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EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES

REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 |


AÑO XXVI
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Cuestión abierta sobre el Genio creador.


por Fernando Beltrán
Artículo publicado el 30/09/2018

Resumen
La del genio ha sido una idea poderosa y abrumadora que explotó hará por lo menos dos siglos.
Las líneas que siguen se proponen el trazo general de un modelo explicativo sobre esta idea.
Una disposición, la del genio, que dejó su huella en los derroteros posteriores del arte moderno.
¿Cuál es el sentido contemporáneo de una idea semejante?

Palabras clave
Genio creador, Romanticismo, Ética, Estética, Sociología del escritor.

¿No ha sido la idea de genio, o la de la originalidad, uno de los valores no sólo más estimados
sino más buscados por el escritor moderno? Se puede entrenar el pensamiento, desde luego,
hay enseñanza y práctica. ¿Pero lo creativo?

La del genio ha sido una idea poderosa y abrumadora que explotó hará por le menos dos siglos.
Se sostiene a menudo que el genio rompe con lo establecido. El genio destruye y crea. Es el
sujeto por antonomasia del arte. Es la flama viva detrás de una obra. Fue Stendhal quien
propagó la idea de que un escritor de genio era aquel de inspiración romántica pero de formas
clásicas. Fue un intento suyo de explicarse a sí mismo. Antes de sentarse a escribir, Stendhal
leía el código civil. En su ensayo sobre Napoleón, Raskolnikov se apropió de la idea de genio
para postular el tipo de hombre que tiene derecho absoluto a toda clase de acciones culpables y
criminales; hombres a los que, hasta cierto punto, la ley no existe. Terminado el ensayo, como
sabemos, Raskolnikov se fue al encuentro con la usurera[1]. Si le creemos a Nietzsche, la
permisión de lo terrible, licenciarse para con lo insensato y el ansia de destrucción, típicas
caracterizaciones románticas de un genio, responden a un espíritu pleno de vitalidad, rico en
fuerzas productoras, espíritu fértil capaz incluso de crear una tierra abundante en cualquier
desierto[2]. Una disposición, por lo demás, que existe en el pensamiento como en la acción.
Para Goethe, en cambio, la llamarada romántica fue menospreciada y reducida al diagnóstico
frío de una sentencia: “es una enfermedad”[3]. Aunque hacia su muerte usaría Baudelaire la
metáfora del “extravío de la aureola” para atacar la supuesta supremacía del artista[4], no fue
menos cierto que la exaltó de igual manera. Nada lo afecta, el artista es “lo en sí”, a la manera
de un Dios[5]. Hölderlin escribía: “están aquellos que se ven obligados a aferrar el relámpago
con las manos desnudas”[6]. Pensaba Hölderin en los poetas. ¿No ha sido el artista, se dice a
menudo, el que logra sumergirse en profundos y turbulentos remolinos? La gente que veía
caminar a Dante por Ravena murmuraba a sus espaldas que aquel hombre en verdad había
pisado el infierno. Frente a las exigencias de una expresión original, propia e individual, ¿no fue
la epístola primero, y el monólogo interior después, innovaciones en el orden de la técnica de
escritura? En efecto, las Confesiones de Rousseau, hasta La interpretación de los sueños de
Freud, suelen ser referidas como obras de una mente genial[7].
Las líneas que siguen se proponen el trazo general de un modelo explicativo sobre la idea del
genio creador. Un boceto de análisis de esa fuerza vital, según Nietzsche, impulsada por el ansia
de destrucción. Una disposición, la del genio, que dejó su huella en los derroteros posteriores del
arte moderno. ¿Cuál es el sentido contemporáneo de una idea semejante?

El peso que ejercen los muertos es una de las pistas sobre el genio creador. Sentencia escrita
por Marx frente los acontecimientos políticos de su tiempo, pero cuyo eco alcanzó de igual
manera a los espacios artísticos. Malestar, enojo, frustración, sentimientos, todos ellos,
intoxicados, en efecto, están detrás de esa bomba explosiva que supuso la idea del genio
creador. Hay una imagen generalizada, aceptada aquí, que uso como punto de partida. Un
instante petrificado en el continuum del tiempo. La forma definida y lo noble, lo simétrico y lo
juicioso, fueron valores buscados, o exigidos, por la mayoría de los críticos en la medianía del
siglo dieciocho. Los postulados de la Ilustración ponderaban la gravedad del pasado y el apego a
las normas. Trataban los artistas de ceñirse a dicha consecución, impulsados por las guías de lo
bello. Lo que encanta y lo discreto, lo risueño y lo alegre, la aparente facilidad de la
ejecución[8]. Consentían los críticos, además, la ponderación y la técnica, lo circunspecto y la
consciencia de lo finito. Se sometían al peso de la tradición latina o griega. El peso absoluto que
los muertos ejercían sobre los vivos.
La Ilustración, antes bien, heredó al mundo occidental la creencia en los poderes redentores o
absolutos de la razón[9]. Su halo se apoderó de un vasto terreno. En The Roots of Romanticism,
por su parte, Isaiah Berlin sostiene que hubo tres pilares de la Ilustración. El primero es una
suerte de encadenamiento. Toda cuestión genuina puede ser respondida; si no lo es, no es una
pregunta. Si nosotros no podemos, alguien más lo llevará a cabo. Si no es ahora, será en el
futuro. Un segundo pilar es que las respuestas son cognoscibles, pueden ser descubiertas vía
medios racionales y tales medios son susceptibles de enseñanza racional. Dichos medios no son
la intuición intelectual ni la revelación, tampoco la auto inspección o el recurso al dogma.
Además, la razón no es privilegio alguno de ningún sector de hombres exclusivos. Hacía bien la
Ilustración en poner en jaque aquellos medios tradicionales por los que había circulado el
conocimiento durante enteras generaciones: el oráculo, el trance o la posesión mística. De
manera fácil se prestaba al charlatanismo o se reproducía el status quo. Los medios racionales,
en cambio, son la inducción o la deducción, los procedimientos matemáticos o los lógicos. Como
todo un ilustrado, por su cuenta, Kant hacía bien en gritarle al mundo las exigencias de madurez
que alcanzaría la autoconsciencia del hombre con respecto a su libertad y, en consecuencia, con
respecto a los actos morales. Finalmente, el tercer pilar es que todas las respuestas posibles
deben ser compatibles, pues si no, surgiría el caos. Se trataba de la búsqueda de un patrón
coherente. La vida como una suerte de rompecabezas, cuyas piezas es necesario unir.
Cualquiera que lo haga sabrá qué cosa es el mundo y qué son las cosas, cómo han sido y cómo
serán. Las leyes que las gobiernan. Asimismo, la respuesta sobre qué es el hombre o cuál es la
relación entre el hombre y las cosas. O cuáles son sus necesidades o cuáles son sus deseos, y
cómo satisfacerlos. Más aún. Si se sabe qué somos y si sabemos qué necesitamos, si sabemos
cómo lograrlo y obtenemos los medios para conseguirlo, medios bajo nuestro control, el hombre
en consecuencia podrá ser feliz, podrá ser libre y justo. Liberté, égalité, fraternité podrán no sólo
ser posibles sino compatibles los unos con los otros. Conocimiento y armonía, una relación
posible, ilustradísima, pero lejos de ser evidente. En suma, una ciencia tal que hiciera posible a
la gente feliz y libre, juiciosa y virtuosa. Se deduce que la apología de los geómetras estaba en
el fondo de todo el proyecto ilustrado.
Este optimismo en los poderes absolutos de la razón no tardaría en pintar una fábula de la vida
social y de los escenarios políticos. Un jardín de flores, digamos, el tiempo veraniego liberal
[1815-1915]. El crítico George Steiner, En el Castillo de Barba Azul, los identifica de la siguiente
manera:
grados crecientes de alfabetización; el imperio de la ley; las formas representativas de gobierno.
La salvaguarda del hogar y la seguridad en las calles. El reconocimiento espontáneo del papel
económico y civilizador que ostentan las artes, la ciencia y la técnica. La coexistencia pacífica de
los estados naciones, a veces fallida pero en continua persecución. Una interacción dinámica,
humanamente regulada, entre la movilidad social y la estabilidad. Aunque mitigada a veces por
las rebeliones, una norma de dominación entre los padres y los hijos. Un esclarecimiento de la
vida sexual que correspondía, sin embargo, a un fuerte y sutil eje de represión[10].
Pero en pleno siglo dieciocho corrían parejo, o simultáneamente, otras fuerzas a las de la
Ilustración. En el Castillo de Barba Azul, Steiner no duda en sugerir que las fuerzas de
frustración o de desocupación, de turbulencia o de corrosión en la sangre, fueron las energías
que habitaron también el siglo diecinueve, su otro rostro. Esas fuerzas que habitaban en las
cloacas y en los sótanos, y no únicamente en los aposentos de Auguste Comte y de Claude
Bernard, del segundo Fausto y de un cierto Hegel. El estallido espiritual que bautizaron los
hermanos Schlegel como Romanticismo en 1798 va asociado a escritores y a artistas, a críticos y
a filósofos que elaboraron un lenguaje y una estética. Una explosión que planteó ciertas
preocupaciones en todos los órdenes. En efecto, los románticos se movilizaron contra lo
enarbolado por la Ilustración. Les asombró, cierto, el voluptuoso progreso material asociado o
desencadenado por los altos vuelos de una postura echada para adelante. La urbe y el territorio
artificial, la fábrica o la exploración. La conquista del mundo. Sin lágrimas en los ojos, la infinita
carrera técnica estaba a la vista de todos. Adentrado el mundo moderno en un castillo, digamos,
los hombres de su tiempo habían abierto, y estaban traspasando, las puertas que se
encontraban en su interior. El rechazo a abrir alguna, hubiera sido una suerte de traición o una
cobardía, radical y auto-mutiladora. Al abrirlas, sin embargo, los románticos encendieron las
alarmas por decir lo menos. Les angustió los efectos negativos que traía consigo el empuje de
las puertas en el orden del espíritu y la constatación de los efectos no previstos en los
deteriorados rostros humanos.
El romanticismo postuló otra clase de valores, una suerte de rebelión directa contra el culto a
ciegas, irrestricto, incontenible, de la razón. No fue de parte de los románticos, sin embargo, un
desprecio dogmático por el usufructo del pensamiento, pues sabían que, por medio de él, se
aclaraban los vínculos entre las ideas y la manifestación, sino que postularon la combinatoria
voluntad y sentimiento como el medio óptimo e inigualable para imprimir las ideas de modo
inmediato e íntimo[11].
Como irrupción artística y conceptual, la filiación de lo romántico con lo místico, y lo
supraindividual, fue uno de sus caballitos de batalla: ya sea al escribir poesía o literatura,
teorizarla, criticarla, o como tópico integrante de la reflexión filosófica. Un interés desmedido por
lo que significaban o revelaban los símbolos. Una concepción que sobre lo evidente habitaba algo
más profundo, de carácter metafísico y sagrado, de igual modo inexplicable o ambiguo, pero
mucho más real que la experiencia inmediata. Una ontología cifrada, desde luego, y a
revelar[12].
La explosión, sin embargo, no fue homogénea ni unívoca. No sólo fue alemana. Tras su
acaecimiento, no obstante, el mundo occidental no será nunca más el mismo. Arrojadas con
estruendosa dinamita, las exigencias del romanticismo se anclaron como cosa natural. Afluentes
que Isaiah Berlin describió a partir de la siguiente imagen: «waters of the Rhine rise and cover
this violent, this chaotic, this unstoppable, this incurable disease by which all mortals are
affected»[13]. En The Roots of Romanticism, Berlin situó la paternidad de los explosivos en la
trilogía filosófica de los Johann. La que nace con Hamann [1730-1788] y continúa con Herder
[1744-1803]. Frente a todos, el “mago del norte”, como nombraba con cariño el segundo al
primero, es el autor más radical. Kant será uno de sus contemporáneos, entre quienes surgió
una verdadera simpatía, al menos durante un tiempo, y luego una profunda desconfianza.
Hamann es el autor más radical no sólo porque escribió de manera fragmentaria, caótica y en
clave metafísica, un estilo que perturbó o exasperó al lector ilustrado, sino por su irrefrenable
hostilidad frente a cualquier intento de la razón en su pretensión de responder a los enigmas
humanos. En sus abusos, la razón llegó al extremo de cuantificarlos; fue el plan
sociológico, avant la lettre, que se propuso Condorcet. Hamann fue el más radical, además, en
su aversión por lo sistemático o por la busca de lo universal abstracto[14]. Hamann lo fue
también, en suma, en su defensa estricta del individuo, de sus pasiones, de su fe, así como la
encarnación de un proyecto intelectual no fragmentado, entre el sentimiento y la razón, en aras
de entender al mundo cualitativo de la persona concreta. Ciudadanos ambos de Könisberg, Kant
dialoga con Hamann pero no lo entiende: “La pasión no se puede clasificar ni describir” o “think
less and live more”[15]. Desde luego, Kant estaba imposibilitado en entablar un diálogo: “If God
does exist —postula Hamann—, he would not be a geometer or a mathematician. He might be a
sort of poet”[16].
Además de componer un ensayo sobre Shakespeare, por otro lado, donde relacionó la poesía
con las noches o los cuentos de hadas, Herder postuló que en el sueño el espíritu es soberano y
se libera de las contingencias; de este modo, el poeta o el novelista tendrían que sumir al lector
en un sueño ininterrumpido cuya ilusión no debe ser turbada. Si Kant identificó la razón
sustantiva como sujeto trascendental, Herder identificó al sujeto con un pueblo. Si Kant se
esforzó para con lo universal y necesario, Herder, por el contrario, ensalzó lo particular y lo
diferenciado: la historia. Si Kant defendió la autodeterminación moral, Herder, por su parte,
llevó la libertad de creación para con la cultura de un pueblo. Más aún. El espíritu de un pueblo
debe y puede alzar, a la manera de un pretexto, la obra creadora de un artista.

Berlin añadió a Fichte [1762-1814] como el tercer padre de la explosión. Fichte, por su parte, se
encargará de exaltar al yo. “Yo soy Yo”, escribe Fichte. Con alto vuelo especulativo, Fichte abrió
la puerta al mundo de la conciencia o la subjetividad y sus desdoblamientos. Y aquellos que se
atrevieron a avanzar al interior del Yo descubrirán qué tan hondo es ese mundo. Vendrá también
la generación de Goethe y Schiller. Por supuesto, el romanticismo tiene su empuje filosófico con
la generación que emerge con Hegel, Hölderlin, Schelling, Novalis, los hermanos Schlegel. Estos
nombres son representativos, por decir lo menos, pero no son los únicos.

Los románticos alemanes, sostiene Berlin, fueron formados en el pietismo, la mayoría, o eran
luteranos. Basta señalar que el pietismo desarrolló un tremendo estrés en las relaciones
individuales por el sufrimiento del alma con su creador. Se comprometió el pietismo en un
estudio profundo de la Biblia y desplegó una vida espiritual autónoma en oposición a los rituales
y las ceremonias, la ostentación y la pompa. Desaliñados, relativamente pobres, de orígenes
sociales más bien simples, al menos la gran mayoría. Sólo Novalis y Kleist nacieron en un hogar
acomodado y Goethe, por su parte, nacería en un medio burgués. Por mérito propio, además,
Goethe obtendría después un estatus nobiliario. Salta a la vista la importancia de este origen
social si uno considera el propio de los pensadores ilustrados franceses. Montesquieu, Condorcet,
Condilac, D’Almbert, Helvétius provenían, todos ellos, de algún escalafón de la nobleza. Sólo J.-
J. Rousseau o Diderot, el más alemán de los franceses, provenían de orígenes humildes.
Tímidos, letrados o problemáticos, los románticos vivieron una época limitada. Eran fácilmente
desairados y sufrían amenazas. Muchos de ellos vivieron en Prusia y sintieron del país una
suerte de humillación. Pese al reinado modernizador del presuntamente homosexual Federico II
[1740-1786], y aunque más rico en contraste con otros estados alemanes, Prusia fue un país
paternalista que ofrecía escasas oportunidades a los jóvenes con ambiciones intelectuales.

No fueron escasas las condiciones que confluyeron en Alemania para catapultarla como el
exponente más decidido de autores románticos. Aunque el siglo diecisiete alemán produjo a
Leibniz y en los inicios del siguiente ya componía Bach, Alemania subyacía en un letargo cultural.
Francia, por su parte, se encargaba de hacérselo notar en tanto enarbolaba la alta cultura y el
clasicismo, la geografía por antonomasia del llamado siglo de las luces. El único lugar en el que
Voltaire, a quien el mundo occidental le debe las nociones de “tolerancia” y “humanidad”, afirmó
que la tortura desaparecería de la costumbre. Dada la asumida inferioridad alemana, corrió
veneno en su expresión. Frustración y enojo, malestar y excesiva sensibilidad. Compusieron
himnos al lado oscuro o irracional, voluptuoso y postulado natural, misterioso del hombre.
Melancolía y tristeza, o los impulsos hacia la autodestrucción, no sólo encarnaban en las páginas
de sus personajes, como Werther, sino que los autores mismos experimentaban dichas
exaltaciones con las manos desnudas. A propósito del resentimiento y del enojo, de la
turbulencia y del fastidio, ¿no habría que entender todo cambio importante del punto de vista
artístico en función del estado destructivo del espíritu? Una observación que recaiga en los
sentimientos intoxicados. Un motor de cambio con base en la negatividad. Como lo ha poetizado
el crítico George Steiner, quizás el odio, más que el amor, sea el más vivido de los gestos
mortales[17].
Frente al ansia de destrucción, el romántico nombró sublime al sentimiento de estremecimiento
frente a un activo que rompe con lo establecido, ya en el pensamiento, ya en la acción. Se
trataría de una clase muy particular de impresiones o de sentimientos a partir de un contenido
voluptuoso, destructor, violento, que no acepta la forma sino sólo en tensión permanente[18].
Como decía uno de los miembros del grupo artístico alemán Sturm und Drang: “¡Destruye! ¡Algo
surgirá!”. En el terreno de los particulares finitos, a decir de Kant, la producción de lo sublime no
ocurriría con algún autor satisfecho con el mundo.
No fueron pocos los hombres letrados que prefirieron las opciones de locura o de muerte;
tentativas, al menos, a las que se refirieron o que variaron de algún modo. Si se observa con
atención, la decisión de Marx a nunca asalariarse es impulsada por un ánimo turbulento. Sorteó
los huracanes, que no fueron pocos, gracias al industrial Engels. Sigue el mismo patrón,
digamos, el rayo de locura que invadió a Hölderlin cuando rondaba la treintena de años. Es uno
similar, o un equivalente, en el alcoholismo que sufrió y acabó con Baudelaire. Ese modo de
andar peligrosamente por el borde del abismo. En su atención por Baudelaire, no es el azar lo
que llevó a George Steiner como a Marshall Berman a ver a Baudelaire como la lacónica
expresión de lo que estuvo en juego en el ansia de destrucción. Ansia de destrucción, asimismo,
había en aquellos cantos, textos, pinturas y ficciones románticas. Lo más misterioso, asombroso
y ambiguo es que sospecharon el futuro. Es el mismo enigma de cómo pudo anticiparse William
Blake en su premonición de que la imagen invadiría el lenguaje escrito.

¿Por qué el siglo diecinueve, que se encargará de pintar el idílico edén, concentró al mismo
tiempo melancólicos y furibundos impulsos que agrietaron la imagen del jardín de flores? Steiner
se ha interesado por las cuestiones. Por supuesto, no ha sido el único. Ha señalado ese «fond
d’incurable tristesse et d’incurable ennui» en el fuero interno de la generación de 1830. Pero esa
incurable tristeza, y ese incurable fastidio, no fue monopolio de la generación de Stendhal.
Encubado en el dieciocho, es como si en las tinieblas del nuevo siglo se empezara a clarificar una
interrogante que el veinte terminará por reventar. ¿Qué es más deseable? ¿Una vida tranquila y
apática de pequeñas satisfacciones –algo que no es una verdadera vida– o asumir un riesgo que
pueda acabar en catástrofe? Alain Badiou lo volvió a plantear en una sola frase: “mieux vaut un
desastre qu’un désêtre”. Sin embargo, Stendhal es el cronista de genio de esta frustración.
Stendhal, escribe Steiner,
había participado en la loca vitalidad de la era napoleónica y pasó el resto de su vida en la
irónica postura de un hombre traicionado. La locura o la muerte, son preferibles al interminable
domingo y al sebo de la forma de vida burguesa[19].
Cien años después de aquellas fantasmagorías en las que corceles mongoles apagaban su sed en
las fuentes de las Tullerías, de aquellas imágenes apocalípticas de paisajes sombríos y de
destrucción, habrían de ser, sin embargo, las fotografías de Varsovia y de Dresde. Pero con el
inicio de la gran guerra en 1914, la llamarada romántica, que se propuso dinamitar la creencia y
el paisaje idílico, el armonioso veraniego liberal, terminó de expresarse finalmente con la
barbarie que trajo consigo el siglo veinte.

El Holocausto fue el Mal Absoluto. El exterminio de la vida en aras de una idea política. Masivo,
calculado, incontenible. No deja de llamar la atención que un país culto y civilizado, Alemania,
haya desatado el infierno. ¿Cómo es posible, se ha preguntado también George Steiner[20], que
en el seno de la civilización haya surgido la barbarie? “En su repudio del mundo —escribió
Thomas Mann sobre la Alemania de Hitler—, ¡había tanta ansia de mundo! En el fondo de la
soledad que la hacía tan hostil, yace —¿quién no lo sabe?— el deseo de amar, el deseo de ser
amada”[21]. La ciencia suministró instrumentos y animó con demenciales pretensiones de
racionalidad los que asesinaron en masa[22]. Tampoco puede hacer la ciencia mucho menos
vulnerable a lo inhumano, dicho sea de paso. Por donde se le mire, el Mal Absoluto es el rostro
más explosivo de la ejecución de lo que Kant llamaba el “mal radical”[23]. A su propósito, Kant
lo concibió como el acto consciente de rechazar la moralidad, esa acción que no desconoce que
todo acto se realiza dentro de una comunidad y la afecta[24]. Lo más ambiguo de todo es que
oficiales nazis, que iban por las mañanas a ordenar la matazón en los campos de exterminio, se
sentaban frente a la chimenea por las noches y escuchaban a Schubert o leían a Kant.
Del escritor chileno Ariel Dorfman, la obra de teatro La muerte y la doncella pone en escena a un
torturador que, en lugar de no ser sino un bruto que sólo habla el lenguaje de los puños, le
gusta escuchar a Schubert[25]. Si un torturador es capaz del sentimiento de lo bello, diría Kant,
significa que este hombre es realmente responsable de sus actos. En efecto, si ocurre la
apreciación de lo bello, según Kant, sería un símbolo de la posibilidad subjetiva del orden moral
que hay dentro del individuo. De acuerdo con Kant, en sentido inverso, un ente racional y finito
que sea incapaz del sentimiento de lo bello, debe seguirse que puede hacer cualquier cosa,
recusable, por supuesto, desde cualquier punto de vista moral. Debe seguirse, del mismo modo,
del sentimiento de lo sublime la capacidad subjetiva para con la metafísica. Dios, la inmortalidad
del alma y la libertad eran la metafísica para Kant. No se trata de un saber sino de una
captación o sentimiento. El alma inmortal que hay dentro de mí, de acuerdo con Kant, me
faculta para con lo trascendental[26]. Sin embargo, con Auschwitz de día y Schubert de noche,
se dinamitó desde la raíz que el sentimiento estético sea un símbolo indirecto, persuasivo o
débil, frente a la presumible contención del mal.
Kant, sin embargo, no puede obviar que muy a menudo la persona rechaza ser una moral, una
tal que evada la máxima de hacer el bien para dar libre cauce a otra clase de designios de su
voluntad. ¿Qué clase de consecuencias se abren si se postula un vínculo más importante a
resolver entre el sentimiento de lo sublime y el mal radical? La pregunta que emerge, dicho en
otros términos, es si el sentimiento de lo sublime, en sintonía con lo máximo trascendental, no
excita lo suficiente para que “esa cualquier cosa” justamente ocurra en el terreno de la llamada
razón práctica. Todo aquel que haya sentido sed de infinito, plano por antonomasia de lo
trascendental, es un potencial asesino. “Yo creo —escribe Borges— que si uno admira a
Napoleón, uno está obligado a admirar a Hitler”[27]. Kant ha señalado muy bien que lo
misterioso y lo monstruoso despiertan lo sublime. Todo aquello es terreno fértil para la aparición
de sombras y de fantasmas, en riesgo siempre, empero, de caer en el desborde y la
exageración, lo ridículo y lo patético. El ansia de infinito puede licenciarse para con lo terrible.
Aunque cuestionable, como la de destrucción, es la fuerza más poderosa que ha estado detrás
de toda idea de genio creador.
¿Qué relación mantiene lo sublime con el mal radical? Thomas de Quincey respondió con su
ensayo de ficción El asesinato como una de las bellas artes[28], que tanto interesó a Borges,
como a otros. Fue de Quincey quien abrió el terreno. Antes de que el crimen ocurra, desde
luego, es prioritario o fundamental una prescripción moral. Un mandamiento categórico.
Acaecido el crimen, por el contrario, es propenso a toda clase de investigaciones estéticas.
Anterior a Auschwitz, la idea de genio creador se permitía encumbrarse en ese plano donde la
estética y la ética se interpelan en bruto. Después de Auschwitz, o los gulags, sin embargo, ¿qué
relación mantiene el arte con el horror? No hay escritor contemporáneo que guiñe con interés.
Frente a los escenarios contemporáneos del horror, que no son pocos, ¿la idea de genio creador
–denegada, sin crédito, criticada en nuestra actualidad– podrá resucitar de sus cenizas?

Bibliografía
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NOTAS
[1] Fédor Dostoievsky, Crimen y castigo, Buenos Aires, Jackson Editores, 1943, p. 237.
[2] Friedrich Nietzsche, “Cuarto libro”, La ciencia jovial, Madrid, Editorial Gredos, 2015, § 370, pp.
576-577.
[3] Una explosión espiritual, paradojalmente, que dio empuje el propio escritor alemán cuando formó
parte del grupo Sturm und Drang, publicó Las penas del joven Werther [1774] y fue símbolo por un
tiempo de la explosión romántica. ¿Es un misterio la actitud de Goethe que reniega de sí? La frecuente
oposición clásico / romántico se difumina en los matices. Porque ni todo fue razón y ejecución
ponderada en el clasicismo ni todo fue sentimiento ni desborde en el romanticismo. Cf. Isaiah Berlin,
“Unbridled Romanticism”, The Roots of Romanticism, ed. Henry Hardy, Princeton, Princeton University
Press, 2013, p. 130.
[4] Charles Baudelaire, “Pérdida aureola”, El spleen de París, prol. Octavio Paz, México, Fondo de
Cultura Económica, 2000, pp. 157-158.
[5] Marshall Berman, “IV. El fango del macadam”, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La
experiencia de la modernidad, México, Siglo XXI Editores, 2014. [Kindle, posición 2932].
[6] George Steiner, “Capítulo 9”, en Diez (posibles) razones de la tristeza del pensamiento, trad. María
Condor, Madrid, Siruela Ediciones, 2015. [Kindle, 540].
[7] Ricardo Piglia, “La lectura de la ficción”, en Crítica y ficción, Buenos Aires, Random House, 2014.
[Kindle, 35].
[8] Immanuel Kant, “Sobre los diferentes objetos del sentimiento de lo bello y lo sublime”,
en Observaciones sobre lo bello y lo sublime, España, Hasben Editorial, 2011. [Kindle, 48].
[9] Desde luego, la Aufkrärlung no fue un programa homogéneo. Hubo voces críticas o desencantadas
por decir lo menos. Cf. Isaiah Berlin, “La ilustración”, en El mago del norte. J. G. Hamann y el origen
del irracionalismo moderno, editado por Henry Hardy, trad. Juan Bosco Díaz, Madrid, Tecnos, 2014,
pp. 82-84.
[10] George Steiner, “I. El gran ennui”, En el Castillo de Barba Azul. Aproximaciones a un nuevo
concepto de cultura, trad. Alberto L. Budo, España, Gedisa, 2013. [Kindle, posición 88].
[11] Cf. Isaiah Berlin, “La apoteosis de la voluntad romántica: la rebelión contra el mito de un mundo
ideal”, en El fuste torcido de la humanidad. Capítulos de historia de las ideas, editado por Henry
Hardy, Barcelona, Península, 1995, pp. 207-211. Por ejemplo, la voluntad de hacer lo universalmente
justo (Kant) o la voluntad de vivir la propia vida local o regional, o la voluntad de crear los propios
valores y reglas (Herder).
[12] Mircea Eliade, Mefistófeles y el andrógino, Madrid, Ediciones Guadamarra, 1969, pp. 261-269.
[13] Isaiah Berlin, “The Lasting Effects”, The Roots of Romanticism, op. cit., p. 150.
[14] Isaiah Berlín, “Conclusión”, en El mago del norte, op. cit., pp. 214; 227-229.
[15] Isaiah Berlin, “El genio creador”, en ibídem, p. 186.
[16] Isaiah Berlin, “The True Fathers of Romanticism”, The Roots of Romanticism, op. cit., p. 56.
[17] George Steiner, “Capítulo 8”, en Diez (posibles) razones de la tristeza del pensamiento, op. cit.
[Kindle, 478].
[18] En consideración de los objetos del mundo sensible, quizá el fuego incandescente (la irrupción de
un volcán o un incendio forestal) expresaría muy bien un estar frente a lo sublime. Si se mira de cerca
al uno como al otro, en el núcleo del objeto el amarillo está vivo, la voluntad pujante, mientras los
contornos, sujetos de algún modo a la forma, no dejan de moverse en su afán de romperla o salirse
de ella. Desde luego, el océano ha sido un ejemplo muy usado para referir la ausencia de límites. Es
cierto, asimismo, que los sentimientos de lo bello y de lo sublime pueden despertarse a partir de los
caracteres humanos. Ensayístico, amigable y abundante en ejemplos, Kant escribió un breve texto
sobre cómo (en general) lo bello (debe y puede) emerger de lo femenino y lo sublime, por el
contrario, (debe y puede) brotar del hombre. Cf. Immanuel Kant, Observaciones sobre lo bello y lo
sublime, op. cit.
[19] George Steiner, “Capítulo 8”, en Diez (posibles) razones de la tristeza del pensamiento, op. cit.
[Kindle, 279].
[20] George Steiner, “Prefacio”, en Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo
inhumano, trad. Miguel Ultorio, Barcelona, Gedisa, 2003, pp. 7-15. Véase, asimismo, del mismo autor:
“3. Poscultura”, En el Castillo de Barba Azul, op. cit.
[21] Thomas Mann, “¿Por qué no vuelvo a Alemania?” en Sur, número 142, agosto, 1947, pp. 14-16.
[22] George Steiner, “Humanidad y capacidad literaria”, en Lenguaje y silencio, op. cit., p. 22.
[23] Entre el bien y el mal reside la libertad. Es una elección. A la manera de Morfeo cuando
en Matrix le propone al héroe la pastilla roja o azul. El hombre puede hacer lo uno o lo otro.
Maravillosa la libertad, sin duda, su defecto es que es imprevisible. ¿Imperaría el caos si no se acepta
la auto contención moral? Kant es enfático: no se logran totalmente los actos morales a causa de la
ignorancia o de las pasiones; pero Kant es explícito y sumo rigorista: si usted debe, usted puede.
Contempladas por el propio Kant, no obstante, la falta de racionalidad o la imprevisibilidad del
comportamiento hacen enteramente endebles (¿ilusorias?) las exigencias kantianas que juegan del
lado del sumo bien. Cf. Carlos Pérez Soto, “II. Kant”, Desde Hegel, 3ª ed., Santiago, LOM ediciones,
2013, p. 43.
[24] Richard Bernstein, “Radical Evil: Kant at war with himself”, en María Pía Lara (comp.), Rethinking
Evil. Contemporary perspectives, California, University of California Press, 2001, pp. 55-85.
[25] La obra fue llevada al cine bajo la dirección de Roman Polanski en 1994. En su “Escenarios
narrativos y memoria en la literatura chilena a partir de 1973”, María Teresa Johansson sostiene que
la inauguración en Chile de esta producción dramática no despertó el interés del público; contraste
con el que se dio en Estados Unidos. Véase de la autora en Lucero de Vivanco Roca Rey
(coord.), Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina,
Chile y Perú, Chile, Universidad Alberto Hurtado, 2016. [Kindle, 3828].
[26] En Observaciones sobre lo bello y lo sublime, Kant se interroga sobre la posibilidad de cómo el
bello sexo puede estar facultada para con lo sublime: gracias a su alma inmortal. Cf. I. Kant, “Capítulo
3. Sobre la diferencia entre lo sublime y lo bello en la relación recíproca de ambos sexos”,
en Observaciones sobre lo bello y lo sublime, op. cit. [Kindle, 519].
[27] Enrique Krauze, “Jorge Luis Borges: desayuno more geometrico”, en Letras Libres, 24 de agosto
de 2017. Originalmente se publicó en Vuelta, no. 29, abril de 1979.
[28] Thomas de Quincey, El asesinato como una de las bellas artes, Buenos Aires, Ediciones LEA,
2015, 128 p.

https://critica.cl/historia-del-arte/cuestion-abierta-sobre-el-genio-creador

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