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MATERIALES DE FILOSOFÍA

1º BACHILLERATO

DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
RICARDO GARCÍA MURILLO
IES MEDITERRÁNEO
CURSO 2023-2024
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
RICARDO GARCÍA MURILLO
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UNIDAD 1. LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA EN TORNO A LA PROPIA


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FILOSOFÍA O ¿QUÉ ES FILOSOFÍA?
UNIDAD 2. EL SER HUMANO COMO SUJETO Y OBJETO DE LA
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EXPERIENCIA FILOSÓFICA
UNIDAD 3. LA CUESTIÓN DE LA NATURALEZA ÚLTIMA DE LA
20
REALIDAD
UNIDAD 4. TEORÍA DEL CONOCIMIENTO Y FILOSOFÍA DE LA
33
CIENCIA
UNIDAD 5. LA ACCIÓN HUMANA 48
FUENTES 58
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UNIDAD 1. LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA EN TORNO A LA PROPIA FILOSOFÍA O


¿QUÉ ES FILOSOFÍA?
1. POR QUÉ FILOSOFAR: DISCONTINUIDAD DE LA FILOSOFÍA

Texto: J.F. Lyotard, “¿Por qué desear?”: pp. 79-80

2. ¿QUÉ ES EL DESEO?

2.1. La estructura presencia / ausencia

Texto: J.F. Lyotard, “¿Por qué desear?”: pp. 81-82

2.2. Eros como tensión

Texto: Platón, Banquete: pp. 219-227

3. DESEAR EL DESEO DE SABIDURÍA

3.1. Sócrates y Diotima

Texto: J.F. Lyotard, “¿Por qué desear?”: pp. 82-84

3.2. Sócrates y Alcíbiades

Texto: J.F. Lyotard, “¿Por qué desear?”: pp. 89-90

3.3. Sócrates y Querefonte

Texto: Platón, Apología de Sócrates: pp. 19-22

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UNIDAD 2. EL SER HUMANO COMO SUJETO Y OBJETO DE LA EXPERIENCIA


FILOSÓFICA
1. EL PROBLEMA DE LA DEFINICIÓN DE SER HUMANO

1.1. El ser humano fragmentado


Hacerse la pregunta ¿qué es el hombre?, y pretender que esta pregunta es difícil de responder, puede resultar
extraño. Porque, ¿cómo se puede pretender que no sabemos lo que somos? O bien, ¿cómo ignorar los formidables
avances de las ciencias que estudian al hombre (psicología, sociología, biología, etc.)? Escribía Max Scheler (en
1928):

«Si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oír la palabra hombre, seguramente empezarán a rivalizar en su cabeza tres
circuitos de ideas totalmente inconciliables entre sí. Primero, el círculo de ideas de la tradición judeo-cristiana: Adán y Eva, la creación, el
paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica: el hombre es hombre porque posee la razón o logos, donde logos
significa tanto la palabra como la facultad de apresar lo que son las cosas. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la
ciencia moderna de la naturaleza y la psicología genética, y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo; según estas ideas, el
hombre sería un producto final y tardío de la evolución del planeta Tierra, un ser que sólo se distinguiría de sus precursores en el reino animal
por el grado de complicación con que se combinarían en él energía y facultades que en sí ya existen en la naturaleza infrahumana.» (M.
Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. Buenos Aires, Losada, 1978, pp. 23-24.)

Así pues, parece que cuantas más cosas sabemos acerca del hombre, más problemático se nos vuelve éste y
más lejos estamos de comprenderlo en su unidad más profunda. Y, sin embargo, se considera precisamente a Max
Scheler como fundador —en los inicios del siglo XX— de la antropología filosófica. Esta disciplina constituye una
rama de la filosofía que tendría como finalidad principal el construir una idea unitaria del hombre a partir de las
consecuciones parciales de diversas ciencias naturales y humanas. El método de trabajo de la antropología filosófica
consiste, entonces, en desarrollar una reflexión tomando como punto de partida los datos que son facilitados por las
ciencias sociales (historia, sociología, economía...), la antropología científica, y las ideas generadas por el propio
pensamiento filosófico a lo largo de su historia. La principal finalidad de tal reflexión sería alcanzar una explicación
global de nuestra identidad frente a los demás seres, para lo cual se ha recurrido —lo veremos a continuación— a la
definición de los rasgos esenciales del ser humano. A pesar de que la antropología filosófica surge como tal en el
siglo XX, sus intereses y preocupaciones están presentes en diversos momentos de la historia de la filosofía desde la
Antigüedad.
La antropología científica, por su parte, surgió en la segunda mitad del siglo XIX, alentada por el desarrollo
de la teoría de la evolución. Sus teorías y afirmaciones proceden de los datos recogidos mediante la observación,
ajustándose, por tanto, a la metodología científica. Se ocupa tanto de la dimensión biológica de la especie humana
como de la dimensión cultural. Por este motivo, actualmente se distinguen dos grandes ramas de la antropología
científica:

● Antropología física: estudia los aspectos biológicos propios del ser humano; es decir, el
ser humano en cuanto organismo animal. Tres son los análisis fundamentales que lleva
a cabo la antropología física:

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○ Estudia el ser humano como producto de la evolución biológica, es decir, de los
cambios experimentados por la especie desde su aparición en tiempos
prehistóricos.
○ Describe las diferencias físicas observables entre los seres humanos y el resto
de los homínidos, que son nuestros parientes más cercanos en el árbol
evolutivo.
○ Distingue entre las variedades físicas observables entre los distintos grupos
étnicos que componen la humanidad actual.
● Antropología cultural (etnografía y etnología): estudia el origen, desarrollo, estructura y
características de la cultura humana, tanto en las sociedades del pasado como en las
actuales. Entre las segundas se incluyen todas las sociedades presentes, sea cual sea su
grado de tecnificación. Se estudian las estructuras políticas, sociales y económicas; las
relaciones de parentesco; los mitos y rituales religiosos; y la producción artística y
técnica.

Con el paso del tiempo, la pretensión de la antropología filosófica, tal y como fue defendida por Scheler
—entre otros— (la pretensión de alcanzar una idea unitaria del hombre a partir de los datos aportados por diversas
ciencias) ha sido discutida e incluso rechazada de plano:

«La idea de una antropología psicoanalítica, la idea de una naturaleza humana restituida por la etnología no son más que votos
piadosos. Ambas ciencias —psicoanálisis, etnología— disuelven al hombre. En nuestros días lo que se afirma es el fin del hombre, el estallido
del rostro del hombre, su dispersión absoluta.
En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber
humano. El hombre es una invención reciente, v su fin está próximo.» (M. Foucault, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968.
Fragmentos de pp. 368-375.)

Michel Foucault —uno de los principales representantes del estructuralismo francés— nos lleva aquí (en
1966) al extremo opuesto de lo defendido por Scheler. Por supuesto que existe el hombre (o, mejor, los hombres); lo
que Foucault discute es que el hombre sea el objeto de las ciencias que dicen estudiarlo: estas ciencias estudiarían
únicamente las estructuras lingüísticas, psicoanalíticas, de parentesco, económicas... en que vive el hombre. Así,
fragmentan al hombre y lo reducen a algo que está más allá de él (la estructura). Adiós, pues, a el hombre. Si
queremos hacer ciencia, olvidémoslo. Si hemos de buscarlo, no lo encontraremos sino fraccionado y disuelto.
¿Carecemos entonces de una idea unitaria del hombre? ¿Es posible alcanzar tal conocimiento? ¿Sigue
teniendo sentido —a pesar de Michel Foucault— preguntar acerca de lo que sea y pueda ser el hombre? De
cualquier modo, en caso de llevarse a cabo una indagación tal, se trata de una tarea de la filosofía y no de las
ciencias, aunque no se pueda prescindir de estas últimas.
Nos ocuparemos a continuación de la definición de ser humano que ha gozado de mayor celebridad en la
historia del pensamiento, no sin antes detenernos a estudiar el procedimiento que tradicionalmente se ha empleado
para formular una definición cualquiera.

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1.2. Procedimiento de definición


Desde un punto de vista muy general la definición equivale a la delimitación (determinatio, definitio), esto
es a la indicación de los fines o límites (conceptuales) de un ente con respecto a los demás. Por eso se ha concebido
con frecuencia la definición como una negación; delimitamos un ente con respecto a otros porque negamos los otros
hasta quedarnos mentalmente con el ente definido. Se supone que al llevar a cabo de un modo consecuente esta
delimitación alcanzamos la naturaleza esencial de la cosa definida. Definimos, por tanto, en qué consiste el ser A de
A, delimitamos (por medio del intelecto) su esencia (lo que hace que algo sea lo que es) o quiddidad, de tal suerte
que, una vez obtenida la definición de A, podemos saber de cualquier objeto si es efectivamente A o no lo es. La
delimitación de la esencia tiene un carácter intelectual, pero esto no significa que la definición sea siempre una
operación mental independiente de la comprobación empírica.
En los primeros filósofos que emplearon procedimientos de definición y reflexionaron sobre éstos (Sócrates
y Platón), se destacó su aspecto intelectual y abstractivo. A estos pensadores se debe una tesis que ha tenido una
notable influencia: la definición universal de una realidad se lleva a cabo por medio de la división de todas las
realidades de acuerdo con todas las propiedades esenciales de cada clase de realidad considerada. Así, definir una
entidad consiste en considerar la clase a la cual pertenece y colocarla en un determinado nivel de la jerarquía (a la
vez ontológica y lógica) de realidades. Este nivel queda determinado —y esto ha sido aceptado por buena parte de la
tradición filosófica— por dos elementos de carácter lógico: el género próximo y la diferencia específica. De ahí la
fórmula tradicional definitio fit per genus proximum et diferentiam specificam.
Una de las representaciones gráficas que mejor permiten comprender su funcionamiento es el árbol de
Porfirio (en su obra Isagoge, del siglo III). El siguiente dibujo muestra cómo se desglosa la substancia en una
relación de subordinación (subordinación lógica, aunque para algunos filósofos también ontológica). El término
más general es definido como aquel por encima del cual no puede haber otro género más elevado; el más especial,
aquel debajo del cual no puede haber otra especie subordinada; los términos intermediarios, los que están situados
entre ambos y son a la vez géneros y especies. Tomando como ejemplo una sola categoría —la substancia—,
Porfirio procede a mostrar cuáles son los géneros y especies intermediarios y, al final, los individuos (o ejemplos de
individuos). Encuentra entonces una serie que da origen al esquema de la siguiente página, en lo esencial empleado
por Boecio. La substancia, dice Porfirio, es sólo género; el hombre es la especie especialísima o ínfima y es sólo
especie; el cuerpo es especie de la substancia y género del cuerpo animado; el cuerpo animado es especie del cuerpo
y género del animal; el animal es especie del cuerpo animado y género del animal racional; el animal racional es
especie del animal y género del hombre; el hombre es especie del animal racional, pero no género de los individuos,
pues es sólo especie.

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Por otro lado, es necesario que en toda definición se agoten las notas consideradas esenciales del ente
definido, pues si falta alguna de ellas el objeto no queda propiamente «situado» y puede fácilmente confundirse con
otro. Así, cuando definimos circunferencia diciendo figura plana cerrada equidistante en todos sus puntos de un
punto interior que es su centro, enumeramos todas las notas que delimitan dicha figura con respecto a todas las
demás figuras. De la mencionada necesidad han surgido las reglas que se han dado con frecuencia (sobre todo a
partir de los escolásticos) con vistas a la definición. Estas son las principales:

● la definición debe ser más clara que la cosa definida

● lo definido tiene que quedar excluido de la definición

● la definición no debe contener ni más ni menos que lo susceptible de ser definido

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1.3. Lo específicamente humano


Al hacer la pregunta por qué o quién es el hombre, solemos estar interrogando en realidad por lo
específicamente humano, por lo característico del hombre, por aquello que le distingue de los demás seres: esto es,
según el procedimiento de la definición, su diferencia específica. Pero, al intentar fijar qué es lo específicamente
humano hay que considerar respecto de qué o quién se pretende fijar la diferencia, pues no es lo mismo tratar de
determinar nuestra identidad corno humanos frente al resto de los animales —en cuyo caso se tiende a insistir en la
racionalidad o en la existencia de la cultura— que intentar delimitarla frente al resto de los posibles seres racionales
—en cuyo caso acostumbra a subrayarse la corporalidad humana o las dimensiones humanas, la afectividad, por
ejemplo, que de ella dependen—. Desde cierto punto de vista, lo que nos distingue de, por ejemplo, los chimpancés
es una peculiar autoconciencia que nosotros tenemos y ellos no, pero a la vez, desde ese mismo punto de vista, se
sostiene que lo que nos diferencia de los posibles nuevos robots autoconscientes es una afectividad que nosotros
tenemos y ellos no (Como sucede por ejemplo, en las películas de la saga Blade Runner, así como en otras tantas
obras representativas de la ciencia-ficción).
Además, esos puntos de referencia respecto de los que fijamos nuestra identidad como humanos han ido
variando a lo largo del espacio y del tiempo. No todas las culturas usan los mismos contrastes significativos, ni
dentro de nuestra cultura occidental hemos empleado siempre los mismos. Además, en muchas ocasiones, a la hora
de comprender nuestra identidad como humanos, de entender qué significa para nosotros ser seres humanos,
acudimos a puntos de referencia que no responden a seres realmente existentes sino a productos de nuestra
imaginación. Porque, para comprender qué es lo humano, para precisar bien los límites de nuestra identidad,
tenemos en muchas ocasiones que inventarnos qué es lo más parecido a un ser humano que sin embargo no lo es.
Los androides juegan hoy ese papel, como antaño lo desempeñó Frankenstein, pero también lo hicieron a lo largo de
la historia el hombre silvestre de los medievales o el buen salvaje de los ilustrados. La comprensión, por tanto, que
los humanos tenemos de nuestra propia identidad, de qué es lo específicamente humano que nos distingue de los
casi-humanos, ha ido variando con el tiempo. Y, en muchas ocasiones, la mejor manera de averiguar en qué hemos
cifrado nuestra propia humanidad es cartografiar lo inhumano, hacer el mapa de los monstruos que cada cultura ha
imaginado (como si de un bestiario medieval se tratase).
Tras estas advertencias preliminares, cabe plantearse si, como se ha discutido antes (1.1), sigue teniendo
sentido la pregunta por aquello que es lo específicamente humano, por lo nos caracteriza frente a los demás entes.
Ocupémonos, a continuación, de la más célebre definición de ser humano que se ha formulado en la Historia del
pensamiento.

1.4. Definición clásica


El procedimiento antes descrito (1.2), aplicado al caso que nos atañe, tuvo como resultado la célebre
definición de ser humano: animal racional. En efecto, animal es el género próximo, la clase más próxima en la cual
está incluida la clase hombre. Y racional es la diferencia específica por medio de la cual separamos
conceptualmente la clase de los hombres de la clase de todos los demás animales. Para los pensadores clásicos y
medievales (épocas en las que recibió un mayor impulso esta definición), puesto que resultaba evidente que el
hombre es un animal, un determinado tipo de organismo vivo, la diferencia específica venía dada por la

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racionalidad. Por eso sostenían que el hombre es un animal racional, donde “racional” funciona como un
calificativo restrictivo de “animal”.
Hoy en día sigue siendo un «lugar común»: la mayoría de la gente define al hombre como un animal
racional. Ello es una clara muestra de que, aún en la actualidad, seguimos siendo deudores del pensamiento griego,
que valorizó extremadamente la razón y consideró al hombre como un ser ante todo contemplativo y teórico (el
trabajo manual era para los esclavos, es decir, para los hombres no-libres, los «menos hombres»). Quizá subrayaban
mucho las dimensiones espirituales del hombre, pero lo hacían justamente porque su animalidad, su pertenencia al
orden de la naturaleza, se incluía en el ámbito de lo aproblemático. Los antiguos griegos quisieron comprender al
hombre situándolo entre los dioses y las fieras. Y afirmaron que tenía algo de ambos: animal, sí; pero racional.
Parece que la definición se remonta a Platón (siglos V-IV a.C.). En un texto que se le atribuye, dice: «Hombre.
Animal sin alas, con dos pies, con las uñas planas; el único entre los seres que es capaz de adquirir una ciencia
fundada en razonamientos» (Definiciones, 415 a). Pero aparece con mayor claridad en Aristóteles (siglo IV a.C.):

«Se admite que hay tres cosas por las que los hombres se hacen buenos y virtuosos, y esas tres cosas son la naturaleza, el hábito y la
razón [...]. Los otros animales viven primordialmente por acción de la naturaleza, si bien algunos, en un grado muy pequeño, son también
llevados por los hábitos; el hombre, en cambio, vive también por acción de la razón, ya que es el único entre los animales que posee razón; de
manera que en él estas tres cosas deben guardar armonía recíproca entre sí. Los hombres, en efecto, obran con frecuencia de manera contraria
a los hábitos que han adquirido y a su naturaleza a causa de su razón, si están convencidos de que algún otro camino de acción les es
preferible.» (Aristóteles, Política, VII, 12,1332 b.)

Esta definición hizo fortuna y pasó a los demás filósofos griegos, a los filósofos cristianos medievales...
hasta hoy. Es famosa la frase de Blaise Pascal (de 1790):

«El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para
aplastarla: un vapor, una gota de agua basta para matarla. Pero aunque el universo lo aplaste, el hombre sería todavía más noble que lo que lo
mata, puesto que sabe que muere y el poder que el universo tiene sobre él; el universo, en cambio, no lo sabe.
Toda nuestra dignidad consiste, por tanto, en el pensamiento. Es eso lo que nos debe importar, y no el espacio o el tiempo, que
nunca podremos llenar. Afanémonos, por tanto, en pensar bien: éste es el principio de la moral.» (B. Pascal, Pensamientos, Ed. Brunschvicg,
347.)

Como se sabe, fue Carl von Linneo el que, en la décima edición del Sistema de la naturaleza (1758),
designó a la especie humana como homo sapiens. En la nomenclatura linneana, cada especie se denomina mediante
el nombre del género al que pertenece, seguido de otro nombre específico. En la décima edición de Systema Naturae
von Linneo dio a su propia especie el nombre de Homo sapiens. En el género Homo incluyó las especies H. sapiens,
es decir, nosotros, los humanos (también denominados humanes), y H. sylvestris, es decir, los orangutanes. En
efecto, la palabra orang-hutan significa en malayo hombre silvestre, hombre de la selva. De hecho, en el pequeño
zoo que se había montado en el Jardín Botánico de Uppsala, Linneo tenía un orangután, regalo de un discípulo, y
había quedado impresionado por el gran parecido de este primate con nosotros. En vez de la habitual descripción
anatómica de cada especie clasificada, en el caso del H. sapiens, Linneo se limitó a escribir Nosce te ipsum,
traducción latina del famoso oráculo de Apolo. En el libro Pictorial Guide of the Living Primates (Noel Rowe,
1996), que contiene fotos de ejemplares de todos los géneros de primates, al llegar a Homo, lo que presenta es un
espejo, para que se mire el lector.

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1.5. La crisis del animal racional y el problema de la autognosis


¿Es, entonces, eso lo que somos: racionalidad, sabiduría? ¿Lo somos realmente? ¿Sólo eso? En diferentes
momentos de la Historia del pensamiento se han levantado voces de protesta. Obsérvese, como muestra, lo señalado
por este autor contemporáneo, puesto que encontramos en él un texto muy característico (de 1973):
«Lo que está muriendo en nuestros días no es la noción del hombre, sino un concepto insular del hombre, cercenado de la
naturaleza, incluso de la suya propia. Lo que debe morir es la autoidolatría del hombre que se admira de la ramplona imagen de su propia
racionalidad…
Ante todo, el hombre no puede verse reducido a su aspecto técnico de homo faber, ni a su aspecto racionalístico de homo sapiens.
Hay que ver en él también el mito, la fiesta, la danza, el canto, el éxtasis, el amor, la muerte, la desmesura, la guerra... No deben despreciarse
la afectividad, el desorden, la neurosis, la aleatoriedad. El auténtico hombre se halla en la dialéctica sapiens-demens...» (E. Morin, El
paradigma perdido: el pasado olvidado. Ensayo de bioantropología, Barcelona, Kairós, 1974, pp. 227 y 235.)

Recordemos que, además de esta crítica —y de otras tantas— lanzada contra la concepción del hombre
como ser racional, Michel Foucault ha puesto en cuestión la pretensión de idea unitaria del hombre que está en la
base de la Antropología filosófica desarrollada por Scheler (1.1). Pero es que, además, se ha llegado a considerar
como problemático el conocimiento de nuestra propia especificidad. De modo que no sólo la concepción clásica del
hombre como animal racional ha sido impugnada, sino también la propia pretensión humana de la autognosis: el
auto-conocimiento, que exige que el sujeto de conocimiento se desdoble en sujeto cognoscente a la vez que en
objeto conocido. Estas palabras de Friedrich Nietzsche (de 1873) son ineludibles al respecto:

En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si
estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo
que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus
fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar
hacia fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia,
la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde
procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad? (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, pp.
19-20).

1.6. Heridas sufridas por el narcisismo del ser humano


En esta misma obra de juventud antes referida (1.5), Nietzsche lanza también un duro ataque contra el
orgullo que se ha alimentado de nuestra condición de seres racionales, como puede leerse en las primeras líneas de
dicha publicación:

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que
animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal»: pero, a fin de cuentas, sólo
un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar
una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el
estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe
todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana.
No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en el girasen los goznes del mundo. Pero, si
pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el
centro volante de este mundo (F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira, Madrid, Tecnos, p. 17).

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Por otra parte, es clásica la enumeración efectuada por Sigmund Freud (en 1917) de las “heridas” sufridas
históricamente por el narcisismo humano, que constituyen además la quiebra del antropocentrismo en sus diferentes
modalidades:

El narcisismo general, el amor propio de la Humanidad, ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación
científica:
a) El hombre creía al principio, en la época inicial de su investigación, que la Tierra, su sede, se encontraba en reposos en el centro
del Universo, en tanto que el Sol, la Luna y los planetas giraban circularmente en derredor de ella. Seguía así ingenuamente la impresión de
sus percepciones sensoriales, pues no advertía ni advierte movimiento alguno de la Tierra, dondequiera que su vista puede extenderse
libremente, se encuentra siempre en el centro de un círculo, que encierra el mundo exterior. La situación central de la Tierra le era garantía de
su función predominante en el Universo, y le parecía muy de acuerdo con su tendencia a sentirse dueño y señor del Mundo.
La destrucción de esta ilusión narcisista se enlaza, para nosotros, al nombre y a los trabajos de Nicolás Copérnico en el siglo XVI.
Mucho antes que él, ya los pitagóricos habían puesto en duda la situación preferente de la Tierra, y Aristarco de Samos había afirmado, en el
siglo III a. de J.C., que la Tierra era mucho más pequeña que el Sol, y se movía en derredor del mismo. Así, pues, también el gran
descubrimiento de Copérnico había sido hecho antes de él. Pero cuando fue ya generalmente reconocido, el amor propio humano sufrió su
primera ofensa: la ofensa cosmológica.
b) En el curso de su evolución cultural, el hombre se consideró como soberano de todos los seres que poblaban la Tierra. Y no
contento con tal soberanía, comenzó a abrir un abismo entre él y ellos. Les negó la razón, y se atribuyó un alma inmortal y un origen divino,
que le permitió romper todo lazo de comunidad con el mundo animal. Es singular que esta exaltación permanezca aún ajena al niño pequeño,
como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de una presuntuosa evolución posterior. En el estadio del totemismo, el primitivo no
encontraba depresivo hacer descender su estirpe de una estirpe animal. El mito, que integra los residuos de aquella antigua manera de pensar,
hace adoptar a los dioses figura de animales, y al arte primitivo crea dioses con cabeza de animal; acepta sin asombro que los animales de las
fábulas piensen y hablen [...]
Todos sabemos que las investigaciones de Darwin y las de sus precursores y colaboradores pusieron fin, hace poco más de medio
siglo, a esta exaltación del hombre. El hombre no es nada distinto del animal ni algo mejor que él ; procede de la escala zoológica y está
próximamente emparentado con unas especies, y más lejanamente, a otras. Sus adquisiciones posteriores no han logrado borrar los
testimonios de su equiparación, dados tanto en su constitución física como en sus disposiciones anímicas. Esta es la segunda ofensa —la
ofensa biológica— inferida al narcisismo humano (S. Freud, Una dificultad del psicoanálisis, en Obras completas, Madrid, Editorial
Biblioteca Nueva, 1968, vol. II, p. 1110-1112).

A éstas hay que añadir la tercera ofensa, la más “sensible” según Freud, y que ha sido provocada por el
desarrollo del psicoanálisis (del que el propio Freud es iniciador) y el descubrimiento de un nuevo y vasto
“territorio” en la psique humana: el inconsciente. Puesto que la vida instintiva de la sexualidad no puede ser
totalmente domada en nosotros y que los procesos anímicos son en sí inconscientes, y sólo mediante una percepción
incompleta y poco fidedigna llegan a ser accesibles al yo y sometidos por él, el yo no es dueño y señor en su propia
casa. Con ello, el ser humano queda desplazado de la última forma de soberanía que le quedaba: su alma.

1.7. Negación de la naturaleza humana y dificultad de las antropotécnicas


Además de los ataques dirigidos contra la pretensión de alcanzar una imagen unitaria del ser humano (1.1),
del rechazo de la concepción del ser humano como animal racional (1.5), de la problematización de la posibilidad
misma de la autognosis (1.5), o de la quiebra del antropocentrismo (1.6), hemos de considerar, dentro de una
perspectiva crítica, la negación de la naturaleza humana o, al menos, de una concepción esencialista de ésta. Es
conocida, al respecto, la tesis defendida por Jean Paul Sartre (en 1945):

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Esta idea la encontramos un poco en todas partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire y aun en Kant. El hombre es poseedor de
una naturaleza humana; esta naturaleza humana, que es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada
hombre es un ejemplo particular de un concepto universal, el hombre; en Kant resulta de esta universalidad que tanto el hombre de los
bosques, el hombre de la naturaleza, como el burgués, están sujetos a la misma definition y poseen las mismas cualidades básicas. Así, pues,
aquí también la esencia del hombre precede a esa existencia histórica que encontramos en la naturaleza.
El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la
existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre o, como dice
Heidegger, la realidad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se
encuentra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza
por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla.
El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como él se concibe después de la existencia, como el
se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del
existencialismo. (J.P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Madrid, Edhasa, pp. 29-31.)

En un polémico texto de fin de milenio, Peter Sloterdijk (1999) se refiere a las antropotécnicas que están
implicadas en la producción del hombre, del hombre del futuro, y la dificultad que ello entraña:

Una de las señas de identidad de la naturaleza humana es que sitúa a los hombres ante problemas que son demasiado difíciles para
ellos, sin que les quede la opción de dejarlos sin abordar en razón de esa dificultad. Esta provocación del ser humano por parte de lo
inaccesible, que es al mismo tiempo lo no-dominable, ha dejado desde los inicios de la filosofía europea una huella inolvidable; o, mejor:
quizás la propia filosofía sea, en el más amplio sentido, esa huella. (P. Sloterdijk, Normas para el parque humano, Madrid, Siruela, 2006, p.
73).

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2. LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA SOBRE EL CUERPO Y EL ALMA

2.1. Sobre el término “alma”


Las palabras acuñadas por las lenguas indoeuropeas para designar el alma implican desde el principio la
metáfora del aliento o la respiración. El ánima del animal se concebía como aquello que diferenciaba a un animal
vivo de un cadáver. Esa di­ferencia parecía estribar en la respiración: el animal vivo respira, mientras que el muerto
no lo hace. En griego, el alma se llama psiqué, que originalmente significa soplo o aliento, y que pro­cede del verbo
psycho (soplar, exhalar, respirar). En latín el alma se llama ánima, que inicialmente significaba aire, soplo, viento,
aliento o respiración, y que procede del verbo animare (soplar, dar aire). En sánscrito, el alma se llama átman,
palabra emparentada etimológicamente con el verbo alemán atmen, que significa respirar. Aunque en castellano
temprano existía la expresión «parar mientes» (darse cuenta) y de «mentar» (mencionar), y luego se ha hablado de
«oración mental» y de «cálculo mental» (que tiene lugar en la cabeza, sin sonidos ni papeles), el uso actual de la
palabra ‘mente' es reciente y debido al influjo del inglés mind. Así, ‘mente’ ha venido a sustituir a ‘intelecto’ o
‘alma intelectiva’ (expresiones pasadas de moda y caídas en desuso), y a veces incluso a conciencia o pensamiento.
2.2. El dualismo platónico
Platón afirma un dualismo antropológico desde el momento en que representa el ser humano como un
compuesto de dos partes diferenciadas y unidas de manera accidental: el cuerpo y el alma. La parte corporal es la
que nos pone en contacto con el mundo visible, con lo sensible, nos ata a nuestras necesidades animales y encadena
el alma por estas necesidades; sin embargo, en el ser humano hay otro elemento, el alma (la psiqué) que tiene una
naturaleza espiritual y actúa como el aliento que da vida al cuerpo, el principio de vida, en este caso, de vida
humana.
Platón intuye que somos algo más que una pura corporeidad que funciona mecánicamente, y que la vida
humana no se reduce a esa corporeidad. Por ello dice que el psiquismo humano (el alma) es de una naturaleza
distinta al cuerpo y, para ello, la sitúa originariamente en un mundo también diferente al de las cosas visibles y
materiales: en el mundo de las ideas, siendo además inmortal. Esta preexistencia es la que le permite conocer las
ideas en esa existencia anterior, sólo que al entrar en el cuerpo y «contaminarse» de la materia, las olvida. De ahí la
necesidad del esfuerzo dialéctico para recordar las ideas olvidadas.
El alma es lo que define lo que somos y cómo somos, pero penetrar en su naturaleza sigue siendo un
misterio para los seres humanos. Platón es consciente de estas dificultades y, por ello, cuando habla de la naturaleza
del alma, echa mano de un mito. Según el mito del «carro alado», el alma es como un carro tirado por dos caballos
con alas, que se dirigen a direcciones contrarias, y conducido por un auriga. El psiquismo humano, en esta
representación, no es un todo uniforme y tranquilo, sino que es una lucha continua entre fuerzas contrapuestas que
han de ser dirigidas para no desintegrarse al descontrolarnos. El mito nos habla de las tendencias contradictorias que
existen en todo ser humano: una de esas fuerzas (el caballo negro) nos impele a dejarnos llevar por nuestros
impulsos, nuestros deseos más incontrolados, en cambio, el caballo blanco simboliza la voluntad, el ánimo o el
esfuerzo con el que nos movemos en el mundo. Por último, el auriga hace referencia a nuestra capacidad de
entender y ordenar racionalmente el mundo y nuestra propia vida. Así pues, Platón distingue entre tres especies o

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dimensiones en el alma humana: a) Racional, que es el elemento superior y más excelso, dotado de realidad
autónoma y de vida propia; es el componente inteligente, con el que el hombre conoce, y que se caracteriza por su
capacidad de razonamiento. b) Irascible, la sede de la decisión y del coraje, fenómenos donde predomina nuestra
voluntad; se fundamenta en una fuerza interior que ponemos en acción (o dejamos de hacerlo) cuando se produce un
conflicto entre la razón y los deseos instintivos. c) Apetito, también llamada «parte concupiscible». Con ella nos
referimos a los instintos y deseos materiales. Ahora bien, si el alma es el elemento vital para entender nuestro ser,
también lo es para entenderlo que consideramos una «vida buena». La teoría del alma es el fundamento, pues, de su
ética.
2.3. Teorías opuestas al dualismo platónico en la Antigüedad
En la filosofía antigua se desarrollan visiones del alma y del cuerpo que pueden confrontarse con la
desarrollada por Platón. Prestemos atención a dos casos bien diferentes:
a) Aristóteles
A diferencia de su maestro Platón, Aristóteles (s. IV a.C.) no considera la unión de cuerpo y alma como
accidental o antinatural, sino que se trata de una unión natural y esencial, ya que el alma (forma) y el cuerpo
(materia) constituyen juntos una única subs­tancia: el viviente. Este planteamiento se deriva principalmente de su
conocida teoría hilemórfica. Según el hilemorfismo, toda substancia individual (aquello que es en sí mismo) es un
compuesto de materia y forma. En el caso de los seres vivos, el alma es la forma del cuerpo, y éste la materia. A ello
hay que añadir que, en el pensamiento de Aristóteles, la forma es entendida también como acto, esto es, como la
actualización de un organismo: un organismo posee potencialmente vida, es viviente en potencia, y es el alma lo que
actualiza esta potencialidad haciendo que el organis­mo viva, que sea viviente de hecho. Por tanto, Aristóteles
concibe el alma fundamentalmente como principio vital, como principio de la vida. El alma, dice literalmente
Aristóte­les, es «el acto primero de un cuerpo natural organizado» (Acerca del al­ma, II, 1, 412b 5). Téngase en
cuenta que esta definición es aplicable a todos los seres vivos: en tanto que están vivos, todos poseen alma,
incluidos los vegetales y los animales de todas las especies, si bien el alma de una planta o de un animal desarrolla
funciones muy distintas, puesto que los animales tienen una sensibilidad y una capacidad para interaccionar con el
entorno de la que carecen los vegetales.
La aplicación de la teoría hilemórfica a la comprensión de la composición del ser humano tiene una
consecuencia crucial que constituye uno de los principales puntos de oposición con su maestro Platón. La unión
entre materia y forma en una substancia cualquiera es indisociable, por lo que el alma no tiene existencia separada
del cuerpo. Por tanto, con su interpretación hilemórfica de la unión del alma y el cuerpo, Aristóteles niega la
inmortalidad del alma individual, y este posicionamiento explica en parte las dificultades y resistencias que su
pensamiento encontró en épocas posteriores de la Historia de la filosofía, especialmente en la Edad Media, época en
la que Platón se mostró como un autor más fácilmente asimilable.
b) El materialismo atomista
Epicuro (siglos IV-III a.C.), siguiendo a Demócrito (siglos V-IV a.C.), considera que los compo­nentes de
todas las cosas, incluido el ser humano, son unas unidades mínimas llamadas átomos. Estos son indivisibles,
increados, inalterables, sólidos y eternos. Su movimiento se produce en el vacío. Todos los cuerpos están formados

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por átomos que son infinitos en número y se diferencian por el tamaño, la figura y el peso. Los hay de muchos
ta­maños y de diversas figuras, si bien todos son imperceptibles e indivisibles. Epicuro afirmó que el devenir natural
se produce por necesidad y por azar. Hay unos factores necesarios, uni­formes y previsibles en la naturaleza, como,
por ejemplo, la caída vertical de los átomos; pero está también el clinamen, que convierte los acontecimientos en
imprevisibles. Con este noción de clinamen, Epicuro se refiere a la espontaneidad de los átomos, que provoca que
estos se desvíen por azar de la caída vertical, y así puedan chocar unos con otros y construir los agregados que son
las co­sas. Las cosas se forman, se transforman y se mueven debido al peso de los átomos, a la desviación de estos y
al choque entre ellos.
El ser humano, como todo lo demás, es corpóreo, está hecho de átomos. También el alma humana está
hecha de átomos, aunque más sutiles y capaces de poner en movimiento a todo el individuo. La muerte consiste en
la disgregación de los átomos. El alma es principio de acción, porque puede anticipar representaciones agradables o
desagradables de lo que sucederá, y puede aceptar o rechazar deseos. Pero esto solo tiene sentido y valor moral si
realmente es po­sible elegir, si el ser humano es libre. Epicuro defiende la libertad humana y rechaza el
determinismo. La moralidad tiene sentido si somos libres: ni la causalidad física del mundo natural, ni los
condicionantes sociales suprimen la capacidad del ser humano de poder decidir por sí mismo. Epicuro piensa que el
clinamen introduce un elemento de azar en el devenir natural y permite dejar un margen a la decisión humana.
Estos planteamientos conducen a una propuesta ética de carácter hedonista: el ser humano quiere ser feliz y,
como los animales, busca situaciones placenteras y evita situaciones dolorosas, puesto que hay una tendencia natural
a buscar el placer (hedoné) y a evitar el dolor. El camino hacia la felicidad transcurre por medio de la aponía (el
estado del cuerpo humano en el que éste está libre de todo dolor y molestia) y la ataraxia (el estado anímico en que
nada altera, perturba ni angustia al individuo). Si bien no es fácil alcanzar de forma plena estos estados, hay que
sopesar racionalmente nuestras acciones buscando el placer, entendido de forma negativa, es decir, como ausencia
de dolor y de an­gustia. Algunos de sus consejos al respecto nos instan a liberarnos de los temores: no tiene sentido,
por ejemplo, temer a la muerte (“Cuando nosotros existimos, la muerte no existe, y cuando la muerte existe,
nosotros no existimos” —escribe Epicuro en su Carta a Meneceo), como tampoco hay que temer las intervenciones
de los dioses en nuestra vida. Al igual que el estoicismo, el epicureísmo —también conocida como filosofía “del
jardín”— pervive en la cultura latina —pero no en la Edad Media— , y se manifiesta en máximas de amplia
resonancia como es esta: Bene qui latuit bene vixit.

2.4. El dualismo substancial de Descartes


A diferencia de todos los demás seres, el ser humano es aquel en el que se encuentran a la vez dos
substancias radicalmente distintas entre sí, la res cogitans y la res extensa, alma y cuerpo. El alma es pensamiento
pero no vida, y su separación del cuerpo no provoca la muerte, que está determinada por causas fisiológicas. El alma
es una realidad inextensa, mientras que el cuerpo es extenso. Descartes se refiere al cuerpo y al alma empleando una
vieja noción, la de substancia: aquello que no necesita de otra cosa para ser (aunque en sentido estricto, sólo Dios es
substancia —substancia infinita—, de forma secundaria pueden también considerarse estos otros dos tipos de
substancia: la extensa y la pensante).

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Alma y cuerpo son substancias y, sin embargo, interactúan. La experiencia nos da testimonio de una
constante interferencia entre ambas substancias: por una parte, nuestros actos voluntarios mueven el cuerpo, y, por
otra, es un hecho que las sensaciones, procedentes del mundo exterior, se reflejan en el alma, modificándola.
Descartes afirma, que «no basta con que ella [el alma] esté colocada en el cuerpo como un timonel en su nave, sólo
para mover sus miembros, sino que es necesario que se combine y se una más estrechamente con él, para
experimentar, además, sentimientos y apetitos semejantes a los nuestros, y constituir así un verdadero hombre». Esta
concepción del ser humano en la que se considera que cuerpo y alma son dos substancias que se relacionan entre sí
ha sido denominada “dualismo interaccionista”.
La principal fuente de dificultades que se le presenta a Descartes con esta concepción dualista del ser
humano es precisamente la explicación de cómo se produce la interacción entre el cuerpo, que es material, y el alma,
que es inextensa, es decir, inmaterial. ¿Cómo puede el alma mover, por ejemplo, una pierna? Tanto en el Tratado de
hombre (1664) como en Las pasiones del alma (1649), Descartes hace frente a estas dificultades intentando explicar
los procesos físicos y orgánicos, en una especie de audaz anticipación de la fisiología moderna. Influido por los
estudios de William Harvey (1578-1657) sobre la circulación de la sangre, Descartes trata de desarrollar una
fisiología hidráulica, presentando el cuerpo como una máquina y su funcionamiento como puramente mecánico.
Todos los movimientos del cuerpo están determinados por unos líquidos que él denomina “espíritus animales”, y
que producen los diversos fenómenos fisiológicos, desde la digestión hasta los movimientos reflejos. El alma mueve
la glándula pineal, que es una especie de músculo, que a su vez pone en movimiento los espíritus animales, que a su
vez, mediante una serie de empujes sucesivos, acababan, por ejemplo, moviendo una pierna. La interacción se
produce también en la otra dirección: los sentidos comunican al alma la información perceptiva —sensaciones, por
ejemplo— a través de los espíritus animales y la glándula pineal, glándula a la que Descartes adjudicó funciones tan
determinantes dejándose inspirar por algunas de las características fisiológicas que observó en ella (su
emplazamiento —en una zona central del cerebro (en medio del encéfalo)—, su unidad —a diferencia de los
sentidos, como el de la vista o el oído, que son dobles—, pero, sobre todo, su singularidad en la naturaleza
—Descartes creyó erróneamente que la glándula pineal o epífisis era exclusiva del ser humano).
La concepción cartesiana del ser humano está estrechamente vinculada con el resto de su filosofía. Es, desde
luego, inseparable de su teoría del conocimiento racionalista, que considera el célebre cogito ergo sum como modelo
de la evidencia en la que se fundamenta su método de conocimiento. Pero, por otra parte, el dualismo cartesiano
presenta también importantes implicaciones en el ámbito de la ética. Según Descartes, los animales no tiene alma
(es decir, mente). Son, por tanto, “máquinas” que funcionan según las leyes de la naturaleza (la naturaleza tal y
como era concebida por el mecanicismo de la época). El alma, sin embargo, dado que es inextensa, no está sujeta
por tales leyes, y ello garantiza la libertad —y por tanto, la moralidad— del ser humano.

2.5. La noción contemporánea de mente


Como hemos visto, Descartes, concibe la mente como res cogitans, es decir, la considera en términos
substanciales. No es un caso aislado: a lo largo de la historia de la filosofía algunos otros autores han considerado la
mente como una substancia (aunque el de Descartes es el caso más relevante, por su amplia influencia histórica que
llega hasta nuestros días).

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Actualmente hay un amplio consenso al considerar la mente desde un punto de vista incompatible con la
noción de substancia. Si la mente fuese una substancia, sería algo individual, y esto es inaceptable para los autores
actuales. Hoy en día se considera la mente, no como algo individual, sino como una colección de variados conjuntos
de procesos. Estos son algunos ejemplos de procesos considerados como mentales: sentir un picor, percibir una
mosca, creer que las moscas vuelan, inferir que esta mosca se alejará volando si me muevo, sentirme fastidiado por
el picor inoportuno de la mosca, recordar que en otras ocasiones me picó una mosca, imaginar que la mosca vuelve
a picarme, o querer que la mosca se aleje de una vez, todos estos casos son ejemplos de procesos mentales, y
justamente de tipos distintos.
En realidad hay ocho tipos básicos de procesos mentales: sensaciones, percepciones, creencias, inferencias,
sentimientos, recuerdos, imágenes mentales y deseos o voliciones. Todos ellos son procesos que nos permiten
obtener conocimiento, por lo que también pueden denominarse procesos cognitivos. Por tanto, podemos caracterizar
la mente como la colección de los conjuntos de sensaciones, percepciones, creencias, inferencias, sentimientos,
recuerdos, imágenes mentales y voliciones o deseos.
Uno de los principales problemas de las actuales investigaciones sobre la mente es el de explicar cómo se
relacionan los procesos mentales con los procesos corporales. Nuestra experiencia cotidiana nos muestra que la
mente actúa sobre el cuerpo (deseo mover un brazo y lo muevo) y que el cuerpo actúa sobre la mente (tras mirar un
objeto obtengo una percepción suya). Hemos visto que Descartes intentó resolver este problema a través de su
dualismo interaccionista. Actualmente, existen varias teorías contrapuestas acerca de la relación entre mente y
cuerpo (o, más concretamente, mente y cerebro).

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3. LA DIMENSIÓN CULTURAL DEL SER HUMANO

3.1. Sobre el término “cultura”


El verbo latino colere significa cultivar. Así, agrum colere significa cultivar el campo, y vitem colere,
cultivar la vid. La forma de supino de colere es cultum, y de ella proviene la palabra cultura que en latín
originariamente significa agricultura. Así, agri culturae son las diversas formas de cultivar el campo, y cultura
vitium es el cultivo de las viñas. De ahí proceden palabras castellanas como ‘viticultura’, ‘silvicultura’,
‘fruticultura’, ‘floricultura’ y ‘piscicultura’. El adjetivo latino cultus indica la propiedad de un campo de estar
cultivado. Todavía ahora llamamos incultos a los campos sin cultivar. Originariamente, pues, ‘cultura’ quería decir
agricultura, y ‘culto’, cultivado. Quien cultiva un campo, lo cuida constantemente. De ahí que el sustantivo cultus
adquiriese también el sentido de cuidado, y se aplicase a las acciones con que los sacerdotes cuidaban a los dioses,
es decir, al culto que les rendían. Con esa acepción pasó al castellano como culto religioso. Posteriormente se abrió
paso la metáfora que compara el espíritu de un hombre rudo con un campo sin cultivar, y su educación con el cultivo
de ese campo, y se empezó a hablar de cultura animi, cultivo del alma.
En época relativamente reciente se introdujo el uso vulgar de ‘cultura’, que la reduce a los pasatiempos con
que las personas bien educadas ocupan sus ocios: actividades como la lectura de novelas, la visita de exposiciones
de pintura y la asistencia a conciertos y representaciones teatrales. Esta concepción superficial de la cultura (que
todavía colea en las secciones de cultura de los periódicos y en los ministerios, consejerías y concejalías de cultura)
fue posteriormente eclipsada —al menos en el ámbito científico— por el uso que de la palabra cultura han hecho
desde el principio los antropólogos culturales. Cuando los antropólogos describen las culturas de los pueblos que
estudian, se refieren tanto a sus técnicas agrícolas, artesanales y de transporte, a la construcción de sus casas y a la
fabricación de sus armas, como a sus formas de organización social, sus tradiciones indumentarias, sus creencias
religiosas, sus códigos morales, sus formas de parentesco convencional, y sus costumbres, fiestas y pasatiempos. La
noción romana de cultura como agricultura y la noción vulgar de cultura como pasatiempo prestigioso quedan así
incorporadas como componentes parciales de la actual noción científica de cultura, que abarca todas las actividades,
procedimientos, valores e ideas transmitidos por aprendizaje social y no por herencia genética.
La cultura abarca, por tanto, todo tipo de actitudes, habilidades y conocimientos aprendidos. Actividades
culturales son, por ejemplo, el cultivo de los tomates, el fundamentalismo islámico, el coleccionismo de sellos,
afeitarse, comer con palillos, agarrar el tenedor como es debido, evitar el número 13, pagar los impuestos, navegar
en Internet, andar en bicicleta, bailar el charlestón, abrocharse los cordones de los zapatos, conducir un automóvil,
aliñar la ensalada, resolver ecuaciones de segundo grado, tocar el piano o jugar a la petanca. Toda la ciencia es
cultura, desde luego, pero no toda la cultura es ciencia. Y lo mismo puede decirse, por ejemplo, del arte, la técnica,
la industria, las finanzas y la medicina.
Aunque la noción vulgar de cultura (entendida como ocio de prestigio) es mejorativa, la noción científica
(información transmitida por aprendizaje social) es neutral. Lo cultural no tiene por qué ser bueno o deseable en
sentido alguno. A veces lo es, pero otras veces, no. Por cultura nos ponemos cilicios, fumamos, nos alcoholizamos,
nos inyectamos heroína, contaminamos el aire que respiramos, nos llenamos la cabeza de prejuicios, supersticiones
y pseudoproblemas, estafamos, torturamos, hacemos la guerra, morimos por la patria y matamos por la nación o la

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religión. Tan poderosa es la cultura que, sobreponiéndose al natural instinto de conservación, puede convertir a un
hombre adoctrinado en un mártir suicida que se inmola para provocar una matanza.

3.2. Cultura / Natura


Las definiciones antropológicas y biológicas de la cultura subrayan, como puede observarse (3.1), su
carácter social y adquirido, y este carácter se halla contrapuesto a lo congénito, es decir, a lo innato (aquello con lo
que se nace). Por ejemplo: por naturaleza tenemos pelo y nuestro pelo es de tal color, y por cultura nos lo cortamos,
peinamos o teñimos; por naturaleza somos capaces de hablar (en general), y por cultura somos capaces de hablar
precisamente en francés.
Precisamente de la forma natus del verbo nasci (nacer) proviene la palabra latina natura. La natura o
naturaleza es aquello que se tiene ya al nacer o que está determinado ya al nacer, lo congénito, es decir, lo
genéticamente preprogramado y lo adquirido durante el desarrollo embrionario y fetal. Como es evidente, las
convenciones sociales no están dadas genéticamente ni están presentes en los embriones, por lo que no forman parte
de la naturaleza. Por eso los griegos contraponían el nómos (la convención) a la physis (la naturaleza), lo que las
cosas son de por sí, con independencia de nuestras convenciones.
Los animales disponemos, entonces, de dos sistemas para procesar la información: el genoma y el cerebro.
El genoma procesa la información lentamente, pero es muy fiable como mecanismo de transmisión y
almacenamiento. El cerebro procesa la información de un modo mucho más rápido, aunque es más proclive a fallos
en la transmisión. Ambos se diferencian sobre todo por su tempo tan distinto. Allí donde los cambios del entorno
son lentos y a muy largo plazo, el genoma es el procesador más eficiente. Pero cuando los cambios son rápidos y a
corto plazo, el genoma no da abasto para habérselas con ellos directamente. En algunos linajes, los genes han
resuelto el problema «inventando» el cerebro. Los cerebros registran los cambios al instante, procesan la
información con rapidez y la transmiten de cerebro a cerebro, creando así la red informacional en que consiste la
cultura (obsérvese que la cultura, puesto que se trata de información transmitida entre cerebros, es, por tanto,
información transmitida por aprendizaje social, tal y como se definió antes, en 3.1).
La cultura, así definida, como la información transmitida por aprendizaje social, no es un fenómeno
exclusivamente humano. Los etólogos han prestado especial atención a la cultura de los chimpancés y de otros
primates, tales como los macacos. En todos los casos estudiados, (uso de piedras como martillos, fabricación de
“bastones” para excavar y cazar termitas…) no existe una “cultura” común a toda la especie en cuestión
(chimpancés, macacos…), sino que cada grupo de individuos tiene sus propias “tradiciones, puesto que la invención
de instrumentos o estrategias de caza se transmiten por medios no-genéticos, sino miméticos (por imitación). Se
trata, pues, de información no disponible por naturaleza, se trata de memes.
La palabra ‘meme’, que recuerda a memoria, fue acuñada en 1976 por Richard Dawkins en analogía con los
genes, las unidades de información genética, y luego adoptada y desarrollada por diversos biólogos, psicólogos,
filósofos y antropólogos culturales. Los memes son las unidades o trozos elementales de información cultural, los
rasgos culturales, las unidades convencionales que usamos para analizar los contenidos culturales en un contexto
dado. Las unidades de información genética son los genes; las de información cultural son los memes. La cultura del
individuo x en el instante t es el conjunto de los memes almacenados en el cerebro de x en ese momento t. Los

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memes se transmiten o contagian de cerebro en cerebro y constituyen una red. La información cultural se genera en
el cerebro mediante un invento o descubrimiento más o menos aleatorio o incidental, y se transmite de unos
cerebros a otros por aprendizaje social. El que cierto rasgo del comportamiento de un organismo sea natural o
cultural no depende del tipo de rasgo de que se trate, sino de la manera como se transmita. Si se transmite
genéticamente, es natural; si se transmite por aprendizaje social, es cultural. La presencia de un sistema de
comunicación en una especie animal no implica cultura, ni la excluye. Por tanto, no toda cultura es lingüística. Una
gran parte de la cultura es independiente del lenguaje y se transmite por imitación no mediada por palabras (como el
caso de los chimpancés o de los macacos, que carecen de lenguaje). El aprendizaje por imitación impone, sin
embargo, severos límites a la capacidad de transmitir información, en contraposición a las posibilidades que ofrece
el lenguaje verbal. Gracias a éste, un individuo humano puede transmitir casi la totalidad de la información que
adquiere. De hecho, la información adquirida y transmitida por los seres humanos es tanta, que ningún individuo
sería capaz de asimilarla en su integridad. El carácter acumulativo de la cultura humana (que incluye información
generada en el pasado y conservada según diversos procedimientos materiales) constituye su principal diferencia
con respecto a la cultura de otros animales.

3.3. La diversidad cultural en el ser humano


Hasta hace relativamente poco tiempo la mayor parte de los grupos étnicos vivían geográfica y
culturalmente aislados unos de otros. La cultura de cada grupo representaba una combinación única de soluciones a
los diversos problemas que se planteaban al grupo. Algunos de estos problemas eran peculiares del grupo en
cuestión, debidos a las especiales características ecológicas de su entorno. Otros eran problemas comunes a todos
los grupos humanos, problemas a los que las diversas culturas ofrecían soluciones diferentes, pero paralelas, rasgos
culturales homólogos o alelomemes. En efecto, dentro de una dimensión cultural hay rasgos culturales o memes
alternativos que desempeñan una función idéntica, o al menos paralela o similar, los memes homólogos o
alelomemes, que juegan en la cultura un papel análogo al de los genes alelomorfos en la natura (el gen que
determina el color azul de los ojos es alelomorfo del gen que determina el color marrón de los ojos).
En los últimos siglos el contacto entre culturas se ha multiplicado, y con él la difusión de rasgos culturales
de unas culturas en otras, dando lugar a diferentes fenómenos, tales como la aculturación o la convergencia
cultural. El contacto entre culturas diversas ha propiciado también un intenso debate sobre la posibilidad de
comparar valorativamente determinados rasgos de las diferentes culturas (es decir, comparar alelomemes). En
Antropología cultural se diferencia entre rasgos ponderables (comparables) e imponderables (inconmensurables). El
mencionado debate trata el problema de si pueden establecerse criterios objetivos (y de cuáles serían éstos) para
considerar como ponderables diversos rasgos culturales. Estas son las principales posturas defendidas en tal
controversia:
● Etnocentrismo: Es la actitud adoptada por los que juzgan y valoran la cultura de otros grupos desde
criterios o creencias de la propia cultura. Desde la seguridad de que la suya es la buena, se desprecian y
critican elementos culturales diferentes y extraños. El etnocentrismo ensalza y mitifica los rasgos
culturales endógenos, mientras desprecia o vilipendia los exógenos, precisamente por ser endógenos o
exógenos. Esta actitud, entre otras, está en la base de fenómenos como el imperialismo o la

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colonización. Ya los griegos clásicos eran tremendamente etnocéntricos. Pensaban que la única lengua
realmente digna de tal nombre era la griega. La otras lenguas eran un mero b1a-b1a o bar-bar, y por ello
denominaban a sus hablantes como bár-bar-os. El etnocentrismo se ha dado en todas las épocas y
continentes. Quizás el caso más conocido es el de los europeos de la época colonial: en los últimos
siglos, la cultura occidental ha creído un deber imponer su forma de vida a culturas consideradas más
primitivas.
● Relativismo cultural: Esta postura considera que es imposible comparar o evaluar las características de
las distintas culturas. Se basa en la creencia de que toda cultura tiene valor en sí misma, ya que todos los
elementos que la forman se comprenden y explican por una lógica interna que al observador externo le
es difícil de captar. El riesgo o inconveniente de esta postura es que implica una posición de pasividad e
inacción ante actos injustos e inhumanos.
● Universalismo: Esta postura propone un rechazo de las actitudes etnocéntricas para evitar que unas
culturas se impongan a otras, basándose en un diálogo real que facilite la convergencia de aquellos
rasgos culturales que han demostrado su eficacia: la organización democrática de la sociedad, el respeto
a los derechos fundamentales, la igualdad de oportunidades o el aprecio de valores como la libertad o la
solidaridad. Para los defensores de esta postura, estos rasgos merecerían convertirse en rasgos
universales, es decir, extenderse a todas las culturas. Pero esto no significa que las características
propias de cada pueblo deban desaparecer, ya que, si así ocurriera, nos veríamos privados de una gran
riqueza cultural. Sin embargo, esta postura también encuentra objeciones, puesto que valores como los
derechos humanos no son aceptados por todas las sensibilidades culturales, y son considerados por
algunos, como un producto cultural netamente occidental.

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UNIDAD 3. LA CUESTIÓN DE LA NATURALEZA ÚLTIMA DE LA


REALIDAD
1. EL PROBLEMA DEL SER

1.1. La reflexión filosófica sobre lo real


Se denomina habitualmente metafísica a la disciplina filosófica que tiene como objeto de estudio la
realidad. El uso del término “metafísica” es controvertido, y en ocasiones se le atribuyen diferentes significados, o
bien se emplean otros términos para referirse a esta disciplina filosófica, como es el caso de “ontología”. Pero, más
que el término, lo que resulta particularmente problemático es el propio trabajo de indagación filosófica acerca de lo
real, comenzando por el multisecular debate acerca de cuál es el valor de la metafísica como forma de conocimiento
y qué función es la que ha de desempeñar dentro del conjunto de la filosofía. Hay etapas de la historia del
pensamiento en que mayoritariamente se ha considerado a la metafísica como la base o el fundamento de toda la
filosofía (como es el caso, por ejemplo, de Aristóteles, en el siglo IV a.C.), mientras que, en otros momentos de la
historia de la filosofía, la metafísica ha recibido duros ataques o incluso ha sido rechazada como disciplina que deba
formar parte del pensamiento filosófico (es lo que defiende el neopositivismo, en la primera mitad del siglo XX).
Dejando de lado, por ahora, la impugnación que ha sufrido la metafísica como saber o disciplina filosófica —así
como la controversia en torno al nombre que ésta recibe—, consideremos, en primer lugar, las propias dificultades
con las que inmediatamente se topa la reflexión filosófica al indagar acerca de la realidad.

1.2. El problema del cambio en los primeros filósofos


En la filosofía de los pensadores presocráticos, la metafísica no se ha constituido ni definido todavía como
disciplina, pero ya encontramos teorías y nociones que son fundamentales para entender la reflexión sobre la
realidad que se ha ido desarrollando en la historia de la filosofía. Estos primeros filósofos de la Grecia arcaica se
interesan particularmente por el origen del cosmos y el funcionamiento de la naturaleza, y proporcionan
explicaciones sobre estos asuntos que se diferencian notablemente de aquellas otras que podían encontrarse en los
relatos míticos (de diversas culturas, pero particularmente de la mitología griega), como por ejemplo la cosmogonía
que encontramos en Hesíodo (siglos IX u VIII a.C.).
Es precisamente esta diferencia entre las explicaciones de la naturaleza que contiene los mitos y la que
desarrollan diversos pensadores como, por ejemplo, Tales de Mileto (último tercio del VII a med. del VI a.C.) la que
sirve como base para identificar y emplazar, históricamente, el origen de la filosofía en Occidente. Los historiadores
se han referido a menudo a este fenómeno histórico como el paso del mito al logos. Así pues, la filosofía occidental
nace en el momento en que la cultura griega sustituye una concepción de la realidad fundamentalmente mitológica
(y, por tanto, de orden religioso, es decir, irracional), por otra de carácter racional, desarrollada por los primeros
filósofos a través de una reflexión sobre la naturaleza. Este proceso comienza a finales de la Grecia arcaica (s. VI
a.C.) en las colonias griegas de Jonia (Asia Menor), donde tiene lugar un prolífico contacto con otros pueblos de
Asia a través del comercio (Egipto o Babilonia, por ejemplo). El conocimiento de los mitos y creencias religiosas de
estas otras culturas contribuye a que los griegos relativicen el valor de su propia mitología. Es decir, el
cosmopolitismo (el contacto con otras culturas y el conocimiento de sus diversas leyes, ideas políticas, instituciones

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y rituales religiosos) produce un hueco en el sistema de creencias del pueblo griego, y les obliga a buscar una nueva
forma de comprender el cosmos basada no tanto en las narraciones míticas como en la investigación racional de las
leyes naturales. Este nuevo modelo explicativo no puede ya nutrirse exclusivamente de la tradición cultural de un
solo pueblo, sino que tiene que poseer un valor universal, y para ello tiene que fundamentarse sobre la investigación
racional.
El paso del mito al logos ha sido en ocasiones presentado —es el caso del historiador J. Burnet, 1920—
como un “milagro”, propio del pueblo griego, que representa un salto espectacular desde la irracionalidad de las
explicaciones míticas al rigor y la racionalidad de los planteamientos filosóficos. Sin embargo, otros historiadores
—F. M. Cornford, en 1912, y, más recientemente, J. P. Vernant, 1965— defienden que el tránsito desde las
cosmovisiones míticas a las filosóficas fue gradual y paulatino: por una parte, la primera filosofía griega tiene un
origen mítico y ritual, y, durante la época presocrática (e incluso más adelante), arrastra elementos mitológicos y, en
cierto modo, literarios, tanto en su contenido como en su forma; por otra parte, las propias cosmogonías míticas ya
presentaban, en algunos casos (como el de Hesíodo), rasgos característicos del pensamiento racional. De cualquier
modo —y como afirma J. Ortega y Gasset—, en los primeros filósofos griegos se asume que el conocimiento de la
realidad, es decir, la “pregunta por la realidad”, por “aquello que es”, no puede ya dirigirse a los dioses o a los
intérpretes de los dioses, sino que tiene que ser planteado al propio ser humano, y específicamente a la razón
humana. El propio planteamiento de este interrogante implica que se tiene confianza en encontrar una respuesta
mediante el ejercicio de la razón. Las respuestas y explicaciones que encontramos en los filósofos presocráticos en
su indagación sobre la realidad son diversas y a menudo opuestas, pero lo que nos interesa en este caso es, más bien,
la manera en que abordan los interrogantes.
Como decíamos más arriba, los primeros filósofos investigan, ante todo, la naturaleza, su origen y
funcionamiento, por lo que han sido conocidos como los “físicos” (de physis: naturaleza). Pero dicha investigación
se topa inmediatamente con un obstáculo que desconcierta a los físicos de la antigua Grecia: la naturaleza está en
constante cambio, en devenir. En la mentalidad griega está presente, de forma generalizada, el asombro ante el
movimiento, entendido éste en un sentido amplio, que equivale a cambio o variación. Los diversos tipos de
movimiento (local, cualitativo, sustantivo...) perturban e inquietan a estos pensadores, porque les hacen
problemático lo que son las cosas. Si éstas cambian, ¿qué son de verdad? Si una cosa pasa de blanca a verde, es y no
es blanca. Si algo que era, perece, deja de ser, resulta que la misma cosa es y no es. Las cosas aparecen sometidas a
la contradicción y a la multiplicidad. Y los pensadores griegos se preguntan qué son de verdad. Se hace necesario
algo que sea superior a esta multitud cambiante, algo que sea siempre, y que pueda dar razón de las muchas cosas y
de su movimiento. Aunque a nuestra mentalidad actual le resulte extraño, para el pensamiento griego (aunque con
alguna excepción) el devenir, el movimiento, es menos comprensible (y menos real) que el ser, que aquello que es
siempre, que sigue siendo siempre lo que es. Así pues, el problema del cambio, la dificultad de desarrollar un
conocimiento cierto sobre una realidad que es cambiante y multiforme, conduce a los pensadores griegos a
plantearse la pregunta por el ser: ¿por qué las cosas “se generan” y “se corrompen”?, ¿por qué “son”?, ¿cuál es la
cosa que propiamente es?

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Los pensadores presocráticos ofrecerán a la historia de la filosofía diversos planteamientos con los que
afrontar esta pregunta fundamental por el ser. En el pensamiento de muchos de estos primeros filósofos se pretende
captar un principio fijo, inmutable, que explique los procesos naturales de cambio. Las respuestas acerca de cuál es
el principio, fundamento o causa de todas las cosas (el arjé), acerca de qué es aquello que permanece fijo,
inmutable, bajo el devenir, son distintas, por más que puedan ser agrupadas en escuelas o corrientes. Las
clasificaciones empleadas por los historiadores de la filosofía acostumbran a diferenciar entre teorías monistas (el
principio fundamental —el arjé— se corresponde con un elemento: el agua, para Tales de Mileto —el primero de
los presocráticos, que vivió entre el último tercio del VII y mediados del VI a.C.—; o el aire para Anaxímenes, de la
misma escuela que Tales, ya en el siglo VI a.C.); y pluralistas (el arjé se corresponde con más de un elemento).
Entre los pluralistas cabe distinguir entre quienes defienden que el arjé es un número finito de elementos (como es el
caso de Empédocles de Agrigento (s. V. a.C.), para quien se trata del conjunto de los cuatro elementos naturales), y
quienes defienden que no se corresponde con un número finito de elementos (las homeomerías de Anaxágoras de
Clazomene (s. VI-V a. C.) o los átomos de Demócrito de Abdera (V-IV a. C.), como vimos en la Unidad 2).
(Obsérvese que estos últimos son ya contemporáneos de Sócrates, por lo que el término “presocrático” tiene un
sentido que apela más a la manera de hacer filosofía que a la mera cronología).
Mediante el arjé, este principio permanente, subyacente a todo cambio, los primeros filósofos intentan
explicar tanto el origen como la formación y el funcionamiento del cosmos, tratan de comprender la naturaleza
superando el obstáculo que constituye el hecho de que ésta esté sometida a devenir, a constante cambio. Para el
estudio de la metafísica, hemos de prestar especial atención a una idea que se halla de forma implícita en esta
concepción de la realidad, propia del pensamiento presocrático, pero presente también en otros autores y escuelas,
particularmente de la filosofía antigua: lo que verdaderamente es, la auténtica realidad no es inmediatamente
cognoscible, sino que se halla oculta, y, por tanto, para captarla es preciso emprender un profundo proceso de
indagación, de conocimiento racional, un proceso de descubrimiento que “desvele” el orden que subyace bajo el
aparente caos del devenir. Esta concepción del conocimiento como aletheia (desvelamiento) seguirá estando
presente en la filosofía de Platón, así como en otros autores y corrientes de la filosofía antigua, y es uno de los
característicos que presenta el saber filosófico en sus primeras etapas históricas (el primer uso del término “filósofo”
que está registrado corresponde a Pitágoras (s. VI-V a.C.), que lo usó como símil para evocar la actitud
contemplativa —en el sentido de quien teoriza para comprender la realidad— de un pensador). Nos detendremos a
continuación en el pensamiento de Parménides, en quien puede encontrarse un importante antecedente de la
metafísica de Aristóteles, así como la idea del conocimiento como aletheia y otros de los rasgos señalados de la
filosofía presocrática.

1.3. La negación del problema del cambio y la concepción unívoca del ser en Parménides
En el marco de la filosofía presocrática, destaca particularmente la figura de Parménides (segunda mitad del
siglo VI y primera del siglo V a.C.), que abordó el estudio de la physis a través de la reflexión acerca del ser,
ejerciendo una muy notable influencia sobre la filosofía posterior, particularmente en lo relativo a la metafísica. En
los textos de Aristóteles hay importantes referencias a Parménides, y Platón le dedicó uno de sus diálogos. Se
conservan amplios fragmentos de una obra escrita de Parménides: Sobre la naturaleza, un poema compuesto en

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hexámetros (al igual que las epopeyas homéricas). La escuela fundada por Parménides en Elea (actual Velia), en la
Magna Grecia, tuvo su continuidad en Zenón (s. VI-V a.C.).
La manera con la que Parménides afronta el problema del cambio consiste en negar la realidad del cambio.
Según Parménides, la noción misma de cambio o movimiento es contradictoria, ya que cualquier cambio o
movimiento real comportaría que algo que no es venga a ser y sea, o bien que algo que es venga a no ser y no sea, y
estos cambios entran en conflicto con el axioma, sostenido por Parménides, según el cual “lo que es, es (y no puede
no ser) y lo que no es, no es (y no puede ser)”. Es importante señalar que Parménides tomó estas nociones
unívocamente, sin distinguir entre diversos sentidos, entre diversos modos de ser y no ser, algo a lo que se opondrá,
más adelante, Aristóteles (s. IV a.C.).
Según Parménides, las transformaciones que agitan a la naturaleza, su multiplicidad, son mera apariencia e
ilusión. Si vamos más allá del espejismo que nos proporcionan nuestros sentidos, alcanzamos la verdadera “visión”
de la realidad, la que nos proporciona la razón: la captación del ser. Las cosas muestran a los sentidos múltiples
propiedades: son coloreadas, calientes o frías, duras o blandas, grandes o pequeñas, animales, árboles, rocas,
estrellas, fuego, barcos hechos por el hombre... Pero, consideradas con la razón o el pensamiento, presentan una
propiedad sumamente importante y común a todas: antes de ser blancas, o rojas, o calientes, son. Son, simplemente.
Y el movimiento, que aparentemente consiste en un paso del no-Ser al Ser, queda negado desde el punto de vista de
la razón, pues mediante el pensamiento accedemos a la verdad de que todo es y no puede no ser.
Así pues, para Parménides existen dos vías en el conocimiento: la vía de la opinión (doxa) se basa en los
datos que nos proporcionan los sentidos, y nos muestra que las cosas cambian, que pasan de ser a no ser (Ej: pasan
de ser vivas —nosotros diríamos estar vivas— a morir, de ser —estar— calientes a enfriarse, etc...) o de no ser a
ser. La opinión es el conocimiento que poseen la mayoría de los mortales acerca de la naturaleza. Por otro lado, a
través de la vía de la verdad, para la que es necesario el uso de la razón, se descubre que no hay movimiento o
cambio real, que nada deja de ser o llega a ser (no se pasa del no-Ser al Ser o viceversa). La vía de la verdad y la
negación del cambio tienen como soporte, como fundamento, el siguiente principio o axioma, que es central en el
pensamiento de Parménides: “sólo lo que es (el Ser) es y puede pensarse; el no-ser, ni es, ni es pensable”. O, dicho
de otro modo: todas las cosas son (y no pueden no ser), y, por tanto, en el universo no hay no-ser (no hay “vacío”),
sólo hay Ser. Todas las cosas quedan reunidas por el Ser. El Ser es, entonces, uno, inmutable, y es el todo; es “como
una esfera bien redonda”, inmóvil y eterna. Estas ideas sientan un importante precedente para la posterior reflexión
metafísica, y constituyen una clara muestra de la concepción del conocimiento como aletheia o desvelamiento de la
auténtica realidad más allá de la mera apariencia.

1.4. Definición de realidad


Si la metafísica es la disciplina filosófica que se ocupa de reflexionar acerca de la realidad (tal y como se
indica en 1.1), cabe, entonces, preguntarse qué es la realidad. Si aplicamos el procedimiento de definición del que
nos ocupamos en el apartado 1.2. de la Unidad 2 a este asunto, se hace, entonces, imperativo hallar un rasgo o
característica que constituya la esencia de aquello que forma parte de la realidad. Parménides (véase el apartado
anterior) puede muy bien proporcionárnoslo. Desde esta perspectiva, la realidad es el conjunto de cosas que son.
Puesto que todo es, y nada puede no ser, la realidad es la totalidad, de modo que el conjunto de lo real es —puede
decirse así— omniabarcante: nada escapa a los límites de lo real, no hay un afuera. La de la realidad es, por tanto,

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una frontera que no tiene un exterior. Pero el procedimiento clásico de la definición exige establecer especies dentro
de géneros, señalando, así, la diferencia específica. Según este procedimiento, los géneros que no pueden
constituirse como especie de un género mayor, puesto que no hay un conjunto mayor que pueda contenerlos, son
denominados géneros generalísimos o supremos. ¿Es la realidad uno de estos conjuntos? ¿Pueden estos géneros
supremos ser definidos? En el debate sobre la definición de realidad se ha llegado incluso a negar la posibilidad de
definirla. En todo caso, la noción de realidad que está presente en Parménides está muy ligada a la mentalidad de la
antigua Grecia: se trata de la noción de cosmos: “cosmos” significa exactamente eso, totalidad cerrada, finita y
estructurada según un logos, es decir, un orden que es también el que impera en nuestro pensamiento, que es
racional.
Aristóteles (s. IV a.C.) asume esta concepción de la realidad (el conjunto de todo aquello que es) y funda la
metafísica como disciplina dedicada a su estudio. (Aunque Aristóteles sea fundador de la metafísica, hay que
precisar: por un lado, que no es el primero en llevar a cabo una reflexión sobre lo real: ya hemos visto los
antecedentes presentes en la filosofía presocrática (1.2.) —y particularmente en Parménides (1.3.)—, pero no puede
olvidarse la teoría de las ideas de Platón (siglos V-IV a.C., véase el apartado 2.2. de la Unidad 2, donde hay algunas
referencias a dicha teoría); por otro lado, también cabe advertir que el término “metafísica” es posterior a
Aristóteles, quien, a pesar de ser el fundador de la metafísica, nunca empleó dicho término para referirse a dicha
disciplina, como veremos enseguida). La definición de la realidad que se ha indicado (el conjunto de todo aquello
que es) presenta, de modo inmediato, varios problemas, de los que nos ocuparemos en subsiguientes apartados:
señalemos, por ahora, este: la dificultad de constituir —con solidez— una disciplina o saber que tenga como objeto
de estudio una totalidad de máxima amplitud y heterogeneidad.

1.5. Origen del término “metafísica”


Aunque fue Aristóteles (siglo IV a.C.) quien concibió la metafísica como disciplina filosófica, él no la
denominó así, sino que se refirió a ella como “filosofía primera”. El término “metafísica” es, entonces, posterior. Se
dice que esta denominación fue aplicada a la “filosofía primera” de Aristóteles por Andrónico de Rodas en el siglo I
a.C. cuando se encargó de la ordenación y edición de los estudios aristotélicos. Andrónico de Rodas se encontró con
una serie de escritos aristotélicos de difícil clasificación y sin título, que estaban a continuación de la Física de
Aristóteles. Así pues, estos escritos recibieron la denominación de “aquellos que están detrás —más allá— de la
física” (en griego, el prefijo “meta-” significa “más allá de”). Sin embargo, a pesar de que el origen del término
“metafísica” para referirse a lo que Aristóteles fundó como “filosofía primera” es accidental, la posteridad ha fijado
su uso, llegándose incluso a determinar el sentido que tiene el concepto de metafísica bajo la influencia del origen
etimológico del término: en efecto, se ha considerado habitualmente —incluso hoy— que la metafísica estudia lo
que está más allá de lo físico, o, dicho de otro modo, lo que trasciende lo sensible, es decir, lo supra-sensible o
trans-sensible o meta-empírico (lo sensible es lo que puede ser captado por los sentidos, es decir, lo que es objeto
del conocimiento empírico). Sin embargo, como veremos a continuación, cabe matizar este sentido habitual que se
le atribuye al concepto de metafísica.

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1.6. Definición aristotélica de metafísica


En palabras de Aristóteles, la filosofía primera tiene como objeto de estudio: “todo aquello que es en tanto
que es” o, también: “todo el ente en cuanto ente” (ente es aquello que es, que tiene capacidad de ser, que realiza el
acto de ser; hay que diferenciar entre “ser algo” —por ejemplo una mesa— y “ser”). De esta manera, se comprende
que Aristóteles denomine “filosofía primera” a la metafísica, ya que, mientras que las otras ciencias se ocupan de
parcelas de la realidad, la “primera de las ciencias” estudia la realidad en su totalidad y atendiendo a su dimensión
más fundamental.
Aristóteles, al delimitar la ciencia metafísica trazó, al mismo tiempo, las fronteras de lo que él denominó
“física” o filosofía segunda. Si la metafísica se ocupa de la realidad en su dimensión más radical, en tanto que real o
que dotada de acto de ser, la física se limita a una fracción de la realidad, y analiza ésta desde un punto de vista
determinado: la física estudia los entes naturales (cuerpos sujetos a movimiento) y los estudia precisamente en tanto
que están sujetos a movimiento.
La distinción entre física y metafísica permite a Aristóteles superar la vieja concepción de la naturaleza que
sostenían los filósofos presocráticos, para quienes la physis o naturaleza abarcaba la totalidad de la realidad,
incluyendo tanto la realidad sensible, captable por los sentidos, como la suprasensible. Al separar el estudio de lo
sensible y de lo suprasensible, Aristóteles está en disposición de consagrar una disciplina dedicada a lo
suprasensible, a lo que está más allá de la naturaleza, fundada, por tanto, la metafísica como ciencia, a pesar de que
los anteriores ya había visos de una reflexión de carácter metafísico.
Pero no hemos de olvidar que la metafísica es una reflexión radical y globalizadora. Por tanto, no
entendemos que se limite a una parcela de la realidad: la suprasensible, sino que abarca todo lo real, lo sensible y lo
suprasensible, y lo estudia en su dimensión más fundamental: en su calidad de ente. Así, las fronteras entre la física
aristotélica y su filosofía primera son permeables, y ciertos estudiosos señalan que la física aristotélica no se parece
a la nuestra, sino que más bien se trata de una “metafísica de lo sensible”.

1.7. El ser como término análogo


Ya que entendemos metafísica como doctrina del ser o ciencia de lo que es en cuanto que es, hemos de
detenernos en el significado que Aristóteles le atribuye al término “ser”. No entraremos en la distinción entre ente y
ser que, con posterioridad a Aristóteles, se fue introduciendo en la metafísica; nos bastará, en lo tocante a esta
cuestión, apuntar que se entiende por ente “cualquier realidad determinada de entre las que componen el universo
(esta casa, ese caballo, aquella piedra, Pedro, Juan…), mientras que denominamos “ser” al “acto por el cual cada
ente es”, es decir, el principio interior constitutivo que hace que cada uno de estos entes sea. (“Ente” es —en latín y
griego— el participio activo del presente del verbo ser ).
Preguntémonos ahora por el ser. ¿Qué significa? ¿Qué es el ser? Según Aristóteles, el ser expresa una
“multiplicidad de significados”: con sus propias palabras “el ser se predica —se dice— de muchas maneras”. Ahora
bien —y esto es crucial para la solidez de la metafísica como ciencia—, aunque el ser expresa diversos significados,
todos ellos guardan relación exacta con un principio unificador.

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Así pues, el ser es predicable de diversas realidades (tanto de un objeto o una cosa o persona como de un
color): se aplica a ellas en sentidos diversos, pero que, sin embargo, hacen referencia a un único principio. A esta
variedad de sentidos dotada de un centro unificador, la denomina Aristóteles “relación de analogía”. El ser es, por
tanto, una noción análoga. Pero, ¿cuál es ese centro unificador de todos los significados del término ser? La
substancia (ousía) es aquello a lo que hacen referencia todos los sentidos del ser. Volviendo al ejemplo anterior:
algunas cosas, como un objeto o una persona, son entes porque son substancias, mientras que otras, como el color
turquesa, son porque son afecciones de la substancia (por otra parte, una persona y un objeto serán substancias de
diverso tipo).

1.8. Substancia y accidentes


¿Qué es la substancia? Los modos fundamentales de ser a los que se reduce toda realidad son la substancia y
los accidentes. Los accidentes se clasifican, como veremos más adelante, en nueve grupos. Substancia es aquello
que subsiste, “aquella realidad a cuya naturaleza le compete ser en sí, no en otro sujeto”. Accidentes son realidades a
cuya naturaleza le conviene ser en otro, las perfecciones secundarias y mudables de la substancia. Además de
distinguir de esta manera entre accidentes y substancia, Aristóteles concibe la substancia como el compuesto de
materia y forma, como se expuso en la Unidad 2 (2.3). Así pues, la substancia individual (Juan, su gato o la estatua
de su jardín), considerada desde cierta perspectiva (desde una perspectiva estática, que no es la única posible) es un
compuesto, aunque indisociable, de materia y forma. Entiéndase materia como “aquello de lo que está hecho algo”
(el mármol, en el caso de la Venus de Milo o el cuerpo, en el del ser humano) y forma como “lo que hace que algo
sea lo que es” (la figura que está encarnada en el mármol de la estatua o el alma de cada ser humano). Recordemos
que a esta teoría, propia de Aristóteles, según la cual la substancia se compone de materia y forma se la denomina
hilemorfismo.
Además del hilemorfismo y de la distinción (y clasificación, que veremos más adelante) entre substancia y
accidentes, la metafísica de Aristóteles también indaga en el problema de determinar qué tipos de substancia
existen: ¿sólo la substancia sensible o también la suprasensible? Con su estudio de lo suprasensible, Aristóteles
sienta las bases para la reflexión, en siglos posteriores, sobre cuestiones cosmológicas y teológicas. La atención que
Aristóteles dedica al estudio de aquello que trasciende el mundo sensible explica que, a menudo, se considere la
metafísica tan sólo como el estudio de lo suprasensible cuando, por contra, la ciencia primera abarca todo lo real en
su dimensión más fundamental.

1.9. Las categorías


Los modos fundamentales de ser a los que se reduce toda realidad son la sustancia y los accidentes. Pero las
perfecciones accidentales admiten una notable diversidad, y pueden clasificarse en nueve grupos. La sustancia,
junto con los nueve tipos de accidentes, constituyen los diez géneros supremos del ente, llamados también
predicamentos o categorías: se trata, pues, de la descripción de los modos reales de ser. Como el ser se refleja en el
conocimiento y en el lenguaje, a esos modos de ser corresponden los diversos tipos o géneros de predicados que
pueden atribuirse a una cosa: de ahí, el nombre de predicamentos, o su sinónimo de origen griego categorías.
Precisamente Las Categorías es el título de la obra lógica que Aristóteles consagró a este tema. Fue él quien por

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primera vez ofreció la clasificación de estos diez modos de ser. Todos los accidentes tienen en común el inherir en la
sustancia, el ser en un sujeto, y esto es justamente lo que los constituye como accidentes. Pero, además, cada
accidente determina a la sustancia de un modo original. Así, tanto la cantidad como las cualidades son en la
sustancia y participan de su ser, pero la primera le confiere extensión, peso, volumen, mientras las cualidades la
modifican de otras maneras, dándole color, dureza, un sabor y olor determinados, etc. Indiquemos los nueve
accidentes acompañados de un ejemplo.
A Pedro podemos atribuirle los siguientes predicados: «es hombre» (sustancia), «es bueno» (=cualidad), «es
alto» (=cantidad), «es hijo de Antonio» (=relación), «está en su cuarto » (=donde), «está sentado» (=posición),
«tiene papel y pluma» (=posesión), «ha llegado a las siete» (=cuando), «está escribiendo» (=acción), «tiene sed»
(=pasión).

1.10. Realidad, pensamiento y lenguaje


Como puede observarse, ya desde Aristóteles, la reflexión sobre las categorías —que proseguirá en
infinidad de autores y corrientes de la historia del pensamiento— ha considerado a éstas como las distintas formas
en las que el ser puede ser dicho en el lenguaje, y, dada la relación intrínseca existente entre pensamiento y lenguaje,
las categorías han podido también ser entendidas como las formas del pensamiento que nos permiten ordenar y, por
tanto, conocer la realidad. Modos del ser, formas de hablar, estructuras del pensamiento son las tres formas
relacionadas de entender las categorías. La manera en que se considere la relación —y prioridad— entre estos tres
elementos será clave el devenir histórico de importantes controversias, tales como el problema de los universales, en
la Edad Media, o algunos de los temas más fundamentales de la filosofía del lenguaje del siglo XX.

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2. CRÍTICAS A LA METAFÍSICA TRADICIONAL

2.1. La crítica empirista


El Siglo de las Luces inició, entre tantas otras, la crítica a la metafísica tradicional, en la que tuvo un papel
central el empirismo de las islas británicas. La crítica empirista a la metafísica tiene su culminación en la obra del
pensador escocés David Hume, pero se inició con John Locke, quien lanzó el primer ataque serio a nociones
metafísicas centrales, como, por ejemplo, la de substancia. (A pesar de su ruptura con la filosofía antigua y
medieval, Descartes, y el racionalismo en general —véase el apartado 2.4 de la Unidad 2—, mantenían intactas
nociones clásicas como la de substancia, así como las tres ideas que habían llegado a constituir el fundamento de la
metafísica con el paso de los siglos: las ideas de Yo, Mundo y Dios). En su Ensayo sobre el entendimiento humano
(1690), Locke defiende tesis opuestas al racionalismo, y considera la substancia como un mero soporte de las
cualidades que nos presentan las cosas, un soporte que permanece desconocido.
Hume lleva este ataque todavía más lejos que los empiristas anteriores, y demuestra, en general, una patente
vocación antimetafísica. La metafísica —afirma Hume— «no ha sido nunca ciencia, sino un vano deseo de penetrar
lo impenetrable». Para liquidar, «de una vez para siempre», las inabordables cuestiones metafísicas, es preciso
«inquirir seriamente en la naturaleza del entendimiento humano» (Investigación sobre el entendimiento humano,
1748). Y el punto de partida de su teoría sobre el conocimiento, como el de toda filosofía empirista, es contundente:
no hay conocimiento válido sino en la medida en que el análisis pueda reducirlo a la experiencia, esto es, a los datos
empíricos. Por tanto, para determinar si una idea cualquiera es verdadera hemos de comprobar si procede de alguna
impresión (con el término impresiones se refiere al conocimiento adquirido por medio de los sentidos). Si podemos
señalar la impresión correspondiente, estaremos ante una idea verdadera; en caso contrario, estaremos ante una
ficción. Nuestros conocimientos están, pues, definitivamente limitados por las impresiones obtenidas a través de los
sentidos.
Desde este punto de vista, Hume considera que las nociones metafísicas son ficciones creadas por nuestro
espíritu según unos determinados mecanismos psicológicos: «La idea de substancia [...] no es sino una colección de
ideas simples unidas por la imaginación y que poseen un nombre particular asignado a ellas, mediante el cual somos
capaces de recordar [...] esa colección» (Tratado sobre la naturaleza humana, 1739-1740). Pero Hume no sólo
critica la noción clásica de substancia, sino también lo hace particularmente con la substancia espiritual, es decir, la
idea de yo, tan fundamental en la metafísica de la filosofía racionalista (véase, al respecto, la noción de res cogitans,
en el apartado 2.4 de la Unidad 2):

«Hay filósofos que imaginan que somos conscientes íntimamente en todo momento de lo que llamamos nuestro yo, que sentimos su
existencia y su continuación en la existencia; y se hallan persuadidos, aun más que por la evidencia de una demostración, de su identidad y su
perfecta simplicidad [...]. Desgraciadamente todas esas afirmaciones son contrarias a la experiencia que se presume en favor de ellas, y no
tenemos una [tal] idea del yo, pues ¿de qué impresión puede derivarse esa idea?»

A continuación, responde a dicho interrogante:

«si queremos tener una idea clara e inteligible del yo [pues] toda idea real debe proceder de alguna impresión. Pero el yo o persona
no es una impresión, sino aquello a lo que se supone que tienen referencia las distintas impresiones o ideas. Si una impresión da lugar a la idea
del yo, la impresión debe continuar siendo invariablemente la misma a través de todo el curso de nuestra vida, pues se supone que así es como

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existe el yo. Pero no hay impresión alguna constante e invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y sensaciones se
suceden unas a otras [...]. No podemos, pues, derivar de ninguna de ellas la idea del yo y, en consecuencia, no existe tal idea. [...] ¿De qué
manera permanecerían entonces en él y cómo estarían contenidas en él? En lo que a mí respecta, cuando penetro más íntimamente en lo que
llamo mi propia persona tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás
puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones. Cuando éstas se
suprimen por algún tiempo, como en el sueño profundo, no me doy cuenta de mí mismo [...]. Si todas mis percepciones fueran suprimidas por
la muerte y no pudiera ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar después de la disolución de mi cuerpo [...] no puedo concebir qué más se
requiere para hacer de mí un «no-ser» perfecto. Si alguno, basándose en una reflexión seria y sin prejuicios, piensa que tiene una noción
diferente de su yo, debo confesar que no puedo discutir más largo tiempo con él.»

Y no sin hacer gala del proverbial humor británico prosigue Hume:

«todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto [...].
Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un
haz o colección de percepciones diferentes [...] en perpetuo flujo y movimiento.»

No cabe, pues, afirmar la existencia del yo como substancia distinta de las impresiones y de las ideas, es
decir, como sujeto permanente de la serie de los actos psíquicos. Sin embargo, esta afirmación tajante de Hume no
permite explicar fácilmente la conciencia que todos tenemos de nuestra propia identidad personal: en efecto, cada
sujeto humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas e impresiones. Para explicar la
conciencia de la propia identidad, Hume recurre a la memoria: gracias a ella reconocemos la conexión que existen
entre las distintas impresiones que se suceden. El error consiste en que confundimos la sucesión con la identidad.
Sin embargo, esta explicación no es del todo satisfactoria, y desemboca en una actitud de cierto escepticismo ante la
posibilidad de conocer el fundamento real de la conexión entre las percepciones, esto es, una substancia pensante o
yo que les sirva de sujeto. La realidad conocida queda reducida, así pues, a meras percepciones, a meros fenómenos,
en el sentido etimológico del término: aquello que se le presenta a un sujeto de conocimiento. Ante este aparente
callejón sin salida de la destrucción de la metafísica, reacciona Immanuel Kant con su idealismo trascendental, que
trata de superar la tensión entre racionalismo y empirismo. Pero antes de entrar en Kant prestemos atención a la
crítica despiadada que sufrió, en el Siglo de las Luces, otra de las tres ideas metafísicas fundamentales.

2.2. El ateísmo en el Siglo de las Luces


La crítica de la idea de Dios alcanza su máximo exponente en el siglo XVIII con el surgimiento del ateísmo,
aunque ya habían algunos pasos fundamentales con el deísmo o los ataques lanzados por Hume contra las nociones
centrales de la metafísica clásica. El Testamento del abate Meslier (1729), que circuló ampliamente de forma
clandestina es, según Voltaire que le dedicó su «Séptima carta sobre los franceses», el intento de «aniquilar toda
Religión e incluso la natural —la defendida por los deístas». En este Testamento se afirma que todas las religiones
no son más que errores, ilusiones e imposturas aprovechadas por los políticos para sostener su poder. Por otra parte,
Meslier rechaza las pruebas de la existencia de Dios basadas en la belleza, el orden o las perfecciones del Universo;
el ser, que coincide con la materia, no ha podido ser creado y todas las cosas naturales se forman mediante el
movimiento de las distintas partes de la materia.

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Parecidos argumentos expone el Barón d'Holbach en su Sistema de la Naturaleza (1770), al definir al ateo
como «un pensador que, habiendo meditado sobre la materia, su energía, sus propiedades y modos de actuar, no
necesita para explicar los fenómenos del Universo y las operaciones de la Naturaleza, imaginar potencias ideales,
inteligencias imaginarias, seres de razón que, lejos de ayudar a conocer mejor esta Naturaleza, no hacen sino
volverla más caprichosa, inexplicable, incognoscible e inútil para la felicidad de los hombres». Holbach hace
compatible el ateísmo con la moral y analiza los motivos que pueden impulsar al hombre a abrazarlo, aunque
reconoce la dificultad para que lo acoja el vulgo, debido a su ignorancia y temor. Las ideas del Barón están presentes
en muchas obras libertinas y especialmente en las novelas del Marqués de Sade, sobre todo en Justine, Juliette y La
filosofía en el tocador. Será en el siglo siguiente cuando se desarrollen las formas de ateísmo que gozan de mayor
celebridad y que presentan un alcance más allá de la propia existencia de Dios: Karl Marx y Friedrich Nietzsche.

2.3. El idealismo trascendental de Kant y la posibilidad de la metafísica como ciencia


La crítica antimetafísica del Siglo de las Luces obliga a replantear la metafísica desde nuevas bases, y esta
será la labor de Kant, cuyo pensamiento constituye el culmen del siglo XVIII y la apertura de una nueva etapa en la
historia de la filosofía. Kant observa la precaria situación en la que se encontraba la metafísica: por un lado, se había
convertido en escenario de inacabables disputas, de incesantes replanteamientos teóricos que obstaculizaban su
progreso. A esto hay que añadir que era muy notable el tremendo contraste existente entre el progreso
experimentado en aquel momento por las ciencias físico-matemáticas, y el declive sufrido por la metafísica: la
metafísica había pasado de ser considerada como reina de las ciencias a ser objeto de indiferencia e incluso de
desprecio. Ante tal situación, Kant emprende un proyecto crítico que tiene como objetivo descubrir el por qué del
fracaso de la metafísica y resolver la cuestión de la posibilidad o imposibilidad de que la metafísica alcance un
estatuto científico. Tal proyecto crítico consiste en un riguroso examen de la facultad de conocer. A diferencia de los
físicos y de los matemáticos, los metafísicos no parecían plegarse a las leyes que rigen nuestra facultad de conocer.
Esta cuestión es el punto de partida de la Crítica de la razón pura (1781 y 1787). Y el camino que va a
seguir es, a grandes rasgos, el siguiente: como la validez de las ciencias es un hecho, hay que preguntarse en primer
lugar cómo son posibles las ciencias; no si son posibles, pues que son posibles es un hecho, sino cómo son posibles,
es decir, qué es lo que hace que estas ciencias constituyan un conocimiento válido. Dicho de otro modo: se trata de
determinar cuáles son las condiciones de posibilidad del conocimiento científico. Una vez que sepamos cómo son
posibles la matemática y la física, habrá que ver si en la metafísica se dan o no esas mismas condiciones. Si se dan,
entonces la respuesta acerca de la legitimidad de las pretensiones de la metafísica será positiva; de lo contrario, la
respuesta será negativa.
Partiendo de las tesis centrales del empirismo (pero sin aceptar el escepticismo en el que desemboca el
pensamiento de Hume acerca del alcance del conocimiento), Kant dictaminó, tras el largo recorrido llevado a cabo a
través de su Crítica de la razón pura que, efectivamente, la metafísica no ha tenido, ni podrá tener nunca la
categoría de ciencia, puesto que pretende conocer realidades que están más allá de la excedencia: el alma, el mundo
y Dios. De estas ideas que trascienden la experiencia nunca podremos obtener un conocimiento objetivo y universal,
como el que proporcionan las ciencias.

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Sin embargo, para Kant, el hecho de que la metafísica no tenga carácter científico no significa que se la deba
rechazar como algo absurdo e inútil. Al contrario, la metafísica responde a una tendencia inherente e inevitable de la
razón humana. Y aunque haya que estar siempre vigilantes para evitar que esta vaya más allá de sus posibilidades y
caiga en ambigüedades y contradicciones, no son cuestiones de las que nos podamos desentender: «todos nuestros
raciocinios que pretenden llevarnos más allá del campo de la experiencia posible son falaces y carecen de
fundamento», pero, al mismo tiempo, «la razón humana tiene en este caso una propensión natural a rebasar esos
límites». La imposibilidad de una metafísica como ciencia hace que las ideas de la razón queden limitadas a un uso
regulativo: la inmortalidad del alma, la libertad y la existencia de Dios constituyen, según Kant, en postulados sobre
los que se sustenta su propuesta ética. De esta manera, lo que no se puede obtener como resultado de la ciencia se
postula como principio de la moral.
La solución dada por Kant a la problemática metafísica fue soslayada rápidamente por los grandes maestros
del idealismo alemán durante el posterior siglo, quienes volvieron a dar un fuerte impulso a la metafísica, en
especial Georg Wilhelm Friedrich Hegel, “nuevo Aristóteles”, que resume y sintetiza el conjunto de la filosofía
occidental hasta su época. Pero la crítica antimetafísica no se había olvidado, y como respuestas al hegelianismo
surgen diversas propuestas divergentes durante el XIX, entre las cuales figura la de Karl Marx, además del
positivismo.

2.4. La crítica neopositivista


La del neopositivismo es una de las críticas más encarnizadas dirigidas contra la metafísica. El
neopositivismo o positivismo lógico es una corriente del siglo XX adoptada fundamentalmente por los pensadores
del Círculo de Viena (Moritz Schlick, Ernest Mach, Otto Neurath o Rudolf Carnap). Se puede considerar heredera
del empirismo de Hume, pero con un fuerte carácter marcado por el desarrollo de la lógica como disciplina
filosófica (por ello se conoce también como empirismo lógico). Desde el neopositivismo se analizan las
proposiciones que se emplean en las teorías metafísicas, y se observa que no se trata de proposiciones formales
(como las que afirman relaciones entre símbolos) ni tampoco proposiciones empíricas (aquellas en las que se hacen
afirmaciones sobre el mundo). Las proposiciones empíricas o fácticas pueden ser verificadas empíricamente, es
decir, su verdad o falsedad puede ser comprobada a través de la experiencia, como ocurre con las proposiciones de
la vida cotidiana o de las ciencias empíricas. Por su parte, las proposiciones formales, que son características de la
lógica o de las matemáticas, son tautológicas, y su verdad no necesita de comprobación empírica. Sin embargo, las
proposiciones metafísicas, puesto que no pertenecen a ninguna de las dos clases indicadas anteriormente, no pueden
ser verificadas de ningún modo: de ellas no podemos comprobar ni la verdad ni la falsedad, porque no permiten un
análisis lógico-matemático (como las proposiciones formales) ni una comprobación en la experiencia (como las
proposiciones empíricas). Por ello, los neopositivistas las consideran como pseudoproposiciones o proposiciones
carentes de sentido, incapaces de ampliar nuestro conocimiento, pues sólo generan contradicciones y ambigüedades;
como mucho, se les puede conceder un significado puramente emotivo, como ocurre, por ejemplo, con los versos de
un poema. Para entender que los neopositivistas niegan que las proposiciones propias de la metafísica tengan
sentido, hay que tener presente que, para esta corriente filosófica, sólo pueden tener sentido aquellas proposiciones
que cumplan con el principio de verificación, es decir, que permitan determinar si son verdaderas o falsas. Para esta

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escuela, por tanto, el principio de verificación se convierte en criterio de sentido: la imposibilidad de la metafísica
para el neopositivismo radica pues, en que sus proposiciones violan las reglas que una proposición debe cumplir
para ser significativa, es decir, para tener sentido.
El Círculo de Viena constituirá tan sólo una de las arremetidas sufridas por la metafísica durante el siglo
XX, época que albergará abundantes y fértiles propuestas de carácter muy heterogéneo y contrapuesto acerca de
cuál ha de ser el destino de la metafísica.

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UNIDAD 4. TEORÍA DEL CONOCIMIENTO Y FILOSOFÍA DE LA CIENCIA


1. EL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

1.1. El problema de la demarcación del conocimiento científico


¿Qué es la ciencia? Actualmente no existe una definición concluyente de aquello a lo que llamamos ciencia.
A pesar de ello, las disciplinas científicas gozan en nuestro mundo de una amplia y efectiva presencia como saberes
y como instituciones, pero su exacta delimitación frente a otras prácticas culturales o formas de conocimiento es un
problema no resuelto con el que nos topamos cuando nos preguntarnos qué es la ciencia.
En la reflexión filosófica sobre la ciencia, la búsqueda de un criterio que permita determinar si un
conocimiento es o no científico es un problema abierto y controvertido. Los filósofos de la ciencia no llegan a un
consenso sobre un criterio de demarcación que muestre de forma clara y rigurosa la diferencia entre una ciencia
—la física, por ejemplo— y otras formas de conocimiento que quedan excluidas parcial (como el psicoanálisis, que
se considera pseudocientífico) o totalmente (es el caso de la astrología) del conjunto de los conocimientos
científicos. Y es que ni siquiera hay acuerdo acerca de la naturaleza de tal criterio: ¿se trata de un rasgo propio de la
metodología empleada por los científicos o consiste más bien en el cumplimiento de determinadas exigencias de
carácter social? Incluso algún filósofo de la ciencia ha llegado a negar que fuera posible distinguir de forma neta (a
través de un criterio de demarcación) entre la ciencia y otros tipos de conocimiento. Veamos algunas de las
propuestas acerca de cuál es el criterio que permite demarcar el conocimiento científico y así distinguirlo de otros
saberes.

1.2. La verificabilidad y la confirmabilidad como criterios de demarcación del conocimiento científico


Desde los años veinte hasta los cincuenta del siglo XX, se aceptaron de forma casi unánime los
planteamientos que defendían los filósofos del Círculo de Viena sobre el problema de la demarcación del
conocimiento científico. Según los miembros del Círculo de Viena, el criterio de demarcación del conocimiento
científico consiste en la verificabilidad o en la confirmabilidad de las teorías. Así pues, un enunciado es científico si
puede ser verificado o, al menos, confirmado mediante la experiencia. Y un enunciado es verificable —es decir,
puede ser verificado— si es posible establecer una prueba observacional que determine su verdad o falsedad. Por
tanto, la ciencia se caracteriza y se distingue de otras formas de conocimiento porque es capaz de verificar sus
teorías, es decir, puede (aunque quizás no sea factible por ahora hacerlo) probar concluyentemente a partir de los
hechos observables (observables directamente o a través de la experimentación) que dichas teorías son verdaderas.
La filosofía, la poesía, la teología, la moral, no son más que dicursos que, bajo la apariencia engañosa de querer
decir algo sobre la realidad, no sirven más que para despertar determinados sentimientos.
Más adelante, los miembros del Círculo de Viena propusieron la confirmabilidad en lugar de la
verificabilidad como criterio de demarcación. La confirmabilidad, una versión más débil de la verificabilidad, tuvo
que sustituir a su antecesora, puesto que ésta presentaba un grave problema en el caso de los enunciados con forma
de ley. Los enunciados del tipo “todos los cisnes son blancos” no pueden ser inferidos a partir de un número finito
de enunciados observacionales. Dicho de otro modo: un enunciado con forma de ley no puede nunca ser verificado
de forma definitiva, pues para ello habría que comprobar empíricamente todos los casos de la ley que enuncia, y

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éstos son infinitos en el espacio y en el tiempo. Podríamos observar hasta hoy un millón de casos que cumplen esa
ley, pero nada nos aseguraría que mañana no vayamos a encontrar un caso que la incumple y que, por tanto, muestre
que la ley es falsa.
Con la confirmabilidad se trata de evitar este problema, puesto que este nuevo criterio no exige la total
verificación de la teoría, sino tan solo una confirmación de carácter probabilístico. Aunque por medio de la
experiencia no sea posible establecer de forma concluyente y definitiva la verdad o falsedad de un enunciado, sí
puede determinarse su probabilidad.
Sin embargo, tanto la verificabilidad como la confirmabilidad se sostienen sobre la idea de que las ciencias
(las ciencias empíricas en concreto, como la física) emplean un método inductivo, es decir, parten de datos
particulares para llegar a conclusiones generales. Más adelante será muy criticada la idea de que el método científico
se basa en la inducción. A este debate, que en el fondo es una vieja cuestión gnoseológica, se lo conoce como
problema de la inducción.

1.3. La falsabilidad como criterio de demarcación del conocimiento científico


En la década de los cincuenta, las ideas del Círculo de Viena fueron blanco de múltiples críticas. En tales
circunstancias destacaron los planteamientos de Karl R. Popper, quien rechazó la verificabilidad y la
confirmabilidad como criterios de demarcación del conocimiento científico, proponiendo en su lugar la falsabilidad.
Popper constituye una figura decisiva de la filosofía de la ciencia en el siglo XX y marca el final de la tan longeva
influencia del Círculo de Viena.
a) El problema de la inducción
Popper planteó una seria objeción a la idea de tomar el método inductivo como base de las ciencias
empíricas. Esto es lo que se conoce como “problema de la inducción”. El problema de la inducción consiste en
indagar si las inferencias inductivas están lógicamente justificadas. Pues bien, según Popper, el salto de una serie de
observaciones particulares a un enunciado universal sólo sería posible si admitiésemos una ley lógica del tipo
“efectuadas n observaciones de un fenómeno x y habiendo advertido en todas ellas que se produce el
acontecimiento y, podemos concluir x→ y”. A esta ley la denominaríamos “principio de inducción”. Esta ley
fundamentaría las inferencias inductivas, pero ¿cómo fundamentar dicha ley? Ahí radica el problema. No es posible
justificar tal principio acudiendo a la experiencia, puesto que, en tal caso, estaríamos practicando una inferencia
inductiva para fundamentar el principio de inducción, con lo que procederíamos de manera circular. Tendríamos
entonces que suponer un principio de orden superior y no demostrable por la experiencia, lo cual invalida a la
inducción como base de la metodología científica.
Para Popper, por tanto, la metodología científica no es inductiva, sino esencialmente deductiva (la
deducción consiste en extraer a partir de datos o principios generales una conclusión particular o concreta). Más
exactamente, el método científico es hipotético-deductivo
b) La falsabilidad
Popper no negó el importante papel que anteriormente se le había atribuido a la experiencia en el estudio de
la metodología científica; sino que tan sólo matizó más exactamente la función que ésta desempeñaba. En opinión
de Popper, no son las teorías las que dependen de los hechos observados, sino que, más bien, la observación se

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realiza tomando como punto de partida unos determinados presupuestos teóricos. Así pues “Dada una teoría T,
deducimos consecuencias de la misma, C1, C2…Cn. Dichas consecuencias han de ser contrastables empíricamente,
pero entendiendo dicha contrastación como posibilidad de refutación de la teoría T si los datos empíricos no
coinciden con las predicciones C emanadas de T, nunca como verificación de la teoría T”. De este modo, el criterio
que permite distinguir la metodología científica de la que no lo es consiste en la falsabilidad. Veámoslo.
Una teoría será falsable si su falsedad puede ser mostrada mediante la experiencia, es decir, si dicha teoría es
susceptible de refutación acudiendo a la experiencia. La falsabilidad, por tanto, no es criterio positivo de
contrastación (como eran la verificabilidad y la confirmabilidad) sino negativo, ya que indica la posibilidad que
tiene una teoría de ser refutada (es decir, lo contrario de verificada) mediante observaciones empíricas. Atiéndase al
importante detalle de que la falsabilidad consiste en la posibilidad de ser refutada por medio de la experiencia y no
en la refutación ya efectuada; es decir, para que una teoría sea considerada científica no ha de ser falsada (en ese
caso seria científica pero también errónea), sino falsable, esto es, ha de poderse determinar qué tipo de hechos,
suponiendo que alguna vez fueran observados, refutaría tal teoría. En otras palabras, una teoría es falsable si es
posible en principio concebir una o varias observaciones que, en caso de darse, harían falsa a la teoría.
Una teoría será más o menos falsable en la medida en que permita establecer predicciones con mayor o
menor grado de exactitud.
Por ejemplo: la afirmación “surgirá una bola de fuego en el cielo” no es falsable ni, por tanto, científica, ya
que se trata de un enunciado ambiguo, que no aclara cuándo ni dónde tendrá lugar el hecho que se anticipa; mientras
que “aparecerá el cometa Halley el año 1986” sí es falsable y científico, pues proporciona datos concretos.
De esta idea se deduce que una característica propia del quehacer científico es el riesgo. La ciencia no
avanza tratando de asegurar la “verdad” de una teoría a toda costa, sino elaborando hipótesis audaces de las que se
puedan deducir la mayor cantidad posible de predicciones con un alto grado de exactitud, y, por tanto, con
posibilidades de ser refutadas. Popper creía que el destino de toda teoría científica es ser refutada algún día. Pero
una teoría puede pasar con éxito durante mucho tiempo todas las pruebas a las que se le someta para intentar
refutarla. Y cuanto más duras y rigurosas sean las pruebas que ha pasado con éxito, tanto mejor teoría será.
Con la falsabilidad como criterio de demarcación, Popper da un giro radical al planteamiento vienés, al
tiempo que modifica la concepción que se tiene de la ciencia. Además de superar el problema de la inducción…
(Recordemos cómo lo supera: según Popper, de lo particular no se puede inferir lo universal, pero de lo
universal sí se puede deducir o extraer una consecuencia cuya negación refute el enunciado universal. Observando
un número n de hombres no se puede concluir: “Todos los hombres son mortales”, pero la hipótesis de que “Todos
los hombres son mortales” sí puede ser refutada de forma definitiva y concluyente encontrando un contraejemplo, es
decir, uno solo hombre que no lo sea).
...además de superar el problema de la inducción —decíamos— Popper negó la idea defendida por el
Circulo de Viena, según la cual, la ciencia tiene como objetivo primordial alcanzar la verdad o la probabilidad. Esta
sería, según Popper, una actitud dogmática. Él propone una concepción crítica de la ciencia: la ciencia nunca
alcanza la verdad, sino que se aproxima a ella proponiendo hipótesis que, cuanto más audaces, más permiten, en
caso de “sobrevivir”, avanzar a la ciencia.

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Todas las teorías científicas encajan, según Popper, con la falsabilidad como criterio de demarcación.
Nuestras mejores teorías, como la Teoría de la Relatividad, han efectuado predicciones arriesgadas que podían haber
fallado, lo que habría significado la falsación de la teoría, y que, sin embargo, tuvieron éxito. Tal es el caso de la
predicción einsteniana de que la luz se curvaría en campos gravitatorios. Era una predicción novedosa y arriesgada,
que ponía en juego la teoría, y que fue confirmada (la predicción, no lo olvidemos, pues la teoría sólo puede ser
falsada) durante un eclipse solar en 1919. Ello proporcionó fama mundial a Einstein. En cambio, las teorías
pseudocientíficas —Popper pensaba sobre todo en el psicoanálisis, la astrología y el marxismo— se caracterizan
porque no hacen jamás predicciones arriesgadas, y si las hacen y fallan (como sucedió con el marxismo), buscan la
manera de encajar el ejemplo en contra de modo que se convierta en un ejemplo a favor. Las teorías
pseudocientíficas son infalsables de por sí, o bien sus defensores las convierten en infalsables con su actitud de
rechazar toda falsación. Para ellas todos son casos confirmadores y nunca refutadores.

1.3. La estructura de las revoluciones científicas


A la falsabilidad como criterio de demarcación se le plantearon varias objeciones por parte de filósofos de la
ciencia posteriores a Popper. La historia de la ciencia contradice el criterio popperiano. Las teorías científicas no han
sido siempre falsables, sino que más bien son tenaces frente a la evidencia empírica. De hecho, los científicos, rara
vez consideran falsada una teoría por encontrar algún hecho en contra de ella, aunque sólo sea porque podemos estar
equivocados con respecto a ese determinado hecho, y una teoría es algo demasiado valioso y difícil de formular
como para abandonarla a las primeras de cambio. Es más, todas las teorías tienen o han tenido en algún momento de
su historia ejemplos en contra. En los momentos iniciales de una teoría, es muy probable que estos ejemplos
proliferen, pero los científicos tienden a ignorarlos si ven que la teoría es suficientemente prometedora.
Aunque Popper no coincide con los miembros del Círculo de Viena en cuál ha de ser el criterio de
demarcación del conocimiento científico, tanto uno como otros comparten la idea de que este criterio ha de buscarse
en la naturaleza de la metodología científica. Pues bien, esta idea será criticada por algunos filósofos de la ciencia
posteriores a Popper a partir de los años sesenta, entre los que destaca la figura de Thomas Kuhn (1922-1996).
Kuhn se opone a la idea según la cual lo característico de la ciencia radica exclusivamente en su
metodología —idea que se remonta al siglo XVII— y rechaza la concepción de la ciencia que sostenían tanto el
Círculo de Viena como Popper. Según esta concepción de la ciencia defendida por Popper y el Circulo de Viena, la
ciencia progresa, y tal progreso responde a patrones exclusivamente racionales. Analicemos cada una de estas dos
afirmaciones por separado:
- La ciencia progresa: su desarrollo es acumulativo. Las nuevas teorías científicas recogen y amplían las
anteriores; son, por tanto, mejores que ellas.
- Este progreso es racional: Aunque Popper no acepta la idea del Círculo de Viena según la cual la ciencia
tiene como objetivo alcanzar la verdad, sí admite que la verdad ha de permanecer como horizonte del
trabajo de los científicos, y que sus teorías se acercan progresivamente a ella. Por tanto, Popper y el
Círculo de Viena creen en el carácter racional de la investigación científica.
Hay otro modo de formular este planteamiento: Popper y el Círculo de Viena coinciden en que es posible
diferenciar —tal como propone H. Reichenbach— entre dos ámbitos de la ciencia claramente separados:

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- El contexto del descubrimiento: Es el tejido de circunstancias históricas, biográficas, sociales o
personales en las que se produce un descubrimiento científico.
- El contexto de la justificación: El tejido de relaciones lógicas entre el aserto que enuncia lo descubierto
y el sistema de los conocimientos científicos ya aceptados.
La separación de ambos contextos favorece la idea de que las motivaciones o creencias personales o sociales
(no justificadas racionalmente) no influyen de manera determinante en la formulación y fundamentación (lógica y
racional) de las teorías. En resumen, se trata de pensar que la ciencia se reduce al conocimiento científico y que éste
no se ve afectado por las condiciones histórico-sociales.
Kuhn se opone a esta concepción de la ciencia. Para él, la ciencia no siempre ha seguido un progreso
acumulativo, y, cuando cambia, no responde a patrones exclusivamente racionales. La investigación científica
responde a factores más complejos que la mera búsqueda de la verdad o de la utilidad. El quehacer de los científicos
está fuertemente determinado por las creencias, los valores y las costumbres a la hora de investigar; creencias y
hábitos que se comparten en el seno de la comunidad científica a la que un investigador pertenece. A esta
constelación de presupuestos o hábitos de trabajo que el científico no cuestiona la denomina Kuhn paradigma
científico. La historia de la ciencia es la sucesión de diversos paradigmas científicos (la mecánica de Newton o la
física aristotélica, por ejemplo). Mientras un paradigma impera, los científicos que pertenecen a él, más que
descubrir nuevos fenómenos, procuran que sus teorías se ajusten a dicho paradigma; es decir, tienen una actitud
conservadora, protegen los principios de su comunidad científica.
¿Cómo es posible entonces un cambio de paradigma? Cuando las explicaciones ofrecidas dentro de un
paradigma se hacen insostenibles, entonces éste entra en crisis. Acontece en ese momento lo que Kuhn denomina
revolución científica, que supone la sustitución del viejo paradigma por uno nuevo tras una ardua lucha en busca del
acceso al poder —en todos los sentidos, inclusive el institucional— entre los defensores de uno y de otro paradigma.
La ciencia, por tanto, no experimenta un progreso continuo y acumulativo, sino que avanza a base de crisis y
rupturas que implican cambios radicales en la concepción del mundo. Dado que “son los vencedores los que
escriben la historia”, la historia de la ciencia se relata habitualmente como un progreso lineal hacia lo mejor, pero
esto no es más que una visión parcial que a la comunidad científica actual le interesa ofrecer.
Para Kuhn, el criterio de demarcación de la ciencia ya no radica, por tanto, en la metodología científica,
pues la ciencia es una realidad histórica y sociológica que no es reducible a los métodos empleados en el
conocimiento científico.
Posteriores autores o escuelas de filosofía de la ciencia, como es el caso de P. Feyerabend, afirman incluso
que difícilmente puede delimitarse una metodología propiamente científica. Feyerabend defiende lo que denomina
“anarquismo epistemológico”, es decir, la idea de que los científicos emplean cualquier medio que esté a su alcance
para investigar. Para Feyerabend, la ciencia es difícilmente distinguible de otras formas de conocimiento.

1.4. Conclusión
Las reacciones ante este fracaso reiterado de los sucesivos criterios de demarcación han sido diversas. Ha
habido quien, como Feyerabend, ha negado que exista algún tipo de distinción relevante desde el punto de vista del
conocimiento entre la ciencia y la no-ciencia. Desde la sociología de la ciencia la demarcación se considera como

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una cuestión puramente convencional. Es la propia comunidad científica la que, mediante negociaciones, decide en
función de sus intereses y de sus tradiciones institucionales lo que debe ser considerado como científico y lo que no.
Sin que ello signifique que todo lo que recibe el calificativo de científico comparta un conjunto de características
comunes. Otros prefieren ser más moderados. El que no quepa una distinción tajante y precisa entre ciencia y no
ciencia no significa para ellos que no quepa ninguna distinción en absoluto, o que ésta sea puramente convencional.
Se trata más bien de una cuestión gradual en la que es imposible trazar una frontera definida, pero en la que pueden
determinarse una serie de rasgos, que sin ser condiciones imprescindibles, ayudan a calificar como más o menos
científica una teoría (rigor conceptual, exactitud, apoyo en los hechos, contrastabilidad y revisabilidad, coherencia
con otras teorías científicas aceptadas, capacidad predictiva, etc...). La tendencia actual, como ha sugerido L.
Laudan, es la de dejar a un lado el problema de saber cuándo estamos ante una teoría científica —hay quien lo
considera incluso un pseudoproblema— para considerar en su lugar cuándo estamos ante una buena teoría, es decir,
ante una teoría fiable, fértil y bien fundada, sea o no científica.
En lo que sí parece haber amplio acuerdo, en cuanto a las fronteras entre lo científico y lo no científico, es
en que, se tracen donde se tracen, no deben ser identificadas con las fronteras entre lo racional y lo irracional o entre
el conocimiento válido o fiable y el ámbito de lo impreciso, fútil o sin sentido. Lo más probable es que siempre
encontremos a ambos lados de la línea modos útiles de conocer la realidad.

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2. HISTORIA DE LAS COSMOVISIONES CIENTÍFICAS

2.1. Aristóteles y el modelo cosmológico de las esferas homocéntricas:

Aristóteles (s. IV a.C) consideró la realidad sensible como dividida en dos esferas claramente diferenciadas
entre sí: por una parte, el mundo llamado sublunar y, por otra, el mundo supralunar o celeste. Esta convicción de
Aristóteles subsistirá a lo largo de todo el pensamiento medieval; sólo al iniciarse la edad moderna desaparecerá la
distinción entre mundo sublunar y supralunar.

El mundo sublunar se caracteriza por todas las formas de cambio (las cuatro que Aristóteles diferenciaba: el
cambio substancial y tres tipos de cambio accidental), entre las cuales predomina la generación y la corrupción. Está
formado de materia corruptible que viene dada por los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego). Dado que el
movimiento característicos de los cuatro elementos es rectilíneo, las objetos del mundo sublunar buscan, mediante
este movimiento rectilíneo, su lugar natural (el humo, compuesto principalmente de aire, tienden a elevarse,
mientras que los sólidos, en los que hay una mayor proporción de tierra, caen).

En el mundo supralunar, sin embargo, sólo hay movimiento local, que, además, es de trayectoria circular
(se trata del movimiento de las esferas celestes, como enseguida veremos). Está formado de éter, la “quinta
esencia”, que no ha sido generado, ni es corruptible, es decir, no está sometido al desarrollo ni a la alteración, ni a
otras modalidades que implican estos movimientos, y por este motivo son también incorruptibles los cielos que
están formados de éter.

Para Aristóteles, el Universo tiene la siguiente estructura: es único, finito, simétrico y esférico, con la Tierra
en el centro (se trata, por tanto de un modelo cosmológico geocéntrico). El cielo (esto es, el mundo supralunar) se
compone de un número limitado de esferas concéntricas (habitualmente se considera que hay en torno a 50). Entre
la Tierra (que está en el centro) y el cielo de las estrellas fijas (la última de las esferas, que contiene todas las demás)
hay otras muchas esferas concéntricas (es decir, homocéntricas) de magnitudes cada vez menores y contenidas las
unas en las otras. Esta concepción se basa en la cosmología de Eudoxo de Cnido (IV a.C), miembro, como
Aristóteles, de la Academia. El movimiento de los cuerpos celestes que se conocían hasta entonces (Mercurio,
Venus, el Sol, la Luna, Marte, Júpiter y Saturno) se explica empleando este sistema de esferas homocéntricas, en las
cuales están situados los cuerpos celestes.

¿Por qué son necesarias más de cincuenta esferas para explicar el movimiento de siete cuerpos celestes? La observación de los
cielos había mostrado a los astrónomos griegos que los cuerpos celestes describían un movimiento aparentemente irregular y retrógrado. La
explicación que se diese a este fenómeno no podía rechazar uno de los principios de la concepción que Platón (s.V-IV a.C) tenía del cosmos:
los movimientos de los astros tenían que ser circulares y uniformes, ya que el círculo era la figura de la perfección en la cultura griega. Por
ello, el sistema de las esferas homocéntricas, que Aristóteles toma de Eudoxo —obsérvese que ambos son discípulos de Platón— se basa en la
combinación de varias esferas cuyo movimiento es uniforme y circular para explicar la trayectoria descrita por los cuerpos celestes.

La causa última de todo movimiento en el Universo es un ente que mueve sin estar él en movimiento. Este
ente —se le puede denominar “motor inmóvil”, “motor no movido”, “primer moviente” o “Dios”, pero con las
debidas precauciones— es acto puro, carece de potencialidad (y, por tanto, de materia, es suprasensible) pues no

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experimenta ninguna forma de cambio o movimiento y, sin embargo, es la causa de todos los movimientos. El
primer motor mueve atrayendo, y atrae como objeto de amor, es decir, a la manera de fin.

¿Cuál es la naturaleza del motor inmóvil? Este principio del que “dependen el cielo y la naturaleza” es Vida. Pero, ¿qué clase de
vida? La más excelente y perfecta de todas; la vida que nosotros sólo podemos vivir por un breve espacio de tiempo; la vida del pensamiento
puro, la vida de la actividad contemplativa. Pero, ¿en qué piensa el motor inmóvil? Piensa en la cosa más excelente. Pero la cosa más
excelente es él mismo. Por tanto, piensa en sí mismo; es actividad contemplativa de sí mismo; es pensamiento del pensamiento. Aristóteles
también se refirió a otras substancias inmateriales que actúan como motores de las esferas celestes. Están organizadas según una jerarquía que
luego en la Edad Media se consideró la de las inteligencias angélicas, tal y como refleja la Divina Comedia de Dante (s XIII-XIV).

Aristóteles demuestra la existencia de este primer motor no movido partiendo del principio de su física
según el cual “todo lo que se mueve es movido por otro”. Si se combina este principio con aquél otro que establece
la imposibilidad de una serie infinita de causas o motores (entre los griegos estaba muy extendida la idea de que lo
infinito es imperfecto; y lo finito y delimitado, perfecto), se llega a la conclusión de que es necesario admitir la
existencia de un primer motor que mueva sin ser movido, o una primera causa que cause sin ser ella misma causada.

2.2. El modelo astronómico ptolemaico y su pervivencia en la Edad Media:

- La tradición de “salvar las apariencias”

Las observaciones de los astrónomos griegos colisionaban con el principio de origen platónico y pitagórico
según el cual el movimiento de los cuerpos celestes ha de ser circular y uniforme, es decir, perfecto (recordemos que
en la cultura griega el círculo se identifica con lo perfecto). Los astrónomos griegos observaban que los
movimientos de los planetas parecían presentar un movimiento disforme, pues modificaban sus velocidades,
deteniéndose y acelerándose. Se producía entonces un conflicto entre los datos empíricos proporcionados por la
observación y los principios sobre los que se asentaba un modelo teórico para comprender el cosmos; es decir, se
daba un desajuste entre teoría y datos empíricos.

Ante este problema, Aristóteles, como ya hemos visto, propone un modelo cosmológico de esferas homocéntricas en el cual varias
esferas (de diferente dirección y velocidad, y con el eje más o menos inclinado, pero cuyo movimiento es siempre uniforme y circular)
combinan sus movimientos para producir el de un cuerpo celeste. Aristóteles no propone este modelo como una mera hipótesis, sino como
una descripción real de la estructura del Universo.

Para afrontar el conflicto entre los datos empíricos y la teoría, algunos astrónomos griegos desarrollaron
sistemas astronómicos destinados únicamente a “salvar las apariencias”. “Salvar las apariencias” consiste en
proponer hipótesis que expliquen los fenómenos observados haciéndolos coincidir con lo que es predecible por la
teoría, pero sin pretender que dichas hipótesis sean reales. En el caso que nos concierne ahora (el movimiento de los
cuerpos celestes) las apariencias se “salvan” o se “guardan” si se consigue predecir mediante un modelo teórico (una
construcción geométrica) la posición de un planeta, sin que importe si realmente dicho cuerpo ha seguido el
movimiento representado en el modelo hipotético.

Así pues, en la astronomía griega conviven dos proyectos bien distintos (algunos pensadores los conjugaron en su sistema y
otros se ciñeron a alguno de los dos):

- Por un lado, la pretensión de calcular la posición de los cuerpos celestes. Para ello se desarrollan modelos de carácter
matemático que funcionen como instrumentos de predicción. La utilidad de estos cálculos de debía, en buena medida, a las prácticas
predictivas de la astrología.

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- Por otro, la necesidad de atender a la realidad del cosmos. En este caso, se trata no ya de conocer cuál será la posición de un
planeta, sino en averiguar los procesos físicos que determinan esa posición y que sirven para explicar por qué el planeta está en ella. Para
Aristóteles, por ejemplo, las esferas cristalinas que portan a los cuerpos celestes eran reales, y no meras ficciones geométricas.

La separación entre estos dos propósitos da lugar a una escisión de la astronomía, que queda dividida en astronomía
matemática, por un lado, y astronomía física, por otro. Será necesario esperar a la revolución científica para que se fusionen en una sola
ciencia.

- El modelo cosmológico de epiciclos y deferentes

Al final de vida de Aristóteles se empieza a problematizar el modelo de las esferas homocéntricas, ya


que no explicaba bien algunos de los fenómenos observados por los astrónomos (por ejemplo, el cambio de
intensidad en el brillo de algunos cuerpos celestes, que parecían acercarse y alejarse de la Tierra).
Los astrónomos helenísticos proponen varios modelos alternativos o complementarios con respecto al
de las esferas homocéntricas. Uno de estos modelos explicativos es el de los epiciclos, cuyo origen es incierto. Ya
algunos astrónomos como Apolonio de Perga (s.III a.C.) o Hiparco de Nicea (s.II a.C.) lo utilizan, pero es con
Claudio Ptolomeo (s. II d.C.), con quien definitivamente se impone este modelo. Ptolomeo escribió, además de otras
obras, su Composición matemática, bautizada por árabes como Almagesto (“Al Magest”, que significa “el gran
libro” o “el más grande”). Se trata de una complicada obra dedicada casi exclusivamente al cálculo matemático de
las posiciones de los astros, por lo que se abstiene de ofrecer una descripción real del cosmos. Por tanto, el modelo
de epiciclos desarrollado por Ptolomeo —al menos tal y como fue entendido en la Edad Media— no pretende
sustituir al de Aristóteles, sino que se inserta en él. Le añade algunas modificaciones que lo complican y permiten
responder mejor a las predicciones y observaciones.
Los epiciclos y deferentes son dos de los diversos elementos explicativos con los que Ptolomeo
modifica el modelo defendido por Aristóteles. Cada planeta describe una trayectoria circular (epiciclo), cuyo centro
se desplaza, a su vez, sobre otro círculo (deferente) cuyo centro es el centro de la Tierra. El resultado es un
movimiento en bucles que permite explicar el movimiento retrógrado de los astros. El sistema se complica, porque
puede haber más de un epiciclo, o bien el centro del deferente puede no coincidir con el centro de la Tierra (entonces
el deferente recibe el nombre de excéntrica).

Estas modificaciones tienen como resultado un sistema complejo, que conserva muchos de los aspectos
fundamentales del modelo aristotélico pero que modifica algunos otros. Ptolomeo necesitó cuarenta círculos
—distintos en dimensiones y velocidades— para explicar los movimientos de los siete cuerpos celestes conocidos
entonces (Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y la Luna). Además, cada planeta requería un sistema de
cálculo independiente. Su barroquismo, por tanto, es notable.

Sin embargo, este sistema conseguía “salvar las apariencias” mucho mejor que el de las esferas, por lo
cual, en la Edad Media, acabó sustituyéndolo para los cálculos matemáticos, pues ofrecía un instrumento de
predicción de gran exactitud. Ahora bien, el movimiento de los planetas siguiendo la trayectoria de epiciclos, tal
como es descrito en el Almagesto, tenía el carácter de una hipótesis matemática que permitía calcular con bastante
precisión sus posiciones y ciertamente salvaba las apariencias mejor que el modelo de las esferas homocéntricas.
Pero los mecanismos internos que daban ese resultado, esto es, los propios epiciclos, carecían de realidad física.

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Eran adoptados únicamente por la simplicidad que suponía reducir todos los movimientos a combinaciones de
movimientos circulares

¿Tuvo Ptolomeo la intención de proporcionar con su sistema una explicación del movimiento real de los astros o simplemente
desarrolló un aparato predictivo basado en el cálculo matemático? Esta es una cuestión controvertida sobre la que los expertos no se ponen de
acuerdo. En todo caso, al margen de las intenciones de Ptolomeo, en la Edad Media se interpretó su obra en un sentido exclusivamente
instrumentalista, tomando su modelo explicativo como un conjunto de hipótesis destinadas a salvar las apariencias, y no como una
descripción real del Universo. Entendiéndolo así, podía compaginarse el modelo ptolemaico con el aristotélico, y, de este modo, conservar
algunos de los principios fundamentales de este último.
Del sistema aristotélico se abandonó la idea de que las trayectorias circulares tenían que ser homocéntricas (pues con Ptolomeo
no todas tienen el centro en la Tierra), pero se conservaron otros tantos aspectos: por ejemplo, los movimientos planetarios según epiciclos y
deferentes tenían lugar en el interior de una esferas (una para cada astro) de éter. El cosmos, pues, seguía ocupado por las esferas cristalinas,
que estaban en contacto unas con otras.

Durante toda la Edad Media el sistema ptolemaico fue tenido en general como un artificio geométrico y
un instrumento de cálculo, función que cumplió razonablemente bien, aunque cada vez con mayor dificultad y
complejidad. Sin embargo, para el siglo XVI comenzó a hacerse claro que algunos de los problemas del sistema
ptolemaico surgían precisamente de ese carácter ficticio, de su separación de una base física coherente. Se sintió
entonces la necesidad de un sistema astronómico que pudiera salvar los fenómenos y al mismo tiempo describir las
trayectorias reales de los cuerpos celestes. Este nuevo sistema a la vez físico y matemático fue elaborado por el
clérigo y médico polaco Nicolás Copérnico.

2.3. Nicolás Copérnico:


- Copérnico frente al problema de “salvar las apariencias”

Como ya hemos visto, en la Edad Media se interpretaron los modelos matemáticos del Almagesto como un potente aparato
computacional cuyo objetivo era “salvar las apariencias” y no ofrecer una descripción de los movimientos reales de los planetas. De este
modo, el sistema ptolemaico podía conjugarse con el aristotélico, que sí tenía la intención de describir la realidad del cosmos. Como
consecuencia de este doble planteamiento, la astronomía quedaba escindida en una ciencia matemática destinada a predecir, y en otra física
dedicada a explicar.

Frente a Ptolomeo, Nicolás Copérnico (1473-1543) tiene la pretensión de articular todas las
observaciones de los cielos en un sistema coherente que sea, a la vez, cosmológicamente operativo (que describa el
Universo tal y como es) y astronómicamente exacto (capaz de calcular la posición de los planetas). A diferencia del
sistema ptolemaico, desmembrado en una multitud de cálculos “atomizados” e independientes, diferentes para cada
cuerpo celeste (a cada problema se le da una solución específica), Copérnico propone un modelo total, que aúne la
descripción física y el cálculo matemático, y que integre los cálculos de las trayectorias de todos los planetas en un
mismo sistema.

La relevancia de la “revolución copernicana” en la historia del pensamiento y de la ciencia se explica en buena medida por su
contribución a la quiebra del aristotelismo. La reforma astronómica de Copérnico favoreció la destrucción del edificio aristotélico del saber,
por lo que se convirtió en un punto de inflexión para la revolución científica y filosófica de la que iba a emerger la moderna representación del
Universo. Y, sin embargo, Copérnico no tenía la intención de agitar las aguas de la filosofía, la teología o incluso la política. Su objetivo se
ceñía al ámbito de la astronomía, pero el resquebrajamiento de la cosmología aristotélica trajo consigo el de su metafísica y, con ello se
trastocaron también los cimientos de la filosofía medieval cristiana.

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No obstante, el sistema copernicano no obtuvo una rápida victoria sobre el modelo del Almagesto: a pesar
de que el de Copérnico tiene una mayor superioridad descriptiva y predictiva, es observacionalmente equivalente al
sistema ptolemaico, por más que en el plano matemático y geométrico las órbitas y movimientos postulados por
ambos sistemas sean radicalmente diferentes.

Si bien el sistema copernicano constituye una de las etapas fundamentales del desarrollo de la ciencia moderna, no hay que olvidar
que su autor estuvo influido en su trabajo por compromisos y creencias mágico-estéticas. Para afirmar la centralidad del sol, por ejemplo, se
apoya en ideas tomadas de la tradición iniciática de Hermes Trimegisto.

- Logros y límites del sistema copernicano:

- De revolutionibus es técnica o científicamente superior al Almagesto por las siguientes razones:

1º Por su carácter sistemático. El logro fundamental de Copérnico fue la invención de la astronomía


sistemática. Sus cálculos planetarios son interdependientes: ahora las variaciones empíricas son las que tienen que
ajustarse a los cálculos. Con Ptolomeo, los cálculos eran independientes entre sí, adaptables a las variaciones
empíricas observadas.

2º Por su utilización superior del instrumental matemático. No inventa técnicas matemáticas nuevas, pero sí
reordena el utillaje del Almagesto al servicio de una cosmología más ordenada e inteligible.

3º Por el abandono del principio geostático y (en consecuencia) del geocentrismo. El geocentrismo era uno
de los pilares básicos (junto con el “principio de circularidad”) de la astronomía ptolemaica y la cosmología
aristotélica.

4º Consiguió un sistema predictivo más simple que el de los ortodoxos (redujo los 83 epiciclos a 34).

- Los límites del sistema copernicano:

1º Copérnico no fue copernicano. La mayoría de elementos esenciales de la “revolución copernicana” no


aparecen en los textos de Copérnico.

2º Siguió manteniendo el “principio de circularidad”. Era de común aceptación, incluso Galileo se opuso a
órbitas elípticas de Kepler. Además de este principio, Copérnico conservó otros tantos aspectos del sistema
aristotélico-ptolemaico: los epiciclos, las esferas celestes, la idea de que el sol no es una estrella, es decir, cree que
no se mueve (es un sistema helioestático), y la idea de que el Universo es esférico y finito.

Según Kuhn, el sistema de Copérnico no resulta ni más simple ni más preciso que el de Ptolomeo. En primer lugar, el sistema
copernicano de siete círculos es, sin duda, más económico, pero no funciona, no permite predecir la posición de los planetas con una precisión
comparable a la del sistema de Ptolomeo. Y, además, para lograr una mayor precisión, Copérnico tuvo que emplear epiciclos menores y
excéntricas, con lo que creó finalmente un sistema prácticamente tan complicado como el Ptolomeo. ¿Por qué entonces acabó imponiéndose?
Las razones por las que se acepta un nuevo paradigma científico van más allá, según Kuhn, del mero contexto científico, pues responden a
diversos factores de carácter histórico y cultural.

2.4. Tycho Brahe :


- La composición del mundo celeste
En el último cuarto del siglo XVI se observan algunos fenómenos novedosos que ponen en cuestión algunos aspectos de la
cosmología aristotélica. En la constelación de Casiopea aparece una nueva estrella (una supernova) en 1572 que dura dos años, durante los
cuales experimenta cambios de magnitud y de color. Por otro lado, en 1577 se obtienen observaciones del cometa Halley. La aparición de una
nueva estrella cuestiona la inmutabilidad de los cielos, mientras que las observaciones del cometa celeste (en la cosmología aristotélica los

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cometas eran tomados como fenómenos sublunares) ponen en un aprieto tanto a la idea de las esferas cristalinas como al principio de la
circularidad de los movimientos celestes, ya que el cometa describe una trayectoria ovalada.

El astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) continuó la empresa copernicana de reconciliar la astronomía
matemática con la física, es decir, de combinar descripciones físicas de los movimientos celestes con el cálculo
matemático de las posiciones de los planetas. Con este objetivo, Brahe realizó numerosas y certeras observaciones,
y contribuyó a afianzar la idea de que las observaciones eran de extrema importancia para el progreso de la
astronomía. Además, mejoró notablemente tanto los instrumentos de observación (se construyó para él un
observatorio en Dinamarca) como la manera de realizar las observaciones, llevándolas a cabo de modo regular y
sistemático.
Brahe observó los fenómenos extraordinarios a los que antes nos hemos referido. Como consecuencia de
estas observaciones, sugirió que las órbitas de los cometas eran ovaladas y negó la existencia de las esferas
cristalinas. Sin embargo, no llegó a admitir que los cielos estaban sujetos a cambios, tal y como sus propias
observaciones de una nueva estrella demostraban (explicó el surgimiento de esta nueva estrella como un milagro de
Dios quien no está sujeto a las leyes naturales).
- El geoheliocentrismo
En 1588, Tycho Brahe propone, en su Sobre los fenómenos más recientes del mundo etéreo, un sistema
alternativo al de Ptolomeo y al de Copérnico. En este sistema, la Tierra permanece en el centro del Universo con la
Luna y el Sol girando a su alrededor. Los otros cinco planetas giran en torno al Sol, que los arrastra consigo en su
movimiento anual.
Este sistema, posible gracias a la eliminación de las esferas celestes (pues de este modo es posible la intersección de las trayectorias
planetarias), fue inmediatamente adoptado por los científicos de la Compañía de Jesús. Era geométricamente equivalente al copernicano, no
presentaba dificultades teológicas y ofrecía una mayor exactitud en las observaciones. Evitaba, además, las objeciones —como el “argumento
de los cañones”— que se le planteaban al heliocentrismo.

2.5. Johannes Kepler:


Por su enorme capacidad matemática, Johannes Kepler (1571-1630) —discípulo de Brahe— es quien
completa la revolución astronómica iniciada por Copérnico, liberando a la astronomía heliocéntrica de toda una
serie de residuos geocentristas y dando comienzo a la astronomía moderna.
- Presupuestos metafísicos y consecuencias epistemológicas
Con Kepler, se avanza más en el desarrollo del método experimental propio de la ciencia moderna. Este
método no consiste en experimentar a secas, sino en establecer una conexión necesaria entre la matemática y la
investigación empírica. De ahí que, para Kepler, las matemáticas tengan una importancia fundamental en la
investigación científica, sin que, claro está, haya que dejar de lado las observaciones: desde este punto de vista, las
ecuaciones matemáticas son verificadas con exactitud en el mundo de la observación, pero, por otro lado —y esto es
crucial—, los experimentos se someten a las relaciones matemáticas, ya que en ellas se expresa la estructura
cuantitativa fundamental de la materia.
Kepler supera, de este modo, la perspectiva cualitativa que caracterizaba a la cosmología aristotélica, edificada sobre las categorías
de substancia y cualidad.

La importancia que Kepler concede al conocimiento matemático se debe a la siguiente convicción —de
carácter metafísico—: bajo el aparente caos que observamos en el Universo, sin embargo, existe una unidad

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profunda regida por principios matemáticos. Allí donde hay materia, hay geometría; el mundo real es cuantificable,
luego el conocimiento cierto ha de ser necesariamente matemático.
Esta convicción, que se halla en la base de su búsqueda de relaciones matemáticas, tiene un carácter metafísico y teológico. La idea
de que Dios construyó el mundo de acuerdo con claves geométricas la toma Kepler de su adhesión a planteamientos metafísicos procedentes
de Platón y del pitagorismo. Además, toda su obra presenta un marcado tono espiritual, que se aprecia, por ejemplo, en su comparación del
Sol, las estrellas y el cielo con la santísima Trinidad. Por otra parte —y como era habitual en los astrónomos de aquél momento—, trabajaba
también como astrólogo, y sus horóscopos eran muy apreciados.

- Logros astronómicos de Kepler


1º) Rompió con la distinción aristotélica entre mundo sublunar (sujeto a todos los tipos de cambio) y mundo
supralunar (incorruptible). Su maestro, Brahe, ya había sospechado que la materia celeste no es perfecta e
incorruptible (observó la supernova Casiopeia y el cometa Halley). Pero Kepler se atrevió a postular causas físicas
precisas para explicar los movimientos de los cuerpos celestes, como por ejemplo la atracción del Sol (a pesar de
que entendió dicha atracción como fuerza magnética, por influencia de Gilbert). Esta superación de la diferencia
aristotélica entre mundo sublunar y celeste contribuyó notablemente a desarrollar una astronomía sistemática, una
“física celeste”, allanando las dificultades para la llegada de la gran síntesis físico-astronómica de Newton.
2º) Abandonó el principio de circularidad, lo que supuso una de las grandes revoluciones astronómicas del
XVII. El círculo estaba avalado por dos mil años de tradición. Se presentaba como la figura más simple, perfecta y
moral de los planetas; como su propiedad física característica. Kepler se enfrentaba a la gran dificultad de superar la
larga tradición anterior (sólo algunos, como Brahe, pusieron en duda este principio). Sólo se apartó del modelo
circular tradicional tras haber descartado todas las alternativas posibles.
3º) Las tres célebres leyes de Kepler. Obedecen a su profunda manera de entender la regularidad de la
naturaleza, y son una muestra de las múltiples relaciones matemáticas que pueden descubrirse para demostrar la
armonía del cosmos. Todavía hoy se consideran válidas.
Ley 1ª: “La órbita de todo planeta es un elipse con el Sol en uno de sus focos”. Esta ley presenta la ventaja
de eliminar todos los epiciclos y excéntricas.
Ley 2ª: “El radio vector que va del Sol a cada planeta barre áreas iguales en tiempos iguales”. Por tanto, la
velocidad de traslación de un planeta es mayor cuanto más cercana al Sol se encuentra su trayectoria.
Ley 3ª: “La razón de los cuadrados de los períodos de dos planetas cualesquiera es directamente
proporcional a la razón de los cubos de sus distancias medias al Sol”. Esta ley tiene un interés muy especial porque
por primera vez una ley enlaza los movimientos de todos los planetas, se trata de una ley de la armonía del
movimiento planetario.
Las dos primeras leyes fueron publicadas en la obra Astronomia Nova, pero aún estaba insatisfecho con un aspecto de sus
descubrimientos: no se había hallado ninguna relación entre los movimientos de los distintos planetas. Hasta ahora, cada planeta parecía tener
su órbita elíptica propia y su propia velocidad, pero no parecía existir un modelo general para todos los planetas. No había ninguna razón por
la que pudiese esperarse que existiese tal relación. Sin embargo, Kepler estaba convencido de que, al investigar las diferentes posibilidades,
encontraría una relación simple que ligase todos los movimientos que ocurren en el sistema solar. Él buscaba esta regla, incluso en el dominio
de la teoría musical, esperando, como los pitagóricos, encontrar una conexión entre las órbitas planetarias y las notas musicales. Tras muchos
intentos fallidos, finalmente encontró esta tercera ley (De Harmonice mundi): el tiempo que un planeta tarda en dar una vuelta completa

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alrededor del Sol (período) elevado al cuadrado es igual al radio medio de la órbita elevado al cubo multiplicado por una constante, que es
igual para todos los planetas.

2.6. Galileo Galilei:

- El método hipotético-deductivo

La revolución científica no supuso únicamente un cambio de cosmovisión, sino también de metodología y


epistemología. Con Galileo (1564-1642) se consolida una nueva manera de interrogar a la naturaleza y se sientan las
bases de la metodología que es propia de la ciencia moderna. Para que sea posible la transformación de un
paradigma científico —y esto es lo que ocurre durante la revolución científica—, es necesario cambiar la
metodología empleada en la investigación. Galileo fue uno de los principales responsables de introducir el método
experimental en las ciencias físicas, y formuló explícitamente los pasos de los que consta este método:

1º) Resolución o intuición: Consiste en reducir intuitivamente la multiforme variedad empírica de un


fenómeno observado a unas pocas propiedades esenciales. Galileo insiste en la necesidad de la abstracción e
idealización para el estudio de la física. La noción de “péndulo ideal”, que obliga a prescindir de factores
secundarios como la fricción del aire o la masa del hilo, es un ejemplo de estas idealizaciones. Se llega así a la
“resolución” (en el sentido de separación) de las propiedades matemáticas implicadas en un efecto dado.

2º) La composición consiste en construir una “suposición hipotética” de la que se deducen


matemáticamente una serie de consecuencias observables. Las hipótesis se construyen siempre de acuerdo con el
principio de simplicidad. En la suposición se enlazan las diversas propiedades esenciales elegidas. Por ejemplo,
Galileo deduce matemáticamente la trayectoria de los proyectiles según su ángulo de tiro en el supuesto de que
describían una parábola.

3º) La confirmación experimental o “resolución”: consiste en comprobar experimentalmente si las


consecuencias observacionales de la hipótesis son ciertas o no. Es interesante resaltar que, en muchos casos, Galileo
no da este tercer paso, limitándose a un experimento mental o ideal.

Como puede observarse, el núcleo del método es la vinculación entre experiencia y razón matemática. La experiencia es el
punto de partida, pero no la experiencia vulgar, sino la experiencia analizada por la razón, reducida a sus elementos fundamentales e
interpretada matemáticamente, lo que da lugar a una reconstrucción ideal de los datos empíricos. Igualmente, los experimentos son
construidos bajo la dirección de la razón, e incluso a veces —como hemos dicho— no son realizados materialmente, sino únicamente
mentalmente.

- La astronomía en Galileo

Dentro de la astronomía, el objetivo principal de Galileo será la defensa del sistema astronómico copernicano. Dentro de la física
aportará argumentos teóricos que ayudarán a justificar y comprender, por ejemplo, la posibilidad del movimiento terrestre sin caer en
paradojas como la de los cañones, mencionada por Tycho Brahe.

En el campo propiamente astronómico, en la obra de Galileo destacan los datos obtenidos por observación.
Sus observaciones confirmarán numerosos aspectos del sistema copernicano y romperán definitivamente con el
sistema cosmológico de Aristóteles y Ptolomeo. Por tanto, su principal aportación consiste en apoyar el sistema
copernicano y defenderlo con observaciones empíricas. Veamos algunos ejemplos de sus contribuciones a la
astronomía moderna:

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1º) Demostró que existen movimientos celestres que tienen un centro distinto del de la Tierra, al
descubrir cuatro lunas (satélites) de Júpiter (Io, Europa, Ganímedes y Calisto), con lo que no todos los astros giran
alrededor de la Tierra y no existen las esferas que los contengan.

Los anticopernicanos afirmaban que si todos los astros efectúan su revolución alrededor del Sol, no se comprende por qué la Luna
constituye una excepción girando alrededor de la Tierra. Con su descubrimiento Galileo muestra que no todos los cuerpos giran alrededor del
Sol, ni siquiera alrededor de la Tierra, pues hay cuerpos que giran alrededor de Júpiter.

2º) Refutó la teoría aristotélica de la incorruptibilidad de la materia (éter) de los cielos, ya que observó
la existencia de manchas en el Sol y la superficie irregular de la Luna. La división entre mundo sublunar,
imperfecto, mutable, corruptible, y el mundo supralunar, no tenía ya sentido.

Los descubrimientos realizados por Galileo fundamentaron con rigor matemático las teorías de Copérnico, pero fue desde la
mecánica de Galileo como se logró explicar la posibilidad del movimiento de la Tierra eliminado las objeciones clásicas de Ptolomeo y sus
seguidores; con esto ya estaba cimentado el sistema copernicano. El desarrollo de la Mecánica en Galileo estará, pues, en relación con su
defensa del copernicanismo, quedando así, Mecánica y Astronomía unidas. Gracias a las leyes de Galileo sobre la caída de los cuerpos y a las
leyes de Kepler sobre los movimientos planetarios pudo Newton llegar a su síntesis en los Principia Mathematica (1687).

La difusión de los escritos de Galileo motivó la intervención de la Inquisición que en 1616 condenó la tesis del movimiento de la
Tierra como un doctrina “falsa y contraria a la Escritura” (colisionaba con la orden de Josué de detener el Sol [Josué, X, 12-13]). Se prohibió
el De revolutionibus de Copérnico hasta que fuera corregido, es decir, hasta que el movimiento de la Tierra y la centralidad del Sol fueran
presentadas como meras hipótesis matemáticas sin valor físico, destinadas a “salvar las apariencias” y calcular la posición de los cuerpos
celestes. Galileo fue conminado por Berlamino al abandono de sus creencias y reducido al silencio sobre esta cuestión. En 1633 se
prohibieron los Diálogos sobre los dos grandes sistemas del mundo (el ptolemaico y el copernicano), publicados por Galileo un año antes, se
le obligó a abjurar y se dictó prisión perpetua para él, si bien terminó sus días recluido en la villa de Arcetri.

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UNIDAD 5. LA ACCIÓN HUMANA


1. CRÍTICA Y GENEALOGÍA DE LA MORAL

1.1. La ética deontológica de Kant


- Bajo el cielo estrellado
En la conclusión de su Crítica de la razón práctica (1788) escribió Kant lo siguiente: «Dos cosas llenan el
ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de
ellas la reflexión; el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí». Y en efecto, todo el enorme esfuerzo de
reflexión que llevó a cabo en su obra filosófica tuvo siempre el objetivo de estudiar por separado dos ámbitos que ya
había distinguido Aristóteles siglos atrás: el ámbito teórico, correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo
conforme a su propia dinámica, y el ámbito de lo práctico, correspondiente a lo que lo que puede ocurrir por obra de
la voluntad libre de los seres humanos. En ambos terrenos es posible —a juicio de Kant— que la razón humana
salga de la ignorancia y la superstición si desde la filosofía se toman medidas para disciplinar la reflexión sin dejarse
llevar por arrebatos ingenuos e irresponsables.
En el ámbito práctico, el punto de partida para la reflexión es un hecho de razón: el hecho de que todos los
humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos como incondicionados, esto es, como
imperativos categóricos; todos somos conscientes del deber de cumplir algún conjunto de reglas, por más que no
siempre nos acompañen las ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales pueden ser tanto un buen aliado como
un obstáculo, según los casos, para cumplir aquello que la razón nos presenta como un deber. En esto consiste el
«giro copernicano» de Kant en el ámbito práctico: el punto de partida de la Ética no es el bien que apetecemos como
criaturas naturales, sino el deber que reconocemos interiormente como criaturas racionales; porque el deber no es
deducible del bien, sino que el bien propio y específico de la moral no consiste en otra cosa que en el cumplimiento
del deber.
- Legal y moral
Los imperativos categóricos son aquellos que mandan hacer algo incondicionalmente: «cumple tus
promesas», «di la verdad», «socorre a quien esté en peligro», etc. A diferencia de los imperativos hipotéticos —que
tienen la forma «si quieres Y, entonces debes hacer X»—, los categóricos mandan realizar una acción de modo
universal e incondicionado y su forma lógica responde al esquema «¡Debes —o «no debes»— hacer X!». La razón
que justifica estos mandatos es la propia humanidad del sujeto al que obligan, es decir, debemos o no debemos hacer
algo porque es propio de los seres humanos hacerlo o no. Actuar de acuerdo con las orientaciones que ellos
establecen pero sólo por miedo al qué dirán o por no ser castigados supone «rebajar la humanidad de nuestra
persona» y obrar de modo meramente «legal», pero no moral, puesto que la verdadera moralidad supone un
verdadero respeto a los valores que están implícitos en la obediencia a los imperativos categóricos. Naturalmente,
actuar en contra de tales imperativos es totalmente inmoral aunque pueda conducirnos al placer o a la felicidad,
puesto que las conductas que ellos recomiendan o prohíben son las que la razón considera propias o impropias de
seres humanos. Pero, ¿cómo puede la razón ayudarnos a descubrir cuáles son los verdaderos imperativos categóricos
y así distinguirlos de los que meramente lo parecen?

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- Formulación del imperativo categórico


Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la vida cotidiana, no son un invento de
los filósofos. La misión de la Ética es descubrir los rasgos formales que dichos imperativos han de poseer para que
percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, son normas morales. Para descubrir dichos rasgos
formales Kant propone un procedimiento que expone a través de lo que él denomina «las formulaciones del
imperativo categórico». De acuerdo con ese procedimiento, cada vez que queramos saber si una máxima (es decir,
un pensamiento que guíe nuestra conducta) puede considerarse «ley moral», habremos de preguntarnos si reúne los
siguientes rasgos, propios de la razón:
1. Universalidad: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley
universal». Será ley moral aquélla que comprendo que todos deberíamos cumplir.
2. Referirse a seres que son fines en sí mismos: «Obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu
persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio».
Será ley moral la que obligue a respetar a los seres que tienen un valor absoluto (son valiosos en sí y no para otra
cosa) y que son, por tanto, fines en sí mismos, y no simples medios. Los únicos seres que podemos considerar que
son fines en sí —a juicio de Kant— son los seres racionales, dado que sólo ellos muestran —como veremos más
adelante— la dignidad de seres libres.
3. Valer como norma para una legislación universal en un reino de los fines: «Obra por máximas de un
miembro legislador universal en un posible reino de los fines». Para que una máxima sea ley moral, es preciso que
pueda estar vigente como ley en un reino futuro en que todos los seres racionales llegaran realmente a tratarse entre
sí como fines y nunca sólo como medios.
Al obedecer imperativos morales, no sólo muestra uno el respeto que le merecen los demás, sino también el
respeto y la estima por uno mismo. La clave de los mandatos morales auténticos (frente a los que sólo tienen la
apariencia, pero en el fondo no son tales) es que pueden ser pensados como si fueran leyes universalmente
cumplidas sin que ello implique ninguna incoherencia. Al obedecer tales mandatos, nos estamos obedeciendo a
nosotros mismos, puesto que no se trata de mandatos impuestos desde fuera, sino reconocidos en conciencia por uno
mismo. Esta libertad como autonomía, esta capacidad de que cada uno pueda llegar a conducirse por las normas que
su propia conciencia reconoce como universales, es la razón por la cual reconocemos a los seres humanos un valor
absoluto que no reconocemos a las demás cosas que hay en el mundo, y por eso las personas no tienen precio, sino
dignidad. La libertad como posibilidad de decidir por uno mismo es, para Kant, la cualidad humana más
sorprendente. En virtud de ella, el ser humano ya no puede ser considerado como una cosa más, como un objeto
intercambiable por otros objetos, sino que ha de ser considerado el protagonista de su propia vida, de modo que se le
ha de considerar como alguien, no como algo, como un fin, y no como un medio, como una persona, y no como un
objeto.
- La libertad como postulado de la razón
Ahora bien, Kant vive en un momento histórico en el que la física newtoniana parece demostrar que en el
mundo físico no hay lugar para la libertad: en el universo todo funciona de un modo mecánico, conforme a leyes
eternas que rigen inexorablemente todos los fenómenos, incluidos los que afectan a la vida humana. ¿Cómo

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podemos, entonces, estar seguros de que realmente poseemos esa cualidad tan sorprendente que llamamos libertad?
—se pregunta Kant.
La respuesta es que la afirmación de la libertad es un postulado de la razón, una suposición que no procede
de la ciencia pero es perfectamente compatible con lo que ella nos enseña (tal y como se vio en la Unidad 3). A
demostrar esta compatibilidad dedica Kant su influyente Crítica de la razón pura (1781, 1787). Hemos de suponer
que realmente somos capaces de decidir por nosotros mismos, siguiendo las directrices de nuestra propia razón, a
pesar de las presiones que ejercen sobre nosotros los instintos biológicos, las fuerzas sociales y los
condicionamientos de todo tipo. Ha de ser posible que cada persona pueda ejercer su propia soberanía racional sobre
sus propios actos, pues de lo contrario no serían necesarias las convicciones morales, dado que ni siquiera
podríamos intentar seguirlas. Pero si nos pensamos como seres que tenemos cierta capacidad de decisión, entonces
es lógico que necesitemos guiarnos por algunas normas y criterios para actuar, y por eso los adoptemos. La
existencia de orientaciones morales nos conduce al conocimiento de la libertad, mientras que la existencia de la
libertad es la razón de ser de las propias orientaciones morales.

1.2. La genealogía de la moral en Nietzsche


- El método genealógico
En La genealogía de la moral (1887) F. Nietzsche desarrolla la crítica de la moral que ya había comenzado
en Más allá del bien y del mal (1886). Para llevar a cabo esta crítica estudia el origen de las valoraciones y los
prejuicios morales empleando el método que él mismo denomina genealógico, consistente en una investigación
etimológica e histórica de la «evolución de los conceptos morales» (la formación de Nietzsche era de un filólogo
clásico). Como indica G. Deleuze en su obra sobre Nietzsche (1962), la auténtica crítica (no la llevada a cabo por
Kant, a quien Nietzsche ataca duramente) es la que plantea el “valor de los valores”, es decir, el problema de la
creación de los valores. Las valoraciones son “maneras de ser”, “modos de existencia de los que juzgan y valoran,
sirviendo precisamente de principios a los valores con relación a los cuales juzgan”; tenemos, por tanto, “las
creencias, los sentimientos y los pensamientos” que merecemos “en función de nuestro modo de ser o nuestro estilo
de vida”. En el método empleado por Nietzsche, se parte de un concepto, un sentimiento, una creencia y se los trata
como síntomas de una voluntad que quiere algo: “¿Qué quiere el que dice esto, piensa o experimenta aquello?” . La
pregunta “¿Qué es lo que...? —la pregunta por la esencia, por ejemplo: ¿Qué es lo justo?, ¿qué es lo bello...?—, tan
crucial en la historia de la filosofía desde Sócrates y Platón, es rechazada por Nietzsche, quien recurre, en su lugar, a
la pregunta “¿Quién?”: “cuando preguntamos qué es lo bello, preguntamos desde qué punto de vista aparecen las
cosas como bellas; y lo que no nos parece bello, ¿desde qué otro punto de vista lo será?. Para Nietzsche, por tanto,
no existe ni el hecho ni el fenómeno moral, sino “una interpretación moral de los fenómenos”.
- La inversión de los valores
La investigación etimológica en diversas lenguas llevada a cabo en la puesta en práctica de su método
genealógico le condujo al siguiente resultado: en todas las lenguas «bueno» (gut) significó primitivamente «lo noble
y aristocrático», contrapuesto a «malo» (schlecht) en el sentido —no moral— de «simple, vulgar, plebeyo». Estas
dos denominaciones «bueno- malo» son creadas, pues, por los nobles y poderosos (ya sea en la aristocracia
micénica o en la nobleza feudal), en la medida en que son ellos los que tienen el poder de darse y dar nombres.
Sin embargo, más tarde surge otra contraposición, que constituye una inversión de la primera: la

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contraposición de «bueno» (gut) y «malvado» (böse), ya de carácter moral. Esta nueva contraposición se enfrenta a
la anterior y la desplaza. El origen histórico (ya no etimológico) de tal desplazamiento es, según Nietzsche, el
siguiente: los que eran considerados «malos» (en el sentido de «bajos, plebeyos») se rebelan, se llaman a sí mismos
«buenos» y denominan a los «nobles» como «malvados» (böse). Esta transmutación fue realizada por los judíos y
continuada por los cristianos. Es decir, los nobles pasan ahora a ser «malvados» y los «buenos» son ahora los que
antes eran denominados por los nobles como «malos» (plebeyos).
Así pues, la moral surge como resultado de la «rebelión de los esclavos», y es producto de una «actitud
reactiva», del resentimiento. El resentimiento creó los valores morales de Occidente y es el responsable de la
aparición de una civilización enemiga de la vida y de un hombre «incurablemente mediocre». En resumen, es el
causante del nihilismo que amenaza a Occidente. Sin embargo, Nietzsche se atreve a esperar que si la lucha entre los
conceptos «bueno- malo» y «bueno-malvado» se ha resuelto hasta ahora con la victoria del segundo par, llegará el
día en que se pueda vivir «más allá del bien y del mal [lo malvado, böse]», se recobre la primitiva inocencia, y
aparezca el superhombre anunciado por Zaratustra.

2. INDIVIDUO Y SOCIEDAD

2.1. Crítica del modo de producción capitalista


El materialismo histórico constituye una concepción de la historia basada en las realizaciones concretas de
los hombres, en su acción en la naturaleza y con otros hombres, así como en las condiciones materiales en las que
discurre la existencia de los individuos. Según Marx, es necesario abandonar la concepción oficial de la historia que
hace de ésta una sucesión de acontecimientos políticos o militares protagonizados por grandes hombres, así como la
concepción idealista de Hegel (siglos XVIII-XIX) que la convertía en el devenir del Espíritu, para volver a la
realidad concreta de las cosas. Para el estudio de las organizaciones sociales concretas, Marx recurre a la noción de
modo de producción. Este término se refiere a la totalidad del sistema social que comprende no sólo la estructura
económica de la sociedad (asiática, antigua, feudal o burguesa) sino también la expresión jurídica, política e
ideológica (Superestructura) que emerge de aquella (Infraestructura), tal y como veremos a continuación. Según el
materialismo histórico de Marx, la historia de la humanidad es la historia de los distintos modos de producción. Así,
a lo largo de la historia se han dado varios modos de producción: el asiático, el esclavista, la servidumbre o feudal y
el capitalismo. Los niveles en los que se estructura un modo de producción son estos:

● Infraestructura: Es el fundamento sobre el que descansa la superestructura. La estructura


económica o infraestructura determina o condiciona la superestructura. En este nivel, el económico, se
llevan a cabo las actividades para la producción de bienes materiales necesarios para vivir. La
infraestructura comprende las fuerzas productivas y las relaciones de producción.
○ Fuerzas productivas: Son especialmente la fuerza del trabajo (actividad humana que se
define como la energía física o mental empleada en el proceso de trabajo) y los medios
de trabajo o de producción (en un sentido estricto serían las herramientas empleadas y
en un sentido más amplio también las instalaciones, pero también los medios necesarios
para el desarrollo del trabajo, como la tecnología o la ciencia. El desarrollo de las

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fuerzas productivas indica el grado de evolución alcanzado por el ser humano (no
produce lo mismo un arado tirado por bueyes que un tractor) y las condiciones en las
que se trabaja.
○ Relaciones de producción: Son las relaciones que se establecen entre los propietarios de
los medios de producción y los propietarios de la fuerza de trabajo, los obreros. Entre
los seres humanos se pueden establecer dos tipos de relaciones de producción:
■ Las relaciones de colaboración: se daban en las sociedades primitivas y allí
donde existe propiedad pública de los medios de producción. Son las relaciones
que, según Marx, se darían en una sociedad comunista y se caracterizan porque
en ellas los propietarios de los medios de producción y los propietarios de la
fuerza de trabajo son los mismos.
■ Las relaciones de explotación: son las que históricamente se han dado en la
sociedad esclavista, feudal y capitalista. En la sociedad capitalista, que es la
más estudiada por Marx, los propietarios de la fuerza de trabajo, los obreros, se
ven forzados a vender dicha fuerza a un propietario de los medios de
producción (la burguesía) para poder sobrevivir. El pago que reciben a cambio
es el salario, que para el capitalista es un coste de producción más y fuente de
beneficio personal (plusvalía).
● Superestructura: es sinónimo de expresión ideológica de una sociedad y comprende las
“formas ideológicas” (jurídicas, políticas, religiosas, artísticas y filosóficas), es decir, las representaciones
que los hombres se hacen del mundo en que viven, es decir, las ideas que cada sociedad, en un momento
dado, tiene sobre sí misma y sobre el mundo. Como parte de la superestructura, hay que considerar el nivel
jurídico-político de la sociedad, en el que se establecen los mecanismos de poder y las normas por las que se
rige una comunidad que se representan en el Estado y el Derecho. Por otro lado, hay que considerar también
las ideas políticas, morales, religiosas, estéticas, filosóficas etc., así como las costumbres y los hábitos de
ese momento que establecen unos modelos de comportamiento previsibles para todos. La función de la
ideología es dar cohesión a la estructura social y, según Marx, perpetuar el sistema de dominación de una
clase sobre otra. Esto es así porque la ideología dominante en una sociedad es la ideología de la clase
dominante que pretende extender su visión del mundo al resto de los grupos sociales para mantener así su
poder y dominio. En este sentido, la ideología-cumple un papel de sustentadora de la dominación.

De los niveles apuntados, el nivel económico o «infraestructura» de la sociedad constituye el fundamento de


la «superestructura», de modo que en la base económica se encuentra la explicación de lo que ocurre en los otros
dos niveles. (No significa eso que todo lo que ocurre en la sociedad sea un simple reflejo de lo económico, y que la
causa de todo esté en lo económico. Los dos niveles tienen una relativa autonomía y su desarrollo está regido por
leyes propias, pero la base de la explicación «en última instancia», es decir, al final del proceso comprensivo, es la
economía).
Esta concepción de la historia como la sucesión de los modos de producción, no sólo es materialista (como
antes se ha señalado), sino también dialéctica, si tenemos en cuenta que un modo de producción es la negación

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(oposición dialéctica) del anterior. Tal relación de oposición dialéctica se produce en distintos niveles. Es
característica de la lucha de clases existente entre propietarios y desposeídos en las relaciones de producción que
están basadas en la explotación, pero también está presente, por ejemplo, entre las fuerzas productivas y las
relaciones de producción: la evolución de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción no es igual. Las
primeras suelen tener un desarrollo más o menos constante; sin embargo, las segundas no cambian tan rápidamente,
por lo que progresivamente se produce un desajuste entre ellas que es lo que moviliza al cambio, a la evolución
social, al impedir las relaciones sociales vigentes en un momento dado, el desarrollo de las fuerzas productivas.
Llega un momento en que las relaciones de producción no son funcionales para el desarrollo de las fuerzas
productivas, «entran en contradicción» con ellas y es necesario desecharlas para establecer otras nuevas. Esto indica
una relación dialéctica entre los individuos y las leyes económicas que explica el cambio histórico. La historia
obedece a unas leyes, pero en su desarrollo interviene la voluntad de los seres humanos por cambiarlas. Los
hombres son producto de sus circunstancias, pero también cooperan en su transformación.
El materialismo histórico ofrece a Marx la base a partir de la cual lleva a cabo la comprensión de su
momento histórico, el modo de producción capitalista. Desde su punto de vista, tal base tiene un carácter científico,
y es este rasgo el que permite a su socialismo alejarse del socialismo utópico.
En oposición a la concepción del capitalismo sostenida por economistas como, por ejemplo, A. Smith,
según la cual el capitalismo se basa en la igualdad y libertad que imprime el mercado a las relaciones sociales, Marx
constata, al analizar las condiciones de la producción de este sistema, que bajo esa igualdad y libertad aparente se
esconde una desigualdad real entre el trabajador y el capitalista. La desigualdad y la explotación se producen porque
el trabajador se ve obligado (si quiere subsistir) a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Por esta venta recibe un
precio: el salario; el trabajador se convierte en trabajador asalariado, en proletario. Sin embargo, mientras el
capitalista va acumulando capital, va aumentando su poder económico y enriqueciéndose, el proletario se va
empobreciendo. Cuanto más produce, más pobre es. Esta contradicción se explica por el concepto de plusvalía.
La plusvalía explica la siguiente relación en las relaciones de producción capitalistas: el salario que el
proletario recibe por la venta de su fuerza de trabajo es el imprescindible para el mantenimiento de esa fuerza de
trabajo, es decir, el obrero recibe la cantidad de dinero suficiente para reproducir y conservar sus condiciones de
vida como obrero. Pero su fuerza de trabajo produce más de lo que recibe como salario, esto es, en el tiempo
empleado por el trabajador produce una parte que es la que recibe como salario y otra parte que no cobra y que
queda como ganancia del capitalista, como plusvalor. Esto es la plusvalía, la ganancia que el capital obtiene a costa
del trabajo del proletario. Es, pues, en la plusvalía donde residen la clave de la explotación capitalista y el origen de
que en este modo de producción el proletario esté alienado porque la capacidad creadora de su trabajo se establece
en oposición a él. (En la antropología de Marx —si es que cabe hablar de “antropología” en Marx—, el trabajo es
lo que constituye la diferencia específica del ser humano —véase la Unidad 2—: es el elemento que define al ser
humano; éste se diferencia de los demás animales en que no se limita a acomodarse a la naturaleza, sino que la
transforma y la recrea mediante la realización de productos materiales, artísticos, científicos..., si bien, no se limita a
realizar estos productos, sino que haciéndolos, se hace también a sí mismo, por lo que el trabajo es un medio de
realización personal y de progreso para la humanidad.)
Como en otros casos, Marx toma el término alienación de la filosofía anterior, pero le otorga un sentido
nuevo. En el modo de producción capitalista, el trabajador está alienado del producto de su trabajo. Efectivamente,

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el resultado final del trabajo, el objeto producido, es la objetivación del trabajo, el resultado de su esfuerzo y
actividad personal, pero al no pertenecerle, pues es propiedad del capital, le resulta extraño y ajeno, algo que no
puede controlar ni dominar. Está, por tanto, separado, alienado de él. Pero el obrero no sólo está alienado con
respecto al producto de su trabajo, sino también en relación con la propia actividad productiva. En ella, el obrero es
una mera mercancía que tiene un valor en el mercado, no se pertenece a sí mismo, sino a otro, al capitalista; está,
por tanto, fuera de sí, alienado. La alienación se agudiza cuando el trabajador asume como «natural» (es el efecto de
la ideología burguesa) que el capitalista se apropie de la plusvalía porque es el dueño legal de los medios de
producción. La eficacia del capitalismo reside en su capacidad para perpetuar las condiciones bajo las que aparece
como moralmente legitimado.
Para superar la situación de explotación que se produce en el capitalismo es preciso eliminar lo que la
origina, a saber, la plusvalía. Y ésta sólo puede ser suprimida con la abolición de la propiedad privada de los medios
de producción. Si el capitalista no es dueño de los medios ni del producto final, no hará falta extraer plusvalía. Ésta
es la propuesta de Marx para la sociedad que ha de superar al capitalismo: el comunismo, que se define justamente
por esa eliminación de la propiedad privada. Aunque el curso normal de la historia sea el paso de un modo de
producción a otro producido por las propias contradicciones generadas en él, la llegada del modo de producción
comunista no será un paso automático, sino que exige la organización consciente del proletariado, que ha de tomar
conciencia de su explotación y subvertir el orden establecido. El mecanismo de la transformación de un modo de
producción es el enfrentamiento entre las clases en lucha por la defensa de sus intereses propios, por dominar la
sociedad (el motor de la historia es la lucha de clases). En el caso del modo de producción capitalista, el desarrollo
de las fuerzas productivas proporcionan al proletariado las herramientas para llevar a cabo la revolución con el
objetivo de alcanzar el modo de producción comunista.
Las derivas del marxismo, así como las teorías de la revolución proletaria son innumerables. Como también
ocurre con Nietzsche y Freud (no en vano P. Ricoeur (1965) los denominó “filósofos de la sospecha”), su afán
desenmascarador condena (o eleva) sus textos a la interpretación infinita. P. Sloterdijk escribe al respecto (2009):
“En ocasiones se ha pronunciado con un solo golpe de voz los nombres de los tres grandes autores, Marx, Nietzsche y Freud, que a
su manera llevaron las luces crepusculares del siglo XIX al XX, y se ha querido fijar en ellos un denominador común al cual se denominó su
“misión disangélica”. Pasan por ser, sobre todo entre los representantes del humanismo cristiano, los portadores de aquellas tres embajadas
penetrantes y aviesas sobre las energías fundamentales de la realidad humana con las que tienen que ajustar cuentas los ciudadanos de la era
moderna: el dominio de las relaciones de producción sobre las ficciones idealistas; el dominio de las funciones vitales, alias voluntad de
poder, sobre los sistemas simbólicos; el dominio del inconsciente o de la naturaleza impulsiva sobre la autoconciencia humana”.
2.2. El malestar en la cultura
- Felicidad y sufrimiento
Con El malestar en la cultura (1930), Freud aborda la cuestión de si el individuo es feliz viviendo en
sociedad, preguntándose más exactamente cuál es el papel que ésta desempeña en la vida anímica del individuo.
Para indagar en tal asunto, es preciso antes considerar cuáles son las fuentes desde las que nos amenaza el
sufrimiento. Si examinamos el sufrimiento, la dureza de la vida, podemos observar, según Freud, que el dolor nos
acecha desde tres fuentes:
■ El dolor debido al propio cuerpo (la enfermedad, la decrepitud)
■ El mundo exterior (los accidentes o las inclemencias del tiempo)
■ Los otros seres humanos
La cultura nos ha proporcionado casi todos los recursos que sirven para combatir el sufrimiento

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(contamos, por ejemplo, con un enorme dominio de las fuerzas naturales), pero no nos ha hecho más felices. Puede
decirse que experimentamos una cierta ambivalencia al respecto: por un lado reconocemos los grandes logros en el
dominio de la naturaleza, pero, por otro, sentimos, con decepción, que no somos más felices que en otros momentos
de nuestra historia —esta es la perspectiva de Freud a comienzos de la década de los años 30 del pasado siglo;
habría que considerar si tal punto de vista sigue estando vigente hoy en día.
Examinemos brevemente cuáles son los recursos que nos ha proporcionado la cultura para combatir el
sufrimiento. La cultura nos ofrece tres grandes lenitivos para soportar la dureza de la vida, algunos de los cuales
tratan únicamente de eliminar el dolor, y no de alcanzar la satisfacción de los deseos:
■ Distracciones: todo aquello que nos aparta de los sufrimientos.
■ Satisfacciones sustitutivas, como el arte, por ejemplo, que nos permite escribir o representar
pictóricamente aquello que desearíamos y no podemos hacer.
■ Narcóticos.
Por medio de estos paliativos que nos proporciona la cultura aspiramos a ser felices. Puede entenderse la
felicidad en dos sentidos: uno positivo, como experiencia de placer; y otro negativo o restringido, como felicidad
consistente en evitar el dolor o displacer. El polo o aspecto positivo de la felicidad es demasiado pretencioso: la
satisfacción de los placeres es siempre momentánea, se alterna con la insatisfacción. El polo negativo no es tan
pretencioso. Se puede evitar el displacer o dolor, pero no es posible permanecer en un estado continuo de
satisfacción. La felicidad, en sentido pleno, es inalcanzable, pero no es posible, por otro lado, abandonar el intento
de buscarla.
Puesto que el sufrimiento, aunque es promovido desde fuera, es una sensación de nuestro propio cuerpo, es
posible intentar dominarlo maniobrando sobre el organismo. Ya que hay discordancia entre nuestros deseos y el
mundo exterior, es más fácil transformar o aniquilar nuestros impulsos que operar sobre el mundo exterior. Hay
varios caminos para ello: la intoxicación química (el “quitapenas”), como ya se ha dicho (no desaparece aquello que
provoca el sufrimiento, pero dejamos de sentir dolor), la anulación de los impulsos (mindfulness, yoga), es decir,
dejar de desear (como proponen diversas técnicas orientales de meditación), o la sublimación por medio del arte.
(Freud también incluye, curiosamente, el enamoramiento).
- La vida en sociedad
Freud se pregunta cuál, de las tres fuentes de sufrimiento antes referidas, es la peor. La más temible de las
tres fuentes de sufrimiento es la de los demás seres humanos, éstos son los mayores causantes del sufrimiento, las
decepciones y los fracasos. Para algunos incluso sería deseable vivir sin cultura. Precisamente el motivo por el que
el sufrimiento provocado por las relaciones con los otros seres humanos nos resulta más doloroso se debe a que
“tendemos a considerarlo como una adición más o menos gratuita, pese a que bien podría ser un destino tan
ineludible como el sufrimiento de distinto origen.”
En nuestra historia reaparece constantemente la fantasía de huir de la cultura y de la civilización: así se halla
presente, por ejemplo, en el mito de la Edad de Oro (lo tenemos en J.J. Rousseau en el s.XVIII) ¿Por qué esta
obsesión por huir de nuestra civilización presente volviendo al origen mítico de nuestra sociedad, a L'état de nature?
Detengámonos primero a recordar qué entendemos por cultura. Por cultura se entiende el conjunto de las
construcciones e instituciones que nos hacen distintos de otras especies y nos sirven para controlar la naturaleza (la
conquista del fuego, la construcción de herramientas…), así como para regular las relaciones humanas. Este es el

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concepto de cultura manejado por Freud, prestando especial atención a las herramientas de las que nos servimos
para ordenar nuestra vida en sociedad. Las leyes, las normas de todo tipo (de higiene, de limpieza, de belleza...)
constituyen herramientas de ordenación de la vida, pero, sobre todo, a Freud le interesa tener en cuenta el
complicado mecanismo de relaciones sociales: relaciones que hacen que el individuo cuando nace no sea sólo un
espécimen, sino que esté configurado como miembro de una familia, estado, comunidad; vecino, objeto sexual,
ciudadano, compañero de trabajo, profesión o gremio, etc.
La cultura exige el uso del derecho en lugar de la fuerza. El proceso civilizatorio se impone a los impulsos
de múltiples maneras y los obliga a transformarse. Esta transformación se lleva a cabo a través de diversos medios:
los impulsos pueden ser considerados como energía que regular, o consumir, incluso a veces productivamente:
1. Camino: modificar determinados impulsos de manera que encajen en el proceso civilizatorio.
2. Camino: la sublimación: el impulso se desvía de su fin directo de satisfacción (sexual o agresiva). Ese
fin se sustituye por otro sublime.
3. Camino: la insatisfacción absoluta. Represión, taponamiento de los impulsos.
La cultura canaliza algunos impulsos, mientras que a otros les permite la sublimación, y, finalmente, a otros
que son difícilmente regulables los reprime.
En el caso de los impulsos eróticos (los que —según Freud— corresponden a Eros), la cultura los favorece,
pero también los restringe. Los favorece en tanto que estos impulsos eróticos conducen a la unión, a la pertenencia a
un grupo, a la familia o a la nación, pero también los limita, por ejemplo, con el tabú del incesto. El tabú del incesto
—se ha dicho que uno de los pocos universales culturales— presenta un gran valor cultural, pues favorece la alianza
con otras personas, ya que la renuncia a los objetos sexuales más cercanos conduce a la alianza con otros, de tal
modo que la energía sexual es canalizada hacia el exterior del grupo.
En cuanto a los impulsos agresivos (Thanatos), éstos son desviados fuera del grupo que se ha establecido en
base a los impulsos eróticos. Dirigidos al exterior, esos impulsos agresivos hacen insostenible el “amarás al prójimo
como a ti mismo”. Entre nuestras disposiciones, contamos con una buena dosis de agresividad. El prójimo no sólo
es posible colaborador y objeto sexual, sino también objeto de agresión, de explotación, de uso sexual sin su
consentimiento, de robo, de humillación. El grupo (ya sean la familia, el barrio, el equipo de fútbol o la patria, todos
se alimentan de los vínculos amorosos, de los impulsos eróticos desexualizados de sus miembros) refuerza sus lazos
de cohesión descargando impulsos de agresión hacia el exterior. Cuanto más fuerte son esos lazos grupales, cuanto
más intensa es la identificación con el grupo al que se pertenece, más agresión se descarga. De este modo, se
satisfacen las tendencias agresivas, pero de manera inofensiva y muy socialmente rentable.
Como puede observarse, los impulsos —los eróticos y los destructivos— están enmarañados, es decir,
íntimamente anudados unos a otros, y resulta difícil en ocasiones diferenciar a qué tipo de impulsos responde la
acción humana.
La cultura, podemos concluir, está, ante todo, al servicio de Eros, favorece los impulsos eróticos, pues trata
de reunir a los individuos en unidades cada vez mayores. Sin embargo, el refuerzo de los lazos de cohesión del
grupo exige la descarga de agresión, y ésta se produce de modo más seguro cuando se canaliza hacia el interior del
propio individuo, a través de la introyección, proceso que está en la base del desarrollo del superyo, responsable de
buena parte del sufrimiento experimentado por el individuo en su difícil vida anímica. El superyo en tanto
conciencia moral, exhibe frente al pobrecito yo la misma cruel agresividad que éste habría dirigido a objetos

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exteriores. Hay que insistir en que el famoso “sentimiento de culpabilidad” psicoanalítico no coincide con la noción
usual. Pues ¿de qué nos sentimos culpables? ¿De haber hecho algo o sólo de haber tenido el deseo de hacerlo? De
algo que está...mal, pero mal ¿para quién? (Aquí es procedente recordar la distinción nietzscheana entre böse y
schlecht). No para el yo, para quien sería placentero (no sería schlecht). Sólo se puede hablar de conciencia moral y
de sentimiento de culpabilidad cuando la autoridad externa es internalizada en forma de superyó (cuando schlecht se
convierte en böse), que se comporta tanto más severamente cuanto más virtuoso se es, como lo demuestran las vidas
de santos y ascetas. El psicoanálisis de Freud muestra la enorme intensidad que alcanza la conciencia moral en los
más virtuosos. Esto es, a mayor renuncia, mayor severidad del superyó y, por tanto, mayor sentimiento de
culpabilidad. Y así, los reproches de la conciencia moral son el efecto de la renuncia, y no al revés. (Por ejemplo, en
el caso de la educación familiar, podría pensarse que, a padres severos, superyó severo, pero no es así, sino todo lo
contrario: a padres blandos a los que no se puede agredir, superyó severo, es decir, internalización de la agresividad
infantil, puesto que la agresión a la que renunciamos es incorporada al superyó, aumentando su agresividad contra el
yo). Por tanto, la cultura descansa sobre la conciencia moral, sobre el sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a
alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo (sobre todo, hoy, en el siglo XXI). Toda la cultura se nos
muestra como un poderoso instrumento contra la agresividad. Ahora bien, la contrapartida consiste en la
introyección de la agresión, en la interiorización de la muerte, en la culpabilidad debida a la renuncia.

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DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA
RICARDO GARCÍA MURILLO
IES MEDITERRÁNEO
CURSO 2023-2024

FUENTES

AAVV, Filosofía 1, Editorial Edebé.


AAVV, Historia de la filosofía, Almadraba.
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Diéguez, A. y Atencia, J. M. (eds.), Historia sencilla de la filosofía reciente, Ediciones Aljibe.
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Tejedor Campomanes, C., Historia de la filosofía, Editorial SM.
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