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Cap.6- ¿Qué tipos de documentales hay?

(segunda parte)

Bill Nichols

EL MODO OBSERVACIONAL

Los modos expositivo y poético del documental habitualmente sacrificaban el acto


específico de filmar gente para construir patrones formales o argumentos persuasivos. El
director reunía la materia prima necesaria y luego moldeaba una meditación, una
perspectiva, o un argumento a partir de ello. ¿Y si el director simplemente observara lo que
sucede frente a cámara sin intervenir? ¿No sería forzosamente una nueva forma de
documentación?
Los desarrollos en Canadá, Europa y Estados Unidos en los años posteriores a la Segunda
Guerra Mundial culminaron hacia 1960 en varias cámaras 16 mm como la Arriflex y la
Auricon y grabadores como el Nagra que podían ser fácilmente cargados por una sola
persona. El discurso verbal podía ser ahora sincronizado con las imágenes sin usar un
abultado equipo o cables que enlazaran a grabadores y cámara juntos. La cámara y el
grabador podían moverse libremente sobre la escena y grabar lo que sucedia, tal como
sucedía.
Todas las formas de control que los directores poéticos o expositivos debían ejercitar sobre
la puesta, el ordenamiento o composición de la escena fueron sacrificadas en virtud de la
observación espontánea de la experiencia vivida. En honor a este espíritu de observación
en la posproducción, se editaba tal cual lo que las tomas habían durado, en películas sin
comentario en voz over, sin música suplementaria o efectos sonoros, sin intertítulos, sin
reconstrucciones dramáticas de la historia, sin acciones repetidas para la cámara e incluso
sin entrevista alguna. Lo que vimos es lo que había, o al menos lo parecía, en Primary
(1960), High School (1968), Les Racquetteurs (Michel Brault y Gilles Groulx, 1958), sobre
un grupo de nativos de Montreal disfrutando sus juegos en la nieve, en porciones de
Chronique d’un été, donde se retrata la vida de varios individuos en el París de 1960. The
Chair (1962), sobre los últimos días de un hombre condenado a muerte, Gimme Shelter
(1970), sobre el tristemente célebre concierto de los Rolling Stones en Altamont, California,
donde la muerte de un hombre a manos de los Hell’s Angels es parcialmente captada por la
cámara. Don’t Look Back (1967), sobre el tour de bob Dylan en 1965, Monterey Pop
(1968), sobre un festival de rock que presentaba a Otis Redding, Janis Joplin, Jimi Hendrix,
Jefferson Airplane y otros, o Jane (1962), que retrataba a Jane Fonda mientras se prepara
para un papel en una obra de Broadway.
El metraje resultante casi siempre evocaba el trabajo de los neorrealistas italianos.
Avistamos la vida tal como era vivida. Los actores sociales se relacionaban unos con otros
ignorando al director. Frecuentemente los personajes eran captados en aprietos o durante
una crisis personal. Eso requería su atención y los alejaba de la presencia del director. Las
escenas tendían, como en la ficción, a revelar aspectos del carácter y de la individualidad.
En el documental observacional hacemos inferencias y llegamos a conclusiones basados en
el comportamiento que observamos u oímos por casualidad. El repliegue del director hacia
la posición de observador llama al espectador a tomar un rol más activo en cuanto a
determinar la significación de lo que es dicho y dado.
El modo observacional posee una serie de consideraciones éticas en cuanto a lo que implica
el acto de observar a otros metidos en sus asuntos. ¿Es un acto en sí mismo voyeurístico?
¿Coloca al espectador necesariamente en una posición menos confortable que el film de
ficción? En la ficción, las escenas son dispuestas para que las veamos y oigamos
plenamente, mientras que las escenas documentales representan la experiencia vivida de
gente real de las que ocurre que somos testigos. Esta posición, “en el ojo de la cerradura”,
puede ser poco confortable si el placer de la mirada parece volverse prioritario sobre la
posibilidad de conocer e interactuar con aquel a quien vemos. Esta disconformidad puede
agudizarse cada vez más cuando la persona no es un actor que ha aceptado gustosamente
el ser observado formando parte de una ficción.
La impresión de que el director no ha intervenido en el comportamiento de otros, a su vez
instala la cuestión de la intrusión inadvertida o indirecta. ¿La gente se conduce a sí misma
de manera natural, lo que tiñe nuestra percepción de ella, o bien, para mejor o peor, lo
hace con el fin de satisfacer al director que no dice qué es lo que quiere? ¿el director busca
representar a otros porque ellos poseen cualidades que pueden fascinar a los espectadores
por las razones equivocadas? Esta cuestión frecuentemente aparece en los films
etnográficos que observan, en otras culturas, el comportamiento que parece, sin la
adecuada contextualización, más bien parte del “cine de atracciones” que de la ciencia.
¿Buscó el director el consentimiento conciente de los participantes e hizo posible para ese
consentimiendo el ser entendido y concedido? ¿Hasta qué punto puede el director explicar
las consecuencias posibles de permitir al comportamiento el ser observado y representado
a otros?
Fred Wiseman, por ejemplo, requiere el consentimiento verbal cuando filma, pero asume
que cuando rueda en instituciones públicas tiene el derecho de registrar lo que ocurre.
Nunca garantiza a los participantes el control sobre el resultado final. Incluso así, muchos
participantes en High School encontraron al film honesto y representativo, mientras la
mayoría de los críticos lo han considerado como una áspera acusación contra la disciplina y
los reglamentos escolares. Un enfoque radicalmente distinto ocurre en Laws (1981), sobre
los derechos aborígenes a la tierra, donde los realizadores no filmaron nada sin el
consentimiento y la colaboración de los participantes. Todo, desde el contenido hasta las
lentes, fue abierto a la discusión y al acuerdo mutuo.
Desde que el director observacional adopta un modo peculiar de presencia “en escena” en
la cual él o ella aparenta ser invisible y no participativo, la cuestión que surge asimismo es
¿Cuándo el director tiene la responsabilidad de intervenir? ¿Y si algo sucediera que pudiese
poner en peligro o lastimar a alguno de los actores sociales? ¿Debe el cameraman filmar la
inmolación de un monje vietnamita quien, sabiendo que hay cámaras presentes para
grabar el evento, se prende fuego para protestar sobre la guerra de Vietnam, o debe
rehusarse e intentar disuadir al monje? Debe el cineasta aceptar un cuchillo como regalo
de un participante en el curso del rodaje de un juicio por asesinato, y luego retornar el
cuchillo a la policía cuando detecta en él manchas de sangre —como lo hacen Joe Berlinger
y Bruce Sinofsky en Paradise Lost (1996)—?. Este último ejemplo nos desplaza hacia una
forma de participación inesperada, o inadvertida, más que una observación, y también
instala cuestiones importantes sobre la relación del cineasta con sus sujetos filmados.
Los film de observación poseen la fuerza particular de dar el sentido de la duración real de
los hechos. Ellos rompen con el avance dramático de la tendencia predominante de los
films de ficción y la a veces apresurada reunión de imágenes que hacen de soporte a los
documentales expositivo y poético. Cuando Fred Wiseman, por ejemplo observa la
realización de un comercial de 30 segundos a lo largo de 25 minutos de su Model (1980),
transmite el sentido de haber observado todo lo que valía la pena sobre el rodaje. De igual
modo, cuando David McDougall filma extensas discusiones entre su personaje principal,
Lorang, y uno de sus pares sobre el precio de la novia (hija de Lorang) en Wedding Camels
(1980), desplaza nuestra atención sobre el acuerdo final o el nuevo acontecimiento
narrativo hacia el sentido y la textura de la discusión en sí misma; el lenguaje corporal y el
contacto visual, la entonación y el registro de las voces, las pausas y el espacio “vacío” que
da al encuentro el sentido de realidad concreta, vivida. MacDougall mismo describe la
fascinación de la experiencia vivida como algo que es más nítidamente experimentado
como una diferencia entre las tomas en crudo y la secuencia editada. Las tomas originales
tenían una densidad y vitalidad de la que carece el film montado. Una pérdida tiene lugar
cuando se le añaden estructura y perspectiva:

El sentido de pérdida parece identificar valores positivos percibidos en las tomas y pretendidos por el
realizador en el tiempo del rodaje, pero no logrados en el film completo. Es como si las mismas
razones para hacer los films fueran contradichas por la realización. Los procesos de montaje de un
film desde el material en crudo involucran reducir su extensión total y cortar la mayor parte de las
tomas a menores dimensiones. Algunas veces los realizadores parecen reconocer esto cuando tratan
de preservar alguna de las cualidades de las tomas en los films, o reintroducen estas cualidades por
otros medios (“When Less is Less”, Transcultural Cinema, p. 215)
La presencia de la cámara “en escena” testifica su presencia en el mundo histórico. Esto
afirma un sentido de compromiso con lo inmediato, lo íntimo, lo personal tal como ocurre.
Esto también refuerza el sentido de fidelidad de lo ocurrido que puede pasar para nosotros
como si simplemente hubiese sucedido cuando era, de hecho, construido para dar esa
apariencia. Un modesto ejemplo es la “entrevista enmascarada”. En ese caso el director
trabaja de una manera más participativa con sus sujetos para establecer el tema general
de la escena y luego filmarla de una manera observacional. MacDougall ha hecho esto
bastante efectivamente en varios films. Un ejemplo es el de la escena de Kenya Boran
donde, sin rendir tributo a la cámara pero de aceurdo con los lineamientos generales
establecidos antes del rodaje, dos miembros de una tribu kenyana discuten sus puntos de
vista sobre la introducción de medidas de control de natalidad por parte del gobierno.

Un ejemplo más complejo es el de los acontecimientos escenificados para que formen parte
del registro histórico. Conferencias de prensa, por ejemplo, pueden ser filmadas en un
estilo puramente observacional, pero semejantes eventos no sucederían si no fuese para la
presencia de la cámara. Este es el reverso de la premisa básica de los films
observacionales, de que lo que vemos es lo que hubiese sucedido aunque la cámara no
estuviese allí para observarlo. Esta inversión cobró proporciones monumentales en uno de
los primeros documentales “observacionales“, El triunfo de la voluntad, de Leni Reifenstahl.
Luego de un conjunto de títulos introductorios que anuncian el congreso de 1934 del
Partido Nazi en Nuremberg, Riefenstahl observa los hechos sin más comentario. Esos
sucesos —básicamente desfiles, revista de tropas, asambleas masivas, imágenes y
discursos de Hitler— ocurren como si la cámara simplemente los registrara a medida de
que fueron ocurriendo. Con su duración de dos horas, la película puede dar la impresión de
haber registrado acontecimientos históricos de una manera fiel y no meditada. Pero aun
así, muy poco habría ocurrido si no hubiera habido la intención del partido nazi de hacer
una película del Congreso de Nuremberg. Riefenstahl tuvo enormes recursos puestos a su
disposición, y los acontecimientos fueron cuidadosamente planeados para facilitar el
rodaje, incluyendo la filmación repetida de porciones de algunos discursos cuyas
grabaciones originales fueron inutilizables (esos fragmentos fueron nuevamente
pronunciados y montados entre los originales, ocultando el procedimiento). El triunfo de la
voluntad demuestra el poder de la imagen para representar el mundo histórico, en el
preciso momento en que participa en la construcción de aspectos de ese mismo mundo.
Esa participación, especialmente en el contexto de la Alemania nazi, acarrea un aura de
duplicidad. Esta sería la última compañía que cineastas observacionales como Robert Drew,
D. A. Pennebaker, Richard Leacock o Fred Wiseman quisieran para su trabajo.
La integridad de su postura observacional lo evita exitosamente, en su mayor parte, pero
aún el acto subyacente de estar presente en un evento pero filmarlo como si se estuviese
ausente, como si el director fuese “una mosca en la pared”, invita a debatir sobre cuánto
de lo que vemos sería lo mismo si la cámara no estuviera o cuán diferente sería si la
presencia del director fuese más tendiente a ser reconocida. Que semejante debate sea por
su misma naturaleza indecidible continúa fomentando un cierto sentido de misterio e
inquietud acerca del cine observacional.

EL MODO PARTICIPATIVO

Las ciencias sociales han promovido mucho el estudio de grupos sociales. La antropología,
por ejemplo, continúa siendo fuertemente definida por la práctica del trabajo de campo,
donde el antropólogo vive con un determinado grupo social durante un extenso período de
tiempo y luego escribe sobre lo que aprendió alli. Tal investigación usualmente requiere
cierto tipo de observación participante. El investigador entra en el terreno, participa de la
vida de otros, obtiene una impresión corporal o visceral sobre cómo es la vida en un
contexto dado, y luego reflexiona sobre su experiencia, utilizando las herramientas y
métodos de la antropología y la sociología. “Estar allí” requiere participación: el “estar allí”
permite la observación. Esto quiere decir que el trabajador de campo no se “vuelve nativo”,
bajo circunstancias normales, sino que mantiene un grado de separación que lo diferencia
de aquellos sobre los que escribe. La antropología, de hecho, para definirse, ha
consecuentemente dependido de este complejo acto de compromiso y separación entre dos
culturas.
Los directores documentales también se introducen en el terreno; ellos también viven entre
otros y hablan sobre o representan lo que experimentan. La práctica de observación
participante, sin embargo, no se vuelve un paradigma. Los métodos y prácticas de la
investigación en ciencias sociales se subordinan a la práctica retórica que prevalece,
buscando conmover y persuadir a la audiencia. El documental observacional desenfatiza la
persuasión para brindarnos la sensación de estar en una situación determinada pero sin un
sentido de qué significa a su vez para el director estar allí. El documental participativo nos
da la sensación de qué significa para el director estar en una situación determinada y cómo
esa situación resulta modificada. Los modos y grados de esa alteración ayudan a definir
variaciones dentro del modo participativo del documental.
Cuando vemos documentales participativos esperamos presenciar el mundo histórico como
representado por alguien activamente comprometido con él, más que con alguien que lo
observe sin obstaculizar, lo reconfigure poéticamente o lo cohesione argumentativamente.
El director se aparta de estar cubierto por el manto del comentario en voz over, se desliga
de la meditación poética, se baja de ser como una mosca en la pared, y se convierte (casi)
en un actor social como cualquier otro. (Casi como cualquier otro porque el director retiene
la cámara, y con ella, un cierto grado de control y poder potencial sobre los
acontecimientos).
En los documentales participativos como Chronique d’un été, Portrait of Jason, o Word Is
Out intervienen lo ético y lo político del encuentro. Se trata del encuentro entre quien
maneja la cámara y otro que no lo hace. ¿Cómo se responden el director y el actor social
entre sí? ¿Cómo negocian el control y comparten la responsabilidad? ¿Cuánto puede el
director insistir sobre un testimonio cuando es doloroso darlo? ¿Qué responsabilidad tiene
el director por las secuelas emocionales de lo que aparece en cámara? ¿Qué lazos
mantienen director y sujeto y qué los divide necesariamente?
El sentido de presencia corporal, más que de ausencia, coloca al director “en escena”.
Esperamos que lo que aprendemos se articule en la naturaleza y calidad del encuentro
entre director y sujeto más que en generalizaciones apoyadas por imágenes alumbrando
una perspectiva determinada. Debemos ver tanto como oir al director actuar y responder
en el acto, en la misma arena histórica que el sujeto del film. Surge la posibilidad de servir
de mentor, critico, interrogador, colaborador o provocador.
El documental participativo puede tensar el encuentro real, vivido entre el realizador y su
sujeto, en el espíritu de El hombre de la cámara, de Vertov, de Chronique…, de Rouch y
Morin, de Hard Metals Disease (1987), de Jon Alpert,, Watsonville on Strike (1989), de Jon
Silver o de Sherman’s March, de Ross McElwee (1985). La presencia del realizador cobra
una destacada importancia, desde el acto físico de “hacer la toma” que es tan prominente
en El hombre de la cámara, hasta el acto político de aunar fuerzas con los actores sociales
como hace Jon Silver en Strike…, cuando pregunta a los trabajadores de la granja si puede
filmar en la sala del sindicato, o como hace Jon Alpert cuando traduce al español lo que los
trabajadores que acompaña a Mexico tratan de decir a sus interlocutores sobre los peligros
de la HMD (Hard Metal Disease).
Este estilo de filmación es lo que Rouch y Morin denominaron cinéma vérité, trasladando al
francés el título de los noticieros filmados de Dziga Vertov para la sociedad soviética:
kinopravda. Esta idea de “cine verdad” enfatiza que se trata de la verdad de un encuentro
más que la absoluta verdad. Vemos cómo el director y su sujeto negocian una relación,
cómo actúan respecto del otro, qué formas de poder y control se ponen en juego, y que
niveles de revelación y entendimiento provienen de esta forma específica de encuentro.
Si hay aquí alguna verdad, es la de una forma de interacción que no existiría si no fuera
por la cámara. En este sentido es lo opuesto a la premisa observacional de que lo que
vemos es lo que hubiésemos visto de haber estado allí en lugar de la cámara. En el
documental participativo, lo que vemos es lo que podemos ver sólo cuando la cámara, el
director, esta allí en lugar de nosotros mismos. Jean-Luc Godard una vez afirmó que el cine
es la verdad 24 veces por segundo: el documental participativo se hace cargo de la
afirmación de Godard.
Chronique…, por ejemplo, incluye escenas que resultan de la colaboración interactiva entre
directores y actores, un ecléctico grupo de individuos viviendo en Paris el verano de 1960.
Por ejemplo Marcelline Loridan, una joven mujer que luego se casaría con el director
holandés Joris Ivens, hablando acerca de su experiencia como judía deportada de Francia
que fue enviada a un campo de concentración alemán derante la Segunda Guerra Mundial.
La cámara la sigue mientras ella habla a través de la plaza de la Concorde y luego a traves
del antiguo mercado parisiense de Les Halles. Ella brinda un monólogo bastante
conmovedor sobre sus experiencias, pero sólo porque Rouch y Morin planearon la escena
con ella y le dieron la grabadora para que la lleve. Si ellos hubiesen esperado que eso
ocurriera por sí mismo para poder así observarlo, nunca podría haber sucedido. Ellos
llevaron esa idea de colaboración aún más lejos proyectando partes de la película a los
participantes y filmando la subsecuente discusión. Rouch y Morin también aparecen en
cámara. Discutiendo su propósito de estudiar “a esta extraña tribu viviendo en París” y
evaluando al final de la película lo que han aprendido.
De modo similar, en Not a Love Story (1981), Bonnie Klein, la realizadora, y Linda Lee
Tracy, una ex stripper, discuten sus reacciones a varias formas de pornografía a medida en
que entrevistan a participantes en la industria del sexo. En una escena, Linda Lee posa
para una fotografía de desnudos y discute cómo la hizo sentir la experiencia. Las dos
mujeres se embarcan en un viaje que es en parte exploratorio, en un espíritu similar al de
Rouch-Morin, y en parte confesional y redentorio, en un sentido completamente diferente.
El acto de hacer la película juega un rol catártico, redencionista, en sus propias vidas; es
menos el mundo de sus sujetos lo que cambia, que el suyo propio.
En algunos casos, como el de La pena y la piedad (1970), de Marcel Ophuls, sobre la
colaboración francesa con los alemanes en la Segunda Guerra, la voz del realizador emerge
principalmente como una perspectiva en el tema de la película. El director se comporta
como un investigador o un periodista. En otros casos, la voz del director surge de su
implicación directa y personal en los acontecimientos que despliega. Esto puede
permanecer dentro de la órbita del periodista investigador cuya participación personal en el
desarrollo de la historia es algo central a su despliegue. Un ejemplo de esto es el trabajo
del realizador canadiense Michael Rubbo, como en Sad Song of Yellow Skin (1970), donde
explora las ramificaciones de la guera de Vietnam entre la población civil de ese país. Otro
es el caso de Nicholas Broomfield, quien adopta un estilo más áspero y confrontativo, si no
arrogante, en Kurt and Courtney (1998); su exasperación con la elusividad de Courtney
Love a despecho de las sospechas infundadas sobre su complicidad en la muerte de Kurt
Cobain, lleva a Broomfield a filmar su propia y aparentemente espontánea denuncia de ella
en una cena de ceremonia organizada por la American Civil Liberties Union.
En otros casos, nos alejamos de la postura investigativa para adoptar una relación más
sensible y reflexiva en el desarrollo de los acontecimientos que envuelven al director. Esta
última opción nos lleva hacia el diario y el testimonio personal. La voz en primera persona
se vuelve prominente en la totalidad de la estructura del film. Es el compromiso
participativo del director con los acontecimientos desarrollados lo que mantiene nuestra
atención.
El interés de Michel Negroponte en una mujer que encuenta en el Central Park, que parece
tener una historia compleja pero no del todo creíble, se convierte en central a la estructura
de Jupiter’s Wife (1995). De modo similar, son los esfuerzos de Emiko Emori para
recuperar la historia suprimida de su propia familia en los campos de concentración de
japoneses-americanos de la Segunda Guerra lo que da forma a Rabbit in the Moon (1999).
Marilu Mallet ofrece una estructura más explícita a la manera de diario a su retrato como
exiliada chilena viviendo en Montreal, casada con el cineasta canadiense Michael Rubbo, en
Unfinished Diary (1983), tal como hace Kazuo Hara en si crónica de la relación compleja y
volátil que revive con su anterior esposa, en tanto ella como su actual pareja lo siguen
durante un tiempo en Extremely Personal Eros: Love Song (1974). Estos films hacen al
realizador tan vívido en tanto persona como cualquier otro sujeto. A modo de testimonio y
confesión, a menudo exudan un poder revelatorio.
No todos los documentales participativos enfatizan la apertura de la experiencia del
director o de la interacción entre director y sujeto. El cineasta puede querer introducir una
perspectiva más amplia, frecuentemente una que sea histórica por naturaleza. Cómo puede
ser esto efectuado? La respuesta más común involucra la entrevista. La entrevista permite
formalmente al director dirigirse a la gente que aparece en la película más que a la
audiencia a través del comentario en voz over. La entrevista se erige como una de las
formas más habituales de encuentro entre director y sujeto en el documental participativo.
La entrevista es una forma distinta de encuentro social. Difiere de la conversación ordinaria
y del más coercitivo proceso de interrogación a fuerza del marco institucional en el que se
produce y por los protocolos específicos o pautas que la estructuran. La entrevista se
produce en un trabajo de campo sociológico o antropológico; En medicina y bienestar social
se la denomina “historia clínica”; en psicoanálisis asume la forma de una sesión
terapéutica; con respecto a la ley se vuelve la indagatoria en la etapa de instrucción y,
durante los juicios, testimonio; en televisión, conforma la columna vertebral de los talk
shows; en periodismo asume las formas de entrevista y de conferencia de prensa; en
educación, aparece como diálogo socrático. Michel Foucault arguye que todas estas formas
implican formas reguladas de intercambio, con una distribución desigual de poder entre el
cliente y el practicante institucional y que esto se remonta a la tradición religiosa de la
confesión.
Los directores utilizan la entrevista para traer diferentes descripciones juntas en una sola
historia. La voz del director emerge del entretejido de voces colaboradoras y del material
generado para apoyar lo que ellas dicen. La compilación de entrevistas y material de apoyo
ha dado numerosas historias fílmicas, desde In the Year of the Pig (1969), sobre la guerra
de Vietnam, hasta Eyes on the Prize, sobre la historia del movimiento de derechos civiles, y
desde The Life and Times of Rosie The Riveter, sobre las mujeres trabajadoras de la
Segunda Guerra, a Shoah, sobre las secuelas del Holocausto en quienes lo vivieron.
Las películas de compilación como las de Esther Shub La caída de la dinastía Romanov, que
se apoya enteramente en material de archivo encontrado por ella y reeditado para narrar la
historia social, se remonta a los mismos comienzos del documental expositivo. Los
documentales participativos agregan el compromiso activo del realizador con sus propios
sujetos o informantes, y evitan la anónima exposición de la voz over. Esto sitúa al film
más acabadamente en un momento dado y en una perspectiva distinta; enriquece el
comentario con el grano de las voces individuales. Algunos, como Harlan Country, USA
(1977), de Barbara Kopple o Roger and Me (1989), de Michael Moore, enfocan
acontecimientos presentes de los que el cineasta es partícipe, mientras agregan algún
fondo histórico. Algunos, como The Thin Blue Line, de Errol Morris, When We Were Kings
de Leon Gast, sobre la pelea en 1974 entre Muhammad Ali y George Foreman, o The
Wonderful, Horrible Life of Leni Refenstahl (1993), sobre su controvertida carrera, se
centran en el pasado y en cómo aquellos que lo recuerdan pueden contarlo.
La experiencia de gays y lesbianas en los días previos a Stonewall, por ejemplo, puede ser
narrada como una historia social general, con una voz over e imágenes que ilustren los
puntos enfocados. Puede también ser contada en las palabras de aquellos que vivieron
esos tiempos por medio de entrevistas. Word is Out (1977), de Jon Adair, opta por la
segunda opción. Adair, como Connie Field en Rosie The Riveter, evaluó historias de posibles
sujetos antes de plantear la docena, más o menos, que aparece en el film. Distinto al caso
de Field, o al de Emile de Antonio, Adair opta por reducir el material de apoyo al mínimo.
Compila su historia básicamente a partir de “cabezas parlantes” de aquellos que pueden
poner ese capítulo de la historia norteamericana en sus propias palabras. Como las
historias orales que son grabadas u escritas para servir como fuente primaria, a las que
esta forma se parece, pero de las cuales también difiere a partir de la cuidadosa selección
y arreglo del material de las entrevistas, la articulación y la frontalidad emocional de
aquellos que hablan brinda a estos films de testimonio su cualidad de convicción.

El director que busca representar su propio encuentro directo con el mundo que lo rodea y
aquél que busca representar cuestiones sociales generales y perspectivas históricas a
través de entrevistas y material de archivo constituyen dos grandes componentes del modo
participativo. Como espectadores tenemos la sensación de que somos testigos de una
forma de diálogo entre el director y el sujeto que remarcan el compromiso situado, una
interacción negociada y un encuentro cargado de emoción. Estas cualidades otorgan al
modo participativo documental un atractivo considerable que abarca una gran variedad de
temas desde lo más personal hasta lo más histórico. Frecuentemente, de hecho, este modo
demuestra cómo ambas se entrelazan para producir representaciones del mundo histórico
desde perspectivas específicas que son tanto contingentes como comprometidas.

Publicado originalmente como Capítulo 6 de:

Bill Nichols, Introduction to documentary, Bloomington, Indiana University Press, 2001.

Traducción: Malena Di Bastiano


Revisión Técnica: Eduardo A. Russo

Texto de circulación interna para la cátedra TEORIA DEL LENGUAJE AUDIOVISUAL –Eduardo A. Russo- Carrera
de Comunicación Audiovisual, Facultad de Bellas Artes, Universidad Nacional de La Plata. Curso 2003.

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