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El (dis)placer del texto.

Notas sobre la práctica crítica en la escuela

Rocío Fernández
CONICET-INHUS-UNMDP

Para comenzar esta ponencia voy a leer un fragmento de un autoregistro que escribí durante
el período en que realicé mi práctica docente en la escuela técnica Nº 3. El proyecto que
decidí proponerles a los estudiantes estaba encuadrado en la cosmovisión de “ruptura y
experimentación” y tenía que ver con leer y poner en voz textos poéticos contemporáneos y
nacionales – de los `90 para acá. Lo que pongo en palabras a continuación es el comienzo de
la segunda clase que tuve con este curso:

Entre “y diez” e “y cuarto” llegaron. Se acomodaron y, de repente, sentí un poco


de nervios. De un lado ellos con sus códigos, sus chistes, sus puteadas y en frente
yo. Empecé a hablar y a contarles, junto con los chicos que habían venido la clase
anterior, lo que habíamos hecho la clase pasada: les comenté sobre los libros que
había traído, sobre las actividades que hicimos y, en resumen, les dije que lo que
más habíamos hecho era leer, grupal o individualmente, poesía contemporánea
argentina. Cuando dije esto, un chico que tiene dos aritos en la boca y que no
vino la clase pasada, dice con toda la ironía que una persona puede llegar a reunir:
“uy, qué divertido leer poesía”. Todos se ríen y comienzan a hacer bromas con
eso: “uh, nos lo re perdimos”, “la pasaron bomba”, etc. Yo me río, al principio,
y después me quedo un poco helada; digo “bueno, pero, capaz lo que leímos no
es lo que ustedes se imaginan”. Y ahí sale en mi ayuda Román – que para mí ya
es como Román Sangoy, un poeta entrerriano – y me pide el libro que eligió la
clase pasada, el de Sangoy, justamente, porque quiere leerles a sus compañeros.
Elige tres poemas increíbles y los lee en voz alta con mucha soltura. Y así
comienza, de alguna forma, la relación entre estos chicos de Mar del Plata y la
poesía: no se aburren, contrariamente a lo que ellos esperaban, sino que se ríen,
disfrutan, piensan, comentan, se apropian, recitan sus propios versos parodiando
lo que escuchan, se transforman, de un momento a otro, y sin saberlo, en grandes
lectores.

1.
Lo primero que se puede notar en este fragmento es que el curso parece estar dividido en dos:
por un lado, los que habían estado en la primera clase- sólo 7 de 16 - y los que no. Esto nos
permite pensar además otra separación: entre los que tuvieron la experiencia de esa primera
clase - en la que yo llevé una colección de 30 libros de diversas editoriales independientes

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para que los chicos investiguen, lean, compartan y elijan uno con el cual trabajar - y los que
no. Hay, entonces, en principio, una diferenciación que tiene que ver con una experiencia,
con una vivencia – dos horas de clase un miércoles al mediodía - más que con un saber. Y
aquí hay un primer punto que me parece sumamente importante para pensar este caso en
particular- y la literatura en la escuela en general - que es que lo que entra en tensión en esta
escena es del orden de la experiencia. El chico que dice “uy, qué divertido leer poesía” está
haciendo una valoración de una práctica cultural; decir que la poesía es aburrida o divertida
no es tanto algo que hable de la poesía en sí, sino más bien de la experiencia que ese sujeto
ha tenido con la poesía; experiencia que, por otro lado, puede ser “directa” y personal – si
ese chico ya ha tenido contacto con la lectura de poesía – o incluso una representación cultural
y/o social cristalizada de la que él se apropia.

2.
Frente a esto, dos reacciones: la de la docente – yo, en este caso – y la de Román, un alumno
que estuvo en la primera clase. Vamos con la primera: la de la docente que dice “bueno, pero,
capaz lo que leímos no es lo que ustedes se imaginan”. Por un lado, el titubeo el “bueno,
pero, capaz” con el que habla casi como si pidiera permiso; por otro, la incomodidad que se
evidencia en la descripción de ese momento: “me río, al principio, y después me quedo un
poco helada”. ¿A qué se debe esa incomodidad? ¿Ese quedarse helada sin saber bien qué
hacer? ¿Qué hay en esos comentarios que provocan esa reacción? Para pensar esto, vuelvo a
las palabras de la docente: hay ahí como una especie de justificación en la que ella adelanta
que lo que leyeron no es lo que ellos creen y que, por lo tanto, no es aburrido – como lo que
ellos quizá hayan leído. Esa actitud a la defensiva es también, para mí, una forma de justificar
a la poesía y a la literatura en general, casi como si el rol del docente fuera “defender” la
literatura de lo que dicen los estudiantes; como si cada vez que un estudiante dijera que un
libro o un poema que llevó la docente le aburrió tocara una fibra íntima y sensible dentro de
nuestras subjetividades letradas. ¿Qué es lo que nos duele o nos incómoda del aburrimiento
del otro?
Dejo, por el momento, esta pregunta en el aire; quiero contrastar primero la otra
reacción que nos había quedado pendiente: lo que hace Román frente a los comentarios
punzantes de sus compañeros. Lee. Simplemente lee para todos en voz alta. No aclara ni

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justifica nada, de hecho no hace ningún comentario antes de leer. Deja que el texto hable,
que se la “banque” sólo. Román responde con la experiencia, pone en primer plano la
literatura, el acto de leer, la práctica; lo único que puede transmitir parecería ser, justamente,
el momento de la lectura que el ya experimentó cuando leyó al poeta entrerriano Román
Sangoy. Y en este sentido, su accionar es fuertemente político porque hace de la literatura un
espacio común; común porque socializa la lectura con quienes no habían accedido aún a ella
y, por sobre todo, porque no digiere esa experiencia, deja que cada uno de los que están en
el aula la asimile como quiera. Hablita de esta forma un espacio para la apropiación de esa
lectura, de esa experiencia; le da la posibilidad a cada estudiante de que construya la relación
que quiere con ese texto.

3.
Estas dos actitudes me llevaron a pensar en que hay algo así como un narcisismo del docente
de literatura que lo lleva a pensar que su rol tiene que ver con convencer al alumno de que se
interese por la literatura o que le guste o que la aprecie; en esta tiranía del placer como única
forma de relacionarse correctamente con la literatura, quedan afuera otras afecciones
emocionales, corporales y psicológicas sumamente válidas y productivas para trabajar la
literatura. En este sentido, me parece que los docentes deberíamos replantearnos casi
constantemente qué y cuánta libertad le damos a nuestros estudiantes para que construyan su
propia relación con la literatura. Esta relación no tiene que ver simplemente con dar validez
a las diferentes interpretaciones que los estudiantes pueden llegar a hacer de un texto, si no
también permitirles pensar la literatura desde sus propias experiencias. Es por esto que se me
ocurre que la noción de trayecto personal de lectura podría ser ampliada y resignificada a
través de esta mirada: que los estudiantes realicen sus propias trayectorias no implicaría
solamente que tengan la libertad de elegir qué leer sino también que experimenten la
posibilidad de pasar por diferentes afecciones de lectura – nerviosismo, ansiedad,
aburrimiento, enojo, tranquilidad, no entender, no poder leer ni una página, etc.

4.
A partir de esto, pienso que lo mejor que uno puede hacer, entonces, como docente de
literatura es ser, en primer lugar, como una especie de dealer que ofrece diferentes

3
experiencias de lectura: llevarles, proponerles, leerles, facilitarles, regalarles una fotocopia,
prestarles un libro.1 En segundo lugar, no sólo permitir sino también instar a los estudiantes
a indagar acerca de lo que les produce la lectura como una forma de consolidar una práctica
desde la revisión y la deconstrucción constante; poner la experiencia de lectura en primera
persona – como una especie de narrativa – podría ser útil para que los propios estudiantes se
encuentren en esas narraciones como lectores. Y, por último, que esas sensaciones,
emociones, afecciones, no queden en una mera anécdota sino que sean utilizados de manera
productiva para articular la práctica de la lectura con el texto mismo. Preguntar y preguntarse
por qué un poema, por ejemplo, produce determinada sensación, puede ser una forma de
materializar, de hacer más tangible, la fuerza y el trabajo que hay detrás del lenguaje poético.
En relación a estas ideas me gustaría recuperar el concepto de crítica patética de Barthes
para pensar algunas cuestiones finales. Cito:

Ante todo, lo siguiente: no sería imposible teorizar una lectura —y por ende, un
análisis, un método, una crítica— que se ocupara o partiera de los momentos de
la obra: momentos fuertes, momentos de verdad o, si no se le teme a la palabra,
momentos patéticos (sabemos del vínculo con lo Trágico) → Crítica patética: en
lugar de partir de unidades lógicas (análisis estructural), se partiría de elementos
afectivos → se podría ir hasta una discriminación de los valores (del valor) de la
obra según la fuerza de los momentos —o de un momento—.

Pensar la posibilidad de trabajar la crítica patética en la escuela me parece realmente tentador:


en principio, porque supone indagar en algo que, en general, suele quedar relegado en el
ámbito académico Y, en segundo lugar, y este el punto más importante para mí, porque
supone trabajar con algo que es del orden de lo común: todos somos capaces de sentir y
hablar acerca de lo que sentimos, algunos tendrán mayor o menor sensibilidad, otros tendrán
más habilidad para transmitir qué es eso que sienten, pero todos, sin excepción, tienen la
capacidad de experimentar – si es que hay un docente que habilita y provoca esas
experiencias. Esto, obviamente, no quita que luego se puedan trabajar con cuestiones

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Lo que ellos hagan y dejen de hacer con la literatura y lo que la literatura haga con esos sujetos no es algo que
podamos controlar. Es algo que nos trasciende.

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estructurales, semióticas, etc.; de hecho, lo ideal, creo, sería articular los diversos niveles de
lectura y análisis que tienen los textos.
Para mí, este es un punto que, quizás, nos acerque un poquito a esa utopía de la igualdad
que plantea Ranciere en el maestro ignorante. Hablar de literatura a partir de la experiencia
de lectura, de lo que nos hizo sentir esa lectura, iguala en cierto sentido a docentes y
estudiantes porque no hay una afección más válida que otra ni una afección verdadera; y de
hecho, este abordaje nos pone siempre en jaque porque nuestro saber afectivo, nuestra
experiencia siempre va a ser singular y, por lo tanto, incompleta; un lector incompleto
enseñando y aprendiendo de otro lector incompleto, un ignorante enseñando y aprendiendo
de otro ignorante.

5.
Vuelvo, como una cuenta pendiente, a esa pregunta un tanto incómoda que había dejado en
suspenso. La repito para que resuene y haga eco en otras preguntas: ¿Qué es lo que, a los
docentes de literatura, nos duele o nos incomoda del aburrimiento del otro? ¿Acaso el
aburrimiento no puede ser un punto de partida? ¿No es una experiencia válida frente a un
texto?
Para intentar responder voy a retroceder un paso: ¿qué es aburrirse? En el famoso De
la obra al texto, Barthes dice: “aburrirse quiere decir que no se es capaz de producir el texto,
de ejecutarlo, de deshacerlo, de ponerlo en marcha”. El aburrimiento, según Barthes, tendría
que ver, entonces, con una incapacidad, un bloqueo, un estancamiento, una clausura, con un
no poder agregarle nada al texto. El aburrimiento se consolida entonces como un desafío para
el docente que es quien va a intentar brindar herramientas y lecturas para destrabar,
desbloquear esa situación. Es, reescribiendo una frase famosa dentro del Grafein, una valla
y un trampolín; puede ser un puntapié para que un estudiante como Román comparta la
lectura de algunos poemas, como una situación de estancamiento. Darle lugar al
aburrimiento, en este sentido, parecería ser una situación motivante, desafiante, que activa
cierta puesta en marcha del texto.

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