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8/5/2020 Modelos de Estado

1. Los modelos de Estado

Los modelos de Estado


En la unidad anterior presentamos al contractualismo -también denominado iusnaturalismo- como el conjunto de las ideas de pensadores que buscaron
explicar y fundamentar el orden político moderno, de las sociedades capitalistas de algunos países europeos, expresado en la formación de Estados
seculares que tenían como principal finalidad preservar las libertades naturales de los hombres.

Esos Estados se fueron desarrollando y consolidando -como experiencias históricas- y, con el correr del tiempo, adoptando diversas características,
tanto en la forma de articular las relaciones sociales como en la conformación de los aparatos de Estado -los gobiernos, las burocracias, las leyes, etc.-.
Si bien las experiencias históricas fueron complejas y diferentes en los distintos lugares y épocas, estas han respondido a paradigmas ideológicos y
teóricos, asociadas a visiones políticas respecto del papel del Estado y su mayor o menor intervención en la dinámica social, caracterizada por la tensión
entre la reproducción del sistema capitalista, la defensa de intereses y la garantía de derechos y libertades, muchas veces contradictorios entre sí. Así,
es posible hablar de modelos o tipos de Estados, que ayudan a analizar y comprender las manifestaciones históricas en los diversos contextos. Es decir,
son modelos ideales, que no existen tal cual en la realidad. Estos modelos son el Estado liberal, el Estado de bienestar (o de bienestar keynesiano,
social o interventor) y el Estado neoliberal. A continuación, presentaremos los desarrollos teóricos de algunos pensadores representativos de cada
paradigma y modelo.
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8/5/2020 Modelos de Estado

2. El Estado liberal

El Estado liberal desde el liberalismo

Para caracterizar al modelo liberal de Estado nos apoyaremos en Jhon Stuart Mill, padre de la teoría liberal. Mill fue un filósofo, político y economista
inglés (1806 – 1873), representante de la escuela económica clásica y teórico del utilitarismo. Una de sus obras más reconocidas se llama Sobre la
[1]

Libertad . En ella, Mill reflexiona sobre la naturaleza y límites del poder que puede ser ejercido legítimamente por la sociedad sobre el individuo.

¿Y por qué Mill y la libertad? Hay dos razones fundamentales por las que resulta interesante aquí conocer su pensamiento y hacerlo jugar, en
contrapunto, con la teoría marxista. Por un lado, porque Mill desarrolla un importante corpus teórico que tiene una mirada política que ha quedado
plasmada en el pensamiento hegemónico occidental. Es decir, ha logrado predominar por encima de otras ideas y consolidarse en el imaginario
social como la perspectiva desde la que es posible interpretar el mundo de manera neutral.

Mill -y con él, el liberalismo del siglo XIX- no considera al capitalismo como un sistema intrínsecamente desigual que para existir requiere que una
clase social explote a la otra. Al contrario, cree que el capitalismo permitió que los hombres puedan vivir en libertad y desarrollar sus sueños y
deseos como nunca antes. Hay entonces una interpretación política radicalmente diferente. Y desde ese lugar se analizará entonces diversos
fenómenos específicos como el sistema económico, el educativo, el sistema de salud, etc. La mirada política de esta teoría generará interpretaciones
[2]
absolutamente diferentes que la que puede desarrollar un teórico marxista sobre el mismo fenómeno. Las escuela “voucher” , por citar un ejemplo,
pueden resultar una idea extraordinaria para quien lo analiza desde la teoría liberal y una forma más de la mercantilización de los derechos y la
reproducción de las desigualdades para quien lo haga desde el marxismo. Ninguna interpretación está bien o mal de manera objetiva, pero para
poder entenderla habrá que conocer primero cuál es la teoría que apoya esa interpretación. Y criticarla, fundamentarla o discutirla con mirada
propia, con la teoría que a cada cientista social le resulte la mejor herramienta.

Pero hay otro elemento que es interesante distinguir del pensamiento de Mill, que es bien diferente del que despliega el marxismo. En este análisis
no aparecen las clases sociales. No hay colectivos con intereses comunes que están en conflicto con otros colectivos. Hay individuos, uno a uno,
cada uno con sus particularidades, que para desarrollar sus sueños y satisfacer sus necesidades se enfrentan a la sociedad y a un Estado que les
limita o impide hacer lo que quieren. El análisis se detiene en el nivel individual y al Estado solo se lo piensa como una entidad abstracta, limitante,
en mayor o medida, de la vida de cada individuo. No hay intereses colectivos, no hay grupos sociales, no hay clases, ni trabajadores, ni
pobres. Hay individuos, hombres libres. Esta diferenciación en el nivel de análisis es fundamental porque, otra vez, confirmaremos que el
mismo fenómeno es totalmente distinto según el cristal con que se mire. Si a la escuela voucher la pensamos como una puja entre el sistema de
educación privada contra el sindicato docente, por ejemplo, entonces estaremos pensando en colectivos y grupos que tensionan y negocian
socialmente. Pero si de lo que se trata es de las posibilidades de elegir de cada papá o mamá respecto a la educación de los hijos, desconociendo
cualquier contexto de conflictos colectivos, entonces las conclusiones, las descripciones, las interpretaciones, serán totalmente diferentes.

Por lo tanto, es interesante analizar la visión política respecto al liberalismo y el nivel de análisis utilizado para ello. Sobre eso nos vamos a
concentrar para conocer el pensamiento de Mill.

El eje central de su pensamiento gira en torno al concepto de libertad -de ahí lo de liberalismo-. Para empezar, el autor distingue la idea de
libertad social o civil como algo distinto al libre albedrío. Esta libertad social se desarrolla históricamente, primero en busca de librarse de la
tiranía. Es en ese momento en que se genera un poder político, el Estado, que funciona como un buitre grande entre buitres más pequeños. Es decir,
en una primera instancia histórica, el Estado se crea para limitar los abusos y la tiranía por parte de los más poderosos. Este razonamiento es
similar al de los contractualistas que analizamos en la unidad anterior. El Estado liberal, entonces, aparece como un límite al exceso de poder. Este
Estado establece inmunidades para todos los ciudadanos a través de la libertad y los derechos políticos.

La forma de gobierno más adecuada para este tipo de Estado es la república, que se organiza como un gobierno de iguales (los ciudadanos),
en donde los gobernantes ejercen su cargo por elecciones y por períodos de tiempo definidos. Estas dos características, cargos electivos y
temporales, buscan limitar posibles abusos, esos que aparecían cuando los gobernantes perseguían sus propios intereses o el de la nobleza y
buscaban perpetrarse en el poder. De esta manera, cuando el pueblo es igual a la voluntad general o al bien común, y esto es igual a la Nación, no
habrá que temer la tiranía.

Pero Mill no está convencido con esta ecuación de igualdad. En cambio, se pregunta si los pueblos no necesitan limitar su propio poder. ¿Qué
quiere decir con eso de “limitar su propio poder”? Para explicarlo, nos recuerda que en toda sociedad democrática hay mayorías y minorías.
Entonces, cuando un gobierno se elige por mayoría significa que no gobierna la voluntad del pueblo, sino la voluntad de las mayorías, sin que las
minorías participen de ello.

Esto puede ocasionar que un pueblo, por ejemplo, desee oprimir a una parte de sí mismo, por ejemplo, a un grupo pequeño que profesa una
religión diferente a la oficial. Por eso, hay que limitar el poder de las mayorías porque de lo contrario se puede convertir en una tiranía de la
mayorías. Ésta, dice Mill, es de las tiranías más peligrosas ya que cuando la sociedad es el tirano, sus medios para tiranizar no se reducen a actos
ejecutados por funcionarios públicos. Cuando la sociedad dicta decretos imperfectos, o sobre los que no se debería decretar (por ejemplo, sobre
asuntos religiosos), estamos ante una tiranía social formidable. En este tipo de tiranía no son tan fuertes las sanciones pero penetra poco a poco
en la vida de cada individuo y "encadena el alma".

La sociedad, entonces, tiende a imponer como reglas de conducta ideas y costumbres. Esto forma individuos iguales y modela caracteres.
Por eso, es necesario otorgar al individuo protección contra la excesiva influencia de las mayorías, un límite a lo colectivo, es decir a la
acción legal de la opinión colectiva sobre la independencia individual.

El pensamiento de Mill supone entonces una dicotomía entre la independencia individual versus el contrato social, este último expresado en la
ley y la opinión de las mayorías. Esta idea de opinión general es central en el pensamiento de Mill y se asocia a la idea de costumbre. Cuando un
comportamiento se realiza por costumbre, sucede que los sentimientos valen más que las razones, se hace sin pensar, se acciona de esa manera
porque así lo hacen los demás, se adoptan gustos que generan tendencias que guían el comportamiento.

Este asunto de las causas del comportamiento individual es una preocupación central en el pensamiento del autor liberal. Al respecto, se pregunta
qué guía el accionar del hombre, y enumera:

razón;
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prejuicios y supersticiones;
afecciones sociales y anti sociales;
envidia, celos;
arrogancia, desprecio, y
lo más común: su propio interés, sea legítimo o no.

La mayoría procura imponer el interés general. Pero, por ejemplo, si los gobernantes pierden su ascendencia se generan sentimientos de aversión
contra la superioridad. Estos sentimientos morales, simpatías o antipatías rigen entonces la conducta individual y social. Las inclinaciones sociales,
pueden transmitir las aversiones de las mayorías, y esto es mucho más fuerte cuando estas aversiones terminan generando reglas o leyes. Por
ejemplo, si existen diferencias religiosas pueden generar odios. Una minoría religiosa si se siente agredida en su libertad de expresión, se puede
organizar para abogar por la libre disidencia, cosa que nunca va a lograr.

Y aquí llegamos a un punto fundamental en el pensamiento del liberalismo. Estos teóricos consideran que en una sociedad democrática la libre
disidencia es imposible. La intolerancia, creen, es intrínseca a la especie humana, nunca existió plenamente la libertad religiosa, siempre
hay reservas.
Mill identifica una tensión entre quienes prefieren delegar facultades en el gobierno para que se limite a resolver problemas y quienes prefieren
soportar abusos sociales antes de añadir alguna atribución al gobierno. Y se inclina más por esta segunda opción. Desde su mirada, el único objeto
que autoriza a turbar la libertad de acción de una persona es su defensa o seguridad. También se puede intervenir en la libertad individual si la
acción de uno puede perjudicar a otros. Esto se basa en una concepción negativa de la libertad: la libertad de uno termina donde comienza la
libertad de otro. Pero el punto es que el bien de un individuo, sea físico o moral, no es razón suficiente para justificar la intervención del
Estado. Por ejemplo, recaudar impuestos para generar un seguro de desempleo que permita salir de situaciones de pobreza a los desocupados, es
para Mill una intromisión injustificable en la economía particular de un trabajador. Podría pensarse en que el impuesto sea voluntario, podría hacerse
una campaña para convencer a los trabajadores que donen dinero para crear un fondo de desempleo, podría hasta suplicarle que donen, pero no se
puede obligar a nadie a que no ejerza su libertad, no se puede obligar a nadie a que haga con su dinero lo que el Estado diga en nombre el bien
común. Eso es injustificable.

El hombre, su cuerpo y su espíritu (en donde Mill incluye también las propiedades) es soberano de sí mismo. De esta manera, Mill observa
como aceptables para los individuos sólo aquellas obligaciones que se generan para no perjudicar a otros. Y sólo son justificables las
obligaciones negativas, es decir aquellas que implican una pena o un castigo, pero las obligaciones positivas solo son aceptables muy
excepcionalmente, por ejemplo, cuando se obliga alguien a testimoniar para salvar a alguien de una condena, pero no fijar obligaciones en la
porción de la vida que afecta sólo a esa persona: sus ideas, su religión, sus gustos, sus propiedades, sus riquezas.

Todo este razonamiento entonces permite armar una especie de “mapa de libertad”

Sobre todos los temas que aborda este mapa no debería intervenir el Estado por ningún motivo. Porque si el Estado lo hace estaría interviniendo
sobre la libertad, que en pocas palabras Mill define como “buscar nuestro propio bien a nuestra propia manera, en tanto que no intentemos privar
de sus bienes a otros, o frenar sus esfuerzos por obtenerlos”. Suena a verdad de Perogrullo dice Mill, pero no se cumple en ningún lado.

La preocupación de Mill por la libertad, en suma, se concentra en limitar al Estado a la mínima expresión posible. El Estado es el enemigo de la
libertad porque, en el fondo, su interés se dirige a reglamentar la conducta humana, con la excusa, por ejemplo, de limitar a un enemigo
exterior. El Estado moderno no se entromete por la vía legal, como en el feudalismo, sino por la moral. Y por eso es tan peligroso.

La única situación en la que se puede justificar la intromisión es la de necesidad de cuidado de los niños, que no tienen capacidad para decidir por sí
mismos. Algo similar ocurre con las naciones jóvenes. Cuando una nación inicia su camino al progreso, dice Mill, es débil e inexperta. En estos
casos, entonces, la existencia de un déspota para civilizar es justificable: el fin justifica los medios. Pero sólo en estos casos.

¿Cómo se ve reflejado el pensamiento liberal, en particular el de Mill, en lo que respecta a la educación? En Sobre la libertad podemos leer:

Considerad, por ejemplo, lo que ocurre con la educación. ¿No resulta evidente que el Estado debería exigir de todos sus ciudadanos, eincluso imponerles, una cierta
educación? Sin embargo, ¿quién no teme reconocer y proclamar esta verdad? En realidad, nadie se atrevería a negar que uno de los deberes más sagrados de los
padres (o del padre, según la ley o la costumbre actual), después de haber traído un nuevo ser al mundo, es dar a ese ser una educación que le capacite para cumplir
sus obligaciones para con los demás y para consigo mismo. [...] Si el gobierno se decidiera a exigir para todos los niños una educación buena, se evitaría la
preocupación de tener que dársela. Podría dejar que los padres educaran a sus hijos donde y como quisieran, conformándose con ayudarles a pagar los costes de
educación de los niños de clases menesterosas, o bien pagando por completo todos los gastos escolares de quienes no tienen a nadie que se los pague. Las
objeciones que se suelen oponer con razón a que el Estado se encargue de la educación no van en contra de que el Estado la imponga, sino en contra de que el
Estado se encargue de dirigirla, lo que es totalmente diferente. Si toda la educación, o la mayor parte de la educación de un pueblo, fuese puesta en manos del Estado,
yo me opondría a ello como el que más. Todo lo dicho sobre la importancia de la individualidad de carácter y sobre la diversidad de opiniones y modos de conducta
implica, en cuanto poseen la misma indecible importancia, una diversidad de educación. Una educación general dada por el Estado sería una mera invención para
moldear a las gentes conforme a un mismo patrón y hacerles exactamente iguales; y como el molde en que se les forma es el que más satisface al poder dominante (ya
sea monarquía, teocracia, aristocracia, o la mayoría de la generación presente), cuanto más eficaz y poderoso sea este poder, mayor despotismo establecerá sobre el
espíritu, despotismo que tenderá naturalmente a extenderse también al cuerpo. Una educación establecida y controlada por el Estado no debería existir, y en caso de
existir, más que como uno de tantos experimentos, entre muchos otros, hecho solamente con propósito de servir de ejemplo y estímulo, para elevar a los demás a un
cierto grado de excelencia; a no ser que la sociedad, en general, se halle tan atrasada que no pueda o no quiera procurarse los medios convenientes de educación, a
menos que el gobierno tome a su cargo esta tarea; solamente entonces el poder público, teniendo que elegir entre dos males, podría asumir el asunto de las escuelas y
universidades, del mismo modo que hacer el oficio de las compañías por acciones en un país donde la iniciativa privada no existiese de forma que permitiera
emprender grandes obras de industria. Pero, en general, si el país posee un número suficiente de personas capaces de procurar la educación al pueblo con los
auspicios del gobierno, esas mismas personas podrían y querrían dar una educación igualmente buena, sobre la base del principio voluntario, contando con una
remuneración asegurada por una ley que hiciera obligatoria la educación, y que garantizase la asistencia del Estado a aquellos que fueran incapaces de pagarla.[...]
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No hay otro, medio de robustecer la ley que examinar públicamente a todos los niños, desde sus primeros años. Se podría determinar una edad en que todo niño
debería ser examinado para comprobar si él (o ella) sabe leer. Si algún niño no supiera leer, el padre podría ser sometido, a menos que tuviese excusas suficientes, a
una multa moderada que pagase, si fuera necesario, con su propio trabajo, para que el niño fuera llevado a la escuela a costa del
padre. Una vez por año se renovaría el examen, sobre una serie de materias que se extendería gradualmente, de manera que resultase virtualmente obligatoria la
adquisición, y lo que es más, la retención de un mínimum de conocimientos generales. Superado este mínimum, existirían otros exámenes voluntarios sobre toda clase
de materias, en vista de cuyo resultado todos aquellos que hubieran llegado a un cierto grado de proficiencia, tendrían
derecho a un certificado. (Mill, 1859).

Es bastante sencillo vincular esas ideas a las que prevalecieron en el pensamiento que sustentó la conformación del Estado argentino y del sistema
educativo. El objetivo último era la preservación de las libertades pero -el fin justificaba los medios- ante la falta de madurez de la nación, el Estado
debió asumir la responsabilidad de entrometerse en el ámbito privado, interfiriendo en las libertades individuales.

[1] Mill, John Stuart (1971 [1859]) Sobre la libertad. Madrid, Aguilar.

[2] El sistema de escuela Voucher, o cheque educativo, consiste en que el gobierno subsidia a la demanda en lugar de a la oferta. El presupuesto educativo no se envía a las escuelas sino
a los alumnos o padres de familia a través de voucher o cheques, para que ellos sean los que decidan colocar el dinero en la escuela pública de su preferencia. Así, las escuelas compiten
entre sí para obtener más alumnos, lo que significa más voucher .
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3. El Estado de bienestar

En el apartado anterior a éste, analizamos lo que podría entenderse como una defensa del Estado liberal, ya que es lo que de alguna manera
desarrolla John Stuart Mill en su libro “Sobre la libertad”.

Seguiremos explorando diferentes miradas teóricas, siempre dentro del mundo capitalista; a continuación nos adentraremos en el llamado Estado
de bienestar.

El Estado de bienestar aparece en muchas naciones del mundo más o menos en el mismo período histórico. Podríamos decir que es un “fenómeno
de época” ya que su aparición se vincula directamente con la crisis económica que atravesaba el capitalismo y su Estado de tipo liberal. Parte del
diagnóstico respecto a la crisis global del capitalismo que se originó a fines de la década del 1920 fue que las dificultades económicas se explicaban
porque el mercado había generado enormes desigualdades que amenazaban con la posibilidad de continuar intercambiando. Cada vez había más
riqueza, más producción, que generaban algunos pocos -y cada vez menos- con capacidad de compra. Mucho para vender y nadie que pudiera
comprar. Y el Estado (liberal) no pudo hacer nada al respecto.

Entonces se empezó a pensar en que el Estado, además de organizar la vida social a través de leyes, coacción física y penalidades para quien no
cumpliera esas leyes, debería también ser garante del cumplimiento de derechos. Además de garantizar la libertad a través de políticas
negativas, como decía Mill (por ejemplo, no se puede robar porque vas preso, no se puede evadir un impuesto porque pagás multas e intereses), el
Estado debía tener una política de acciones positivas, de intervención para garantizar derechos, para garantizar bienestar.

Entonces, la pregunta de fondo que aparece en los desarrollos teóricos respecto a este tipo de Estado es si el Estado de bienestar puede
transformar la sociedad capitalista, resolver la crisis económica general y hacer más justo el sistema económico, político y social.

Para respondernos esta pregunta vamos a basarnos en un texto de Gøsta Esping-Andersen, un sociólogo danés cuyo principal campo de trabajo
es el Estado de bienestar. En los 90 publicó su libro más importante Los tres mundos del Estado de bienestar, en donde desarrolla teórica y
conceptualmente las posibilidades y límites de este tipo de Estado.

Esping-Andersen contextualiza el surgimiento del Estado de bienestar en una fuerte disputa teórica y política entre capitalismo y bienestar, mercado
y Estado y propiedad y democracia. Los pensadores del liberalismo consideran que la libertad es la clave para el desarrollo pleno, ella permite que
en el mercado todos los hombres, a través de la competencia, sean libres e iguales. El Estado, dicen, aleja esa posibilidad, ya que con su accionar
beneficia a unos (los más necesitados) por sobre otros (los más acomodados), ensucia la libre competencia, genera monopolios, proteccionismo
artificial y mercados ineficaces. Uno de los padres del capitalismo, Adam Smith, decía que el Estado sostiene las clases sociales que el mercado
potencialmente podría anular si se garantizara una libertad total de mercado, con competencia perfecta y sin ninguna intromisión “positiva” para uno
por sobre el otro.

Pero este pensamiento, comenta Andersen, surgió siglos atrás, como superación al absolutismo que reinaba el en la época pre capitalista. Ese
mercado que soñaban los liberales no existe como tal. En cambio, existe una lucha por la distribución del ingreso en donde la desigualdad entre
propietarios de los medios de producción y los trabajadores es inherente a la existencia misma del mercado. La puja distributiva se politiza cuando
los trabajadores se organizan para luchar colectivamente y, como consecuencia de estas luchas, se incorpora en el régimen democrático el sufragio
universal. Los trabajadores entienden así a la democracia como un medio para reducir los privilegios de los capitalistas a través de la
política, apelando al Estado para ello.

La pregunta central que aparece con el surgimiento del Estado de bienestar es si con él pueden ser anuladas las diferencias de clase y las
desigualdades que produce el capitalismo. En el momento histórico que mencionábamos más arriba, ante la profunda crisis que atravesaba el
capitalismo a nivel mundial, aparecen alternativas políticas por fuera del capitalismo: el socialismo, el comunismo. En este contexto, los Estados de
bienestar se proponen como alternativas dentro del mismo sistema capitalista. Estas alternativas proponen la inclusión de todos los miembros de la
sociedad como sujetos políticos, con derechos y capacidad para decidir. En cada experiencia concreta, cada Estado de bienestar tomó una forma
diferente, no son todos los casos idénticos, pero, sobre todo en Europa y especialmente en los países nórdicos como Noruega, Suecia o Dinamarca,
adoptó la forma de un reformismo parlamentarista (se reforman los problemas a través de leyes que deciden los diferentes sectores políticos en el
parlamento) bajo un modelo denominado “socialdemocracia”.

Lo interesante en este punto es que la estrategia de los Estados de bienestar consiste en el reformismo, es decir, reformar ciertos aspectos injustos
de la sociedad capitalista para lograr mayor igualdad y más justicia social. Esta mirada entiende al Estado como garante de derechos iguales para
todos los ciudadanos, la política social, de esta manera no sólo es igualitaria sino que además proporciona condiciones de eficiencia al mercado, ya
que si todos los ciudadanos pueden ejercer plenamente sus derechos, lo cual incluye comprar y vender en el mercado, entonces habrá productores
que vendan y consumidores que puedan comprar. De esta manera, el Estado de bienestar promueve la marcha hacia adelante de las fuerzas
productivas.

Este objetivo igualitario y distribucionista del Estado de bienestar es algo que encontraremos en prácticamente todos los casos históricos que
existieron. Ahora bien, el límite de la igualdad, la definición de cuáles son los derechos a garantizar, hasta dónde llega esa garantía y cómo se
financia la intervención pública, es bien diferente según la experiencia que se analice.

Para analizar los diferentes tipos de Estado de bienestar, Andersen los distingue de acuerdo a su perspectiva conceptual. Así, por un lado identifica a
la perspectiva estructuralista-sistémica, la cual podría sintetizarse en que el Estado debe intervenir en “todo lo que el sistema quiere”. El foco
en este caso está puesto en la industrialización que permitirá al capitalismo superar la crisis económica. Pero la clave está en que para que funcione
la industrialización es necesaria la política social, ya que el mercado sólo abastece a quienes son capaces de actuar en él, mientras que el Estado
nacional se ocupa del bienestar de todos. De esta manera, la política social corrige la fallas del mercado, incluye a todos los miembros de la
sociedad y logra fortalecer de esta manera también al mercado. En esta perspectiva no hay un grupo, clase social o sector político que promueva la
ampliación del campo del Estado, es el mismo “sistema” el que lo genera.

Por otro lado, la perspectiva institucionalista entiende que este tipo de Estado humaniza la economía, lo cual es clave porque de otra manera
colapsaría, se destruiría. El Estado debe garantizar el pleno ejercicio de sus derechos a todos los ciudadanos por igual, por lo menos hasta el punto
de equilibrar las diferencias que generan tensiones sociales.

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Una tercera perspectiva, la que entiende a la clase social como agente político, considera que el Estado de bienestar distribuye a favor de los
asalariados lo que el mercado, de alguna manera, les quita. Esta redistribución no es sólo un parche temporal, es una manera de hacer retroceder la
frontera del capitalismo. El Estado de bienestar organiza y une a una masa atomizada de trabajadores que compiten entre sí en el mercado. Con
este objetivo, el Estado debe garantizar a todos los trabajadores: derechos sociales, seguridad en la obtención de ingresos, igualdad y erradicación
de la pobreza.

Esta tercera perspectiva muestra una diferencia fundamental con respecto a las anteriores respecto a quién beneficia el Estado de bienestar.
Mientras que para las primeras el beneficiado sería el sistema capitalista, que gracias a la intervención pública lograría superar su crisis, para esta
última la beneficiada es la clase trabajadora.

Andersen entonces avanza en su análisis y propone encontrar una definición de Estado de bienestar. Al respecto, dice que se trata de una
responsabilidad estatal para asegurar mínimos básicos de protección social para sus ciudadanos. Pero entonces se pregunta ¿qué es
básicos?

Esta pregunta respecto a qué protección mínima es la que debe garantizar el Estado puede resolverse de diferentes maneras. Puede ser referido al
gasto, es decir, la definición de la protección a garantizar se resuelve por la cantidad de gasto que se pueda invertir en ello. Pero, según explica
Andersen, esta mirada desde el gasto puede ser confusa, porque el gasto del Estado puede estar destinado a múltiples rubros, por ejemplo a la
compra de armas en un país en guerra, y ello no se relaciona directamente con la protección social. O puede tratarse de una población muy
numerosa y entonces cubrir una necesidad mínima implica un gasto enorme, pero no resuelve el problema, etc.

Mejor, propone el autor danés, enfocar el problema desde el punto de vista conceptual: definamos qué y a quiénes. Se incluye la definición de “a
quiénes” porque la política pública puede incluir a todos los ciudadanos o ser tipo residual, es decir, dirigirse sólo a poblaciones vulnerables, allí
donde el mercado falla.

Para resolver estas cuestiones el autor avanza entonces en una definición ahistórica de la ciudadanía
social. Esta definición consiste explicitar cuáles son aquellos derechos que todo ciudadano del mundo
debe poder ejercer, ya sea porque lo obtiene en el mercado (por ejemplo, cuando compra una casa
accede al derecho a la vivienda) o se lo provee el Estado (en el mismo ejemplo, si se trata de una
persona sin un ingreso suficiente, el Estado puede proveerle una vivienda social). Estos derechos
adquieren el mismo rango que los derechos de propiedad, es decir, son inviolables y universales.

Este punto es el central para Andersen porque entiende que para poder lograr este tipo de igualdad
ciudadana es preciso lograr la “desmercantilización” de la sociedad. Esto quiere decir, en realidad,
que en este tipo de Estado la sociedad no debería organizarse en torno al mercado, ni a las clases
sociales según la posición en el mercado, sino en torno al status ciudadano, que se resuelve de
acuerdo con sus posibilidades, gustos y aptitudes y no su posición de clase. Desde esta concepción los trabajadores dejan de ser mercancías que se
intercambian en el mercado y pasan a ser ciudadanos sujetos de derecho.

Esto último no quiere decir que desaparece el mercado, sino que todos podemos acceder a un estándar de condiciones de vida aceptable, más
allá de si estamos insertos en el mercado o no, más allá de si conseguimos trabajo o no. Para que haya verdadera desmercantilización, dice
Andersen, es preciso que no haya dependencia del mercado para vivir, y que es necesario también que vivir afuera del mercado no sea opción
de última instancia, pues si es así se genera un estigma, “los desocupados”, “los planeros”, “los subsidiados” que pone a algunos ciudadanos
en una categoría de segunda y eso va en contra de la igualdad que este tipo de Estado propone.

Por eso, para asegurar la igualdad en el ejercicio de la ciudadanía, la posibilidad de que el Estado ofrezca a todos los habitantes de su Nación implica
la libre elección de salir del mercado o no. Implica que cada uno trabaje cuando quiera y deje de hacerlo cuando lo necesita o desee, por ejemplo
por maternidad, enfermedad, decisión de dedicarse a estudiar o falta de interés en los trabajos disponibles, y ello no impacte en sus condiciones
materiales de vida. Esta es la perspectiva de los Estados escandinavos como Suecia, Noruega (y la tan mencionada en el ámbito educativo
Finlandia).

Vemos entonces como existen diferentes alternativas de Estado de bienestar. Aquellos que cubren necesidades a quienes lo necesitan, los de
“política focalizada” (por ejemplo los Estados liberales en crisis como el de EE.UU. o Inglaterra de la década del 80); aquellos universalistas que
aseguran un estándar mínimo a todos los ciudadanos (por ejemplo los Estados conservadores de Francia, Alemania o Italia de la posguerra) y
aquellos denominados desmercantilizadores que garanticen las mismas condiciones de vida se ingrese o no a mercado (como dijimos, los
escandinavos).

El punto está, en todos estos casos, en que para garantizar alguno, todos, siempre o a veces, a todos o sólo a ciertos sectores, hay que contar con
presupuesto. Y el presupuesto en el Estado se genera de la recaudación de impuestos. Por ejemplo, si se busca desmercantilizar, entonces la
cobertura social será costosísima para el Estado, y ello implica que se deberá recaudar importantes cantidades de recurso en concepto de
impuestos. Esta carga impositiva recaerá en aquellos que producen, que están en el mercado, pero los beneficios serán sobre todos para los que
no están en el mercado, y esto puede ser conflictivo. Por eso, subraya Andersen, es fundamental reflexionar sobre el tipo de Estado de bienestar,
definir claramente qué derechos y con qué cobertura se incluyen dentro de la ciudadanía social y, finalmente, asegurarse la legitimidad política de
los mismos. Una inversión púbica grande, apoyada en una fuerte carga impositiva puede terminar en la crisis de estos tipos de Estado, como sucedió
en muchos países durante la década del 80, dejando paso al surgimiento de los Estados Neoliberales. Sobre éstos hablaremos en la próxima unidad.

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4. El Estado neoliberal

El Estado neoliberal

En este apartado vamos a introducirnos en el Estado neoliberal. Mejor dicho, vamos a sumergirnos en los desarrollos teóricos sobre el Estado
neoliberal, así en abstracto, sin detenernos en casos concretos en particular, puesto que el interés está en conocer miradas teóricas, aprehender
conceptos, distinguir “anteojos” que miran fenómenos sociales.

Con este objetivo, el de conocer el sustento teórico del neoliberalismo, vamos a leer a un pensador que es al mismo tiempo uno de sus más
fervientes defensores: Friedrich von Hayek (1899 – 1992). Filósofo, jurista y economista austríaco, es conocido por su defensa del neoliberalismo y
por sus críticas a la economía planificada y al socialismo que, como sostiene en una de sus obras más reconocidas Camino de servidumbre,
considera un peligro para la libertad individual que conduce al totalitarismo. Por su obra fue galardonado con el Premio Nobel de Economía en 1974.

El texto que vamos a leer en esta sección, Los principios de un orden social liberal, es una ponencia presentada en un Encuentro internacional
en 1966. Y este dato es importante porque mientras Hayek reflexionaba sobre los males del Estado de bienestar, éste gozaba de plena salud. Pasó
más de una década para que el neoliberalismo comenzara a aparecer en muchísimos países europeos y latinoamericanos como una “respuesta
superadora” al Estado benefactor. Y el pensamiento de Hayek fue uno de los basamentos sobre el que se apoyaron las campañas, los planes y los
ordenamientos políticos y económicos de estos nuevos estados neoliberales.

En efecto, a principios de la década del 1970 se verifica en todo el mundo una larga recesión económica. En este clima de crisis el neoliberalismo
comienza a ganar terreno. Se aduce que los problemas se explican por el poder excesivo de los sindicatos, del movimiento obrero, que al exigir
tantos beneficios anulan la ganancia, evitan la acumulación del capital y generan inflación porque el dinero cada vez tiene menos valor. Ante esta
situación de estancamiento, inflación y “exceso de derechos” por parte de los trabajadores, los liberales comienzan a proponer estabilidad
monetaria, disciplina presupuestaria a través de la contención del gasto público, sostenimiento de una “tasa natural” de desempleo y una reforma
fiscal que elimine impuestos progresivos. Todas medidas que se desprenden del pensamiento de Hayek veinte años atrás.

Hayek podría ser definido como un defensor de un capitalismo puro y duro, sin reglas. Para empezar, a contrapelo de la teoría política en general,
defiende como un valor positivo a la desigualdad, ya que considera que, en un marco de libre competencia, estimula a los competidores para
ganar, para rivalizar mejor, con más bríos y energía.

Para Hayek la libertad se puede definir de la manera más simple: que cada individuo pueda hacer lo que desee, sin intromisiones, siempre y cuando
sea conforme a ley. Y el liberalismo es el régimen político que busca garantizar el pleno cumplimiento de la libertad, darle la mayor extensión
posible. El régimen político opuesto a éste sería el totalitarismo que impide a cada persona elegir, debe proceder tal como el régimen o el dictador
indican.

La democracia es un concepto diferente al de liberalismo. Cuando se habla de régimen democrático el poder no se piensa como más o menos
restringido, sino que lo que importa es quién lo detenta. Si las mayorías definen mediante el voto quién gobierna, entonces es una democracia, sino
pueden hacerlo, entonces es autoritarismo.

Esta diferenciación es importante para Hayek, porque su preocupación gira en torno a la extensión de la libertad. Luego, si ese gobierno que sólo
garantiza la salvaguarda de las leyes es elegido de manera democrática o autoritaria, le importa menos. Su enemigo es el totalitarismo, no así
el autoritarismo.

Su preocupación entonces gira en torno a que los regímenes políticos no interfieran en la libertad individual, es decir, visualiza al Estado versus
el individuo. Para proponer cómo debería ser un régimen comienza por notar que, accidentalmente, por cuestiones de coyuntura política, Inglaterra
pasó un período de escasa intervención pública. Y fue en ese momento en que se verificó importantes aumentos en la prosperidad material de los
ingleses. Basándose en esa “experiencia histórica exitosa” propone un orden espontáneo de los asuntos sociales, en donde se utilice la aptitud y
conocimiento de sus miembros al máximo y donde se haga uso pleno de las poderosas fuerzas ordenadoras espontáneas. Efectivamente, Hayek
dice que, si se libera a los hombres de cualquier imposición (o sea regulación pública, por ejemplo precios máximos, paritarias o un impuesto),
puede haber algún conflicto entre ellos, pero siempre hay una fuerza invisible que espontáneamente tiende a ordenar cualquier grupo social.

Este orden espontáneo es opuesto conceptualmente a cualquier propuesta de organización social. Y decimos cualquiera, porque para Hayek el
problema de una organización social es que es telocrática, es decir, que persigue un propósito, que se propone un fin determinado, que se ordena
en base a mandatos. El orden espontáneo, en cambio, es nomocrático, es decir, se basa en leyes, reglas abstractas que dejan libres a los
individuos para que cada uno persiga su propio propósito sin incumplir la ley

Esta sociedad sin propósito común constituye una diferencia significativa con cualquier orden social. Supone que es posible organizar una
sociedad sin objetivos, metas o fines comunes, discute la existencia de un bien común. En cambio, propone una sociedad que se desarrolle bajo
un orden de mercado, es decir, que descanse únicamente en la reciprocidad, o sea, la conciliación de propósitos diferentes para el beneficio
mutuo de los participantes en el mercado. Es decir, no existe un bien común que sea la suma de resultados particulares, porque cada resultado
es diferente a otro, y es probable que para que uno logre su cometido, otro haya fallado; por eso es impensable un bien común. Lo que existe es
una gran sociedad o una sociedad abierta, en donde coexisten pacíficamente los individuos, quienes en el mercado ordenan sus diferencias para
beneficio mutuo.

Este orden contiene entonces fuerzas económicas que se desarrollan a partir de muchas pequeñas economías (familias, empresas) que interactúan
cada una con su propio propósito. A este orden social le da el nombre de catalaxia que en griego quiere decir algo así como intercambio, y también
“admitir en la comunidad” o “convertir de enemigo a amigo”. Con este concepto quiere ilustrar la idea de un orden sin jerarquías, sin
importantes, sin prioridades comunes, sin escala de fines única (lo que está bien para él puede estar mal para mí). La catalaxia, dice Hayek,
es el orden ideal para aprovechar la oportunidad para hacer uso de los propios conocimientos para lograr objetivos.

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En este orden sin orden, donde los precios, las cantidades, las compras, las ventas, los beneficiados y perjudicados, se resuelven espontáneamente,
es importante el rol muy específico que cumple la justicia. Se trata simplemente de un conjunto de reglas abstractas que se limitan a definir
prohibiciones de infringir el dominio protegido de cada uno (o sea, valores, ideas, sensaciones y… propiedad privada). Es un marco normativo
de tipo negativo, que se posiciona contra la injusticia. No hay posibilidad de una justicia positiva para todos, porque lo que es justo para uno es
injusto para otro. La única conducta justa posible es prevenir la conducta injusta.

En la catalaxia los resultados son impredecibles. Como no es un orden social que persiga para la comunidad tal o cual propósito, sino que cada uno
tiene el suyo; como los resultados no son el propósito de nadie, entonces es ridículo definirlos como justos o injustos, porque los resultados se
deberán simplemente a la manera en el que el mercado distribuye bienes. Y, como explicaba Hayek, lo que es bueno para uno es malo para otro,
por ejemplo, para el que compró un auto barato es bueno mientras que es malo para el que lo vendió a bajo precio.
En contraposición, la penetración del derecho público en el privado - por ejemplo, siguiendo el ejemplo anterior, fijando precios máximos por
ley para automotores - significa una progresiva sustitución de conductas por reglas de organización, es decir, significa la destrucción de la
libertad y el surgimiento del totalitarismo. Además, como la aplicación de reglas iguales a individuos diferentes genera resultados muy diversos
para los distintos individuos, el gobierno tiene que producir una reducción de esas diferencias accidentales e inevitables, con reglas diferentes; por
ejemplo, para precios máximos para autos de uso masivo e impuestos altos para autos de alta gama. Estas diferenciaciones parten de una idea de
justicia distributiva, es decir, una justicia que se propone determinados resultados, que organiza la sociedad por propósitos. Como venimos viendo,
una aberración para Hayek.

Lo mismo con los conceptos de “comercio justo” o “precio justo” o “salario justo”. ¿Justo para quién? No hay definición de justo en el mercado,
que es quien organiza la sociedad. El resultado es el que se haya conseguido a partir de la negociación espontánea. El resultado justo es haya sido
realizado por la conducta justa de todos los participantes.

En la catalaxia nadie puede prever lo que cada uno va a obtener, los resultados no están determinados por las intenciones de nadie, no hay
garantías, nadie es responsable tampoco. Cualquier intento por generar una distribución justa lleva indefectiblemente al totalitarismo, a la
destrucción de la libertad individual.

El orden de mercado no da lugar a ninguna correspondencia. No le corresponde nada a nadie, la dinámica de mercado funciona de otra manera:

De esta manera, el valor de los servicios prestados lo define quien paga, y esto no guarda relación con el merecimiento y, mucho menos, con
las necesidades. La justicia social, dice Hayek, aparece como respuesta a la demanda de protección de intereses creados, y al beneficiar a alguno
por sobre otros, crea nuevos privilegios, crea reglas no universales, que no pueden ser aplicados igualmente a todos.

En cambio, la catalaxia no es exitosa si se suma el valor de sus resultados, eso supondría una jerarquía de fines comunes, concretos, por ejemplo,
todos queremos que la producción crezca, aunque para ello debamos bajar precios. Tales propósitos son inexistentes, lo único que se persigue en la
catalaxia es el incremento de oportunidades para cada uno. Es por ello que no tienen que existir obstáculos para el acceso a tratos
comerciales, el mercado debe funcionar adecuadamente cuando se difunde la información en torno a oportunidades, sin cuotas, sin límites, sin
discriminación.

Hayek remarca que todos, ricos y pobres, deben sus ingresos al juego combinado de habilidad y oportunidad, y esto se debe a que todos decidieron
jugar ese juego; si lo aceptaron es entonces su obligación moral (notemos que se está utilizando la palabra obligación por primera vez) atenerse a
los resultados del juego, aún si son en contra de sus intereses.

Este punto es crucial en el pensamiento de Hayek. A las situaciones de debilidad, por ejemplo, ante la pérdida de trabajo o la quiebra de una
empresa debido al libre funcionamiento de mercado, el pensador liberal impone aceptación. Hay reglas de juego que hay que aceptar si se pierde.
Y pedir un seguro de desempleo al Estado por un despido u organizarse en un sindicato para exigir reincorporaciones, significa para Hayek una
inmoralidad, se trata de un mal perdedor. En el mercado, allí donde no había justicia ni injusticia, sí hay moral.

Por otra parte, si las reglas deben ser uniformes para todos, sin diferencia alguna, entonces es impensable una escala progresiva de impuestos
(pagan más los que ganan más), ya que el uso de tributación con fines de distribución sólo puede justificarse por razones totalitarias.

En el mismo sentido, hay gobiernos que destrozan el funcionamiento del mercado con intentos autoritarios por definir la política de
ingresos. Estas intervenciones, que por ejemplo hacen rígido el costo salarial, al establecer sueldos mínimos, generan graves problemas como el de
la inflación. Y la única manera de resolver estos problemas es restaurando al mercado como un instrumento efectivo para determinar salarios.

Así, vemos como Hayek termina siempre en la propuesta de un mercado libre, sin justicia, sin intervención, sin límites, sin objetivos ni
propósitos. Apostando a que se desarrollará sin problemas por el orden espontaneo. Y limitando al Estado a la función coercitiva del gobierno, la
cual debe restringirse a las tres negaciones:

1. No a la guerra (paz)
2. No a la injusticia (justicia)
3. No al totalitarismo (libertad)

Como decíamos al principio, esta teoría fue aplicada con mayor o menor rigor por muchos gobiernos de diferentes países desde la década del 80
hasta nuestros días. Los resultados económicos no fueron positivos, siempre estas experiencias terminaron en fracasos y crisis de mercado. Pero,
además, este abordaje del rol del mercado y el Estado transformó otros aspectos de la sociedad como la salud, la cultura o la educación pública. La

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intervención restringida a las negaciones implicó que se abandonaran esferas sociales del quehacer público y las consecuencias de ello no se
hicieron esperar. En la próxima unidad vamos a reflexionar al respecto en el sistema educativo.
Margaret Tatcher (Primera Ministra de Reino Unido), RondaldRegan (presidente de EEUU), Augusto Pinochet (Presidente de facto en Chile) y Domingo Cavallo (ministro de economía de
Argentina. Cuatro emblemas de gobiernos neoliberales en las décadas de 1980 y 1990

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