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El presente capítulo, cuyo título se corresponde con el del Libro IV del CIC, tiene
por objeto analizar sistemáticamente los contenidos teológico-canónicos de los cánones que
sirven de pórtico a la disciplina del culto divino.
El Concilio enseña, en efecto, que «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo
sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia,
con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia»
(SC, 7). Dicho de otro modo, «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC, 10). La sagrada
liturgia constituye el modo peculiar de cumplir la Iglesia su misión, e íntima unión con
Cristo presente en todas las acciones litúrgicas. Es, en suma, el momento culminante en el
que se ejerce el sacerdocio común de los fieles a cuyo servicio fue instituido el sacerdocio
ministerial.
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«La palabra liturgia significa originariamente obra o quehacer público, servicio de
parte de y en favor del pueblo. En la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de
Dios toma parte en la Obra de Dios (Jn 17, 4). Por la liturgia, Cristo, nuestro Redentor, y
sumo sacerdote, continúa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1069).
La liturgia, de otra parte, pertenece al orden de los signos sensibles por medio de los
cuales se significa y se realiza la santificación según el modo propio de cada uno de estos
signos; estas expresiones se recogen en el Código en referencia clara a los diversos signos
sacramentales, y a la relación de semejanza entre signo y significado, entre sacramentum et
res según la denominación clásica.
Pero para que este culto sea en verdad un culto litúrgico y público, es preciso que se
verifiquen las tres exigencias canónicas establecidas en el c. 834 § 2: a) que se ofrezca en
nombre de la Iglesia; b) por personas legítimamente designadas, c) por medio de actos
aprobados por la autoridad de la Iglesia.
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La asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada para conmemorar
el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, en una llamada a recuperar
el sentido de lo sagrado que contrarreste el clima secularizador de nuestro tiempo, ha
resaltado ese aspecto de la liturgia: «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo
sagrado y hacerlo resplandecer. Debe estar imbuida del espíritu de reverencia y de
glorificación de Dios» (II, B, b, 1).
Los restantes fieles, tanto clérigos como laicos, concurren tomando parte activa cada
uno según su modo propio de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones
litúrgicas (c. 899 § 2) . No debe olvidarse, en este sentido, que la Eucaristía es ante todo un
sacrificio; el sacrificio de la nueva alianza. De ello se sigue «que el celebrante en cuanto
ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote que lleva a cabo -en virtud del poder
específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que conduce de nuevo los
seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como
él, ofrecen como él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales
representados en el pan y en el vino desde el momento de su presentación en el altar».
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el efecto principal de los sacramentos, y se santifican las diversas circunstancias de la vida
(cfr. SC, 60).
Además de las celebraciones litúrgicas, existen otros medios a través de los cuales
realiza la Iglesia -el conjunto de los fieles- la función santificadora. Así lo determina el c.
839:
§ 2. Procuren los Ordinarios del lugar que las oraciones y prácticas piadosas y
sagradas del pueblo cristiano estén en plena conformidad con las normas de la
Iglesia».
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como un Pueblo sacerdotal rebasa sin duda los objetivos de este estudio. No obstante, es
preciso tenerla en cuenta como telón de fondo puesto que es ahí donde radica el principal
fundamento de todo el desglose canónico del munus sanctificandi, en especial de los
derechos del fiel. Dice así un conocido texto de Lumen gentium, 10:
En efecto, desde los Obispos hasta los padres de familia, todos están llamados a
participar de modo activo en la función santificadora, pero el precepto codicial define a la
par con precisión la diversidad de participación, diversidad en esencia, en unos casos, y
diversidad en el grado, en otros. Hay una diversidad esencial de participación entre los que
pertenecen al orden sacerdotal (Obispos, presbíteros) y todos los demás fieles. Por el
contrario, se da tan solo una diversidad de grado en la participación del sacerdocio de
Cristo entre los presbíteros y los Obispos.
Estos tienen la plenitud del sacerdocio, por ello están constituidos como los
principales dispensadores de los misterios de Dios. Los presbíteros participan asimismo del
sacerdocio de Cristo, son verdaderos ministros suyos; en virtud del sacramento del orden,
han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento; pero ejercen su
ministerio bajo la autoridad de los Obispos (LG, 29).
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En su condición de bautizados, todos los demás fieles participan también de la
función sacerdotal de Cristo, pero según su modo propio, y coordinado con lo que
corresponde al sacerdocio ministerial. Puede haber, además, otros modos de participar el
fiel no ordenado en las funciones litúrgicas. De ellos nos ocuparemos más adelante. Pero
quede ya sentado que su participación activa, interna y externa, la actuación de su
sacerdocio común es lo verdaderamente relevante. Los otros modos posibles -ser lector,
acólito, monitor, etc.-, aunque puedan ser importantes en un momento dado, lo son de modo
secundario.
Lo dicho hasta aquí, debe completarse con otro principio general. En efecto, el
oficio sacerdotal del laico al que Cristo le asocia, además de la participación activa en las
celebraciones litúrgicas, especialmente en la Eucaristía, consiste fundamentalmente en
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consagrar el mundo a Dios, puesto que «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas
apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del
cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo (1 Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al
Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor» (LG, 34).
Sentados esos dos principios, es obligada aquí una referencia a la participación del
fiel laico en las celebraciones litúrgicas a través de los llamados «ministerios laicales»,
muchos de los cuales tienen contenido litúrgico. Según constata la Exh. Ap. Christifideles
laici, 23, «como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los
mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les
corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado
ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción
sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no
propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos».
Pero veamos cómo está contemplada esta disciplina en el CIC. Es bien conocido
que el CIC 17, recogiendo por lo demás una tradición milenaria, consideraba clérigos a
efectos canónicos, no sólo a los ministros sagrados, es decir, a quienes habían recibido el
sacramento del orden, sino a todos aquellos fieles que hubieran recibido la primera tonsura,
las llamadas órdenes menores, entre ellas las de lector y acólito, y el orden mayor del
subdiaconado.
Junto a estos ministerios instituidos de los que se excluye a las mujeres, el c. 230
contempla otros «ministerios» o servicios algunos de los cuales, los del § 2, se fundan en la
condición bautismal, son propios de todos los fieles sin discriminación por razón de sexo, si
bien su ejercicio, en este caso temporal, requiere la intervención de la autoridad eclesiástica
para el buen orden de las acciones litúrgicas. Según la interpretación auténtica del
Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos de 15 de marzo de 1994,
entre las funciones litúrgicas del c. 230 § 2, puede enumerarse también el servicio al altar,
que puede desempeñar por ello cualquier laico, sea varón o mujer, siempre que se observen
las instrucciones emanadas de la Congregación para el Culto divino, publicadas
conjuntamente con la interpretación auténtica.
Junto con el problema sobre una posible discriminación de la mujer, al menos para
el ejercicio de ministerios estables, la imprecisión terminológica de la palabra ministerio,
así como su uso indiscriminado o su aplicación extensiva a cualquier función que se
encomiende al laico, constituyen uno de los temas que la mencionada Comisión está
llamada a dilucidar y a poner en claro. De lo contrario, existe el riesgo de que pierda vigor
la ministerialidad propia del orden sagrado, y el concepto mismo de ministro sagrado,
equivalente hoy al de clérigo, al menos en la disciplina de la Iglesia latina.
A este respecto, no está de más que nos hagamos eco de algunas ideas expresadas
recientemente por el Papa Juan Pablo II, en una alocución al Simposio de la Cong. para el
Clero que versó sobre «La participación de los fieles laicos en el ministerio presbiteral» (22
de abril de1994). Y es oportuno que nos hagamos eco de ellas, primero porque son un
reflejo del contexto eclesial al que nos estamos refiriendo, en el cual se inserta el tema
concreto del servicio al altar por parte de las mujeres. Pero, además, porque de esas
reflexiones brotan consecuencias que, según el Romano Pontífice, deberán encontrar
expresión en la revisión del M. Pr. Ministeria Quaedam de acuerdo con lo que solicitaron
los Padres sinodales en 1987.
Cuando se refiere a los laicos no distingue el Papa entre varones y mujeres; donde
pone el acento es en la necesidad de romper el nexo equívoco entre las funciones que se
fundan en el bautismo, en el sacerdocio común, y aquellas que se originan en el sacramento
del orden. Resuelto este equívoco, el papel de la mujer podrá ser también legalmente
idéntico al del laico varón, revisándose en este sentido el vigente c. 230 § 1.
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4. Las nuevas normas de la Santa Sede: la Instrucción «Ecclesiae de Mysterio» de 15
de agosto de 1997
En este sentido, «es necesario hacer comprender que estas precisiones y distinciones
no nacen de la preocupación de defender privilegios clericales, sino de la necesidad de ser
obedientes a la voluntad de Cristo, respetando la forma constitutiva que Él ha impreso
indeleblemente en su Iglesia».
El art. 1 lleva por título: Necesidad de una terminología apropiada. A ello nos
hemos referido ya en el apartado anterior, tomando como base el Discurso del Papa al
Simposio organizado por la Cong. para el Clero. Los dos primeros §§ del art. 1 son un
resumen de lo expresado por el Papa en el mencionado discurso. El §3 establece al respecto
lo siguiente:
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de los cc. 943 y 1112. Naturalmente puede ser utilizado el término concreto con que
canónicamente se designa la función confiada, por ejemplo, catequista, acólito, lector, etc.
La delegación temporal en las acciones litúrgicas, a las que se refiere el c. 230 §2,
no confiere alguna denominación especial al fiel no ordenado. No es lícito, por tanto, que
los fieles no ordenados asuman, por ejemplo, la denominación de pastor, de capellán, de
coordinador, moderador o títulos semejantes que podrían confundir su función con aquella
del Pastor, que es únicamente el obispo y el presbítero».
Del contenido de los restantes artículos nos ocupamos en su momento oportuno. Por
eso, hacemos sólo el enunciado:
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III. RELACIÓN ENTRE FE Y CULTO CRISTIANO
«La sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los
hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la
conversión» (SC, 9).
Con ser cierto todo lo anterior, en aras de una mayor precisión doctrinal, es
necesario distinguir diversos niveles en las relaciones entre fe y actividad litúrgico-
sacramental.
En efecto, los sacramentos, como enseña el Concilio, suponen la fe, son ellos
mismos sacramentos de la fe, no es pensable una celebración litúrgico-sacramental como
no sea en el marco de la fe. Al menos siempre está presente la fe de la Iglesia. Pero ¿es
necesaria siempre la fe del ministro, o la fe del que participa o recibe el sacramento?
Por parte del ministro, la fe nunca es, por principio, una exigencia de validez.
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