Está en la página 1de 6

COMPETITIVIDAD

“Es cierto que algunos hablan de Cristo por envidia y rivalidad, pero
otros lo hacen con buena intención. Algunos hablan de Cristo por
amor, sabiendo que Dios me ha puesto aquí para defender el
mensaje de salvación, pero otros lo hacen por interés personal, y no
son sinceros, y quieren causarme más dificultades ahora que estoy
preso. Pero ¿qué importa? Sea como sea, con sinceridad o sin ella,
hablan de Cristo, y esto me causa alegría.” (Filipenses 1:15-18)

He recibido las noticias de los últimos progresos de una organización


cristiana que trabaja en la misma ciudad en la que yo trabajo. Su
ministerio es prácticamente idéntico al que yo llevo a cabo, trabajan
con jóvenes al igual que yo lo hago. Las noticias eran buenas y
anunciaban sus logros y las nuevas iniciativas que estaban poniendo
en marcha, muchas de ellas altamente creativas.

Tengo que reconocer que mi primera reacción no ha sido nada


positiva, he sentido pánica y alarma. Me he tenido que detener a
pensar y darme cuenta que la realidad era que estaba percibiendo a
mis hermanos en Cristo, a mis compañeros de ministerio de aquella
organización cristiana como competidores.

Un competidor es alguien que me puede dañar. El competidor puede


obtener aquello a lo aspiro, aquello que es importante para mí, la
posición que deseo o a la que me creo merecedor. Un competidor
siempre es percibido como una amenaza, presente o futura, para mis
planes y mis proyecciones de futuro.

No hay razón para ocultarlo, bien sabe el Señor que no es la primera


vez y estoy seguro que no será la última que esos pensamientos de
competitividad y lucha vienen a mi mente. Sé que es algo erróneo y
equivocado. Me doy cuenta de que no debería ver a otros
compañeros de ministerio como agresores, competidores, amenazas
latentes, sin embargo, como dice la Biblia: “El espíritu está dispuesto,
pero la carne es débil.” Es débil y recurrente y esos pensamientos
vienen y vienen a mi mente.

Los éxitos de otros me hacen sentir inseguro. Disparan en mí todas


las alarmas. Mi mente corre frenética: ¿Cómo es posible que no se
me hayan ocurrido a mí semejantes ideas? ¿Qué va a suceder en el
futuro con nuestra posición como ministerio? ¿Qué debo hacer para
2

recuperar el “terreno perdido”? Cuanto mayor es el éxito del otro,


mayor es mi preocupación.

En ocasiones creo que mi sentido personal de valía procede de mis


logros y éxitos, por tanto, cuando otros tienen mayores éxitos que yo
me siento inseguro, poco valioso, mi autoestima sufre y pierdo
incluso la confianza en mí mismo.

Me siento mezquino y miserable por no ser capaz de alegrarme con


los éxitos de otros. Pero ¿Cómo voy a hacerlo si los veo como
enemigos y competidores? ¿Cómo voy a sentirme contento con los
logros de otros si éstos le hacen tomar ventaja sobre mi ministerio?
Me doy cuenta de que esa actitud no es correcta, sin embargo, aún
me siento peor y me da más miedo cuando tengo que luchar con la
alegría interna que me produce el hecho de que a otros las cosas les
vayan mal, no hayan obtenido los resultados que esperaban, no
hayan experimentado el éxito que buscaban, no hayan tenido tantas
personas en sus actividades como deseaban. Es increíble que
complicada, mezquina y malvada puede ser nuestra vieja naturaleza,
nosotros mismos, incluso cuando estamos en el ministerio.

Ha habido ocasiones en que he tenido auténtica luchas interiores ante


la petición de ayuda de otras organizaciones cristianas u otros
compañeros de ministerio. Me he dado cuenta que si no ayudaba, no
estaba honrando a Dios, pero por otro lado anticipaba que si ayudaba
el éxito y el reconocimiento sería para los otros y, como
consecuencia, su posición estratégica en la ciudad crecería y tendrían
más credibilidad e influencia. La lucha no ha sido fácil. El pecado es
muy creativo a la hora de plantear justificaciones para no ayudar,
pueden ser de metodología, pero también doctrinales y, por extraño
que parezca, hasta espirituales y bíblicas.

Supongo que forma parte de nuestro aprendizaje en el camino de la


santidad el aprender a ver a nuestros compañeros de ministerio no
como competidores sino como nuestros colaboradores en una tarea
común, la construcción del Reino de Dios.

Como siempre, me doy cuenta de que la solución es una cuestión de


tener la perspectiva correcta, la perspectiva bíblica. Ha sido duro para
mí aprender la lección y todavía me veo en muchas ocasiones
teniendo que recurrir a enfocar de nuevo mi vida en la perspectiva
adecuada, la que Dios espera de mí.

Yo no trabajo para construir mi propio reino. Trabajo para construir el


Reino de Dios. Aquí radica la solución, verme a mí mismo en el lugar
correcto, haciendo la cosa correcta. Dios no me llamó para que usara
el ministerio para edificar mi propio imperio personal. El servicio
3

cristiano no es la excusa para realizarme como individuo por medio


del poder, la influencia o la posición. El Señor me ha llamado para
construir su Reino, para trabajar para Él, para su gloria, influencia y
posición en un mundo necesitado.

Teniendo la perspectiva correcta los demás no pueden ser vistos


como competidores, antes bien como colaboradores, como
compañeros de milicia, como miembros de un mismo equipo, mayor
más grande que cualquiera de nuestros ministerios personales. Claro,
es cierto que en ocasiones, emocionalmente me siento amenazado
por ellos y mis alarmas saltan. Naturalmente, por eso es que una y
otra vez necesito recobrar la perspectiva adecuada, la visión correcta
de mí mismo y los demás.

Sólo entonces puedo ver sus triunfos como mis triunfos. Tan sólo
cuando tengo la perspectiva adecuada puedo tener la capacidad de
gozarme y alegrarme porque las cosas les van bien, ya que eso
supone el avance global del Reino y esa es la misión a la que todos
nosotros hemos sido llamados.

Con esta perspectiva puedo ayudar a otros sin temor que mi posición
pueda quedar menoscabada ¿Por qué habría de suceder si el Reino
avanza? Esta perspectiva me permite subordinar las aparentes
ganancias temporales y locales al triunfo final del Reino.

Con la perspectiva correcta sobre mí mismo y los demás tengo


criterios para evaluar mi manera de actuar: ¿Ayudar al avance del
Reino de Dios mi actitud o la perjudica? Si entiendo que no estoy
llamado a construir nada personal no puedo sentirme jamás
amenazado y cuando mi vieja naturaleza lo intenta puedo recurrir a
la visión correcta.

Es entonces cuando puedo llorar con los fracasos de otros y no


permitir que sean motivo de alegría para mí. Esos fracasos son
derrotas para el Reino y yo trabajo para la construcción del mismo
¿Cómo podría estar alegre? Tal vez mi vieja naturaleza pueda gozarse
en ello, pero yo no voy a permitirlo.

A veces he pensado que todo esto me llevaría a que otros tomaran


ventaja de mi vida, mi ministerio y mis recursos. Hay que ser
realistas me digo a mí mismo, no todo el mundo actúa con la misma
motivación, hay muchos que bajo la excusa del Reino de Dios están
construyendo su pequeño principado.

Es cierto, es verdad. Además todos conocemos quién es quién y


podemos intuir las motivaciones detrás de las actuaciones de muchas
personas. Pero no me importa.
4

Honrar a Dios quiero que sea lo más importante a la hora de dirigir


mi ministerio. No quiero permitir ninguna actitud que le deshonre y Él
no pueda aprobarla. Colaborar con otros, ayudarlos, dar ánimos y
recursos cuando sea posible a sus esfuerzos, es algo que sé que Dios
espera, desea y aprueba en sus hijos. También sé que le entristece lo
contrario, no importa lo bien que podamos justificarlo, incluso con
razones bíblicas.

Quiero trabajar para construir el Reino de Dios, por tanto, espero que
la reivindicación venga de Él, en este mundo o en el futuro. Si otros
toman la delantera, pues que la tomen, que sea para su gloria. Si
otros no quieren compartir el crédito, pues para ellos. Si otros usan la
ayuda para menoscabar nuestra posición, está bien. Servimos al
Señor y si su Reino avanza nos sentimos satisfechos y premiados. Él
curará nuestras heridas y compensará nuestros esfuerzos.

Al final, sólo puedo ser responsable de mi propia conducta, no puedo


ser responsable de las motivaciones, intenciones y formas de actuar
de otros compañeros de ministerio. Tengo que garantizarme que yo,
en tanto que puedo y soy responsable actúo como el Señor de la mies
espera.

El Señor nos ayude a crear una cultura de la colaboración, de la


construcción del Reino, una cultura de desprendernos y buscar, más
allá de nuestro bien propio –el cual es perfectamente legítimo- el bien
del Reino.

MI ORACIÓN
Señor muchas gracias por poder servirte en el ministerio cristiano. Tú
conoces bien mi realidad, perdóname por las veces que he visto a mis
hermanos de ministerio como enemigos y competidores. Me
avergüenzo de las ocasiones en que me he sentido triste por sus
éxitos y alegre por sus fracasos y dificultades. Siento como pecado
tantas veces en que he perdido la perspectiva correcta y he
deformado las cosas tratando de construir mi propio reino personal.

Señor ayúdame, permíteme tener siempre la perspectiva correcta y


que ésta me ayude a pulir mis motivaciones, actitudes y acciones.
Padre, quiero construir tu Reino, no el mío. Quiero ver a todos mis
compañeros de ministerio como colaboradores, compañeros de
milicia, constructores de tu Reino. Señor quiero siempre apoyar todo
aquello que signifique la expansión y el crecimiento de tu causa,
incluso cuando yo no sea correspondido con la misma moneda,
porque yo sé que eso es lo que Tú deseas y a ti te honra. Finalmente,
5

permíteme transmitir estos valores y a todo mi equipo y todos mis


discípulos. Señor levanta toda una generación de personas que no
busquen su propio bien sino el tuyo.

TU REFLEXIÓN

1. ¿Qué reino estás construyendo, el tuyo o el de Dios?


2. ¿Cómo ves a otros líderes, pastores u organizaciones, como
colaboradores o competidores?
3. ¿Cómo manejas los sentimientos de competitividad, qué haces
para superarlos?
4. ¿Cómo justificas ante el Señor tu negativa a colaborar con
otros, tu propia competitividad?
5. ¿Qué crees que el Señor espera que cambies en este asunto?

EL PERSONAJE

En el capítulo nueve del evangelio de Lucas se nos narra una historia


corta pero muy interesante. El relato pone de manifiesto, una vez
más, ¡Qué humanos eran los seguidores de Jesús!

En esta ocasión nuestro protagonista es Juan. Si, si, Juan el que es


llamado el discípulo amado. Parece ser que había por aquellas tierras
un espontáneo, alguien que iba haciendo cosas milagrosas –
concretamente expulsar demonios- en el nombre de Jesús. Pero,
desgraciadamente el sujeto no pertenecía al exclusivo y elitista grupo
de los doce.

Juan, celoso de la reputación y exclusividad de su pequeño grupo de


escogidos vio al individuo y le reprendió por lo que estaba haciendo
¿Cómo se le ocurría expulsar demonios sin formar parte del grupo de
los doce? ¿Quién le había autorizado a hacer semejantes proezas en
el nombre de Jesús? Juan, ni corto ni perezoso le prohibió seguir con
semejantes prácticas.

Puedo imaginarme a Juan todo orgulloso por haber silenciado una


competencia desleal de parte de alguien que no formaba parte de la
banda de Jesús. Sin duda, cuando se lo explicaba al Maestro debía
esperar de parte de Él una felicitación por semejante hazaña. Nada
más lejos de la realidad, Juan debió llevarse un auténtico chasco
cuando Jesús, no solamente no le felicitó, sino que le dijo que aquello
no había estado nada bien, ya que todo aquel que no está contra
Jesús está en su bando.
6

También podría gustarte