Está en la página 1de 1

Buscar 

CALIGARI
COMPRENDER LO QUE
SE OBSERVA
MIENTRAS SE LO
FILMA. NOTAS SOBRE
EL CINE DE
FREDERICK WISEMAN

Ilustración: Paulo Pécora

Comprender lo que se
observa mientras se lo
filma. Notas sobre el cine
de Frederick Wiseman

Por Paulo Pécora.

De todas las transformaciones y revueltas


culturales surgidas en el mundo durante
los años 60, la que se conoció en Canadá y
Estados Unidos como cine directo parece
haber marcado al documental de manera
decisiva, tanto por el modo en que
capitalizó los adelantos técnicos de su
época, como por los cambios éticos y
estéticos que provocó en el género con su
búsqueda de una mayor veracidad
mediante un abordaje directo de la
realidad, y con la menor cantidad de
artificios posible.

El cine directo significó un acceso antes


impensado a vivencias y situaciones reales
gracias al uso de cámaras de 16 milímetros
más livianas, a las que se sumaron
grabadoras de audio de cinta magnética
portátiles que podían captar, por primera
vez, el sonido directo sincronizado. Las
cámaras livianas permitían a los
documentalistas abandonar el trípode,
moverse con mayor soltura en cualquier
escenario, seguir de cerca a las personas
en sus desplazamientos y filmar planos
extensos con cámara en mano. Las nuevas
grabadoras le daban voz a sus personajes y
eximían a los cineastas de tener que
recrear el sonido de sus filmaciones con
posterioridad, en un estudio, con el grado
de alteración de lo real que ese proceso
implicaba.

Los equipos de rodaje se redujeron a lo


mínimo indispensable —director,
fotógrafo-camarógrafo y sonidista, que a
veces podían ser la misma persona— y de
ese modo los cineastas ganaron
rápidamente las calles, moviéndose más y
con mayor libertad entre las personas,
pasando cada vez más desapercibidos y
accediendo al devenir de lo real
directamente, sin intermediarios.

La búsqueda de un realismo mucho más


fiel estaba acompañada por una conciencia
de las transformaciones que la cámara
misma, con su sola presencia, y con la
selección y recorte de lo real que efectúa a
través de lentes, encuadres, distancias y
ángulos, puede provocar en los espacios y
seres que registra. Algunos directores
trabajaban pensando que sus personajes
debían habituarse a la presencia de la
cámara, para que pudiera pasar lo más
desapercibida posible. Otros preferían
dejar en evidencia la incidencia que el
dispositivo técnico tiene sobre la realidad,
y registraban las reacciones que su
presencia podía causar en las personas, los
espacios y las situaciones que filmaban.

“La gran novedad de la cámara al hombro


y el sonido sincrónico es la de poder
incorporarse al acontecimiento filmado”,
escribe Jean Breschand en su libro El
documental. La otra cara del cine. “La
realidad no se recrea ante la cámara como
una escena ante un espectador. Aunque no
por ello deje de influir en su desarrollo, se
gana así la tensión de un presente captado
en su surgimiento. En adelante, el film será
la huella de un encuentro con una
situación que, por así decirlo, resulta
precipitada por el rodaje”.

La filosofía que agrupaba a los cineastas


alrededor del cine directo buscaba reducir
al mínimo la influencia de la cámara y los
mecanismos de puesta en escena sobre la
realidad. Proponía el registro de lo
espontáneo e inesperado, aquello que
surgiera directamente de la realidad sin la
imposición previa de un punto de vista
subjetivo. Ese modo directo de concebir el
documental —con ecos en la idea baziniana
de la “esencial objetividad” de la imagen
fotográfica— implicaba una cierta ética a
la hora de decidir cómo filmar la realidad,
o cómo captarla en su indeterminación y
ambigüedad, sin controlar las situaciones
ni dirigir a las personas que iban a ser
retratadas.

Ex Libris: The New York Public Library (2017)

En un contexto histórico sumamente


agitado —y bajo esos nuevos parámetros
éticos, técnicos y estéticos de autenticidad
— se desarrolló durante la década de los
60 la obra de importantes realizadores del
cine directo, algunos de ellos provenientes
del reportaje televisivo, como el
canadiense Michel Brault o los
estadounidenses Robert Drew, D. A.
Pennebaker, los hermanos Albert y David
Maysles e, indudablemente, Frederick
Wiseman, que muchos ven como uno de los
mejores directores vivos de su país.

Cineasta autodidacta e independiente,


Wiseman es considerado como uno de los
representantes más prolíficos e influyentes
de esa corriente innovadora dentro del
documental, que en ciertos aspectos —
especialmente en su decisión de captar con
la mayor fidelidad posible una temática
determinada, de involucrarse
estrechamente con ella, vivenciándola
desde adentro para poder reflejarla con
más intensidad— podría emparentarse con
el Nuevo Periodismo, una tendencia
periodística surgida en los años 60 en
Estados Unidos y otras partes del mundo,
en el medio de profundos cambios
políticos, sociales y culturales.

Al igual que esa nueva forma de concebir


el periodismo, que reivindicaba su carácter
narrativo y la posibilidad de ejercerlo de
forma más creativa, Wiseman elige vivir en
carne propia, o presenciando desde muy
cerca, las complejas experiencias humanas
que busca retratar. Para ello pasa extensos
períodos de tiempo observando a las
personas, estudiando sus costumbres y
conductas, en la búsqueda de un registro
minucioso de las formas de funcionamiento
interno de ciertas instituciones estatales de
su país, como hospitales, universidades,
estaciones de policía, bibliotecas o centros
de entrenamiento militar.

En esos espacios regidos por reglas y


rutinas propias de orden y disciplina,
Wiseman parece encontrar un reflejo de
las desigualdades y las relaciones de
poder dentro del sistema capitalista,
dejando en evidencia sus procedimientos
de control, vigilancia y castigo. Su cine va
de lo particular a lo general, partiendo del
comportamiento individual de quienes
ejercen o padecen la autoridad,
cotejándolos con acciones grupales y
logrando, en ese juego de escalas y
contrastes, un diagnóstico del estado de la
cultura estadounidense.

Ganador del Oscar honorífico en 2016,


entre muchas otras distinciones recibidas
en su extensa trayectoria, Wiseman es
autor de unos 50 largometrajes
independientes de bajo costo, entre los que
se destacan Titicut Follies (1967), High
School (1968), Law and Order (1969) y
Hospital (1970), Basic Training (1971),
Primate (1974), The Store (1983), Near Death
(1989), Public Housing (1997), Boxing Gym
(2010), At Berkeley (2013) y Ex Libris
(2017), que retrata la biblioteca pública de
Nueva York y estuvo nominado al Oscar.

Su método de trabajo contempla la


incidencia que la cámara y su presencia
ejercen sobre la realidad y los sujetos
representados, afectándolos en mayor o
menor medida según su modo de acercarse
a ellos, encuadrarlos y darle una duración
determinada a cada plano. Conoce el poder
que posee la puesta en escena, pero su
ética lo lleva a ponerla en juego lo menos
posible, tratando de evitar cualquier tipo
de manipulación de la realidad durante el
rodaje. El montaje es el verdadero
momento donde Wiseman usa todas las
herramientas a su alcance, para encontrar
una historia interesante entre sus registros,
generar una estructura narrativa y darle
un sentido preciso al material
seleccionado. Sabe que la incidencia del
dispositivo puede ser inevitable, pero trata
de no exacerbarla y mantenerse lo más fiel
posible a lo que retrata, intentando
transmitir la veracidad de las sensaciones
que experimenta en carne propia, como
observador de la realidad, mientras la
filma.

Titicut Follies (1967)

A diferencia del cinéma vérité —una


tendencia similar surgida en Europa hacia
mediados de los 50, que encontró en el
francés Jean Rouch a uno de sus mayores
exponentes—, los documentalistas del cine
directo se comportaban como “una mosca
en la pared”, ya que aspiraban a ser
invisibles, observar y registrar a cierta
distancia lo que ocurría a su alrededor,
esperando a que los acontecimientos se
sucedieran espontáneamente, sin su
participación. Los realizadores del cinéma
vérité, en cambio, elegían intervenir en la
realidad que retrataban, buscando
precipitar ciertos hechos. En un caso, la
cámara funcionaba como un testigo
neutral de momentos azarosos. En el otro,
como instrumento intencional para
impulsar situaciones más previsibles, pero
igualmente reales.

Sin embargo, Wiseman siempre se sintió


distante y quiso diferenciarse de estas
caracterizaciones. Durante una de las dos
conferencias dictadas en 2018 frente a
alumnos de la Universidad de Harvard (tal
como lo consigna la investigadora
argentina Marina Moguillansky en su texto
“Documentar una cultura”), el cineasta
declaró:

No creo en la idea de cine directo, al igual


que la idea de la mosca en la pared,
porque realmente las moscas no tienen
consciencia ¿o sí? Creo que esa es una
gran diferencia entre la mosca y yo. Un
director de cine tiene consciencia —o al
menos eso me gusta pensar— y está allí
intentando comprender lo que observa
mientras filma.

Si bien comenzó su carrera


cinematográfica en 1963, como productor
del largometraje The Cool World, el primer
documental de Wiseman como director fue
Titicut Follies, un impactante retrato de las
condiciones inhumanas que padecían en la
década de los 60 los internos del hospital
psiquiátrico estatal de Bridgewater, en
Massachusetts. Wiseman pasó casi un mes
en ese correccional para criminales con
problemas psiquiátricos y filmó
innumerables situaciones junto a su
camarógrafo, John Marshall.

Su historia recuerda, con distancias, a las


desventuras del protagonista del famoso
film de Sam Fuller, Shock Corridor (1963),
un periodista que se hace pasar por loco
para ingresar a un hospital psiquiátrico y
así poder investigar de cerca y tal vez
descubrir al autor de un asesinato. Sin
embargo, se acerca tanto a la locura, lo
que observa es tan perturbador y el
maltrato que recibe es tan violento —
inyecta de antipsicóticos y electroshocks
incluidos— que termina perdiendo la razón
y queda encerrado como un anónimo, sin
identidad, perdido entre esa fauna
variopinta de dementes.

La caracterización que Fuller hacía de los


internos de ese hospital, los temas elegidos
para sus delirios y obsesiones, dejaban en
evidencia el racismo, las desigualdades, las
injusticias y la violencia institucional que
sufren las minorías y la clase trabajadora
en los Estados Unidos. Y aunque parezca
extraño, los hechos reales registrados por
Wiseman en Titicut Follies parecieran
haberse inspirado en aquella ficción
filmada por Fuller cuatro años antes.
Ambas películas revelan, a través del
retrato brutal del tratamiento de la locura,
el lado oscuro de la cultura
estadounidense, el costo aterrador del tan
anhelado sueño americano.

Law and Order (1969)

La película de Wiseman —cuyo contenido


le costó una censura de varios años,
además de traerle un juicio en su contra—
fue la primera de una serie de
documentales en los que se dedicó a
reflejar el funcionamiento interno de
algunas instituciones estatales
estadounidenses. En ellos, Wiseman
empezó a delinear un estilo propio de
observación y registro directo, marcado
por la ausencia de la tradicional voz en off
omnipresente y explicativa, la falta de un
guion durante el rodaje, las largas estadías
en los mismos espacios donde filma y un
trabajo extenso y minucioso de
visualización, y la selección de tomas y un
montaje (de un año de duración
aproximadamente) que construyan una
narración a partir del encadenamiento de
secuencias que funcionan por sí mismas,
de manera autónoma, pero mantienen
relaciones de ritmo y evolución con las
demás. Sus films poseen la forma de un
mosaico humano, donde muchas pequeñas
partes —planos, escenas y secuencias— se
relacionan componiendo una gran
estructura narrativa y conceptual. En ese
sentido, Wiseman defiende el carácter
activo de su trabajo como cineasta y la
posibilidad que le otorga el montaje de
darle un sentido profundo a su película.

Tengo una reacción contraria a ciertas


películas de cine directo que se centran en
uno o dos personajes, una encantadora
vedette o un encantador criminal… Para mí
la vedette es el espacio y las relaciones
sociales. De ahí viene mi serie de películas
acerca de las relaciones institucionales.
Hay obviamente personajes que emergen
del montaje con mayor vigor que otros,
pero trato de no seguir a un único
personaje. Trato de ofrecer un mosaico.

Esto dijo Wiseman en una de las


conferencias dictadas en Harvard, en la
que algunos alumnos lo comparaban con
Michel Foucault debido a que, al igual que
el filósofo francés, sus films dejan al
descubierto los mecanismos de vigilancia y
castigo puestos en práctica en esos tubos
de ensayo para experimentos sociales en
los que parecen convertirse ciertas
instituciones.

Uno de los aspectos esenciales de la


estética de Wiseman —y del cine directo en
general—es la especial atención que pone
en la observación y el registro de los
detalles. En la misma línea del close
reading —que en la crítica literaria
proponía leer pormenorizadamente un
pasaje de un texto para descubrir un
significado más amplio— este tipo de
atención al detalle permite al cineasta una
lectura sostenida y, por ende, más clara y
cuidadosa, de las personas, las situaciones
o las experiencias que registra.

Wiseman cree que, a pesar de sentirse


filmadas, las personas actúan de la misma
manera en que lo harían si la cámara no
estuviera presente. La filmación no
afectaría su comportamiento habitual y la
gente seguiría haciendo lo que hace
porque cree que es lo correcto. Esto
pondría en duda la idea atribuida al cine
directo según la cual resulta muy difícil
registrar algo sin que la presencia del
observador lo afecte mientras lo filma. Es
lo que parece ocurrir en varios momentos
de Titicut Follies y Law and Order, donde
guardias de un psiquiátrico y policías
confunden hacer “bien” su tarea con el
maltrato y el abuso de autoridad.

Son momentos en los que Wiseman actúa


como un cronista, que trata de no
interferir en lo que observa y registra. Es
lo que ocurre por ejemplo en una escena
impactante de Law and Order en la que un
grupo de policías de Kansas registran un
hotel buscando a una prostituta. La mujer
permanece escondida en un desván, debajo
de un montón de muebles apilados, hasta
que los policías la descubren y uno de
ellos la toma del cuello con violencia y
comienza a ahorcarla con fuerza desde
atrás. Después de varios segundos de
quitarle el aire, cuando está desvanecida,
el hombre la suelta. La mujer suplica
desesperada que no vuelvan a ahorcarla,
pero los policías niegan cínicamente que
alguno de ellos le hubiese hecho algo.
Actúan como si estuviesen solos, como si
Wiseman y su cámara no estuvieran ahí,
junto a ellos, registrándolo todo.

En Basic Training, Wiseman se interna


junto a su camarógrafo en la unidad
militar de Fort Knox, en Kentucky, en
plena guerra de Vietnam, para registrar el
entrenamiento de los reclutas que se
preparan para reforzar las filas del
ejército en el país asiático. Además de
mostrar la vida áspera y rutinaria de los
nuevos soldados, maltratados física y
psicológicamente, embrutecidos y
obligados a cumplir reglas y órdenes
absurdas, la película desnuda el modo
coercitivo que el sistema capitalista usa
para condenar al ciudadano a obedecer y
adaptarse al poder de la autoridad, al
punto de no tener más opción que
convertirse en desertor —con los castigos y
el desprecio social que eso implica— o
aceptar ir a una guerra en un país lejano,
sin siquiera conocer los motivos por los
que deberá matar a otros y poner su
propia vida en peligro.

Wiseman deja en evidencia el aspecto


primitivo y tribal del entrenamiento
militar, ese proceso en el que se legitima
el acto de matar y se convierte a jóvenes
inocentes en asesinos en potencia. La
fascinación por las armas, la disciplina
férrea, el fanatismo religioso, el maltrato,
la obediencia absoluta y el machismo, son
otros de los temas que se desprenden de la
película. Son los mismos que Stanley
Kubrick desarrolló en la primera parte de
Nacido para matar (1987), que también se
centra en el entrenamiento básico de un
grupo de infantes de marina y pone el foco
en las humillaciones que sufren por parte
de un sargento que solo conoce el lenguaje
de la agresión y la fuerza. Ese primer
tramo de la película —psicológicamente
más violento que lo que ocurre luego en
Vietnam, en el campo de batalla— es una
copia casi calcada del documental.
Kubrick adapta a la ficción con mínimos
cambios, aunque llevando todo a un
extremo, los mismos personajes, las mismas
situaciones, los mismos conflictos y casi los
mismos diálogos tomados de la realidad, 17
años antes, por Wiseman.

Una de las claves de su filmografía tiene


que ver con la decisión de empezar a
filmar en el lugar elegido, directamente,
sin una investigación previa. Su idea es
llegar a cada espacio sin preconceptos y
descubrir la película ahí mismo, mientras
la filma. En todo caso, si hubiera una
investigación, ésta se realizaría in situ, con
la cámara encendida. Además, Wiseman
pasa un tiempo bastante prolongado en los
espacios donde filma. Esos períodos
pueden durar de uno a dos meses, según lo
que precise para familiarizarse con el
lugar, conocer de cerca a las personas que
lo habitan y comprender su
funcionamiento interno y las formas que
las relaciones humanas adoptan en su
seno.

Como un nuevo periodista en busca de un


reportaje humano interesante, Wiseman se
propone vivenciar desde muy cerca las
situaciones, toma contacto directo con sus
protagonistas y trata de presenciar y
compartir sus experiencias para poder
registrarlo todo, lo más fidedignamente
posible, con su cámara. Busca saber qué es
exactamente lo que está filmando y cuál es
el verdadero sentido que debe darle a la
película. O como él mismo dice, alcanzar
una conciencia suficiente para comprender
lo que observa mientras lo filma.

Si llegaste hasta acá…


Es porque entendés que el cine
es un arte y no un mero
entretenimiento, por eso
valorás y apoyás que existan
otras miradas. Podés apoyar a
Revista Caligari adquiriendo
alguna de nuestras
suscripciones.
SUSCRIBIRME

Con el apoyo de:

Diseño:

REVISTA CALIGARI

Recibe todas las novedades

Suscribite a nuestro
Newsletter

También podría gustarte