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Es una realidad que los jóvenes de nuestras iglesias viven en dos esferas
totalmente diferentes: la sociedad —el mundo, como es denominado en la
jerga evangélica— y la iglesia. Estas dos esferas no sólo son diferentes una
de la otra, sino que en cierta forma, cada vez más, son radicalmente opuestas
y viven en creciente conflicto.
Sin embargo, desde hace años esta realidad se ha ido deteriorando. En los
últimos años el deterioro se ha dado de una forma acelerada y dramática.
Podemos afirmar, sin ningún lugar a dudas, que estamos observando el ocaso
de una sociedad sustentada en los valores del cristianismo. En el siglo
diecinueve, F. Nietzche anunció la muerte de Dios. En la segunda parte del
siglo veinte, J.P. Sartre afirmó que tras haber matado a Dios, ahora era el
tiempo de matar los valores de Dios. Todo parece indicar que en buena parte
de nuestro mundo se está teniendo bastante éxito en dicha empresa.
Ante esto, la tensión está servida. Esta realidad produce en los muchachos y
muchachas de nuestras iglesias una auténtica esquizofrenia (disociación
específica de las funciones intelectuales), ya que han de formar su
personalidad, su propia cosmovisión, en el marasmo cultural e ideológico que
supone este enfrentamiento entre los dos reinos.
Con demasiada frecuencia, ante la ofensiva cada vez más violenta y radical
de la sociedad, la iglesia adopta una actitud defensiva, especialmente los
sectores más adultos de la misma. En muchas ocasiones, ante la
imposibilidad de entender, y mucho menos digerir las nuevas realidades, la
iglesia se cierra y automáticamente sataniza y rechaza todo lo que proviene
de la sociedad, lo malo y lo bueno. Desgraciadamente, el rechazo no siempre
va acompañado por una buena interpretación y reflexión teológicas de las
nuevas realidades. Es un no sin justificación.
Entre los adolescentes es ya muy común afirmar que la iglesia está llena de
hipócritas. Todos, sin ninguna duda, hemos escuchado esta afirmación de los
labios de los jóvenes y adolescentes con los que estamos llevando a cabo
nuestra pastoral juvenil. Al margen de que la juventud de todas las
generaciones haya hecho esta afirmación, debemos preguntarnos, desde un
punto de vista crítico y serio, qué hay de verdad en la misma.
Pero también es cierto, que no debemos cerrar nuestros oídos a sus críticas y
opiniones.
Los jóvenes de nuestras iglesias se dan cuenta que, aunque como comunidad
de fe confesemos creer en determinados valores, no estamos dispuestos a
hacerlos una realidad en nuestra vida. Tal vez estemos hablando de
reconciliación y, sin embargo, hay familias en la congregación que viven una
contra otra en abierta pugna y enfrentamiento. Leemos pasajes bíblicos que
hablan acerca del amor, la comunión y la fraternidad, pero la indiferencia
hacia las necesidades de otros es evidente y clara. Sin duda la evangelización
y el amor a los perdidos está presente en nuestro credo, incluso en nuestra
declaración de propósito como iglesia, pero tal vez no evangelizamos ni
tenemos ningún programa de ayuda a los más necesitados y desheredados
de la sociedad.
¿Qué quiere decir todo esto? Fundamentalmente, que estas dos generaciones
de evangélicos que han accedido a la información relacionada con la fe y el
Evangelio permanecen, no por una decisión propia, sino como consecuencia
de una herencia cultural familiar. Estos jóvenes han crecido desde pequeños
conociendo y teniendo acceso a toda la información que le permite a una
persona ser cristiana. Han tenido numerosas oportunidades de formación, de
instrucción y familiarización con la fe que puede otorgarles la salvación.
Estos jóvenes saben pero no viven y, por tanto, pueden llegar a pensar que el
Evangelio realmente no funciona y no sirve para la vida cotidiana. Pueden
llegar a pensar que estar en la iglesia es lo mismo que formar parte de la
familia de Dios y, consecuentemente, no ver o no entender la necesidad de la
conversión personal.
Ante esta crisis de identidad religiosa, ante esta confusión en relación con su
fe y su experiencia personal de conversión, los hijos de creyentes reaccionan
de dos formas diferentes:
Como resultado, sus ideas acerca de Dios en muchos casos son peregrinas,
cuando no grotescas.
También lo son sus expectativas acerca de cómo Dios debería obrar o actuar
en su vida, en su entorno y en el mundo.
Por otra parte, a los dos problemas antes mencionados, tenemos que añadir
el de la falta de capacitación de los líderes. Es habitual que la persona que
acepta la responsabilidad, sea por el método que sea, no recibe la
capacitación para poder llevar a cabo la tarea. Una encuesta, realizada
recientemente en dos congresos juveniles internacionales, reflejaba que un
alto porcentaje de los líderes juveniles no había recibido ningún tipo de
capacitación, ni formal ni informal que le permitiera llevar a cabo su tarea con
eficacia. La palmadita en la espalda, es para muchos líderes, lo único que
junto a la responsabilidad han recibido.
Tristemente una cosa es la teoría y otra la realidad. Cada vez más padres
ceden, consciente o inconscientemente esta responsabilidad a la iglesia. Ante
esta realidad, la iglesia se ve forzada a reaccionar y asumir una tarea que no
es prioritariamente suya, pero que ante la resistencia de los progenitores a
asumirla no puede dejar de llevarla a cabo.
Tal vez nunca más podremos dar por sentado el hecho de que al provenir de
hogares cristianos, nuestros jóvenes ya están formados en los aspectos
básicos de conocimiento y la práctica cristianos. Es probable que eso obligue
a replantear nuestras estrategias educativas. Ya no pretenderemos ser un
complemento de la educación familiar; triste y desgraciadamente tendremos
que convertirnos en sustitutos de la misma.
Los muchachos y las muchachas quieren formar una identidad propia, quieren
saber quiénes son ellos, cuál es el propósito y el sentido de su vida. Ya no
quieren ser identificados con referencia a su familia, quieren ser ellos mismos,
ya no más el hijo de tal o la hija de cual.
La primera de las premisas, es que «son todos los que están». Expresado de
otro modo, damos por sentado que todos o la mayoría de los jóvenes que
asisten a la iglesia o están relacionados con ella son creyentes, nacidos de
nuevo y que tienen una relación personal con Dios. Nada más lejos de la
realidad, especialmente si estamos trabajando con un grupo en el que la
mayoría de sus integrantes son hijos de creyentes de primera, segunda o,
incluso de tercera generación.
Trabajar con hijos de creyentes se está dando cada vez con más frecuencia
en nuestras comunidades locales. (En próximos números compartiremos el
tema: «Por qué los hijos de creyentes abandonan la iglesia». Este dará una
mejor comprensión de las implicaciones y retos que ello plantea a la pastoral
juvenil.) El problema básico con estas muchachas y muchachos es que
podemos dar por sentado que son creyentes tan sólo porque pertenecen a
familias «que han estado en la iglesia toda la vida» o porque están
involucrados en la vida del grupo de jóvenes y de la iglesia.
Sin embargo, tristemente, podemos encontrarnos con jóvenes que tienen una
fe histórica o cultural pero no necesariamente una relación personal con Dios.
Puede darse el caso que estemos trabajando con jóvenes cuyo estilo de vida
tiene una conformidad externa que adoptó ciertas pautas y normas morales de
comportamiento, pero que no necesariamente esta conformidad ha llegado a
ser interna, la conformidad del corazón, la única que verdaderamente cuenta y
vale a los ojos de Dios.
Conclusión: