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CAPÍTULO II

LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR DE LA IGLESIA

El presente capítulo, cuyo título se corresponde con el del Libro IV del CIC, tiene
por objeto analizar sistemáticamente los contenidos teológico-canónicos de los cánones que
sirven de pórtico a la disciplina del culto divino.

El primer apartado torna como referencia el c. 834, en el que se establece la relación


íntima entre la función santificadora y la liturgia. El segundo se inspira fundamentalmente
en el c. 835 para describir a los sujetos de la acción litúrgica. Finalmente, el tercer apartado
glosa el contenido doctrinal y disciplinar del c. 836, relativo a la relación entre culto
cristiano y fe.

I. RELACIÓN ENTRE LA FUNCIÓN DE SANTIFICAR Y LA LITURGIA

1. Valor santificador y cultual de la liturgia

Lo describe así el c. 834:

«§ 1 . La Iglesia cumple la función de santificar de modo peculiar a través de la


sagrada liturgia, que con razón se considera como el ejercicio de la función
sacerdotal de Jesucristo, en la cual se significa la santificación de los hombres por
signos sensibles y se realiza según la manera propia a cada uno de ellos, al par que
se ejerce íntegro el culto público a Dios por parte del Cuerpo místico de Jesucristo,
es decir, la Cabeza y los miembros.
§ 2. Este culto se tributa cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas
legítimamente designadas y mediante actos aprobados por la autoridad de la
Iglesia».

El CIC, en concordancia, muchas veces literal, con lo enseñado por la Const.


Sacrosanctum Concilium, comienza así el Libro IV describiendo la naturaleza y fines de la
liturgia, así como las exigencias canónicas que implica todo acto de culto público.

El Concilio enseña, en efecto, que «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo
sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia,
con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia»
(SC, 7). Dicho de otro modo, «la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC, 10). La sagrada
liturgia constituye el modo peculiar de cumplir la Iglesia su misión, e íntima unión con
Cristo presente en todas las acciones litúrgicas. Es, en suma, el momento culminante en el
que se ejerce el sacerdocio común de los fieles a cuyo servicio fue instituido el sacerdocio
ministerial.

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«La palabra liturgia significa originariamente obra o quehacer público, servicio de
parte de y en favor del pueblo. En la tradición cristiana quiere significar que el Pueblo de
Dios toma parte en la Obra de Dios (Jn 17, 4). Por la liturgia, Cristo, nuestro Redentor, y
sumo sacerdote, continúa en su Iglesia, con ella y por ella, la obra de nuestra redención»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1069).

Un elemento fundamental de la liturgia es ser «el ejercicio de la función sacerdotal


de Jesucristo», actualizado por la mediación de la Iglesia. Cuando un sacerdote consagra, es
Cristo quien está presente en la persona del ministro, y quien está presente sobre todo bajo
las especies eucarísticas. Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Cuando el
confesor perdona, es Cristo quien perdona.

La liturgia, de otra parte, pertenece al orden de los signos sensibles por medio de los
cuales se significa y se realiza la santificación según el modo propio de cada uno de estos
signos; estas expresiones se recogen en el Código en referencia clara a los diversos signos
sacramentales, y a la relación de semejanza entre signo y significado, entre sacramentum et
res según la denominación clásica.

A la par que signo eficaz de salvación y de gracia, la liturgia es el momento


culminante en que el Cuerpo Místico de Cristo tributa a Dios un culto público completo.
Según había enseñado ya la Enc. Mediator Dei, n. 6, «la liturgia es ( ... ) el culto público
que nuestro Redentor tributa al Padre, como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los
fieles tributa a su fundador, y por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente,
el completo culto público del Cuerpo Místico de Cristo, es decir, de la Cabeza y de sus
miembros».

Pero para que este culto sea en verdad un culto litúrgico y público, es preciso que se
verifiquen las tres exigencias canónicas establecidas en el c. 834 § 2: a) que se ofrezca en
nombre de la Iglesia; b) por personas legítimamente designadas, c) por medio de actos
aprobados por la autoridad de la Iglesia.

Verificadas esas exigencias, la celebración litúrgica, en cuanto acción de la Iglesia


tiene siempre un carácter público y comunitario, aunque se realice sin asistencia y
participación activa de los fieles. Lo cual no es obstáculo obviamente para que el c. 837 § 2
destaque la importancia de esa asistencia y participación activa de los fieles, ni para que se
haga efectivo este deseo conciliar: «Los pastores de almas deben vigilar para que en la
acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino
para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC, 11).

Una consecuencia, implícita en todo lo dicho acerca de las dimensiones


santificadora y cultual de la liturgia, la resume así SC, 7: «toda celebración litúrgica, por ser
obra de Cristo Sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por
excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna
otra acción de la Iglesia».

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La asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, celebrada para conmemorar
el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, en una llamada a recuperar
el sentido de lo sagrado que contrarreste el clima secularizador de nuestro tiempo, ha
resaltado ese aspecto de la liturgia: «precisamente la liturgia debe fomentar el sentido de lo
sagrado y hacerlo resplandecer. Debe estar imbuida del espíritu de reverencia y de
glorificación de Dios» (II, B, b, 1).

2. Centralidad de la liturgia eucarística

Todo lo dicho anteriormente respecto a la liturgia en general, se verifica de modo


principal en la liturgia sacramental, y de modo eminente en la celebración eucarística. No
en vano la doctrina conciliar ha mostrado cómo la Iglesia es, en lo más profundo de su
misterio, comunidad eucarística. La Eucaristía es la razón de su existencia, el centro, cima y
culmen de toda su actividad; en su celebración se significa y realiza la plenitud de la
comunión eclesial. De ahí que en la celebración del misterio eucarístico se actualice de
modo eminente el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial: los sacerdotes consagrados
por el sacramento del orden -y sólo ellos- actúan impersonando a Cristo, esto es, no sólo
«en nombre o en lugar de Cristo», sino «in persona Christi», «en la identificación específica
sacramental con el Sumo y Eterno Sacerdote que es el autor y el sujeto principal de este su
propio sacrificio en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie».

Los restantes fieles, tanto clérigos como laicos, concurren tomando parte activa cada
uno según su modo propio de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones
litúrgicas (c. 899 § 2) . No debe olvidarse, en este sentido, que la Eucaristía es ante todo un
sacrificio; el sacrificio de la nueva alianza. De ello se sigue «que el celebrante en cuanto
ministro del sacrificio, es el auténtico sacerdote que lleva a cabo -en virtud del poder
específico de la sagrada ordenación- el verdadero acto sacrificial que conduce de nuevo los
seres a Dios. En cambio, todos aquellos que participan en la Eucaristía, sin sacrificar como
él, ofrecen como él, en virtud del sacerdocio común, sus propios sacrificios espirituales
representados en el pan y en el vino desde el momento de su presentación en el altar».

En la Enc. Ecclesia de Eucharistia, el Papa Juan Pablo II manifiesta su


preocupación por el oscurecimiento de la recta fe y de la doctrina católica sobre este
admirable sacramento. «Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro
significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces
oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y
la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio» (n. 10).

3. La eficacia santificadora de otros medios litúrgicos no sacramentales

Así como la liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, tampoco la actividad


litúrgico-sacramental constituye el único modo de tributar culto a Dios y de obrar la
santificación. La parte II del Libro IV del CIC es bien expresiva en este sentido, al regular
el ejercicio de otra serie de actos litúrgicos, de culto y de santificación, como son los
sacramentales (consagraciones, bendiciones, etc.) instituidos por la Iglesia, a imitación en
cierto modo de los sacramentos, por medio de los cuales los cristianos se disponen a recibir

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el efecto principal de los sacramentos, y se santifican las diversas circunstancias de la vida
(cfr. SC, 60).

En concordancia con el Concilio, el Código resalta la importancia del Oficio divino


o liturgia de las horas, como voz de la Iglesia que alaba públicamente a Dios y ruega por la
salvación del mundo entero, es decir, como verdadero culto público de la Iglesia (SC, 99;
cc. 1173 ss.). Forman parte, también, de la función de santificar de la Iglesia, son actos de
culto la celebración de las exequias eclesiásticas, el culto a la Santísima Virgen y a los
Santos (c. 1186), así como el voto y el juramento (ce. 1191, 1199).

4. Otros medios de santificación no litúrgicas

Además de las celebraciones litúrgicas, existen otros medios a través de los cuales
realiza la Iglesia -el conjunto de los fieles- la función santificadora. Así lo determina el c.
839:

«§ 1. También por otros medios realiza la Iglesia la función de santificar, ya con


oraciones, por las que ruega a Dios que los fieles se santifiquen en la verdad; ya con
obras de penitencia y de caridad, que contribuyen en gran medida a que el Reino de
Cristo se enraíce y fortalezca en las almas, y cooperan también a la salvación del
mundo.

§ 2. Procuren los Ordinarios del lugar que las oraciones y prácticas piadosas y
sagradas del pueblo cristiano estén en plena conformidad con las normas de la
Iglesia».

Se trata de las devociones privadas, inspiradas en una religiosidad popular por la


que tantas veces el pueblo cristiano expresa creativamente su fe. Al igual que hiciera el
Sínodo Extraordinario de 1985, el Sínodo de Obispos de 1987 que trató sobre los laicos,
reiteró la conveniencia de revitalizar las devociones populares como medio de
santificación, a la vista de que muchos fieles, al desaparecer una gran parte de esas
devociones populares, estaban experimentando una gran laguna en su vida espiritual. Por
eso recomienda que se haga un gran esfuerzo para favorecer todas las demostraciones
públicas de fe como peregrinaciones, procesiones, etc., así como la oración familiar hecha
en casa.

II. PARTICIPACIÓN EN LAS ACCIONES LITÚRGICAS. EL CARÁCTER


SACERDOTAL DEL PUEBLO DE DIOS

1. Cooperación orgánica de los dos sacerdocios en la celebración litúrgica

Es una convicción profundamente arraigada en nuestro tiempo que la función de


santificar y tributar culto a Dios por medio de la liturgia corresponde a la Iglesia en su
totalidad. Así lo pone de relieve el Concilio cuando formula su doctrina sobre el carácter
sacerdotal del Pueblo de Dios y sobre la recíproca ordenación de los dos sacerdocios.
Ahondar en la doctrina teológica acerca de la configuración del entero Pueblo de Dios

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como un Pueblo sacerdotal rebasa sin duda los objetivos de este estudio. No obstante, es
preciso tenerla en cuenta como telón de fondo puesto que es ahí donde radica el principal
fundamento de todo el desglose canónico del munus sanctificandi, en especial de los
derechos del fiel. Dice así un conocido texto de Lumen gentium, 10:

«El sacerdocio común de los fieles, y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque


difieren en la esencia y no sólo en el grado, se ordenan sin embargo el uno al otro;
ambos según su modo propio participan del único sacerdocio de Cristo. El
sacerdocio ministerial en virtud de la potestad sagrada de que goza, modela y rige el
Pueblo sacerdotal, realiza el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece
a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, por otro lado, en virtud de su
sacerdocio real, concurren en la oblación de la Eucaristía, y lo ejercen en la
recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de
una vida santa, con la abnegación y caridad operante».

A esta cooperación orgánica de los dos sacerdocios se refiere el c. 835. De su tenor


literal se infiere que es todo el Cuerpo místico de Cristo el que está implicado en la función
santificadora, aunque cada miembro según la misión que está llamado a desempeñar: unos
actuando en nombre y en la persona de Cristo-Cabeza; otros participando activamente,
tanto interna como externamente. La acción litúrgica, de modo especial la acción litúrgico-
sacramental es, en suma, acción del entero Pueblo de Dios en su condición de Pueblo
sacerdotal y a la vez jerárquicamente estructurado. Ello significa que, en la función
litúrgica de santificación, la Iglesia actúa de modo coordinado el sacerdocio común y el
ministerial; por eso es decisivo en este punto tener presente la distinción esencial entre uno
y otro, según se pone de manifiesto en el c. 835, al enumerar los sujetos que toman parte
activa en la función santificadora.

En efecto, desde los Obispos hasta los padres de familia, todos están llamados a
participar de modo activo en la función santificadora, pero el precepto codicial define a la
par con precisión la diversidad de participación, diversidad en esencia, en unos casos, y
diversidad en el grado, en otros. Hay una diversidad esencial de participación entre los que
pertenecen al orden sacerdotal (Obispos, presbíteros) y todos los demás fieles. Por el
contrario, se da tan solo una diversidad de grado en la participación del sacerdocio de
Cristo entre los presbíteros y los Obispos.

Estos tienen la plenitud del sacerdocio, por ello están constituidos como los
principales dispensadores de los misterios de Dios. Los presbíteros participan asimismo del
sacerdocio de Cristo, son verdaderos ministros suyos; en virtud del sacramento del orden,
han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento; pero ejercen su
ministerio bajo la autoridad de los Obispos (LG, 29).

Los diáconos, por su parte, constituyen el grado inferior de la Jerarquía, y reciben la


imposición de las manos, no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. De ahí que
su actuación en la celebración del culto divino no pertenezca a la esfera del sacerdocio
ministerial, sino al sacerdocio común, si bien por el sacramento del orden reciben la misión
y la gracia para servir al Pueblo de Dios en el ministerio litúrgico.

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En su condición de bautizados, todos los demás fieles participan también de la
función sacerdotal de Cristo, pero según su modo propio, y coordinado con lo que
corresponde al sacerdocio ministerial. Puede haber, además, otros modos de participar el
fiel no ordenado en las funciones litúrgicas. De ellos nos ocuparemos más adelante. Pero
quede ya sentado que su participación activa, interna y externa, la actuación de su
sacerdocio común es lo verdaderamente relevante. Los otros modos posibles -ser lector,
acólito, monitor, etc.-, aunque puedan ser importantes en un momento dado, lo son de modo
secundario.

Es significativa la explícita alusión del c. 835 § 4 al modo peculiar de participar los


padres de familia en la función santificadora de la Iglesia, cuando impregnan de espíritu
cristiano la vida conyugal y cuidan amorosamente de la educación cristiana de sus hijos.
«El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que están ordenados a la
santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar
culto a Dios (SC, 59), es en sí mismo un acto litúrgico de glorificación a Dios en Jesucristo
y en la Iglesia», y fuente de gracia para transformar la vida conyugal «en un continuo
sacrificio espiritual» (FC, 55).

2. Participación del fiel no ordenado en las acciones litúrgicas: tareas propias y


tareas de suplencia

La función propia e insustituible de los ministros sagrados (Obispos, presbíteros y


diáconos) en las acciones litúrgicas, será objeto de un estudio amplio y detallado a lo largo
de todo el trabajo. De ahí que sea oportuno analizar aquí la participación propia de los
fieles laicos, o fieles no ordenados.

En virtud de su sacerdocio común, fundado en el bautismo, el fiel laico queda


«habilitado» para tributar el culto debido a Dios. Más aún, siendo así que la liturgia es la
fuente de la vida cristiana, y que los sacramentos, en concreto, son los medios por
excelencia con los que «se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres»
(c. 840), el cristiano tiene el deber de participar en los sacramentos y en los demás medios
salvíficos desde la perspectiva maximalista en que le sitúa el c. 210, es decir, desde su afán
por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y promover su continua
santificación.

El ejercicio activo y responsable del sacerdocio común no sólo comporta deberes;


también genera una serie de derechos fundamentales entre los cuáles ahora solo
enunciamos los siguientes: a) el derecho a participar activamente en las acciones litúrgicas,
sacramentales y no sacramentales (no está explícitamente formulado en el CIC pero a ese
derecho se refiere de forma expresa la Const. Conciliar Sacrosanctum Concilium, 14); b) El
derecho a tributar culto a Dios según el propio rito formalizado en el c. 214; c) el derecho a
recibir los bienes salvíficos, especialmente la Palabra de Dios y los sacramentos (LG, 37; c.
213).

Lo dicho hasta aquí, debe completarse con otro principio general. En efecto, el
oficio sacerdotal del laico al que Cristo le asocia, además de la participación activa en las
celebraciones litúrgicas, especialmente en la Eucaristía, consiste fundamentalmente en
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consagrar el mundo a Dios, puesto que «todas sus obras, sus oraciones e iniciativas
apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso del alma y del
cuerpo, si son hechas en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se
sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por
Jesucristo (1 Pe 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al
Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor» (LG, 34).

Sentados esos dos principios, es obligada aquí una referencia a la participación del
fiel laico en las celebraciones litúrgicas a través de los llamados «ministerios laicales»,
muchos de los cuales tienen contenido litúrgico. Según constata la Exh. Ap. Christifideles
laici, 23, «como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los
mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les
corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado
ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción
sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no
propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos».

La doctrina pontificia distingue dos clases de funciones (o ministerios): a) las que


son propias de los fieles laicos, «que tienen su fundamento en el bautismo y en la
confirmación, y para muchos de ellos, en el matrimonio»; b) las funciones de suplencia,
esto es, aquellas que, siendo propias de los ministros sagrados y estando reservadas por
norma a su ministerio público, en ocasiones pueden ser confiadas a los fieles laicos cuando
razones especiales así lo exijan o aconsejen y la autoridad competente lo determine. Se
trata, obviamente, de funciones que, aunque propias de los ministros ordenados, no exigen
el sacramento del orden, pues de lo contrario nunca podrían ser suplidas.

Pero veamos cómo está contemplada esta disciplina en el CIC. Es bien conocido
que el CIC 17, recogiendo por lo demás una tradición milenaria, consideraba clérigos a
efectos canónicos, no sólo a los ministros sagrados, es decir, a quienes habían recibido el
sacramento del orden, sino a todos aquellos fieles que hubieran recibido la primera tonsura,
las llamadas órdenes menores, entre ellas las de lector y acólito, y el orden mayor del
subdiaconado.

El Concilio Vaticano II no introduce innovación alguna en este sentido, pero sus


orientaciones doctrinales van en dirección a los cambios que iban a producirse en años
sucesivos. En efecto, el 15 de agosto de 1972, el Papa Pablo VI promulga el M. Pr.
Ministeria quaedam, cuya principal innovación consistió, precisamente, en restringir la
noción de clérigo, identificándola con la de ministro sagrado, al tiempo que, como
consecuencia, se desclericalizan algunos ministerios eclesiales, confiándose su ejercicio a
los laicos.

La reforma llevada a cabo por Pablo VI en el sentido indicado, se incorpora


definitivamente al CIC 83. El c. 230 es el mejor exponente de esta reforma. Pero conviene
tener en cuenta los distintos supuestos que contempla la norma codicial. El primer supuesto
es el de los ministerios estables de lector y acólito que sólo pueden ser conferidos a los
varones laicos. De algún modo, esto supone una limitación del principio general sentado en
el c. 228 § 1, según el cual los laicos que sean considerados idóneos (sunt habiles), tienen
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capacidad de ser llamados por los sagrados Pastores para aquellos oficios eclesiásticos y
encargos que pueden cumplir según las prescripciones del derecho. El límite, iure divino, de
esa capacidad lo constituyen las funciones o ministerios que exigen el sacramento del
orden, directa o indirectamente.

La exigencia de ser varón, o de otro modo, la inhabilidad de la mujer para ser


llamada a los ministerios estables de lector y acólito, tal y como establece el c. 230 § 1, no
parece que entre dentro de la cláusula del c. 228 § 1 «los laicos que sean considerados
idóneos»; no es problema de idoneidad, sino de capacidad canónica decretada por el
legislador eclesiástico, tal vez por la mutua implicación entre los ministerios estables y los
conferidos como requisito previo para la recepción del sacramento del orden (cc. 1035 y
1050), y habida cuenta de la exigencia esencial de ser varón para recibir ese sacramento
(cfr. c. 1024).

Junto a estos ministerios instituidos de los que se excluye a las mujeres, el c. 230
contempla otros «ministerios» o servicios algunos de los cuales, los del § 2, se fundan en la
condición bautismal, son propios de todos los fieles sin discriminación por razón de sexo, si
bien su ejercicio, en este caso temporal, requiere la intervención de la autoridad eclesiástica
para el buen orden de las acciones litúrgicas. Según la interpretación auténtica del
Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos de 15 de marzo de 1994,
entre las funciones litúrgicas del c. 230 § 2, puede enumerarse también el servicio al altar,
que puede desempeñar por ello cualquier laico, sea varón o mujer, siempre que se observen
las instrucciones emanadas de la Congregación para el Culto divino, publicadas
conjuntamente con la interpretación auténtica.

Otros ministerios, en cambio, son en gran medida, en términos generales, funciones


que pueden ejercer los laicos -varones y mujeres- pero en régimen de suplencia. Son en
realidad propios de los ministros sagrados por su relación íntima, aunque no esencial, con el
orden sagrado, por lo que sólo pueden ser ejercidos por los laicos cuando lo aconseje la
necesidad de la Iglesia y no haya ministros. El ejemplo más claro es el de ministro
extraordinario de la comunión.

Esta disciplina ha sido ampliamente desarrollada por la Instr. Redemptionis


Sacramentum (vid. nn. 151-160). Aparte de la naturaleza suplementaria y provisional del
ministro extraordinario de la Comunión, es significativo el énfasis que el Documento pone
en la cuestión terminológica al referirse al ministro extraordinario de la sagrada Comunión:
«Este ministerio se entiende conforme a su nombre en sentido estricto, este es ministro
extraordinario de la sagrada comunión, pero no ministro especial de la sagrada comunión,
ni ministro extraordinario de la Eucaristía, ni ministro especial de la Eucaristía; con estos
nombres es ampliado indebida e impropiamente su significado» (n. 156).

3. Precisiones sobre el término «ministerio laical»

Esta disciplina, que se inicia con el Ministeria Quaedam de 1972, y se consolida en


el CIC de 1983, fue debatida, como es sabido, en el Sínodo de Obispos de 1987 que
expresó su vivo deseo de que el M. Pr. Ministeria Quaedam «sea sometido a revisión,
habida cuenta del uso de las Iglesias locales, indicando sobre todo los criterios según los
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cuales deben ser elegidos los destinatarios de cada ministerio» (Prop. 18). El Papa, en la
Exh. Ap. Christifideles laici se hace eco de los problemas que habían estado latentes en el
Sínodo episcopal, en estos términos: «En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin
embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término
ministerio, la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio
ministerial, la escasa observancia del ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación
arbitraria del concepto de suplencia, la tendencia a la clericalización de los fieles laicos y el
riesgo de crear de hecho una estructural eclesial de servicio paralela a la fundada en el
sacramento del orden» (n. 23). Por todo ello, no es extraño que el Papa acoja la propuesta
del Sínodo de revisar el Ministerio Quaedam: «A tal fin ha sido constituida expresamente
una Comisión, no sólo para responder a ese deseo manifestado por los Padre sinodales, sino
también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos,
litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los
ministerios confiados a los fieles laicos» (Christifideles laici, 23). Es del todo necesario,
añade más adelante, «pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable
de la mujer en la Iglesia a la realización práctica» (ibidem, 51).

Junto con el problema sobre una posible discriminación de la mujer, al menos para
el ejercicio de ministerios estables, la imprecisión terminológica de la palabra ministerio,
así como su uso indiscriminado o su aplicación extensiva a cualquier función que se
encomiende al laico, constituyen uno de los temas que la mencionada Comisión está
llamada a dilucidar y a poner en claro. De lo contrario, existe el riesgo de que pierda vigor
la ministerialidad propia del orden sagrado, y el concepto mismo de ministro sagrado,
equivalente hoy al de clérigo, al menos en la disciplina de la Iglesia latina.

A este respecto, no está de más que nos hagamos eco de algunas ideas expresadas
recientemente por el Papa Juan Pablo II, en una alocución al Simposio de la Cong. para el
Clero que versó sobre «La participación de los fieles laicos en el ministerio presbiteral» (22
de abril de1994). Y es oportuno que nos hagamos eco de ellas, primero porque son un
reflejo del contexto eclesial al que nos estamos refiriendo, en el cual se inserta el tema
concreto del servicio al altar por parte de las mujeres. Pero, además, porque de esas
reflexiones brotan consecuencias que, según el Romano Pontífice, deberán encontrar
expresión en la revisión del M. Pr. Ministeria Quaedam de acuerdo con lo que solicitaron
los Padres sinodales en 1987.

Comienza el Papa su Alocución, reconociendo el principio de igualdad fundado en


la común dignidad cristiana (LG,32; c. 208) y el consiguiente valor que posee todo oficio,
todo don y toda tarea eclesial. Pero advierte a la vez sobre el riesgo del democraticismo,
inaplicable a la Iglesia, remitiéndose expresamente al n. 17 del Directorio para el Ministerio
y vida de los presbíteros.

Seguidamente, el Papa reitera una advertencia que recogió ya el Documento


preparatorio del Sínodo sobre los laicos (Lineamenta, 9): No podemos hacer que crezca la
comunión y la unidad de la Iglesia, ni clericalizando a los fieles laicos ni laicizando a los
presbíteros. Por consiguiente, será rechazable cualquier experiencia de participación que
implique «Una incomprensión teórica o práctica de las diversidades irreductibles queridas
por el mismo Cristo...».
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Esta hipotética incomprensión teórica o práctica de la diversidad de vocaciones y
estados de vida, de ministerios, de carismas y de responsabilidades en la misión de la
Iglesia, hacen ver al Papa la necesidad de reflexionar atentamente y prioritariamente sobre
el término ministerio y sobre las diversas acepciones que puede tener en el lenguaje
teológico y canónico. En efecto, desde hace tiempo prevalece la costumbre de llamar
ministerios no sólo a los officia o numera que ejercen los Pastores, esto es, los fieles
ordenados, sino cualquier otro fiel laico. Esta cuestión del léxico, añade el Papa, resulta aún
más compleja y delicada cuando se trata de tareas de suplencia, es decir de aquellas
funciones que, siendo propias de los clérigos, pueden ejercer los laicos en casos especiales.
Igual acontece con los términos Pastor o actividad pastoral: «La forma de pastor es una e
indivisible y ningún otro miembro de la grey la puede sustituir: los servicios y los
ministerios que ejercen los fieles laicos, por consiguiente, nunca son propiamente
pastorales, ni siquiera cuando suplen ciertas acciones o ciertas preocupaciones del Pastor».

Constatada esta realidad, es decir, el uso frecuente e indiscriminado del término


ministerio, el Romano Pontífice no niega que en algunos casos y en cierta medida, sea
permisible la extensión del término a los munera de los fieles laicos en cuanto que son
participación en el único sacerdocio de Cristo. «En cambio, cuando el término se diferencia
en la relación y en la confrontación entre los diversos munera y officia, es preciso advertir
con claridad que sólo en virtud de la Sagrada ordenación obtiene (la voz ministerio) la
plenitud y univocidad de significado que la tradición le ha atribuido siempre».

En todo caso, concluye el Papa, «precisar y purificar el lenguaje se convierte en


urgencia pastoral porque detrás de él pueden esconderse asechanzas mucho más peligrosas
de lo que se cree. Del lenguaje corriente a la conceptualización el paso es breve».

El Papa no se refiere en ningún momento de la Alocución a los ministerios, en


cuanto que ejercidos por mujeres. Le interesa resaltar la necesidad de clarificar los términos
y consiguientemente los conceptos. Pero ello no significa que este deseo de clarificación
conceptual no tenga efectos en la plena integración de la mujer en todas aquellas tareas o
servicios encomendados a los laicos, incluso de forma estable. Hoy no es posible a tenor
del c. 230 § 1. Pero tal vez lo pueda ser en el futuro, cuando se entiendan, sin confusión
alguna, estas dos ideas que también resalta el Papa: a) que toda función eclesial de los
laicos se arraiga ontológicamente en su participación común en el sacerdocio de Cristo y no
en una participación ontológica en el ministerio ordenado propio de los Pastores; b) que, en
consecuencia, «los laicos deben saber arraigarlas [las tareas] existencialmente en su
sacerdocio bautismal y no en otra realidad».

Cuando se refiere a los laicos no distingue el Papa entre varones y mujeres; donde
pone el acento es en la necesidad de romper el nexo equívoco entre las funciones que se
fundan en el bautismo, en el sacerdocio común, y aquellas que se originan en el sacramento
del orden. Resuelto este equívoco, el papel de la mujer podrá ser también legalmente
idéntico al del laico varón, revisándose en este sentido el vigente c. 230 § 1.

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4. Las nuevas normas de la Santa Sede: la Instrucción «Ecclesiae de Mysterio» de 15
de agosto de 1997

El 15 de agosto 1997, la Santa Sede ha promulgado una serie de normas relativas a


la colaboración de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes. El Documento viene
firmado por 8 Dicasterios de la Curia Romana y en su virtud «quedan revocadas las leyes
particulares y las costumbres vigentes que sean contrarias a estas normas, como asimismo
eventuales facultades concedidas ad experimentum por la Santa Sede o por cualquier otra
autoridad a ella subordinada». Tal vez por eso, para dotarle de fuerza legislativa, el
documento normativo es aprobado en forma específica por el Sumo Pontífice, por lo que,
más bien que un decreto general, conforme al c. 29, se trataría de un decreto-ley conforme
al art. 18 de la Const. Ap. Pastor Bonus.

Dejando a un lado estas cuestiones formales que aquí no interesan, es conveniente


poner de relieve que el Documento no tiene como fin analizar en profundidad «toda la
riqueza teológica y pastoral del papel de los laicos en la Iglesia», tal y como ya ha sido
aclarada ampliamente por la Exh. Ap. Christifideles laici, sino poner orden y claridad en las
nuevas formas de participación de los fieles no ordenados en el ámbito de las parroquias y
de las diócesis. Según se constata en el preámbulo del Documento, «con frecuencia, en
efecto, se trata de praxis que si bien originadas en situaciones de emergencia y precariedad,
y repetidamente desarrolladas con la voluntad de brindar una generosa ayuda en las
actividades pastorales, pueden tener consecuencias gravemente negativas para la entera
comunión eclesial». Este Documento pretende, en suma, trazar precisas directivas que
aseguren por un lado la eficaz colaboración de los fieles no ordenados en situaciones
extraordinarias de falta o escasez de ministros sagrados, y por otro, el respeto a la
integridad del ministerio pastoral de los clérigos.

En este sentido, «es necesario hacer comprender que estas precisiones y distinciones
no nacen de la preocupación de defender privilegios clericales, sino de la necesidad de ser
obedientes a la voluntad de Cristo, respetando la forma constitutiva que Él ha impreso
indeleblemente en su Iglesia».

La casi totalidad del contenido disciplinar del Documento afecta al ámbito de


nuestro estudio, por lo que habremos de tenerlo en cuenta en momentos sucesivos. Pero no
está de más hacer aquí una breve sinopsis de las disposiciones prácticas explanadas a lo
largo de 12 artículos.

El art. 1 lleva por título: Necesidad de una terminología apropiada. A ello nos
hemos referido ya en el apartado anterior, tomando como base el Discurso del Papa al
Simposio organizado por la Cong. para el Clero. Los dos primeros §§ del art. 1 son un
resumen de lo expresado por el Papa en el mencionado discurso. El §3 establece al respecto
lo siguiente:

«El fiel no ordenado puede asumir la denominación general de ministro


extraordinario, sólo si y cuando es llamado por la autoridad competente a cumplir,
únicamente en función de suplencia, los encargos a los que se refiere el c. 230 § 3, además

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de los cc. 943 y 1112. Naturalmente puede ser utilizado el término concreto con que
canónicamente se designa la función confiada, por ejemplo, catequista, acólito, lector, etc.

La delegación temporal en las acciones litúrgicas, a las que se refiere el c. 230 §2,
no confiere alguna denominación especial al fiel no ordenado. No es lícito, por tanto, que
los fieles no ordenados asuman, por ejemplo, la denominación de pastor, de capellán, de
coordinador, moderador o títulos semejantes que podrían confundir su función con aquella
del Pastor, que es únicamente el obispo y el presbítero».

El art. 2 se ocupa del ministerio de la palabra, y desarrolla y precisa todo lo relativo


a la predicación de los laicos a tenor de lo dispuesto en el c. 766.

El art. 3 contiene las normas relativas a la homilía, distinguiendo, al respecto, entre


la homilía durante la celebración de la Eucaristía, que se reserva al ministro sagrado,
sacerdote o diácono(§1), y la homilía fuera de la Santa Misa, que «puede ser pronunciada
por fieles no ordenados, según lo establecido por el derecho o las normas litúrgicas y
observando las cláusulas allí contenidas» (§4). «En ningún caso la homilía puede ser
confiada a sacerdotes o diáconos que han perdido el estado clerical o que, en cualquier
caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio» (§5).

Los arts. 4 y 5 establecen y precisan las normas relativas a la colaboración de los


laicos en las parroquias y en otros organismos diocesanos, tales como el Consejo
presbiteral, el Consejo pastoral, el Consejo parroquial para los asuntos económicos, el
arciprestazgo,
etc.

Del contenido de los restantes artículos nos ocupamos en su momento oportuno. Por
eso, hacemos sólo el enunciado:

art. 6: Las celebraciones litúrgicas.

art. 7: Las celebraciones dominicales en ausencia de presbíteros.

art. 8: El ministro extraordinario de la sagrada comunión.

art. 9: El apostolado con los enfermos y el sacramento de la santa unción.

art. 10: La asistencia a los matrimonios.

art. 11: El ministro del bautismo.

art. 12 : La animación de la celebración de las exequias eclesiásticas.

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III. RELACIÓN ENTRE FE Y CULTO CRISTIANO

«La sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los
hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la
conversión» (SC, 9).

«Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación


del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero, en cuanto signos, también
tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la
robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por esto se llaman sacramentos de
la fe» (SC, 59).

Con estas palabras, el Concilio resalta la importancia de la fe en las actividades de


culto; importancia que es asimismo puesta de relieve por el c. 836: el culto cristiano, en
cuanto ejercicio del sacerdocio común de los fieles, es una obra que procede de la fe y en
ella se apoya. De ahí que los ministros sagrados hayan de procurar diligentemente suscitar e
ilustrar la fe, especialmente con el ministerio de la palabra, por la que nace y se alimenta la
fe. De ahí mana también, como una consecuencia más concreta, la obligación de preparar
convenientemente a los que han de recibir los sacramentos del bautismo (c. 851), de la
confirmación (cc. 889-890), de la Eucaristía (c. 914) y el propio sacramento del matrimonio
(c. 1063).

Con ser cierto todo lo anterior, en aras de una mayor precisión doctrinal, es
necesario distinguir diversos niveles en las relaciones entre fe y actividad litúrgico-
sacramental.

En efecto, los sacramentos, como enseña el Concilio, suponen la fe, son ellos
mismos sacramentos de la fe, no es pensable una celebración litúrgico-sacramental como
no sea en el marco de la fe. Al menos siempre está presente la fe de la Iglesia. Pero ¿es
necesaria siempre la fe del ministro, o la fe del que participa o recibe el sacramento?

Para responder a esta pregunta, es preciso distinguir previamente entre actividad


sacramental válida, lícita y fructuosa, tanto del ministro sagrado, como del sujeto que
participa en ella.

Por parte del ministro, la fe nunca es, por principio, una exigencia de validez.

Respecto al sujeto que recibe el sacramento, sólo está implicada la validez en el


sacramento de la penitencia, habida cuenta de que este sacramento está configurado
esencialmente por los actos del penitente junto con la absolución del confesor. En los
restantes sacramentos, su recepción puede ser válida independientemente de la fe personal,
si se cumplen las condiciones litúrgico-canónicas exigidas, pero, con excepción del
bautismo o confirmación de niños, la fe personal del sujeto, aparte de ser un requisito de
licitud, opera como un factor importante para el logro de una mayor eficacia sacramental.

Desde una perspectiva litúrgico-pastoral es natural que se acentúe y fomente en la


actividad sacramental el opus operantis, es decir, la respuesta eficiente del hombre al don
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que se le comunica en los sacramentos. Pero, desde una perspectiva teológico-canónica,
también es necesario resaltar el ex opere operato, especialmente respecto a los sacramentos
que imprimen carácter (c. 845) y al sacramento del matrimonio cuya esencia radica en la
res et sacramentum, es decir, en el vínculo. La recepción infructuosa, por falta de
disposiciones subjetivas, del sacramento del bautismo, de la confirmación o del orden
sagrado, no impide el despliegue de la eficacia sacramental ex opere operato. Se trata de
una eficacia objetiva fundada en los méritos de Cristo, y no en los méritos del ministro, que
sólo actúa como causa instrumental para la realización del signo, ni en los méritos del
sujeto, quien en un caso dado, por falta de disposiciones subjetivas, obstaculiza de hecho la
eficacia causativa de la gracia pero no todo el despliegue sacramental. El sujeto queda, en
efecto, bautizado, confirmado o consagrado como ministro.

Algo semejante ocurre con el sacramento del matrimonio. La falta de fe de los


contrayentes, por ejemplo, aparte de ser un elemento subjetivo difícilmente mensurable por
categorías teológico-canónicas, no necesariamente y por principio constituye un factor de
nulidad del vínculo sacramental. Este opera objetivamente, ex opere operato, cuando se
verifican dos condiciones: a) que estén bautizados los contrayentes; b) que sea válido el
pacto conyugal en su configuración natural.

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