proponen la asunción de una responsabilidad por algo que se configura como distinto a la
sumatoria de las individualidades. Desafían así a las posiciones que insisten en decirle a los/as
alumnos/as que ellos/as son los únicos protagonistas: lo más importante aquí es ese asunto acerca
del cual conversamos.

Algunas claves para pensar la retroalimentación como ejercicio de


estudio
- Como dijimos, que sea parte de una actividad continua y recurrente, no que se realice una
sola vez o de manera esporádica.

- Que se compartan con los/as alumnos/as, de manera abierta y transparente, los criterios y
tiempos dedicados a la retroalimentación y los niveles de responsabilidad de docentes y
alumnos/as.

- Que se provoquen acciones para que la retroalimentación pueda ser complementada con
acciones de coevaluación de pares y autoevaluación de las propias producciones. En ambos
casos, estas propuestas deben ser preparadas con tiempo y compartidas con los/as
estudiantes.

- Que se realicen acciones previas que permitan ejercitar acciones de retroalimentación, por
ejemplo, corrigiendo de manera colectiva trabajos realizados por alumnos de años
anteriores, debatiendo luego los criterios utilizados y comparándolos con la
retroalimentación realizada por el/la docente en su oportunidad.

- A pesar del valor que le reconocemos a las retroalimentaciones, su diseño y construcción


por parte del/de la docente insumen mucho tiempo. Por esto será interesante elegir un
instrumento, de todos los que ustedes administran en sus clases, para ser aquel en el que
se detendrán más tiempo en la retroalimentación. Los criterios para elegir este
instrumento pueden ser la complejidad del contenido, la centralidad en la propuesta, su
capacidad para integrar otros temas, etcétera.

- Las retroalimentaciones no siempre deben ser textos explicativos o argumentativos. Si se

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explicita el sentido que tendrá la retroalimentación, el/la docente podrá usar ese momento
de diálogo no solo para decir lo que pudo o no pudo lograr un/a estudiante, sino que
puede atreverse a abrir un nuevo campo de aprendizajes. En este sentido, pueden asumir
la forma de preguntas y nuevos interrogantes; pueden ser reflexiones literarias o poéticas
que contribuyan al estudiante a seguir pensando en su propia producción, pueden ser la
referencia a algunas imágenes, pinturas, fotografías que ayuden a pensar la tarea del/de la
alumno/a desde un lenguaje más metafórico, etcétera.

Anijovich (2017) en su último libro avanza con los inconvenientes que suelen enfrentarse con este
tipo de diálogos evaluativos:

- Un lenguaje poco familiar, un vocabulario que los/as estudiantes no comprenden en el


momento de efectuar devoluciones sobre las producciones y desempeños. Por ejemplo,
para un/a estudiante de los primeros años de nivel secundario: “La justificación que
presentás no sigue una lógica consistente”.

- Las devoluciones que se ofrecen a los/as estudiantes están más orientadas a lo que ocurrió
en el pasado que a cómo mejorar en el futuro; esto redunda en reclamos de los profesores
que plantean que los/as estudiantes no utilizan nada de lo que reciben para sus
producciones futuras. Por ejemplo: “Tu trabajo es flojo, no lograste identificar las ideas
relevantes”.

- En muchas ocasiones las interacciones dialogadas formativas se llevan a cabo demasiado


tarde, lejos del momento de la producción y requieren del/de la estudiante un esfuerzo de
conexión y reconstrucción de lo sucedido que difícilmente ocurre. Es común devolver
trabajos con comentarios varias semanas después de la producción.

- Las interacciones dialogadas no siempre parecen satisfacer a los/as estudiantes porque si


bien pueden contribuir a que mejoren sus producciones, ellos/as plantean que no los/as
ayudan a saber si están bien encaminados/as hacia la aprobación de la materia. Por
ejemplo: “Entiendo la sugerencia que me propone, ¿pero estoy desaprobado?”. Esto
demuestra que la devolución no alcanza a ser relevante para los/as estudiantes (Anijovich,
2017, p. 91).

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Juicios compartidos
La evaluación, dijimos, comporta inconsistencias e incoherencias y, además, está atravesada por
una arbitrariedad intrínseca (que se visualiza con mayor nitidez en el momento de poner la nota), lo
que la vuelve un terreno pantanoso muy alejado del idilio de pulcritud y transparencia que algunos
enfoques proponen.

Pensarla como un ejercicio de estudio parte de este reconocimiento, no para anularlo, sino para
asumir el desafío de habitar cierta extrañeza, cierta inquietud que la evaluación provoca
procurando que el otro tenga lugar allí, procurando hacerle un lugar al otro. Cuanto más
transparentes, negociadas y compartidas sean nuestras decisiones respecto a la evaluación, más
posibilidades tendremos de que lo anterior suceda.

Anijovich plantea:

Para llevar adelante un proceso de evaluación entre pares y que este efectivamente
cumpla con su función de retroalimentación es necesario destinar un tiempo para que
los estudiantes comprendan el para qué, el sentido, conozcan las diferentes estrategias
que se pueden utilizar, así como los obstáculos posibles que inevitablemente
encontrarán en el camino. Los estudiantes tienen que conocer los objetivos de la tarea,
el tipo de demanda cognitiva que esta implica y los criterios de valoración para ofrecer
una retroalimentación que contribuya al aprendizaje de su par (2010, p. 142).

Se entiende por autoevaluación la implementación sistemática de instancias que


permitan a los alumnos evaluar sus producciones y el modo en que las han encarado y
resuelto (o no). La autoevaluación se transforma, así, en una estrategia para
convertirlos en mejores estudiantes, los ubica en el rol protagónico, favorece una
actitud positiva hacia el aprendizaje y promueve el desarrollo de una comprensión más
profunda de los procesos de evaluación (Anijovich, 2012, p. 55).

Para que un/a estudiante pueda autoevaluarse, necesita una retroalimentación que lo ayude a
clarificar los objetivos que debe alcanzar, los criterios y propósitos en su formación. Por lo tanto, la
autoevaluación se enseña de modo continuado y progresivo. Requiere acompañar al/a la estudiante

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en la construcción de juicios que permitan autorregular el aprendizaje, identificar las evidencias de
su propio proceso, advertir sus propias fortalezas y debilidades y potenciar el pensamiento
metacognitivo. En parte, esta tarea de autorregulación puede verse fortalecida con acciones de
coevaluación o evaluación entre pares. En este sentido, el trabajo en grupo ofrece oportunidades
evaluativas interesantes.

Los trabajos en grupo permiten que los/as alumnos/as hagan tareas que no podrían encarar o
completar solos/as por razones de tiempo, posibilitan que todos/as los/as estudiantes intervengan,
dado que el tiempo total que se hubiere asignado a la participación de los/as alumnos/as se
distribuye entre los miembros de cada grupo. Si el clima es de confianza, se facilita la participación
de todos/as y disminuye la ansiedad excesiva, que constituye un obstáculo para el aprendizaje.

La evaluación se centra en aspectos esenciales del trabajo del grupo, esto es en el producto o en
ambos. Es una condición de la buena evaluación informar a los/as alumnos/as qué campos del
trabajo se van a evaluar y calificar, así como deben serles comunicados y eventualmente discutidos,
los criterios que se aplicarán en la evaluación y calificación (Camilloni, 2010, p. 162).

Cuando se organiza la clase para hacer trabajos grupales, es preciso instalar instancias de
autoevaluación y de coevaluación por pares como componentes fundamentales del programa que
se diseña para evaluar esos trabajos. Es necesario aprender a autoevaluarse y a evaluar a otros y,
para ello, se podrían implementar las siguientes acciones preparatorias:

● calificar trabajos de alumnos/as de años anteriores explicando los criterios empleados;

● entregar trabajos de alumnos/as de años anteriores, sin marcas o correcciones a la vista,


para que los/as alumnos/as los evalúen, primero en grupos y luego en parejas;

● proporcionar retroalimentaciones grupales y pasar a evaluación por pares de trabajos


elaborados en grupo, sin calificación;

● asignar trabajos breves primero en grupos, luego en parejas y finalmente individuales, que
pueden ser calificados en la misma clase (Camilloni, 2010, p. 165).

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Cierre
En esta clase hemos recapitulado las ideas centrales trabajadas a lo largo de las clases anteriores al
poner de relieve la precariedad de la tarea de la evaluación, abriendo la discusión sobre una de las
tareas más incómodas a las que nos enfrentamos los/as docentes, la de poner la nota. Lo hicimos
ubicando a la evaluación en el enclave de demandas sociales y configuraciones históricas, pero
también en el despliegue de un oficio, el nuestro, abriendo un hueco para dar ocasión a cierta
extrañeza, cierta inquietud.

Intentamos proponer que esta delicada, polisémica tarea adquiere mayor grado de fortaleza en la
medida que se haga pública (compartiendo los criterios) y en que se distribuya colectivamente la
formulación de juicios (autoevaluación, coevaluación, evaluación entre pares).

El desafío que se nos abre tiene que ver menos con diseñar instrumentos o instancias de evaluación
innovadoras, atrayentes, que con pensar la evaluación como una disponibilidad, una acogida, como
la apertura hacia un escenario en el que los pequeños gestos, la atención a los matices, a los sutiles
desplazamientos, puedan configurarse como un lugar en el que entren todos.

Actividades

Poner la nota
Como actividad de cierre de la clase le proponemos, al igual que las clases anteriores,
completar un formulario (que no tiene respuestas correctas o incorrectas) sobre sus
modos de construir la nota en el instrumento que estamos analizando. Luego de
completar el formulario tendrán que realizar la actividad de integración final para la
aprobación del curso.

Bibliografía de referencia
Anijovich, R. (comp.) (2010). La evaluación significativa. Buenos Aires: Paidós.

Anijovich, R. (2017). La evaluación como oportunidad. Buenos Aires: Paidós.

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Camilloni, A. (2010). La validez de la enseñanza y la evaluación: ¿Todo a todos? En Anijovich, R.
(comp.). La evaluación significativa. Buenos Aires: Paidós.

Roldán, P. (2017). Evaluación y tecnologías digitales. Seminario 1: Evaluación. Especialización


docente de nivel superior en educación y TIC. Buenos Aires: Ministerio de Educación de la
Nación.

Roldan, P. (2019). Evaluación de los aprendizajes. Trayectos de formación de formadores. INFoD.


Buenos Aires: Ministerio de Educación de la Nación.

Roldán, P. y Equipo de producción de materiales educativos en línea (2020). Haciendo pública la


evaluación. Taller Dar clases con herramientas digitales. Córdoba: Instituto Superior de Estudios
Pedagógicos - Ministerio de Educación de la Provincia de Córdoba.

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Créditos

Autor/es: Roldan, Paola; Cugini, Lucia y Cassataro, Romina

Cómo citar este texto:

Roldan, P. , Cugini, L. y Cassataro, R. (2023). Clase Nro. 4: Poner la nota. Evaluar en la nueva presencialidad.
Buenos Aires: Ministerio de Educación.

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