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Jesús instituyó la Eucaristía en la última cena, al celebrar la fiesta de la Pascua con el cordero
pascual. Sus palabras indican presencia ("mi cuerpo, mi sangre"), sacrificio "mi cuerpo inmolado",
"mi sangre derramada") y comunión "tomad y comed... bebed") (Mt 26,26-28; Mc 14,22-24; Lc
22,15.19-22; 1 Cor 11, 23-20). Como "memorial" de la pasión, fue la máxima expresión de su amor:
"Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Es un misterio que sólo se
acepta por la fe (Jn 6,63-68), "acogiendo con fe las palabras del Señor" (Santo Tomas).
La Eucaristía recibe diversos nombres: acción de gracias (Eucaristía), banquete o cena del Señor,
"fracción del pan" (Hech 2,42), synaxis (asamblea), memorial de la pasión y resurrección, santo
sacrificio, Santa Misa (por el "envío" o "missio" final para hacer de la vida una Eucaristía)... En
cualquiera de esos aspectos hay que armonizar la presencia, el sacrificio y la comunión
sacramental.
Cuando Jesús instituyó la eucaristía, también instituyó el servicio sacerdotal: "Haced esto en
memoria mía" (Lc 22,19); es toda la comunidad eclesial, en cada uno de los creyentes, la que se
hace oblación, se ofrece y ofrece (cf. LG 11).
La presencia de Jesús resucitado entre nosotros (Mt 28,20) tiene su máxima expresión en la
Eucaristía, que es, al mismo tiempo, sacramento y sacrificio, es decir, pan partido y donación plena
al Padre para nuestra redención. Su presencia actualiza el misterio pascual y sacrificio de muerte y
resurrección, para comunicarse a los creyentes en unidad de vida y en sintonía de vivencias. En la
Eucaristía, Cristo se hace presente como sacrificio y como banquete. Es "nuestra Pascua" (1 Cor
5,7) y nuestro "maná" o "pan de vida" (Jn 6,35ss), para unirnos a la entrega (oblación) de su vida,
de su muerte y de su resurrección. "Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos" (San
León Magno).
La presencia es por la acción del Espíritu Santo en la "substancia" del pan y del vino, para
transformarlos en el cuerpo y sangre de Jesús (por "transubstanciación"). El sacrificio es
actualización del único sacrificio de Cristo, que ahora él ofrece con la Iglesia. La comunidad
eclesial, que ha celebrado la eucaristía, busca espontáneamente momentos de adoración,
reparación y manifestación festiva y ambiental, puesto que Cristo sigue presente de modo
permanente en las especies eucarísticas. La celebración y adoración eucarística son el momento
culminante de la experiencia contemplativa de la Iglesia, porque en ese sacramento-sacrificio-
comunión encuentra su verdadera razón de ser: hacerse pan partido como el Señor.
En la Eucaristía se participa plenamente del misterio pascual, puesto que es la "fuente y cumbre de
toda la vida cristiana" (LG 11), la "fuente y culminación de toda la evangelización" (PO 5). A la
Eucaristía se orientan todos los sacramentos, así como los ministerios proféticos, culturales y de
caridad (cf. SC 10). Ella "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo,
nuestra Pascua" (PO 5). Es pues, "el compendio y la suma de nuestra fe" (CEC 1327).
La Eucaristía se hace "misión" como encargo de comunicarla a toda la humanidad. "Bebed de ella
todos, porque esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos (todos) para perdón
de los pecados" (Mt 26,28). Por esto, "los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos
hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la Iglesia,
participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10).
1. La Iglesia y todos los creyentes encuentran en la Eucaristía la fuerza indispensable para anunciar
y testimoniar a todos el Evangelio de la salvación. La celebración de la Eucaristía, sacramento de la
Pascua del Señor, es en sí misma un acontecimiento misionero, que introduce en el mundo el
germen fecundo de la vida nueva.
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, recuerda explícitamente esta característica
misionera de la Eucaristía: "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte
del Señor, hasta que venga" (1 Co 11, 26).
Toda misa concluye con el mandato misionero "id", "ite, missa est", que invita a los fieles a llevar
el anuncio del Señor resucitado a las familias, a los ambientes de trabajo y de la sociedad, y al
mundo entero. Precisamente por eso en la carta Dies Domini invité a los fieles a imitar el ejemplo
de los discípulos de Emaús, los cuales, después de reconocer "en la fracción del pan" a Cristo
resucitado (cf. Lc 24, 30-32), sienten la exigencia de ir inmediatamente a compartir con todos sus
hermanos la alegría de su encuentro con él (cf. n. 45). El "pan partido" abre la vida del cristiano y
de toda la comunidad a la comunión y a la entrega de sí por la vida del mundo (cf. ]n 6, 51). Es
precisamente la Eucaristía la que realiza ese vínculo inseparable entre comunión y misión, que
hace de la Iglesia el sacramento de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen Gentium, 1).
También es muy importante discernir, a partir de la Eucaristía, las vocaciones y los ministerios
misioneros. Siguiendo el ejemplo de la primitiva comunidad de Antioquía, reunida "en la
celebración del culto del Señor", toda comunidad cristiana esta llamada a escuchar al Espíritu y
aceptar sus inspiraciones, reservando para la misión universal las mejores fuerzas de sus hijos,
enviados con alegría al mundo y acompañados por la oración y el apoyo espiritual y material que
necesitan (cf. Hch 13, 1 -3).
La Eucaristía es, además, una escuela permanente de caridad, de justicia y de paz, para renovar en
Cristo al mundo que nos rodea.. La presencia del Resucitado proporciona a los creyentes la
valentía para ser promotores de solidaridad y de renovación, contribuyendo a cambiar las
estructuras de pecado en las que las personas, las comunidades y, a veces, pueblos enteros, están
sumergidos (cf. Dies Domini, 73).
Quiera Dios que el Congreso Eucarístico Internacional, por intercesión de María, Madre de Cristo
inmolado por nosotros, reavive en los creyentes la conciencia del compromiso misionero que
brota de la participación en la Eucaristía. El "cuerpo entregado" y la "sangre derramada" (cf. Lc 22,
19-20) constituyen el criterio supremo al que siempre deben y deberán referirse en su entrega por
la salvación del mundo.
TEMA 3. EUCARISTÍA Y MISIÓN
Una Iglesia en estado de misión, más evangelizadora, más comunitaria, más solidaria, más
corresponsable.
1. La Eucaristía nos hace una Iglesia más evangelizadora que educa en la fe para la misión.
La comunidad de los discípulos de Jesús no vive para sí misma, sino que se identifica como
enviada; una comunidad que, como el mismo Señor, vive en estado de misión: "Como el Padre me
envió, así también yo los envío" (Jn 20,21).
En la plegaria eucarística hace memoria de las maravillas realizadas por Dios a favor de los
hombres, maravillas (historia de salvación) que ha de proclamar. En la comunión se alimenta del
Pan de Vida, en la certeza de que Cristo está en la comunidad y ésta en él (Juan 6,57-58).
Para decir la palabra del testigo desde la experiencia vivida. "Lo que fue desde el principio, lo que
oímos, lo que vimos con nuestros propios ojos, lo que miramos y palparon nuestras manos del
Verbo de la vida..., lo que vimos y oímos, eso les anunciamos, para que ustedes estén también en
comunión con nosotros y que nuestra comunión sea con el Padre y con Jesucristo, su Hijo" (1 Juan
1,1-3). Esa confesión de fe es la garantía de la verdad y credibilidad de nuestro testimonio.
En la celebración de la Eucaristía no solamente aprendemos a ser comunidad, sino que para poder
celebrarla debemos ser ya comunidad. Pero, además, la eucaristía crea la comunidad a través de
diversas mediaciones: en el rito penitencial, Dios nos concede su perdón y mutuamente nos
perdonamos, Orando, cantando, alabando y dando gracias juntos, crecemos como Iglesia. Pero,
sobre todo, la comunidad se realiza en la comunión eucarística.
Comulgar con el cuerpo y la sangre de Jesús nos compromete a vivir la solidaridad con todos,
sobre todos los más hambrientos y sedientos. Se estrechan los vínculos de los miembros de un
mismo cuerpo y de las ramas de una misma vid.
En la Plegaria Eucarística celebramos los gestos solidarios de Dios con los hombres, desde la
creación, hasta la encarnación, pasión, muerte y resurrección. En Cristo sacerdote somos
solidarios de los hombres ante el Padre con la fuerza del Espíritu Santo.
"Es necesario recordar a toda la Iglesia en América, el lazo existente entre la Eucaristía y la caridad,
lazo que la Iglesia primitiva expresaba uniendo el ágape con la Cena eucarística. La participación
en la Eucaristía debe llevar a una acción caritativa más intensa como fruto de la gracia recibida en
este sacramento" Juan Pablo II, La Iglesia en América, n.35).
El Concilio Vaticano II al enseñarnos que la Iglesia es ministerial, nos recordó una verdad un tanto
olvidada: que la celebración de la Eucaristía es también ministerial. En ella los fieles deben tener
una "participación plena, consciente y activa", acorde al sacerdocio bautismal o común de todos
los fieles.
Alegra constatar los esfuerzos que se hacen en nuestras comunidades por recuperar esta
dimensión ministerial de la celebración de la misa. La Eucaristía no es "tuya", ni "mía: es "nuestra".
Todos la celebramos, la "hacemos". El sujeto que ora en una misa es siempre el "nosotros" de la
comunidad.
La Eucaristía es, pues, "nuestra eucaristía". Por lo mismo, todo cristiano debe sentirse responsable
de ella: porque no siendo "suya", lo es de algún modo; porque siendo "nuestra", es preciso no
secuestrarla para mi, mis intenciones, mis asuntos, mi grupito, "los míos"; porque lo que en ella se
celebra y se vive, afecta a la totalidad de mi ser; porque la forma como se celebra concierne e
interesa a la comunidad entera (no hay misa aburrida: los aburridos somos nosotros, en todo
caso).
TEMA 4. LA EUCARISTÍA ES ESENCIALMENTE MISIONERA
El ardor evangelizador está en línea directa con nuestro amor a Dios; es necesario también que el
ardor evangelizador esté alimentado por el amor al prójimo. El destinatario del anuncio misionero
es cada hombre y cada mujer a quienes Dios Padre ama y quiere salvar.
Jesucristo vino a anunciar el Reino de Dios, un Reino de justicia de verdad y de amor. Para ser
capaces de proclamar válidamente ese reino debemos amar a Dios "con todo el corazón, con todo
el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo". El amor vale más que
todos los sacrificios y todos los holocaustos.
Sabemos que sólo un sacrificio, el del cordero sin mancha que quita el pecado del mundo, tiene
eficacia para salvar a toda la humanidad y a cada ser humano. Ese sacrificio ofrecido en la Cruz de
una vez y para siempre lo ofrecemos a Dios nuestro Padre cada vez que celebramos la Santa
Eucaristía.
La fuerza misionera de la Eucaristía fue anunciada de antemano por las palabras de Cristo en el
evangelio de San Juan, que permanecieron misteriosas en aquel momento para sus discípulos:
"cuando yo sea elevado en lo alto atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). En su entrega total hasta el
sacrificio de la Cruz, escándalo para los Judíos y locura para los paganos, (I Cor 1,23-24), Cristo se
dirige al corazón de cada persona. Frente al Crucificado, levantado entre cielo y tierra no se puede
permanecer indiferente, aún el rechazo es ya una respuesta. Por eso, celebrando la Eucaristía, la
Iglesia anuncia a Cristo al mundo, o más bien es Cristo mismo quien se anuncia al mundo
atrayendo a todos hacia sí, pues en la celebración sacramental la Eucaristía no es simplemente el
recuerdo de un hecho del pasado, sino vivir con toda intensidad el misterio en el momento
presente. De hecho, cada vez que "se celebra este misterio se realiza la obra de nuestra redención
y nosotros partimos el único pan que es medicina de inmortalidad, antídoto contra la muerte,
alimento de vida eterna en Jesucristo" (CIC 1405).
En la Eucaristía Cristo se ofrece para la remisión de los pecados y la reconciliación universal del
mundo: "esto es mi cuerpo, entregado por vosotros... este es el cáliz de mi sangre... derramada
por vosotros y por todos para la remisión de los pecados". Dice al respecto la Constitución Lumen
Gentium del Concilio Vaticano II en su número 13: "todos los hombres están, pues, llamados a esa
unidad católica del pueblo de Dios que prefigura y promueve la paz universal; a esta unidad
pertenecen de modos diversos o están ordenados a ella sean los fieles católicos, sean los otros
creyentes en Cristo, sea por fin toda la humanidad sin excepción, que la gracia de Dios llama a la
Salvación".
La Eucaristía, pues, compromete a los cristianos de cara al pobre: "para recibir de verdad el cuerpo
y la sangre de Cristo ofrecido por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, que
son sus hermanos" (CIC 1397). En el ámbito de la actividad misionera, la solidaridad y el compartir
con los hermanos más pobres se realizan a través de diversas formas y organizaciones, como
Cáritas.
Sin embargo, la gente no tiene sólo hambre de pan, sino también de dignidad, de respeto, de
consideración. En este sentido la comunión y la solidaridad con nuestros hermanos más pobres
deben traducirse también en actitudes de respeto y de aprecio para sus personas, culturas,
costumbres, etc.
Siempre pensamos en esa necesaria unidad de los cristianos de distintas denominaciones, pero
olvidamos muy a menudo la unidad interna de la Iglesia Católica, unidad de los sacerdotes y los
laicos entre sí, de los sacerdotes religiosos y del clero diocesano, sellados por el mismo
sacramento del orden y con una misma misión, la unidad entre los religiosos y religiosas y el
obispo, la unidad, en fin, de todos como una gran familia que tiene un solo deber, un solo
propósito, un solo mandato del Señor: amarse y amándose unos a otros dar a conocer a los otros
el amor. ¡Como debemos cuidarnos los católicos de grupos cristianos hostiles a nuestra Iglesia!
Nuestra única respuesta debe ser el amor congregante, la paciencia y la capacidad de perdonar y
de entusiasmar a nuestros hermanos con el mensaje liberador de Jesucristo.
La Eucaristía nos abre a la esperanza de los bienes futuros cuando todos los pueblos del mundo ya
redimidos por Cristo se sienten a la misma mesa del gran banquete del Reino, al celebrar la
Eucaristía, los cristianos invocamos con insistencia la venida de Cristo: "ven, Señor Jesús". Por
tanto, la Eucaristía infunde a la misión un alma que la impulsa a abrir los horizontes del esfuerzo y
de la esperanza hasta el encuentro definitivo de todos en Cristo, cuando Él lo será todo en todos.
En la última Cena, Cristo instituyó también el orden sacerdotal. Por eso los cristianos que celebran
la Eucaristía deben promover las vocaciones sacerdotales para cada Iglesia local y colaborar para
que los jóvenes llamados por Dios tengan el apoyo necesario en su camino vocacional, a fin de que
en todo rincón de la tierra sea celebrada la Eucaristía, fuente de vida y prenda de salvación. El
primer misionero es el sacerdote, el primer Catequista es el sacerdote. Sin la acción Sacerdotal la
misión y la catequesis quedan truncas.
En la Eucaristía-Sacrificio, Cristo se ofrece como don de amor al Padre por la Salvación de la
humanidad y por la renovación de toda la Creación. Por tanto, al celebrar la Eucaristía, el cristiano
está invitado a unirse a Cristo en la ofrenda total y sacrificial de su vida hasta el don de sí mismo,
incluso hasta el martirio, que es el acto misionero más sublime y más fecundo: la sangre de los
mártires es semilla de cristianos. En el siglo que concluye se cuentan por decenas los sacerdotes y
religiosos, religiosas y catequistas mártires de África, Europa, América Latina y Asia en el
cumplimiento de su misión. Sin embargo, no será posible el martirio si no existe el don de si en las
situaciones ordinarias de la vida de cada día. Esto constituye el gran desafío para la misión de la
Iglesia de cara al nuevo milenio. Por eso en la celebración eucarística el cristiano esta invitado a
acoger a Jesucristo, fuente de vida y de amor, para hacerse capaz de transformar la propia vida en
un don sin fronteras, que pueda llegar a integrar ese servicio martirial que Cristo pide a algunos en
algún momento de la historia y que lo pide a tantos en el "martirio de cada día."
Por fin, la Eucaristía es un sacrificio de alabanza y de acción de gracias con el cual la Iglesia canta la
gloria de Dios en nombre de toda la humanidad y de toda la creación. Todas las religiones del
mundo tienen oraciones y sacrificios de alabanza y de acción de gracias. El cristiano que celebra la
Eucaristía encontrara en ella la luz para apreciar, iluminar y purificar todas esas oraciones y
sacrificios de alabanza y de agradecimiento de los pueblos y de las religiones del mundo y para
abrirles a esos hermanos nuestros nuevos horizontes, a fin de que todos se encuentren un día en
el único coro que canta al unísono por medio de Cristo, único Salvador y Mediador, la gloria de
Dios Padre.
Cada Eucaristía repite siempre la dinámica de la misión: somos convocados, reunidos por la
Palabra de Dios alrededor de la mesa del banquete eucarístico, donde Cristo se ofrece en sacrificio
y alimenta a sus fieles con su cuerpo y con su sangre. Llenos con su amor, beneficiados de su
misericordia, somos enviados al mundo entero a llevar el anuncio del Reino de Paz y de Justicia
que Jesús trajo a los hombres. Por eso el celebrante, al terminar la oración que culmina nuestro
encuentro personal con Cristo en la Santa Comunión, nos dice: "pueden ir en paz". Ese es el envió
misionero de cada domingo, de cada Eucaristía.
La Eucaristía es la gran acción misionera de la Iglesia en la cual Cristo, el enviado del Padre, viene a
nosotros y nos envía al mundo entero a proclamar su Evangelio. Por esto la misión, como la misa
dominical, no es facultativa: todos debemos participar de ella. Cada uno según su edad y sus
posibilidades reales, pero con plena conciencia de que no sólo el catequista o el misionero están
llamados a anunciar el Evangelio, sino todos los cristianos. Por eso pedimos todos que Cristo-
Eucaristía, al ser levantado en lo alto, atraiga hacia si nuestros corazones, que resuene en cada
uno de nosotros el mandato que Él nos repite en cada Eucaristía: vayan al mundo entero y
anuncien el Evangelio.
TEMA 5. JESUCRISTO EVANGELIZADOR Y LA EUCARISTÍA, FUENTE DE EVANGELIZACIÓN
Como indica el mismo Pablo VI, la evangelización "tiene su arranque durante la vida de Cristo y se
logra de manera definitiva por su muerte y resurrección; pero debe continuar pacientemente a
través de la historia, hasta realizarse plenamente el día de la Venida final del mismo Cristo" (EN 9);
por ello, la Iglesia tiene como deber primero continuar la misión de Jesús y debe apropiarse las
palabras de san Pablo, "¡Ay de mí si no evangelizara!" (I Cor 9,16).
La Eucaristía es fuente de evangelización porque ella es, en cierta manera, el "centro del
Evangelio", ya que aparece relacionada con la Pascua, como está narrado en los textos de la
institución de la Eucaristía (cfr. Mt 26,17-25 y par.), y con los temas más importantes del mismo
Evangelio, como la proclamación de la Palabra de Dios, la conversión y la fe, la caridad y la
koinonía, la reconciliación y el perdón e, incluso, la vida eterna (cfr. Jn 6; Hech 2,42-46; I Cor 10,14-
22; 11,17-26).
La Eucaristía es además la cumbre del itinerario sacramental, pues ella sintetiza y nos remite a las
diversas etapas sacramentales: del Bautismo, de la Confirmación, del Matrimonio y del Orden
sacerdotal, por medio de las cuales el cristiano va expresando su incorporación al misterio de
Cristo y de su Iglesia.
Por esto, la Eucaristía involucra a la Iglesia entera y a cada cristiano, no sólo para avanzar en la
configuración con Cristo, sino también para asumir la tarea evangelizadora respecto a los demás,
como miembros que somos del Cuerpo Místico de Cristo.
Eucaristía es impulso para la evangelización en este tercer milenio, porque ella no sólo es su
centro, sino también fuente que desencadena y promueve toda la acción evangelizadora en el
mundo contemporáneo (cfr. NMI 36).
Asimismo, la participación en la Eucaristía es el centro del domingo para todo cristiano. Santificar
el día del Señor es un privilegio irrenunciable y un deber que se ha de vivir no sólo para cumplir un
precepto, sino como necesidad, en orden a una vida cristiana verdaderamente consciente y
coherente (cfr. NMI 36). Por ello, el fomentar la participación en la Eucaristía, especialmente
dominical, debe formar parte indispensable de los programas pastorales de la Nueva
Evangelización.
TEMA 6. MARÍA, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN, PRESENCIA DE LA VIDA EUCARÍSTICA ENTRE
LOS POBRES Y OPRIMIDOS
"Yo soy la servidora del Señor, hágase en mi como lo has que dicho" (Lc 1, 38)
También está la cuestión de si María estuvo presente en el Cenáculo, lo cual no se puede excluir
por dos razones: la primera, porque según Jn 19,27, María estaba en Jerusalén precisamente en
aquellos días segunda, porque la costumbre hebrea dice que en la cena pascual corresponde a la
madre de familia encender las lámparas; por tanto, bien pudo suceder que María estuviera ahí
para cumplir este deber en la Última Cena.
Finalmente, es de notar cómo San Lucas subraya el valor simbólico, decididamente eucarístico, de
Belén, que según una etimología popular significa "la casa del pan" (María, domus por excelencia
del pan de vida que es Cristo) y del pesebre en que fue colocado el niño (Cf. Lc 2, 7).
En las bodas de Caná, para que tuviera lugar el signo del vino, fue decisiva la iniciativa de María,
con el encargo dado a los sirvientes: "haced lo que Él les diga" (Jn 2, 5). Caná es el comienzo de los
signos; también del signo del pan, y representa el inicio de la nueva economía sacramental: el
centro es dado desde la Eucaristía.
No podemos pasar con indiferencia ante los rostros de pobreza que reclaman nuestra solidaridad:
los niños de la calle, los migrantes, los desempleados, los enfermos, los olvidados...
La fe en Jesucristo, anunciada por la Iglesia, y el cuidado maternal de María, han estado presentes
en nuestro pueblo desde sus orígenes, y en la configuración de la cultura nacional. Toca ahora a
cada uno de los miembros de la Iglesia, según su vocación y tarea específica, contribuir a
ensanchar y enriquecer tan rico caudal de humanidad y de fe, mediante iniciativas solidarias y
efectivas que respondan a las necesidades de todos, sin excluir a nadie (Cf. EJST, 229).
María, colaboradora con Cristo y atenta siempre a las necesidades de la comunidad, nos pide
ahora identificar los rostros de nuestros hermanos pobres de la comunidad y responder a sus
necesidades. ¿Cómo nos inspira concretamente María a hacer lo que Cristo nos dice, en cada uno
de estos rostros, para transformar la realidad de manera que en ella resplandezca el Reino de su
Hijo?
Por ejemplo, los últimos documentos de la Iglesia y la voz del Papa nos urgen a desarrollar la
conciencia como Sacerdotes y como laicos para que aceptemos y valoremos a la mujer en la
comunidad eclesial y en la sociedad, no solo por lo que hace sino, sobre todo, por lo que es:
"...Denunciar todo aquello que, atentando contra la vida, afecte la dignidad de la mujer, como el
abandono, la esterilización, los programas antinatalistas, la violencia en las relaciones sexuales;
favorecer los medios que garanticen una vida digna para las mujeres más expuestas: empleadas
domésticas, migrantes, campesinas, indígenas, afroamericanas, trabajadoras humildes y
explotadas; intensificar y renovar el acompañamiento pastoral a mujeres en situaciones difíciles:
separadas, divorciadas, madres solteras, niñas y mujeres prostituidas a causa del hambre, del
engaño y del abandono"(SD, 110).
María es "la estrella de la evangelización" (TB, 62) y nos acompaña en la acción evangelizadora de
la Iglesia. ¿De qué manera, a ejemplo de María, estamos formando comunidad; liberando y
liberándonos de todo pecado; promoviendo la comunión y la organización de las familias y de la
sociedad?
"Una mirada de corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya
luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado; capacidad
de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como "uno que
me pertenece", para saber compartir sus alegrías y sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a
sus necesidades para ofrecerle una verdadera y profunda amistad; capacidad de ver, ante todo lo
que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un "don para mi"; es
saber " dar espacio" al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros, rechazando las
tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y engendran competitividad, ganas de hacer
carrera, desconfianza y envidias" (NMI, 43).
TEMA 7. LA FAMILIA, LOS JÓVENES, LOS NIÑOS Y LA EUCARISTÍA
"La Eucaristía, Sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un
sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la Creación... Por Cristo, la Iglesia puede
ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de y
bello y de justo en la Creación y en la humanidad" (CEC, 13. Acción de gracias sobre todo por la
familia, instituida por Dios para felicidad del hombre. "La acción de gracias, la hacemos cada uno
de nosotros por el cónyuge, por la bendición de los hijos, por los padres, por los parientes
cercanos y lejanos; por toda la familia. Con la Eucaristía, la Iglesia expresa su reconocimiento a
Dios por todos los beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la
santificación" (CEC, 1360).
LA EUCARISTÍA Y LA UNIDAD
La Eucaristía es la unidad con Dios. El Espíritu Santo inhabita en las personas (en estado de gracia):
"Quien come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y Yo en él" (Jn 6, 56). Sólo mediante esta
unión íntima con Cristo, somos capaces de dar fruto. Debemos recordar que solos no seríamos
capaces de nada; solamente en la comunión con Cristo somos capaces de todo: "Permaneced en
mí y Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí solo si no permanece en la vid,
tampoco vosotros, si no pertenecéis en mí" (Jn 15, 4).
La Eucaristía es presencia real de Cristo. "La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión
con la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?" (1 Co 10,
16). El fruto principal de la Eucaristía es la íntima unión con Cristo.
En el Matrimonio, al formar la familia, los esposos también se unen íntimamente, en el más amplio
aspecto del ser humano: el del espíritu encarnado que es cada persona. Esta unidad se da en
varios aspectos:
El matrimonio, como Sacramento de servicio a la comunidad, se hace uno en la comunión con los
demás. Está llamado a dar fruto, tanto en el seno de la familia como entre todos los que están
relacionados con ella. Los esposos están llamados a dar el mejor fruto y muy abundante, pues no
están solos; cuentan o pueden contar con la presencia intima de Cristo:
"La comunión con la carne de Cristo resucitado... vivificada por el Espíritu Santo y vivificante,
conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo" (CEC, 1392).
LA FAMILIA Y LA EUCARISTÍA
En la Eucaristía, recordamos diariamente la alianza que Jesucristo ha hecho con su Iglesia; es el sí
que ha expresado y que no cambiará. Ahí, se pide perdón, se elevan oraciones, se escucha la
Palabra de Dios; se ofrece cada quien a sí mismo. Hay diálogo, comunión y compromiso; hay
alabanza, se reconocen los lazos familiares; hay misión (PDP, 127).
El matrimonio y la familia se presentan, así, como una acción de gracias, siempre nueva cada día,
en la que se cumplen todos los aspectos importantes de la Eucaristía. Ahí se recuerda a diario el sí
que fue el inicio de su consentimiento; ahí se perdona, se elevan oraciones. Ahí, los esposos se
deben ofrecer uno al otro cada día como don; en ella debe reinar el diálogo, debe haber
comunión; se da un compromiso, se debe vivir en alabanza a Dios y aliento de superación entre
ellos y con los hijos.
Todo esto acrecienta los lazos familiares que forman personas maduras, dispuestas para la misión
de hacer presente a Dios y su Reino (PDP, 128).
El pasaje de Mateo, junto con los demás textos eucarísticos del Nuevo Testamento, narra que
Jesús celebró con sus discípulos, antes de ser entregado a la muerte, una cena de despedida. En el
marco de este banquete, Jesús insertó la institución de la Eucaristía. Dos momentos durante la
cena adquieren importancia:
- Cristo comparte su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y el vino
Para dejarnos su Cuerpo y su Sangre, Cristo elige el pan y el vino: el pan corresponde al alimento
cotidiano, indispensable como el Maná. El vino, va unido al clima festivo de los banquetes.
Cotidiana y festiva, son las dimensiones de la vida humana que integra este banquete. El uso del
pan invita a acentuar el aspecto de alimento, y, por lo tanto, el acrecentamiento de la vida
individual y de la vida comunitaria. El uso del vino, festivo, lleva a acentuar el carácter de la
celebración en un clima de alegría, como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (Cf.
2,42-46). La Eucaristía es banquete de hermanos con Dios, comida fraterna, comida de fiesta,
comida divina, comida del más allá, porque anticipa, desde aquí, la comida del Cielo.
Es un Banquete al cual el hombre es invitado; Dios lo llama a participar de su propia vida. Para
acercarse a esta invitación es necesario creer. El primer acto de la Eucaristía es creer que el pan y
el vino, por la palabra de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y
la Sangre de Cristo.
Queda claro que la Eucaristía es, esencialmente, una comida, con una particularidad importante:
se trata de una comida compartida, porque en ella los comensales comen del mismo pan, que se
parte y reparte entre todos; y todos beben de la misma copa, que pasa de boca en boca, desde el
primero hasta el último. Y es que, de hecho, en la mentalidad judía, compartir la mesa significaba
solidarizarse los comensales entre sí; ésta es una de las razones por la cual algunos fariseos
cuestionaban la actitud de Jesús, de sentarse a la mesa con pecadores y con personas que eran
consideradas impuras: "Después, mientras Jesús estaba sentado a la mesa en casa de Mateo,
muchos recaudadores de impuestos y pecadores vinieron y se sentaron con él y sus discípulos. Al
verlo, los fariseos preguntaban a sus discípulos: "¿Por qué su maestro come con los recaudadores
de impuestos y los pecadores" (Mt 9, 10-11).
El banquete unía a los comensales por comer todos de un mismo pan y beber de un mismo vino.
Este significado de fraternidad, contenido en el banquete y puesto por Jesús como una
característica del compartir su Cuerpo y su Sangre, fue fielmente entendido por los primeros
cristianos. Permanecer unidos a Cristo por la comunión de su Cuerpo y su Sangre, significa
permanecer unidos a los demás, es decir, al prójimo ( TB, 45). Así se puede constatar en una de las
homilías de San Juan Crisóstomo, en la que se encuentra su orientación acerca de las ofrendas que
los cristianos presentaban para el adorno del altar: "¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo
desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo,
con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. El templo no necesita vestidos y
lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos
preocupemos de ellos. Reflexionemos, pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que
Él desea ser honrado; pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a
Él le agrada, no en el que a nosotros nos gusta. ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con
vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da de comer al hambriento y luego, con lo que
te sobre, adornarás la mesa de Cristo" (cit. en DD, 71).
El ser humano siempre ha querido ver a Dios. Jesús se hace hombre para compartir con nosotros
su vida divina. Se hace carne para poderlo contemplar, tocar y alimentarnos de Él. Jesucristo
instituye la Eucaristía y el Sacerdocio para perpetuar su presencia entre nosotros. Jesús, presente
en el sacramento de la Eucaristía con su Cuerpo y Sangre, es el mismo de ayer, hoy y siempre.
Después de la resurrección, a los Apóstoles no les fue fácil creer. Los discípulos de Emaús
reconocieron a Jesús sólo después de un laborioso camino hacia la Eucaristía; el Apóstol Tomas no
creyó hasta que tocó a su Maestro. No basta ver o tocar, es necesario tener los ojos de la fe. La fe
es un regalo del amor infinito de Dios. Con esos ojos podemos ver a Jesucristo en la Eucaristía.
Dios estaba triste por la Tierra, porque los hombres estaban enojados entre ellos. Los hombres se
portaban mal, había niños desobedientes que no querían estudiar, no se comían lo que su mamá
les cocinaba, tiraban basura, lastimaban a los animalitos, etcétera. Entonces, Dios nos mandó a su
Hijo Jesús para que fuéramos sus amigos y arreglar las cosas.
Nació muy pobre, en un establo, después de que muchos no lo quisieron recibir. Su mamá se
llamaba María, y su papá, José.
Jesús creció y creció, en casa de sus papás. Luego salió, para decirle a todos que Dios los quiere
mucho, y se quedó sin casa; desde entonces está buscando una casa dónde vivir (se preparan
varios corazones).
Llegaba al corazón de muchos para vivir para siempre, pero no lo recibían y lo echaban con un
puntapié de su corazón (así sucede con otros corazones). ¿Por qué lo echaban, si es tan bueno?
Porque no querían platicar con Él ni portarse bien.
Pero Jesús es muy listo e inventó la Misa, para quedarse en la casa que más quería. Así es: Jesús se
quedó en el Pan y el Vino consagrados, para entrar así a la casa que más desea, nuestros
corazones (entra en el corazón grande que parece una casa). Esta es la casa preferida de Jesús, el
Hijo de Dios. ¿Quién lo quiere recibir en su corazón? Cuando ves que comulgan tus papas y
hermanos mayores, Jesús entra a sus corazones y allí se queda. Eso pasa en la Misa: Jesús hace
una gran fiesta para que abramos las puertas y las ventanas de nuestro corazón, y lo dejemos vivir
ahí para siempre. Así ya no hay peleas ni pereza; si Jesús está en nuestro corazón, todos estamos
felices.
En la Última Cena, Jesús ordenó a sus Apóstoles realizar esta fiesta siempre; es la manera en que
Cristo se ha quedado con nosotros, por todos los días, del corazón que recibe a Cristo en la santa
Comunión, brotan obras de vida, luz, paz, justicia, unión, generosidad y amor.
Jesús, el Hijo de Dios, prepare la cena de Pascua con sus Apóstoles; era un banquete muy singular.
Les dio de comer un trozo de pan ázimo, es decir, sin levadura, porque este fue el alimento que
tomaron los hebreos al escapar de las manos del Faraón en Egipto, y les dijo: "Tomad y comed
todos de él, porque este es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros"). Luego, tomó la copa o
el cáliz lleno de vino de uva. El vino de uva se utiliza para las fiestas porque pone contentos a
todos. Entonces, les dijo: "Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi Sangre; Sangre
de la Nueva Alianza que será entregada por todos los hombres para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía" Jesús pidió a los Apóstoles celebrar este banquete para
recordar todo lo que hizo por salvarnos del pecado. Esto lo hacemos en todas las Misas; el
sacerdote actúa en nombre de Cristo y con las palabras de la Consagración pide al Espíritu Santo
convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor. Así, cuando comulgamos
recibimos a Jesús en su Cuerpo y su Sangre; Dios libera nuestros corazones de las cadenas del
pecado y unimos nuestra vida a la Vida Eterna.
"¿Cómo sabemos que Cristo está presente en su Cuerpo y su Sangre sobre lo que fue pan y vino?
Si lo probamos ya consagrado, sigue pareciendo pan y vino. ¿Que necesitamos para ver el Cuerpo
y la Sangre de Cristo en la Eucaristía? Necesitamos los ojos de la fe, sin ellos no es posible
percatarnos. La fe es un regalo de Dios para ver lo que otros no quieren ver".
Oración: "Jesucristo, quiero recibirte siempre en mi corazón, mediante la Santa Comunión.
Santifica a mi familia y a toda la Iglesia con este Banquete de Luz y Vida eternas. Guíanos siempre
a la Verdad y no permitas que nos separemos de Ti. Te reconocemos vivo en la Eucaristía por los
ojos de la fe y te vemos realmente presente para adorarte eternamente. Amen".
TEXTOS SUGERIDOS. Mt 26, 26-29; Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-27: Institución de la Eucaristía. Lc 24,
13ss.: Los discípulos de Emaús Mt 28, 20: La promesa de Jesús de quedarse con nosotros Hb 13, 8:
Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo. CEC, 1333: El pan y el vino se convierten en Cuerpo y
Sangre de Cristo. CEC, 1373-1377: Cristo está presente en la Iglesia bajo las especies eucarísticas.
CEC, 1378-1381: El culto de adoración a la Eucaristía no solo durante la Misa, sino también fuera
de la celebración. TB, 7-17: Creemos en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
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