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3. Las Meditaciones es el texto clave para la elucidación de todas estas cuestiones. Tenemos, por
ejemplo, la aplicación de la duda, casi toda ella propuesta en la 1a Meditación. Sólo indicaré aquí
unos grandes rasgos. Es conocida la caracterización de la duda cartesiana como radical, hiperbólica,
voluntaria y artificial. Lo más interesante de estos rasgos es comprender que: a) Descartes tiene de
antemano y siempre la certeza de la eliminación de la duda, de la obtención de la instancia del
ser-cierto. Por ello, la duda es voluntaria, artificial, es decir, metódica, y no
una duda real, como si desconfiara auténticamente de lo que le está sucediendo en el transcurso de
su meditación. b) La duda obtiene de ella misma, en tanto acto del pensar, la clave de su
eliminación, a través de la apelación a la extravagante ficción de un dios engañador o genio maligno
(aquí, en esta instancia, la duda se vuelve radical, hiperbólica, pero justamente también completa en
este punto su carácter de metódica).
4. También ha de tenerse en cuenta la ordenación de los objetos que han de ponerse en duda; en este
sentido no debe despistar el estilo narrativo, como si se tratase de un relato autobiográfico, del texto.
El orden es esencial al carácter de todo método, y se contrapone al azar (así como también, la
repetición, la rutina: si un día se hiciera una cosa y otro día otra, no habría método). La duda se va
aplicando por niveles. Dos grandes niveles, en los que se insertan distintos pasos, lo constituyen: el
de los datos sensibles y el de las proposiciones racionales. ¿Por qué no son homogéneas estas
denominaciones: “dato”, para la sensibilidad, y “proposición” para la razón? Pues: porque en el
caso de la aprehensión sensible de un objeto, el resultado de ésta, es decir, el perceptum, lo
percibido, es algo que meramente se me da (datum es participio pasivo de dare, dar, es decir lo dado
a la mente o razón) sin la mediación de ninguna elaboración que yo haga por mi cuenta. En cambio,
las presuntas verdades que consideramos como racionales, y que pertenecen al orden de las
ciencias, posee una intervención de mi facultad intelectual que hace que yo tenga que obtenerlas a
través de una hipótesis, de un análisis o de un razonamiento.
5. El primer nivel es, entonces, el de los datos sensibles. Descartes apela aquí a la experiencia
común del engaño de los sentidos (no se demora en este punto, bien dirá después que es la razón la
que siempre se engaña y la voluntad la que comete el error). Lo hace a través de rápidas referencias
donde también se pueden reconocer pasos o grados: (i) del común engaño de las “cosas distantes”
(por ejemplo, el sol que observo se me aparece como si tuviese el tamaño de una moneda) es como
obtiene la presunta certeza de las cosas próximas (la percepción de la moneda que tengo en mi
mano, ya no puede engañarme respecto de su tamaño) y que entre las que está “mi cuerpo”, que
también percibo a través de mis sentidos. “¿Y cómo podría negar que este cuerpo y estas manos son
míos?” (Med. 1a, p. 217) (ii) Debe remarcarse bien esta táctica consistente en hacer surgir de una
duda puntual sobre una clase de datos, una certeza provisoria a partir de la conformación de otra
clase. Es justamente lo que hace de esta duda un método. Porque en segundo lugar, ésta, la certeza
de las cosas próximas, se pone en cuestión a partir de la comparación con aquellos locos, “cuyo
cerebros está de tal modo turbado y ofuscado por los negros vapores de la bilis que aseguran
constantemente que son reyes, siendo muy pobres (...) o que tienen un cuerpo de vidrio”. Es decir,
que se engañan incluso en cuanto a la percepción sensible de su propio cuerpo, lo más cercano de lo
cercano, y del cual tenemos incluso una sensación interna irreductible a tal o cual sentido en
particular. Descartes usa esta consideración de la locura, para enseguida salir de ella mediante su
reafirmación de la posesión de una sana razón. Pero es para contraponerle enseguida que aun
poseyendo una sana razón, en la medida en que soy hombre, “suelo dormir y representarme en
sueños cosas iguales o menos verosímiles que estos insensatos cuando están despiertos” (ibid, in
fine) Por lo tanto, locura y sana razón, diferenciadas en un principio como extravagancia y sensatez,
se equivalen al momento en que se consideran las representaciones del ensueño. El loco despierto y
el sensato dormido pueden, así, tener un semejante caudal de imágenes inverosímiles que para el
buen sentido carecen de correspondencia con la realidad. La diferencia subsiste en cuanto a que
sólo el sensato es consciente de esa inverosimilitud, el loco no. Pero surge de esta comparación, la
clase común de las entidades llamadas representaciones del ensueño, lo que en habla coloquial
llamamos sencillamente “sueños”. (iii) Aquí ya se respira un aire típicamente cartesiano: las
representaciones que se producen en el ensueño, aunque sensibles, pertenecen de plano y
originariamente a la interioridad de la conciencia, es decir que se adscriben a la clase de las ideas
facticias de la imaginación, pues no
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poseen (necesariamente) un referente exterior. Lo que hace que este “argumento del ensueño” sea
decisivo para el hilo lógico de las Meditaciones. Puesto que sirve para demostrar la indistinción del
ensueño y la vigilia a partir de datos comunes a la sensibilidad y a la imaginación: en ambos hay
imágenes, y lo que hoy llamaríamos “restos diurnos” proceden de sensaciones de la vida vigil,
mientras que las combinaciones y creaciones son originadas por la imaginación como facultad
productiva. Y si las representaciones del ensueño de una u otra manera se configuran a partir de los
materiales recibidos de los sentidos, entonces arrastran el descrédito de ellos como fuente de
certeza. Así, al abrir el telón de la escena de la interioridad de la conciencia, marcan la distancia
con respecto a toda referencia a la realidad exterior, la que nos es asequible sólo por la sensibilidad:
podríamos estar siempre soñando y nada habría “afuera”. ¡Lo mismo tendría representaciones! La
misma fluencia de imágenes desfilaría por la escena indescifrable de mi conciencia. ¿Qué significa
esto? Que no hay ninguna representación que me fuerce a decidir cuándo estoy despierto y cuándo
estoy soñando. Por lo tanto, podría estar siempre soñando. Es decir: podrían todas las
representaciones ser producto de mi mente. Y esto es decisivo para introducir la escena de lo mental
puro que servirá para probar luego la solidez de las verdades matemáticas que sólo dependen del
examen de la razón. Se trata –el ensueño- de un nivel “puente” entre la sensibilidad y la razón.
6. Las presuntas verdades racionales se examinan a continuación. (i) En primer lugar, se examinan
las “cosas simples” de que estarían compuestas los objetos que se nos representan en el ensueño.
Descartes recurre aquí a una comparación muy eficaz que podría resumirse como sigue: así como
los pintores por más extravagantes que sean las creaturas que imaginan y plasman en sus cuadros,
para componerlos deben haber tomado en su origen elementos simples como los colores, del mismo
modo aunque yo me imaginara las cosas que percibo en mi entorno y en mi propio cuerpo, éstas
deberían proceder de elementos más simples tales como las propiedades del ente corpóreo en
general. Se trata de las naturalezas conocidas por las ciencias de la materia: la extensión, la figura,
la magnitud, el tiempo y el lugar de los cuerpos, etc. Pero no son confiables, puesto que a su
consideración se llega a través de las “cosas compuestas” de la naturaleza, a las que accedemos por
la vía sensible. (ii) Quedan, en fin, las proposiciones de las matemáticas; estas sí aparecen como
evidentes a la razón sin dependencia alguna de la sensibilidad, “pues aunque esté despierto o
duerma dos y tres juntos formarán siempre el número cinco”. Se concluye así la serie argumentativa
que se introdujo con la instancia del ensueño. (iii) Entonces: la indistinción del ensueño y la vigilia
habría posibilitado probar que las proposiciones matemáticas son absolutamente verdaderas, a no
ser que se introduzca una nueva instancia de duda, exacerbadamente artificial esta vez: la hipótesis
del genio maligno. Puede dejarse de lado, la posibilidad de que fuera el mismo Dios el que me hace
equivocar, esto no es interesante salvo en los términos de las convicciones teológicas (que después
volverán a jugar su papel).
iii) Este genio infame constituye el puente hacia el ser-cierto. Es aquí donde puede
plantearse la cuestión (o las cuestiones) en torno al cogito.
Esto es lo que trataré de plantear sucintamente en lo que sigue.
8. El cogito, ¿conciencia o mente? Examinaremos luego la diferencia conceptual entre ambos. Para
llegar a este punto deberemos repasar algunos pasos previos. En primer lugar, la emergencia del
pienso-existo en el curso lógico de las Meditaciones, parece el resultado de un razonamiento
circular. Lo que Descartes parece preguntarse aterrorizado (“¿Acaso no me he convencido también
de que no existía en absoluto”, p. 223), aparece como mera cuestión retórica desde el momento en
que el yo es el sujeto inalienable de la duda (por razones conceptuales, pero también
lingüístico-gramaticales del uso isotópico del je (“yo”, de la primera persona singular del verbo en
el recorrido del texto). De allí que la respuesta: “No, por cierto; yo existía, sin duda, si me he
convencido, o si solamente he pensado algo”, no pueda depararnos mayor asombro.
9. “Si existo, pienso”, ya que el pensamiento es una propiedad de existencia, a saber, de la mía, que
“pone” la acción del pensar. Pero también la inversa: “si pienso, existo”, puesto que la acción del
pensar “pone” la existencia, en el sentido de que es consciente de ella y que la hace explícita. Y es
en esta última donde se ve fracasar las nefastos intenciones del genio, puesto que para que pueda
engañarme ha de haber acto de pensar, a saber un pensamiento tal que piense algo, aunque fuere
otra cosa que lo que en verdad es, incluso puesta por el mismo genio, pero que es un algo, distinto
de una completa no-existencia (jamás podrá hacer que yo no sea nada en tanto que piense ser
alguna cosa”, p. 224). Una descripción fenomenológica del engaño, podría mostrar
pormenorizadamente que éste sólo puede fundarse en la conciencia de algo, y ésta en la conciencia
de sí. Pues el engaño en la conciencia engañada, se manifiesta como diferencia entre un objeto
ilusorio que he creído por causa de la conciencia engañadora, y un objeto “real”, que descubro al
tiempo que tomo conciencia del engaño al que he sido sometido. Por eso Descartes dice: “si me he
convencido o si solamente he pensado algo”. No es necesario que me haya convencido de que soy
ese algo que pienso; basta que tenga un acto de pensamiento como cualquier otro, para que alcance
un resultado positivo: el de mi existencia consciente. Si pienso algo, con convicción o dudando,
erróneo o verdadero, a ese objeto que pienso lo sostengo con el pensamiento, y éste no puede ser
entonces una mera nada, sino que forzosamente ha de ser un algo que existe en modo consciente, un
ser, una existencia consciente.
10. “Acto de pensar” significa: una operación de la conciencia por la cual capta o aprehende un
objeto. Hay aquí una distinción entre el acto del pensamiento (noesis) y el contenido del
pensamiento (noema). Ambos conceptos están referidos al nous, entendimiento, mente o razón, es
decir, la facultad de concebir ideas, es decir, de inteligir. Acto del pensamiento significa, entonces,
la aprehensión en un “ahora”, instancia momentánea, del concepto o la idea, siendo equivalentes en
este rasgo tanto las ideas claras como las oscuras, equivaliéndose en su carácter de percepciones de
la mente. Contenido del pensamiento significa el concepto o la idea en tanto especificaciones que la
hacen ser tal o cual, es decir, el conjunto de las predicaciones que la especifican. Lo que Descartes
llama “realidad objetiva” de una idea. Cuando Descartes dice que el genio “jamás podrá hacer que
yo no sea nada en tanto que piense ser alguna cosa” (p. 224) está desplazándose, sin hacer
distinciones problemáticas, a través del pensar como acto (en tanto que piense), del pensamiento
como objeto (alguna cosa) y de la existencia (ser). Ahora bien, es el pensamiento en tanto acto o
modo de pensar de lo que se vale Descartes para cumplir con estas dos operaciones fundamentales:
a) el razonamiento según el cual debe afirmarse la realidad sustancial del yo (“prueba del cogito”);
b) la reducción de todo atributo del alma al pensamiento.
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11. Con relación a la “prueba del cogito”, según anticipamos, la existencia del yo es presupuesta en
el razonamiento que pretende probarla. Puede señalarse dos presupuestos implícitos en el
razonamiento: (I) Yo dudo. (II) Existe una conciencia que tiene el poder de engañarme en todo, aun
en la creencia de mi propia existencia. El razonamiento como tal contiene este conjunto de
proposiciones: (i) Si alguien me engaña, pienso algo. (ii) Si pienso algo, existo. (iii) Ahora bien, he
aquí que alguien me engaña. (iv) Por lo tanto, pienso (por lo menos) algo. (v) Luego existo (por lo
menos, mientras lo concibo o lo pronuncio). En esquema lógico: 1) p ⇒ q; 2) q ⇒ r; 3) p; 4) q; 5)
r. Pero todo este encadenamiento de condicionales se halla ligado a la proposición presupuesta
principal: yo dudo.
12. Aun dejando de lado el recurso a las diferencias temporales entre el pasado (“he pensado”) y el
presente (“mientras pienso”) que se soslayan en este razonamiento, Descartes identifica el plano
lógico (que hay un pensamiento de un objeto), con el plano óntico, existencial (que hay un sujeto,
un sub-iectum que piensa), cuando concluye: “que esta proposición: yo soy, yo existo, es
necesariamente verdadera siempre que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu” (p. 224).
Ahora bien: o este sujeto está presupuesto por el yo tácito del “pienso” (y en ese caso no hay prueba
sino círculo, pues es obvio que si empecé dudando es porque pienso), o se infiere, errónea o
problemáticamente, desde el hecho de pensar algo (“algo piensa algo” o “hay un pensamiento del
algo”) el algo de una existencia, de una “cosa que piensa”. En el último de los casos hay confusión
o identificación entre la conciencia como acto de percepción de un objeto, de un dato que es
para-ella siendo ella, a su vez, para-el-dato (lo que en Kant se ha de denominar conciencia
trascendental) y la conciencia que se reifica en una entidad sustancial, en una mente (mens), en un
yo substante que posee una existencia independiente de los objetos que piensa. Es decir, “una cosa
que piensa, un espíritu, un entendimiento o una razón” (p. 226).
13. Una vez ganada esta llave de entrada a la realidad sustancial del yo, se ha de dar el paso
correspondiente hacia el llamado solipsismo: la cosa que piensa, la mente, es el espacio interior
donde desfilan las ideas. No sólo el espacio interior, sino también el ojo inspector de su propio
espacio, el que examina, distingue, ordena todas las ideas que allí se presentan. Lo que R. Rorty (La
filosofía y el espejo de la naturaleza), llama “nuestra esencia de vidrio”: un Ojo Interior a un Espejo
donde se re-presentan o imprimen las ideas provenientes de la cuasi- realidad. Todavía, hasta no
tener a Dios como garante, no puede saberse si hay una tal realidad independiente de mí, y esto no
afecta sólo a las cosas materiales, sino a las otras entidades mentales, es decir, a la existencia de los
otros yoes. Tanto para el caso de la percepción de la cera, como de las presuntas personas que veo
desde una ventana, no son los sentidos los que me permiten juzgar si se trata del mismo pedazo de
cera o de seres humanos respectivamente, sino el pensamiento. [Cfr. Med 2a. p. 230-231]
14. En consecuencia, Descartes da el paso que consiste en reducir todas las afecciones del alma
como “afirmar, negar, querer, no querer, sentir e imaginar” a percepciones de la mente, es decir, a
operaciones de aprehensión mental cuyo objeto son ideas. Lo hace a partir de la prevalencia, ya
consignada, del pensar como acto; esto le posibilita suspender el juicio acerca del correlato real de
una percepción cualquiera, sin que sea posible eliminar el hecho de la conciencia de ese objeto
presentado. Si no puedo afirmar si veo o no veo (algo real), puedo en cambio aseverar que me
parece que veo (es decir, que se presenta a mi conciencia una visión) [Cfr. Med 2a. p. 228]. En Los
principios de la filosofía se define aún más claramente: “Con el término pensamiento entiendo todo
lo que se produce en nosotros mientras estamos conscientes, en tanto tenemos conciencia de ello.”
(Principio IX).
15. En resumen, han de sostenerse algunas conclusiones en torno a las cuestiones del cogito en el
contexto de las Meditaciones:
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