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RONAL REAGAN

4 DISCURSOS
Tiempo para elegir
(En apoyo del candidato Barry Goldwater, Convención Nacional
Republicana, 1964)

Voy a hablar de asuntos controvertidos. No pido perdón por ello.

Es hora de que nos preguntemos si todavía recordamos las libertades


que los Padres Fundadores quisieron para nosotros. James Madison dijo
que «basamos todos nuestros experimentos en la capacidad de la
humanidad para el autogobierno».

¿La idea? Que el gobierno se debía al pueblo, que no tenía otra fuente
de poder es todavía la más moderna y original idea en toda la larga
historia de las relaciones del hombre con el hombre. Ese es el asunto de
estas elecciones: si creemos en nuestra capacidad para el autogobierno o
si abandonamos la Revolución Americana y confesamos que una
pequeña élite intelectual en una capital distante puede planear nuestras
vidas por nosotros mejor de lo que nosotros mismos podemos hacerlo.

A ustedes y a mí nos han dicho que debemos escoger entre izquierda


y derecha, pero yo les sugiero que no existe izquierda ni derecha. Sólo
existe arriba y abajo. Arriba está el sueño antiguo del hombre de la
máxima libertad individual posible manteniendo el orden, y abajo el
hormiguero del totalitarismo. Sin poner en duda su sinceridad, sus
motivos humanitarios, aquellos que sacrificarían la libertad por la
seguridad se han embarcado en ese camino descendente. Plutarco
advirtió que «el verdadero destructor de las libertades del pueblo es aquel
que reparte botines, donaciones y regalos».

Los Padres Fundadores sabían que un gobierno no puede controlar


la economía sin controlar a la gente. Y sabían que cuando un gobierno
se decide a hacer, debe usar la fuerza y la coerción para lograr su objetivo.
Así ha llegado el tiempo para elegir.

Los servidores públicos dicen, siempre con la mejor de las


intenciones, «qué gran servicio podríamos prestar si tan sólo tuvieran un
poco más de dinero y un poco más de poder». Pero la verdad es que,
fuera de su función legítima, el gobierno no hace nada tan bien y tan
económicamente como el sector privado.

Sin embargo, cada vez que ustedes y yo cuestionamos los esquemas


de esos bienhechores, somos denunciados como contrarios a sus
objetivos humanitarios. Parece imposible debatir legítimamente sus
soluciones sin la asunción de que todos nosotros compartimos el deseo
de ayudar a los menos afortunados. Pero nos dicen que estamos siempre
en contra de, no a favor de nada.

Estamos por una provisión que asegure que el abandono no debe


seguir al desempleo por razones de edad, y por ese objetivo hemos
aceptado la Seguridad Social como un paso para enfrentarse con ese
problema. Sin embargo, estamos en contra de aquellos que confían en
este programa cuando nos engañan acerca de sus defectos fiscales y
acusan de que cualquier crítica sobre el mismo significa que queremos
eliminar los pagos…

Queremos ayudar a nuestros aliados compartiendo nuestras


bendiciones matereriales con naciones que compartan nuestras creencias
básicas, pero estamos en contra de repartir dinero de gobierno a
gobierno, creando burocracia, si no socialismo, por todo el mundo.

Necesitamos reformas impositivas que al menos marquen el


comienzo de la restauración, para nuestros hijos, del Sueño Americano
de que la riqueza no se niega a nadie, que cada individuo tiene el derecho
a volar tan alto como su fuerza y habilidad le lleven… Pero no podremos
tener tales reformas mientras nuestra política fiscal sea diseñada por
gente que ve los impuestos como medios con los que lograr cambios en
nuestra estructura social....

¿Tenemos el coraje y la voluntad de encarar la inmoralidad y


discriminación de los impuestos progresivos, y demandar un regreso al
tradicional impuesto proporcional?... Hoy en nuestro país el porcentaje
que el recaudador de impuestos obtiene de cada dólar ganado es de 37
centavos. La libertad nunca ha sido tan frágil, tan cercana a resbalar de
nuestros dedos.

¿Tenéis la voluntad de ocupar vuestro tiempo estudiando estos


asuntos, ser conscientes de los problemas y luego trasmitir esta
información a vuestra familia y amigos? ¿Resistiréis la tentación de
recoger las migajas del gobierno para vuestra comunidad? Debéis daros
cuenta de que la lucha de los médicos contra la medicina socializada es
vuestra lucha. No podemos socializar a los médicos sin socializar a los
pacientes. Debéis reconocer que la invasión del poder público es un
asalto a vuestros propios negocios. Si alguien entre vosotros teme
mantenerse firme por miedo a las represalias de los clientes o incluso del
gobierno, debe reconocer que está alimentado al cocodrilo esperando ser
comido el último

Si todo esto parece demasiado, pensad en lo que está en juego.


Tenemos enfrente al peor enemigo que la humanidad ha conocido en su
largo camino desde los pantanos hasta las estrellas. No puede haber
seguridad en ningún lugar del mundo libre si no hay estabilidad fiscal y
económica dentro de los Estados Unidos. Aquellos que nos piden
comerciar con nuestra libertad por la sopa de pollo del estado del
bienestar son los arquitectos de una política de acomodamiento.

Dicen que el mundo se ha vuelto demasiado complejo para tener


respuestas sencillas. Están equivocados. No hay respuestas fáciles, pero
hay respuestas sencillas. Debemos tener el coraje de hacer aquello que
sabemos que es moralmente correcto. Winston Churchill dijo que «el
destino del hombre no se mide por cálculos materiales. Cuando las
grandes fuerzas se mueven en el mundo, es cuando averiguamos que
somos espíritu, no animales». Y también dijo que «hay algo sucediendo
en este tiempo y espacio, y más allá del tiempo y del espacio que, lo
queramos o no, se deletrea como deber».

Tenemos un encuentro con el destino. Debemos preservar a nuestros


hijos la última gran esperanza del hombre en la tierra, o les
sentenciaremos a tomar el primer paso dentro de miles de años de
oscuridad. Si fracasamos, al menos nuestros hijos y nietos dirán de
nosotros que justificamos nuestro breve paso por este mundo. Hicimos
todo lo que podía hacerse.
Discurso de investidura
(20 de enero de 1981)

Senador Hatfield, Sr. Presidente del Tribunal Supremo, Sr.


Presidente, Vicepresidente Bush, Vicepresidente Mondale, Senador
Baker, Speaker O'Neill, Reverendo Moomaw y compatriotas.

Para unos pocos de los que estamos hoy aquí esta es una solemne y
memorable ocasión; y sin embargo, en la historia de nuestra Nación, es
algo que ocurre con normalidad. La transferencia ordenada de la
autoridad, tal como establece la Constitución, tiene lugar tal como ha
sucedido durante casi dos siglos y pocos de nosotros nos paramos a
pensar cuan singulares somos realmente. A los ojos de muchos en el
mundo, esta ceremonia cuatrienal que nosotros aceptamos como algo
normal no es sino un milagro.

Sr. Presidente, quiero que nuestros compatriotas sepan lo mucho que


hizo usted para mantener esta tradición. Por virtud de nuestra cortés
cooperación en el proceso de transición, usted le ha enseñado a un
mundo expectante que somos un pueblo unido comprometido a
mantener un sistema político que garantiza la libertad individual en
mayor medida que cualquier otro, y yo le agradezco a usted y a su equipo
por toda la ayuda prestada en el mantenimiento de la continuidad, que
es el baluarte de nuestra República. Los asuntos de nuestra nación siguen
adelante. Estos Estados Unidos se enfrentan a una aflicción económica
de grandes proporciones. Sufrimos la más larga y una de las peores
inflaciones sostenidas de nuestra historia nacional. Distorsiona nuestras
decisiones económicas, penaliza el ahorro y quiebra a los esforzados
jóvenes y a los jubilados por igual. Amenaza con destrozar las vidas de
millones de nuestra gente.

Industrias ociosas mandan trabajadores al paro, causando miseria


humana e indignidad personal. A aquellos que sí trabajan, se les niega
una recompensa justa por su trabajo mediante un sistema fiscal que
penaliza el éxito y evita que mantengamos una plena productividad.
Pero, grande como es nuestra presión fiscal, no se ha mantenido a la
par con nuestro gasto público. Durante décadas, hemos acumulado un
déficit tras otro, hipotecando nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos
por la conveniencia temporal del presente. Continuar esta larga
tendencia es garantizar tremendos cataclismos sociales, culturales,
políticos y económicos.

Ustedes y yo, como individuos, podemos, mediante el crédito, vivir


más allá de nuestras posibilidades, pero sólo por un periodo de tiempo
limitado. ¿Por qué, entonces, deberíamos pensar que colectivamente,
como una nación, no estamos sujetos a esa misma limitación? Debemos
actuar hoy para poder mantenernos mañana. Y que nadie se llame a
engaño: vamos a empezar a actuar, a partir de hoy mismo.

Los males económicos se han cernido sobre nosotros a lo largo de


varias décadas. No desaparecerán en días, semanas o meses, pero
desaparecerán. Desaparecerán porque nosotros, como americanos,
tenemos la capacidad ahora, como la hemos tenido en el pasado, de
hacer lo que haga falta hacer para preservar este último y mayor bastión
de la libertad.

En esta crisis actual, el gobierno no es la solución a nuestro problema.


El gobierno es el problema. De vez en cuando, hemos estado tentados a
pensar que la sociedad se ha vuelto demasiado compleja para ser
manejada por el autogobierno, que el gobierno en manos de una elite es
superior al gobierno de, para y por las personas. Pero si nadie de nosotros
es capaz de gobernarse a sí mismo, ¿quién de nosotros tiene la capacidad
de gobernar a otro? Todos nosotros juntos, dentro y fuera del gobierno,
debemos soportar el peso. Las soluciones que debemos buscar han de ser
equitativas, sin señalar a un grupo para que pague el precio más alto.

Oímos mucho acerca de los grupos de interés. Nuestra preocupación


debe dirigirse a un grupo de interés que ha sido desdeñado durante
demasiado tiempo. No conoce límites sectoriales o étnicos ni divisiones
raciales y cruza las líneas políticas. Se compone de hombre y mujeres que
cultivan nuestros alimentos, patrullan nuestras calles, trabajan en
nuestras minas y en nuestras fábricas, educan a nuestros hijos, cuidan de
nuestros hogares y nos curan cuando estamos enfermos: profesionales,
industriales, tenderos, encargados, taxistas y camioneros. Ellos son, en
pocas palabras, «Nosotros el pueblo», este pueblo conocido como los
americanos.

Bueno, el objetivo de esta administración será una economía sana,


vigorosa y creciente que ofrezca igualdad de oportunidades a todos los
americanos sin barreras surgidas del racismo o de la discriminación.
Volver a poner América a trabajar significa volver a poner a todos los
americanos a trabajar. Acabar con la inflación significa liberar a todos
los americanos del terror de los costes de vida desbocados. Todos
debemos tomar parte en el trabajo productivo de este «nuevo comienzo»
y todos debemos compartir el botín de una economía revitalizada. Con
el idealismo y la justicia que son el corazón de nuestro sistema y nuestra
fuerza, podemos tener una América fuerte y próspera en paz consigo
misma y con el mundo.

Así que, mientras empezamos, hagamos inventario. Somos una


nación que tiene un gobierno, no al revés. Y esto nos hace especiales
entre las naciones de la Tierra. Nuestro gobierno no tiene ningún poder
excepto los que le otorga el pueblo. Es hora de corregir y dar marcha
atrás al crecimiento del estado que muestra signos de haber crecido más
allá del consentimiento de los gobernados.

Es mi intención restringir el tamaño e influencia del aparato federal


y pedir el reconocimiento de la distinción entre los poderes otorgados al
Gobierno Federal y aquellos reservados a los Estados o a las personas.
Todos necesitamos recordar que el Gobierno Federal no creó a los
Estados; los Estados crearon el Gobierno Federal.

Para que no haya malentendidos; mi intención no es deshacerme del


Estado. Es, por el contrario, hacer que funcione; que funcione con
nosotros, no sobre nosotros; que esté a nuestro lado, no que cabalgue a
nuestras espaldas. El Estado puede y debe ofrecer oportunidades, no
ahogarlas; fomentar la productividad, no suprimirla.

Si nos fijamos en la respuesta a por qué, durante tantos años,


conseguimos tanto, prosperamos como ningún otro pueblo en la Tierra,
es porque aquí, en esta tierra, liberamos la energía y el genio individual
de cada hombre en mayor medida que se había hecho jamás. La libertad
y la dignidad del individuo han sido más asequibles aquí que en ningún
otro lugar de la Tierra. El precio de esta libertad a veces ha sido elevado,
pero nunca nos hemos negado a pagar ese precio.

No es por casualidad que nuestros problemas actuales sean paralelos


y proporcionales a la invención e intrusión en nuestras vidas que se
derivan del innecesario y excesivo crecimiento del Estado. Es hora de
que nos demos cuenta de que somos una nación demasiado grande para
limitarnos a sueños pequeños. No estamos condenados, como algunos
quisieran hacernos creer, a un declive inevitable. Yo no creo en un
destino que vaya a cernirse sobre nosotros hagamos lo que hagamos. Yo
creo en un destino que se cernirá sobre nosotros si no hacemos nada. Así
que, con toda la energía creativa a nuestra disposición, empecemos una
era de renovación nacional. Renovemos nuestra determinación, nuestro
coraje, nuestra fuerza. Y renovemos nuestra fe y nuestra esperanza.

Tenemos todo el derecho a tener sueños heroicos. Los que dicen que
vivimos en una época en la que no hay héroes no saben donde mirar.
Podéis ver héroes cada día yendo y viniendo de las puertas de las
fábricas. Otros, un puñado, producen suficiente comida para
alimentarnos a todos nosotros y parte de extranjero. Podéis encontraros
con héroes al otro lado del mostrador, a ambos lados del mismo. Hay
emprendedores con fe en si mismos y fe en una idea que crean nuevos
empleos, nueva riqueza y oportunidad. Son individuos y familias cuyos
impuestos mantienen el gobierno y cuyas donaciones voluntarias
mantienen la iglesia, las fundaciones benéficas, la cultura, el arte y la
educación. Su patriotismo es silencioso pero profundo. Sus valores
sostienen nuestra vida nacional.

He usado las palabra «ellos» y «su» al hablar de esos héroes. Podría


decir «vosotros» y «vuestro» porque me estoy dirigiendo a los héroes a
los que me refiero: vosotros, los ciudadanos de esta bendita tierra.
Vuestros sueños, vuestras esperanzas, vuestros objetivos serán los
sueños, las esperanzas, los objetivos de esta administración, con la ayuda
de Dios.

Reflejaremos la compasión que es una parte tan importante de


nuestra forma de ser. ¿Cómo podemos amar nuestro país y no amar a
nuestros conciudadanos y amándoles, ofrecerles la mano cuando caen,
curarles cuando están enfermos, ofrecerles oportunidades para hacerles
autosuficientes para que sean iguales de hecho y no sólo en teoría?

¿Podemos arreglar los problemas a los que nos enfrentamos? Bueno,


la respuesta es un inequívoco y enfático «sí». Parafraseando a Winston
Churchill, no presté el juramento que acabo de prestar con la intención
de presidir durante la disolución de la mayor economía del mundo.

En los días venideros, propondré eliminar las barricadas que han


aminorado nuestra economía y reducido nuestra productividad. Se darán
pasos encaminados a restablecer el equilibrio entre los diversos niveles
de gobierno. Puede que el avance sea lento, medido en pulgadas y pies y
no en millas, pero será progreso. Es hora de despertar otra vez al gigante
industrial, devolver al gobierno a sus asuntos, y aligerar nuestro punitivo
sistema fiscal. Y estas serán nuestras primeras prioridades y, sobre estos
principios, no habrá compromisos.
En la vigilia de nuestra lucha por la independencia, un hombre que
podría haber sido uno de los más grandes entre nuestros Padres
Fundadores, el Dr. Joseph Warren, Presidente del Congreso de
Massachussets, dijo a sus compatriotas americanos, «Nuestro país está
en peligro, pero no hay que perder la esperanza [...] De vosotros
dependen las fortunas de América. Vosotros decidiréis las importantes
cuestiones sobre las que se asentará la felicidad de millones que aún no
han nacido. Actuad como merecéis hacerlo.» Pues bien, yo creo que
nosotros, los americanos de hoy, estamos listos para actuar como
merecemos hacerlo, listos para hacer lo que hace falta hacer para
asegurar la felicidad y la libertad de nosotros mismos, de nuestros hijos
y de los hijos de nuestros hijos. Y mientras nos renovamos en nuestra
tierra, en el mundo verán que tenemos más fuerza. Seremos otra vez el
modelo de libertad y la antorcha de esperanza para aquellos que ahora
no tienen libertad.

Con aquellos vecinos y aliados que comparten nuestra libertad,


estrecharemos nuestros lazos históricos y les aseguraremos nuestro
apoyo y firme compromiso. Responderemos a la lealtad con lealtad. Nos
esforzaremos en conseguir relaciones mutuamente beneficiosas. No
usaremos nuestra amistad para imponernos sobre su soberanía, pues
nuestra propia soberanía no está en venta. Y por lo que se refiere a los
enemigos de la libertad, aquellos que son potenciales adversarios, se les
recordará que la paz es la más alta aspiración del pueblo americano.
Negociaremos por ella, nos sacrificaremos por ella; no nos rendiremos
por ella, ni ahora ni nunca.

Nuestro autocontrol no debería ser malinterpretado. Nuestra


reticencia hacia el conflicto no debería ser confundida con una falta de
voluntad. Cuando haga falta actuar para preservar nuestra seguridad
nacional, actuaremos. Mantendremos la suficiente fuerza para
prevalecer si llega el caso, sabiendo que si lo hacemos tendremos la mejor
oportunidad de nunca tener que usar esa fuerza. Sobre todo, debemos
darnos cuenta de que ningún arsenal, o arma en los arsenales del mundo,
es tan formidable como la voluntad y el coraje moral de los hombres y
mujeres libres. Es un arma que nuestros adversarios en el mundo de hoy
no tienen. Es un arma que nosotros, como americanos, sí tenemos. Que
se enteren los que practican el terrorismo y los que rapiñan a sus vecinos.
Me dicen que decenas de miles de encuentros para rezar tienen lugar en
el día de hoy, y me alegro profundamente. Somos una nación bajo Dios,
y yo creo que Dios pretendía que fuésemos libres. Sería apropiado y
bueno, creo, que en cada Día de Investidura en los años futuros se
declarara un día de plegaria.
Esta es la primera vez en la historia que esta ceremonia ha tenido
lugar, como se os ha dicho, en la Fachada Oeste del Capitolio. De pie
aquí, uno contempla una vista magnífica, abriéndose a la especial belleza
e historia de la ciudad. Al final de este espacio abierto están los altares a
los gigantes sobre cuyos hombros nos alzamos.

Directamente delante de mí, el monumento a un hombre


monumental: George Washington, Padre de nuestro país. Un hombre
humilde que llegó a la grandeza a regañadientes. Él llevó América desde
la victoria revolucionaria hasta la naciente condición de nación. A un
lado, el memorial estatal a Thomas Jefferson. La Declaración de
Independencia brilla con su elocuencia. Y, después, más allá del Lago
Reflectante, las dignas columnas del Memorial a Lincoln. Quienquiera
que entienda en su corazón el significado de América lo encontrará en la
vida de Abraham Lincoln.

Más allá de esos monumentos al heroísmo está el Río Potomac, y en


la orilla más lejana las colinas inclinadas del Cementerio Nacional de
Arlington con sus filas y filas de blancas lápidas con cruces o Estrellas de
David. Ellos no son sino una pequeña fracción del precio que se ha
pagado por nuestra libertad. Cada una de esas lápidas es un monumento
a los tipos de héroes a los que me refería antes. Sus vidas terminaron en
lugares llamados Belleau Woods, el Argonne, Omaha Beach, Salerno y
al otro lado del mundo en Guadalcanal, Tarawa, Pork Chop Hill, la
Reserva Chosin y un centenar de arrozales y junglas de un lugar llamado
Vietnam.

Bajo una de estas lápidas yace un joven, Martin Treptow, que dejó
su trabajo en una barbería de pueblo en 1917 para ir a Francia con la
famosa División Arco Iris. Allí, en el frente occidental, murió mientras
intentaba llevar un mensaje entre batallones bajo el fuego de la artillería
pesada.

Nos dicen que en su cadáver encontraron un diario. En la hoja de


cortesía bajo el título «Mi Promesa», él había escrito estas palabras:
«América debe ganar esta guerra. Por lo tanto, yo trabajaré, yo ahorraré,
yo me sacrificaré, yo me esforzaré, yo lucharé animosamente y sacando
lo mejor de mí mismo como si la cuestión de la lucha mundial de mí solo
dependiese.»

La crisis a la que nos enfrentamos hoy no requiere el tipo de sacrificio


que a Martin Treptow y a otros tantos miles se les pidió. Requiere, sin
embargo, nuestro mejor esfuerzo, y nuestro deseo de creer en nosotros
mismos y de creer en nuestra capacidad de llevar a cabo grandes hazañas;
de creer que juntos, con la ayuda de Dios, podemos y resolveremos los
problemas a los que ahora nos enfrentamos.

Y, después de todo, ¿por qué no deberíamos creerlo? Somos


americanos.

Que Dios os bendiga y gracias.


En la Puerta de Brandemburgo
(Berlín, 1987)

Muchas gracias.

Canciller Kohl, Alcalde Diepgen, damas y caballeros: hace


veinticuatro años, el presidente John F. Kennedy visitó Berlín y habló a
la gente de esta ciudad y a todo el mundo desde el ayuntamiento. Bueno,
desde entonces otros dos presidentes han venido, cada cual en su
mandato, a Berlín. Y, hoy, yo mismo realizo mi segunda visita a vuestra
ciudad.

Nosotros, los presidentes americanos, venimos a Berlín porque es


nuestro deber hablar, en este lugar, de libertad. Debo confesar que
también nos atraen hasta aquí otras cosas, el sentimiento histórico de esta
ciudad, más de quinientos años más vieja que nuestro propio país; la
belleza del Grunewald y el Tiergarten; y sobre todo, vuestro coraje y
determinación. Tal vez el compositor Paul Lincke comprendió algo
sobre los presidentes americanos. Veréis, como tantos otros presidentes
antes que yo, vengo hoy aquí porque dondequiera que vaya, haga lo que
haga: Ich hab noch einen Koffer in Berlin. [Aún tengo una maleta en
Berlín].

Nuestra reunión de hoy está siendo retransmitida a toda Alemania


Occidental y a Norteamérica. Tengo entendido que se está viendo y
escuchando en el Este. A aquellos que nos están escuchando desde el
Este, unas palabras especiales: aunque no puedo estar con vosotros, me
dirijo a vosotros tanto como a los que están aquí ante mí. Pues me uno a
vosotros, tal como me uno a vuestros compatriotas en el Oeste, con esta
firme e inalterable convicción: Es gibt nur ein Berlin. [Sólo hay un
Berlín].

Detrás de mí se alza un muro que rodea los sectores libres de esta


ciudad, parte de un vasto sistema de barreras que dividen todo el
continente de Europa. Desde el Báltico hasta el sur, esas barreras cortan
Alemania en una herida de alambre de espino, hormigón, patrullas con
perros y torres de vigilancia. Más al sur, puede que no haya ninguna
barrera visible y obvia. Pero sigue habiendo guardias armados y puestos
de control; sigue habiendo una restricción al derecho de viajar, sigue
siendo un instrumento para imponer sobre los hombres y mujeres
comunes el deseo de un Estado totalitario. Sin embargo, es aquí, en
Berlín, donde el muro emerge con mayor claridad; aquí, cortando
vuestra ciudad, donde las fotografías de las noticias y las pantallas de
televisión han dejado una imprenta brutal de un continente en la mente
del mundo. De pie ante la Puerta de Brandemburgo, cada hombre es un
alemán, separado de sus semejantes. Cada hombre es un berlinés,
obligado a contemplar una herida.

El presidente von Weizsacker ha dicho: «la cuestión alemana


permanecerá abierta mientras la Puerta de Brandemburgo permanezca
cerrada». Hoy yo digo: mientras la puerta esté cerrada, mientras se
permita esta herida de muro, no es sólo la cuestión alemana que
permanece abierta, sino la cuestión de la libertad de toda la humanidad.
Pero no he venido aquí a lamentarme. Puesto que encuentro en Berlín
un mensaje de esperanza, incluso a la sombra de este muro, un mensaje
de triunfo.

En la primavera de 1945, el pueblo de Berlín salió de sus refugios


antiaéreos para encontrarse con la devastación. A miles de millas, el
pueblo de los Estados Unidos salió en su ayuda. Y en 1947, el Secretario
de Estado, como se ha dicho, George Marshall anunció la creación de lo
que se daría en llamar el Plan Marshall. Hablando hace exactamente 40
años, dijo: «nuestra política no va dirigida contra país o doctrina alguna,
sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos».

En el Reichstag, hace unos momentos, vi una placa conmemorativa


de este 40º aniversario del Plan Marshall. Me sorprendió una pintada
sobre una estructura quemada y destartalada que se estaba
reconstruyendo. Tengo entendido que los berlineses de mi generación
pueden recordar haber visto pintadas como esta por todos los sectores
occidentales de la ciudad. La pintada simplemente rezada: «El Plan
Marshall está ayudando a fortalecer el mundo libre». Un mundo libre
fuerte en Occidente; ese sueño se hizo realidad. Japón se alzó sobre sus
ruinas para convertirse en un gigante económico. Italia, Francia, Bélgica,
prácticamente todas las naciones de Europa Occidental renacieron
política y económicamente; se fundó la Comunidad Europea.

En Alemania Occidental y aquí en Berlín, tuvo lugar un milagro


económico, el Wirtschaftswunder. Adenauer, Erhard, Reuter y otros
líderes entendieron la importancia práctica de la libertad; que así como
la verdad puede florecer solamente cuando se le da libertad de expresión
al periodista, igualmente la prosperidad sólo puede darse cuando el
campesino y el empresario gozan de libertad económica. Los dirigentes
alemanes redujeron los aranceles, ampliaron el libre comercio y bajaron
los impuestos. Desde 1950 hasta 1960, el nivel de vida en Berlín
Occidental se dobló.

Donde hace cuatro décadas había escombros, existe hoy en Berlín


Occidental la mayor producción industrial de cualquier ciudad en
Alemania; ajetreados edificios de oficinas, bonitas casas y apartamentos,
orgullosas avenidas y amplios jardines y zonas verdes. Donde parecía
que se había destruido la cultura de una ciudad, existen hoy dos grandes
universidades, orquestas y una opera, incontables teatros y museos.
Donde había necesidad, existe hoy abundancia; alimentos, vestido,
automóviles; los maravillosos productos del Ku’damm. De la
devastación, de la ruina misma, vosotros los berlineses habéis
reconstruido, en libertad, una ciudad que, una vez más, se cuenta entre
las más grandes de la Tierra. Puede que los soviéticos tuvieran otros
planes. Pero, amigos míos, hay algunas cosas con las que los soviéticos
no contaron: Berliner Herz, Berliner Humor, ja, und Berliner Schnauze.
[Un corazón berlinés, un humor berlinés y, sí, un Schauze berlinés].

En la década de los 50, Kruschev predijo: «os enterraremos». Pero en


Occidente hoy vemos un mundo libre que ha alcanzado un nivel de
prosperidad y bienestar sin precedentes en toda la historia humana. En
el mundo comunista vemos fracaso, retraso tecnológico, niveles
sanitarios en declive, incluso necesidad del tipo más básico: demasiada
poca comida. Incluso hoy, la Unión Soviética no puede alimentarse a sí
misma. Después de estas cuatro décadas, entonces, una conclusión
inevitable se alza ante el mundo entero: la libertad lleva a la prosperidad.
La libertad viene a sustituir los antiguos odios entre las naciones por
civismo y paz. La libertad es la vencedora.

Y puede que ahora los propios soviéticos, a su manera limitada, se


den cuenta de la importancia de la libertad. Oímos mucho de Moscú
acerca de una nueva política de reforma y apertura. Se han liberado
algunos presos políticos. Algunas emisiones occidentales ya no son
interferidas. Se ha permitido a algunas empresas económicas operar con
mayor libertad frente al control del estado.

¿Son estos los comienzos de cambios profundos en el Estado


soviético? ¿O son gestos simbólicos, para dar falsas esperanzas a
Occidente, o para fortalecer el sistema soviético sin cambiarlo? Nosotros
damos la bienvenida al cambio y a la apertura; porque creemos que la
libertad y la seguridad van juntas, que el avance de la libertad humana
sólo puede fortalecer la causa de la paz mundial. Hay un signo que los
soviéticos pueden hacer que sería inconfundible, que avanzaría
enormemente la causa de la libertad y paz.

Secretario General Gorbachov, si usted busca la paz, si usted busca


la prosperidad para la Unión Soviética y Europa Oriental, si usted busca
la liberalización: ¡Venga a este muro! ¡Señor Gorbachov, abra esta
puerta! ¡Señor Gorbachov, haga caer este muro!

Entiendo el miedo a la guerra y el dolor de la división que afligen a


este continente; y os prometo los esfuerzos de mi país para ayudar a
superar estas pesadumbres. Sin duda, en Occidente debemos resistir la
expansión soviética. Así que debemos mantener defensas de fortaleza
inexpugnable. Sin embargo, buscamos la paz; así que debemos
esforzarnos por reducir las armas en ambos lados.

Empezando hace 10 años, los soviéticos amenazaron la alianza


occidental con una nueva y grave amenaza, centenares de nuevos misiles
nucleares SS-20 más mortíferos, capaces de alcanzar todas las capitales
de Europa. La alianza occidental respondió comprometiéndose a un
contradespliegue a menos que los soviéticos se avinieran a negociar una
solución mejor; a saber: la eliminación de tales armas en ambos bandos.
Durante muchos meses, los soviéticos se negaron a regatear en serio.
Mientras la alianza, a su vez, se preparaba para emprender su
contradespliegue, hubo días difíciles, días de protestas como los de mi
visita a esta ciudad en 1982, y después los soviéticos se retiraron de la
mesa.

Pero durante todo el tiempo, la alianza se mantuvo firme. E invito a


todos los que protestaron entonces, invito a los que protestan hoy, a que
se fijen en este hecho: porque nos mantuvimos firmes, los soviéticos
volvieron a sentarse en la mesa. Y porque nos mantuvimos firmes,
tenemos hoy a nuestro alcance, no solamente la limitación del
crecimiento de las armas, sino de eliminar, por primera vez, una clase
entera de armas nucleares de la faz de la Tierra.

Mientras hablo, ministros de la OTAN se reúnen en Islandia para


revisar el progreso de nuestras propuestas de eliminar estas armas. En las
conversaciones de Ginebra, también propusimos grandes recortes en las
armas ofensivas estratégicas. Y los aliados occidentales han hecho, así
mismo, propuestas de gran calado para reducir el daño de la guerra
convencional y para establecer una moratoria total sobre las armas
químicas.

Mientras perseguimos estas reducciones armamentistas, os prometo


que mantendremos la capacidad para aplacar la agresión soviética a
cualquier nivel que pueda darse. Y, en cooperación con muchos de
nuestros aliados, Estados Unidos está desarrollando la Iniciativa de
Defensa Estratégica; una investigación para basar la disuasión no en la
amenaza de una venganza ofensiva, sino en defensas que
verdaderamente defiendan; en sistemas que, en pocas palabras, no
apuntarán a poblaciones sino que las cobijaran. Por estos medios,
perseguimos aumentar la seguridad de Europa y de todo el mundo. Pero
debemos recordar un hecho crucial: Oriente y Occidente no
desconfiamos el uno del otro porque estemos armados; estamos armados
porque desconfiamos el uno del otro. Y nuestras diferencias no son sobre
las armas sino sobre la libertad. Cuando el presidente Kennedy habló en
el ayuntamiento hace 24 años, la libertad estaba rodeada, Berlín estaba
bajo asedio. Y hoy, a pesar de todas las presiones ejercidas sobre esta
ciudad, Berlín permanece segura en su libertad. Y la misma libertad está
transformando el planeta.

En las Filipinas, en Sudamérica y Centroamérica la democracia ha


renacido. A lo ancho del Pacífico, los mercados libres están obrando un
milagro tras otro de crecimiento económico. En las naciones
industrializadas, está teniendo lugar una revolución industrial, una
revolución marcada por avances rápidos y dramáticos en ordenadores y
telecomunicaciones.

En Europa, sólo una nación y aquellos que la controlan se niega a


unirse a la comunidad de la libertad. Sin embargo, en esta era de
redoblado crecimiento económico, de información e innovación, la
Unión Soviética se enfrenta a un dilema: o hace cambios fundamentales
o se hará obsoleta.

Así el día de hoy representa un momento de esperanza. En Occidente


estamos listos para cooperar con el Este para impulsar la verdadera
apertura, para romper las barreras que separan a las personas, para crear
un mundo más libre y más seguro. Y, ciertamente, no existe un lugar
mejor que Berlín, el punto de encuentro de Este y Oeste, para empezar.
Pueblo libre de Berlín: hoy, como en el pasado, los Estados Unidos está
por la estricta observancia y plena implementación de todas las partes del
Acuerdo de las Cuatro Potencias de 1971. Aprovechemos esta ocasión,
el 750º aniversario de esta ciudad, para guiar hacia una nueva era, para
perseguir una vida incluso más plena y rica para Berlín para el futuro.
Juntos, mantengamos y desarrollemos los lazos entre la República
Federal y los sectores occidentales de Berlín, como permite el acuerdo de
1971.

E invito al señor Gorbachov: trabajemos para acercar las partes


oriental y occidental de la ciudad, para que los habitantes de todo Berlín
puedan disfrutar de los beneficios que se derivan de una de las más
grandes ciudades del mundo.

Para abrir Berlín todavía más a Europa, Este y Oeste, ampliemos el


vital acceso aéreo a esta ciudad, encontrando formas de hacer que el
servicio aéreo comercial a Berlín sea más adecuado, más cómodo y más
económico. Esperamos ver el día en que Berlín Occidental pueda
convertirse en uno de los principales nodos aéreos de toda Europa
central.

Con nuestros socios franceses y británicos, Estados Unidos está


preparado para ayudar a traer encuentros internacionales a Berlín. Sería
muy apropiado que Berlín sirviera de sede para los encuentros de las
Naciones Unidas, conferencias mundiales sobre los derechos humanos y
el control armamentístico u otros asuntos que requieren la cooperación
internaciónal.

No hay mejor forma para afianzar la esperanza hacia el futuro que


alumbrar mentes jóvenes y nos honraría patrocinar intercambios
juveniles veraniegos, actos culturales y otros programas para los jóvenes
berlineses del Este. Nuestros amigos franceses y británicos, estoy seguro,
harán lo mismo. Y tengo la esperanza de que se pueda encontrar una
autoridad en Berlín Oriental para patrocinar visitas de jóvenes de los
sectores occidentales.

Una propuesta final, una que guardo cerca de mi corazón: el deporte


representa una fuente de diversión y ennoblecimiento, y puede que
hayáis notado que la República de Corea, Norte y Sur, se ha ofrecido a
permitir que algunos eventos de las Olimpiadas de 1988 tengan lugar en
el Norte. Las competiciones deportivas internacionales de todos los tipos
podrían tener lugar en ambos lados de esta ciudad. Y ¿qué mejor modo
de demostrar al mundo la apertura de esta ciudad que ofrecer en algún
año futuro la celebración de los Juegos Olímpicos aquí en Berlín, Este y
Oeste? En estas cuatro décadas, como he dicho, los berlineses habéis
construido una gran ciudad. Lo habéis hecho a pesar de las amenazas,
los intentos soviéticos de imponer la marca oriental, el bloqueo. Hoy, la
ciudad prospera a pesar de los desafíos implícitos en la propia presencia
de este muro. ¿Qué os mantiene aquí? Ciertamente dice mucho de
vuestro valor, de vuestro coraje desafiante. Pero creo que hay algo más
profundo, algo que tiene que ver con toda la imagen y sentido del estilo
de vida berlinés; no un mero sentimiento. Nadie podría vivir por mucho
tiempo en Berlín sin ser totalmente desposeído de ilusiones. Algo, en
cambio, que ha visto las dificultades de la vida en Berlín pero ha elegido
aceptarlas, que continúa construyendo esta ciudad buena y orgullosa en
contraste con una presencia totalitaria envolvente que se niega a desatar
las aspiraciones y energías humanas. Algo que busca una voz poderosa
de afirmación, que dice sí a esta ciudad, sí al futuro, sí a la libertad. En
una palabra, yo diría que lo que os mantiene en Berlín es amor; un amor
profundo y duradero.

Tal vez, esto nos lleva al meollo de la cuestión, a la más fundamental


de todas las diferencias entre Este y Oeste. El mundo totalitario produce
retraso porque es tan violento con el espíritu, aplaca el impulso humano
a crear, a disfrutar, a adorar. El mundo totalitario considera una afrenta
incluso los símbolos de amor y adoración. Hace años, antes de que los
alemanes orientales empezaran a reconstruir sus iglesias, erigieron una
estructura secular: la torre de televisión en la Alexanderplatz. Desde
entonces, las autoridades han trabajado para corregir lo que consideran
el mayor defecto de la torre, tratando la esfera de vidrio que hay arriba
con pintura y productos químicos de todo tipo. Sin embargo, aun hoy
cuando el sol alumbra la esfera –esa esfera que se alza sobre todo Berlín–
la luz forma el símbolo de la Cruz. Allí en Berlín, como la propia ciudad,
los símbolos del amor, los símbolos de adoración, no pueden ser
suprimidos.

Cuando, hace un momento, miré desde el Reichstag, esa encarnación


de la unidad germana, observé unas palabras crudamente pintadas con
spray sobre el muro, quizá por un joven berlinés: «Este muro caerá. Las
creencias se hacen realidad». Sí, a lo ancho de Europa, este muro caerá.
Porque no se sostiene ante la fe; no se sostiene ante la verdad. El muro
no se sostiene ante la libertad.

Y me gustaría decir algo, antes de acabar. He leído, y me han


preguntado desde que estoy aquí, acerca de ciertas manifestaciones
contra mi visita. Y me gustaría decir sólo una cosa a los que se
manifiestan. Me pregunto si se han preguntado jamás que si tuvieran el
tipo de gobierno que aparentemente desean, nadie podría jamás hacer
otra vez lo que ellos hacen.

Gracias, y que Dios os bendiga a todos.


40º aniversario del desembarco en Normandía
(Pointe du Hoc, 1984)

Estamos aquí para conmemorar ese día de la historia en el que los


pueblos Aliados se unieron en la batalla para recuperar la libertad de este
continente. Durante cuatro largos años, gran parte de Europa estuvo bajo
una sombra terrible. Las naciones libres habían caído, los judíos
clamaban en los campos, millones gritaban por la liberación. Europa
estaba esclavizada, y el mundo rezaba por su rescate. Aquí en
Normandía comenzó el rescate. Aquí, los aliados aguantaron y lucharon
contra la tiranía en un esfuerzo gigantesco sin igual en la historia
humana.

Nos encontramos en un punto de la costa norte de Francia, solitario


y azotado por el viento. El aire es suave, pero hace cuarenta años en este
momento, el aire estaba denso de humo y gritos de hombres, lleno del
golpeteo de los fusiles y el rugido de los cañones. Al amanecer, en la
mañana del 6 de Junio de 1944, 225 Rangers saltaron del buque de
desembarco británico y corrieron a la base de esos acantilados. Su misión
era una de las más difíciles y atrevidas de la invasión: escalar esos
escarpados y desolados acantilados y eliminar los cañones enemigos. Los
aliados habían recibido información de que algunos de los cañones más
poderosos estaban ahí y que serían dirigidos a las playas para detener la
invasión aliada.

Los Rangers levantaron la vista y vieron a los soldados enemigos, en


el borde de los acantilados disparándoles con ametralladoras y lanzando
granadas. Y los Rangers americanos empezaron a escalar. Dispararon
escalas de cuerda sobre los acantilados y comenzaron a ascender.
Cuando un Ranger caía, otro ocupaba su lugar. Cuando se cortaba una
cuerda, un Ranger cogía otra y comenzaba de nuevo el ascenso.
Escalaron, devolvieron los disparos, y mantuvieron la posición. Pronto,
uno tras otro, los Rangers alcanzaron la cumbre, y tomando el terreno
firme sobre esos acantilados, comenzaron a recuperar el continente
europeo. Doscientos veinticinco vinieron aquí. Después de dos días de
combates sólo noventa podían aún llevar sus armas.
Detrás de mi hay un monumento que simboliza a los arrojados
Rangers que se lanzaron sobre la cumbre de estos acantilados. Y detrás
de mí están los hombres que les pusieron allí.

Estos son los muchachos de Pointe du Hoc. Estos son los hombres
que tomaron los acantilados. Estos son los campeones que ayudaron a
liberar un continente. Estos son los héroes que ayudaron a terminar una
guerra.

Señores, les miro y pienso en las palabras del poema de Stephen


Spender. Sois hombres que en vuestras «vidas luchasteis por la vida... y
dejasteis vívido el aire firmado con vuestro honor».

Han pasado cuarenta veranos desde la batalla que luchasteis aquí.


Erais jóvenes el día que tomasteis estos acantilados; algunos de vosotros
apenas erais más que muchachos, con los más profundos placeres de la
vida ante vosotros. Y aun así lo arriesgasteis todo aquí. ¿Por qué? ¿Por
qué lo hicisteis? ¿Qué os impulsó a poner a un lado el instinto de
supervivencia y arriesgar vuestras vidas para tomar estos acantilados?
¿Qué inspiró a todos los hombres de los ejércitos que se unieron aquí? Os
contemplamos, y de algún modo sabemos la respuesta. Era fe, y creencia;
era lealtad y amor.

Los hombres de Normandía tenían fe en que lo que hacían era


correcto, fe en que luchaban por toda la humanidad, fe en que un Dios
justo les concedería clemencia en esta cabeza de playa o en la siguiente.
Era el conocimiento profundo –y quiera Dios que no lo hayamos
perdido– de que hay una profunda diferencia moral entre el uso de la
fuerza para la liberación y el uso de la fuerza para la conquista. Vosotros
estabais aquí para liberar, no para conquistar, y así ni vosotros ni esos
otros dudasteis de vuestra causa. Y hacíais bien en no dudar.

Todos sabíais que hay cosas por las que merece la pena morir. El país
de uno es una causa por la que morir, y la democracia es una causa por
la que morir, porque es la forma de gobierno más profundamente
honorable que ha creado el hombre. Y todos amabais la libertad. Y todos
estabais deseosos de combatir la tiranía, y sabíais que la gente de vuestros
países os respaldaba.

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