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Obstinada Hipocresía

Serie Dios y Hombre

Tema: La falsa religiosidad de los judíos y la nuestra.


Texto bíblico: Juan 8:48-59

Introducción
Hemos llegado al final de este gran discurso que Jesús da en la fiesta de los
tabernáculos (Jn. 7-8). Hemos visto lo que Jesús ha dicho de sí mismo. Él
conoce en verdad al Padre y todo el que lo conoce a él conocerá al Padre porque
procede de él, él es fuente de agua viva, él es la luz del mundo, él es aquel de
quien ha dado testimonio el Padre. Él hace en todo tiempo la voluntad del Padre,
su verdad liberta a los cautivos. En esta última parte de su discurso Jesús
responde nuevamente a las acusaciones de los judíos declarando una vez más
su divinidad. Él dice que el Padre busca la glorificación del Hijo (vs. 50, 54),
que la vida eterna está en guardar su palabra (vs. 51), él tiene un conocimiento
verdadero de Dios y guarda en verdad la palabra de Dios a diferencia de los
judíos. Además, él es aquel a quien esperó ver Abraham mismo. Sin embargo,
estas afirmaciones de Jesús, lejos de producir fe, llenaron aun más de
indignación el corazón de los judíos quienes no pudiendo más, buscaron piedras
para matarle por blasfemia.
Ahora, en este discurso Jesús no solo da afirmaciones de su divinidad, sino que
también deja ver la falsedad de los judíos quienes se jactaban de su religiosidad,
pero estaban lejos de Dios. Durante todo el discurso les ha llamado hipócritas
porque afirman obediencia a Moisés, pero infringen sus propias leyes (7:22-23).
Les ha dicho que ellos no conocen a Dios en verdad o de lo contrario creerían
en él (7:28-29; 8:19, 55). Les ha dicho que en su hipocresía le buscarían, pero
no le hallarían, sino que morirían en sus pecados (7:34; 8:21-24). Ha acusado
su hipocresía al juzgar por meras apariencias y no según la verdad (7:24; 8:15).
Les dijo que eran esclavos de su pecado e hijos de satanás (8:32-47). Les ha
dicho que no son en verdad hijos de Abraham por cuanto Abraham se gozó en
la esperanza de ver el día de Cristo, pero estos lo vieron y quisieron matarle.
Mientras que estos acusan a Jesús de blasfemia, Jesús les acusa de falsedad e
hipocresía. Decían venir de Dios, pero deshonraban la ley de Dios. Decían ser
hijos de Abraham, pero no hacían las obras de Abraham, sino que tenían un
corazón endurecido. Decían conocer a Dios, pero no eran capaces ni de escuchar
con atención las palabras de Jesús aun después de haber visto las señales. Eran
hipócritas que solo profesaban una religión que ni siquiera ellos podían cumplir.
Y esta hipocresía y dureza de corazón produjo en ellos una ceguera que les
impidió ver y reconocer al verdadero Hijo de Dios.
A través de toda esta escena vemos una clara imagen de la naturaleza falsa y
corrompida de los judíos quienes tenían al Hijo de Dios frente a ellos haciendo
maravillas y hablando verdades y, aun así, no creyeron ni se arrepintieron. Esta
actitud incrédula y obstinada de los judíos nos da a nosotros hoy una idea de
cómo podemos engañarnos a nosotros mismos fingiendo devoción a Dios y a
su vez, siendo tercos a su revelación. Muchos de nosotros podemos
encontrarnos profesando una fe que no vivimos, predicando una palabra que no
obedecemos. Teniendo la verdad clara frente a nosotros y siendo ciegos y
tercos, pensando que somos hijos de Dios cuando a la verdad, estamos
separados de él y muertos en nuestros pecados.
¿Consideras que en verdad eres hijo de Dios o te identificas con la hipocresía
de los judíos?
• ¿Predicas una palabra que no obedeces?
• ¿Profesas un amor que no demuestras por los demás?
• ¿Hablas de una santidad que no exhibes?
• ¿Hablas de una espiritualidad que ni siquiera experimentas en tu vida?
• ¿Profesas y defiendes una integridad que no demuestras?
Consideremos al menos dos principios que podemos ver en este discurso de
Jesús.
Una mera profesión de fe no garantizará nuestra
eternidad
Los judíos se jactaban de ser descendientes de Abraham e hijos de Dios, pero
estaban tan ciegos que rechazaron la verdad de Cristo y con ello deshonraron a
Dios. Podemos estar engañados profesando y defendiendo una fe que no
vivimos. Podemos incluso afirmar la verdad de Cristo, pero si rechazamos esa
verdad al no ponerla en práctica deshonramos a Dios y vamos rumbo a la
condenación. La vida eterna es el resultado de atesorar las palabras de Cristo de
manera que nos lleve a la obediencia a sus mandamientos.
De cierto, de cierto os digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá muerte.
(Jn. 8:51)
Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un
hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. (Mt. 7:24)
Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a
vosotros mismos. (Stg. 1:22)
No somos hijos de Dios si no tenemos una relación
con Dios
Los judíos se afirmaban conocer a Dios, pero su religión se redujo a un mero
ritualismo y tradiciones humanas. No tenían una verdadera relación con Dios
que les permitiera comprender la verdad. De la misma manera, una mera
practica de la religión o un intento superficial y externo de obediencia no nos
caracteriza como hijos de Dios, sino una relación íntima basada en la fe sincera
y en la obediencia fiel. Decimos que somos hijos de Dios y que tenemos su
Espíritu. Incluso afirmamos estar siendo llenos de su Espíritu, pero nuestra
manera de vivir es cuestionable, nuestra integridad ausente, nuestro amor falso,
nuestra devoción superficial, nuestra fe muerta.
Incluso si sientes que estas caminando en la fe y obediencia a Cristo. Aun si
sientes que te estas esforzando por la obediencia a Cristo y devoción a él. Estas
palabras son para ti. A menos que persistas incansablemente en una entrega
sincera a Dios que produzca en ti convicción de pecado, transformación de tu
carácter y una comprometida obediencia a sus mandamientos no eres en verdad
hijo de Dios. No podemos ser ligeros en nuestra fe ni en nuestro deber cristiano.
Sabemos que somos por gracia, pero esa gracia está lejos de ser indulgente y
barata. Si la gracia de Dios no te está transformando progresivamente, no está
alejándote del pecado, no te está volviendo más sensible a la palabra de Dios,
no te está haciendo más dependiente de Cristo, más comprometido con su obra,
más interesado en su voluntad, entonces, no eres en verdad un hijo de Dios, no
hay en ti un Espíritu Santo que confirme tu fe, no hay en ti vida eterna. Estás
aun esclavo en tu pecado y vas rumbo a la perdición eterna.
¿Y qué debemos hacer?
1. No cierres ojos a la verdad. Los fariseos habían visto las señales y habían
escuchado las palabras de Jesús, pero su obstinado odio les impidió oír
con atención y, por tanto, no comprendieron ni creyeron a Jesús. De la
misma manera nuestro engañoso corazón nos impide muchas veces
atender a la verdad de Dios y ponerla en práctica. Los verdaderos
discípulos de Jesús escuchan con disposición su palabra, la atesoran en
su corazón y la ponen por obra.
2. Atesora fielmente cada día la palabra de Dios. No seas indiferente,
olvidadizo o perezoso en cuanto a la palabra de Dios. ¡Es la palabra de
Dios! es su verdad revelada, es su santa voluntad. Lo menos que podemos
hacer es temer ante su palabra y responder con humildad y obediencia.

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