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La tiranía del mérito (18 de febrero de 2021) // Gregorio Luri

(https://theobjective.com/elsubjetivo/la-tirania-del-merito)

Platón que, dicho sea de paso, de neoliberal tenía poco, funda la ciudad justa de La
república como se debe, sobre sus dos condiciones de posibilidad: la necesidad de mentirnos
a nosotros mismos sobre la bondad de lo nuestro y la incapacidad para contentarnos con lo
que tenemos. Todos -ya lo decía la canción- queremos más. Por eso en toda ciudad hay
siempre tensiones entre los que pueden permitírselo y los que no.

Michael J. Sandel parte en La tiranía del mérito de esta obviedad: si necesitamos un


profesional, no nos contentaremos con chapuceros. «Nada de malo hay -asegura- en contratar
a las personas sobre la base de su mérito; de hecho, es en general el modo correcto de
proceder […]. Contratar a personas por su mérito es una práctica buena y sensata» (p. 47). Por
supuesto, no poder contratarlas es frustrante. Por la misma razón, si acudimos a una oficina
gubernamental, deseamos ser atendidos con corrección y eficiencia. Por eso queremos que
los puestos públicos estén abiertos al talento y los privados a la libre competencia.

Todos demandamos servicios de calidad y a todos nos demandan que prestemos servicios de
calidad. Todos somos trabajadores y consumidores. Surgen así dos comportamientos que van
acompañados de su moral específica: la del trabajo y la del consumo. La primera se expresa
en nuestra productividad y la segunda en la confianza del consumidor. Esta dinámica, propia
del capitalismo moderno, tiene efectos beneficiosos, pero también perversos. Sandel pone la
lupa en las perversiones, insistiendo en que los triunfadores blindan las posiciones que han
conquistado y desprecian a los que fracasan por no haberse esforzado lo suficiente. Ve en el
hecho indudable de que la movilidad meritocrática deja a muchos ciudadanos rezagados, la
justificación del resentimiento de los que habrían dado apoyado al populismo de Trump. «Más
que una protesta contra los inmigrantes y la deslocalización, la queja populista va dirigida
contra la tiranía del mérito. Y está justificada» (37).

Ascender socialmente nunca es fácil. Pero lo que tenemos que ver es hasta qué punto es
posible. Tomemos algunos datos que nos presenta Sandel sobre los Estados Unidos. «Solo
alrededor de una de cada cinco personas que nacen en un hogar del 20% más pobre según la
escala de renta estadounidense logra formar parte del 20% más rico durante su vida» (35). O
sea, que uno de cada cinco personas que nacen entre los estratos más pobres alcanza el de
los más ricos. ¿El dato es bueno o malo? Tras dividir la sociedad en 5 tramos de riqueza, afirma
que entre un 4 y un 7% de los nacidos en el más bajo asciende hasta el más alto, «y solo un
tercio llega a uno de los tres tramos superiores» (99). ¿Es un dato tan negativo? Más del 70
por ciento de los alumnos de las universidades más elitistas provienen del cuartil superior de
la escala de renta. Por lo tanto, en torno al 30%, no. Teniendo en cuenta estos datos, ¿alguien
se atrevería a mirar a un niño pobre a los ojos y decirle que no tiene motivos para la
esperanza?

Sandel llega a la conclusión de que «una meritocracia, ni siquiera una perfecta, pueda ser
satisfactoria ni moral ni políticamente» (36). «Aunque llegara a ser equitativa, nunca podría
ser una sociedad buena, pues tiende a generar soberbia y ansiedad entre los ganadores y
humillación y resentimiento entre los perdedores» (157). «El ideal meritocrático no es
remedio contra la desigualdad; es, más bien, una justificación de ésta» (159). Pero, una vez
que ha afirmado que «el mérito es el modo correcto de proceder», ¿qué alternativa plantea?
Si el mérito ha de continuar siendo «un factor en la asignación de trabajos y roles sociales»,
¿cómo «vencer la tiranía del mérito» (199)?

Todo lo que nos ofrece como respuesta son vaguedades: una «verdadera igualdad de
oportunidades» (113); «la compasión y la solidaridad» (189); la reconsideración del «modo en
que concebimos el éxito» (199) y el «modo de valorar diferentes tipos de trabajo» (246);
«restablecer la dignidad del trabajo» (267); relajar el estilo de crianza de los padres y madres
«helicóptero» (242); «desplazar la carga impositiva desde el trabajo al consumo» (281);
«apagar la máquina de clasificación meritocrática» (242) o facilitar «espacios y ocasiones para
la deliberación pública» (268).

Ser pobre no es ningún chollo, pero, a pesar de todo, yo prefiero ser pobre en una sociedad
dinámica que en una sociedad estamental. Sin embargo, Sandel sostiene que «si, dentro de
una sociedad feudal, naciera siervo, mi vida sería dura, pero no estaría lastrada por la
convicción de que nadie más que yo sería el responsable de que estuviera ocupando esa
posición subordinada» (151). Es obvio que las condiciones de partida de la carrera
meritocrática son claramente desiguales. Nadie es merecedor ni de su dotación genética ni de
la familia que lo acoge. Precisamente por eso tenemos el deber inexcusable de la solidaridad.
Hay meritócratas engreídos, que tienden «a mirar por encima del hombro a las víctimas de los
infortunios» (66), pero también los hay filántropos que se toman muy en serio el bien común.
No es justo moralizar el fracaso de manera indiscriminada, pero es injusto no moralizar el
esfuerzo de quien busca mejorar las condiciones de vida de los suyos. La nómina es
importante; pero por sí misma no define el éxito o el fracaso de una vida. La posición laboral
es relevante, pero en nuestra vida cotidiana participamos en más ámbitos de copertenencia
que el laboral y en cada uno de ellos encontramos oportunidades de afirmar nuestro valor.

Sostiene Sandel que hay dos visiones del bien común: la consumista y la cívica. Esta última
sería la del trabajo. Estoy tan de acuerdo que no dejo de reivindicar la moral del trabajo frente
al predominio de la moral del consumo. Esto, a mi modo de ver, significa poner en valor la
moral del sentido común frente a la moral hedonista y autoindulgente del “people of fashion”
(por utilizar los términos de Adam Smith). La primera reclama, entre otras cosas,
concentración de la atención y postergación de la gratificación del deseo. La segunda, con los
recursos de la publicidad, nos urge a la inmediata satisfacción del deseo. Eso que Sandel llama
populismo quizás pudiera verse también como una revuelta de la moral del trabajo contra la
“moral fashion” o, dicho de otra forma, la expresión de una incapacidad para comprender el
mundo de la vida desde las categorías de la corrección política.

La madre de Benjamin Carson, director de neurocirugía pediátrica en el Centro Infantil del


Johns Hopkins, era una empleada doméstica suficientemente sagaz como para darse cuenta
de que la gente de éxito pasa más tiempo leyendo que mirando la televisión, así que decidió
que sus hijos sólo mirarían tres programas de televisión a la semana y dedicarían una parte de
su tiempo libre a leer libros de la biblioteca pública. Además, al acabarlos, debían entregarle
un comentario por escrito. Los leía en silencio y de vez en cuando ponía algunas marcas
ilegibles en los márgenes. Años más tarde, Benjamin Carson descubrió que su madre no sabía
leer. ¿Podemos ignorar la conducta ejemplar de esta mujer? Les confieso que es una de mis
heroínas morales.

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