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EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA
En efecto, «los otros sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y
obras de apostolado, están profundamente vinculados a la Eucaristía y a ella se ordenan. Y
la razón es que en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a
saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne…» (PO, 5). La edificación del
Cuerpo (místico) alcanza su plenitud mediante el Sacrificio eucarístico (LG, 17). Por eso,
«ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raíz y quicio en la celebración de la
santísima Eucaristía, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el
espíritu de comunidad» (PO, 6). Y es que los fieles, «confortados con el Cuerpo de Cristo
en la sagrada liturgia eucarística, muestran de modo concreto la unidad del Pueblo de Dios,
significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento»
(LG, 11).
Fue mérito de H. de Lubac haber sintetizado en una fórmula, ese profundo nexo
entre Eucaristía e Iglesia; fórmula hoy familiar a la teología contemporánea. «Es la Iglesia
—dijo— la que hace la Eucaristía, pero es también la Eucaristía la que hace la Iglesia». La
Iglesia hace la Eucaristía puesto que la consagra por medio de sus ministros, pero téngase
presente que éstos existen en función de la Eucaristía, y no a la inversa: existe en la Iglesia
el poder de consagrar fundado en el sacramento del orden, pero «no es la Eucaristía la que
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JUAN PABLO II, Enc. Redemptor Hominis, 20.
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procede del orden, sino que es el orden el que “nace” de la Eucaristía y tiene toda la razón
de ser en la Eucaristía misma, la cual, así, aparece efectivamente como el origen, fuente y
cima de la vida de la Iglesia entera, incluidos los ministros».
El Magisterio reciente sobre la Eucaristía, tanto la Carta Encíclica de Juan Pablo II,
como la Exh. Ap. de Benedicto XVI, pone el acento en ese profundo nexo entre la
Eucaristía y la Iglesia. Así comienza la Enc. Ecclesia de Eucharistia: La Iglesia vive de la
Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que
encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia».
e) Por medio del Sacrificio eucarístico se significa y realiza la unidad del Pueblo de
Dios y se lleva a plenitud la edificación del Cuerpo de Cristo.
Siendo esto así, no cabe edificar ninguna comunidad cristiana si no tiene su raíz y
quicio en la santísima Eucaristía. Y así lo deja subrayado expresamente el propio Código,
en varios de sus preceptos. Por ejemplo, al definir la diócesis (c. 369); o cuando determina
como un deber primordial del párroco el esfuerzo por hacer que la santísima Eucaristía sea
el centro de la comunidad parroquial (c. 528 § 2); o cuando establece que la celebración
eucarística sea el centro de toda la vida del seminario (c. 246 § 1); o cuando preceptúa,
finalmente, que en toda casa religiosa haya al menos un oratorio, en el que se celebre y esté
reservada la Eucaristía a fin de que sea verdaderamente el centro de la comunidad (c. 608).
La celebración eucarística, aun cuando no pudiera tenerse con asistencia de fieles (c.
904), es siempre una acción de Cristo y de la Iglesia (cfr. c. 899).
Es una acción de Cristo, porque Cristo está real y operativamente presente, bien en
la persona del ministro que actúa in persona Christi; bien sobre todo bajo las especies
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eucarísticas o en el propio Sacrificio ofrecido al Padre, que es el mismo Sacrificio de Cristo
en la Cruz. Pero es a la vez una acción de la Iglesia porque Cristo actúa por su mediación,
especialmente por el ministerio del sacerdote, y porque en dicha celebración está implicada
la Iglesia entera: la peregrina y la celestial; al celebrar el Sacrificio eucarístico, dijo el
Concilio, «es cuando mejor nos unimos al culto de la Iglesia celestial» (LG, 50) entrando
en verdadera comunión con los Santos.
En conformidad con esta doctrina católica, la obligación que los fieles tienen de
tributar la máxima veneración a la santísima Eucaristía se concreta de tres modos: a)
tomando parte activa en la celebración del Sacrificio augustísimo; b) comulgando
frecuentemente y con mucha devoción; c) dándole culto con suma adoración (c. 898).
Como ya se señaló más arriba, toda acción litúrgico-sacramental es una acción del
entero Pueblo de Dios en su condición de Pueblo sacerdotal y a la vez jerárquicamente
estructurado. Esto mismo se verifica de modo eminente en la celebración eucarística; se
actúa en ella el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, pero la participación de uno y
otro es esencialmente diversa: los sacerdotes, consagrados por el sacramento del orden,
actúan impersonando a Cristo; los restantes fieles asistentes, tanto clérigos como laicos,
concurren tomando parte activa, cada uno según su modo propio, de acuerdo con la
diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas (c. 899 § 2). No debe olvidarse que la
Eucaristía es por encima de todo un sacrificio: sacrificio de la redención y al mismo tiempo
sacrificio de la nueva alianza. Se sigue de aquí «que el celebrante en cuanto ministro del
sacrificio es el auténtico sacerdote que lleva a cabo —en virtud del poder específico de la
sagrada ordenación— el verdadero acto sacrificial que conduce de nuevo los seres a Dios.
En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como él, ofrecen
con él, en virtud del sacerdocio común sus propios sacrificios espirituales representados en
el pan y en el vino, desde el momento de su presentación en el altar»3.
2
JUAN PABLO II, Enc. Redemptor Hominis, 20, en AAS 71, 1979, pp. 257-324.
3
JUAN PABLO II, Carta Dominicae Cenae, 9, en AAS 72, 1980, 115-134.
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El art. 6 de la Instrucción Ecclesiae de Mysterio establece lo siguiente acerca de las
celebraciones litúrgicas:
«§ 1. Las acciones litúrgicas deben manifestar con claridad la unidad ordenada del
Pueblo de Dios en su condición de comunión orgánica y, por tanto, la íntima conexión que
media entre la acción litúrgica y la manifestación de la naturaleza orgánicamente
estructurada de la Iglesia.
§ 2. Para que también en este campo sea salvaguardada la identidad eclesial de cada
uno, se deben abandonar los abusos de distinto tipo que son contrarios a cuanto prevé el c.
907, según el cual en la celebración eucarística, a los diáconos y a los fieles no ordenados,
no les es consentido pronunciar las oraciones y cualquier parte reservada al sacerdote
celebrante —sobre todo la oración eucarística con la doxología conclusiva— o asumir
acciones o gestos que son propios del mismo celebrante. Es también grave abuso el que un
fiel no ordenado ejercite, de hecho, una casi «presidencia» de la Eucaristía, dejando al
sacerdote sólo el mínimo para garantizar la validez. En la misma línea resulta evidente la
ilicitud de usar, en las ceremonias litúrgicas, por parte de quien no ha sido ordenado,
ornamentos reservados a los sacerdotes o a los diáconos (estola, casulla, dalmática).
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de manera que no haya ningún peligro de corrupción. Son pocas todas las cautelas que se
tomen en este sentido, porque un pan corrompido dejaría de ser materia válida del
sacramento, y unas especies sacramentales que perdieran su condición de pan verdadero
dejarían de ser las especies sacramentales en las que Cristo está realmente presente.
Respecto al vino, cabe hacer las mismas observaciones: debe ser natural, fruto de la
vid, y no corrompido (c. 924 § 3). Como veremos más adelante, es materia válida el fruto
de la vid, aunque éste no haya fermentado, es decir, el mosto.
a) El Ordinario del lugar puede permitir que un sacerdote que padezca del
alcoholismo y celebra él sólo la Misa, comulgue per intinctionem, con tal que el fiel que
asiste a la Misa consuma el cáliz.
b) El Ordinario del lugar puede permitir la comunión bajo la sola especie de vino a
aquellos fieles que padecen la enfermedad celíaca cuyo modo de curarse exige que el
enfermo se abstenga del gluten presente en la harina de trigo, y por tanto también en el Pan
eucarístico. Sería éste un caso de necesidad a que se refiere el c. 925.
c) El Ordinario del lugar, en cambio, en ningún caso puede permitir que el sacerdote
consagre hostias especiales, desprovistas de gluten, para que puedan comulgar los
mencionados enfermos celíacos. La razón de esta absoluta prohibición reside en que la
eliminación del gluten desnaturaliza la harina de trigo, de modo que el pan ázimo o
fermentado confeccionado con harina sin gluten, no sería pan de trigo, ni consecuentemente
materia válida para la Eucaristía, como no lo sería el vino del que se eliminara el alcohol.
Más recientemente, la Santa Sede ha dado nuevas normas al respecto. Por estar
implicadas cuestiones doctrinales, ha sido la Cong. para la Doctrina de la Fe quien ha
dictado dichas normas, puestas en conocimiento de las Conferencias Episcopales en la
Carta de 19 de junio de 1995.
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Uso de pan con poca cantidad de gluten
— La licencia para el uso de este tipo de pan puede ser concedida por el Ordinario a
los sacerdotes y laicos afectados de celiaca4, previa presentación del correspondiente
certificado médico.
a) Las hostias «quibus glutinum ablatum est» son materia inválida para el
sacramento.
— La licencia para el uso del mosto puede ser concedida por el Ordinario a los
sacerdotes afectados de alcoholismo o de otra enfermedad que le impida tomar alcohol
incluso en mínima cantidad, previa presentación del correspondiente certificado médico.
— Quien goce de esa licencia le está impedido en principio presidir la santa Misa
concelebrada. En casos excepcionales, como el de un Obispo o Superior general, u otros
supuestos con permiso del Ordinario, quien preside podrá usar la especie de mosto, pero los
demás concelebrantes deberán usar la especie de vino normal.
— Para el rarísimo caso en que pida un laico el uso del mosto se deberá recurrir a la
Santa Sede.
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Reacción inmunológica ante la ingesta de gluten, una proteína presente en el trigo, la cebada y el centeno. Con el
tiempo, la reacción inmunológica al ingerir gluten genera una inflamación que daña el revestimiento del intestino
delgado y produce complicaciones médicas. También dificulta la absorción de algunos nutrientes (malabsorción). El
síntoma típico es la diarrea. Otros síntomas incluyen distensión abdominal, fatiga, niveles bajos de hemoglobina
(anemia) y osteoporosis. Muchas personas no presentan síntomas. El tratamiento principal consiste en una dieta estricta
libre de gluten que pueda controlar los síntomas y promover la curación del intestino.
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Aparte de estas normas concretas, la Carta establece una serie de disposiciones
comunes, tales como el deber del Ordinario de verificar si el producto usado es conforme a
las mencionadas exigencias. Entre ellas, destaca la siguiente:
Esta prohibición está formulada de tal modo que jamás cabe excepción ni dispensa,
ni siquiera por parte del Romano Pontífice, puesto que en ella están implicados aspectos
dogmáticos acerca del Sacrificio eucarístico, que sólo se consuma cuando se consagra el
pan y el vino.
Téngase en cuenta además que, a tenor de lo establecido por el M.Pr. de Juan Pablo
II Sacramentorum Sanctitatis tutela (30 de abril de 2001), la consagración con fin sacrílego
de una especie eucarística sin la otra o de ambas fuera de la celebración eucarística,
constituye uno de los delicta graviora, reservado a la competencia exclusiva ratione
materiae de la Congregación para la Doctrina de la Fe (vid. Art. 2, § 2).
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4. Tiempo y lugar de la celebración eucarística
La renovación litúrgica propiciada por el Concilio Vaticano II afectó de manera
muy importante a la celebración eucarística, como lo demuestran las numerosas normas
postconciliares que regulan aspectos concretos del misterio eucarístico. Muchas de esas
normas fueron reordenadas ex integro por el CIC 83 por lo que es a esta fuente legal a la
que hay que recurrir para conocer la disciplina vigente. Ello no es óbice para que aquellas
fuentes posconciliares puedan seguir siendo útiles como criterio interpretativo. Nos estamos
refiriendo en concreto a la reordenación de la disciplina sobre el tiempo y lugar de la
celebración eucarística.
Respecto al tiempo, el c. 931 sienta una norma general amplia: «la celebración y
administración de la Eucaristía puede hacerse todos los días y a cualquier hora». Esto es
aplicable tanto a la celebración de la Santa Misa, como a la administración de la sagrada
comunión.
Las excepciones a esta norma general vienen establecidas en las normas litúrgicas.
Y así, el Jueves Santo, la Misa crismal que se celebra por la mañana normalmente en la
Catedral, es única en toda la diócesis. Por razones pastorales se puede celebrar con
anterioridad al Jueves Santo. Por la tarde se celebra la Misa in Cena Domini, pudiendo
permitir el Ordinario del lugar que se celebre otra Misa vespertina, tanto en Iglesias como
en oratorios para aquellas personas que no podrán participar en la Misa in Cena Domini. La
comunión sólo se puede administrar dentro de algunas de las Misas, salvo a los enfermos a
quienes se les puede administrar a cualquier hora.
El Sabado Santo tampoco está permitido celebrar la Santa Misa hasta la hora de la
Vigilia Pascual, generalmente por la noche, aunque por razones pastorales puede
anticiparse al atardecer. Antes de la Vigilia Pascual, sólo se puede recibir la comunión en
forma de Viático.
Por lo que se refiere al lugar de la celebración, la norma general es que sea un lugar
sagrado (c. 932), es decir, que esté destinado al culto divino mediante la dedicación o
bendición prescrita por los libros litúrgicos (c. 1205). Lugares sagrados son, en este sentido,
las iglesias (c. 1214), los oratorios (c. 1223), las capillas privadas (c. 1226), las capillas
privadas de los obispos (c. 1227) y los santuarios (c. 1230).
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Ello no impide que el derecho particular pueda establecer normas al respecto, entre las que
podría estar el requisito de la licencia para casos particulares o para casos generales, así
como los criterios para determinar la necesidad, o las condiciones de decoro y dignidad que
debe reunir el lugar no sagrado, elegido para la celebración eucarística.
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Cfr. Ordo Unctionis infirmorum, 7 de diciembre de 1972.
6
Cfr. M. Pr. Pastorale munus, 7, de 30 de noviembre de 1963, en AAS 56, 1964, pp. 5-12.