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1º BACHILLERATO
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
RICARDO GARCÍA MURILLO
IES MEDITERRÁNEO
CURSO 2023-2024
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2. ¿QUÉ ES EL DESEO?
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«Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, seguramente empezarán a rivalizar en su cabeza tres
circuitos de ideas totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeo-cristiana: Adán y Eva, la creación, el
paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica: el hombre es hombre porque posee la razón o logos, donde logos
significa tanto la palabra como la facultad de apresar lo que son las cosas. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la
ciencia moderna de la naturaleza y la psicología genética, y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el
hombre sería un producto final y tardío de la evolución del planeta Tierra, un ser que sólo se distinguiría de sus precursores en el reino animal
por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana.» (M.
Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. Buenos Aires, Losada, 1978, pp. 23-24.)
Así pues, parece que cuantas más cosas sabemos acerca del hombre, más problemático se nos vuelve éste y
más lejos estamos de comprenderlo en su unidad más profunda. Y, sin embargo, se considera precisamente a Max
Scheler como fundador —en los inicios del siglo XX— de la antropología filosófica. Esta disciplina constituye una
rama de la filosofía que tendría como finalidad principal el construir una idea unitaria del hombre a partir de las
consecuciones parciales de diversas ciencias naturales y humanas. El método de trabajo de la antropología filosófica
consiste, entonces, en desarrollar una reflexión tomando como punto de partida los datos que son facilitados por las
ciencias sociales (historia, sociología, economía...), la antropología científica, y las ideas generadas por el propio
pensamiento filosófico a lo largo de su historia. La principal finalidad de tal reflexión sería alcanzar una explicación
global de nuestra identidad frente a los demás seres, para lo cual se ha recurrido —lo veremos a continuación— a la
definición de los rasgos esenciales del ser humano. A pesar de que la antropología filosófica surge como tal en el
siglo XX, sus intereses y preocupaciones están presentes en diversos momentos de la historia de la filosofía desde la
Antigüedad.
La antropología científica, por su parte, surgió en la segunda mitad del siglo XIX, alentada por el desarrollo
de la teoría de la evolución. Sus teorías y afirmaciones proceden de los datos recogidos mediante la observación,
ajustándose, por tanto, a la metodología científica. Se ocupa tanto de la dimensión biológica de la especie humana
como de la dimensión cultural. Por este motivo, actualmente se distinguen dos grandes ramas de la antropología
científica:
● Antropología física: estudia los aspectos biológicos propios del ser humano; es decir, el
ser humano en cuanto organismo animal. Tres son los análisis fundamentales que lleva
a cabo la antropología física:
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○ Estudia el ser humano como producto de la evolución biológica, es decir, de los
cambios experimentados por la especie desde su aparición en tiempos
prehistóricos.
○ Describe las diferencias físicas observables entre los seres humanos y el resto
de los homínidos, que son nuestros parientes más cercanos en el árbol
evolutivo.
○ Distingue entre las variedades físicas observables entre los distintos grupos
étnicos que componen la humanidad actual.
● Antropología cultural (etnografía y etnología): estudia el origen, desarrollo, estructura y
características de la cultura humana, tanto en las sociedades del pasado como en las
actuales. Entre las segundas se incluyen todas las sociedades presentes, sea cual sea su
grado de tecnificación. Se estudian las estructuras políticas, sociales y económicas; las
relaciones de parentesco; los mitos y rituales religiosos; y la producción artística y
técnica.
Con el paso del tiempo, la pretensión de la antropología filosófica, tal y como fue defendida por Scheler
—entre otros— (la pretensión de alcanzar una idea unitaria del hombre a partir de los datos aportados por diversas
ciencias) ha sido discutida e incluso rechazada de plano:
«La idea de una antropología psicoanalítica, la idea de una naturaleza humana restituida por la etnología no son más que votos
piadosos. Ambas ciencias —psicoanálisis, etnología— disuelven al hombre. En nuestros días lo que se afirma es el fin del hombre, el estallido
del rostro del hombre, su dispersión absoluta.
En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber
humano. El hombre es una invención reciente, v su fin está próximo.» (M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968.
Fragmentos de pp. 368-375.)
Michel Foucault —uno de los principales representantes del estructuralismo francés— nos lleva aquí (en
1966) al extremo opuesto de lo defendido por Scheler. Por supuesto que existe el hombre (o, mejor, los hombres); lo
que Foucault discute es que el hombre sea el objeto de las ciencias que dicen estudiarlo: estas ciencias estudiarían
únicamente las estructuras lingüísticas, psicoanalíticas, de parentesco, económicas... en que vive el hombre. Así,
fragmentan al hombre y lo reducen a algo que está más allá de él (la estructura). Adiós, pues, a el hombre. Si
queremos hacer ciencia, olvidémoslo. Si hemos de buscarlo, no lo encontraremos sino fraccionado y disuelto.
¿Carecemos entonces de una idea unitaria del hombre? ¿Es posible alcanzar tal conocimiento? ¿Sigue
teniendo sentido —a pesar de Michel Foucault— preguntar acerca de lo que sea y pueda ser el hombre? De
cualquier modo, en caso de llevarse a cabo una indagación tal, se trata de una tarea de la filosofía y no de las
ciencias, aunque no se pueda prescindir de estas últimas.
Nos ocuparemos a continuación de la definición de ser humano que ha gozado de mayor celebridad en la
historia del pensamiento, no sin antes detenernos a estudiar el procedimiento que tradicionalmente se ha empleado
para formular una definición cualquiera.
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Por otro lado, es necesario que en toda definición se agoten las notas consideradas esenciales del ente
definido, pues si falta alguna de ellas el objeto no queda propiamente «situado» y puede fácilmente confundirse con
otro. Así, cuando definimos circunferencia diciendo figura plana cerrada equidistante en todos sus puntos de un
punto interior que es su centro, enumeramos todas las notas que delimitan dicha figura con respecto a todas las
demás figuras. De la mencionada necesidad han surgido las reglas que se han dado con frecuencia (sobre todo a
partir de los escolásticos) con vistas a la definición. Estas son las principales:
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racionalidad. Por eso sostenían que el hombre es un animal racional, donde “racional” funciona como un
calificativo restrictivo de “animal”.
Hoy en día sigue siendo un «lugar común»: la mayoría de la gente define al hombre como un animal
racional. Ello es una clara muestra de que, aún en la actualidad, seguimos siendo deudores del pensamiento griego,
que valorizó extremadamente la razón y consideró al hombre como un ser ante todo contemplativo y teórico (el
trabajo manual era para los esclavos, es decir, para los hombres no-libres, los «menos hombres»). Quizá subrayaban
mucho las dimensiones espirituales del hombre, pero lo hacían justamente porque su animalidad, su pertenencia al
orden de la naturaleza, se incluía en el ámbito de lo aproblemático. Los antiguos griegos quisieron comprender al
hombre situándolo entre los dioses y las fieras. Y afirmaron que tenía algo de ambos: animal, sí; pero racional.
Parece que la definición se remonta a Platón (siglos V-IV a.C.). En un texto que se le atribuye, dice: «Hombre.
Animal sin alas, con dos pies, con las uñas planas; el único entre los seres que es capaz de adquirir una ciencia
fundada en razonamientos» (Definiciones, 415 a). Pero aparece con mayor claridad en Aristóteles (siglo IV a.C.):
«Se admite que hay tres cosas por las que los hombres se hacen buenos y virtuosos, y esas tres cosas son la naturaleza, el hábito y la
razón [...]. Los otros animales viven primordialmente por acción de la naturaleza, si bien algunos, en un grado muy pequeño, son también
llevados por los hábitos; el hombre, en cambio, vive también por acción de la razón, ya que es el único entre los animales que posee razón; de
manera que en él estas tres cosas deben guardar armonía recíproca entre sí. Los hombres, en efecto, obran con frecuencia de manera contraria
a los hábitos que han adquirido y a su naturaleza a causa de su razón, si están convencidos de que algún otro camino de acción les es
preferible.» (Aristóteles, Política, VII, 12,1332 b.)
Esta definición hizo fortuna y pasó a los demás filósofos griegos, a los filósofos cristianos medievales...
hasta hoy. Es famosa la frase de Blaise Pascal (de 1790):
«El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para
aplastarla: un vapor, una gota de agua basta para matarla. Pero aunque el universo lo aplaste, el hombre sería todavía más noble que lo que lo
mata, puesto que sabe que muere y el poder que el universo tiene sobre él; el universo, en cambio, no lo sabe.
Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento. Es eso lo que nos debe importar, y no el espacio o el tiempo, que
nunca podremos llenar. Afanémonos, por tanto, en pensar bien: éste es el principio de la moral.» (B. Pascal, Pensamientos, Ed. Brunschvicg,
347.)
Como se sabe, fue Carl von Linneo el que, en la décima edición del Sistema de la naturaleza (1758),
designó a la especie humana como homo sapiens. En la nomenclatura linneana, cada especie se denomina mediante
el nombre del género al que pertenece, seguido de otro nombre específico. En la décima edición de Systema Naturae
von Linneo dio a su propia especie el nombre de Homo sapiens. En el género Homo incluyó las especies H. sapiens,
es decir, nosotros, los humanos (también denominados humanes), y H. sylvestris, es decir, los orangutanes. En
efecto, la palabra orang-hutan significa en malayo hombre silvestre, hombre de la selva. De hecho, en el pequeño
zoo que se había montado en el Jardín Botánico de Uppsala, Linneo tenía un orangután, regalo de un discípulo, y
había quedado impresionado por el gran parecido de este primate con nosotros. En vez de la habitual descripción
anatómica de cada especie clasificada, en el caso del H. sapiens, Linneo se limitó a escribir Nosce te ipsum,
traducción latina del famoso oráculo de Apolo. En el libro Pictorial Guide of the Living Primates (Noel Rowe,
1996), que contiene fotos de ejemplares de todos los géneros de primates, al llegar a Homo, lo que presenta es un
espejo, para que se mire el lector.
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Recordemos que, además de esta crítica —y de otras tantas— lanzada contra la concepción del hombre
como ser racional, Michel Foucault ha puesto en cuestión la pretensión de idea unitaria del hombre que está en la
base de la Antropología filosófica desarrollada por Scheler (1.1). Pero es que, además, se ha llegado a considerar
como problemático el conocimiento de nuestra propia especificidad. De modo que no sólo la concepción clásica del
hombre como animal racional ha sido impugnada, sino también la propia pretensión humana de la autognosis: el
auto-conocimiento, que exige que el sujeto de conocimiento se desdoble en sujeto cognoscente a la vez que en
objeto conocido. Estas palabras de Friedrich Nietzsche (de 1873) son ineludibles al respecto:
En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si
estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo
que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus
fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar
hacia fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia,
la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde
procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad? (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, pp.
19-20).
En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que
animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal»: pero, a fin de cuentas, sólo
un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar
una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el
estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe
todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana.
No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en el girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el
centro volante de este mundo (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, p. 17).
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Por otra parte, es clásica la enumeración efectuada por Sigmund Freud (en 1917) de las “heridas” sufridas
históricamente por el narcisismo humano, que constituyen además la quiebra del antropocentrismo en sus diferentes
modalidades:
El narcisismo general, el amor propio de la Humanidad, ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación
científica:
a) El hombre creía al principio, en la época inicial de su investigación, que la Tierra, su sede, se encontraba en reposos en el centro
del Universo, en tanto que el Sol, la Luna y los planetas giraban circularmente en derredor de ella. Seguía así ingenuamente la impresión de
sus percepciones sensoriales, pues no advertía ni advierte movimiento alguno de la Tierra, dondequiera que su vista puede extenderse
libremente, se encuentra siempre en el centro de un círculo, que encierra el mundo exterior. La situación central de la Tierra le era garantía de
su función predominante en el Universo, y le parecía muy de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del Mundo.
La destrucción de esta ilusión narcisista se enlaza, para nosotros, al nombre y a los trabajos de Nicolás Copérnico en el siglo XVI.
Mucho antes que él, ya los pitagóricos habían puesto en duda la situación preferente de la Tierra, y Aristarco de Samos había afirmado, en el
siglo III a. de J.C., que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol, y se movía en derredor del mismo. Así, pues, también el gran
descubrimiento de Copérnico había sido hecho antes de él. Pero cuando fue ya generalmente reconocido, el amor propio humano sufrió su
primera ofensa: la ofensa cosmológica.
b) En el curso de su evolución cultural, el hombre se consideró como soberano de todos los seres que poblaban la Tierra. Y no
contento con tal soberanía, comenzó a abrir un abismo entre él y ellos. Les negó la razón, y se atribuyó un alma inmortal y un origen divino,
que le permitió romper todo lazo de comunidad con el mundo animal. Es singular que esta exaltación permanezca aún ajena al niño pequeño,
como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de una presuntuosa evolución posterior. En el estadio del totemismo, el primitivo no
encontraba depresivo hacer descender su estirpe de una estirpe animal. El mito, que integra los residuos de aquella antigua manera de pensar,
hace adoptar a los dioses figura de animales, y al arte primitivo crea dioses con cabeza de animal; acepta sin asombro que los animales de las
fábulas piensen y hablen [...]
Todos sabemos que las investigaciones de Darwin y las de sus precursores y colaboradores pusieron fin, hace poco más de medio
siglo, a esta exaltación del hombre. El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él ; procede de la escala zoológica y está
próximamente emparentado con unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los
testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas. Esta es la segunda ofensa —la
ofensa biológica— inferida al narcisismo humano (S. Freud, Una dificultad del psicoanálisis, en Obras completas, Madrid, Editorial
Biblioteca Nueva, 1968, vol. II, p. 1110-1112).
A éstas hay que añadir la tercera ofensa, la más “sensible” según Freud, y que ha sido provocada por el
desarrollo del psicoanálisis (del que el propio Freud es iniciador) y el descubrimiento de un nuevo y vasto
“territorio” en la psique humana: el inconsciente. Puesto que la vida instintiva de la sexualidad no puede ser
totalmente domada en nosotros y que los procesos anímicos son en sí inconscientes, y sólo mediante una percepción
incompleta y poco fidedigna llegan a ser accesibles al yo y sometidos por él, el yo no es dueño y señor en su propia
casa. Con ello, el ser humano queda desplazado de la última forma de soberanía que le quedaba: su alma.
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Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de
una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada
hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los
bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definition y poseen las mismas cualidades básicas. Así, pues,
aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.
El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la
existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice
Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se
encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza
por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.
El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como él se concibe después de la existencia, como el
se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del
existencialismo. (J.P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Madrid, Edhasa, pp. 29-31.)
En un polémico texto de fin de milenio, Peter Sloterdijk (1999) se refiere a las antropotécnicas que están
implicadas en la producción del hombre, del hombre del futuro, y la dificultad que ello entraña:
Una de las señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante problemas que son demasiado difíciles para
ellos, sin que les quede la opción de dejarlos sin abordar en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser humano por parte de lo
inaccesible, que es al mismo tiempo lo no-dominable, ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o, mejor:
quizás la propia filosofía sea, en el más amplio sentido, esa huella. (P. Sloterdijk, Normas para el parque humano, Madrid, Siruela, 2006, p.
73).
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dimensiones en el alma humana: a) Racional, que es el elemento superior y más excelso, dotado de realidad
autónoma y de vida propia; es el componente inteligente, con el que el hombre conoce, y que se caracteriza por su
capacidad de razonamiento. b) Irascible, la sede de la decisión y del coraje, fenómenos donde predomina nuestra
voluntad; se fundamenta en una fuerza interior que ponemos en acción (o dejamos de hacerlo) cuando se produce un
conflicto entre la razón y los deseos instintivos. c) Apetito, también llamada «parte concupiscible». Con ella nos
referimos a los instintos y deseos materiales. Ahora bien, si el alma es el elemento vital para entender nuestro ser,
también lo es para entenderlo que consideramos una «vida buena». La teoría del alma es el fundamento, pues, de su
ética.
2.3. Teorías opuestas al dualismo platónico en la Antigüedad
En la filosofía antigua se desarrollan visiones del alma y del cuerpo que pueden confrontarse con la
desarrollada por Platón. Prestemos atención a dos casos bien diferentes:
a) Aristóteles
A diferencia de su maestro Platón, Aristóteles (s. IV a.C.) no considera la unión de cuerpo y alma como
accidental o antinatural, sino que se trata de una unión natural y esencial, ya que el alma (forma) y el cuerpo
(materia) constituyen juntos una única substancia: el viviente. Este planteamiento se deriva principalmente de su
conocida teoría hilemórfica. Según el hilemorfismo, toda substancia individual (aquello que es en sí mismo) es un
compuesto de materia y forma. En el caso de los seres vivos, el alma es la forma del cuerpo, y éste la materia. A ello
hay que añadir que, en el pensamiento de Aristóteles, la forma es entendida también como acto, esto es, como la
actualización de un organismo: un organismo posee potencialmente vida, es viviente en potencia, y es el alma lo que
actualiza esta potencialidad haciendo que el organismo viva, que sea viviente de hecho. Por tanto, Aristóteles
concibe el alma fundamentalmente como principio vital, como principio de la vida. El alma, dice literalmente
Aristóteles, es «el acto primero de un cuerpo natural organizado» (Acerca del alma, II, 1, 412b 5). Téngase en
cuenta que esta definición es aplicable a todos los seres vivos: en tanto que están vivos, todos poseen alma,
incluidos los vegetales y los animales de todas las especies, si bien el alma de una planta o de un animal desarrolla
funciones muy distintas, puesto que los animales tienen una sensibilidad y una capacidad para interaccionar con el
entorno de la que carecen los vegetales.
La aplicación de la teoría hilemórfica a la comprensión de la composición del ser humano tiene una
consecuencia crucial que constituye uno de los principales puntos de oposición con su maestro Platón. La unión
entre materia y forma en una substancia cualquiera es indisociable, por lo que el alma no tiene existencia separada
del cuerpo. Por tanto, con su interpretación hilemórfica de la unión del alma y el cuerpo, Aristóteles niega la
inmortalidad del alma individual, y este posicionamiento explica en parte las dificultades y resistencias que su
pensamiento encontró en épocas posteriores de la Historia de la filosofía, especialmente en la Edad Media, época en
la que Platón se mostró como un autor más fácilmente asimilable.
b) El materialismo atomista
Epicuro (siglos IV-III a.C.), siguiendo a Demócrito (siglos V-IV a.C.), considera que los componentes de
todas las cosas, incluido el ser humano, son unas unidades mínimas llamadas átomos. Estos son indivisibles,
increados, inalterables, sólidos y eternos. Su movimiento se produce en el vacío. Todos los cuerpos están formados
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por átomos que son infinitos en número y se diferencian por el tamaño, la figura y el peso. Los hay de muchos
tamaños y de diversas figuras, si bien todos son imperceptibles e indivisibles. Epicuro afirmó que el devenir natural
se produce por necesidad y por azar. Hay unos factores necesarios, uniformes y previsibles en la naturaleza, como,
por ejemplo, la caída vertical de los átomos; pero está también el clinamen, que convierte los acontecimientos en
imprevisibles. Con este noción de clinamen, Epicuro se refiere a la espontaneidad de los átomos, que provoca que
estos se desvíen por azar de la caída vertical, y así puedan chocar unos con otros y construir los agregados que son
las cosas. Las cosas se forman, se transforman y se mueven debido al peso de los átomos, a la desviación de estos y
al choque entre ellos.
El ser humano, como todo lo demás, es corpóreo, está hecho de átomos. También el alma humana está
hecha de átomos, aunque más sutiles y capaces de poner en movimiento a todo el individuo. La muerte consiste en
la disgregación de los átomos. El alma es principio de acción, porque puede anticipar representaciones agradables o
desagradables de lo que sucederá, y puede aceptar o rechazar deseos. Pero esto solo tiene sentido y valor moral si
realmente es posible elegir, si el ser humano es libre. Epicuro defiende la libertad humana y rechaza el
determinismo. La moralidad tiene sentido si somos libres: ni la causalidad física del mundo natural, ni los
condicionantes sociales suprimen la capacidad del ser humano de poder decidir por sí mismo. Epicuro piensa que el
clinamen introduce un elemento de azar en el devenir natural y permite dejar un margen a la decisión humana.
Estos planteamientos conducen a una propuesta ética de carácter hedonista: el ser humano quiere ser feliz y,
como los animales, busca situaciones placenteras y evita situaciones dolorosas, puesto que hay una tendencia natural
a buscar el placer (hedoné) y a evitar el dolor. El camino hacia la felicidad transcurre por medio de la aponía (el
estado del cuerpo humano en el que éste está libre de todo dolor y molestia) y la ataraxia (el estado anímico en que
nada altera, perturba ni angustia al individuo). Si bien no es fácil alcanzar de forma plena estos estados, hay que
sopesar racionalmente nuestras acciones buscando el placer, entendido de forma negativa, es decir, como ausencia
de dolor y de angustia. Algunos de sus consejos al respecto nos instan a liberarnos de los temores: no tiene sentido,
por ejemplo, temer a la muerte (“Cuando nosotros existimos, la muerte no existe, y cuando la muerte existe,
nosotros no existimos” —escribe Epicuro en su Carta a Meneceo), como tampoco hay que temer las intervenciones
de los dioses en nuestra vida. Al igual que el estoicismo, el epicureísmo —también conocida como filosofía “del
jardín”— pervive en la cultura latina —pero no en la Edad Media— , y se manifiesta en máximas de amplia
resonancia como es esta: Bene qui latuit bene vixit.
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Alma y cuerpo son substancias y, sin embargo, interactúan. La experiencia nos da testimonio de una
constante interferencia entre ambas substancias: por una parte, nuestros actos voluntarios mueven el cuerpo, y, por
otra, es un hecho que las sensaciones, procedentes del mundo exterior, se reflejan en el alma, modificándola.
Descartes afirma, que «no basta con que ella [el alma] esté colocada en el cuerpo como un timonel en su nave, sólo
para mover sus miembros, sino que es necesario que se combine y se una más estrechamente con él, para
experimentar, además, sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros, y constituir así un verdadero hombre». Esta
concepción del ser humano en la que se considera que cuerpo y alma son dos substancias que se relacionan entre sí
ha sido denominada “dualismo interaccionista”.
La principal fuente de dificultades que se le presenta a Descartes con esta concepción dualista del ser
humano es precisamente la explicación de cómo se produce la interacción entre el cuerpo, que es material, y el alma,
que es inextensa, es decir, inmaterial. ¿Cómo puede el alma mover, por ejemplo, una pierna? Tanto en el Tratado de
hombre (1664) como en Las pasiones del alma (1649), Descartes hace frente a estas dificultades intentando explicar
los procesos físicos y orgánicos, en una especie de audaz anticipación de la fisiología moderna. Influido por los
estudios de William Harvey (1578-1657) sobre la circulación de la sangre, Descartes trata de desarrollar una
fisiología hidráulica, presentando el cuerpo como una máquina y su funcionamiento como puramente mecánico.
Todos los movimientos del cuerpo están determinados por unos líquidos que él denomina “espíritus animales”, y
que producen los diversos fenómenos fisiológicos, desde la digestión hasta los movimientos reflejos. El alma mueve
la glándula pineal, que es una especie de músculo, que a su vez pone en movimiento los espíritus animales, que a su
vez, mediante una serie de empujes sucesivos, acababan, por ejemplo, moviendo una pierna. La interacción se
produce también en la otra dirección: los sentidos comunican al alma la información perceptiva —sensaciones, por
ejemplo— a través de los espíritus animales y la glándula pineal, glándula a la que Descartes adjudicó funciones tan
determinantes dejándose inspirar por algunas de las características fisiológicas que observó en ella (su
emplazamiento —en una zona central del cerebro (en medio del encéfalo)—, su unidad —a diferencia de los
sentidos, como el de la vista o el oído, que son dobles—, pero, sobre todo, su singularidad en la naturaleza
—Descartes creyó erróneamente que la glándula pineal o epífisis era exclusiva del ser humano).
La concepción cartesiana del ser humano está estrechamente vinculada con el resto de su filosofía. Es, desde
luego, inseparable de su teoría del conocimiento racionalista, que considera el célebre cogito ergo sum como modelo
de la evidencia en la que se fundamenta su método de conocimiento. Pero, por otra parte, el dualismo cartesiano
presenta también importantes implicaciones en el ámbito de la ética. Según Descartes, los animales no tiene alma
(es decir, mente). Son, por tanto, “máquinas” que funcionan según las leyes de la naturaleza (la naturaleza tal y
como era concebida por el mecanicismo de la época). El alma, sin embargo, dado que es inextensa, no está sujeta
por tales leyes, y ello garantiza la libertad —y por tanto, la moralidad— del ser humano.
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Actualmente hay un amplio consenso al considerar la mente desde un punto de vista incompatible con la
noción de substancia. Si la mente fuese una substancia, sería algo individual, y esto es inaceptable para los autores
actuales. Hoy en día se considera la mente, no como algo individual, sino como una colección de variados conjuntos
de procesos. Estos son algunos ejemplos de procesos considerados como mentales: sentir un picor, percibir una
mosca, creer que las moscas vuelan, inferir que esta mosca se alejará volando si me muevo, sentirme fastidiado por
el picor inoportuno de la mosca, recordar que en otras ocasiones me picó una mosca, imaginar que la mosca vuelve
a picarme, o querer que la mosca se aleje de una vez, todos estos casos son ejemplos de procesos mentales, y
justamente de tipos distintos.
En realidad hay ocho tipos básicos de procesos mentales: sensaciones, percepciones, creencias, inferencias,
sentimientos, recuerdos, imágenes mentales y deseos o voliciones. Todos ellos son procesos que nos permiten
obtener conocimiento, por lo que también pueden denominarse procesos cognitivos. Por tanto, podemos caracterizar
la mente como la colección de los conjuntos de sensaciones, percepciones, creencias, inferencias, sentimientos,
recuerdos, imágenes mentales y voliciones o deseos.
Uno de los principales problemas de las actuales investigaciones sobre la mente es el de explicar cómo se
relacionan los procesos mentales con los procesos corporales. Nuestra experiencia cotidiana nos muestra que la
mente actúa sobre el cuerpo (deseo mover un brazo y lo muevo) y que el cuerpo actúa sobre la mente (tras mirar un
objeto obtengo una percepción suya). Hemos visto que Descartes intentó resolver este problema a través de su
dualismo interaccionista. Actualmente, existen varias teorías contrapuestas acerca de la relación entre mente y
cuerpo (o, más concretamente, mente y cerebro).
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religión. Tan poderosa es la cultura que, sobreponiéndose al natural instinto de conservación, puede convertir a un
hombre adoctrinado en un mártir suicida que se inmola para provocar una matanza.
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memes se transmiten o contagian de cerebro en cerebro y constituyen una red. La información cultural se genera en
el cerebro mediante un invento o descubrimiento más o menos aleatorio o incidental, y se transmite de unos
cerebros a otros por aprendizaje social. El que cierto rasgo del comportamiento de un organismo sea natural o
cultural no depende del tipo de rasgo de que se trate, sino de la manera como se transmita. Si se transmite
genéticamente, es natural; si se transmite por aprendizaje social, es cultural. La presencia de un sistema de
comunicación en una especie animal no implica cultura, ni la excluye. Por tanto, no toda cultura es lingüística. Una
gran parte de la cultura es independiente del lenguaje y se transmite por imitación no mediada por palabras (como el
caso de los chimpancés o de los macacos, que carecen de lenguaje). El aprendizaje por imitación impone, sin
embargo, severos límites a la capacidad de transmitir información, en contraposición a las posibilidades que ofrece
el lenguaje verbal. Gracias a éste, un individuo humano puede transmitir casi la totalidad de la información que
adquiere. De hecho, la información adquirida y transmitida por los seres humanos es tanta, que ningún individuo
sería capaz de asimilarla en su integridad. El carácter acumulativo de la cultura humana (que incluye información
generada en el pasado y conservada según diversos procedimientos materiales) constituye su principal diferencia
con respecto a la cultura de otros animales.
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colonización. Ya los griegos clásicos eran tremendamente etnocéntricos. Pensaban que la única lengua
realmente digna de tal nombre era la griega. La otras lenguas eran un mero b1a-b1a o bar-bar, y por ello
denominaban a sus hablantes como bár-bar-os. El etnocentrismo se ha dado en todas las épocas y
continentes. Quizás el caso más conocido es el de los europeos de la época colonial: en los últimos
siglos, la cultura occidental ha creído un deber imponer su forma de vida a culturas consideradas más
primitivas.
● Relativismo cultural: Esta postura considera que es imposible comparar o evaluar las características de
las distintas culturas. Se basa en la creencia de que toda cultura tiene valor en sí misma, ya que todos los
elementos que la forman se comprenden y explican por una lógica interna que al observador externo le
es difícil de captar. El riesgo o inconveniente de esta postura es que implica una posición de pasividad e
inacción ante actos injustos e inhumanos.
● Universalismo: Esta postura propone un rechazo de las actitudes etnocéntricas para evitar que unas
culturas se impongan a otras, basándose en un diálogo real que facilite la convergencia de aquellos
rasgos culturales que han demostrado su eficacia: la organización democrática de la sociedad, el respeto
a los derechos fundamentales, la igualdad de oportunidades o el aprecio de valores como la libertad o la
solidaridad. Para los defensores de esta postura, estos rasgos merecerían convertirse en rasgos
universales, es decir, extenderse a todas las culturas. Pero esto no significa que las características
propias de cada pueblo deban desaparecer, ya que, si así ocurriera, nos veríamos privados de una gran
riqueza cultural. Sin embargo, esta postura también encuentra objeciones, puesto que valores como los
derechos humanos no son aceptados por todas las sensibilidades culturales, y son considerados por
algunos, como un producto cultural netamente occidental.
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y rituales religiosos) produce un hueco en el sistema de creencias del pueblo griego, y les obliga a buscar una nueva
forma de comprender el cosmos basada no tanto en las narraciones míticas como en la investigación racional de las
leyes naturales. Este nuevo modelo explicativo no puede ya nutrirse exclusivamente de la tradición cultural de un
solo pueblo, sino que tiene que poseer un valor universal, y para ello tiene que fundamentarse sobre la investigación
racional.
El paso del mito al logos ha sido en ocasiones presentado —es el caso del historiador J. Burnet, 1920—
como un “milagro”, propio del pueblo griego, que representa un salto espectacular desde la irracionalidad de las
explicaciones míticas al rigor y la racionalidad de los planteamientos filosóficos. Sin embargo, otros historiadores
—F. M. Cornford, en 1912, y, más recientemente, J. P. Vernant, 1965— defienden que el tránsito desde las
cosmovisiones míticas a las filosóficas fue gradual y paulatino: por una parte, la primera filosofía griega tiene un
origen mítico y ritual, y, durante la época presocrática (e incluso más adelante), arrastra elementos mitológicos y, en
cierto modo, literarios, tanto en su contenido como en su forma; por otra parte, las propias cosmogonías míticas ya
presentaban, en algunos casos (como el de Hesíodo), rasgos característicos del pensamiento racional. De cualquier
modo —y como afirma J. Ortega y Gasset—, en los primeros filósofos griegos se asume que el conocimiento de la
realidad, es decir, la “pregunta por la realidad”, por “aquello que es”, no puede ya dirigirse a los dioses o a los
intérpretes de los dioses, sino que tiene que ser planteado al propio ser humano, y específicamente a la razón
humana. El propio planteamiento de este interrogante implica que se tiene confianza en encontrar una respuesta
mediante el ejercicio de la razón. Las respuestas y explicaciones que encontramos en los filósofos presocráticos en
su indagación sobre la realidad son diversas y a menudo opuestas, pero lo que nos interesa en este caso es, más bien,
la manera en que abordan los interrogantes.
Como decíamos más arriba, los primeros filósofos investigan, ante todo, la naturaleza, su origen y
funcionamiento, por lo que han sido conocidos como los “físicos” (de physis: naturaleza). Pero dicha investigación
se topa inmediatamente con un obstáculo que desconcierta a los físicos de la antigua Grecia: la naturaleza está en
constante cambio, en devenir. En la mentalidad griega está presente, de forma generalizada, el asombro ante el
movimiento, entendido éste en un sentido amplio, que equivale a cambio o variación. Los diversos tipos de
movimiento (local, cualitativo, sustantivo...) perturban e inquietan a estos pensadores, porque les hacen
problemático lo que son las cosas. Si éstas cambian, ¿qué son de verdad? Si una cosa pasa de blanca a verde, es y no
es blanca. Si algo que era, perece, deja de ser, resulta que la misma cosa es y no es. Las cosas aparecen sometidas a
la contradicción y a la multiplicidad. Y los pensadores griegos se preguntan qué son de verdad. Se hace necesario
algo que sea superior a esta multitud cambiante, algo que sea siempre, y que pueda dar razón de las muchas cosas y
de su movimiento. Aunque a nuestra mentalidad actual le resulte extraño, para el pensamiento griego (aunque con
alguna excepción) el devenir, el movimiento, es menos comprensible (y menos real) que el ser, que aquello que es
siempre, que sigue siendo siempre lo que es. Así pues, el problema del cambio, la dificultad de desarrollar un
conocimiento cierto sobre una realidad que es cambiante y multiforme, conduce a los pensadores griegos a
plantearse la pregunta por el ser: ¿por qué las cosas “se generan” y “se corrompen”?, ¿por qué “son”?, ¿cuál es la
cosa que propiamente es?
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Los pensadores presocráticos ofrecerán a la historia de la filosofía diversos planteamientos con los que
afrontar esta pregunta fundamental por el ser. En el pensamiento de muchos de estos primeros filósofos se pretende
captar un principio fijo, inmutable, que explique los procesos naturales de cambio. Las respuestas acerca de cuál es
el principio, fundamento o causa de todas las cosas (el arjé), acerca de qué es aquello que permanece fijo,
inmutable, bajo el devenir, son distintas, por más que puedan ser agrupadas en escuelas o corrientes. Las
clasificaciones empleadas por los historiadores de la filosofía acostumbran a diferenciar entre teorías monistas (el
principio fundamental —el arjé— se corresponde con un elemento: el agua, para Tales de Mileto —el primero de
los presocráticos, que vivió entre el último tercio del VII y mediados del VI a.C.—; o el aire para Anaxímenes, de la
misma escuela que Tales, ya en el siglo VI a.C.); y pluralistas (el arjé se corresponde con más de un elemento).
Entre los pluralistas cabe distinguir entre quienes defienden que el arjé es un número finito de elementos (como es el
caso de Empédocles de Agrigento (s. V. a.C.), para quien se trata del conjunto de los cuatro elementos naturales), y
quienes defienden que no se corresponde con un número finito de elementos (las homeomerías de Anaxágoras de
Clazomene (s. VI-V a. C.) o los átomos de Demócrito de Abdera (V-IV a. C.), como vimos en la Unidad 2).
(Obsérvese que estos últimos son ya contemporáneos de Sócrates, por lo que el término “presocrático” tiene un
sentido que apela más a la manera de hacer filosofía que a la mera cronología).
Mediante el arjé, este principio permanente, subyacente a todo cambio, los primeros filósofos intentan
explicar tanto el origen como la formación y el funcionamiento del cosmos, tratan de comprender la naturaleza
superando el obstáculo que constituye el hecho de que ésta esté sometida a devenir, a constante cambio. Para el
estudio de la metafísica, hemos de prestar especial atención a una idea que se halla de forma implícita en esta
concepción de la realidad, propia del pensamiento presocrático, pero presente también en otros autores y escuelas,
particularmente de la filosofía antigua: lo que verdaderamente es, la auténtica realidad no es inmediatamente
cognoscible, sino que se halla oculta, y, por tanto, para captarla es preciso emprender un profundo proceso de
indagación, de conocimiento racional, un proceso de descubrimiento que “desvele” el orden que subyace bajo el
aparente caos del devenir. Esta concepción del conocimiento como aletheia (desvelamiento) seguirá estando
presente en la filosofía de Platón, así como en otros autores y corrientes de la filosofía antigua, y es uno de los
característicos que presenta el saber filosófico en sus primeras etapas históricas (el primer uso del término “filósofo”
que está registrado corresponde a Pitágoras (s. VI-V a.C.), que lo usó como símil para evocar la actitud
contemplativa —en el sentido de quien teoriza para comprender la realidad— de un pensador). Nos detendremos a
continuación en el pensamiento de Parménides, en quien puede encontrarse un importante antecedente de la
metafísica de Aristóteles, así como la idea del conocimiento como aletheia y otros de los rasgos señalados de la
filosofía presocrática.
1.3. La negación del problema del cambio y la concepción unívoca del ser en Parménides
En el marco de la filosofía presocrática, destaca particularmente la figura de Parménides (segunda mitad del
siglo VI y primera del siglo V a.C.), que abordó el estudio de la physis a través de la reflexión acerca del ser,
ejerciendo una muy notable influencia sobre la filosofía posterior, particularmente en lo relativo a la metafísica. En
los textos de Aristóteles hay importantes referencias a Parménides, y Platón le dedicó uno de sus diálogos. Se
conservan amplios fragmentos de una obra escrita de Parménides: Sobre la naturaleza, un poema compuesto en
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hexámetros (al igual que las epopeyas homéricas). La escuela fundada por Parménides en Elea (actual Velia), en la
Magna Grecia, tuvo su continuidad en Zenón (s. VI-V a.C.).
La manera con la que Parménides afronta el problema del cambio consiste en negar la realidad del cambio.
Según Parménides, la noción misma de cambio o movimiento es contradictoria, ya que cualquier cambio o
movimiento real comportaría que algo que no es venga a ser y sea, o bien que algo que es venga a no ser y no sea, y
estos cambios entran en conflicto con el axioma, sostenido por Parménides, según el cual “lo que es, es (y no puede
no ser) y lo que no es, no es (y no puede ser)”. Es importante señalar que Parménides tomó estas nociones
unívocamente, sin distinguir entre diversos sentidos, entre diversos modos de ser y no ser, algo a lo que se opondrá,
más adelante, Aristóteles (s. IV a.C.).
Según Parménides, las transformaciones que agitan a la naturaleza, su multiplicidad, son mera apariencia e
ilusión. Si vamos más allá del espejismo que nos proporcionan nuestros sentidos, alcanzamos la verdadera “visión”
de la realidad, la que nos proporciona la razón: la captación del ser. Las cosas muestran a los sentidos múltiples
propiedades: son coloreadas, calientes o frías, duras o blandas, grandes o pequeñas, animales, árboles, rocas,
estrellas, fuego, barcos hechos por el hombre... Pero, consideradas con la razón o el pensamiento, presentan una
propiedad sumamente importante y común a todas: antes de ser blancas, o rojas, o calientes, son. Son, simplemente.
Y el movimiento, que aparentemente consiste en un paso del no-Ser al Ser, queda negado desde el punto de vista de
la razón, pues mediante el pensamiento accedemos a la verdad de que todo es y no puede no ser.
Así pues, para Parménides existen dos vías en el conocimiento: la vía de la opinión (doxa) se basa en los
datos que nos proporcionan los sentidos, y nos muestra que las cosas cambian, que pasan de ser a no ser (Ej: pasan
de ser vivas —nosotros diríamos estar vivas— a morir, de ser —estar— calientes a enfriarse, etc...) o de no ser a
ser. La opinión es el conocimiento que poseen la mayoría de los mortales acerca de la naturaleza. Por otro lado, a
través de la vía de la verdad, para la que es necesario el uso de la razón, se descubre que no hay movimiento o
cambio real, que nada deja de ser o llega a ser (no se pasa del no-Ser al Ser o viceversa). La vía de la verdad y la
negación del cambio tienen como soporte, como fundamento, el siguiente principio o axioma, que es central en el
pensamiento de Parménides: “sólo lo que es (el Ser) es y puede pensarse; el no-ser, ni es, ni es pensable”. O, dicho
de otro modo: todas las cosas son (y no pueden no ser), y, por tanto, en el universo no hay no-ser (no hay “vacío”),
sólo hay Ser. Todas las cosas quedan reunidas por el Ser. El Ser es, entonces, uno, inmutable, y es el todo; es “como
una esfera bien redonda”, inmóvil y eterna. Estas ideas sientan un importante precedente para la posterior reflexión
metafísica, y constituyen una clara muestra de la concepción del conocimiento como aletheia o desvelamiento de la
auténtica realidad más allá de la mera apariencia.
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una frontera que no tiene un exterior. Pero el procedimiento clásico de la definición exige establecer especies dentro
de géneros, señalando, así, la diferencia específica. Según este procedimiento, los géneros que no pueden
constituirse como especie de un género mayor, puesto que no hay un conjunto mayor que pueda contenerlos, son
denominados géneros generalísimos o supremos. ¿Es la realidad uno de estos conjuntos? ¿Pueden estos géneros
supremos ser definidos? En el debate sobre la definición de realidad se ha llegado incluso a negar la posibilidad de
definirla. En todo caso, la noción de realidad que está presente en Parménides está muy ligada a la mentalidad de la
antigua Grecia: se trata de la noción de cosmos: “cosmos” significa exactamente eso, totalidad cerrada, finita y
estructurada según un logos, es decir, un orden que es también el que impera en nuestro pensamiento, que es
racional.
Aristóteles (s. IV a.C.) asume esta concepción de la realidad (el conjunto de todo aquello que es) y funda la
metafísica como disciplina dedicada a su estudio. (Aunque Aristóteles sea fundador de la metafísica, hay que
precisar: por un lado, que no es el primero en llevar a cabo una reflexión sobre lo real: ya hemos visto los
antecedentes presentes en la filosofía presocrática (1.2.) —y particularmente en Parménides (1.3.)—, pero no puede
olvidarse la teoría de las ideas de Platón (siglos V-IV a.C., véase el apartado 2.2. de la Unidad 2, donde hay algunas
referencias a dicha teoría); por otro lado, también cabe advertir que el término “metafísica” es posterior a
Aristóteles, quien, a pesar de ser el fundador de la metafísica, nunca empleó dicho término para referirse a dicha
disciplina, como veremos enseguida). La definición de la realidad que se ha indicado (el conjunto de todo aquello
que es) presenta, de modo inmediato, varios problemas, de los que nos ocuparemos en subsiguientes apartados:
señalemos, por ahora, este: la dificultad de constituir —con solidez— una disciplina o saber que tenga como objeto
de estudio una totalidad de máxima amplitud y heterogeneidad.
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Así pues, el ser es predicable de diversas realidades (tanto de un objeto o una cosa o persona como de un
color): se aplica a ellas en sentidos diversos, pero que, sin embargo, hacen referencia a un único principio. A esta
variedad de sentidos dotada de un centro unificador, la denomina Aristóteles “relación de analogía”. El ser es, por
tanto, una noción análoga. Pero, ¿cuál es ese centro unificador de todos los significados del término ser? La
substancia (ousía) es aquello a lo que hacen referencia todos los sentidos del ser. Volviendo al ejemplo anterior:
algunas cosas, como un objeto o una persona, son entes porque son substancias, mientras que otras, como el color
turquesa, son porque son afecciones de la substancia (por otra parte, una persona y un objeto serán substancias de
diverso tipo).
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primera vez ofreció la clasificación de estos diez modos de ser. Todos los accidentes tienen en común el inherir en la
sustancia, el ser en un sujeto, y esto es justamente lo que los constituye como accidentes. Pero, además, cada
accidente determina a la sustancia de un modo original. Así, tanto la cantidad como las cualidades son en la
sustancia y participan de su ser, pero la primera le confiere extensión, peso, volumen, mientras las cualidades la
modifican de otras maneras, dándole color, dureza, un sabor y olor determinados, etc. Indiquemos los nueve
accidentes acompañados de un ejemplo.
A Pedro podemos atribuirle los siguientes predicados: «es hombre» (sustancia), «es bueno» (=cualidad), «es
alto» (=cantidad), «es hijo de Antonio» (=relación), «está en su cuarto » (=donde), «está sentado» (=posición),
«tiene papel y pluma» (=posesión), «ha llegado a las siete» (=cuando), «está escribiendo» (=acción), «tiene sed»
(=pasión).
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2. CRÍTICAS A LA METAFÍSICA TRADICIONAL
«Hay filósofos que imaginan que somos conscientes íntimamente en todo momento de lo que llamamos nuestro yo, que sentimos su
existencia y su continuación en la existencia; y se hallan persuadidos, aun más que por la evidencia de una demostración, de su identidad y su
perfecta simplicidad [...]. Desgraciadamente todas esas afirmaciones son contrarias a la experiencia que se presume en favor de ellas, y no
tenemos una [tal] idea del yo, pues ¿de qué impresión puede derivarse esa idea?»
«si queremos tener una idea clara e inteligible del yo [pues] toda idea real debe proceder de alguna impresión. Pero el yo o persona
no es una impresión, sino aquello a lo que se supone que tienen referencia las distintas impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea
del yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestra vida, pues se supone que así es como
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existe el yo. Pero no hay impresión alguna constante e invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se
suceden unas a otras [...]. No podemos, pues, derivar de ninguna de ellas la idea del yo y, en consecuencia, no existe tal idea. [...] ¿De qué
manera permanecerían entonces en él y cómo estarían contenidas en él? En lo que a mí respecta, cuando penetro más íntimamente en lo que
llamo mi propia persona tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás
puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones. Cuando éstas se
suprimen por algún tiempo, como en el sueño profundo, no me doy cuenta de mí mismo [...]. Si todas mis percepciones fueran suprimidas por
la muerte y no pudiera ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar después de la disolución de mi cuerpo [...] no puedo concebir qué más se
requiere para hacer de mí un «no-ser» perfecto. Si alguno, basándose en una reflexión seria y sin prejuicios, piensa que tiene una noción
diferente de su yo, debo confesar que no puedo discutir más largo tiempo con él.»
«todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto [...].
Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un
haz o colección de percepciones diferentes [...] en perpetuo flujo y movimiento.»
No cabe, pues, afirmar la existencia del yo como substancia distinta de las impresiones y de las ideas, es
decir, como sujeto permanente de la serie de los actos psíquicos. Sin embargo, esta afirmación tajante de Hume no
permite explicar fácilmente la conciencia que todos tenemos de nuestra propia identidad personal: en efecto, cada
sujeto humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas e impresiones. Para explicar la
conciencia de la propia identidad, Hume recurre a la memoria: gracias a ella reconocemos la conexión que existen
entre las distintas impresiones que se suceden. El error consiste en que confundimos la sucesión con la identidad.
Sin embargo, esta explicación no es del todo satisfactoria, y desemboca en una actitud de cierto escepticismo ante la
posibilidad de conocer el fundamento real de la conexión entre las percepciones, esto es, una substancia pensante o
yo que les sirva de sujeto. La realidad conocida queda reducida, así pues, a meras percepciones, a meros fenómenos,
en el sentido etimológico del término: aquello que se le presenta a un sujeto de conocimiento. Ante este aparente
callejón sin salida de la destrucción de la metafísica, reacciona Immanuel Kant con su idealismo trascendental, que
trata de superar la tensión entre racionalismo y empirismo. Pero antes de entrar en Kant prestemos atención a la
crítica despiadada que sufrió, en el Siglo de las Luces, otra de las tres ideas metafísicas fundamentales.
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Parecidos argumentos expone el Barón d'Holbach en su Sistema de la Naturaleza (1770), al definir al ateo
como «un pensador que, habiendo meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y modos de actuar, no
necesita para explicar los fenómenos del Universo y las operaciones de la Naturaleza, imaginar potencias ideales,
inteligencias imaginarias, seres de razón que, lejos de ayudar a conocer mejor esta Naturaleza, no hacen sino
volverla más caprichosa, inexplicable, incognoscible e inútil para la felicidad de los hombres». Holbach hace
compatible el ateísmo con la moral y analiza los motivos que pueden impulsar al hombre a abrazarlo, aunque
reconoce la dificultad para que lo acoja el vulgo, debido a su ignorancia y temor. Las ideas del Barón están presentes
en muchas obras libertinas y especialmente en las novelas del Marqués de Sade, sobre todo en Justine, Juliette y La
filosofía en el tocador. Será en el siglo siguiente cuando se desarrollen las formas de ateísmo que gozan de mayor
celebridad y que presentan un alcance más allá de la propia existencia de Dios: Karl Marx y Friedrich Nietzsche.
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Sin embargo, para Kant, el hecho de que la metafísica no tenga carácter científico no significa que se la deba
rechazar como algo absurdo e inútil. Al contrario, la metafísica responde a una tendencia inherente e inevitable de la
razón humana. Y aunque haya que estar siempre vigilantes para evitar que esta vaya más allá de sus posibilidades y
caiga en ambigüedades y contradicciones, no son cuestiones de las que nos podamos desentender: «todos nuestros
raciocinios que pretenden llevarnos más allá del campo de la experiencia posible son falaces y carecen de
fundamento», pero, al mismo tiempo, «la razón humana tiene en este caso una propensión natural a rebasar esos
límites». La imposibilidad de una metafísica como ciencia hace que las ideas de la razón queden limitadas a un uso
regulativo: la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia de Dios constituyen, según Kant, en postulados sobre
los que se sustenta su propuesta ética. De esta manera, lo que no se puede obtener como resultado de la ciencia se
postula como principio de la moral.
La solución dada por Kant a la problemática metafísica fue soslayada rápidamente por los grandes maestros
del idealismo alemán durante el posterior siglo, quienes volvieron a dar un fuerte impulso a la metafísica, en
especial Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “nuevo Aristóteles”, que resume y sintetiza el conjunto de la filosofía
occidental hasta su época. Pero la crítica antimetafísica no se había olvidado, y como respuestas al hegelianismo
surgen diversas propuestas divergentes durante el XIX, entre las cuales figura la de Karl Marx, además del
positivismo.
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escuela, por tanto, el principio de verificación se convierte en criterio de sentido: la imposibilidad de la metafísica
para el neopositivismo radica pues, en que sus proposiciones violan las reglas que una proposición debe cumplir
para ser significativa, es decir, para tener sentido.
El Círculo de Viena constituirá tan sólo una de las arremetidas sufridas por la metafísica durante el siglo
XX, época que albergará abundantes y fértiles propuestas de carácter muy heterogéneo y contrapuesto acerca de
cuál ha de ser el destino de la metafísica.
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éstos son infinitos en el espacio y en el tiempo. Podríamos observar hasta hoy un millón de casos que cumplen esa
ley, pero nada nos aseguraría que mañana no vayamos a encontrar un caso que la incumple y que, por tanto, muestre
que la ley es falsa.
Con la confirmabilidad se trata de evitar este problema, puesto que este nuevo criterio no exige la total
verificación de la teoría, sino tan solo una confirmación de carácter probabilístico. Aunque por medio de la
experiencia no sea posible establecer de forma concluyente y definitiva la verdad o falsedad de un enunciado, sí
puede determinarse su probabilidad.
Sin embargo, tanto la verificabilidad como la confirmabilidad se sostienen sobre la idea de que las ciencias
(las ciencias empíricas en concreto, como la física) emplean un método inductivo, es decir, parten de datos
particulares para llegar a conclusiones generales. Más adelante será muy criticada la idea de que el método científico
se basa en la inducción. A este debate, que en el fondo es una vieja cuestión gnoseológica, se lo conoce como
problema de la inducción.
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realiza tomando como punto de partida unos determinados presupuestos teóricos. Así pues “Dada una teoría T,
deducimos consecuencias de la misma, C1, C2…Cn. Dichas consecuencias han de ser contrastables empíricamente,
pero entendiendo dicha contrastación como posibilidad de refutación de la teoría T si los datos empíricos no
coinciden con las predicciones C emanadas de T, nunca como verificación de la teoría T”. De este modo, el criterio
que permite distinguir la metodología científica de la que no lo es consiste en la falsabilidad. Veámoslo.
Una teoría será falsable si su falsedad puede ser mostrada mediante la experiencia, es decir, si dicha teoría es
susceptible de refutación acudiendo a la experiencia. La falsabilidad, por tanto, no es criterio positivo de
contrastación (como eran la verificabilidad y la confirmabilidad) sino negativo, ya que indica la posibilidad que
tiene una teoría de ser refutada (es decir, lo contrario de verificada) mediante observaciones empíricas. Atiéndase al
importante detalle de que la falsabilidad consiste en la posibilidad de ser refutada por medio de la experiencia y no
en la refutación ya efectuada; es decir, para que una teoría sea considerada científica no ha de ser falsada (en ese
caso seria científica pero también errónea), sino falsable, esto es, ha de poderse determinar qué tipo de hechos,
suponiendo que alguna vez fueran observados, refutaría tal teoría. En otras palabras, una teoría es falsable si es
posible en principio concebir una o varias observaciones que, en caso de darse, harían falsa a la teoría.
Una teoría será más o menos falsable en la medida en que permita establecer predicciones con mayor o
menor grado de exactitud.
Por ejemplo: la afirmación “surgirá una bola de fuego en el cielo” no es falsable ni, por tanto, científica, ya
que se trata de un enunciado ambiguo, que no aclara cuándo ni dónde tendrá lugar el hecho que se anticipa; mientras
que “aparecerá el cometa Halley el año 1986” sí es falsable y científico, pues proporciona datos concretos.
De esta idea se deduce que una característica propia del quehacer científico es el riesgo. La ciencia no
avanza tratando de asegurar la “verdad” de una teoría a toda costa, sino elaborando hipótesis audaces de las que se
puedan deducir la mayor cantidad posible de predicciones con un alto grado de exactitud, y, por tanto, con
posibilidades de ser refutadas. Popper creía que el destino de toda teoría científica es ser refutada algún día. Pero
una teoría puede pasar con éxito durante mucho tiempo todas las pruebas a las que se le someta para intentar
refutarla. Y cuanto más duras y rigurosas sean las pruebas que ha pasado con éxito, tanto mejor teoría será.
Con la falsabilidad como criterio de demarcación, Popper da un giro radical al planteamiento vienés, al
tiempo que modifica la concepción que se tiene de la ciencia. Además de superar el problema de la inducción…
(Recordemos cómo lo supera: según Popper, de lo particular no se puede inferir lo universal, pero de lo
universal sí se puede deducir o extraer una consecuencia cuya negación refute el enunciado universal. Observando
un número n de hombres no se puede concluir: “Todos los hombres son mortales”, pero la hipótesis de que “Todos
los hombres son mortales” sí puede ser refutada de forma definitiva y concluyente encontrando un contraejemplo, es
decir, uno solo hombre que no lo sea).
...además de superar el problema de la inducción —decíamos— Popper negó la idea defendida por el
Circulo de Viena, según la cual, la ciencia tiene como objetivo primordial alcanzar la verdad o la probabilidad. Esta
sería, según Popper, una actitud dogmática. Él propone una concepción crítica de la ciencia: la ciencia nunca
alcanza la verdad, sino que se aproxima a ella proponiendo hipótesis que, cuanto más audaces, más permiten, en
caso de “sobrevivir”, avanzar a la ciencia.
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Todas las teorías científicas encajan, según Popper, con la falsabilidad como criterio de demarcación.
Nuestras mejores teorías, como la Teoría de la Relatividad, han efectuado predicciones arriesgadas que podían haber
fallado, lo que habría significado la falsación de la teoría, y que, sin embargo, tuvieron éxito. Tal es el caso de la
predicción einsteniana de que la luz se curvaría en campos gravitatorios. Era una predicción novedosa y arriesgada,
que ponía en juego la teoría, y que fue confirmada (la predicción, no lo olvidemos, pues la teoría sólo puede ser
falsada) durante un eclipse solar en 1919. Ello proporcionó fama mundial a Einstein. En cambio, las teorías
pseudocientíficas —Popper pensaba sobre todo en el psicoanálisis, la astrología y el marxismo— se caracterizan
porque no hacen jamás predicciones arriesgadas, y si las hacen y fallan (como sucedió con el marxismo), buscan la
manera de encajar el ejemplo en contra de modo que se convierta en un ejemplo a favor. Las teorías
pseudocientíficas son infalsables de por sí, o bien sus defensores las convierten en infalsables con su actitud de
rechazar toda falsación. Para ellas todos son casos confirmadores y nunca refutadores.
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- El contexto del descubrimiento: Es el tejido de circunstancias históricas, biográficas, sociales o
personales en las que se produce un descubrimiento científico.
- El contexto de la justificación: El tejido de relaciones lógicas entre el aserto que enuncia lo descubierto
y el sistema de los conocimientos científicos ya aceptados.
La separación de ambos contextos favorece la idea de que las motivaciones o creencias personales o sociales
(no justificadas racionalmente) no influyen de manera determinante en la formulación y fundamentación (lógica y
racional) de las teorías. En resumen, se trata de pensar que la ciencia se reduce al conocimiento científico y que éste
no se ve afectado por las condiciones histórico-sociales.
Kuhn se opone a esta concepción de la ciencia. Para él, la ciencia no siempre ha seguido un progreso
acumulativo, y, cuando cambia, no responde a patrones exclusivamente racionales. La investigación científica
responde a factores más complejos que la mera búsqueda de la verdad o de la utilidad. El quehacer de los científicos
está fuertemente determinado por las creencias, los valores y las costumbres a la hora de investigar; creencias y
hábitos que se comparten en el seno de la comunidad científica a la que un investigador pertenece. A esta
constelación de presupuestos o hábitos de trabajo que el científico no cuestiona la denomina Kuhn paradigma
científico. La historia de la ciencia es la sucesión de diversos paradigmas científicos (la mecánica de Newton o la
física aristotélica, por ejemplo). Mientras un paradigma impera, los científicos que pertenecen a él, más que
descubrir nuevos fenómenos, procuran que sus teorías se ajusten a dicho paradigma; es decir, tienen una actitud
conservadora, protegen los principios de su comunidad científica.
¿Cómo es posible entonces un cambio de paradigma? Cuando las explicaciones ofrecidas dentro de un
paradigma se hacen insostenibles, entonces éste entra en crisis. Acontece en ese momento lo que Kuhn denomina
revolución científica, que supone la sustitución del viejo paradigma por uno nuevo tras una ardua lucha en busca del
acceso al poder —en todos los sentidos, inclusive el institucional— entre los defensores de uno y de otro paradigma.
La ciencia, por tanto, no experimenta un progreso continuo y acumulativo, sino que avanza a base de crisis y
rupturas que implican cambios radicales en la concepción del mundo. Dado que “son los vencedores los que
escriben la historia”, la historia de la ciencia se relata habitualmente como un progreso lineal hacia lo mejor, pero
esto no es más que una visión parcial que a la comunidad científica actual le interesa ofrecer.
Para Kuhn, el criterio de demarcación de la ciencia ya no radica, por tanto, en la metodología científica,
pues la ciencia es una realidad histórica y sociológica que no es reducible a los métodos empleados en el
conocimiento científico.
Posteriores autores o escuelas de filosofía de la ciencia, como es el caso de P. Feyerabend, afirman incluso
que difícilmente puede delimitarse una metodología propiamente científica. Feyerabend defiende lo que denomina
“anarquismo epistemológico”, es decir, la idea de que los científicos emplean cualquier medio que esté a su alcance
para investigar. Para Feyerabend, la ciencia es difícilmente distinguible de otras formas de conocimiento.
1.4. Conclusión
Las reacciones ante este fracaso reiterado de los sucesivos criterios de demarcación han sido diversas. Ha
habido quien, como Feyerabend, ha negado que exista algún tipo de distinción relevante desde el punto de vista del
conocimiento entre la ciencia y la no-ciencia. Desde la sociología de la ciencia la demarcación se considera como
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una cuestión puramente convencional. Es la propia comunidad científica la que, mediante negociaciones, decide en
función de sus intereses y de sus tradiciones institucionales lo que debe ser considerado como científico y lo que no.
Sin que ello signifique que todo lo que recibe el calificativo de científico comparta un conjunto de características
comunes. Otros prefieren ser más moderados. El que no quepa una distinción tajante y precisa entre ciencia y no
ciencia no significa para ellos que no quepa ninguna distinción en absoluto, o que ésta sea puramente convencional.
Se trata más bien de una cuestión gradual en la que es imposible trazar una frontera definida, pero en la que pueden
determinarse una serie de rasgos, que sin ser condiciones imprescindibles, ayudan a calificar como más o menos
científica una teoría (rigor conceptual, exactitud, apoyo en los hechos, contrastabilidad y revisabilidad, coherencia
con otras teorías científicas aceptadas, capacidad predictiva, etc...). La tendencia actual, como ha sugerido L.
Laudan, es la de dejar a un lado el problema de saber cuándo estamos ante una teoría científica —hay quien lo
considera incluso un pseudoproblema— para considerar en su lugar cuándo estamos ante una buena teoría, es decir,
ante una teoría fiable, fértil y bien fundada, sea o no científica.
En lo que sí parece haber amplio acuerdo, en cuanto a las fronteras entre lo científico y lo no científico, es
en que, se tracen donde se tracen, no deben ser identificadas con las fronteras entre lo racional y lo irracional o entre
el conocimiento válido o fiable y el ámbito de lo impreciso, fútil o sin sentido. Lo más probable es que siempre
encontremos a ambos lados de la línea modos útiles de conocer la realidad.
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2. HISTORIA DE LAS COSMOVISIONES CIENTÍFICAS
Aristóteles (s. IV a.C) consideró la realidad sensible como dividida en dos esferas claramente diferenciadas
entre sí: por una parte, el mundo llamado sublunar y, por otra, el mundo supralunar o celeste. Esta convicción de
Aristóteles subsistirá a lo largo de todo el pensamiento medieval; sólo al iniciarse la edad moderna desaparecerá la
distinción entre mundo sublunar y supralunar.
El mundo sublunar se caracteriza por todas las formas de cambio (las cuatro que Aristóteles diferenciaba: el
cambio substancial y tres tipos de cambio accidental), entre las cuales predomina la generación y la corrupción. Está
formado de materia corruptible que viene dada por los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego). Dado que el
movimiento característicos de los cuatro elementos es rectilíneo, las objetos del mundo sublunar buscan, mediante
este movimiento rectilíneo, su lugar natural (el humo, compuesto principalmente de aire, tienden a elevarse,
mientras que los sólidos, en los que hay una mayor proporción de tierra, caen).
En el mundo supralunar, sin embargo, sólo hay movimiento local, que, además, es de trayectoria circular
(se trata del movimiento de las esferas celestes, como enseguida veremos). Está formado de éter, la “quinta
esencia”, que no ha sido generado, ni es corruptible, es decir, no está sometido al desarrollo ni a la alteración, ni a
otras modalidades que implican estos movimientos, y por este motivo son también incorruptibles los cielos que
están formados de éter.
Para Aristóteles, el Universo tiene la siguiente estructura: es único, finito, simétrico y esférico, con la Tierra
en el centro (se trata, por tanto de un modelo cosmológico geocéntrico). El cielo (esto es, el mundo supralunar) se
compone de un número limitado de esferas concéntricas (habitualmente se considera que hay en torno a 50). Entre
la Tierra (que está en el centro) y el cielo de las estrellas fijas (la última de las esferas, que contiene todas las demás)
hay otras muchas esferas concéntricas (es decir, homocéntricas) de magnitudes cada vez menores y contenidas las
unas en las otras. Esta concepción se basa en la cosmología de Eudoxo de Cnido (IV a.C), miembro, como
Aristóteles, de la Academia. El movimiento de los cuerpos celestes que se conocían hasta entonces (Mercurio,
Venus, el Sol, la Luna, Marte, Júpiter y Saturno) se explica empleando este sistema de esferas homocéntricas, en las
cuales están situados los cuerpos celestes.
¿Por qué son necesarias más de cincuenta esferas para explicar el movimiento de siete cuerpos celestes? La observación de los
cielos había mostrado a los astrónomos griegos que los cuerpos celestes describían un movimiento aparentemente irregular y retrógrado. La
explicación que se diese a este fenómeno no podía rechazar uno de los principios de la concepción que Platón (s.V-IV a.C) tenía del cosmos:
los movimientos de los astros tenían que ser circulares y uniformes, ya que el círculo era la figura de la perfección en la cultura griega. Por
ello, el sistema de las esferas homocéntricas, que Aristóteles toma de Eudoxo —obsérvese que ambos son discípulos de Platón— se basa en la
combinación de varias esferas cuyo movimiento es uniforme y circular para explicar la trayectoria descrita por los cuerpos celestes.
La causa última de todo movimiento en el Universo es un ente que mueve sin estar él en movimiento. Este
ente —se le puede denominar “motor inmóvil”, “motor no movido”, “primer moviente” o “Dios”, pero con las
debidas precauciones— es acto puro, carece de potencialidad (y, por tanto, de materia, es suprasensible) pues no
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experimenta ninguna forma de cambio o movimiento y, sin embargo, es la causa de todos los movimientos. El
primer motor mueve atrayendo, y atrae como objeto de amor, es decir, a la manera de fin.
¿Cuál es la naturaleza del motor inmóvil? Este principio del que “dependen el cielo y la naturaleza” es Vida. Pero, ¿qué clase de
vida? La más excelente y perfecta de todas; la vida que nosotros sólo podemos vivir por un breve espacio de tiempo; la vida del pensamiento
puro, la vida de la actividad contemplativa. Pero, ¿en qué piensa el motor inmóvil? Piensa en la cosa más excelente. Pero la cosa más
excelente es él mismo. Por tanto, piensa en sí mismo; es actividad contemplativa de sí mismo; es pensamiento del pensamiento. Aristóteles
también se refirió a otras substancias inmateriales que actúan como motores de las esferas celestes. Están organizadas según una jerarquía que
luego en la Edad Media se consideró la de las inteligencias angélicas, tal y como refleja la Divina Comedia de Dante (s XIII-XIV).
Aristóteles demuestra la existencia de este primer motor no movido partiendo del principio de su física
según el cual “todo lo que se mueve es movido por otro”. Si se combina este principio con aquél otro que establece
la imposibilidad de una serie infinita de causas o motores (entre los griegos estaba muy extendida la idea de que lo
infinito es imperfecto; y lo finito y delimitado, perfecto), se llega a la conclusión de que es necesario admitir la
existencia de un primer motor que mueva sin ser movido, o una primera causa que cause sin ser ella misma causada.
Las observaciones de los astrónomos griegos colisionaban con el principio de origen platónico y pitagórico
según el cual el movimiento de los cuerpos celestes ha de ser circular y uniforme, es decir, perfecto (recordemos que
en la cultura griega el círculo se identifica con lo perfecto). Los astrónomos griegos observaban que los
movimientos de los planetas parecían presentar un movimiento disforme, pues modificaban sus velocidades,
deteniéndose y acelerándose. Se producía entonces un conflicto entre los datos empíricos proporcionados por la
observación y los principios sobre los que se asentaba un modelo teórico para comprender el cosmos; es decir, se
daba un desajuste entre teoría y datos empíricos.
Ante este problema, Aristóteles, como ya hemos visto, propone un modelo cosmológico de esferas homocéntricas en el cual varias
esferas (de diferente dirección y velocidad, y con el eje más o menos inclinado, pero cuyo movimiento es siempre uniforme y circular)
combinan sus movimientos para producir el de un cuerpo celeste. Aristóteles no propone este modelo como una mera hipótesis, sino como
una descripción real de la estructura del Universo.
Para afrontar el conflicto entre los datos empíricos y la teoría, algunos astrónomos griegos desarrollaron
sistemas astronómicos destinados únicamente a “salvar las apariencias”. “Salvar las apariencias” consiste en
proponer hipótesis que expliquen los fenómenos observados haciéndolos coincidir con lo que es predecible por la
teoría, pero sin pretender que dichas hipótesis sean reales. En el caso que nos concierne ahora (el movimiento de los
cuerpos celestes) las apariencias se “salvan” o se “guardan” si se consigue predecir mediante un modelo teórico (una
construcción geométrica) la posición de un planeta, sin que importe si realmente dicho cuerpo ha seguido el
movimiento representado en el modelo hipotético.
Así pues, en la astronomía griega conviven dos proyectos bien distintos (algunos pensadores los conjugaron en su sistema y
otros se ciñeron a alguno de los dos):
- Por un lado, la pretensión de calcular la posición de los cuerpos celestes. Para ello se desarrollan modelos de carácter
matemático que funcionen como instrumentos de predicción. La utilidad de estos cálculos de debía, en buena medida, a las prácticas
predictivas de la astrología.
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- Por otro, la necesidad de atender a la realidad del cosmos. En este caso, se trata no ya de conocer cuál será la posición de un
planeta, sino en averiguar los procesos físicos que determinan esa posición y que sirven para explicar por qué el planeta está en ella. Para
Aristóteles, por ejemplo, las esferas cristalinas que portan a los cuerpos celestes eran reales, y no meras ficciones geométricas.
La separación entre estos dos propósitos da lugar a una escisión de la astronomía, que queda dividida en astronomía
matemática, por un lado, y astronomía física, por otro. Será necesario esperar a la revolución científica para que se fusionen en una sola
ciencia.
Estas modificaciones tienen como resultado un sistema complejo, que conserva muchos de los aspectos
fundamentales del modelo aristotélico pero que modifica algunos otros. Ptolomeo necesitó cuarenta círculos
—distintos en dimensiones y velocidades— para explicar los movimientos de los siete cuerpos celestes conocidos
entonces (Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y la Luna). Además, cada planeta requería un sistema de
cálculo independiente. Su barroquismo, por tanto, es notable.
Sin embargo, este sistema conseguía “salvar las apariencias” mucho mejor que el de las esferas, por lo
cual, en la Edad Media, acabó sustituyéndolo para los cálculos matemáticos, pues ofrecía un instrumento de
predicción de gran exactitud. Ahora bien, el movimiento de los planetas siguiendo la trayectoria de epiciclos, tal
como es descrito en el Almagesto, tenía el carácter de una hipótesis matemática que permitía calcular con bastante
precisión sus posiciones y ciertamente salvaba las apariencias mejor que el modelo de las esferas homocéntricas.
Pero los mecanismos internos que daban ese resultado, esto es, los propios epiciclos, carecían de realidad física.
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Eran adoptados únicamente por la simplicidad que suponía reducir todos los movimientos a combinaciones de
movimientos circulares
¿Tuvo Ptolomeo la intención de proporcionar con su sistema una explicación del movimiento real de los astros o simplemente
desarrolló un aparato predictivo basado en el cálculo matemático? Esta es una cuestión controvertida sobre la que los expertos no se ponen de
acuerdo. En todo caso, al margen de las intenciones de Ptolomeo, en la Edad Media se interpretó su obra en un sentido exclusivamente
instrumentalista, tomando su modelo explicativo como un conjunto de hipótesis destinadas a salvar las apariencias, y no como una
descripción real del Universo. Entendiéndolo así, podía compaginarse el modelo ptolemaico con el aristotélico, y, de este modo, conservar
algunos de los principios fundamentales de este último.
Del sistema aristotélico se abandonó la idea de que las trayectorias circulares tenían que ser homocéntricas (pues con Ptolomeo
no todas tienen el centro en la Tierra), pero se conservaron otros tantos aspectos: por ejemplo, los movimientos planetarios según epiciclos y
deferentes tenían lugar en el interior de una esferas (una para cada astro) de éter. El cosmos, pues, seguía ocupado por las esferas cristalinas,
que estaban en contacto unas con otras.
Durante toda la Edad Media el sistema ptolemaico fue tenido en general como un artificio geométrico y
un instrumento de cálculo, función que cumplió razonablemente bien, aunque cada vez con mayor dificultad y
complejidad. Sin embargo, para el siglo XVI comenzó a hacerse claro que algunos de los problemas del sistema
ptolemaico surgían precisamente de ese carácter ficticio, de su separación de una base física coherente. Se sintió
entonces la necesidad de un sistema astronómico que pudiera salvar los fenómenos y al mismo tiempo describir las
trayectorias reales de los cuerpos celestes. Este nuevo sistema a la vez físico y matemático fue elaborado por el
clérigo y médico polaco Nicolás Copérnico.
Como ya hemos visto, en la Edad Media se interpretaron los modelos matemáticos del Almagesto como un potente aparato
computacional cuyo objetivo era “salvar las apariencias” y no ofrecer una descripción de los movimientos reales de los planetas. De este
modo, el sistema ptolemaico podía conjugarse con el aristotélico, que sí tenía la intención de describir la realidad del cosmos. Como
consecuencia de este doble planteamiento, la astronomía quedaba escindida en una ciencia matemática destinada a predecir, y en otra física
dedicada a explicar.
Frente a Ptolomeo, Nicolás Copérnico (1473-1543) tiene la pretensión de articular todas las
observaciones de los cielos en un sistema coherente que sea, a la vez, cosmológicamente operativo (que describa el
Universo tal y como es) y astronómicamente exacto (capaz de calcular la posición de los planetas). A diferencia del
sistema ptolemaico, desmembrado en una multitud de cálculos “atomizados” e independientes, diferentes para cada
cuerpo celeste (a cada problema se le da una solución específica), Copérnico propone un modelo total, que aúne la
descripción física y el cálculo matemático, y que integre los cálculos de las trayectorias de todos los planetas en un
mismo sistema.
La relevancia de la “revolución copernicana” en la historia del pensamiento y de la ciencia se explica en buena medida por su
contribución a la quiebra del aristotelismo. La reforma astronómica de Copérnico favoreció la destrucción del edificio aristotélico del saber,
por lo que se convirtió en un punto de inflexión para la revolución científica y filosófica de la que iba a emerger la moderna representación del
Universo. Y, sin embargo, Copérnico no tenía la intención de agitar las aguas de la filosofía, la teología o incluso la política. Su objetivo se
ceñía al ámbito de la astronomía, pero el resquebrajamiento de la cosmología aristotélica trajo consigo el de su metafísica y, con ello se
trastocaron también los cimientos de la filosofía medieval cristiana.
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No obstante, el sistema copernicano no obtuvo una rápida victoria sobre el modelo del Almagesto: a pesar
de que el de Copérnico tiene una mayor superioridad descriptiva y predictiva, es observacionalmente equivalente al
sistema ptolemaico, por más que en el plano matemático y geométrico las órbitas y movimientos postulados por
ambos sistemas sean radicalmente diferentes.
Si bien el sistema copernicano constituye una de las etapas fundamentales del desarrollo de la ciencia moderna, no hay que olvidar
que su autor estuvo influido en su trabajo por compromisos y creencias mágico-estéticas. Para afirmar la centralidad del sol, por ejemplo, se
apoya en ideas tomadas de la tradición iniciática de Hermes Trimegisto.
2º Por su utilización superior del instrumental matemático. No inventa técnicas matemáticas nuevas, pero sí
reordena el utillaje del Almagesto al servicio de una cosmología más ordenada e inteligible.
3º Por el abandono del principio geostático y (en consecuencia) del geocentrismo. El geocentrismo era uno
de los pilares básicos (junto con el “principio de circularidad”) de la astronomía ptolemaica y la cosmología
aristotélica.
4º Consiguió un sistema predictivo más simple que el de los ortodoxos (redujo los 83 epiciclos a 34).
2º Siguió manteniendo el “principio de circularidad”. Era de común aceptación, incluso Galileo se opuso a
órbitas elípticas de Kepler. Además de este principio, Copérnico conservó otros tantos aspectos del sistema
aristotélico-ptolemaico: los epiciclos, las esferas celestes, la idea de que el sol no es una estrella, es decir, cree que
no se mueve (es un sistema helioestático), y la idea de que el Universo es esférico y finito.
Según Kuhn, el sistema de Copérnico no resulta ni más simple ni más preciso que el de Ptolomeo. En primer lugar, el sistema
copernicano de siete círculos es, sin duda, más económico, pero no funciona, no permite predecir la posición de los planetas con una precisión
comparable a la del sistema de Ptolomeo. Y, además, para lograr una mayor precisión, Copérnico tuvo que emplear epiciclos menores y
excéntricas, con lo que creó finalmente un sistema prácticamente tan complicado como el Ptolomeo. ¿Por qué entonces acabó imponiéndose?
Las razones por las que se acepta un nuevo paradigma científico van más allá, según Kuhn, del mero contexto científico, pues responden a
diversos factores de carácter histórico y cultural.
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cometas eran tomados como fenómenos sublunares) ponen en un aprieto tanto a la idea de las esferas cristalinas como al principio de la
circularidad de los movimientos celestes, ya que el cometa describe una trayectoria ovalada.
El astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) continuó la empresa copernicana de reconciliar la astronomía
matemática con la física, es decir, de combinar descripciones físicas de los movimientos celestes con el cálculo
matemático de las posiciones de los planetas. Con este objetivo, Brahe realizó numerosas y certeras observaciones,
y contribuyó a afianzar la idea de que las observaciones eran de extrema importancia para el progreso de la
astronomía. Además, mejoró notablemente tanto los instrumentos de observación (se construyó para él un
observatorio en Dinamarca) como la manera de realizar las observaciones, llevándolas a cabo de modo regular y
sistemático.
Brahe observó los fenómenos extraordinarios a los que antes nos hemos referido. Como consecuencia de
estas observaciones, sugirió que las órbitas de los cometas eran ovaladas y negó la existencia de las esferas
cristalinas. Sin embargo, no llegó a admitir que los cielos estaban sujetos a cambios, tal y como sus propias
observaciones de una nueva estrella demostraban (explicó el surgimiento de esta nueva estrella como un milagro de
Dios quien no está sujeto a las leyes naturales).
- El geoheliocentrismo
En 1588, Tycho Brahe propone, en su Sobre los fenómenos más recientes del mundo etéreo, un sistema
alternativo al de Ptolomeo y al de Copérnico. En este sistema, la Tierra permanece en el centro del Universo con la
Luna y el Sol girando a su alrededor. Los otros cinco planetas giran en torno al Sol, que los arrastra consigo en su
movimiento anual.
Este sistema, posible gracias a la eliminación de las esferas celestes (pues de este modo es posible la intersección de las trayectorias
planetarias), fue inmediatamente adoptado por los científicos de la Compañía de Jesús. Era geométricamente equivalente al copernicano, no
presentaba dificultades teológicas y ofrecía una mayor exactitud en las observaciones. Evitaba, además, las objeciones —como el “argumento
de los cañones”— que se le planteaban al heliocentrismo.
La importancia que Kepler concede al conocimiento matemático se debe a la siguiente convicción —de
carácter metafísico—: bajo el aparente caos que observamos en el Universo, sin embargo, existe una unidad
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profunda regida por principios matemáticos. Allí donde hay materia, hay geometría; el mundo real es cuantificable,
luego el conocimiento cierto ha de ser necesariamente matemático.
Esta convicción, que se halla en la base de su búsqueda de relaciones matemáticas, tiene un carácter metafísico y teológico. La idea
de que Dios construyó el mundo de acuerdo con claves geométricas la toma Kepler de su adhesión a planteamientos metafísicos procedentes
de Platón y del pitagorismo. Además, toda su obra presenta un marcado tono espiritual, que se aprecia, por ejemplo, en su comparación del
Sol, las estrellas y el cielo con la santísima Trinidad. Por otra parte —y como era habitual en los astrónomos de aquél momento—, trabajaba
también como astrólogo, y sus horóscopos eran muy apreciados.
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alrededor del Sol (período) elevado al cuadrado es igual al radio medio de la órbita elevado al cubo multiplicado por una constante, que es
igual para todos los planetas.
- El método hipotético-deductivo
Como puede observarse, el núcleo del método es la vinculación entre experiencia y razón matemática. La experiencia es el
punto de partida, pero no la experiencia vulgar, sino la experiencia analizada por la razón, reducida a sus elementos fundamentales e
interpretada matemáticamente, lo que da lugar a una reconstrucción ideal de los datos empíricos. Igualmente, los experimentos son
construidos bajo la dirección de la razón, e incluso a veces —como hemos dicho— no son realizados materialmente, sino únicamente
mentalmente.
- La astronomía en Galileo
Dentro de la astronomía, el objetivo principal de Galileo será la defensa del sistema astronómico copernicano. Dentro de la física
aportará argumentos teóricos que ayudarán a justificar y comprender, por ejemplo, la posibilidad del movimiento terrestre sin caer en
paradojas como la de los cañones, mencionada por Tycho Brahe.
En el campo propiamente astronómico, en la obra de Galileo destacan los datos obtenidos por observación.
Sus observaciones confirmarán numerosos aspectos del sistema copernicano y romperán definitivamente con el
sistema cosmológico de Aristóteles y Ptolomeo. Por tanto, su principal aportación consiste en apoyar el sistema
copernicano y defenderlo con observaciones empíricas. Veamos algunos ejemplos de sus contribuciones a la
astronomía moderna:
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1º) Demostró que existen movimientos celestres que tienen un centro distinto del de la Tierra, al
descubrir cuatro lunas (satélites) de Júpiter (Io, Europa, Ganímedes y Calisto), con lo que no todos los astros giran
alrededor de la Tierra y no existen las esferas que los contengan.
Los anticopernicanos afirmaban que si todos los astros efectúan su revolución alrededor del Sol, no se comprende por qué la Luna
constituye una excepción girando alrededor de la Tierra. Con su descubrimiento Galileo muestra que no todos los cuerpos giran alrededor del
Sol, ni siquiera alrededor de la Tierra, pues hay cuerpos que giran alrededor de Júpiter.
2º) Refutó la teoría aristotélica de la incorruptibilidad de la materia (éter) de los cielos, ya que observó
la existencia de manchas en el Sol y la superficie irregular de la Luna. La división entre mundo sublunar,
imperfecto, mutable, corruptible, y el mundo supralunar, no tenía ya sentido.
Los descubrimientos realizados por Galileo fundamentaron con rigor matemático las teorías de Copérnico, pero fue desde la
mecánica de Galileo como se logró explicar la posibilidad del movimiento de la Tierra eliminado las objeciones clásicas de Ptolomeo y sus
seguidores; con esto ya estaba cimentado el sistema copernicano. El desarrollo de la Mecánica en Galileo estará, pues, en relación con su
defensa del copernicanismo, quedando así, Mecánica y Astronomía unidas. Gracias a las leyes de Galileo sobre la caída de los cuerpos y a las
leyes de Kepler sobre los movimientos planetarios pudo Newton llegar a su síntesis en los Principia Mathematica (1687).
La difusión de los escritos de Galileo motivó la intervención de la Inquisición que en 1616 condenó la tesis del movimiento de la
Tierra como un doctrina “falsa y contraria a la Escritura” (colisionaba con la orden de Josué de detener el Sol [Josué, X, 12-13]). Se prohibió
el De revolutionibus de Copérnico hasta que fuera corregido, es decir, hasta que el movimiento de la Tierra y la centralidad del Sol fueran
presentadas como meras hipótesis matemáticas sin valor físico, destinadas a “salvar las apariencias” y calcular la posición de los cuerpos
celestes. Galileo fue conminado por Berlamino al abandono de sus creencias y reducido al silencio sobre esta cuestión. En 1633 se
prohibieron los Diálogos sobre los dos grandes sistemas del mundo (el ptolemaico y el copernicano), publicados por Galileo un año antes, se
le obligó a abjurar y se dictó prisión perpetua para él, si bien terminó sus días recluido en la villa de Arcetri.
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podemos, entonces, estar seguros de que realmente poseemos esa cualidad tan sorprendente que llamamos libertad?
—se pregunta Kant.
La respuesta es que la afirmación de la libertad es un postulado de la razón, una suposición que no procede
de la ciencia pero es perfectamente compatible con lo que ella nos enseña (tal y como se vio en la Unidad 3). A
demostrar esta compatibilidad dedica Kant su influyente Crítica de la razón pura (1781, 1787). Hemos de suponer
que realmente somos capaces de decidir por nosotros mismos, siguiendo las directrices de nuestra propia razón, a
pesar de las presiones que ejercen sobre nosotros los instintos biológicos, las fuerzas sociales y los
condicionamientos de todo tipo. Ha de ser posible que cada persona pueda ejercer su propia soberanía racional sobre
sus propios actos, pues de lo contrario no serían necesarias las convicciones morales, dado que ni siquiera
podríamos intentar seguirlas. Pero si nos pensamos como seres que tenemos cierta capacidad de decisión, entonces
es lógico que necesitemos guiarnos por algunas normas y criterios para actuar, y por eso los adoptemos. La
existencia de orientaciones morales nos conduce al conocimiento de la libertad, mientras que la existencia de la
libertad es la razón de ser de las propias orientaciones morales.
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contraposición de «bueno» (gut) y «malvado» (böse), ya de carácter moral. Esta nueva contraposición se enfrenta a
la anterior y la desplaza. El origen histórico (ya no etimológico) de tal desplazamiento es, según Nietzsche, el
siguiente: los que eran considerados «malos» (en el sentido de «bajos, plebeyos») se rebelan, se llaman a sí mismos
«buenos» y denominan a los «nobles» como «malvados» (böse). Esta transmutación fue realizada por los judíos y
continuada por los cristianos. Es decir, los nobles pasan ahora a ser «malvados» y los «buenos» son ahora los que
antes eran denominados por los nobles como «malos» (plebeyos).
Así pues, la moral surge como resultado de la «rebelión de los esclavos», y es producto de una «actitud
reactiva», del resentimiento. El resentimiento creó los valores morales de Occidente y es el responsable de la
aparición de una civilización enemiga de la vida y de un hombre «incurablemente mediocre». En resumen, es el
causante del nihilismo que amenaza a Occidente. Sin embargo, Nietzsche se atreve a esperar que si la lucha entre los
conceptos «bueno- malo» y «bueno-malvado» se ha resuelto hasta ahora con la victoria del segundo par, llegará el
día en que se pueda vivir «más allá del bien y del mal [lo malvado, böse]», se recobre la primitiva inocencia, y
aparezca el superhombre anunciado por Zaratustra.
2. INDIVIDUO Y SOCIEDAD
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fuerzas productivas indica el grado de evolución alcanzado por el ser humano (no
produce lo mismo un arado tirado por bueyes que un tractor) y las condiciones en las
que se trabaja.
○ Relaciones de producción: Son las relaciones que se establecen entre los propietarios de
los medios de producción y los propietarios de la fuerza de trabajo, los obreros. Entre
los seres humanos se pueden establecer dos tipos de relaciones de producción:
■ Las relaciones de colaboración: se daban en las sociedades primitivas y allí
donde existe propiedad pública de los medios de producción. Son las relaciones
que, según Marx, se darían en una sociedad comunista y se caracterizan porque
en ellas los propietarios de los medios de producción y los propietarios de la
fuerza de trabajo son los mismos.
■ Las relaciones de explotación: son las que históricamente se han dado en la
sociedad esclavista, feudal y capitalista. En la sociedad capitalista, que es la
más estudiada por Marx, los propietarios de la fuerza de trabajo, los obreros, se
ven forzados a vender dicha fuerza a un propietario de los medios de
producción (la burguesía) para poder sobrevivir. El pago que reciben a cambio
es el salario, que para el capitalista es un coste de producción más y fuente de
beneficio personal (plusvalía).
● Superestructura: es sinónimo de expresión ideológica de una sociedad y comprende las
“formas ideológicas” (jurídicas, políticas, religiosas, artísticas y filosóficas), es decir, las representaciones
que los hombres se hacen del mundo en que viven, es decir, las ideas que cada sociedad, en un momento
dado, tiene sobre sí misma y sobre el mundo. Como parte de la superestructura, hay que considerar el nivel
jurídico-político de la sociedad, en el que se establecen los mecanismos de poder y las normas por las que se
rige una comunidad que se representan en el Estado y el Derecho. Por otro lado, hay que considerar también
las ideas políticas, morales, religiosas, estéticas, filosóficas etc., así como las costumbres y los hábitos de
ese momento que establecen unos modelos de comportamiento previsibles para todos. La función de la
ideología es dar cohesión a la estructura social y, según Marx, perpetuar el sistema de dominación de una
clase sobre otra. Esto es así porque la ideología dominante en una sociedad es la ideología de la clase
dominante que pretende extender su visión del mundo al resto de los grupos sociales para mantener así su
poder y dominio. En este sentido, la ideología-cumple un papel de sustentadora de la dominación.
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(oposición dialéctica) del anterior. Tal relación de oposición dialéctica se produce en distintos niveles. Es
característica de la lucha de clases existente entre propietarios y desposeídos en las relaciones de producción que
están basadas en la explotación, pero también está presente, por ejemplo, entre las fuerzas productivas y las
relaciones de producción: la evolución de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción no es igual. Las
primeras suelen tener un desarrollo más o menos constante; sin embargo, las segundas no cambian tan rápidamente,
por lo que progresivamente se produce un desajuste entre ellas que es lo que moviliza al cambio, a la evolución
social, al impedir las relaciones sociales vigentes en un momento dado, el desarrollo de las fuerzas productivas.
Llega un momento en que las relaciones de producción no son funcionales para el desarrollo de las fuerzas
productivas, «entran en contradicción» con ellas y es necesario desecharlas para establecer otras nuevas. Esto indica
una relación dialéctica entre los individuos y las leyes económicas que explica el cambio histórico. La historia
obedece a unas leyes, pero en su desarrollo interviene la voluntad de los seres humanos por cambiarlas. Los
hombres son producto de sus circunstancias, pero también cooperan en su transformación.
El materialismo histórico ofrece a Marx la base a partir de la cual lleva a cabo la comprensión de su
momento histórico, el modo de producción capitalista. Desde su punto de vista, tal base tiene un carácter científico,
y es este rasgo el que permite a su socialismo alejarse del socialismo utópico.
En oposición a la concepción del capitalismo sostenida por economistas como, por ejemplo, A. Smith,
según la cual el capitalismo se basa en la igualdad y libertad que imprime el mercado a las relaciones sociales, Marx
constata, al analizar las condiciones de la producción de este sistema, que bajo esa igualdad y libertad aparente se
esconde una desigualdad real entre el trabajador y el capitalista. La desigualdad y la explotación se producen porque
el trabajador se ve obligado (si quiere subsistir) a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Por esta venta recibe un
precio: el salario; el trabajador se convierte en trabajador asalariado, en proletario. Sin embargo, mientras el
capitalista va acumulando capital, va aumentando su poder económico y enriqueciéndose, el proletario se va
empobreciendo. Cuanto más produce, más pobre es. Esta contradicción se explica por el concepto de plusvalía.
La plusvalía explica la siguiente relación en las relaciones de producción capitalistas: el salario que el
proletario recibe por la venta de su fuerza de trabajo es el imprescindible para el mantenimiento de esa fuerza de
trabajo, es decir, el obrero recibe la cantidad de dinero suficiente para reproducir y conservar sus condiciones de
vida como obrero. Pero su fuerza de trabajo produce más de lo que recibe como salario, esto es, en el tiempo
empleado por el trabajador produce una parte que es la que recibe como salario y otra parte que no cobra y que
queda como ganancia del capitalista, como plusvalor. Esto es la plusvalía, la ganancia que el capital obtiene a costa
del trabajo del proletario. Es, pues, en la plusvalía donde residen la clave de la explotación capitalista y el origen de
que en este modo de producción el proletario esté alienado porque la capacidad creadora de su trabajo se establece
en oposición a él. (En la antropología de Marx —si es que cabe hablar de “antropología” en Marx—, el trabajo es
lo que constituye la diferencia específica del ser humano —véase la Unidad 2—: es el elemento que define al ser
humano; éste se diferencia de los demás animales en que no se limita a acomodarse a la naturaleza, sino que la
transforma y la recrea mediante la realización de productos materiales, artísticos, científicos..., si bien, no se limita a
realizar estos productos, sino que haciéndolos, se hace también a sí mismo, por lo que el trabajo es un medio de
realización personal y de progreso para la humanidad.)
Como en otros casos, Marx toma el término alienación de la filosofía anterior, pero le otorga un sentido
nuevo. En el modo de producción capitalista, el trabajador está alienado del producto de su trabajo. Efectivamente,
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el resultado final del trabajo, el objeto producido, es la objetivación del trabajo, el resultado de su esfuerzo y
actividad personal, pero al no pertenecerle, pues es propiedad del capital, le resulta extraño y ajeno, algo que no
puede controlar ni dominar. Está, por tanto, separado, alienado de él. Pero el obrero no sólo está alienado con
respecto al producto de su trabajo, sino también en relación con la propia actividad productiva. En ella, el obrero es
una mera mercancía que tiene un valor en el mercado, no se pertenece a sí mismo, sino a otro, al capitalista; está,
por tanto, fuera de sí, alienado. La alienación se agudiza cuando el trabajador asume como «natural» (es el efecto de
la ideología burguesa) que el capitalista se apropie de la plusvalía porque es el dueño legal de los medios de
producción. La eficacia del capitalismo reside en su capacidad para perpetuar las condiciones bajo las que aparece
como moralmente legitimado.
Para superar la situación de explotación que se produce en el capitalismo es preciso eliminar lo que la
origina, a saber, la plusvalía. Y ésta sólo puede ser suprimida con la abolición de la propiedad privada de los medios
de producción. Si el capitalista no es dueño de los medios ni del producto final, no hará falta extraer plusvalía. Ésta
es la propuesta de Marx para la sociedad que ha de superar al capitalismo: el comunismo, que se define justamente
por esa eliminación de la propiedad privada. Aunque el curso normal de la historia sea el paso de un modo de
producción a otro producido por las propias contradicciones generadas en él, la llegada del modo de producción
comunista no será un paso automático, sino que exige la organización consciente del proletariado, que ha de tomar
conciencia de su explotación y subvertir el orden establecido. El mecanismo de la transformación de un modo de
producción es el enfrentamiento entre las clases en lucha por la defensa de sus intereses propios, por dominar la
sociedad (el motor de la historia es la lucha de clases). En el caso del modo de producción capitalista, el desarrollo
de las fuerzas productivas proporcionan al proletariado las herramientas para llevar a cabo la revolución con el
objetivo de alcanzar el modo de producción comunista.
Las derivas del marxismo, así como las teorías de la revolución proletaria son innumerables. Como también
ocurre con Nietzsche y Freud (no en vano P. Ricoeur (1965) los denominó “filósofos de la sospecha”), su afán
desenmascarador condena (o eleva) sus textos a la interpretación infinita. P. Sloterdijk escribe al respecto (2009):
“En ocasiones se ha pronunciado con un solo golpe de voz los nombres de los tres grandes autores, Marx, Nietzsche y Freud, que a
su manera llevaron las luces crepusculares del siglo XIX al XX, y se ha querido fijar en ellos un denominador común al cual se denominó su
“misión disangélica”. Pasan por ser, sobre todo entre los representantes del humanismo cristiano, los portadores de aquellas tres embajadas
penetrantes y aviesas sobre las energías fundamentales de la realidad humana con las que tienen que ajustar cuentas los ciudadanos de la era
moderna: el dominio de las relaciones de producción sobre las ficciones idealistas; el dominio de las funciones vitales, alias voluntad de
poder, sobre los sistemas simbólicos; el dominio del inconsciente o de la naturaleza impulsiva sobre la autoconciencia humana”.
2.2. El malestar en la cultura
- Felicidad y sufrimiento
Con El malestar en la cultura (1930), Freud aborda la cuestión de si el individuo es feliz viviendo en
sociedad, preguntándose más exactamente cuál es el papel que ésta desempeña en la vida anímica del individuo.
Para indagar en tal asunto, es preciso antes considerar cuáles son las fuentes desde las que nos amenaza el
sufrimiento. Si examinamos el sufrimiento, la dureza de la vida, podemos observar, según Freud, que el dolor nos
acecha desde tres fuentes:
■ El dolor debido al propio cuerpo (la enfermedad, la decrepitud)
■ El mundo exterior (los accidentes o las inclemencias del tiempo)
■ Los otros seres humanos
La cultura nos ha proporcionado casi todos los recursos que sirven para combatir el sufrimiento
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(contamos, por ejemplo, con un enorme dominio de las fuerzas naturales), pero no nos ha hecho más felices. Puede
decirse que experimentamos una cierta ambivalencia al respecto: por un lado reconocemos los grandes logros en el
dominio de la naturaleza, pero, por otro, sentimos, con decepción, que no somos más felices que en otros momentos
de nuestra historia —esta es la perspectiva de Freud a comienzos de la década de los años 30 del pasado siglo;
habría que considerar si tal punto de vista sigue estando vigente hoy en día.
Examinemos brevemente cuáles son los recursos que nos ha proporcionado la cultura para combatir el
sufrimiento. La cultura nos ofrece tres grandes lenitivos para soportar la dureza de la vida, algunos de los cuales
tratan únicamente de eliminar el dolor, y no de alcanzar la satisfacción de los deseos:
■ Distracciones: todo aquello que nos aparta de los sufrimientos.
■ Satisfacciones sustitutivas, como el arte, por ejemplo, que nos permite escribir o representar
pictóricamente aquello que desearíamos y no podemos hacer.
■ Narcóticos.
Por medio de estos paliativos que nos proporciona la cultura aspiramos a ser felices. Puede entenderse la
felicidad en dos sentidos: uno positivo, como experiencia de placer; y otro negativo o restringido, como felicidad
consistente en evitar el dolor o displacer. El polo o aspecto positivo de la felicidad es demasiado pretencioso: la
satisfacción de los placeres es siempre momentánea, se alterna con la insatisfacción. El polo negativo no es tan
pretencioso. Se puede evitar el displacer o dolor, pero no es posible permanecer en un estado continuo de
satisfacción. La felicidad, en sentido pleno, es inalcanzable, pero no es posible, por otro lado, abandonar el intento
de buscarla.
Puesto que el sufrimiento, aunque es promovido desde fuera, es una sensación de nuestro propio cuerpo, es
posible intentar dominarlo maniobrando sobre el organismo. Ya que hay discordancia entre nuestros deseos y el
mundo exterior, es más fácil transformar o aniquilar nuestros impulsos que operar sobre el mundo exterior. Hay
varios caminos para ello: la intoxicación química (el “quitapenas”), como ya se ha dicho (no desaparece aquello que
provoca el sufrimiento, pero dejamos de sentir dolor), la anulación de los impulsos (mindfulness, yoga), es decir,
dejar de desear (como proponen diversas técnicas orientales de meditación), o la sublimación por medio del arte.
(Freud también incluye, curiosamente, el enamoramiento).
- La vida en sociedad
Freud se pregunta cuál, de las tres fuentes de sufrimiento antes referidas, es la peor. La más temible de las
tres fuentes de sufrimiento es la de los demás seres humanos, éstos son los mayores causantes del sufrimiento, las
decepciones y los fracasos. Para algunos incluso sería deseable vivir sin cultura. Precisamente el motivo por el que
el sufrimiento provocado por las relaciones con los otros seres humanos nos resulta más doloroso se debe a que
“tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan
ineludible como el sufrimiento de distinto origen.”
En nuestra historia reaparece constantemente la fantasía de huir de la cultura y de la civilización: así se halla
presente, por ejemplo, en el mito de la Edad de Oro (lo tenemos en J.J. Rousseau en el s.XVIII) ¿Por qué esta
obsesión por huir de nuestra civilización presente volviendo al origen mítico de nuestra sociedad, a L'état de nature?
Detengámonos primero a recordar qué entendemos por cultura. Por cultura se entiende el conjunto de las
construcciones e instituciones que nos hacen distintos de otras especies y nos sirven para controlar la naturaleza (la
conquista del fuego, la construcción de herramientas…), así como para regular las relaciones humanas. Este es el
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concepto de cultura manejado por Freud, prestando especial atención a las herramientas de las que nos servimos
para ordenar nuestra vida en sociedad. Las leyes, las normas de todo tipo (de higiene, de limpieza, de belleza...)
constituyen herramientas de ordenación de la vida, pero, sobre todo, a Freud le interesa tener en cuenta el
complicado mecanismo de relaciones sociales: relaciones que hacen que el individuo cuando nace no sea sólo un
espécimen, sino que esté configurado como miembro de una familia, estado, comunidad; vecino, objeto sexual,
ciudadano, compañero de trabajo, profesión o gremio, etc.
La cultura exige el uso del derecho en lugar de la fuerza. El proceso civilizatorio se impone a los impulsos
de múltiples maneras y los obliga a transformarse. Esta transformación se lleva a cabo a través de diversos medios:
los impulsos pueden ser considerados como energía que regular, o consumir, incluso a veces productivamente:
1. Camino: modificar determinados impulsos de manera que encajen en el proceso civilizatorio.
2. Camino: la sublimación: el impulso se desvía de su fin directo de satisfacción (sexual o agresiva). Ese
fin se sustituye por otro sublime.
3. Camino: la insatisfacción absoluta. Represión, taponamiento de los impulsos.
La cultura canaliza algunos impulsos, mientras que a otros les permite la sublimación, y, finalmente, a otros
que son difícilmente regulables los reprime.
En el caso de los impulsos eróticos (los que —según Freud— corresponden a Eros), la cultura los favorece,
pero también los restringe. Los favorece en tanto que estos impulsos eróticos conducen a la unión, a la pertenencia a
un grupo, a la familia o a la nación, pero también los limita, por ejemplo, con el tabú del incesto. El tabú del incesto
—se ha dicho que uno de los pocos universales culturales— presenta un gran valor cultural, pues favorece la alianza
con otras personas, ya que la renuncia a los objetos sexuales más cercanos conduce a la alianza con otros, de tal
modo que la energía sexual es canalizada hacia el exterior del grupo.
En cuanto a los impulsos agresivos (Thanatos), éstos son desviados fuera del grupo que se ha establecido en
base a los impulsos eróticos. Dirigidos al exterior, esos impulsos agresivos hacen insostenible el “amarás al prójimo
como a ti mismo”. Entre nuestras disposiciones, contamos con una buena dosis de agresividad. El prójimo no sólo
es posible colaborador y objeto sexual, sino también objeto de agresión, de explotación, de uso sexual sin su
consentimiento, de robo, de humillación. El grupo (ya sean la familia, el barrio, el equipo de fútbol o la patria, todos
se alimentan de los vínculos amorosos, de los impulsos eróticos desexualizados de sus miembros) refuerza sus lazos
de cohesión descargando impulsos de agresión hacia el exterior. Cuanto más fuerte son esos lazos grupales, cuanto
más intensa es la identificación con el grupo al que se pertenece, más agresión se descarga. De este modo, se
satisfacen las tendencias agresivas, pero de manera inofensiva y muy socialmente rentable.
Como puede observarse, los impulsos —los eróticos y los destructivos— están enmarañados, es decir,
íntimamente anudados unos a otros, y resulta difícil en ocasiones diferenciar a qué tipo de impulsos responde la
acción humana.
La cultura, podemos concluir, está, ante todo, al servicio de Eros, favorece los impulsos eróticos, pues trata
de reunir a los individuos en unidades cada vez mayores. Sin embargo, el refuerzo de los lazos de cohesión del
grupo exige la descarga de agresión, y ésta se produce de modo más seguro cuando se canaliza hacia el interior del
propio individuo, a través de la introyección, proceso que está en la base del desarrollo del superyo, responsable de
buena parte del sufrimiento experimentado por el individuo en su difícil vida anímica. El superyo en tanto
conciencia moral, exhibe frente al pobrecito yo la misma cruel agresividad que éste habría dirigido a objetos
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exteriores. Hay que insistir en que el famoso “sentimiento de culpabilidad” psicoanalítico no coincide con la noción
usual. Pues ¿de qué nos sentimos culpables? ¿De haber hecho algo o sólo de haber tenido el deseo de hacerlo? De
algo que está...mal, pero mal ¿para quién? (Aquí es procedente recordar la distinción nietzscheana entre böse y
schlecht). No para el yo, para quien sería placentero (no sería schlecht). Sólo se puede hablar de conciencia moral y
de sentimiento de culpabilidad cuando la autoridad externa es internalizada en forma de superyó (cuando schlecht se
convierte en böse), que se comporta tanto más severamente cuanto más virtuoso se es, como lo demuestran las vidas
de santos y ascetas. El psicoanálisis de Freud muestra la enorme intensidad que alcanza la conciencia moral en los
más virtuosos. Esto es, a mayor renuncia, mayor severidad del superyó y, por tanto, mayor sentimiento de
culpabilidad. Y así, los reproches de la conciencia moral son el efecto de la renuncia, y no al revés. (Por ejemplo, en
el caso de la educación familiar, podría pensarse que, a padres severos, superyó severo, pero no es así, sino todo lo
contrario: a padres blandos a los que no se puede agredir, superyó severo, es decir, internalización de la agresividad
infantil, puesto que la agresión a la que renunciamos es incorporada al superyó, aumentando su agresividad contra el
yo). Por tanto, la cultura descansa sobre la conciencia moral, sobre el sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a
alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo (sobre todo, hoy, en el siglo XXI). Toda la cultura se nos
muestra como un poderoso instrumento contra la agresividad. Ahora bien, la contrapartida consiste en la
introyección de la agresión, en la interiorización de la muerte, en la culpabilidad debida a la renuncia.
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