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GREG PENCE
LA TEORÍA DE LA VIRTUD
Peter Singer (ed.), Compendio de Ética,
Alianza Editorial, Madrid, 1995 (cap. 21, págs. 347-360)

1. Introducción
En su novela Middlemarch, George Eliot escribe de su heroína Dorotea Brooke
que «su mente era teórica, y por naturaleza anhelaba una concepción elevada del mundo
que pudiera dar cabida a la parroquia de Tipton y a su propia norma de conducta; estaba
embargada de sentimientos intensos y sublimes, y dispuesta a abrazar todo lo que le
pareciera tener ese aspecto». Dorotea se casa con el Reverendo Casaubon, para
descubrir pronto que es una persona sosa e insegura. Casaubon llega a depender tanto de
Dorotea que si ella le revelase su verdadera opinión, éste se suicidaría. Presa de un mal
matrimonio por elección propia, Dorotea se resigna a pequeños momentos privados de
felicidad. Cuando conoce a Will Ladislav y encuentra el amor, piensa en abandonar a su
marido. Durante la mayor parte de la novela, Dorotea se debate interiormente y agoniza
con interrogantes como «¿qué tipo de persona seria si le abandono?; ¿y si sigo con él?».
Son precisamente cuestiones relativas a cómo debe vivir cada cual para
configurar su propio carácter las que ha abordado recientemente la filosofía moral.
Algunos filósofos morales han empezado a sentirse frustrados por la forma estrecha e
impersonal de las teorías morales hasta ahora dominantes del utilitarismo y el kantismo
y han recuperado la olvidada tradición de la «teoría de la virtud». Anteriormente, la
teoría ética tenía dos núcleos de interés. En primer lugar tendió a centrarse en la guerra
de exterminio entre el utilitarismo y la deontología. En segundo lugar, a menudo
abandonó sin más la teoría ética, bien por «descender» a las cuestiones éticas sin
referencia a base teórica alguna o bien por «ascender» a las descripciones de términos y
conceptos sin atender a las implicaciones para la acción. En semejantes teorías estaban
virtualmente ausentes las consideraciones relativas al carácter. Como dice Lawrence
Blum, «es especialmente chocante que el utilitarismo, que parece defender que cada
persona dedique toda su vida a conseguir el mayor bien o felicidad posible para todas
las personas apenas haya intentado ofrecer una descripción convincente de cómo seria
vivir semejante tipo de vida» (Blum, 1988). Lo que pretende la teoría de la virtud es
precisamente esto, describir tipos de carácter que podemos admirar.
Aunque el término «virtud» suena anticuado (los no filósofos utilizarían
términos como «integridad» o «carácter»), sin duda las cuestiones relativas al carácter
personal ocupan un lugar central en la ética. Estas cuestiones atañen a lo que haría una
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«buena persona» en situaciones de la vida real. Los campeones de la virtud, sin


necesariamente rechazar el utilitarismo o las teorías basadas en los derechos, creen que
esas tradiciones ignoran los rasgos centrales de la vida moral común relativos al
carácter. La respuesta de Dorotea a la pregunta de qué debe hacer -afirman- no tiene
nada que ver con los cálculos de utilidad, el equilibrio de intereses o la resolución de los
conflictos de derechos. Su problema se refiere al tipo de persona que es.
Los utilitaristas responden a menudo a la defensiva que su teoría implica que
uno debe esforzarse por desarrollar un buen carácter porque la posesión de buenos
rasgos morales por la mayoría de las personas maximiza la utilidad general. Pero
semejante respuesta pasa por alto la cuestión. Pensemos en alguien a quien casi todo el
mundo considera que tiene un carácter moral admirable. A continuación busquemos una
explicación de por qué el tipo de vida de esa persona debe considerarse un modelo para
los demás. La respuesta no es nunca que la persona tiene una meta personal de
maximizar la utilidad. Si el utilitarista conviene en ello, se plantea entonces esta
cuestión: ¿de qué manera la utilidad es relevante para la formación del carácter? Las
consideraciones de la utilidad rara vez entran en el pensamiento de los «santos» o los
«héroes». Aunque el utilitarismo tiene importantes respuestas a cuestiones, por ejemplo,
como la salud pública o la elección de médico, no explica los «datos» de la vida del
carácter y las cuestiones relativas al valor, la compasión, la lealtad personal y el vicio.
La situación de Dorotea ilustra otros dos aspectos de la teoría de la virtud. En
primer lugar, podemos centrarnos en la cuestión general de la naturaleza de la virtud.
¿Existe alguna cualidad nuclear que Dorotea comparta con otras personas buenas?,
¿alguna virtud maestra? A menudo el cristianismo sostuvo que semejante virtud maestra
era la humildad (y el orgullo el mayor de los vicios).
En segundo lugar, podemos considerar virtudes o rasgos específicos, en especial
cuando entran en conflicto. Dorotea se ve atraída en una dirección por lo que en la Edad
Media se denominaba «fidelidad», «constancia» en la época victoriana y hoy podría
denominarse «lealtad». Esta virtud choca con algo que tira de Dorotea en sentido
opuesto, su deseo de autonomía. Considerados aisladamente, ambos rasgos son buenos:
la lealtad puede mitigar a Dorotea los inevitables aspectos difíciles de su matrimonio, y
la autonomía puede evitar que llegue a ser un felpudo.
Cuestiones de este tipo preguntarían si una persona puede divorciarse
simplemente por incompatibilidad, especialmente en un matrimonio sin malos tratos o
abusos. Además, la situación de Dorotea se complica (como es habitual en los dilemas
de la vida moral) porque si Dorotea se va, su marido sufrirá un daño irremediable
-quizás fatal. Normalmente, también los hijos saldrán perjudicados. La resolución de su
dilema depende en parte de la forma en que responde a la cuestión de cómo debe
ordenar una persona buena en su situación las virtudes de lealtad y autonomía.
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2. Anscombe y MacIntyre
El resurgir del interés por la virtud en los años ochenta fue estimulado por la
obra anterior de dos filósofos, Elizabeth Anscombe y Alasdair MacIntyre. En 1958,
Anscombe afirmó que las nociones históricas de la moralidad -del deber y la obligación
moral, del «debe» en general- eran hoy día ininteligibles. Las cosmovisiones en que
anteriormente tenían sentido estas nociones habían ya caducado, y sin embargo su
descendencia ética persistía. Estos «hijos» desvinculados se han incorporado a doctrinas
como la de «obra no para satisfacer un deseo propio sino simplemente porque es
moralmente correcto hacerlo». Para Anscombe, semejantes doctrinas no sólo no son
buenas, sino que en realidad son nocivas. La virtud se convierte perniciosamente en un
fin en sí mismo, desvinculada de las necesidades o deseos humanos.
Alasdair MacIntyre coincidió con Anscombe y llevó más lejos su análisis. En su
opinión, las sociedades modernas no han heredado del pasado una única tradición ética,
sino fragmentos de tradiciones en conflicto: somos perfeccionistas platónicos al elogiar
a los atletas con medalla de oro en las Olimpiadas; utilitaristas al aplicar el principio de
clasificación a los heridos en la guerra; lockeanos al afirmar los derechos de propiedad;
cristianos al idealizar la caridad, la compasión y el valor moral igual, y seguidores de
Kant v de Mill al afirmar la autonomía personal. No es de extrañar que en la filosofía
moral las intuiciones entren en conflicto. No es de extrañar que las personas se sientan
confusas.
En vez de este revoltijo, MacIntyre resucitaría una versión neoaristotélica del
bien humano como fundamento y sostén de un conjunto de virtudes. Semejante versión
también proporcionaría una concepción de una vida con sentido. La interrogación
común «¿cuál es el sentido de la vida?» es casi siempre una pregunta sobre la forma en
que quienes la plantean pueden sentir que tienen un lugar en la vida en el que se
encuentran comprometidos emocionalmente con quienes les rodean, en que su trabajo
expresa su naturaleza y en el que el bien individual se vincula a un proyecto más amplio
que comenzó antes de nuestra vida y seguirá después de ella. La respuesta de MacIntyre
es que semejante sentido surge -como las excelencias que son las virtudes, que
sustentan el fomento de sociedades racionales- cuando una persona pertenece a una
tradición moral que permite un orden narrativo de una vida individual, y cuya
existencia depende de normas de excelencia en determinadas prácticas.
Por ejemplo, la medicina tiene una tradición moral que se remonta al menos a
Hipócrates y Galeno. Esta tradición establece lo que se supone tiene que hacer un
médico cuando llega un paciente sangrando a la sala de urgencias o cuando se desata
una epidemia. En esta tradición, la vida del médico puede alcanzar una determinada
unidad o «narrativa». Este puede mirar hacia atrás (y hacia delante) y ver cómo su vida
ha sido (o es) relevante. Además, la medicina tiene sus «prácticas» internas que
producen un placer intrínseco más allá de sus recompensas extrínsecas: la hábil mano
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quirúrgica, el diagnóstico sagaz de la enfermedad esotérica, la estima de un gran


maestro por los estudiantes. Compárese esta vida con la de un trabajador de una cadena
de montaje que fabrica tuercas de plástico, y que de repente ve cerrar su fábrica.
MacIntyre afirma que las virtudes sólo pueden prosperar en determinados tipos de
sociedades, igual que en determinados tipos de ocupaciones.

3. El fundamento histórico de la teoría de la virtud


Es imposible comprender la teoría moderna de la virtud sin comprender algo de
la historia de la ética. Los griegos de la antigüedad (principalmente Sócrates, Platón y
Aristóteles) realizaron tres tipos de aportaciones. En primer lugar se centraron en las
virtudes (rasgos de carácter) como materia de la ética. Por ejemplo, la República de
Platón describe las virtudes que fomenta la democracia, la oligarquía, la tiranía y la
meritocracia. En segundo lugar, analizaron virtudes específicas como las virtudes
«cardinales» (mayores) del valor, la templanza, la sabiduría y la justicia (más tarde
examinaremos las nociones antiguas del coraje). En tercer lugar, clasificaron los tipos
de carácter: por ejemplo, Aristóteles clasificó el carácter humano en cinco tipos, que
iban desde el hombre magnánimo al monstruo moral.
En el siglo XIII, Tomás de Aquino sintetizó el aristotelismo y la teología
cristiana. Santo Tomás añadió a las virtudes cardinales las «virtudes teológicas» de la
fe, esperanza y caridad. Sin embargo, la ética griega antigua era laica, mientras que en
última instancia Santo Tomás ofreció una justificación teológica de las virtudes. Santo
Tomás se encuentra en un punto intermedio entre la concepción naturalista del carácter
de los griegos de la antigüedad y la hostilidad de Kant al naturalismo.
Durante la Ilustración, Kant intentó deducir la moralidad de la propia razón pura.
Aunque Santo Tomás afirmaba que las verdades de la moralidad podían ser conocidas
por la sola razón, en ocasiones se vio obligado a apelar a la existencia y naturaleza de
Dios. Posteriormente Kant intentó evitar esta apelación y descubrir una esencia del
carácter moral -de la virtud o del buen carácter- que iba más allá de cualquier conjunto
particular de virtudes o de cualquier sociedad histórica concreta.
Kant decidió que las personas virtuosas actúan precisamente por -y en razón del-
respeto a la ley moral que es «universalizable» (véase el articulo 14, «La ética
kantiana»). Según Kant -al menos de acuerdo con una interpretación- la persona obra en
su máxima capacidad como agente racional puro cuando no actúa por deseos comunes,
ni siquiera por los deseos propios de una persona buena, o porque le hace sentir bien
aplacar el sufrimiento. Según esta concepción, Kant deseaba una noción del carácter
moral más allá de los deseos contingentes de las sociedades particulares de épocas
concretas de la historia. Con ello se quedó con una posición muy abstracta pero también
muy vacía.
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Los teóricos modernos de la virtud piensan que Kant se equivocó aquí y que la
filosofía moral moderna ha seguido inadvertidamente su senda. En vez de ver a Kant
como el inicio de una tradición ética, le consideran su reductio ad absurdum. El
utilitarismo comete un error por exceso, identificando el deber abstracto de Kant con el
mayor bien para el mayor número, e ignoró el problema de cómo se relaciona el
ejercicio de este deber con los problemas del carácter, como por ejemplo una deficiencia
de los sentimientos de compasión. Como dice Joel Kupperman «a pesar de la oposición
entre kantianos y consecuencialistas, alguien que lea algunas de las obras de cualquiera
de estas escuelas puede obtener fácilmente la imagen de un agente ético esencialmente
sin rostro, al que la teoría le dota de recursos para realizar elecciones morales que
carecen de vinculación psicológica con el pasado o futuro del agente» (Kupperman,
1988).
En un artículo influyente Susan Wolf fue más allá aún, diciendo que el
utilitarismo meramente omite la referencia al carácter. Wolf afirmaba que en realidad
supone un carácter ideal al que no sería bueno ni racional aspirar. Un santo utilitarista
que dedicase el máximo tiempo y dinero a salvar a quienes pasan hambre sería una
persona aburrida y unidimensional que se perdería los bienes no morales de la vida
como el participar en deportes o leer historia. Estos santos, en su esfuerzo por
maximizar la ayuda a la humanidad, dedicarían todo su tiempo libre a actos altruistas,
sin dejar tiempo para los muchos actos de provecho personal que normalmente hacen la
vida plena y satisfactoria.

4. El eliminacionismo
Anscombe y MacIntyre hablaban en ocasiones como si tuviese que abandonarse
sin más la ética basada en principios y como si esto pudiera conseguirlo una teoría
correcta de la virtud. Semejante «eliminacionismo» sigue teniendo el apoyo de quienes
creen que pueden resucitar en la vida moderna las virtudes de la polis aristotélica o el
código del aristócrata del siglo XVIII.
Esta forma de pensar ignora a menudo, entre muchos otros problemas, el hecho
de que las sociedades aristotélica y aristocrática no eran democracias. En realidad, la
concepción de las virtudes ofrecida por aristócratas como Aristóteles y Hume eran
idealizaciones de la conducta de su época, y no descripciones. Quienes deseen «volver»
a la polis o a la Ilustración escocesa no están volviendo a sociedades reales, sino a libros
antiguos.
Con todo, algunos afirman que es posible una teoría de las virtudes compatible
con la democracia y que pueda prescindir de toda referencia a derechos y principios en
ética. En su lugar hablaríamos sólo acerca de lo que es noble, bueno, honorable,
«apropiado» y de gusto. ¿No es esto posible? Para mostrar que no es posible,
examinaremos el ejemplo del coraje o valor.
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5. El coraje
Cualquier concepción de cómo se debe vivir tiene que considerar en algún punto
la importancia del coraje en la vida. Aquí se plantean dos cuestiones interesantes. En
primer lugar, ¿puede uno intentar ser valeroso sin conocer lo que es el coraje? En
segundo lugar, ¿cómo se vincula el coraje a otras cosas, como otras virtudes y
conocimientos?
La exposición filosófica del coraje puede rastrearse hasta el diálogo Laques de
Platón, en el cual Sócrates discute con los generales atenienses Laques y Nicias acerca
de la definición correcta de coraje. Sin duda la virtud del coraje era estimada antes de
Sócrates, por ejemplo entre los guerreros de Homero, pero en el siglo v BCE su
naturaleza se había tornado problemática. Cuando la armada ateniense introdujo en el
país ideas y usos extraños del resto del mundo, los sofistas empezaron a enseñar que los
estándares del valor variaban de una sociedad a otra y de un siglo a otro.
Contra ellos, Sócrates, Platón y Aristóteles afirman que el coraje es un rasgo de
valor intemporal. En el Laques, Sócrates puso en apuros a los generales atenienses, que
al principio lo identifican incorrectamente con la conducta estereotipada asociada al
valor (salvar a niños de casas que se queman) y luego no pueden apreciar la diferencia
entre enfrentarse a cualquier temor y enfrentarse a temores valiosos. Para Sócrates, el
coraje exige sabiduría y por lo tanto no puede estar ordenado a metas malas.
Sócrates también defiende la controvertida tesis de que el coraje sirve al
autointerés de un individuo. Como ha indicado John Mackie en su libro Ethics:
inventing right and wrong, si uno desarrollase la disposición a calcular cuándo el coraje
sirve su propio interés y cuándo no, esta disposición no sería un verdadero coraje ni
serviría los verdaderos intereses de uno (Philip Pettit también examina este problema de
cálculo en el articulo 19, «EI consecuencialismo»).
Repárese que de lo que aquí se trata no es de la diferencia entre el coraje v la
osadía. La diferencia entre ambos es precisamente que el coraje supone actuar en aras
de un ideal ético, mientras que la osadía del astuto ladrón de joyas no. La controvertida
cuestión sobre el coraje y los ideales valiosos es en realidad la cuestión de si el coraje es
coraje cuando sirve a ideales «malos».

6. El eliminacionismo, de nuevo
Volvemos así a la cuestión del eliminacionismo, es decir la cuestión de si una
teoría ética totalmente basada en el carácter puede ser el centro de toda la ética.
Enfoquemos esta cuestión preguntándonos si un oficial de la Confederación pudo ser
valeroso durante la guerra civil americana. Según este análisis del coraje neutro respecto
a los ideales, pudo serlo. Aquí el coraje no es más que enfrentarse a los riesgos por
algún ideal, no necesariamente el correcto.
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La mayoría de las personas considerarían que el oficial lucha por un ideal malo
porque la Confederación defendía la esclavitud. Así pues, presumiblemente, Sócrates
diría que el oficial confederado no era verdaderamente valeroso. Pero -¡ay!- esto es
precisamente lo que no diría Sócrates. Pues todos los grandes filósofos de la antigüedad
pensaban que la esclavitud era natural y correcta. En realidad, el estilo de vida de las
virtudes de los aristócratas de la polis dependía en parte de su existencia. Los griegos de
la antigüedad tenían un principio moral incorrecto sobre las relaciones entre los
humanos, y no parece haber un camino fácil de desarrollar su teoría del carácter hasta
sustituir este principio.
Cuando leemos a los griegos de la antigüedad nos impresiona su sensación de
desarrollarse según los ideales de belleza, coraje y nobleza. La ética griega antigua era
perfeccionista al subrayar la perfección de la polis, del individuo y del futuro del
hombre. Este perfeccionismo desdeña la igualdad de las democracias. Sencillamente no
hay forma de emular los ideales de carácter de la Grecia antigua y además seguir los
principios de igualdad moral entre los humanos (y menos aún entre los humanos y los
animales). El filósofo alemán Friedrich Nietzsche también escribió sobre el intento de
formar nuestro carácter con el orgullo y el estilo. Una vez más encontramos aquí un
ideal perfeccionista de carácter incompatible con la igualdad moral. En realidad, el ideal
de Nietzsche es más notable por lo que rechazaba (la ética judeocristiana) que por lo
que postulaba. Pero incluso Nietzsche no parecía consciente del aspecto que había de
tener un ideal de carácter cabalmente anticristiano. Nietzsche es consciente de que su
Übermensch («Superhombre») carecería de lo que Hume denominaba las «virtudes
monacales» como la humildad y la castidad, pero no parece apreciar que la compasión
es una virtud históricamente originada en las tradiciones «monacales» como el
judaísmo, el cristianismo y el budismo. Desde su altura zoroastrina, en ocasiones el
hombre magnánimo puede ayudar al insignificante pobre por su poder y magnanimidad,
simplemente porque le gusta hacerlo. Pero lo más probable es que piense que su forma
de sentir y pensar no son moralmente relevantes y las considerará prescindibles. Así
pues, los ideales del carácter exclusivamente no pueden realizar toda la labor de la ética.
Por otra parte, si estuviésemos dispuestos a definir el coraje de forma no-
socrática, como susceptible de servir a cualquier ideal o meta, entonces el problema
desaparece. Este problema sólo se plantea si virtudes como el coraje y la sabiduría
deben hacer toda la labor de la ética.
Esto también podría comprobarse pensando en el papel de los derechos de
privacidad y libertad en las sociedades modernas. Son necesarios algunos derechos de
no-interferencia y algunas libertades para un funcionamiento mínimamente normal de la
sociedad moderna que conocemos. La razón de que es malo robar la propiedad o
imponer la histerectomía a las mujeres sin su conocimiento no puede explicarse
totalmente examinando los vicios de los delincuentes. Hay que decir algo sobre por qué
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estas acciones violan los derechos de las víctimas. Así, el eliminacionismo fracasa en la
teoría de la virtud, aunque esto deja bastante margen de actuación para esta última.

7. El esencialismo
Una cuestión relacionada es la de si todas las virtudes son excelencias en razón
de su vinculación con un único telos (meta) dominante de la humanidad. Esta cuestión
surge de los intentos por resucitar teorías neoaristotélicas de las virtudes que postulan
una meta verdadera de una vida perfectamente buena. Una forma de abordar esta
cuestión es preguntar, como hicieron Sócrates y Aristóteles, si todas las virtudes
comparten una «virtud maestra». Alternativamente, todas las virtudes podrían compartir
no necesariamente una virtud, sino una esencia común, como el sentido común.
Aristóteles pensó que un necio no podía en realidad tener virtud, y esto lo diferencia de
la concepción cristiana.
En la época reciente, Edmund Pincoffs ha defendido una concepción
«funcionalista» de las virtudes. Según ésta, las virtudes verdaderas son aquellas
necesarias para vivir bien en cualquiera de varias formas de «vida común». De acuerdo
con su concepción, existe un núcleo de virtudes necesarias para el progreso de cualquier
forma de sociedad en cualquier época de la historia.
No obstante, no parece más plausible defender que todas las virtudes deben
compartir una cualidad que defender que todos los bienes deben compartir una cualidad.
Las virtudes pueden concebirse como formas de aptitud sobresaliente, y hay
innumerables cosas en las que uno puede sobresalir. La idea de que «tenga que» haber
un núcleo de toda virtud en realidad supone de manera encubierta que sólo existe una
buena forma de vivir o una forma correcta de desarrollo de la sociedad. Pero hay
muchos mundos posibles para el futuro. Cada uno tendría diferentes mezclas de
instituciones y prácticas, cada uno necesitaría diferentes tipos de virtudes para su
desarrollo ideal.
Por ejemplo, en las sociedades de frontera, los grandes héroes fueron a menudo
personas muy inteligentes que se comportaron muy bien fuera de los estrechos límites
de las ciudades civilizadas con sus iglesias, bodas, escuelas, abogados, almacenes,
policía y fábricas. Estos héroes de frontera siguieron un código sencillo y duro (hay que
colgar y matar a los ladrones de caballos, los «salvajes» son el enemigo, que cada cual
se las componga como pueda, etc.). Cuando se civilizaron estas fronteras, estos héroes
constataron a menudo que su carácter no encajaba en la sociedad que habían contribuido
a crear. La sociedad había precisado de tipos de carácter semejante, y posteriormente se
había desplazado.

8. Sentimientos morales, anhelos y deseos


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Los teóricos de la virtud examinan a menudo la motivación de las acciones


morales en tipos de deseos y sentimientos. En un ensayo pionero, Jonathan Bennett
examina el papel de los sentimientos o la empatía en la vida ética. Bennett examina el
conflicto entre la compasión y el deber moral de Huckleberry Finn y del líder nazi
Heinrich Himmler. La moralidad de la época de Huck le obligaba a devolver al esclavo
huido Jim, con quien había hecho amistad. En cambio, Himmler instó a los generales de
las SS a superar su aversión humana a matar judíos por su superior deber para con la
Patria. Bennett defiende la conclusión antikantiana de que Huck atendió correctamente a
su afecto por Jim, y no a su moralidad, mientras que los generales de Himmler deberían
haber atendido más a sus sentimientos. Una teoría moral que sólo explica este problema
como un error cognitivo (Huck debería haber ido más allá de su época y haber «visto»
sencillamente que la esclavitud era mala) no aborda la cuestión que plantea Bennett.
Bennett también considera al teólogo catastrofista americano Jonathan Edwards,
quien escribió que parte de los placeres especiales de los salvados en el cielo será
contemplar los tormentos de los condenados («la contemplación de las calamidades de
los demás tiende a aumentar el sentido de nuestro propio goce»). Bennett escribe que
Edwards no parece haber tenido sensibilidad alguna hacia el sufrimiento eterno de los
condenados. Para Bennett, Edwards es inferior a Himmler porque al menos éste sintió
algo.
Este tema conduce a un defecto común de las teorías ajenas a la virtud. Según
las teorías del deber o de los principios, es teóricamente posible que una persona
pudiese obedecer, como un robot, toda norma moral y llevar una vida perfectamente
moral. En este escenario, uno sería como un ordenador perfectamente programado
(quizás existan personas así, y sean producto de una educación moral perfecta). En
cambio, en la teoría de la virtud, tenemos que conocer mucho más que el aspecto
exterior de la conducta para realizar juicios así, es decir que tenemos que conocer de
qué tipo de persona se trata, qué piensa esta persona de los demás, qué piensa de su
propio carácter, qué opina de sus acciones pasadas y qué piensa sobre lo que no llegó a
hacer.
Por ejemplo, casi todo el mundo pasa por la vida sin llegar a ser asesino («el
caparazón exterior»), pero los tipos de carácter de los no asesinos difieren
considerablemente. La persona que frecuentemente tiene la tentación de asesinar debido
a un apasionamiento, pero se abstiene de hacerlo por razones morales no parece un tipo
moral elevado. Es muy superior no querer matar nunca a alguien simplemente a causa
de ofensas menores. Y mejor aún es la persona que nunca mataría y que muestra su
condolencia ante la muerte de inocentes.

9. Carácter, individuo y sociedad


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La acción no tiene lugar en un vacío político. La teoría de la virtud también


estudia cómo los diferentes tipos de sociedades estimulan diferentes virtudes y vicios.
Podríamos enfocar el dilema de Dorotea en términos muchos más globales
preguntándonos si eran justas las limitadas opciones que le ofrecía la sociedad
victoriana. Algunas filósofas feministas modernas desarrollan temas similares
examinando si son elogiables las virtudes y vicios tradicionales de las mujeres. En el
pasado, las feministas han defendido ideales andróginos y fomentado sólo virtudes
humanas, y no virtudes masculinas o femeninas. Más recientemente algunas feministas
han rechazado los ideales andróginos y vuelto a la idea de que algunas virtudes
(asistencia, compasión) pueden ser más propias de las mujeres que de los hombres
(véase el artículo 43, «La idea de una ética femenina»).
En la reflexión sobre el carácter, la actitud «filosófica» puede consistir en
considerar globalmente las sociedades o bien en adoptar una perspectiva personal v
considerar el carácter «interior». ¿En qué medida puede una persona configurar su
propio carácter?
Resulta claro que esta discusión presupone que algunas personas tienen cierta
capacidad de modelar su propio carácter. Algunos filósofos lo discuten, afirmando que
si bien los actos individuales pueden ser libres, el carácter es un aspecto fijo de las
personas. Puede replicarse que no todo el mundo tiene la capacidad de cambiar, o
incluso de modificar el carácter. Sin embargo, si el crítico admite que un acto puede ser
libre, queda abierta la posibilidad de que este acto pueda desencadenar un cambio de
carácter.
Además, nuestros sistemas de elogio y censura moral, nuestro desarrollo de
modales y nuestras suposiciones sobre el libre arbitrio parten del supuesto de que las
personas pueden configurar deliberadamente o corromper su propio carácter. Está fuera
del alcance de este ensayo la cuestión de hasta qué punto puede una persona cambiar
sus rasgos y su carácter, pero para ofrecer un esbozo de respuesta puede decirse que a
menudo las situaciones de crisis obligan a las personas a reexaminar sus valores
básicos, como debe hacer la señora Brooke en su matrimonio fallido cuando se enamora
de Will. Cuando están felices, las personas obtienen a veces una comprensión de sus
problemas y tienen el apoyo de recursos para el cambio (éste es un valor de la
psicoterapia). Y de hecho las personas cambian -dejan de beber, se vuelven más
compasivas o se vuelven mezquinas. Parece pues que es posible el cambio (véase
también el artículo 47, «Las implicaciones del determinismo»).
Un profundo error de las teorías que no consideran las virtudes es que prestan
poca o ninguna atención a los ámbitos de la vida que forman el carácter. Quizás las
decisiones más importantes en estos ámbitos sean las relativas a casarse o no, tener o no
hijos, ser amigos y a dónde trabajar. Los escritores que operan en tradiciones éticas
basadas en los derechos, la utilidad o la universalización kantiana, han considerado
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mayoritariamente que estas áreas suponen elecciones no morales. Pero como la ética
trata sobre cómo debemos vivir, y como estas áreas ocupan una parte tan importante de
nuestra forma de vida, ¿no es éste un colosal defecto?
Los filósofos modernos están estudiando muchas cuestiones acerca de la virtud,
como la medida de nuestra responsabilidad por nuestro carácter, la vinculación entre el
carácter y los modales, las vinculaciones entre el carácter y la amistad y el análisis de
rasgos específicos, como el perdón, la lealtad, la vergüenza, la culpa y el
remordimiento. Incluso están volviendo al análisis de vicios tradicionales como los
deseos desmedidos de drogas, dinero, comida y conquista sexual, es decir, los vicios
tradicionales de la intemperancia, la codicia, la gula y la lascivia. La próxima década
conocerá la aparición de muchas obras importantes sobre la virtud.

Bibliografía
Anscombe, G. E. M., “Modern Moral Philosophy”, Philosophy, 33 (1958), págs. 1-19.
Aquino, Sto. Tomás de, Suma teológica, Madrid, BAC, 1954.
Bennett, J., “The Conscience of Huckleberry Finn, Philosophy, 49 (1974), págs. 323-33.
Blum, L., “Moral Exemplars: Reflexions on Schindler, the Trocmes, and Others”, Mid-
west Studies in Philosophy, 13 (1988), págs. 196-221.
Eliot, G., Middlemarch, Madrid, Cátedra, 1998.
Kupperman, J., “Character and Ethical Theory”, Midwest Studies in Philosophy, 13
(1988), págs. 115-25.
MacIntyre, A, Trás la virtud, Barcelona, Crítica, 1987.
Pincoffs, E., Quandaries and Virtues, Lawrence, K., U. of Kansas P., 1971.
Platón, República, Madrid, Gredos, 1986.
Platón, Laques, Madrid, Gredos, 1981.
Wolf, S., “Moral Saints”, Journal of Philosophy, 79 (1982), págs. 419-39.

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