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SINOPSIS

Mi inocencia ha desaparecido.
Mi padre ha muerto.
Y ya no soy la chica que fue obligada a casarse con un sicario.
Soy más fuerte.
Durante los últimos cinco años he estado huyendo tanto de la ira
vengativa de mi hermana como de la intensa obsesión de mi marido.
Cuando Gaven por fin me captura, no tengo más opción que
utilizarle de la misma forma que él siempre planeó utilizarme a mí.
Cuanto más cerca esté, cuanta más información tenga, más seguros
estaremos los dos. Así que aceptaré su castigo por marcharme.
Aceptaré su dolor y su placer.
Mi noche de bodas pudo haber terminado en dolor y traición,
pero no dejaré que mi vida termine igual.
Él es un asesino y yo soy un objetivo. Al final, alguien tiene que
morir, pero ¿quién va a ser esta vez?
PRÓLOGO

Gaven

18 años

La nieve se escuchaba como ascuas de fuego cuando caía. Poca


gente se daba cuenta de eso. No, nunca se darían cuenta a menos que
cerraran la puta boca el tiempo suficiente y se limitaran a escuchar su
sonido. Supuse que, si yo estuviera en otras circunstancias, tampoco
me daría cuenta de algo tan trivial. Aun así, eso no hacía que fuera
más fácil tratar con los idiotas de este mundo.
Mientras todos los demás compraban regalos de Navidad en
aquella noche de diciembre cubierta de nieve, yo estaba aquí, a varios
kilómetros de la ciudad, con poco más que un abrigo de invierno de
segunda mano, lleno de agujeros, que podría haber sido bastante
bonito hace varias décadas y mantener el frío a raya. Como para
subrayar mi propia inferioridad respecto al resto del mundo, mi
estómago rugió de hambre.
—Joder. —Rodé sobre mi espalda y cerré los ojos, aislando la
oscura cubierta de árboles sobre mi cabeza. Me estremecí cuando la
capa de nieve que tenía debajo me empapó la espalda.
Llevaba horas aquí fuera, donde me había dejado el hombre para
el que trabajaba. O mejor dicho, me había dejado uno de sus secuaces.
Después de todo, era imposible que un hombre tan poderoso como
Jason Perelli se dejara ver con un aspirante a asesino a sueldo cuando
yo ni siquiera había demostrado mi valía. Por lo que él sabía, me
atraparían tras mi primer asesinato. Para él, yo era poco más que un
limpiador codicioso en busca de una vida mejor, y él necesitaba una
negativa plausible.
Volvió a rugirme el estómago y me pasé una mano por el
abdomen.
¿Cuándo fue la última vez que comí algo y no me quedé con ganas de
más?
A diferencia de la mayoría de los chicos con los que trabajaba,
yo no hacía ejercicio para mantenerme en forma. No tenía por qué
hacerlo. En lugar de eso, transportaba cajas por la bahía durante el
día y, por la noche, me enviaban a varios lugares de la ciudad como
conserje glorificado para limpiar las muertes sucias de las familias
criminales de la zona.
Me preguntaba cuánta gente de la ciudad se acostaba esta noche
con el reconfortante desconocimiento de todo el mal y las cosas
perversas que persistían en este mundo de mierda. ¿Cuántos de ellos
no habían visto la masa encefálica de una mujer semidesnuda
esparcida por un caro suelo de mármol color marfil o no habían
tenido que ponerse de rodillas para limpiar la sangre de la arenilla
del azulejo del cuarto de baño de algún millonario?
La mayoría de ellos, supuse en silencio. Malditos desgraciados
suertudos.
Por otra parte, si no hubiera sido por mi hermano de acogida
hace unos años, probablemente nunca me habría enterado. Lástima
por Antonio. Había muerto a los pocos meses de la que también sería
mi última casa de acogida, acribillado a balazos a la salida del teatro
porque el muy cabrón se había ido de la lengua sobre el estupendo
trabajo que había conseguido para el tal Perelli.
Su pérdida, sin embargo, había sido mi ganancia, y cuando los
hombres de Jason Perelli se presentaron la siguiente vez, hice cola
para el puesto vacío. Sin embargo, el dinero nunca era suficiente.
Nunca llegaba lejos: ropa, comida, alquiler. Nueva York era un
enorme montón de sanguijuelas que succionaban la vida de cualquier
hombre o mujer lo bastante desgraciado como para quedarse
atrapado aquí sin salida.
Abrí los ojos al pensar en ello y volví a girar sobre mí mismo, mi
dedo enguantado encontró el gatillo mientras volvía a acomodarme
en mi posición anterior. Esta sería mi salida, juré.
Sangre. Asesinato. Caos. Guerra. No importaba lo que tuviera
que hacer. Algún día sería uno de esos cabrones ricos que llamaban a
mierdecillas como yo para que fueran a limpiar sus desastres. No me
importaba cuántas vidas tuviera que quitar para sentir algo de ese
calor. Un fuego en noches frías y oscuras como esta.
A fin de cuentas, este mundo se basaba en la supervivencia del
más fuerte, y yo iba a ser uno de ellos.
Como si pensar eso conjurara a mi objetivo desde las
profundidades de las sombras, un coche apareció por fin junto al
borde de la propiedad en la que había estado acurrucado durante el
último medio día. Horas y horas había esperado a este hijo de puta, y
ahora estaba a punto de ser mío.
La limusina avanzó lentamente por el camino bordeado de nieve
hacia la casa solariega del final. No sabía quién era aquel tipo; eso no
formaba parte de mi trabajo. Lo único que sabía era que, si lo hacía
bien, Perelli no sería el único que querría mis habilidades. Lo haría
alguien más grande y mucho más temible que él. Raffaello Price. El
jefe del Sindicato de la Familia Price. Ya lo había dicho durante
nuestra única interacción.
Mi dedo se movió con calma sobre el gatillo de la Remington 700
de francotirador. Un regalo. Un cambio de juego. No sé qué había
visto aquel hombre en mí el día que me vio fuera de la mansión de
Jason Perelli. Había estado allí únicamente por curiosidad, esperando
que tal vez Perelli tuviera una vacante como guardia. Un trabajo más
sólido. Aunque fuera simple carne de cañón, no podría soportar
mucho más vivir en un estudio infestado de ratas y cucarachas. No
solo tenía hambre, estaba loco de inanición.
Quería más. Más dinero. Más oportunidades. Más de una puta
vida mejor que la que me había tocado. Quizá algo en mi expresión
le había puesto sobre aviso, pero tal como estaban las cosas, había
hecho un trato con Perelli para darme la oportunidad de eliminar a
un objetivo del que ambos querían deshacerse. Por otra parte, quizá,
para variar, había tenido suerte, porque parecía que, con el inminente
segundo hijo de su embarazada esposa, Raffaello había sido más
amable que cualquier otro mafioso que hubiera conocido antes.
Me había dado esta arma, con silenciador y todo, y me había
prometido que, si conseguía hacerlo, habría más trabajo para mí en el
futuro. Trabajo que me sacaría de la oscuridad y me empujaría hasta
la luz teñida de sangre.
El coche continuó por el camino, deteniéndose al acercarse a la
fachada del edificio. Mi respiración era áspera en mis pulmones,
quemando un camino por mi tráquea mientras el aire frío abrasaba el
interior de mi garganta.
Inhala.
Exhala.
Tan cerca. Ya casi.
Mis ojos se posaron en la puerta trasera cuando el conductor
detuvo el coche y salió, rodeando el vehículo hasta llegar a la parte
trasera. Apareció una oscura cabellera, y entonces el rostro del
hombre se giró hacia arriba mientras echaba un vistazo al casco
oscurecido de la mansión rural.
Un supuesto piso franco que no tenía ni idea que ya estaba
comprometido. Resultaba una figura desolada contra el telón de
fondo de bosques negros y nieve blanca. Cerré un ojo y capté al
hombre con la mirilla.
Él aún no lo sabía, pero era la clave de un futuro mejor para mí.
Un pequeño agujero de bala en su cabeza no me costaría nada y a él,
todo.
Todo el mundo toma de otro para darse más a sí mismo, me había
dicho Raffaello. No creas que nosotros somos diferentes. Si quieres
algo, cógelo. Que se joda el resto.
Yo lo quería. Lo deseaba tanto, joder, que el deseo me quitaba el
sueño. Más que el sexo. Más que el dolor. Quería poder y control.
Todo lo que nunca había tenido.
El hombre se alejó del vehículo al cerrarse la puerta trasera.
Uno. Se deslizó lejos de su hombre y hacia los escalones que
conducían a la entrada de la mansión.
Dos. No miró a su alrededor, probablemente seguro de haberlo
conseguido. De estar a salvo.
Tres. Se equivocó.
Apreté el gatillo y el rifle dio una sacudida, con un estallido
junto a mi oreja, mucho más silencioso de lo que habría sido sin el
silenciador, más parecido a un ruido seco que a la explosión que debería
producirse.
A varios metros de distancia, la cabeza del hombre se sacudió
hacia abajo y, por un momento, su cuerpo quedó suspendido en el
aire. Fue como si siguiera vivo durante brevísimos segundos y no
podía creer lo que había ocurrido. Entonces, finalmente, el cuerpo del
objetivo se desplomó contra el suelo. Primero golpeó sus rodillas,
luego su pecho y, por último, el crujido de su cráneo al rebotar contra
el escalón.
Lo hice, comprendí. Apreté el gatillo. Maté a mi primer objetivo.
Un fuerte ardor recorrió mis extremidades y me tapé la boca con
una mano al tiempo que resonaba una carcajada. Hostia puta. Lo he
conseguido.
Ruedo lejos de la Remington 700 y, esta vez, no cierro los ojos.
Aquel hombre había estado vivo cuando había llegado, y ahora
estaba muerto. Ni siquiera a unos centímetros de su supuesto piso
franco. Lo había hecho. Le había arrebatado la vida y, en esencia, la
mía estaba a punto de renovarse.
Apartándome de mi rostro, extiendo las manos frente a mí y las
miro fijamente. Estas manos arrebataron una vida. Sostuvieron a otra
persona en sus garras y decidieron el destino de ese hombre. Una
oleada de euforia me invadió. Nunca había sentido tanto poder.
Por fin era yo quien tenía el control.
Cerré los ojos y me reí, amortiguando el sonido mientras volvía
la cara hacia la nieve. Su frialdad se desvaneció a la luz de mis nuevas
circunstancias. Nunca más temería al mundo. Nunca más querría o
ansiaría lo que otros tenían.
Si lo quería, podía cogerlo. Todo el poder estaba ahí... y una bala
y una pistola eran mi arma y mi recompensa.
CAPÍTULO 1

Angel

Sídney, Australia

21 años después

Me fijé en el coctel Martini Chocolate que una rubia pechugona


sujetaba contra sus tetas mientras soltaba una falsa risita al oír algo
que decía el hombre calvo a su lado. Me encantaba el chocolate, pero
en lugar de eso, sostenía en mi mano un Negroni Sbagliato coronado
con un poco de Prosecco. Era de un bonito color rojizo, y las burbujas
bailaban en el interior del vaso transparente, esparciéndose alrededor
de la piel de naranja que habían añadido expertamente como adorno.
¿Por qué bebía esto y no el Martini Chocolate? Fácil, porque vi
un estúpido vídeo en Internet y sonaba muy guay y maduro. Ese era
el aire que yo también buscaba. Fresco y maduro. Nada que ver con
la fresca veinteañera que era en realidad. Mi carné decía que tenía
veinticinco. No es que lo necesitara aquí. En los últimos años había
aprendido que prácticamente a todos los demás países de la Tierra les
importaba una mierda la edad mínima para beber, siempre que no
estuvieras completamente borracho y montando una escena.
Aun así, me sentía como si hubiera cerrado el círculo, tres años
después de mi boda, sentada en un bar de lujo cualquiera con mi
primera copa 'legal'. Claro que había sido legal en todos los demás
países, pero a veces me gustaba fingir que había vuelto a Estados
Unidos. Al fin y al cabo, era mi hogar, y aunque no fuera la patria de
mi padre, era la de mi madre. Australia no tenía las mismas leyes
sobre la bebida que Estados Unidos, aun así -al menos para mí- se
suponía que el día de hoy era especial.
El estómago me rugía de hambre, pero hoy no me había atrevido
a comer. No cuando esperaba emborracharme como una cuba y
volver tambaleándome al apartamento que había alquilado en el
corazón de Sídney, tan cerca de Barangaroo que todas las mañanas
me despertaba con vistas a la bahía. Era un apartamento
imposiblemente caro, pero tenía que mantener las apariencias. Mis
clientes no confiarían en alguien que viviera en la cuneta. Al fin y al
cabo, yo debía hacerlos desaparecer con estilo.
Los delincuentes -incluso los fugados- rara vez podían
desprenderse de los millones que habían ganado. No es que todos mis
clientes fueran delincuentes, pero muchos de ellos sí lo eran. Sin
embargo, algunos eran tan desafortunados como para necesitar mi
ayuda.
Suspiré al ver a un trío de mujeres jóvenes, una de ellas con un
fajín en el pecho, bebiendo chupitos en un rincón cerca del grupo que
tocaba la versión de una famosa cantante australiana que había oído
en la radio. Aunque en el fajín se leía «Novia en ciernes», el brillo de
la purpurina y las joyas que lo decoraban me hicieron pensar en otras
cosas, concretamente en lo que se suponía que estaba celebrando. Me
pasé los dedos por el cuello, donde antes reposaba la gargantilla que
me había regalado Gaven, o más bien su collar de propiedad. Ahora
me sentía extrañamente desnuda allí.
Había sido lo primero que había desaparecido cuando hui. No
necesariamente porque lo odiara, sino porque vender los diamantes
de su contenido había sido una necesidad. Había financiado mi nuevo
comienzo y me había dado una oportunidad real. Supe que tenía que
ser más inteligente la segunda vez que escapé. Gaven había
demostrado ser ingenioso y dominante. Mi uña raspó la piel de mi
garganta. Aun así... no había sido fácil dejarlo ir.
Mientras miraba a la novia y a su pandilla celebrando su fiesta
de despedida —o despedida de soltera, como la llaman aquí en
Australia—, sentí una punzada de remordimiento y envidia. Retiré la
mano del cuello y di un sorbo a mi bebida observando a su grupito.
Siempre había imaginado que conmemoraría mi vigésimo
primer cumpleaños con amigas. Todas vestidas de forma muy
parecida a como lo estoy yo ahora —un atuendo de zorra de cóctel—
, mientras nos reíamos y carcajeábamos de club en club, ahogándonos
en la dicha de la juventud y chupitos de vodka o tequila. En algunas
de las situaciones hipotéticas de lo que imaginaba que sería hoy,
habría estado en casa, sentada en el estudio de mi padre mientras
compartíamos juntos mi primera bebida legal.
Haciendo una mueca ante la última imagen que tenía en la
cabeza, incliné el vaso hacia atrás y sorbí un trago de alcohol. Era más
dulce de lo que esperaba, un poco ácido y picante, pero no estaba
nada mal. A mi alrededor, en el oscuro y sombrío bar, las
conversaciones llegaban a mis oídos.
Llevaba tres años increíblemente largos lejos de casa, y esto era
lo más cerca que me había atrevido a estar. Un vuelo de quince horas
hasta el continente más cercano de Estados Unidos. Mis
conocimientos informáticos me habían sido muy útiles aquella
fatídica noche, la noche de mi maldita boda.
Mis dedos apretaron con más fuerza la copa que tenía en la
mano al recordar la traición de mi hermana y mi situación actual. Ella
era la razón por la que no podía disfrutar de estar en casa ni siquiera
asistir a la universidad. Aunque hubiera podido intentar hacer algo
en Internet una vez alejada de ella y del Imperio Price, no era como si
pudiera seguir un plan de estudios cuando estaba demasiado
ocupada huyendo de ella y construyendo un negocio para
mantenerme a salvo. No tenía nada que ver con mi matrimonio
forzado, sino con su celoso y vil acto de crueldad.
Sin pensármelo dos veces, me llevé de nuevo la copa a los labios
y me bebí el resto del líquido de un trago. Sin más, el sabor dulzón se
volvió amargo y el alcohol se abrió camino en mi estómago. Había
sido un desastre la noche que me había escapado, pero la segunda
vez lo había hecho mejor que la primera. Había aprendido una valiosa
lección. A veces, tenías que aceptar la realidad y apoyarte en lo que
eras capaz de hacer o arriesgarlo todo.
Yo era una ex Princesa de la Mafia y ahora una criminal. Ya no
tenía la opción de ser normal. Si quería sobrevivir a la ira de mi
hermana, tenía que aceptar esa parte de mí. En los últimos tres años,
me había disfrazado con varias máscaras -diferentes identidades- e
incluso había emprendido un nuevo negocio. El tipo de negocio que
permitía a los demás desaparecer en otra parte del mundo, iniciando
nuevas vidas a medida que las antiguas terminaban
irrevocablemente.
Con cuidado, dejé la copa vacía sobre la barra y suspiré mientras
me volvía hacia el resto del salón. Yo también había aprendido a leer
a la gente. Saber con quién sería peligroso relacionarme y con quién
sería beneficioso. Si no hubiera aprendido y aprendido rápido, estaría
muerta. Tal como estaban las cosas, alguien se estaba acercando
demasiado.
Mi marido.
―Bonita noche, ¿verdad? ―Un dulce tono sonó a mi lado, pero
no salté. Hacía unos minutos que había visto acercarse a un hombre
vestido con un traje negro ajustado, alto y ancho, con una expresión
seria en su rostro. En un principio, se había acercado hasta el extremo
de la barra, y luego, a cada segundo que pasaba, se había ido
acercando más y más mientras se armaba de valor para hablar
conmigo.
Eché un vistazo al hombre y lo consideré. Era joven, al menos de
unos veinte años, y llevaba el cabello oscuro y espeso apartado de la
cara. Quizá fuera el corte de su mandíbula o su estatura, pero de
algún modo me hizo pensar en Gaven. Sin embargo, a pesar del
marcado y atractivo contraste del tono de su piel, no se parecía en
nada al hombre que recordaba en mi cama, entre mis piernas.
Hacía tres años que no veía a Gaven, y tres años que ni siquiera
había contemplado el sexo. No nos conocíamos realmente, él y yo,
pero había dejado su huella en mí, había quemado tan
profundamente mi piel y mi alma que no podía olvidar lo que me
había infligido. La forma en que me había hecho sentir y el deseo que
mi cuerpo sentía hacia él. En realidad, nos habían unido a los dos para
continuar el linaje del Imperio Price. Era un matrimonio solo de
nombre; se trataba de engendrar un heredero, no de dedicarle mi
vida. No realmente. Sin embargo, de algún modo, en los últimos años
nunca había sido capaz de borrar el juramento que había hecho al
decir 'sí, quiero'.
Ahora me parecía mal mirar fijamente a aquel hombre y
contemplar... bueno, ¿qué estaba contemplando exactamente?
No sexo con él, eso estaba claro. En todo caso, lo más parecido
al sexo que iba a tener esta noche sería de vuelta en mi apartamento
con el vibrador que había comprado por Internet hacía dos semanas.
Era la única fuente de consuelo que había tenido: juguetes que a veces
eran demasiado duros y no tenían nada del calor y las palabras
infames y perversas de mi marido.
Mis entrañas se retorcían con los recuerdos. Sentí que empezaba
a humedecerme entre los muslos. No podía negar que desde que
Gaven me había follado, desde que me había introducido en el
mundo de la perversión sexual, de algún modo me había hecho
desear más. Sin embargo, más parecía imposible sin él.
No tenía sentido. No nos amábamos. Aun así, me sentía unida a
él. Como si fuera un ser grande y poderoso y el único que podía
devolverme a aquel placer de otro mundo.
― ¿Te invito a una copa?
Parpadeé y abrí los ojos, dándome cuenta tardíamente que los
había cerrado mientras los pensamientos y recuerdos me invadían.
― ¿Qué? ―Volví a mirar al hombre.
― ¿Me dejas invitarte a una copa? ―volvió a preguntar.
Ya estaba negando con la cabeza antes que terminara.
―Gracias ―dije―, pero no.
Su cara se descompuso.
―Oh, bueno, si no una copa, tal vez podría...
―Estoy casada ―le dije―. Pero gracias por el ofrecimiento.
La decepción se grabó en su rostro. Normalmente no sacaba la
carta de casada, pero no era mentira y eso era algo que estaba
acostumbrada a hacer ahora que era una fugitiva a la fuga. Detrás del
hombre con aspecto de cachorro sentado a mi lado, divisé una sombra
alta moviéndose por el fondo de la sala. Me senté más erguida.
No, pensé. No era posible. No podía estar allí. Había tenido
cuidado con este lugar. Había querido quedarme un rato. Pero no
podía negar la carrera de los latidos de mi corazón que ahora
galopaban en mi pecho. Conocía aquella sombra. La conocía bien,
demasiado bien.
Me di la vuelta, lancé un billete de cincuenta dólares, el brillante
color del dinero australiano se reflejaba en la escasa luz sobre la barra
del bar y cogí mi bolso.
― ¡Espera! —gritó el hombre, pero lo ignoré mientras me dirigía
hacia la salida.
Estúpida. Estúpida. Estúpida.
Aunque el hombre no había sido Gaven, trabajaba para él. Lo
había visto demasiadas veces en los últimos tres años. Siempre
demasiado cerca. Como ahora.
Fuera, paré un taxi.
― ¿Adónde? —preguntó el taxista cuando cerré la puerta trasera
tras de mí.
―A Mascot ―dije―. Al Holiday Inn. ―No había más vuelos
hoy. Era demasiado tarde para eso, pero no podía arriesgarme a
volver a mi apartamento.
El taxista volvió a girar el volante y nos dirigió hacia el tráfico,
el coche cogió velocidad mientras cortaba los carriles hacia la
autopista. Con el corazón acelerado en el pecho, miré rápidamente
hacia atrás para ver si el hombre me había seguido al exterior. Pero
estaba demasiado oscuro, incluso con las luces de la ciudad, para ver
algo más que figuras en la calle. Di media vuelta y me obligué a
relajarme en el asiento antes de cerrar los ojos y elevar una plegaria
al cielo.
Sabía que era inútil. No era muy creyente en Dios. Ciertamente,
ya no. Sin embargo, sabía cómo podían ser otros miembros de la
mafia, cómo había sido la gran familia italiana de los Prezzo. Con
tanta muerte a su alrededor, tanta traición y pérdida. Tenía sentido
que buscaran un poder superior a ellos mismos.
Para mí, ese poder no es otro que Gaven Belmonte.
Mi cazador. Mi marido.
Levantando el brazo, arrastré el dedo por los cristales
empañados del interior de la cabina. Sería peligroso dejar que me
atrapara, aun así, una pequeña parte de mí esperaba que lo hiciera.
Otra parte, disfrutaba con el juego del gato y el ratón al que estábamos
jugando, aunque fuera un recordatorio constante que no había vuelta
atrás.
Una vez había sido una chica inocente, asustada de lo que él
pudiera hacer. Asustada de lo que me deparaba el futuro. Ahora sabía
la verdad. El futuro no esperaba a que te sintieras cómoda. Llegaba lo
quisieras o no. Los que sobrevivían eran los que tenían que adaptarse.
Y así... me había adaptado.
Había huido.
Había sobrevivido.
Había creado algo por mí misma.
Ahora ya no podía parar. Así que, si Gaven quería averiguar la
verdad, le aguardaba una larga espera, porque no había forma alguna
que capturarme fuera a serle fácil.
Atrápame, si puedes. Mi perverso marido.
CAPÍTULO 2

Angel

Queens, Nueva York

Dos años después...

Los sueños eran como el viento. Eran intocables, pero aún


podías sentirlos rozar tu piel o incluso invadir tu presencia,
acosándote con esperanzas y fracasos. Sin embargo, nunca podías
aferrarte a ellos. Intentarlo era como tratar de capturar un alma
humana, aunque yo ya no creía que existieran, y si existían, mi
hermana tenía una muy podrida. Era rancia y corrupta hasta la
médula. Ahora que había experimentado las profundidades de su
traición, matando a nuestro padre e inculpándome por su propio
pecado y de mi propia traición a Gaven al romper nuestra promesa y
huir después de haberlo aceptado, comprendía lo que una vida de
crimen le hace realmente a alguien.
Lo que me ha hecho a mí.
Mientras estaba sentada en el café Rosemary, en la calle
principal de Queens, Nueva York, esperando a que mi cliente hiciera
acto de presencia, levanté distraídamente la mano y volví a tocarme
el lugar vacío de mi garganta, por encima del cuello de mi camisa de
seda. Todas las mañanas, estuviera donde estuviera —Boston, París,
Vancouver—, me despertaba y palpaba allí la joya que me faltaba.
Había creído que al hacerlo me reafirmaría en que lo que estaba
haciendo, la persona en la que me había convertido no había sido en
vano.
Todo era por él. Aunque no estaba segura que fuera amor...
¿cómo podía amar a un hombre al que apenas conocía? Antes le había
aceptado como marido y eso significaba que tenía un deber para con
él, un juramento de protegerle, aunque me odiara por ello.
Algunos días, el hermoso anillo de metal parecía que iba a
quemar un pedazo de mi piel y otros días parecía lo único que
mantenía mis pies firmemente clavados al suelo. Hoy era una mezcla
de ambas cosas. Porque hoy era mi aniversario de boda. Aunque no
lo celebraba, siempre recordaba qué día era. Era un día agridulce. Un
recuerdo agridulce. Me dolía el pecho de añoranza.
Cerré los ojos y respiré por la nariz mientras el sonido de la
cafetería permanecía en mis oídos. El local era pequeño —no había
muchos lugares en la avenida principal de Queens con espacio
suficiente para albergar a tantas personas—, así que el ruido era
mucho más fuerte. Me concentré en él para volver al presente.
Escuché a la gente charlando a mi alrededor. El sonido de una
pareja que discutía en voz baja sobre el alquiler y las facturas en el
rincón del fondo. El chasquido de la caja registradora al abrirse el
cajón cuando otro cliente pagó su café. El siseo del vaporizador detrás
del mostrador.
Sonó la campanilla de la puerta de la cafetería y mis ojos se
abrieron cuando un hombre alto y delgado, vestido con un traje
impecable, eludió la corta cola de hombres y mujeres que esperaban
a ser atendidos en el mostrador y se dirigió hacia mí. Su rostro
delgado estaba bastante sudoroso, aunque no podía culparlo. Como
uno de los científicos más jóvenes y brillantes de América, si alguno
de los jefes de Ronald Wiser llegaba a oler lo que estaba haciendo con
su reciente invento, se encontraría en el lado equivocado de la mira
de un asesino.
A pesar de su juventud, Ron era un genio. De algún modo, había
conseguido desarrollar una forma de cultivar órganos compatibles
con cualquier persona. Órganos que crecían rápidamente y que nunca
serían rechazados por el cuerpo de un huésped. Con las largas listas
de espera para trasplantes de órganos en todo el mundo, fue un
descubrimiento y un invento que sacudiría no solo el campo de la
medicina, sino el mundo entero. Sin embargo, con ello llegó el
infalible lado oscuro del capitalismo. Los jefes de Ron querían
patentar su invento y apropiarse de él. Aumentar los costes médicos
de algo que dejaría a los moribundos en la indigencia o muertos. El
propio Ron no era un capitalista, sino un ser humanitario con una
brújula moral, que fue exactamente por lo que me había buscado.
Para mantenerlo a él y a ese cerebro genial suyo a salvo ahora que se
había llevado todas sus notas y descubrimientos de su antigua
empresa.
―Gracias a Dios que estás aquí ―dijo tomando asiento frente a
mí. A pesar de su complexión delgada, empequeñecía la silla metálica
de tamaño insuficiente―. Creo que me están siguiendo.
Mi espalda se enderezó al oír aquellas palabras. Mis ojos pasaron
junto a él y se dirigieron a la concurrida calle. El bullicio era bueno,
era fácil de utilizar para desaparecer o causar una distracción en caso
necesario. Miré a través de las amplias y despejadas ventanas. Nada
me llamó la atención de inmediato, pero eso no significaba nada. En
los últimos años había aprendido que era más peligroso para ti lo que
no veías que lo que veías.
― ¿Era un coche o una persona? ―aclaré, moviendo la mirada
hacia el interior de la cafetería. ¿Podrían estar ya aquí? ¿Sabían dónde
iba antes de llegar?
―Un sedán azul oscuro ―respondió―. Creo que lo perdí unas
manzanas atrás, pero no puedo estar seguro.
Fruncí el ceño al ver pasar por delante de las ventanas un sedán
azul oscuro. Maldita sea. Definitivamente no lo había perdido. Ronald
no era un espía ni mucho menos, ni siquiera un delincuente a la fuga,
y eso solo me demostraba que necesitaba mi protección, mi
experiencia. Sentí cómo el sudor se acumulaba en la parte superior de
mi espalda mientras intentaba pensar en quién podría haber filtrado
la información. La lista de personas que sabían lo que hacía era
pequeña, pero aún no las conocía lo suficiente como para saber quién
lo traicionaría tan pronto.
Si de mí dependiera, nadie sabría lo que intentaba hacer. Ronald,
por otra parte, era demasiado confiado para su propio bien. Mis
manos se cerraron en puños. No tenía sentido reprenderle ahora. Lo
hecho, hecho estaba.
Inspiré y solté el aire lentamente. Tampoco serviría de nada
entrar en pánico ahora. Si algo había aprendido en los últimos cinco
años era que el pánico solo ralentizaba mi proceso de pensamiento. Si
Ronald estaba siendo seguido, alguien debió avisar a sus
competidores. Si sus competidores conocían el proyecto de
crecimiento de órganos sintéticos en el que había estado trabajando
durante los últimos meses, estaba metido en un buen lío. Mis ojos se
desviaron de la calle, donde el sedán azul se perdía de vista, y
volvieron a él. Regresaría.
Ron tenía el semblante enrojecido, los ojos saltando por la sala
como si cualquiera de las personas que había dentro del café pudiera,
en cualquier momento, levantarse y dispararle. Me incliné hacia él y
toqué su mano, rodeándola con los dedos y apretándola. Su cabeza se
volvió hacia mí. Le ofrecí una pequeña sonrisa, como si fuéramos dos
amigos charlando amistosamente, cuando en mi interior sentía que
me invadía la aguda tensión de la urgencia.
―Cálmate ―le advertí discretamente en voz baja―. No montes
una escena.
―Van a matarme, Eve ―siseó―. Ya lo sé. He hecho todo lo que
me dijiste. He copiado todos los archivos, toda la información y la he
borrado de sus servidores. He enviado memorias de todo ello a
diferentes medios de comunicación, pero ¿y si no es suficiente?
Querrán destruir esta información o, peor aún, cogerla y utilizarla
para sí mismos. Crearán mis órganos y luego subirán los precios hasta
que solo los ricos puedan permitírselo. Esto podría salvar millones de
vidas y van a utilizarlo para su propio beneficio.
Al final de su monólogo, su voz se había vuelto ligeramente
chillona. Más sudor se acumulaba en su frente. Fruncí la nariz al
sentir el inconfundible olor corporal masculino y automáticamente
me alejé apartando la mano de la suya.
Discretamente, introduje la mano en el bolso y saqué varios
pañuelos para dárselos. Los aceptó y empezó a secarse el sudor de la
frente.
―No tenemos que preocuparnos por la investigación ―le
dije―. Ahora mismo, de lo único que tenemos que preocuparnos es
cómo sacarte de aquí y llevarte a un lugar seguro antes que
quienquiera que te esté siguiendo encuentre la forma de atraparte a
solas.
― ¿Tienes preparada una casa segura? ―preguntó casi
suplicante.
Mi sonrisa se tornó afligida. Si hubiera tenido tiempo, habría
podido encontrar algo adecuado. Sin embargo, al ser una mujer sola,
todo, desde ser su contacto y consejero hasta su unidad de protección
personal, recaía sobre mí. Un piso franco para él ahora requeriría
ayuda. Yo ya no tenía ese tipo de contactos. Si las cosas no se hubieran
torcido terriblemente hace cinco años, quizá habría podido darle una
respuesta mejor. Antes había pensado que ser la mujer de un jefe de
la mafia era lo peor que podía pasarme, pero ahora que había pasado
el tiempo y me había dado a la fuga, sabía que tener contactos en el
submundo criminal era lo que mantenía viva a la gente. Eso, además
del miedo y el poder.
En lugar de contestarle, me colgué el bolso del hombro y me
levanté del asiento.
―Vamos ―dije mientras el mismo sedán azul oscuro de antes
volvía a cruzar la calle, esta vez por el otro lado del tráfico―.
Saldremos por detrás.
La silla de Ron chocó contra el suelo del café cuando él se
apresuró a seguirme. Caminaba despacio y pronto tuvo que
ralentizar la rapidez de su paso para igualar el mío, aunque estaba
claro que no quería hacerlo. Me obligué y a su vez le obligué a él, a
caminar a un ritmo pausado. Si queríamos sacarlo de aquí sano y
salvo, teníamos que ser inteligentes. No podíamos parecer temerosos
ni siquiera conscientes del peligro que nos aguardaba a ninguno de
los dos.
Alcé la cabeza, pasé junto a los baños y me dirigí a la pequeña
cocina del café. Había estado aquí muchas veces; por eso me había
sentido tan cómoda al encontrarme con él en este lugar. Nunca iba a
ningún sitio sin varias vías de escape y esta cafetería era uno de los
muchos lugares de reunión diferentes que tenía rotando en un
esfuerzo por mantenerme alerta ante los ojos que siempre podían
estar observando. Algunos de los empleados más jóvenes se
detuvieron frunciendo el ceño cuando pasábamos, pero no fue mi
presencia lo que les hizo cuestionarnos estar aquí. Fue la de Ron.
Estaba sudando a mares y parecía que su olor corporal aumentaba a
cada segundo.
Las personas creen en la confianza, no importa lo que les vendas.
Tan confiada me volví. Hacía uno o dos años me había encontrado
con una ex—delincuente que me había enseñado ese lema. Me había
visto en el bar en el que trabajaba de incógnito y supo
inmediatamente que huía de algo. De algún modo, las dos nos las
arreglamos para quedarnos a solas al cerrar y ella me ofreció su
propia sabiduría. Sabiduría que no me había dado cuenta de lo
desesperadamente que había necesitado. Ahora mismo la echaba de
menos, pero sus palabras aún permanecían en el fondo de mi mente,
una voz útil para mi mente atestada.
Haz como si fueras de aquí, recordé. Y te creerán.
Incluso con el sudor y los temblores de Ron y su mirada perdida,
atravesamos la cocina hasta la puerta trasera sin que nadie nos
detuviera. La abrí de golpe y eché un vistazo al callejón. Un lado
estaba completamente abierto, mientras que el otro estaba bloqueado
por un conjunto de contenedores y un gran muro de ladrillo. Mis
tacones chasquearon contra el pavimento mientras lo conducía fuera.
Me detuve, metí la mano en el bolso y saqué un par de zapatillas de
ballet enrolladas.
Bajándome de los tacones, los pateé detrás del contenedor
cercano y me puse las zapatillas, más prácticas. Era una lástima lo de
los tacones, pero de todas formas solo eran un adorno. Volví a
meterme en el bolso y saqué un teléfono de prepago, un fajo de
billetes que siempre tenía a mano para emergencias, una tarjeta de
crédito imposible de rastrear y un juego de llaves.
Temía que esto ocurriera. Pero, afortunadamente, ya lo había
previsto o, mejor dicho, aún estaba organizándolo todo. Esta era mi
opción B.
Cinco años aprendiendo esta vida.
Hundirse o nadar.
Vida o muerte.
Ambas cosas me motivaron y me hicieron darme cuenta
rápidamente que, después de todo, era una verdadera heredera Price.
Aunque nunca hubiera querido ser delincuente, tenía que admitir que
se me daba condenadamente bien utilizar el mismo conjunto de
habilidades que la gente empleada por varias familias mafiosas. Lo
más importante que me enseñó el ensayo y error fue estar siempre
preparada para cualquier contingencia.
Se quedó boquiabierto mirando el dinero y el teléfono y luego a
mí mientras nos deteníamos en la boca del callejón.
― ¿Qué demonios se supone que tengo que hacer con esto?
Observé cómo el sedán cruzaba la calle y, antes que el conductor
pudiera vernos, agarré a Ron y me agaché detrás de un cartel colgante
en el lateral del edificio.
―Escúchame con atención ―dije, sin apartar los ojos del sedán.
Tenía que haber algo más, posiblemente un asesino que ya iba tras él,
pero no quería alertarlo y que Ron entrara en una espiral de pánico.
Era de los que empeoraban las cosas cuando se dejaba llevar por el
pánico. Solo llevábamos trabajando juntos algo menos de un mes, y
aunque me habría gustado que se hubiera puesto en contacto
conmigo antes...las cosas en retrospectiva eran así y ya las habíamos
superado. Volví a dirigir mi mirada hacia su rostro.
―Quiero que tomes el dinero y la tarjeta y cojas un taxi para salir
de la ciudad. Utiliza el teléfono que te di. Toma, dame el tuyo; no
quiero que lo uses en un futuro próximo. ―Cuando lo único que hizo
fue parpadear, resoplé y empecé a rebuscar en sus bolsillos hasta que
encontré el teléfono que buscaba. Lo metí en mi bolso―. Ahora, como
iba diciendo... ―Ron seguía sin moverse ni decir nada. En cambio,
sus ojos estaban centrados en algo por encima de mi hombro. Miré
hacia atrás, sin ver nada. Sabía que no estaba acostumbrado a este
tipo de vida, aun así, si no se ponía al día, conseguiría que lo mataran.
No podía hacer mucho por él si no me escuchaba.
Con otro resoplido irritado, chasqueé los dedos delante de su
cara y atraje de nuevo su atención.
―Concéntrate ―dije―. Coge un taxi. Conserva el teléfono, pero
no lo utilices. Me pondré en contacto contigo cuando pueda y de
momento tendrás que quedarte en un lugar seguro...
― ¿Un lugar seguro? ―repitió, con el rostro enrojecido una vez
más—. ¿Dónde es eso? Tienes un...
―No ―le interrumpí―. No tengo un lugar concreto. Tendrás
que encontrar un motel o algún otro sitio donde esconderte. Consigue
algo de comida con el dinero que te he dado y quédate allí hasta que
pueda ir a buscarte. Hay suficiente dinero en efectivo y en la tarjeta
para varias semanas, siempre que no te alojes en un sitio demasiado
caro. Moteles …Ron. Quédate donde tengan la menor seguridad
posible. No salgas, pero si debes hacerlo, mantén la cabeza agachada,
lleva un sombrero y desconfía de las cámaras de vigilancia.
En esta era de la tecnología, nunca se es demasiado precavido.
Aunque había cambiado mucho en los últimos cinco años, yo también
tenía que estar segura. Por eso había contratado a unos amigos que
había hecho en la red oscura para que borraran cualquier grabación
que tuviera por ahí con regularidad—. En algún lugar rural. Fuera de
la ciudad y fuera de la vista.
El rostro de Ron palideció y tragó saliva como si luchara contra
las ganas de vomitar. Tenía que acelerar el proceso. Volví a mirar
hacia la calle. Aquel maldito sedán había vuelto a dar la vuelta. Esta
vez frenaba en un semáforo cercano. La puerta trasera se abrió—.
―No será para siempre ―dije rápidamente―. El teléfono que te
di es seguro. Llámame si hay una emergencia, si no, quiero que
esperes a que yo llame.
― ¿Qué vas a hacer?
Esperar como una loca que uno de mis contactos llegara a
tiempo para que yo lo localizara. Salí de detrás del cartel y agité la
mano pidiendo un taxi. Un taxista amarillo captó mi atención y se
detuvo en la acera. Retrocedí hasta donde estaba Ron. Dos hombres
bajaban por la calle. A primera vista, parecían como cualquier otra
persona de la acera: gafas de sol y vaqueros como complemento de
sus camisetas negras. La única diferencia es que se movían como
anguilas que cortan el agua, fijas en su objetivo.
―Cambia de taxi a menudo —solté las palabras
apresuradamente mientras me agarraba a su brazo y prácticamente
lo arrastraba hacia el taxi―. Usa el dinero efectivo ―espeté.
― ¡Pero qué ...! ―Ron no llegó a terminar la frase porque le cerré
la puerta de un portazo.
―Aeropuerto JFK, por favor ―le dije al hombre de delante antes
de volver a mirar a Ron mientras maldecía y bajaba la ventanilla. Los
hombres se estaban acercando―. Aprovecha el caos del aeropuerto
para cambiar de taxi ―dije, bajando la voz e inclinándome hacia la
mitad del taxi mientras intentaba no perder de vista a los hombres
que se acercaban. Me volví hacia el taxista―. Hay una propina de
doscientos dólares para usted si consigue llevarle lo antes posible,
señor. Llega tarde a un vuelo.
Los ojos del taxista se agrandaron.
―Sí, señora. ―Asintió con la cabeza, entusiasmado, y luego,
como hacen todos los taxistas de Nueva York cuando hay una buena
propina de por medio, tiró la cautela al viento y salió a toda velocidad
al tráfico. Mis labios se crisparon al oír el grito de Ronald justo antes
que el taxi se pusiera fuera de mi alcance.
Ahora era el momento de buscar una salida. Giré en la dirección
contraria a la que se acercaban los hombres y me topé de bruces con
un enorme pecho. Trastabillé y estuve a punto de caer de culo antes
que las manos del hombre me agarraran por los codos y me
sostuvieran.
Sobresaltada, me incorporé. Habiendo estado en Nueva York
varias veces de forma intermitente, era rara la ocasión en que alguien
tenía la amabilidad de atrapar a una persona cuando chocaba con ella,
y mucho menos si se caía.
La caballerosidad no había muerto, después de todo.
Alcé la vista. Mis labios se separaron. Tenía un gracias y una
disculpa en la punta de la lengua y, apenas miré al hombre a los ojos,
todas las palabras de mi vocabulario se secaron y se convirtieron en
polvo. Todas las palabras excepto una.
Me quedé boquiabierta mirando al hombre y dejé que esa palabra
brotara de mis labios a medida que el shock se apoderaba de mí.
―Gaven...
El rostro de Gaven era duro. Letal. Sus ojos eran como dos trozos
de hielo mirándome fijamente—.
―Hola de nuevo, Angel ―dijo―. ¿O debería decir hola, esposa?
Estaba muy jodida, y no en el buen sentido.
CAPÍTULO 3

Gaven

Cinco años no habían hecho nada por amortiguar el sabor de


Evangeline Price en mi lengua. Cada día que pasaba, las ansias se
hacían más intensas. Ahora, ante mí, estaba la mujer que había estado
buscando, la mujer que había estado cazando. Una descarga de
adrenalina se apoderó de mí. Me mordí la lengua, saboreando la
sangre. El impulso primario de clavar mis dientes en su carne y
desgarrarla me recorrió con fuerza. Bestial. En eso me convertía
aquella mujer. Unos luminosos ojos azules se volvieron hacia mí y se
ensancharon en una mezcla de conmoción y horror.
No había cambiado mucho en los últimos cinco años. Seguía
siendo tan hermosa como siempre, solo que más mayor, más madura.
Se había cortado el cabello. Su rostro era más delgado y su cuerpo
estaba más tonificado, como si hubiera empezado a ir al gimnasio con
regularidad. Había cambiado su forma de vestir. No me sorprendió.
Al fin y al cabo, estaba huyendo. Incluso ella sería lo bastante lista
como para cambiar de aspecto. Admití que una parte de mí se sentía
orgulloso de ella.
Me encontré sonriendo ante su sorpresa y, sobre todo, ante su
temor. Mi oscura necesidad de ella iba a alimentarme durante las
próximas semanas. Nunca habíamos tenido esa luna de miel nuestra.
Nunca había tenido la oportunidad de presentarle el lado más oscuro
de mis deseos. La había tratado como a una criatura frágil, y ahora
estaba a punto de descubrir que yo era mucho más cruel de lo que
jamás hubiera podido temer.
Puede que ella no respetara los votos que hicimos cinco años
atrás, pero yo era un hombre de palabra. Aquellos votos habían
significado algo para mí. Por muy asesino que fuera, había sentido
cada puta palabra que pronuncié ante ella. La honraría. La apreciaría.
La conservaría.
Y ahora ella me obedecería. Lo quisiera o no.
― ¿Q-qué estás...?
―Sube al coche, Angel ―le ordené, cortándola. Parpadeó y se
recompuso, enderezó la espalda e intentó alejarse, tratando de crear
distancia entre nosotros. Eso no lo permitiría.
Sin pensármelo dos veces, llevé la mano a su cuello y me deleité
con su jadeo mientras la sujetaba con fuerza, sin llegar a cortarle las
vías respiratorias, pero manteniendo los dedos clavados en la sangre
que corría bajo su piel.
―E-espera... ―jadeó.
Me incliné y me acerqué a su cara. Sus labios estaban allí. Los
mismos labios con los que había soñado durante los últimos cinco
años. Los mismos labios que quería que envolvieran mi polla
mientras la empujaba hasta el fondo de su garganta. Sería una de las
muchas formas en que mostraría su arrepentimiento por haberme
dejado. Sería una de las muchas formas en que la castigaría en los
próximos días. Tal vez pensó que había olvidado mi ira. Quizá pensó
que aún podía encontrar una salida. Estaba jodidamente equivocada.
―Deberías haber seguido corriendo, Angel ―susurré mientras
le presionaba la carótida. Sus pestañas se agitaron y levantó las
manos, clavándome las uñas en el antebrazo mientras me giraba y la
apretaba contra la superficie más cercana: el todoterreno negro que
había ordenado traer a uno de mis hombres. Se había colocado en su
sitio apenas se marchó el taxista con el que Angel había estado
hablando.
―Gaven... ―Jadeó y pude verlo en sus ojos cuando se dio cuenta
que ya no tenía escapatoria. La oscuridad la invadía ahora,
engulléndola por completo. Sentía el escozor de sus uñitas
mordiéndome la carne, pero nada podía hacerme daño ahora que la
tenía en mis brazos. Mi mentirosa y traicionera mujercita... ―No p—
puedo... N—no lo entiendes... T—tengo que...
Lo comprendía perfectamente. Comprendí que la noche en que
nos habíamos casado, su padre, Raffaello Price, había sido asesinado.
Y la menor de Raffaello, su favorita —mi Evangeline—, se había dado
a la fuga, suscitando todo tipo de especulaciones. Muchos creían que
ella era la responsable, pero yo sabía algo distinto. No era un hombre
estúpido, había sido demasiado amable una vez. Demasiado amable
con ella. A pesar de lo joven e ingenua que había sido Angel a los
dieciocho años, verla ahora —cinco años después—, más crecida, en
la cúspide de su femineidad y definitivamente más valiente e
inteligente de lo que ni siquiera su padre la había creído capaz de ser,
era una jodida obra maestra. Era una obra de arte pintada con sangre,
que desafiaba a cualquiera que la mirara a ahondar bajo sus capas y
descubrir sus secretos.
Y descubriría sus secretos. Aunque tardara un día, una semana,
un mes o incluso un año, Angel Price... no, Angel Belmonte... no vería
su libertad pronto. No hasta que escuchara la verdad directamente de
sus labios sobre lo que ocurrió en nuestra noche de bodas y hasta que
pagara por su traición más profunda: creer que podía escapar de mí.
―Te prometí que iría a por ti, Angel ―le dije en voz baja al oído
mientras se desplomaba contra la puerta del todoterreno. La rodeé
con los brazos y la levanté. Para cualquier transeúnte, pareceríamos
una pareja absorta mientras la llevaba suavemente al asiento trasero
del vehículo―. Siempre cumplo mis promesas.
Cuando los dos estuvimos asegurados en el vehículo, alcé y
asentí con la cabeza al conductor, que se adentró en el tráfico lento.
Volví a centrar mi atención en la mujer que llevaba en brazos.
Ella no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado
observándola. Buscando el momento justo para acercarme y
atraparla. Recordé que había comentado que quería ir a la
universidad. No había tenido la oportunidad, pero después,
huyendo, había demostrado que no la necesitaba. Era innovadora y
se le daba mucho mejor pasar desapercibida de lo que yo esperaba.
Había tardado casi cinco años en localizarla. Casi la había
atrapado hacía dos años. No sabía cómo se había dado cuenta, pero
lo había hecho. Esta vez, sabía que no podía fallar. Así que había
tardado unos meses más en encontrar la oportunidad adecuada. Mi
mano se deslizó por su rostro. Le toqué la mejilla y le alisé el cabello.
Estaba tan hermosa como la noche en que dijimos nuestros votos. Solo
que esta vez sabía la verdad. Era una sucia mentirosa y yo un tonto
por quererla como la quería.
Unos suaves rizos color caramelo se deslizaban por las yemas de
mis dedos como la seda. Me incliné e inhalé su aroma. Ninguna otra
mujer olía como ella. Ninguna otra mujer me satisfacía como ella.
Ahora la tenía y, lo supiera o no, esta vez no podría escapar de mí.
Lo había estado planeando desde la noche en que se marchó.
Durante las siguientes semanas, Angel Price dejaría de existir.
Se convertiría en mi juguete, mi juguete y mi muñequita sexual. Haría
lo que yo quisiera, cuando yo quisiera y como yo quisiera. Y si alguna
vez le quedaba un ápice de libertad, lo haría todo con una sonrisa en
la cara, un collar alrededor del cuello y las dulces palabras 'sí, Amo'
en sus hermosos labios.
Estaba deseando doblegarla y ver cómo la Angel más nueva y
fuerte podía soportar mi entrenamiento. Antes había sido demasiado
blando con ella, demasiado comprensivo, demasiado temeroso de
asustarla. Ahora que había hecho realidad mis peores temores —su
desconsideración y abandono—, no temía nada. Se inclinaría ante mí,
se arrodillaría ante mí, y me dejaría entrar en su interior una vez más,
y una vez que todo hubiera terminado... la ataría a mí de la forma más
profunda.
Mis manos se posaron más abajo en su cuerpo, mis dedos
presionando su vientre. Raffaello había querido un heredero, y tanto
si a su princesita le gustaba como si no, ella me proporcionaría uno.
CAPÍTULO 4

Gaven

Los suaves rasgos de Angel se tensaron en sueños mientras la


sacaba del coche y la llevaba a la casa que había mandado preparar
especialmente para ella. El médico ya nos esperaba en la entrada. En
cuanto me vio, el hombre delgado saltó hacia la puerta y me la abrió
mientras entraba, para seguirme de cerca un momento después.
Atravesé la casa y entré en el dormitorio donde mi dulce y
traicionera esposa pasaría todo su tiempo hasta que la hubiera
adiestrado por completo en los caminos de la obediencia doméstica.
La tumbé suavemente sobre la superficie de la cama mientras sus
pestañas se agitaban.
―Dale algo para mantenerla dormida —ordené.
El médico saltó hacia delante mientras yo retrocedía. Su bolsa se
posó en el suelo al inclinarse y sacar un pequeño frasco de líquido
transparente y una aguja precintada. Le observé como un halcón,
consciente que mis hombres revoloteaban junto a la puerta y solo uno
de ellos dio un paso al frente para arriesgarse a entrar en la
habitación.
Entretanto el médico preparaba los fármacos, me acerqué a mi
mano derecha. Tan alto como pétreo, a Matteo Vanini, a pesar de sus
raíces italianas, no le importaba que yo fuera un americano en su
mundo. Llevaba conmigo la mayor parte de los últimos cuatro años
y medio, pues había abandonado la casa de Raffaello poco después
de su muerte.
―Quiero a los hombres fuera ―ordené―. No quiero que los vea
cuando despierte.
Los ojos de Matteo pasaron de la cama a mí.
― ¿Crees que se asustaría?
No. Probablemente reconocería a algunos de ellos; la mayoría
habían seguido a Matteo desde el reinado de Raffaello. Quería que se
fueran por otra razón, y no necesitaban saber por qué. Lo único que
tenían que hacer era obedecer.
―Sácalos de aquí ―solté antes de volverme justo cuando el
médico le clavaba una aguja en el brazo, provocando un respingo en
su figura dormida. Sus pestañas se abrieron, pero cuando el médico
apretó la jeringuilla y el sedante entró en su torrente sanguíneo, la
combinación de este y la confusión que probablemente sentía la hizo
volver a dormirse rápidamente.
Observé cómo fruncía las cejas y luego volvía a relajarse. Pareció
hundirse más en la cama mientras todo su cuerpo se aflojaba y caía
en un sueño más profundo. Detrás de mí, Matteo ladraba órdenes
dirigiéndose a la puerta y haciendo gestos a los demás.
Una vez que el médico terminó de administrarle el sedante que
la mantendría inconsciente un rato más, empezó su examen físico.
Prácticamente podía oler el olor corporal que desprendía el hombre
al sudar. Sin duda se debía, en parte, a que estaba encima de él,
observando cada uno de sus movimientos. No podía evitarlo. Hacía
cinco años que no estaba tan cerca de mi jodida esposa. Tenía
curiosidad por saber qué había hecho con el cuerpo que iba a gestar
a mis hijos en todo ese tiempo.
Tras tomarle la temperatura, la tensión arterial y el ritmo
cardíaco, el médico miró hacia atrás nerviosa.
―Um... ¿Señor? Necesito realizar un examen más invasivo.
Quizá podrías salir de la habitación mientras yo...
―No. ―La palabra se me escapó al lanzarle una mirada
sombría―. Te ayudaré. ¿Qué necesitas?
El médico tragó saliva visiblemente y se volvió hacia la figura
dormida de Angel con inquietud.
―Según tu petición ―dijo―. N—necesito desnudarla y... erm...
comprobar si hay signos de relaciones sexuales.
―Entendido. ―Me quité la chaqueta y la arrojé a una silla
cercana antes de rodear la cama y subirme a ella. Ignorando la mirada
curiosa y desorbitada del médico, levanté el cuerpo inerte de Angel y
empecé a desabrocharle la blusa y a quitársela a medida que bajaba
hacia el resto de su ropa.
Cuando terminé y la dejé desnuda ante mis ojos, miré a el
médico.
―Solo mirarás lo que necesites para terminar tu examen
―gruñí―. Solo tocarás lo que necesites. ¿Está claro?
Asintió bruscamente.
―Sí, señor. Por supuesto, señor. Yo nunca...
―Un simple sí será suficiente ―dije, cortándole.
Asintió y bajó la mirada hacia Angel. Me recliné contra el lado
de la cama que no estaba ocupado por la mujer que yacía allí y miré
fijamente su rostro respingón. Bajé la mirada cuando los dedos del
médico le palparon el estómago y luego le levantó el brazo, girándolo
hacia un lado y luego hacia el otro antes de dejarlo en su sitio y sacar
un bloc de notas para garabatear algo.
Estaba más delgada de lo que recordaba. Demasiado delgada.
La suavidad de sus mejillas se había igualado. La niña que podría
haber sido hacía tiempo había desaparecido y en su lugar había una
mujer: una fugitiva intrigante y huidiza.
Tenía cicatrices que antes no estaban allí. Líneas superficiales en
una muñeca y otra en el estómago. ¿Marcas de cuchillos? ¿Quién se
atrevería a herirla? ¿Un hombre? ¿Un enemigo? ¿Había algo más de
lo que debía ser consciente? Fuera como fuese, pronto lo averiguaría.
Todo lo que quería saber se lo arrancaría de sus propios labios,
aunque para ello tuviera que torturarla. Si se había entregado a otro...
los encontraría a todos y los masacraría delante de ella.
―V-voy a empezar el examen inferior ―tartamudeó el médico
acercándose al extremo de la cama.
Con los dientes apretados, asentí con singular firmeza. Un
movimiento en falso y la Glock que llevaba en la funda del pecho se
pondría a trabajar por primera vez en mucho tiempo. Lo desafié con
la mirada a que hiciera un movimiento en falso, pero jamás lo hizo.
Una vez que el hombre recibió el visto bueno, fue todo profesional.
Con manos cuidadosas pero suaves, separó las piernas de Angel
y luego se puso un par de guantes.
―Esto sería más fácil con estribos, señor ―dijo.
―No va a ir a una consulta ―dije.
Asintió con la cabeza.
―Comprendo, solo digo que, en caso que necesites un segundo
examen, este debe hacerse con la mujer despierta y en un entorno
adecuado e higienizado.
―Esta habitación está limpia ―solté.
El médico no respondió cuando avanzó y, con un dedo
enguantado, se dirigió a su coño. Me invadió la rabia ante la visión
de otro hombre tocándola en un lugar que solo me pertenecía a mí.
Aunque lo había elegido yo, aunque le había ordenado que viniera,
debería haber invitado a una doctora. Así, al menos, no tendría esa
voz incesante en la cabeza que me ordenaba masacrar al hombre que
estaba al final de la cama.
Contuve la respiración y cerré brevemente los ojos,
pellizcándome el puente de la nariz esperando a que terminara.
Afortunadamente, el médico fue rápido. Apenas habían pasado unos
minutos cuando oí el sonido delator de sus guantes al ser arrancados.
Abrí los ojos de golpe y me incorporé cuando el médico cogió una
manta colgada del borde de la cama. La colocó sobre el cuerpo de
Angel antes de volver a su bolsa.
―Esta mujer está bastante sana, señor ―comenzó sus
observaciones―. Parece estar en forma y no tiene ningún problema
actual que se note externamente. ―El hombre escribió algo en su bloc
de notas mientras continuaba―. Sin embargo, sin una paciente
consciente, no podré determinar si hay otros problemas con su salud.
― ¿Ha estado con otro hombre? ―La pregunta me quemó la
garganta, pero tenía que saberlo. Mi mirada volvió a encontrar la
figura dormida de Angel. Tenía que saber hasta dónde había llegado
su traición. Drenaría los cadáveres de cualquiera a quien se le hubiera
ocurrido tocar a mi maldita esposa y los arrojaría a la bahía sin
dudarlo un segundo.
El médico negó con la cabeza.
―No hay indicios de relaciones sexuales recientes —respondió,
haciendo una pausa antes de levantar la cabeza de su bloc de notas―.
Y en cuanto a tu otra... preocupación, tampoco vi indicios de parto.
―Mi pecho se alivió, pero ligeramente, porque al instante siguiente
sus palabras enviaron otra oleada de ira a través de mí―. Su implante
anticonceptivo parece estar llegando al final de su vida útil; si desea
continuar, le recomiendo que venga para que se lo retiren y le
coloquen uno nuevo.
¿Anticonceptivo? Bajé los ojos hacia la mujer que dormía
plácidamente a mi lado. Oh, no, eso no serviría. Ahora que Angel
volvía a estar a mi alcance, cumpliría su parte de nuestro pequeño
trato. De eso me aseguraría.
―Sácalo ―ordené.
El médico se detuvo y me miró boquiabierto.
― ¿A-aquí?
Desvié la atención de mi esposa y me centré en el hombre enjuto.
―Sí –gruñí―. Quiero esa cosa fuera de ella ahora mismo.
Dejando caer su bloc de notas, el médico se volvió hacia mí.
―Señor, eso requiere un entorno seguro y limpio. Necesitaré
cortar hasta la dermis para extraerlo con un bisturí.
― ¿Tienes uno? ―exigí.
El hombre siguió mirándome boquiabierto, como si no pudiera
creer las palabras que estaba oyendo—. S-sí —respondió
finalmente—, pero yo...
―Entonces realizarás el procedimiento.
― ¿Sin su consentimiento? ―Me miró fijamente.
Mis labios se torcieron en una sonrisa cruel.
―Está aquí, ¿verdad, doc? ―pregunté―. No empieces ahora a
actuar como si tuvieras conciencia.
El médico tembló.
―Est-esto no es ético ―dijo―. No puedo...
―Tampoco es ético dar medicamentos a un paciente que ya está
inconsciente. ―Mi enfado aumentaba rápidamente. Me bajé de la
cama y me puse en pie hasta alcanzar mi estatura completa,
rodeándola mientras el anciano médico retrocedía a trompicones.
Los grandes ojos bajo sus gafas se redondearon aún más. Extendí
la mano y lo estampé contra la pared opuesta a la cama, agarrándolo
con fuerza por la garganta—. Te recomiendo que hagas todo lo que
te diga y que no hagas más putas preguntas, doctor. Te han traído
aquí para que cumplas con tus obligaciones, no para que ofrezcas
consejos no solicitados.
―Como médico...
―Como médico, ya has traicionado tu oficio y el juramento de
mierda que hiciste cuando obtuviste tu elegante titulito. ―Detuve su
patético intento de mantener su santurronería. No había lugar para
ello en este mundo. Me incliné hacia él y estreché mi abrazo hasta que
su rostro enrojeció―. Sácalo. Fuera. ―Las palabras se deslizaron
entre mis dientes apretados como fragmentos de cristal.
Nada se interpondría entre mi semilla y el puto vientre de mi
mujer. Si esta vez estaba embarazada, tal vez... solo tal vez estaría
demasiado atada para volver a huir.
El médico resolló por fin y lo solté. Se desplomó ante mí,
jadeando mientras se palpaba la garganta. Me aparté y me dirigí a la
puerta, abriéndola.
―Adelante ―ordené.
El hombre no volvió a hablar mientras recogía la bolsa y la
dejaba sobre la cama antes de ponerse manos a la obra. Volviéndome,
apoyé la espalda contra la dura puerta de madera y observé cómo le
sacaba el brazo por debajo de la manta y luego le hurgaba en un lugar
de la parte interna del antebrazo. A pesar de su evidente miedo, sus
manos eran firmes cuando metió la mano en su bolsa y sacó un
estuche de cuero. Extrajo otra aguja y luego sacó el medicamento
antes de aplicar el anestésico. Mientras esperaba, o eso supuse a que
hiciera efecto, empezó a desenrollar el estuche de cuero. El metal
relampagueó cuando sacó una hoja afilada y, con una rápida mirada
hacia mí, acercó la punta afilada a la piel de Angel y cortó
rápidamente.
Me aparté del marco de la puerta, avanzando hasta que mis
manos se aferraron a la parte inferior del colchón y observé cómo
sacaba con cuidado lo que parecía una pequeña varilla. Apenas medía
más de dos centímetros. Mis fosas nasales se encendieron
manteniendo mi postura cuando el médico la metió rápidamente en
una bolsita de plástico y luego untó la pequeña incisión con otra cosa
antes de cubrirla con una venda.
Ya estaba. La última traición de Angel había quedado resuelta.
Aquello que se había introducido en el cuerpo para impedir que
tomara lo que era mío había desaparecido. Cuando despertara y se
diera cuenta, probablemente se enfadaría, pero no importaba. Había
conseguido lo que quería, como siempre que se trataba de ella.
―Eso será todo ―informé al médico. Asintió una vez y no dijo
nada más mientras empezaba a recoger sus cosas. Di un paso
alrededor de la cama hacia su lado cuando el médico se incorporó con
su bolsa en la mano―. Puedes cobrar de mi hombre en el pasillo ―le
dije―. Entiendes lo que ocurrirá si dices una palabra de esto,
¿verdad?
Con un graznido casi ratonil, el hombre me devolvió un
movimiento de cabeza y dijo un rápido
―Sí ―antes de huir de la habitación.
Con la puerta cerrada, me quedé solo, al fin, con la mujer que
había pasado los últimos cinco años buscando. Era una sensación
embriagadora. Todo lo que había estado buscando estaba ante mí,
tendida en la cama preparada para ella. Pasé un dedo por su mejilla
y respiró profundamente.
Mi mano descendió, apartando la manta y descubriendo su
cuerpo. Sus pechos apenas tenían volumen, pero su pequeño y goloso
pezón estaba duro contra mi mano cuando la agarré de una teta y
apreté.
Pronto le daría el castigo que merecía por sus actos. Pronto
tendría todas las respuestas que se me habían escapado. Aunque
tuviera que romperla para conseguirlas.
CAPÍTULO 5

Angel

Me desperté lentamente, la oscuridad se desvanecía y la realidad


me invadía. ¿Qué demonios...? Mi cuerpo se bloqueó cuando me di
cuenta de algo al levantarse mis pestañas y abrí por fin los ojos. Estaba
desnuda. No solo desnuda, sino atada y desnuda al aire frío de la
habitación en la que me encontraba.
La llamarada de temor me golpeó una fracción de segundo antes
que lo hicieran mis recuerdos. Cómo me había desmayado. Cómo
había llegado hasta aquí. Lo único que no recordaba era dónde estaba
exactamente.
Al mirar hacia abajo, donde tenía las manos atadas con una
especie de cuerda de yute —suave, pero resistente—, me resultó
difícil no sentir eso que me oprimía entre los muslos. Fruncí el ceño,
tratando de encontrarle sentido. Estaba sentada en una especie de
silla. Tenía las muñecas sujetas al brazo de cada lado y los tobillos y
las pantorrillas estaban atadas a las patas. Sentí punzadas en todo el
cuerpo. La parte superior del brazo izquierdo. El estómago. La
cabeza. Pero todo se desvaneció cuando me di cuenta que tenía los
muslos abiertos y atados. Miré hacia abajo y entre mis piernas tenía
la cabeza redondeada de una varita Hitachi.
¿Pero qué coño...? Levanté la vista, escudriñando la habitación.
Tonos oscuros y masculinos. Madera noble y cortinas burdeos. Estaba
escasamente decorada en cualquier cosa que pudiera haber insinuado
a su dueño. Ni cuadros, ni baratijas, nada que pudiera detectar que
una persona real residía en ella.
―Estás tan hermosa como siempre, tesoro ―dijo de pronto una
voz. Y aunque la voz me resultaba familiar, lo repentino de la misma
me hizo soltar un grito de asombro. Todo mi cuerpo se estremeció.
Intenté, de inmediato, cerrar las piernas, solo para darme cuenta
que era prácticamente imposible mantener alejada de mí la varita que
sobresalía por una especie de agujero en el asiento de la silla si lo
hacía. No estaba encendida, pero aun así no quería tocarla. Se
apoyaba ligeramente en mí con las piernas abiertas, pero incluso al
intentar cerrarlas lo acercaba a mi clítoris, presionando con fuerza e
insistencia.
Maldije y apreté las piernas de todos modos alrededor de la
parte superior, sin que mis rodillas se tocaran a pesar de mis
esfuerzos, mientras levantaba la cabeza y me encontraba con la
mirada siniestra de un hombre al que creía que nunca volvería a ver.
―Gaven. ―pronuncié su nombre al tiempo que levantaba un
puro hasta sus labios y lo colocaba entre sus dientes. Se metió la mano
en el bolsillo y sacó un encendedor.
El shock me recorrió por dentro, aunque no debería haberlo
hecho. Tenía el mismo aspecto que recordaba. Oscuro. Alto.
Malvadamente atractivo. Un brillo vil en sus ojos delataba peligro. Mi
respiración se agitó. Me había capturado. Viejos recuerdos
resurgieron. ¿Podría soportar lo que había planeado? ¿Podría escapar
por tercera vez?
Las telarañas se aferraban a mis pensamientos, empañándolo
todo en mi mente. Sin embargo, Gaven seguía atrayéndome. Tenía el
cabello más claro por los lados, justo por encima de las orejas, y el gris
empezaba a salpicar las hebras. Le daba un aspecto aún más
formidable del que recordaba. Tenía nuevas arrugas alrededor de sus
ojos y labios. No eran arrugas de risa, sino probablemente provocadas
por el estrés. Mi pecho se agarrotó. Bajé hasta su pecho, la enorme
extensión cubierta por lo que parecía un traje caro sin corbata. Solo la
chaqueta, el pantalón y la camisa, todo oscuro, por supuesto.
―No me llamarás así ―dijo despreocupadamente mientras
encendía el extremo y se guardaba el mechero en el bolsillo. Parpadeé
y volví a mirarlo a la cara.
Aunque era el único hombre que realmente me había visto
desnuda, que había estado dentro de mí, seguía sintiéndome
cohibida. Por supuesto, a estas alturas de mi vida, podía disfrazarme
de zorra sexy y segura de mí misma. Podía fingir que tenía
experiencia, pero en el fondo no la tenía. Jamás lo había tenido.
Porque él era el único hombre que había conocido... y nunca había
tenido intención de conocer a otro después de marcharme.
Sus palabras me golpearon.
― ¿Qué? ―exigí.
Gaven estaba sentado frente a mí en lo que parecía un mueble
mucho más cómodo y menos obsceno. Era un amplio sofá, cubierto
de una tela verde de aspecto aterciopelado. A diferencia del asiento
en el que estaba atada, nadie lo había alterado ni le había colocado
ningún juguete sexual vibrador como el que ahora presionaba entre
mis piernas.
—A partir de ahora te referirás a mí como «Amo» ―afirmó―. Y
no te referirás a nadie más que entre o salga de este apartamento
como nada, porque no se te permitirá conversar con ellos. Has
perdido ese privilegio.
A pesar de mi incomodidad, forcé una carcajada. No pensaría que
me inclinaría ante él, aunque hubiera conseguido capturarme, ¿verdad?
Nada había cambiado, o más bien... habían cambiado demasiadas
cosas. Sacudí la cabeza—. No te llamaré así.
―Lo harás ―dijo sin acalorarse, como si no importara lo que
dijera, lo que afirmara o quisiera.
Probablemente no importaba. Ya no. Hacía cinco años que no
veía a Gaven Belmonte y, durante ese tiempo, había intentado
convencerme que mi atracción por él había sido fruto de mi
imaginación, que no había sido más que una joven que deseaba
desesperadamente convertir a la bestia con la que la obligaban a
casarse en alguien con quien pudiera vivir el resto de su vida. Ahora,
sentada frente a él, desnuda salvo por la cuerda que me mantenía
sujeta, tenía que enfrentarme a la horrible verdad. Estaba húmeda, y
era por él.
Gaven no era menos atractivo de lo que había sido el día que lo
conocí y, poco después, el día que me casé con él. Su fuerte
mandíbula, sus ojos azul hielo. Fríos y peligrosos. Algo dentro de mí
que creía haber enterrado hacía tiempo volvió a la vida. Todas
aquellas noches a solas en la ciudad en la que había conseguido
esconderme volvieron a mí. Cada vez que me masturbaba, que
introducía los dedos en mi coño o me acariciaba el clítoris, pensaba
en él. Cada vez que había visto a una pareja —no importaba en qué
momento de su vida estuvieran, recién casados, con hijos,
discutiendo, o incluso los viejos—, había pensado en él.
―Hay cosas de mí, dulce Angel ―dijo Gaven―, que no sabes.
Cosas que habría compartido gustosamente si nos hubieran dado el
tiempo adecuado para conocernos. Ahora, desgraciadamente, han
pasado cinco años y mi mujer acaba de volver a casa. ―La forma en
que decía 'mi mujer' hacía que sonara a la vez como una plegaria y
una maldición, como si la odiara y la deseara al mismo tiempo. La
culpa me carcomía el corazón.
No, me dije. Tienes que ser fuerte. No importa lo que quiera de ti. No
importa lo que te haga. Tienes que encontrar una forma de escapar y
desaparecer de nuevo para que nunca pueda encontrarte.
―Estaba dispuesto a esperar y a facilitarte la entrada en mi estilo
de vida —continuó Gaven, con tono despreocupado al recostarse aún
más en su sofá—. Ahora veo que fue un error hacer tal cosa. Quizá si
hubiera corregido tu comportamiento antes, algo así nunca habría...
Intenté detenerle.
―Gaven, yo...
―Silencio. ―No gritó ni ladró. No se puso de pie ni se alzó sobre
mí, amenazándome con su tamaño y su fuerza. No tuvo que hacerlo.
Aquella única palabra, pronunciada con un vibrato profundo y
masculino, hizo que me detuviera. Hizo que cerrara los labios y que
mis ojos se posaran en él. Había rabia en su interior, algo que yo había
creado y cuando volvió hacia mí aquellos ojos fríos como piedras,
tuve que tragar saliva bruscamente para no encogerme y bajar los
míos. Era difícil mantener el contacto visual. Finalmente, no pude
más y mi cabeza se inclinó hacia mi regazo y mi mirada se posó en
los bordes de mis rodillas.
―Has tenido tu tiempo para hablar ―dijo lentamente―. Cinco
años. Podrías haber vuelto durante ese tiempo. Haberte explicado.
Solicitado mi ayuda —la ayuda de tu marido—, pero no lo hiciste.
Huiste. Te escondiste. Ahora no quiero nada de ti, salvo tu
obediencia.
Sacudí la cabeza y me mordí el labio. No podría jodidamente
explicarme. Si le decía la verdad, correría peligro y, por mucho que
hubiera intentado convencerme que no importaba, al final había
aceptado casarme con él. Tenerlo y conservarlo. En la salud y en la
enfermedad. No quería que su muerte pesara sobre mi conciencia, no
cuando sabía que mantenerlo en la oscuridad podría evitarla. Era un
pequeño sacrificio. Uno que él no parecía muy dispuesto a dejarme
hacer, joder.
También tenía que reconocer que nunca había vuelto al lugar
donde había crecido. Nunca había vuelto a casa, nunca había asistido
al funeral de mi propio padre... todo para que él permaneciera libre
de sospechas.
Continuó tras varios latidos de silencio.
―Permanecerás aquí, en este apartamento, y harás exactamente
lo que yo te diga. ―Oí crujir el suelo cuando se levantó. Escuché el
movimiento de sus pasos por el suelo al acercarse a mí y la inhalación
al aspirar y liberar el humo de sus pulmones. Unos dedos duros me
agarraron por debajo de la barbilla y alzaron mi cabeza para que mi
rostro quedara inclinado hacia el suyo.
―Tienes para rato aquí dentro, tesoro ―dijo―. Hasta que
puedas devolverme, aunque sea una fracción de lo que me has
costado, me perteneces. ¿Y, Angel? ―le miré a los ojos―. Pretendo
que tardes una eternidad en saldar tu deuda conmigo. Después de
todo, acordamos dedicarnos el uno al otro de por vida. Tener y
retener... hasta que la muerte nos separe.
―No puedes retenerme aquí ―resoplé―. Encontraré la forma de
liberarme.
Sonrió.
―Oh, no te preocupes por eso, amor. ―Dio la vuelta al puro y
lo colocó contra mis labios y, parpadeando confundida, los separé―.
Inhala ―me ordenó. Por instinto, lo hice. Sentí cómo el humo invadía
mis pulmones, me llenaba, y luego sentí una niebla en el fondo de mi
mente. Cuando apartó el cigarro, tosí. Tosí y tosí y sacudí la cabeza
mientras él se daba la vuelta y levantaba un cenicero del sofá,
aplastando en el fondo el puro, que ni siquiera estaba a medio
terminar.
― ¿Qué...? ―Me atacó otra tos y sentí que mis piernas se
aflojaban. Algo iba mal. Aquel puro... mi cabeza... no era normal.
― ¿Te gusta uno de mis nuevos productos? ―preguntó
― ¿Nuevos productos? ―repetí, con más confusión inundando
mi cerebro.
―Sí –dijo―. A pesar de tu traición, he conseguido mantener
bastante poder. He empezado a extender mi perspicacia empresarial
a otros mercados, y estamos comercializando un nuevo tipo de
medicamento. Está diseñado para que te relajes. Especialmente para
ti, tesoro, te hará perder todas tus preocupaciones y aceptar lo que
está ocurriendo. Agradece que te haya ofrecido esto. Aún puedo ser
amable si te portas bien conmigo, es decir, si consigues portarte bien
durante más tiempo del necesario para apuñalarme por la espalda.
No se me escapó la amargura de su tono, pero el humo neblinoso
me dificultaba pensar.
―No te he apuñalado, no lo haría... ―Un gemido retumbó en
mi pecho. ¿Por qué me costaba tanto formar frases?
― ¿Qué está pasando? ―pregunté, cuando sus palabras
acabaron por calar en mi mente. Tan pronto inhalé aquel humo, mi
mente se había nublado. El aire sobre mi carne parecía más frío antes
de volverse caliente. Increíblemente caliente. Un millón de punzadas
ardientes subieron a la superficie de mi piel. Mi cabeza se inclinaba
hacia un lado y luego hacia otro, como si mi cuello luchara por
sostenerla. No podía concentrarme en ningún punto de la habitación.
―Es de acción rápida ―explicó Gaven al terminar lo que estaba
haciendo y darse la vuelta para mirarme. Sacó un pequeño cuadrado
negro del bolsillo y lo sostuvo en la mano―. Mejorará algunas cosas
para ti.
―P-pero tú estabas...
¿No lo había estado fumando? Había inhalado una sola vez, al
menos. ¿Lo había tenido entre los labios el resto del tiempo? ¿Por qué
no reaccionaba como yo? Giré la cabeza hacia delante y, al mirar hacia
abajo, me di cuenta que había vuelto a abrir las piernas, dejando a la
vista todo mi coño. El aire sopló sobre mi carne abierta y húmeda.
Solté un grito ahogado y volví a cerrarlas como pude.
Él soltó una risita.
―Oh, no, eso no puede ser. ―El pulgar de Gaven presionó el
botón central del mando a distancia que tenía en la mano y la varita
que tenía entre las piernas cobró vida.
Grité cuando mis rodillas salieron disparadas hacia fuera y la
parte inferior de mi columna se presionó contra el respaldo de la silla,
pero fue inútil. Aunque mantener las piernas abiertas no presionaba
la varita con tanta fuerza contra mi clítoris, no había forma de
quitarla. Eché la cabeza hacia atrás y volví a gritar cuando
aumentaron las vibraciones. La maldita cosa me martilleaba el
clítoris, enviando a la estratosfera la poca cognición que me quedaba
en el cerebro.
No podía pensar. No podía respirar. Lo único que podía hacer
era sentir. Sentir lo empapado que estaba mi coño. Sentir la dura y
rápida estimulación zumbando entre mis piernas. Mierda. Joder.
¿Qué se suponía que debía hacer? Sabía que, si Gaven me pillaba
alguna vez, se enfadaría, pero nunca esperé que hiciera esto.
Mantenerme cautiva en alguna habitación y torturarme así. Esperaba
que me arrancara las uñas, que me golpeara o incluso que me
sometiera a ahogamiento simulado.
Odio.
Dolor.
Violencia.
Al fin y al cabo, era un asesino. ¿Pero esto? ¿Tortura sexual? Eso
ni siquiera había estado en mi radar. Y oh, esto era una puta tortura.
Gaven se quedó mirando cómo me retorcía mientras intentaba
zafarme, sin éxito, de la presión del juguete. Mis labios se
entreabrieron y jadeé con el esfuerzo que me costó no perder la
cabeza. Justo cuando estaba a punto de llegar al límite, las vibraciones
cesaron. Jadeé y me encogí sobre mí misma. Sentí el sudor
cubriéndome el cuerpo, agradecida por el alivio y, al mismo tiempo,
ligeramente decepcionada por no haber alcanzado ese glorioso
umbral. Mi pecho se estremeció cuando aspiré aire con tanta fuerza
que me raspó la garganta seca. Los pechos me temblaban por el
esfuerzo y los pezones se me pusieron como perlas.
―No estás acostumbrada a esta droga ―explicó Gaven con
cuidado, como si no acabara de casi obligarme a desmoronarme bajo
su mirada aparentemente indiferente con solo pulsar un botón―.
También se tienen en cuenta la tolerancia y el peso corporal. Alguien
de mi masa necesita inhalar mucho más de esto para que sea eficaz;
tú, sin embargo, eres bastante susceptible, tesoro. Te has tonificado,
te has quedado bastante más delgada que la última vez que nos
vimos. ―Levanté la vista y lo fulminé con la mirada, pero sus ojos no
estaban en mi cara. Estaban en mi cuerpo y sus labios estaban
curvados hacia abajo —como si le disgustaran las palabras que salían
de sus labios—. Esta droga te adormece, hasta que te la retire.
¿Tonificada? Ja. No fue exactamente por elección. Tenía que
estar en forma. O aprendía las habilidades necesarias para sobrevivir
o me arriesgaba a que me encontraran, me capturaran y posiblemente
me mataran. Pero a pesar de sus palabras, ahora mismo no pensaba
en eso. Estaba temblando. De hecho, temblaba. Podía sentir el calor
de su mirada bajo mi piel. Esto era un problema, uno grande.
Necesitaba salir, alejarme.
Había pensado que Gaven podría alcanzarme algún día. Había
hecho planes. Sin embargo, cuanto más intentaba pensar en lo que
había planeado decir en aquella situación, más se me escapaba. Otro
gemido ascendió por mi pecho. Estaba tan jodidamente caliente que
juraría que las llamas lamían mi piel. Incliné la cabeza hacia delante
y luché por mantenerla erguida.
Si Gaven planeaba mantenerme drogada durante largos
periodos de tiempo, estaba jodida. Ronald me necesitaba. Aún tenía
que tenerlo en cuenta, pero más que eso: permanecer cerca de Gaven
durante mucho tiempo lo pondría en peligro, sobre todo si lo que
decía era cierto y seguía implicado en el Imperio Price. No me cabía
duda que mi hermana descubriría mi paradero y en cuanto supiera
que volvía a estar con él, se desataría el infierno. No podía permitir
que eso ocurriera. Tenía que convencerle que me dejara ir.
―Gaven ―dije, con el pecho bombeando arriba y abajo. No me
importaba, ahora, que estuviera desnuda y descubierta ante él, que
pudiera ver las duras puntas de mis pezones o los lados redondeados
de mis caderas o incluso la evidencia de mi excitación recubriendo mi
coño―. Gaven, sea lo que sea lo que crees que vas a conseguir de mí...
―Sé exactamente lo que voy a conseguir de ti, Angel ―dijo
Gaven, cortándome. Sus botas sonaron con fuerza en el suelo cuando
se acercó y acto seguido se inclinó. Esta vez, en lugar de levantarme
la barbilla, su mano se enroscó en mi cabello, lo agarró con fuerza y
tiró de él hasta que tuve que arquear la espalda y sacar los pechos
para que no me doliera. Me dedicó una sonrisa retorcida y enfadada,
pero más allá de la ira, yo sabía la verdad. Estaba dolido y me estaba
castigando.
―Voy a recuperar los últimos cinco años de mi matrimonio
―afirmó―. Harás todas las cosas perversas que había planeado para
ti. Permanecerás en esta silla y soportarás tu castigo hasta que
aprendas a hacer lo que te pido, y cuando lo hagas, aprenderás a
continuar a mi servicio durante el resto de tu vida. Pórtate mal y
volverás aquí. Encerrada. Sin libertad para hacer nada, ni siquiera
para ir sola al baño. ¿Está claro?
―No puedes...―jadeé.
― ¿No puedo qué, amor? ―exigió.
―No puedo... ―No quería decirlo. Las palabras casi se
detuvieron en mi garganta. Mentir en lugar de decir la verdad debía
hacerlo razonar, aunque nos doliera a ambos―. Ya no te quiero
―afirmé―. Mi padre ha muerto. Tu sueño se ha acabado. Ha
desaparecido. Jackie es la dueña del Imperio Price. Busca a otra
princesa de la mafia con la que casarte y procrear. Tienes que dejar.
Me. Ir. ―Las tres últimas palabras salieron en un siseo al tiempo que
la mano en mi cabello se tensaba.
―No puedo casarme con otra mujer cuando aún estoy casado
contigo, Angel ―dijo fríamente, y fue como un puñetazo en mi
pecho―. No quiero otra princesa. Ya tengo una. Tú me perteneces. Te
dije que estabas aquí para pagarme los últimos cinco años que pasaste
huyendo de mí. Te dije que te daría caza, y ahora lo he hecho. Has
perdido la partida. Así que no luches más contra mí, solo conseguirás
agotarte. Respecto al Imperio Price, ahora tengo mi propio poder.
Puedo vivir sin el resto. Lo único que quiero de ti es tu sumisión.
― ¿Mi qué? ―Gaven me soltó el cabello bruscamente y
retrocedió un paso―. Gaven…
Volvió a pulsar el botón del mando a distancia y subió la maldita
varita de Hitachi hasta que el sonido fue todo lo que llenó mis oídos.
Me estremecí cuando me corrí en el acto, con el cuerpo
agarrotado mientras la empuñadura del Hitachi seguía apoyada en
mi sensible clítoris. Mis jugos resbalaron por el interior de mis muslos
mientras el orgasmo arrebataba el aliento de mis pulmones. Mis ojos
se llenaron de lágrimas. Joder. ¿Qué se suponía que debía hacer
ahora?
Gaven me observó durante un instante antes de volver a
guardarse el mando en el bolsillo y girarse hacia la puerta—. Detente
—medio chillé—. ¡No puedes dejarme así! Gaven, ¡por favor!
Se detuvo con la mano en el pomo mirando hacia atrás y
enarcando una ceja.
―Este es tu castigo, Angel ―dijo―. Te he dicho que ya no
puedes llamarme por mi nombre. Para ti, soy tu Amo y hasta que
puedas llamarme así, permanecerás aquí dentro. Volveré dentro de
una hora más o menos. No te preocupes, la varita está totalmente
cargada. Me tomé la libertad de asegurarme que no necesitara estar
enchufada para que no pudieras soltarla. Disfruta de los orgasmos,
aunque puede que empiecen a dolerte al cabo de un rato. Espero que
sean los últimos que experimentes hasta que no me apetezca
castigarte más.
¡No, no, no! No podía hablar en serio. Me debatí en la silla y grité
cuando lo único que consiguió fue apretar aún más la varita
vibradora entre mis piernas. Estaba hipersensible y notaba cómo se
acercaba otro orgasmo. Era imposible. Demasiado rápido. No podía
dejarme así. Y menos durante una hora.
Pero Gaven no miró atrás mientras salía al pasillo y cerraba la
puerta tras de sí, dejándome temblando en la agonía de otro forzado
orgasmo.
CAPÍTULO 6

Gaven

No fui lejos. De ninguna manera sería capaz de hacerlo, no


mientras la mujer a la que me había dedicado a seguir la pista durante
los últimos cinco años estuviera tan cerca, y tampoco mientras tuviera
en mis manos la clave de su tormento y su placer.
Evangeline Price había cambiado desde que nos casamos. Si
antes había sido una joven inocente obligada a contraer un
matrimonio concertado con un hombre que le doblaba la edad, ahora
no tenía ni idea quién era.
Solo supe que no había tenido un hijo en secreto por la única
noche que pasé con ella y que, según él, no había mantenido
relaciones sexuales recientemente. Había demostrado ser una
intrigante y un objetivo bastante escurridizo. Aún me quedaba tanto
por saber, tanto por descubrir sobre la mujer que controlaría y
poseería durante el resto de nuestras vidas.
Incluso sentado en mi despacho, en la habitación contigua, no
podía evitar apreciar sus gritos y sollozos mientras se filtraban a
través de la pared. Si hubiéramos estado en mi casa de Boston, no
habría oído un gemido. Pero aquí, en este ático improvisado en las
afueras de la ciudad, mientras que las paredes exteriores eran de
ladrillo y acero, las interiores eran finas, lo que me permitía el placer
de jugar con ella, tanto con el cuerpo como con la mente.
La pantalla de mi ordenador estaba girada hacia mí, y las
cámaras que había colocado en todos los ángulos de la habitación me
permitían tener una visión adecuada de lo que ella estaba
experimentando. Una vez más, vi cómo su cabello se deslizaba por su
espalda y su cabeza se echaba hacia atrás mientras era catapultada a
otro, seguro que agonizante orgasmo. Incluso en la grabación pude
ver cómo temblaba su cuerpo. Las lágrimas manchaban su rostro y
luchaba contra sus ataduras.
No tardó en empezar a gritar y a maldecir. Mis labios se
curvaron cuando me insultó de todas las formas posibles. Imbécil.
Pervertido. Hijo de puta. Retorcido, perverso, villano. Sí, eso era
exactamente lo que yo era. Su villano. Su marido.
De vez en cuando metía la mano en el bolsillo y apagaba la
varita. La oía jadear de alivio mientras su cuerpo se liberaba del placer
y el dolor de correrse tan a menudo. Unos minutos más tarde, cuando
terminé de revisar los documentos relativos al negocio de drogas que
había preparado para el Imperio Price, los dejé a un lado y volví a
meter la mano en el bolsillo. Hacía mucho tiempo que no sonreía
tanto. Mis labios se curvaron una vez más cuando la varita entre sus
muslos volvió a la vida y un nuevo grito brotó de su garganta.
Era como mi sinfonía personal. Sus gritos y súplicas. Sus
sollozos entrecortados. Me deleitaba con ellos. Mientras tanto, mi
polla se endurecía en mi pantalón, palpitando por la necesidad de
follarla. Pero yo era un hombre comedido. Había esperado cinco
putos años por ella; podía esperar un poco más para entrenarla según
mis preferencias.
Así que, en lugar de ir a la habitación contigua a esta y sacarla
del trono de orgasmos forzados hecho personalmente, me eché hacia
atrás y me llevé la mano a la cremallera.
Me quedé mirando la imagen que presentaba en la pantalla
mientras sacaba mi polla y la palpaba. Larga y gruesa, acaricié mi
miembro arriba y abajo al compás de los movimientos ondulantes de
sus caderas cuando volví a encender la varita Hitachi y observé cómo
su cuerpo se movía contra ella sollozando en otra impresionante
descarga.
Era como magia, poseerla de este modo. Cruel, puede que me
hiciera, pero ella había sido mucho más cruel. Dejándome con poco
más que unas pocas palabras y ninguna explicación. No importaba
que hubiera averiguado el motivo de su traición después que
desapareciera, era evidente que su hermana había tenido algo que
ver. Lo sabía, y Matteo también. Por eso había acudido a mí.
Sin embargo, nada de eso importaba ahora. Angel pronto
descubriría que sus opciones nunca le habían permitido huir. Sus
opciones deberían haber sido acudir a mí. Decirme la verdad. Buscar
mi protección y mi ayuda. Eso era lo que le permitía. No la traición de
marcharse. La primera vez que había intentado escapar de mí, pensé
que la había asustado lo suficiente para que no volviera a tomar una
decisión tan estúpida. Me había equivocado.
Ahora, mientras estaba allí sentada, con el cuerpo desnudo
temblando contra las oleadas de placer que la recorrían, yo la
observaba y esperaba. Mi polla palpitaba en mi garra mientras mis
ojos se fijaban en la mujer de la pantalla. Seguía con la cabeza
levantada, el cabello deslizándose por su nuca y sus hombros. Sus
lágrimas eran magníficas. Hermosas. De la punta de mi polla goteaba
semen y me detuve, frotándome la cabeza con el pulgar, resistiendo
la necesidad de acariciarme con fuerza y rapidez para alcanzar la
liberación que estaba justo ahí.
La castigaría, pero también me castigaría a mí mismo. Al fin de
cuentas, no tenía a nadie más a quien culpar por su desaparición, por
haber sido incapaz de capturarla durante tanto tiempo. La varita
entre sus piernas zumbaba, apretada firmemente contra su clítoris
mientras lloraba.
Los pezones se le habían convertido en puntitos apretados en
sus tetas. Temblaban, haciendo que mis ojos se clavaran en ellos,
imaginando regarla con mi semen. Pintando aquellas puntas
sonrosadas con mi semilla mientras ella me miraba con sus ojos
brillantes y sus labios hinchados.
Pronto, me prometí.
Apreté los dientes al verla sacudirse y gritar durante otro
orgasmo, en el que la silla y las ataduras la mantenían inmovilizada.
Para mí fue suficiente.
Mi polla se sacudió contra mi puño al deslizar la mano hacia
arriba y cubrir la parte superior con la palma. Un gruñido retumbó
en mi garganta al correrme, imaginándola metiéndome en su boquita,
tragando a mi alrededor conforme descargaba mi esperma en su
garganta.
Poco más de una hora después, cuando el reloj de pared marcaba
más de las seis de la tarde y me había corrido un total de tres veces
viendo su tormento, decidí que ya había sufrido suficiente por el
momento. Dejé los papeles en la mesa y me levanté, saliendo de mi
despacho para volver al dormitorio que había preparado como su
prisión. Tanto si mi Angel se daba cuenta como si no, llevaba tiempo
planeando su captura e iba a disfrutar de cada detalle.
Abrí la puerta y entré en la habitación justo cuando sus labios se
entreabrieron y gimió con otro orgasmo forzado. Cerré la puerta a mi
espalda y eché el pestillo, esperé a que su cuerpo dejara de
estremecerse antes de apagar la varita y contemplarla.
Sus jadeos llenaban el aire entre nosotros. Tenía el pecho
sonrosado y la cara empapada en sudor y lágrimas, cayendo en
cascada hasta su temblorosa barbilla. Mi polla se sacudió en mi
pantalón. Tenía el maquillaje estropeado, manchado alrededor de sus
enormes ojos y resbalando en finas líneas por su rostro.
Inclinando la cabeza hacia un lado, di otro paso hacia la
habitación. Su adorable timidez había desaparecido, y el agotamiento
de su cuerpo era evidente en la forma en que ni siquiera intentaba
cerrar las piernas. Incluso desde aquí podía ver lo enrojecido que
tenía el clítoris. Pobrecita. Luchó por no tocar la varita, gimoteando
mientras intentaba mantener las piernas abiertas y la columna lo más
pegada posible al respaldo de la silla.
―G—Gaven ―suplicó―. Por favor.
Fruncí el ceño y volví a pulsar el botón, provocando un nuevo
grito. No tardó en darse cuenta de lo que había hecho mal.
― ¡Amo! ―La palabra brotó de sus labios―. ¡Por favor! ―Pulsé
el botón y detuve las vibraciones entre sus piernas con una fría
sonrisa. Se desplomó contra la silla.
―Mira, amor ―dije acercándome―. Sabía que se te podía
adiestrar.
Echó la cabeza hacia atrás y sus ojos se clavaron en mí con una
mirada feroz. Algo que también era nuevo en ella. Antes, Angel había
sido una criatura tan modesta y cautelosa. Siempre apartaba la cara
si la miraba directamente. Esa parte inocente y virginal de ella era tan
atractiva como cualquier otra que hubiera tenido antes. Sin embargo,
esa mirada rebelde tampoco estaba mal.
―Eres un cabrón ―acusó, la maldición un siseo a pesar de tener
la llave de su liberación.
Me reí entre dientes mientras me guardaba el mando a distancia
e inclinándome sobre ella, le levanté la barbilla pasándole un dedo
por debajo. No me importaban las maldiciones que me lanzaba. Al
fin y al cabo, ahora la tenía. Yo era quien mandaba. Si lo único que
podía hacer era maldecirme, se lo permitiría, aunque le arrancara
todo lo demás de su jodida alma.
Las huellas de las lágrimas que se habían secado en sus bonitas
mejillas fundieron sus pestañas. A pesar de haber oído sus gemidos
y gritos, de haber visto la reacción de su cuerpo a cada orgasmo en la
cámara, no podía imaginar cuántas veces se había corrido en la última
hora. Su pobre coñito tenía que estar dolorido e hinchado. Sonreí.
Esto solo era el principio.
―Así es ―acepté de buena gana mientras soltaba su cara y me
agachaba para desatar primero un brazo y luego el otro. Levantó la
mano como si quisiera apartarme, pero su brazo cayó inútilmente
sobre su regazo, como si incluso eso le supusiera demasiado esfuerzo.
Terminé de desatarla con cuidado y levanté su cuerpo inerte de la
silla.
― ¿Qué mierda pensabas que conseguirías con esto? ―me
preguntó, con un tono duro incluso cuando su cuerpo se relajó contra
mi pecho. Bueno, tal vez relajada no era del todo correcto. Era más
bien como si su cuerpo no pudiera hacer otra cosa que perder toda
tensión. Obligar a alguien a correrse repetidamente parecía una dulce
liberación, cuando en realidad era una tortura perversa y cruel. Sin
duda, cada centímetro de su preciosa piel se sentía como si le
hubieran infundido un cable de alta tensión en su propio cuerpo.
―Recuperar el tiempo perdido ―dije mientras me dirigía a la
cama del otro lado de la habitación. Sin embargo, en cuanto la tumbé,
trató de apartarse, huyendo de mi contacto con el ceño fruncido.
―No estamos casados ―espetó―. Ya no.
―A menos que alguno de los dos haya firmado papeles de
divorcio, y yo no recuerdo haberlos firmado, estamos casados ―le
informé sujetándola por la muñeca y acercándola al brazalete fijado a
uno de los postes de la cama.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, Angel tiró de
mí.
― ¡Déjalo ya!
Con poco esfuerzo, hice caso omiso de su demanda y arrastré su
brazo en lucha hacia arriba, le coloqué un brazalete alrededor de una
muñeca y luego rodeé la cama y realicé la misma acción en la otra.
―Esto es una violación. ―Luchó contra las ataduras que le
había puesto, girando las muñecas de un lado a otro, retorciendo su
perfecto cuerpecito sobre las sábanas mientras intentaba liberarse sin
éxito.
Retrocedí un paso en silencio y admiré su figura. Luego me
agaché y le pasé los dedos por el interior de los muslos, recogiendo
una buena cantidad del líquido que empapaba su carne y
llevándomelo a la boca. Apenas sintió mi contacto, cerró los ojos. Pero
ya era demasiado tarde. Sonreí mientras chupaba su sabor de mis
dedos.
Me subí a la cama. Angel dio un grito ahogado y se echó hacia
atrás hasta que su columna chocó contra el cabecero. Me llamó la
atención la pequeña incisión que le había hecho el médico en el brazo.
Era leve, apenas perceptible, y ella aún no había dicho nada al
respecto. Ahora que su mente no estaba nublada por el humo de la
droga ni por el placer que recorría su clítoris, lo miró. Su ceño se
frunció confuso.
¿Sabría lo que significaba? Decidí no dejar que se diera cuenta
de lo que había hecho. Sin embargo, algo perverso en mí quería que
pensara que estaba a salvo. Así que, antes que pudiera seguir
contemplando la pequeña herida, hice mi movimiento.
Apoyando todo el peso de mi cuerpo sobre ella, la inmovilicé
contra la cama y dejé que sintiera la dureza de mi polla entre nosotros.
Sus fosas nasales se encendieron de expectación cuando volví a
dirigir su atención hacia mí. Agarrándole las piernas, las separé a la
fuerza y me incliné hacia ella, quien temblaba en mis garras.
Su olor invadió mis sentidos. Volví a pasar los dedos por su coño
hinchado. Ella se puso rígida y su cuerpo se enfrió mientras yo
recogía en mi mano la evidencia de su excitación. Lentamente,
acerqué los dedos a su cara y los separé, mostrando el líquido
transparente que me decía la verdad.
Sus mejillas se tiñeron de rosa. Sus labios se abrieron y sus ojos
se abrieron de par en par cuando volví a acercar los dedos a mis
labios, los separé y los chupé. Su sabor en mi lengua era realmente
todo lo que recordaba. Dulce. Embriagador. Delicado.
Terminé de chuparme el jugo de mi mujer y saqué un pañuelo
del bolsillo del traje, limpiándome los restos de la mano.
―Hay cosas que no tuvimos ocasión de explorar cuando
estuvimos juntos, tesoro ―comencé―. Esperaba introducirte
suavemente en el estilo de vida que practico, pero está claro que no
te interesa la suavidad. ―A ella le gustan mis castigos.
―Gaven... ―Sus labios temblaron cuando le lancé una mirada
sombría.
―Uno de ellos ―afirmé, cortándola―, es que a partir de ahora
te referirás a mí como tu Amo. Puedes llamarme 'Señor' en compañía
de otras personas, pero no te preocupes, no te dejaré salir de esta
habitación durante algún tiempo. No hasta que me demuestres tu
buen comportamiento.
—Esto es ridículo —soltó ella.
―Tan solo a las buenas esposas se les concede el privilegio de
llamar a sus maridos por su nombre, Angel ―dije con sinceridad―.
Y tú no has sido una buena esposa.
Inspiró.
―Pues estás de suerte ―respondió―. Porque ya no estamos
juntos.
― ¿Ah, sí? ―Incliné la cabeza hacia un lado y la examiné.
―Tienes que dejarme marchar ―insistió―. Firmaré los papeles
del divorcio que quieras. Quiero irme. He terminado.
―Oh, no, tesoro. Ya no es momento para eso. Quizá lleves
demasiado tiempo viviendo en el mundo exterior, pero deberías
comprender la realidad de tu situación. Me perteneces, Angel.
Cualquier intento de fuga se saldará con más castigo. ―Volví a
señalar la silla―. Has estado fuera demasiado tiempo. Esto no es más
que el principio. Puedes considerarte nada más que un bonito objeto
para que yo lo complazca y castigue a voluntad, ¿entendido?
Su suave cabello se deslizó sobre sus hombros mientras sacudía
la cabeza.
―No soy un puto objeto ―espetó―. Puede que estés cabreado
conmigo, pero no tienes ni puta idea de lo que estás haciendo. ¿Crees
que soy la misma chica ingenua a la que obligaron a casarse contigo?
Pues te equivocas. Soy muy diferente de lo que era entonces. No
posees una mierda y, desde luego, yo no te pertenezco.
Abandoné la cama rodeándola antes de acomodarme a un lado
mientras ella terminaba de escupir su bilis hacia mí. Le agarré la
barbilla, le eché la cabeza hacia atrás y me cerní sobre ella. Esto estaba
bien, pensé. Su ira, su espíritu, su lucha. De hecho, lo prefería así.
Quizá si no hubiera sido una luchadora, no habría tenido el puto
autocontrol de no follármela hasta romperla.
Era cierto que mi estilo de vida sexual era mucho más oscuro
que todo lo que le había mostrado, pero esto... esto era pura
venganza. Por la mujer que me había robado la cordura y luego había
huido con ella en mitad de la noche. La mujer que me había mentido,
me había traicionado y me había dejado para que recogiera los restos.
―Quiero que consideres algo, Angel ―le dije―. En los últimos
cinco años, he planeado este momento. He tramado y preparado el
segundo en que aterrizarías de nuevo en mi regazo, y sé exactamente
cómo mantenerte donde quiero: legal e interminablemente mía.
― ¿Qué se supone que significa eso? ―Sus ojos se fundieron con
los míos.
―Significa... ―Dejé que mi pulgar se deslizara por un lado de
su cara mientras mantenía su barbilla agarrada―, que eres una joven
bastante perturbada, con un historial de brotes psicóticos y violencia
contra tus cuidadores.
Frunció el ceño.
― ¿De qué demonios estás hablando? Nunca he...
―Tengo años de historiales hospitalarios que demuestran que
necesitas a alguien que disponga tanto de medios como de tiempo
para dedicarse a tu salud. ―Sus labios se separaron cuando mis
palabras empezaron a calar.
―No son reales. ―Su protesta fue débil en el mejor de los casos
y, como mucho, escandalosa. Nunca se le ocurrió que yo pudiera
impedirle volver a Evangeline Price. Tal vez pensó que, después de
tanto tiempo, algún día podría volver a ser ella misma. Si quería eso,
ahora era el momento de decirme la verdad. Esperé un momento,
pero no dijo nada. Se limitó a mirarme fijamente.
Suspiré.
―Por supuesto, que no es real ―acepté―. Pero, después de
todos los años que has estado huyendo de mí, con bastante pericia,
debo añadir, deberías saber que el papeleo perfecto es un arma tan
eficaz como un arma de fuego.
―Un papeleo así solo serviría para... ―Se detuvo antes de
terminar la frase, pero ya sabía lo que quería decir. Solo atraería la
atención de Jackie. Sin embargo, me parecía bien. Pronto me ocuparía
de Jacquelina Price y, una vez que se hubiera ido, si Angel seguía
queriendo huir, me aseguraría que nunca pudiera hacerlo.
Angel sacudió la cabeza, no sabría decir si por negación o por
confusión.
―Me temo que, debido a tu salud mental ―continué mientras
su rostro palidecía cada vez más―, no eres dueña de nada. Tus
licencias han sido revocadas. Todas tus identificaciones originales
muestran que no eres más que una joven que necesita un familiar a
tiempo completo para cuidar de ti. Y como tu marido, soy tu único
proveedor y tu tutor. Si alguna vez abandonaras estas instalaciones o
fueras a algún lugar sin un guardia aprobado por mí, cualquier
intento de buscar ayuda te llevaría de vuelta a mí y a esa maldita silla
para otra ronda de tortura. Solo que esta vez... no te dejaré solo una
hora.
Me sentaría aquí y la vería correrse durante muchas horas. Días
si era necesario. Esperaría hasta que fuera tan doloroso que se
desmayara y entonces la despertaría para volver a empezar.
Conectaría su bonito brazo a una vía intravenosa para asegurarme en
todo momento que no se deshidratara y me deleitaría viendo cómo
se corría y se corría y se corría. Sin pausas. Sin paradas. Le enseñaría
lo que significaba abandonarme. Lo que ocurriría si se atrevía a
hacerlo de nuevo.
―Tú... tú no... ―Exhaló las palabras como si no pudiera
entenderlas.
Apreté con más fuerza su rostro.
―Te lo advertí, Angel ―susurré inclinándome hacia ella. Mis
labios se posaron justo delante de los suyos―. Dije que te perseguiría
hasta los confines de la Tierra. Lo que no mencioné, sin embargo, fue
que cuando te encontrara, me aseguraría que nunca pudieras volver
a marcharte. Bienvenida a casa, esposa.
CAPÍTULO 7

Angel

Estaba atrapada. Ni en un millón de años me había planteado


que Gaven tomaría ese camino. Que me despojaría de todo lo que me
convertía... en mí. Le había subestimado. De alguna manera. En cierto
modo. Solo había pensado en él como un asesino. Sí, incluso después
de la forma en que me había arrebatado mi maldita virginidad, había
supuesto que una vez que dejara de ser la clave de sus planes,
perdería el interés. Era una suposición muy peligrosa, me di cuenta.
Era una situación mucho más precaria de lo que jamás había
esperado.
Aunque en la huida había cambiado de alias al azar, siempre
había considerado y esperado que algún día podría volver a ser quien
era. Que podría volver a ser Evangeline Price. Sin embargo, con las
palabras de Gaven, ese sueño se convirtió en una complicada
telaraña. La única salida sería encontrar a alguien que pudiera
desenredarla. Yo tenía los contactos. Podía hacerlo, aun así, no
dudaba que a él se le ocurriría algo mucho peor y mucho más
restrictivo.
Era como si el tiempo hubiera retrocedido y de repente me
hubiera visto transportada cientos de años al pasado. En el
ordenamiento jurídico moderno era más difícil, pero no imposible.
Los considerados un peligro para la sociedad y para sí mismos no
tenían derechos. Ni autonomía. Ni escapatoria.
Las manos de Gaven se apartaron de mi cara cuando permanecí
sentada en un estupefacto silencio.
―Ahora que comprendes tu situación ―dijo―, quizá pueda
progresar con tus nuevas normas.
No levanté la vista cuando se movió de la cama. El colchón se
elevó cuando se incorporó.
―Permanecerás desnuda en esta habitación en todo momento
―continuó―. Si te presento a alguien que venga a este lugar,
permanecerás en silencio a menos que te hagan una pregunta directa.
Cuando regrese, si no estás sujeta, me recibirás de rodillas, con las
piernas abiertas y las palmas de las manos sobre los muslos. Dormirás
conmigo todas y cada una de las noches.
Mi mente se agitó y rodó mientras sus palabras lanzaban flechas
contra mi pecho. ¿Qué pensaba hacer? ¿Podría escapar? ¿Le explicaba
por qué huía? No. No podía. Seguía en peligro y no tenía la menor
idea. Necesitaba más información. Necesitaba saber cómo había
conseguido el poder que tan obviamente poseía. Tenía sus propios
hombres: capturarme no habría sido posible sin ellos. Las drogas
también...
Era diferente. Ya no era un simple asesino, sino un cerebro con
una estrategia.
Eché la cabeza hacia atrás y lo miré fijamente cuando cruzó la
habitación, se desabrochó los botones de la camisa blanca y se la quitó
de los anchos hombros antes de dejarla encima de la cómoda, justo
enfrente de la cama.
― ¿Sabe alguien más que estoy aquí? ―pregunté.
Gaven hizo una pausa, levantando la cabeza al encontrarse con
mi mirada en el espejo colgado sobre la cómoda.
― ¿Te preocupa que tu clientela te esté buscando?
― ¿Sabes lo que hago? ―parpadeé.
Había tenido la precaución de mantener mi nuevo negocio lejos
del conocimiento de la familia Price y de mi hermana. De hecho, había
evitado el mundo criminal norteamericano durante la mayor parte de
mis cinco años de clandestinidad y huida. Solo en los últimos seis
meses me había atrevido a regresar. Ingenuamente, había pensado
que quizá ya no me buscaban. Que se habían rendido. Debería haber
sabido que un hombre como Gaven Belmonte nunca acabaría
conmigo. No era de los que renunciaban a algo que consideraba de
su propiedad y, como su esposa legal, eso es exactamente lo que soy.
Su propiedad.
En el reflejo del espejo, Gaven seguía observándome.
Finalmente, tras lo que me pareció una eternidad, se volvió
apoyándose en la cómoda. Aunque me costó, obligué a mis ojos a
permanecer fijos en su rostro y a no bajar hasta el afilado corte de su
pecho. Por muy enfadada que estuviera con él, por muy rencorosa
que hubiera actuado, mi pecho se apretó al verlo. Masculino.
Cincelado. Hermoso. Pero bajo todo ello, también había un monstruo.
Un monstruo taimado y siniestro decidido a destrozarme por la
ofensa que le había infligido.
―Si preguntas si tu familia sabe que te tengo, entonces no. ―Sus
palabras provocaron que mi columna se endureciera, pero al mismo
tiempo me invadió el alivio.
―No es eso lo que he dicho ―repliqué.
Una comisura de sus labios se curvó hacia arriba. Se dio la vuelta
y vi cómo sus manos se dirigían al cinturón que llevaba en la cintura.
Con movimientos precisos, Gaven desabrochó el cierre y deslizó el
cuero de las trabillas del pantalón, dejándolo encima de la cómoda
antes de volver al botón y la cremallera. Incapaz de soportarlo, aparté
la mirada y la clavé en mi regazo.
Tenía razón al enfadarse conmigo, pero hablaba en serio cuando
dije que firmaría los papeles del divorcio. Cuanto más tiempo
permaneciéramos en la misma vecindad, mayores serían las
posibilidades para ella de encontrarme. Jackie. Mi hermana. Mi
chantajista.
―Tu paradero es confidencial ―dijo finalmente―. Los que
necesitan saberlo, lo saben, los que no, no.
Sus palabras eran frustrantemente vagas, pero intuí que si lo
presionaba más solo conseguiría irritarlo, así que lo dejé estar. Era
muy consciente cómo me miraba, sus ojos vagaban, observaban,
buscaban. Sabía exactamente lo que intentaba hacer. Gaven era un
buen asesino, pero era mucho más hábil en otras cosas además de
apretar el gatillo.
―Ahora ―dijo―, el resto de las reglas.
― ¿Cuánto tiempo tendré que seguir estas reglas? ―pregunté
antes de comenzar de nuevo.
Su rostro no cambió.
―Hasta que yo determine que no las sigas ―dijo. Resistí la
tentación de apretar los labios o dejar traslucir en mi rostro cualquier
atisbo de emoción. Era muy consciente de mi enfado, pero aún más
consciente que cualquier cosa que hiciera ahora solo serviría a su
propósito. Quería información sobre lo que ocurrió la noche que me
escapé, y yo quería mantenerlo en secreto. Para siempre, si era
posible.
―Sabes ―dije―, esto no cambia las cosas entre nosotros.
―Señalé mi cuerpo desnudo―. No importa lo que me hagas —o lo
que me obligues a hacer por ti—, no volveré a ser la Angel que
conociste, la que elegiste como una camisa de un catálogo. Ya no soy
la niña inocente que conociste, Gaven.
Tarareó en el fondo de su garganta. La boca de Gaven se curvó
hacia arriba en los bordes mientras echaba la cabeza hacia atrás. La
parte inferior de la mandíbula le ensombrecía la garganta, pero su
rostro y la petulancia que presentaba eran totalmente visibles.
―Nunca fuiste inocente de verdad, Angel ―replicó―. Solo eras
inexperta. Prosperas bajo mis órdenes, ambos lo sabemos. No
necesito obligarte a hacer nada, amor.
A pesar de mi resolución anterior de mantener bajo control mis
emociones, mi cuerpo se tensó automáticamente al oír aquellas
palabras. Sin embargo, excepto fruncir el ceño, no respondí. Él
tampoco pareció ofenderse demasiado, porque continuó con
facilidad.
―Pero ya que estamos con el tema, ¿por qué no me contestas a
una preguntita? ―Su mirada se clavó en mí―. ¿Qué ocurrió aquella
noche, Angel?
Las cejas de Gaven se fruncieron, y la arrogancia que
normalmente lo envolvía como un manto retrocedió lo más mínimo.
No podía asegurarlo, pero sus rasgos parecían suavizarse de algún
modo. Su boca no estaba tan tensa ni su mandíbula tan apretada como
antes. Quizá era mi imaginación, o quizá quería creer que aquel
hombre que decía seguir siendo mi marido no desconfiaba
completamente de mí ni me odiaba.
¿Qué ocurrió aquella noche?
Demasiado, mi mente suministró. Los recuerdos se agolpaban en
mí, uno tras otro. La boda. Los brazos de Gaven rodeándome. Luego
el pasillo en penumbra mientras me deslizaba fuera, ¿para qué? No
lo recordaba. A por un vaso de agua o al baño. No lo sabía. Lo único
que sabía era que había sido el peor error de toda mi vida abandonar
la seguridad de sus brazos.
El cuerpo de mi padre. Sus ojos abiertos, sin ver; a veces, aún
veía su cara en mis pesadillas. La suya y... la de Jackie. Los ojos de su
verdadera asesina, mirándome mientras ella se reía.
Pero decírselo a Gaven lo condenaría. Si lo sabía, Jackie no se
detendría ante nada para deshacerse de él, y después de ver cómo
había matado a nuestro padre y lo que me había hecho a mí... sabía
que lo haría. No había nada blando en ella, ninguna lealtad salvo la
que se daba a sí misma. Pero Gaven tampoco se rendiría sin luchar.
La verdad solo prometía muerte y destrucción. Provocaría una guerra
total, y aunque era fuerte y poderoso, ni siquiera Gaven podría evitar
el desenlace.
Sacudí la cabeza.
―No importa lo que ocurrió en el pasado ―dije en su lugar―.
Lo que importa es que ahora no quiero estar contigo y, con mi padre
fuera, soy inútil para tus planes. No tiene sentido que me retengas,
Gaven, tienes que saberlo.
Gaven guardó silencio durante unos largos instantes. Luego
suspiró.
―Esperaba que al menos te hubieras librado de ese hábito tuyo
de mentir durante tu ausencia ―dijo.
― ¿Mentir? ―Me quedé boquiabierta―. Yo nunca...
―Di esas palabras ―me interrumpió con una mirada oscura―,
y te arrepentirás, Angel. ―Toda la suavidad anterior se desvaneció
como si nunca hubiera existido―. Me has mentido tanto a mí como a
ti misma. Huiste cuando podía haberte ayudado. Mentiste cuando
firmaste el contrato matrimonial, cuando cogiste mi maldito anillo y
te hiciste mía. Si no quieres decirme la verdad ahora, tendré que
volver a preguntártelo más adelante. Por ahora, sigamos con las
reglas de tu nueva vida.
Fruncí el ceño, mas no pude responder. No había nada más que
decir. Hasta que encontrara un resquicio, tendría que escucharle. Lo
suficiente para que aflojara las riendas y pudiera escapar de nuevo.
Lo había hecho dos veces y, aunque siguiera atrapándome, era
evidente que estaba mejorando. Esta última vez le había costado
media década. La próxima vez, me aseguraría que fuera toda una
vida. Aunque tuviera que huir a los confines del mundo, me
escaparía. Le mantendría y me mantendría a salvo de la psicópata de
mi hermana.
―Repetiré lo que ya hemos repasado para asegurarme que lo
entiendes ―afirmó Gaven mientras se lanzaba a su nuevo papel de
Dominante y Amo―. No llevarás ropa en este dormitorio ni en este
apartamento a menos que se te dé permiso. Si se te da permiso, solo
llevarás lo que se te proporcione. Nada más. Ni más ni menos. No
saldrás de este dormitorio a menos que te den permiso. No hablarás
con nadie que entre o salga de esta habitación o apartamento. Se te
proporcionarán tres comidas al día. Te las comerás. No permitiré que
te hagas daño mientras estés bajo mi custodia.
―Oh, ¿pero el daño que me causes no cuenta? ―La sequedad
de mi tono era automática.
Su mirada se endureció.
―Si crees que lo que te hago es dañino, entonces te llevarás un
buen susto si rompes alguna de mis reglas, esposa.
Cerré la boca y le devolví la mirada.
Continuó.
―Como ya he dicho antes, te referirás a mí como Amo. Cuando
decida salir contigo en público, te referirás a mí como tu marido o
Señor.
― ¿No puedo llamarte Gaven?
Gaven arqueó una ceja.
― ¿Quieres? ―inquirió.
Me encogí de hombros.
―Me parece raro no hacerlo.
―Llamarme por mi nombre de pila es un privilegio que has
perdido, Angel ―replicó―. Quizá cuando me hayas demostrado que
sabes comportarte, te lo vuelva a permitir. Por ahora, no. Me llamarás
Amo mientras estemos dentro, y marido o Señor cuando estemos
fuera.
Sabía lo que hacía. En los cinco años que había estado fuera,
había investigado sobre Gaven Belmonte. Todo lo que habría
aprendido sobre él si hubiéramos permanecido juntos, había tenido
que enseñármelo por otros medios. El hombre con el que me había
casado no era un asesino a sueldo cualquiera. Había tenido razón
cuando dijo que antes no había sido tan duro conmigo. Solo habíamos
estado casados unas horas antes que yo lo tirara todo por la borda y
me diera a la fuga. Apenas lo conocía, y mucho menos el tipo de
hombre con el que me metía en la cama.
Ahora mostraba su verdadera cara. Era dominante. Asistía a
clubes BDSM. Tenía sumisas a su entera disposición. No había
podido resistir la tentación de espiarle. Me había mantenido alejada
de Norteamérica y había huido cuando creía que se había acercado,
pero había querido saber si se iría con otra persona o cuándo lo haría.
Sorprendentemente, nunca lo había hecho. O si lo había hecho, nunca
le había pillado.
Así que ahora también me castigaba por eso.
―Y por último, pero no por ello menos importante, ―su voz era
cruel y llena de placer. Ya sabía lo que iba a decir―. Te someterás a
todo tipo de entrenamiento sexual, Evangeline Price. Serás adiestrada
como mi sumisa. ―Señaló al otro lado de la habitación, hacia la
estantería de la pared del fondo. Le había prestado poca atención
desde que llegué aquí, ya que parecía una de esas cosas que la gente
pone en una habitación para llenarla. Ahora, sin embargo, dejé que
mi mirada se posara en ella con curiosidad―. Te he proporcionado
tanto material de lectura sobre el tema como ha sido necesario. Si te
aburres mientras estás confinada en nuestro dormitorio, puedes
hojearlos.
―Entrenamiento sexual... ―repetí.
―Sí. ―Me lanzó una rápida mirada―. Al fin y al cabo, somos
marido y mujer ―dijo―. Tendrás que cumplir tus deberes de esposa
según mis especificaciones.
Frío, directo y exigente. Ese era el hombre con el que me había
casado, el Gaven que tenía ante mí.
―Que estemos casados no significa que no sea una violación
―señalé.
Los ojos de Gaven destellaron con algo volátil y, antes incluso
de tener un segundo para aspirar, atravesó la habitación y se situó
frente a mí. Su mano bajó hasta mi cara y luego volvió a deslizarse
por mi cabello; sus dedos se clavaron en la parte posterior de mi
cráneo mientras tiraba de mi cabeza hacia atrás.
―Oh, Angel ―dijo―. Qué poco crees que te conozco. Tú y yo
sabemos que cualquier cosa que hagamos en esta habitación, en esa
cama, cualquier actividad sexual entre nosotros será consentida.
Puedes soltar esas bonitas mentiras todo lo que quieras, pero al final,
nunca podrás negármelo. Soy tu marido y, muy pronto, seré tu jodido
Dios.
CAPÍTULO 8

Gaven

El humo persistía en el aire por encima de mi cabeza, flotando


desde la punta roja y ardiente del puro que tenía en la bandeja a mi
lado. En la pantalla, Angel se movía por la habitación. Habían pasado
varios días desde la última vez que hablamos. A pesar de mis normas
e intenciones, me vi incapaz de ir a verla en muchas ocasiones. Me
quedaba despierto toda la noche, trabajando hasta bien entrada la
madrugada solo para poder vigilarla cuando se despertara. Había
decidido que dejarla a su aire, aunque encerrada, era una forma
adecuada de acostumbrarla a sus nuevas circunstancias.
También tenía otras cosas que hacer ahora que estaba donde
debía estar. Había reuniones, otras Familias con las que contactar.
Ahora que la mujer que traería al mundo al heredero de los Price
volvía a estar en mi poder, tenía que poner en marcha las cosas que
había estado posponiendo durante los últimos años.
Desde la inesperada muerte de Raffaello y la posterior toma de
control del Imperio Price por parte de Jackie, la influencia de la
Familia Price había sufrido altibajos. No había empeorado, pero
desde luego no había crecido. No del modo en que lo había hecho yo.
Con la mano derecha de Raffaello ahora en mi poder, las corrientes
subterráneas de una posible guerra salían a la superficie.
Podría haberlo dejado pasar. No necesitaba necesariamente los
bienes de la Familia Price para alcanzar el poder que buscaba. Sin
embargo, por principio, me debía algo más. Además, tenía la
sospecha que si Jackie se enteraba que Evangeline había vuelto a
escena y que pronto ocuparía su lugar a mi lado, como debía ser,
habría que prepararse para todo un nuevo mundo de enemigos.
Angel no lo había dicho, no cuando se lo pregunté, pero yo no
era en absoluto un hombre estúpido. No había tardado ni cinco años
en atar cabos, pero estaba seguro que Jackie era la verdadera culpable
de la muerte de Raffaello Price. Había incriminado a su hermana, la
había expulsado y había aprovechado el caos para hacerse con el
control. Todo había sido inteligentemente planeado por su parte.
Podía respetar a una mujer astuta dispuesta a hacer lo que hiciera
falta para estar en la cima, pero no podía permitir que fuera una
amenaza para los míos, y Angel era tan mía como el hijo que pronto
llevaría en su vientre.
Un movimiento en la pantalla devolvió mi atención al presente.
Volví la mirada hacia las imágenes de mi esposa, que resoplaba y se
paseaba de un lado a otro de la habitación.
Estaba aburrida. La había observado durante horas. Leía
muchos de los libros apilados en la pared de enfrente de la cama.
Había intentado esconderse en el cuarto de baño, pero no había
tardado mucho en encontrar las cámaras. Me sorprendió más que no
hubiera intentado desactivarlas. Podría haberlo hecho, pero quizá
mis castigos estaban funcionando. Mientras no intentara escapar, le
daría pequeñas libertades como esta.
Hasta ahora, le había permitido ver la televisión. Se había
dormido y vuelto a despertar. Se había comido las comidas que le
traían.
Ahora se paseaba. De un lado a otro. Se dio la vuelta y mis ojos
bajaron hasta su trasero redondo y respingón. Tuve que admitir que
era agradable tenerla justo donde quería. Su cuerpecito apretado
estaba completamente a la vista.
Claro que intentó taparse el primer día. Cuando no pudo
encontrar ropa, se ató las sábanas de la cama alrededor del cuerpo. Al
día siguiente, había descubierto que no había sábanas ni mantas
disponibles. Nada impediría que viera lo que poseía.
En la pantalla, por fin dejó de pasearse y se volvió, mirando
hacia una de las cámaras colocadas en las esquinas de la habitación.
Angel arqueó los brazos y los cruzó sobre el pecho, hinchando los
senos, aunque ella no pareció darse cuenta. Miró a la cámara con
ardiente intención.
Eso también lo había echado de menos. Sus agallas y su
determinación. Su lucha. Alguna vez había pensado que Evangeline
Price sería mucho más fácil de controlar que su hermana, pero lo que
hacía que mi interior se tensara cada vez que la miraba no era la idea
de simplicidad, sino la excitación de mis instintos más bajos. De
sujetar y obligar a una mujer con tal ferocidad a inclinarse ante mí.
Una mujer débil y vulnerable era inútil para un hombre como
yo, pero una mujer sin ninguna suavidad tampoco era deseable.
Angel era lo mejor de ambas. Fuerte pero hermosamente hambrienta
de afecto.
Esto me encantaba. Tenerla en mi espacio, desnuda y
dependiente de mí. El recuerdo de ella allí, en la pantalla de mi
ordenador, era suficiente para que mi polla se endureciera en mi
pantalón. Sin embargo, al mismo tiempo, hay una punzada en mi
pecho. La vida BDSM de alto nivel podía ser divertida, pero lo cierto
era que ni ella ni yo formábamos parte de eso.
La verdad del estilo de vida dependía de la confianza entre un
Dom y un sub. En nuestro caso, la confianza se había roto, casi
borrado.
Sus mentiras y su traición ardían en el fondo de mi mente a
fuego lento y constante hasta que estaban a punto de llevarme al
borde de la locura. Sí, la quería. La deseaba. La anhelaba, pero algo
más que su cuerpo.
Evangeline Price era la mujer de mis sueños. En mi interior,
deseaba devorarla y corromperla. Ahora, sin embargo, las cosas eran
diferentes. Detestaba eso. La odiaba por eso.
No éramos un verdadero Dominante ni un sumiso. No éramos
un verdadero Amo y una verdadera esclava, y no lo seríamos hasta
que finalmente se abriera y me dijera la verdad. Hasta que confiara
en mí lo suficiente como para dejarme entrar en sus partes más
profundas.
No en su coño, sino en su puta mente y su corazón. Hasta que
tuviéramos esa confianza, todo esto no sería más que sombras
bailando en la pared. Una pseudorelación aguada.
― ¡Gaven! ―gritó Angel en la pantalla―. Quiero hablar.
Me incliné hacia un lado, observando cómo Angel seguía
mirando a la cámara a través de ella. En mi pantalón, el móvil zumbó,
avisándome de una llamada.
Con un suspiro, saqué el aparato, echando un vistazo a la
pantalla antes de contestar.
―Belmonte ―ladré al auricular.
―Demonios ―dijo Archer―, para ser alguien que pidió un
favor, sin duda suenas gruñón.
Me pellizqué el puente de la nariz entre el pulgar y el índice,
conteniendo el sordo latido que comenzaba en la parte frontal de la
cabeza tanto como pude a base de pura fuerza de voluntad.
―Simplemente dime lo que has encontrado ―ordené.
―No hace falta ―respondió Archer―. Acabo de enviarte un
archivo. Podrás ver por ti misma lo que he encontrado.
Cogí el ratón y me alejé de las cámaras. Angel podía gritarme
todo lo que quisiera, pero era yo quien tenía el control. Le prestaría
atención cuando lo considerara oportuno. Al abrir el correo
electrónico protegido que Archer habría utilizado, encontré el archivo
que me esperaba.
―Ya lo veo ―dije, abriendo la carpeta y desplazándome hasta
el archivo adjunto.
―Incluye todo lo que tu chica ha estado haciendo en los últimos
cinco años ―o al menos lo que he podido encontrar―. Curiosamente,
cuando hablé con Scarlett, me dijo que la había reconocido.
― ¿La mujer de Hadrian? ―aclaré.
―Síp. ―Archer pronunció la última parte de la palabra, y el
sonido de sus dedos repiqueteando sobre un teclado se filtró en el
fondo.
― ¿Reconoció a Angel? ―Me senté más erguido. ¿Qué habría
estado haciendo una ex ladrona internacional para cruzarse con mi
mujer?
―Dijo que la conoció en algún bar de Cabo ―respondió―. Scar
dijo que no hablaron mucho, pero tuvo la sensación que la chica huía
de algo. Tiene buenos instintos. Aunque tiene gracia que se haya
acercado tanto a alguien con quien has trabajado.
―No diría que he trabajado con la Ladrona Escarlata ―repliqué
secamente.
Archer soltó una risita.
―No, claro que no. Te odia a muerte.
Tarareé. Sin duda, si la señorita Scarlett hubiera sabido que
Angel huía de mí, la habría ayudado. Me desplacé por la línea de
fechas, fotografías y marcas de tiempo recogidas en el documento que
tenía ante mí. Cabo. Italia. Joder, incluso China. Al parecer, Angel
había dado la vuelta al mundo en los últimos cinco años. Otro país
aparece y frunzo el ceño.
―Hace dos años estuvo en Australia. ―La rabia aflora, así como
el viejo recuerdo. Entonces había estado a punto de atraparla. Dos
años atrás, uno de mis muchos contactos me había dado un chivatazo.
Una mujer que coincidía con su descripción había sido vista en la
zona de Sídney. Había enviado hombres por delante, pero cuando
llegué allí, la mujer en cuestión había desaparecido. Nunca supe
realmente si había sido ella u otra treta. La información del
expediente, junto con las imágenes de las cámaras de seguridad, me
decían que había estado cerca. No obstante, debido a mi retraso, había
perdido la oportunidad de tenerla dos años antes. Una maldición
ascendió por mi pecho, pero antes de poder soltarla dirigí mi atención
a otros puntos del expediente.
―Aquí no hay nada sobre los hombres a los que se ha follado.
―Las palabras eran viles en mi lengua, pero necesitaba estar seguro.
Necesitaba saber exactamente qué había estado haciendo y con quién
se había liado. El médico no había visto ningún signo de parto ni de
relaciones sexuales recientes, pero eso no significaba que no hubiera
jugado durante su estancia en el extranjero.
―Eso no es un error ―confirmó Archer―. Parece que tu chica
estuvo bastante recluida. Prácticamente ha vivido la vida de una
monja durante los últimos cinco años. Cualquier hombre con el que
la hubiera encontrado en las cámaras de seguridad no ha sido
confirmado. Algunos están muertos, casados o... bueno, digamos que
juegan en otro equipo.
― ¿Y el hombre con el que estuvo en Queens?
―Síp, también lo tengo. ―Otro correo electrónico apareció en
mi pantalla mientras él hablaba y cambié de enfoque mientras abría
otro archivo nuevo y escaneaba el contenido.
―Ronald Wiser ―dijo Archer―. Es un poco más joven que sus
clientes habituales, pero...
― ¿A qué se dedica? ―interrumpí.
―Es científico, prácticamente un genio, al menos sobre el papel.
Se dedica a investigar el progreso del campo médico. Pero ahora,
desde que la recogiste, no hay rastro de él en el mapa. Ha
desaparecido. Su madre presentó una denuncia por desaparición el
viernes pasado, cuando no se presentó a trabajar durante varios días
ni respondió a ninguna de sus llamadas.
―Se metió en la clandestinidad ―determiné.
―Esa es una buena suposición ―contestó Archer asintiendo―.
Aunque todavía no sé muy bien por qué.
―No importa. Olvídate del chico ―dije, con la voz más grave
mientras miraba fijamente el rostro del hombre con el que se había
reunido mi esposa el día que la había capturado. Mis manos se
curvaron en puños. La rabia corría por mis venas. Si realmente había
vivido como una monja durante los últimos cinco años, entonces él
no era una amenaza. Lógicamente, lo sabía. Aun así, el hombre me
desagradaba simplemente porque formaba parte de su vida actual,
una vida que no dependía de mí.
―Dime, exactamente, qué tipo de trabajo hacía.
Archer suspiró, aparentemente inconsciente de lo cerca que
estaba de desquiciarme.
― ¿No has leído por completo el primer expediente?
―Tengo entendido que se ha mantenido viva y huyendo a
través de un negocio telemático. Sé que se reúne con clientes, lo que
no sé es qué hace para ellos. ―No podría ser una acompañante, pero
¿qué otra cosa le permitiría saltar de un país a otro en poco tiempo?
―Ella es un complemento ―dijo Archer―. O mejor dicho,
supongo que se la consideraría un tipo de limpiadora. Está en la red
oscura y todo eso. Tu chica se dedica a los negocios. Se pone en
contacto con gente que necesita ayuda para esconderse o huir de
alguien o algo y les ayuda a salir de sus situaciones. Si te desplazas
hasta la parte inferior del documento, verás una lista de algunas de
las personas a las que creo que ha ayudado en los últimos cinco años.
Piensa que es como un programa de protección de testigos para
delincuentes, o para personas que no confían en el gobierno.
Antes incluso que termine de hablar, cambio la pantalla de mi
ordenador y paso a las últimas páginas del primer documento.
Aparece una lista de nombres, fechas, lugares y determinadas
organizaciones, algunas conocidas y otras no. Mujeres de la mafia.
Científicos. Enemigos políticos. Famosos de la lista B de todo el
mundo. Socialités. Hay docenas de hombres y mujeres por igual.
― ¿Ha escondido a toda esa gente? ―Mis cejas se fruncieron al
considerar la lista. Era larga. Impresionante.
La voz de Archer resonó en el receptor.
―No necesariamente los ocultó a todos, pero muchos acudieron
a ella en busca de ayuda. Parece que su trabajo principal consistía en
crear nuevas vidas, pero a otros les ayudaba a reunir pruebas para
utilizarlas en defensa de sus maltratadores o enemigos. Parece ser
muy exigente con sus clientes, y Ronald Wiser es el más reciente.
Antes trabajaba en Carpovel Pharmaceuticals, pero ahora que ha
pasado a la clandestinidad, no se sabe en qué lío se ha metido para
necesitar su ayuda.
― ¿Y estás seguro que no había ninguna otra relación entre ellos
dos? ―exigí.
―No lo parece ―respondió Archer―. Estoy convencido no
tardar mucho en encontrarlo. No debería ser muy difícil, pero he
pasado los últimos días investigando el pasado de tu chica y
pirateando su servidor de correo electrónico en la web oscura. Eso me
llevó la mayor parte del tiempo, teniendo en cuenta los muros de
poder que tuve que traspasar. Ella...
Le corté el rollo.
― ¿Mantuvo el contacto con algún otro cliente?
―Hmmmm. ―El chasquido llegó a mis oídos―. Como te he
dicho, tío, por lo que sé, ha permanecido más sola que una castaña
durante los últimos cinco años. Scar dijo que no parecía
especialmente interesada en nadie que le tirara los tejos cuando
trabajaba en aquel bar de Cabo, de hecho, sospechaba que aquel
trabajo también era otra forma de reunir pruebas para una política
latinoamericana chantajeada por un ex amante.
A pesar de las seguridades de Archer, unos celos perversos se
clavaron en mi pecho. Mis manos se cerraron en puños contra la
superficie de mi escritorio. Necesitaba recuperar un poco de control,
me apoyé en el asiento y exhalé un largo suspiro. La información de
Archer revelaba más detalles sobre su vida desde que me había
dejado. Más allá de su bello rostro, era inteligente. Era resistente.
―Si quieres, seguiré buscando a Ronny boy ―continuó
Archer―. Y te llamaré cuando tenga más, pero hasta entonces...
cambio y corto, amigo mío. ―Con eso, terminó la llamada y me quedé
a solas con mis pensamientos.
Dejé el móvil sobre la superficie de mi escritorio e incliné la
cabeza hacia atrás, mis ojos se centraron en el techo. Teniendo en
cuenta todo por lo que había pasado, sabía que tenía un interior de
acero. A los dieciocho años la obligaron a casarse conmigo, un
hombre casi dos décadas mayor que ella. Se había dado a la fuga y
había conseguido eludir no solo a su hermana, sino también a mí,
durante casi cinco años.
Su innovación era impresionante. Había aprovechado sus
habilidades y las había utilizado para consolidar su seguridad, cosa
que tenía que respetar. Había conseguido convertir sus intereses en
un arma y un escudo, jugando en las sombras de la clandestinidad
criminal sin mí a su lado. Me enfurecía y me excitaba a la vez. Su
inteligencia me excitaba. Solo servía para consolidar la necesidad que
sentía por ella. Cuando por fin se sometiera a mí, la criatura fuerte e
increíble que era, sería el mayor logro de mi vida. La mayor victoria
que un hombre como yo podía alcanzar.
Evangeline era una mujer de gran fortaleza. Alguien que podía
manejar nuestro oscuro mundo y yo sería su Amo, su Dom.
Todo lo que tenía que hacer ahora era asegurarme que aceptase
su destino.
CAPÍTULO 9

Angel

Me sentía como un animal enjaulado. Diablos, era un maldito


animal enjaulado. Cuanto más tiempo pasaba encerrada en esta
habitación, más loca juraba que me volvería. Habían pasado varios
días desde que Gaven regresara. La única razón por la que lo sabía
era porque me habían entregado comida tres veces al día, todos los
días. Desayuno. Comida. Cena.
Nunca había tenido claustrofobia, pero ahora me preocupaba
que pronto desarrollara ese miedo. Estaba inquieta. Hambrienta de
estímulos. De cualquier cosa en realidad. Aunque eso significara que
Gaven volviera y me torturara a su manera. Había una cantidad
limitada de televisión que una chica podía ver, y no parecía que las
riendas de mi nuevo confinamiento se estuvieran aflojando. Ni
siquiera había oportunidad de escapar.
Las cámaras se encargaban de ello.
También tenían que estar utilizándolas, porque si no, ¿cómo
demonios iban a saber cuándo me distraía lo suficiente para que me
entregaran comida? Siempre era cuando estaba en el baño o dormida.
Cuando me despertaba, el desayuno ya estaba allí. Cuando me
duchaba, el almuerzo. Durante un rato, intenté sentarme delante de
la puerta, esperando.
Nada.
Al segundo de haber cedido a las ganas de hacer pis, regresaba
con comida fresca. Así que, sí, siempre debe haber alguien vigilando.
Podría haber destruido las cámaras, pero entonces eso le haría volver.
Aunque, sinceramente, después de los días de aburrimiento y
frustración confinada, me lo estaba pensando.
También era extraño que, después de tanto tiempo vistiéndome
y cubriéndome, me hiciesen falta unos pocos días de desnudez
constante para acostumbrarme a estar desnuda. Por otra parte, en la
habitación no había nada con lo que cubrirme, por lo que tampoco
tenía elección.
No sabía muy bien cómo se las había arreglado Gaven para
quitar las mantas y las sábanas sin despertarme, pero no me
extrañaría que pusiera más de aquella droga en mi comida. Sentía un
hormigueo en la piel por la necesidad de algo, cualquier cosa. Me había
cansado de pasearme y los libros que me había dejado para que los
leyera me habían hecho sentir... ciertas cosas en las que no quería
pensar.
Hiciera lo que hiciese Gaven con mi cuerpo, permanecer fuerte
y resistente era mi objetivo. Hasta cierto punto, al menos. Sabía que
fingir aquiescencia demasiado rápido resultaría sospechoso. Tenía
que mantenerme al menos un poco más para darle la ilusión de estar
doblegándome. Una vez que creyera que tenía el control, entonces y
solo entonces podría escapar.
Tras llamar a Gaven varias veces y no obtener respuesta,
finalmente me rendí y me dejé caer en una de las sillas que había a un
lado de la cama de cuatro postes. Al otro lado de la habitación, la silla
en la que me había despertado estaba colocada contra la pared más
alejada, casi como si quisiera ser un recordatorio constante de lo que
podría volver a hacerme. Después de aquella primera noche, casi
esperaba más acciones perversas por parte de mi marido.
Consideré mis opciones.
Una. Podía volver a esperar a que me trajeran la comida, a ver
quién entraba en la habitación para dejarla. Eso había fracasado, pero
si dejaba de beber el agua que me daban durante un rato, no
necesitaría ir al baño.
Dos. Podría hacer una huelga de hambre. Obviamente, Gaven
quería algo de mí y matarme de hambre le enfadaría lo suficiente
como para hacer acto de presencia.
O... tres... podría darle un espectáculo.
Giré la cabeza y miré hacia la cama. No podía decir que el
número tres fuera algo que me importara hacer. Nada me gustaría
más que torturar a Gaven tanto como él me había torturado a mí.
Aunque Gaven no fuera quien vigilara constantemente, quienquiera
que estuviera a cargo de las cámaras le informaría de mis acciones.
Romper sus normas le haría salir corriendo hacia mí, y teniendo
en cuenta que todas sus normas consistían en pedir permiso, tenía la
sensación que correrme sin su permiso le enfurecería.
Mi cuerpo se acaloró al pensarlo.
Me había comportado muy bien desde que Gaven se había
marchado. Quizá había llegado el momento de dar la vuelta al guión.
Me levanté bruscamente, me acerqué a la cama y me arrastré hasta
ella.
No pienses en quién puede estar al otro lado de esas cámaras, me dije.
Cierra los ojos y hazlo.
Mi pecho subía y bajaba mientras me armaba de valor. Abrí los
ojos y miré directamente a la cámara que me apuntaba. Sin vacilar,
abrí las piernas todo lo que pude y me apoyé en el cabecero de la
cama.
Lentamente, presioné la palma de la mano entre mis tetas y
descendí hacia mi abdomen y el monte. Sentí un cosquilleo en la piel
al imaginar que no era uno de sus hombres, sino el propio Gaven, el
que estaba al otro lado. ¿Cuánto tardaría en irrumpir aquí?
¿Conseguiría correrme antes que él?
Quería verlo.
Mis dedos llegaron a mi coño y me encontré ya húmeda. Solo
pensar en Gaven me ponía así. Cerrando los ojos, incliné aún más las
caderas y empecé a frotarme. Arriba y abajo, suavemente y luego con
más firmeza y presión. Mis dedos se deslizaron por mi entrada
suavemente, recogiendo mi humedad mientras la acumulaba y luego
los llevé hasta la parte superior de mi coño.
Utilizando mis propios jugos, froté círculos alrededor de mi
clítoris, rodeando el pequeño nódulo hasta que un gemido escapó de
mis labios. Volví a apoyar la cabeza en el cabecero de la cama cuando
el calor se apoderó de mi piel. Me ruboricé al juguetear conmigo
misma. Tenía hambre. Necesitaba que me llenaran de algo.
Mi mano libre se dirigió a mis pechos. Colgaban pesados sobre
mi pecho, con los pezones convertidos en diminutas perlas. Pellizqué
uno, apretándolo entre el pulgar y el índice. Me recorrió una descarga
electrizante y grité, arqueándome contra mis propias manos. Me
temblaban los muslos mientras me estrujaba el clítoris con más
fuerza.
La humedad brotó de mi coño, empapando el desnudo colchón.
Sería incómodo dormir en un charco de mis propios jugos, pero si a
Gaven le dolía verme masturbarme, merecía la pena.
Abrí la boca y dejé libres los sonidos que salían de mi garganta.
Empecé a gemir mientras me excitaba con frenesí. Los músculos de
mi estómago se acalambraron y se tensaron a medida que subía más
y más. Me pellizqué los pezones con más fuerza, tirando de ellos y
separándolos del pecho hasta que se oscurecieron, se sonrosaron y
dolieron. Me gustaba ese dolor. Me recordaba a aquella vez que
Gaven me había pinzado las tetas en aquel motel barato de mierda al
que había huido cuando tenía dieciocho años y temía la boda a la que
me habían obligado por culpa de mi padre.
Gaven me había encontrado y me había mostrado cómo pensaba
castigarme por desafiarlo. Incluso ahora, el recuerdo espoleaba mis
dedos con más rapidez. Volaban sobre mi clítoris, frotándolo en
círculos interminables mientras mi cuerpo se ondulaba contra el aire
y el colchón. Sentía cómo se contraía mi coño, tan codicioso.
Los dedos de Gaven habían estado tan duros contra mi coño
mientras los introducía en mi interior. Me había asustado, confundida
por las sensaciones que provocaba en mí. Nunca había conocido a un
hombre tan duro y cruel. Había penetrado en mi cuerpo,
demostrando hasta qué punto podía poseerme.
Como el villano que era, Gaven había forzado algo más que sus
dedos en mi virginal interior. Me había follado, se había abierto paso
y me había metido el puño en el coño, robando mi inocencia para él
mismo. Yo también me había corrido de aquella manera, llevada por
él al borde de la locura mientras forzaba mi cuerpo hasta alturas que
yo creí imaginarias.
Incluso ahora, mi coño se hinchaba de anticipación. Demasiado.
No podía soportarlo más. Mis dedos abandonaron mis pezones y
bajaron. Introduje dos dedos en mi coño, cuyo paso se vio facilitado
por la empapada humedad que resbalaba de mi propio cuerpo,
bajaba por la raja de mi culo y caía sobre el colchón.
Unos gemidos salieron de entre mis labios. Grité al sentir que
me acercaba al borde del alivio. Tan cerca...
Sin embargo, Gaven seguía sin decir nada. Los ojos se me
llenaron de lágrimas. ¿No era suficiente? ¿Qué pasaría si no se
corriera cuando me burlaba de él tan descaradamente?
Estaba tan absorta en mi propio cuerpo y en las sensaciones de
placer que me recorrían que, cuando abrí los ojos, no preví lo que vi.
Una sombra oscura se cernía en el extremo de la cama, planeando
como un monstruo en la noche. Lancé un grito sobresaltada y
retrocedí sacudiéndome contra el cabecero de la cama, golpeándome
la columna vertebral contra él mientras las manos se me separaban
del cuerpo.
La gélida mirada azul de Gaven se clavó en mí.
―No te detengas por mí, Angel —dijo, con voz grave y
peligrosa―. Ya has llegado hasta aquí, podrías obtener un poco de
placer al menos antes que yo te castigue.
Mi pecho subió y bajó con la conmoción de su repentina
aparición. Lo había planeado. Lo había esperado, pero ahora que
estaba aquí, me encontré temblando bajo su aguda mirada. Tragando
saliva, reprimí el miedo y levanté la cabeza.
Esperando que no viera el temblor de mis manos, me enfrenté
desafiante a su mirada y volví a abrir las piernas.
― ¿Qué ocurre, Amo? ―pregunté, burlándome de él con la
palabra―. ¿Estás enfadado conmigo?
Los ojos de Gaven se posaron en el lugar que había entre mis
piernas mientras me frotaba el coño con los dedos y luego me
pellizcaba el clítoris. Sentí un calor abrasador. Con él allí delante, mi
excitación aumentó. Más jugos salieron de mí y deslizándose por mis
pliegues.
―Más de lo que te imaginas, Angel ―replicó Gaven.
Aun así, a pesar de sus palabras, no intentó detenerme cuando
seguí acariciándome. Permaneció en el extremo de la cama, sin
acercarse ni apartarse. Me observaba, embelesado por los
movimientos de mi cuerpo y mis manos mientras me masturbaba y
jugaba con mi coño.
―Me has ignorado ―dije, con la voz entrecortada y deslizando
de nuevo dos dedos en mi entrada―. Estaba aburrida.
―Aburrida? ―Gaven tarareó en el fondo de su garganta―. Al
parecer, ocurren cosas malas cuando te aburres. Te olvidas de tu
lugar.
―¿Cuál es mi lugar? ―pregunté, continuando las atenciones de
mis manos—. ¿Ser un juguete que metes en el armario? ―Forcé una
risa mientras echaba un poco la cabeza hacia atrás y sacaba pecho.
Sus ojos se clavaron en mis tetas. Bien, justo lo que quería―. El
juguete quiere jugar consigo mismo. ¿Por qué no puede? De todas
formas, su Amo no parece muy interesado.
―Su Amo no ha terminado de castigarla. ―El gruñido grave de
Gaven hizo que mi cuerpo se estremeciera.
Jadeé, introduciéndome los dedos en el agujero mientras mi
orgasmo amenazaba con desbordarme.
―Entonces quizá debería mover el culo y acabar de una vez
―gruñí.
― ¿Es eso lo que quieres, Angel? ―preguntó Gaven―. ¿Quieres
que te castigue?
―Quiero mi libertad ―dije―. Pero como no puedo tenerla...
―Mis dedos se aceleraron, rodeando mi clítoris mientras me follaba
mi propio coño. Añadí un tercer dígito y estiré los tres al tiempo que
gemía.
La habitación estaba en silencio. El único sonido que se oía eran
los sonidos de mis dedos follándome el coño y los gemidos y jadeos
que se me escapaban. Esperar era imposible. Mi orgasmo estaba a
punto de llegar. Estaba al borde, solo un pequeño pellizco más en el
clítoris me llevaría al límite y, aun así, Gaven no me había detenido.
Ni siquiera lo había intentado.
― ¿De verdad vas a quedarte mirando? ―Las palabras eran
apenas un susurro, prácticamente una súplica.
Arqueó una ceja. Había algo que decir sobre esta escena entre
nosotros: yo, desnuda, metiéndome los dedos delante de él mientras
él estaba de pie al final de la cama, completamente vestido. La tela
oscura de su traje se recortaba contra su cuerpo, haciéndolo parecer
más sombrío en la habitación de lo que habría sido si la luz hubiera
estado encendida.
Al empezar esta representación, había luz entrando por las
ventanas, pero ahora el sol se había puesto y la oscuridad lo había
invadido.
―Te estoy dando lo que quieres, preciosa ―replicó Gaven con
frialdad―. Estoy esperando a que termines. Espero que también lo
hagas bien, amor. Porque será el último orgasmo que tengas en
bastante tiempo.
Mis manos se ralentizaron ante aquellas palabras y, finalmente,
se movió. Gaven abandonó el extremo de la cama acercándose al
costado.
―Oh, no ―dijo, alargando la mano y agarrándome de la
muñeca al tiempo que volvía a meter mis manos entre mis piernas—
. Termina lo que has comenzado.
―Quiero que lo acabes ―gimoteé.
―No.
Parpadeé ante la negación, sorprendida.
― ¿No?
―Así es ―dijo―. No te ayudaré a desafiarme. Si quieres
correrte, tendrás que follarte el coño tú misma.
La ira me recorrió.
― ¿Crees que no puedo correrme sin tu ayuda? ―Volví a
meterme los dedos en el coño.
―Nunca dije que no pudieras ―replicó Gaven―. De hecho,
estoy seguro que estás muy cerca, ¿no es así, mi necesitada niñita?
Sus sucias palabras entraron en mis oídos, haciéndome
estremecer mientras me acariciaba, moviéndome más rápido que
antes. Mi garganta se enervó con la dureza de mis respiraciones, pero
no me importó. Las chispas ya bailaban contra el interior de mi carne.
Gaven se inclinó hacia mí hundiendo su mano en mi cabello.
Subió desde mi cuello, sus dedos se extendieron hacia fuera antes de
aferrarlo con fuerza repentina y grité ante el fuego que encendió en
mi interior cuando el dolor me sacudió el cráneo.
―Vamos, Angel ―insistió Gaven―. Fóllate tu pequeño y
codicioso coño y córrete por toda la cama. Te reto.
Mis dientes tintinearon unos contra otros apretando todo mi
cuerpo y mi orgasmo floreció en el bajo vientre. Mis miembros se
estremecieron cuando se estrelló contra mí y gemí bajito. La humedad
brotó de mi coño y se derramó sobre mis dedos cuando por fin aflojé
el ritmo y me dejé llevar por la oleada de placer.
Mi cuerpo se enroscó con la oleada de éxtasis y la sensación de
la mano de Gaven en mi cabello al observarme acabar. La dulce
liberación disminuyó e, instantes después, cuando abrí los ojos y miré
hacia arriba para encontrarme con la mirada furiosa de Gaven, me di
cuenta de lo peligroso que era el juego que había iniciado.
Me había burlado de un león y ahora estaba enfadado. Y
hambriento.
CAPÍTULO 10

Gaven

En cuanto Angel abrió los ojos tras el orgasmo y levantó la vista


para mirarme, hice mi movimiento. Agarrándola por el cabello, la
levanté de la cama. Jadeó y gritó al apretarla, y aunque tropezó
ligeramente cuando sus pies tocaron el suelo, consiguió ponerlos
debajo de ella con bastante rapidez.
Salí a grandes zancadas de la habitación, arrastrándola tras de
mí entrando en el cuarto de baño. Una vez allí, la solté por fin,
empujándola hacia la amplia ducha de cristal.
¿Creía que podía burlarse de mí? Le enseñaría exactamente lo que
les ocurría a las niñas que creían controlar a sus Amos.
―Ponte jodidamente de rodillas ―le ordené.
―Gaven... ―Mi mano salió disparada y rodeó su garganta,
impidiéndole seguir hablando.
Una sensación de zumbido recorrió mis venas―. Si no quieres
pasarte semanas con una mordaza de bola en la boca, que solo te
sacaré a la hora de comer, y el mayor jodido plug que pueda encontrar
en tu pequeño culo, te sugiero que hagas lo que te digo, Angel. Ahora
no es el momento de desafiarme. No más de lo que ya lo has hecho.
Sus ojos se agrandaron y tragó saliva antes de asentir. La solté y
vi cómo se arrodillaba ante mí. En mi pantalón de traje, mi polla
palpitaba de hambre. Así había sido desde que me comunicaron que
mi preciada esposa no estaba haciendo nada bueno. Cuando vi por
mí mismo lo que estaba haciendo, supe que era necesario un nuevo
castigo. La había dejado demasiado tiempo a solas con sus
pensamientos y había decidido que desafiarme era su única opción.
Le puse el dedo en la barbilla y la levanté de modo que me
mirara fijamente.
―No voy a mentirte, Angel ―le advertí―. Quiero hacerte daño.
Lo que ocurra a continuación no es por ti, es por mí, y recibirás tu
castigo y me lo agradecerás después. Estoy lo bastante enfadado
como para hacer cosas mucho peores, pero no quiero dejarte cicatrices
permanentes. Llevarás mi marca cuando realmente lo desees.
―Cuando me lo ruegue, porque hasta entonces todo esto no era más
que una elaborada treta, cuidadosamente construida.
También me ardió el pecho al saberlo, porque, en definitiva, no
quería una pareja falsa. Quería realismo. Quería una sumisa en la que
pudiera confiar. Quería que confiara en mí, que dejara de mentirme,
joder.
Angel permaneció en silencio. Chica lista. Debió de intuir lo
cerca que estaba del borde de la oscuridad. Incluso ahora me sentía
ávido de su dolor. Mis dedos abandonaron su barbilla y me moví
hacia arriba, desabrochando la hilera de botones que mantenían
cerrada mi camisa. Con la mirada clavada en sus ojos grandes y
abiertos, acabé de quitarme la camisa y la deslicé. Pasando la mano
por la espalda, cogí la manga del brazo opuesto tirando bruscamente
de ella hacia abajo. La camisa cayó al suelo y la pateé desde la cabina
de ducha, adentrándome más en ella.
Su piel se erizó con una ligera carne de gallina. El miedo bailaba
en el fondo de sus ojos. Me observaba con cautela, nerviosa. Bien,
pensé. Quería que estuviera nerviosa. Quería que tuviera miedo de lo
que le haría. Su miedo era una conexión que nos mantenía unidos.
Hiciera lo que hiciera, se aferraría a él constantemente. Tal vez fuera
mera esperanza por mi parte, pero mientras la miraba, tuve que
preguntarme si no había algo más que eso. Más que miedo, un
destello de algo... más profundo.
Se estaba conteniendo ante mí, pero esto, la escena del
dormitorio, había sido una provocación intencionada. Una que no me
había esperado exactamente de ella. Verla abrirse de piernas así ante
la cámara y tocarse había sido un shock. La mujer que tenía ante mí,
desnuda y de rodillas, no era la misma con la que me había casado
cinco años atrás.
Lógicamente, lo sabía, pero ver sus actos me había convencido
mucho más que cualquier teoría. Era diferente. Más fuerte. Más
valiente. Me convertía en un hombre malo, muy malo, pero eso me
gustaba.
Nunca había querido como esposa a una mujer tonta o débil, y
cuando conocí a Evangeline, cuando me la ofrecieron por primera
vez, hacía tantos años― supe que era todo menos eso. Era
independiente y tenía un corazón de acero en lo más profundo de su
ser. Aunque yo quisiera causarle dolor, nunca lo haría para aplastar
su personalidad.
Así que, mientras volvía a la ducha y cogía la alcachofa
retirándola de la pared, me recordé a mí mismo que no debía ir
demasiado lejos. Si realmente desataba sobre ella la cantidad de rabia
que había contenido cuidadosamente, entonces podría ir más allá de
doblegarla. Apenas haría falta fuerza para partirla por la mitad,
destrozándola por completo.
Aunque no teníamos la verdadera dinámica de una sumisa y su
Dom, ahora no lucha contra mí. Confía en mí en este nivel básico. Si
va a ser mi Reina cuando todo esto acabe, cuando me haya ocupado
de su hermana y el Imperio Price vuelva a estar a mi alcance, tendré
que tener muy en cuenta cómo la castigo.
Apuntando la alcachofa de la ducha a la pared y accionando los
mandos, esperé a que el agua empezara a calentarse. Sus ojos
siguieron los movimientos, curiosos. Me agaché ante ella y su barbilla
se hundió siguiendo los movimientos.
―Siéntate ―le ordené, y ella se arqueó ligeramente, separando
los muslos unos centímetros. Los separé aún más y encajé la alcachofa
de la ducha entre sus piernas, justo contra su clítoris. Jadeó y trató de
retroceder, huyendo de las potentes sensaciones.
Anclando la mano en su hombro, la detuve con un fuerte
apretón.
―No. No te muevas ―le advertí.
Separó los labios y desenfocó los ojos cuando el spray de agua
caliente golpeó su clítoris y se estremeció. Me había asegurado de
ejercer la presión justa y de empujarla hacia atrás lo suficiente para
que no se arquease de repente y nos diera una bofetada a ninguno de
los dos. Mientras se mantuviera en su posición, resultaría ser un
método de placer muy bueno para ella. Placer ahora... e incomodidad
antes del dolor.
Al fin y al cabo, se trataba de acumular. Volví a ponerme a mi
altura cuando sus muslos se cerraron en torno a la alcachofa de la
ducha y me miró con los ojos llorosos estremeciéndose. Me
desabroché el cinturón, pero lo dejé colgando de las trabillas de la
cintura. Mis dedos encontraron el botón y la cremallera de mi
pantalón y me liberé.
Mi polla cayó en mi mano y la acaricié una vez, desde la base
hasta la punta, antes de dirigir la cabeza hacia ella.
―Abre y chupa ―le ordené, y antes que pudiera responder, me
introduje directamente en su expectante boca.
Se atragantó ligeramente, sus ojos se abrieron y sus manos
abandonaron sus muslos y subieron hasta los míos. Se agarró a mi
pantalón, mientras el agua se derramaba entre sus piernas. No se la
entregué suavemente. Empujé hasta el fondo, tomando su boca con
brusquedad hasta que sentí mi eje entrar en su garganta.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, que se deslizaron por sus
mejillas. Las uñas se aferraron a mi pantalón, clavándose en mí a
través de la tela. Su garganta se convulsionó a mi alrededor y resistí
el impulso de gemir. Su cuerpo estaba enrojecido por el calor, el rojo
manchaba su pálida piel. Al mirarla, me fijé en las pecas que
atravesaban sus hombros y bajaban hacia el pecho. Hacía cinco años
no las tenía, lo que me decía que había pasado mucho tiempo al aire
libre con poca ropa.
Me irritó no haberlo sabido. La rodeé con una mano por detrás
del cuello y tiré de ella hacia dentro, empujando hasta que su nariz se
aplastó contra mi ingle. Sus uñas se convirtieron en puños contra mis
muslos y retrocedió con brusquedad. No me importó.
La garganta de Angel se agitó contra mí, convulsionándose a
medida que el flujo constante de agua golpeaba su clítoris. Me retiré
rápidamente y esperé a que Angel tosiera y se corriera. De sus labios
hinchados goteaban hilillos de saliva que nos unían a los dos mientras
se enredaban en mi polla.
―Otra vez ―dije. Fue la única advertencia que recibió antes de
volver a agarrarla con fuerza y bajarla de golpe. El grito de sorpresa
que resonó en su pecho vibró contra mi polla cuando entró en su
garganta. Esta vez no pude contener el gemido que surgió de mí.
―Eso es ―gemí―. Justo ahí, amor. Dios, tu boca es como un
torniquete.
Las pestañas de Angel se agitaron contra mi piel al intentar
lanzarme una mirada fulminante. Le devolví la sonrisa―. Tu
garganta es tan dulce como un coño ―le dije. Más rubor apareció en
sus mejillas al asimilar aquel comentario.
Oh, sí, lo admitiera o no, le encantaba mi sucia boca. Más abajo,
sentí cómo movía las piernas. Los músculos de sus muslos se tensaron
y se soltaron. Tras unos instantes sujetándola contra mí y negándome
a darle aire, la dejé retroceder para que respirara un poco. Al girar la
cabeza hacia abajo, más saliva brotó de sus labios. Goteó por su
pecho, pintando sus tetas con los sucios hilos de mi precum y su
saliva.
―Me vas a matar ―dijo con voz ronca, tosiendo mientras
aspiraba una bocanada tras otra.
Me gustaba verla luchar, presenciar esa chispa de ira en sus ojos
cuando la tomaba a pesar de sus débiles protestas.
― ¿Por qué iba a matarte, cariño, si se me ocurren cosas mucho
más tortuosas y placenteras que hacerte? ―me burlé de ella.
Placenteras, al menos para mí―. Ahora, abre la boca.
Sacudió la cabeza e intentó retroceder una vez más, pero me
negué a dejarla. Agarrándola con las manos a ambos lados de la
cabeza, tiré de ella hacia abajo sintiendo el roce de sus dientes. A otro
hombre podría haberle asustado, la delgada amenaza de no estar a su
altura, pero a mí tampoco me asustaba el dolor.
Con una carcajada, la miré.
―Húndeme los dientes en la polla, pequeña ―le advertí―, y te
aseguro que te lo haré pagar. Recuerdas cómo te quité la virginidad,
¿verdad?
Sus mejillas se ahuecaron y sus ojos brillaron de ira.
―Imagina mi puño en tu culo esta vez ―dije―. Imagínate
abierta para que todos te vean con un puño en el coño y otro en el
culo. Sabes que nunca dejaría que ningún otro hombre te tocara. ―No
podría soportar la idea. Al fin y al cabo, era mía. Pero estaría más que
encantado de dejarles ver cómo hago que te corras de la más
humillante de las maneras.
Sería el último acto de control. Obligarla a perderse ante la
mirada de una multitud de hombres. Ya sabía que a Angel no le
habría importado una pizca de exhibicionismo: mi sucia niña. Parecía
disfrutar con un poco de degradación y humillación. Era yo quien no
quería compartirla.
―Eso depende de ti ―dije―, pero no me voy a retirar hasta que
no esté bien y dispuesta. Querías torturarme, nena. Ahora, tendrás la
polla que ansiabas y la aguantarás hasta que termine de derramar mi
semen en tu vientre y andes por ahí con mi semilla chapoteando
dentro de ti. Si quieres un poco de sangre con mi semen, puedo ser
más que complaciente.
Retiró los dientes con cuidado y volvió a sentir sus suaves labios
alrededor de mi pene. Sonreí, sintiéndome victorioso.
―Buena chica ―le di unas suaves palmaditas en el cabello,
acariciándole los lados.
Tanto si Angel comprendía por fin su situación como si no, tras
aquella última advertencia pareció renunciar a luchar contra mí.
Entré y salí de su boca con facilidad, introduciéndola hasta el fondo
en su apretada y resistente garganta y sacándola después hasta que
pude pintarla de nuevo con hilos de saliva y precum. La agarré fuerte
del cabello mientras tosía, sujeté la base de mi polla y la sostuve
contra su mejilla.
Se arqueó contra su suave piel.
―Abre ―le ordené―. Lame.
Angel parpadeó y mirándome con cautela, separó los labios y
sacó su lengua rosada. Recorrió la parte inferior de mi pene,
lamiéndolo de la base a la punta como si fuera una piruleta. Verla tan
concentrada en darme placer a pesar del constante bombardeo contra
su clítoris me excitó como ninguna otra cosa.
Era como si se hubiera olvidado del placer inferior para
dedicarse a mí. Eso era lo que yo quería: que se perdiera en la
adoración. Me chupó la cabeza sin orden alguna, rodeando la raja que
contenía mi semen con la punta de la lengua. Me lamió de arriba abajo
antes de separar los labios y succionar la cabeza en su boca.
Bajó las pestañas y chupó. Ni siquiera parecía darse cuenta de lo
que hacía. Ya no la controlaba, sino que la dejaba jugar y, en esencia,
afloró su sumisión natural. Deseosa de cuidar de su Amo, alargó la
mano para tomar mi polla de mis manos, acariciándola arriba y abajo,
agarrándome perfectamente mientras me lamía y chupaba.
Fue suficiente para que casi me deshiciera demasiado pronto.
Tras unos minutos de sus cuidadosas caricias, supe que tenía que
poner fin a aquello. Enredando su cabello en mi puño, di un brusco
tirón hacia atrás cuando ella se hubiera llevado mi polla a la boca una
vez más.
―Basta.
Sus ojos color avellana se levantaron para encontrarse con los
míos. Sus pestañas oscuras temblaban contra su piel. Con la punta del
zapato, empujé hacia delante, entre sus piernas. La alcachofa de la
ducha retrocedió y me di cuenta al segundo de chocar contra su
entrada, porque sus labios se separaron en un grito ahogado y su
cuerpo saltó rápidamente contra mi mano.
―Deja que suceda, Angel ―dije, moviendo aún más la punta de
mi zapato, encajándola contra la alcachofa de la ducha―. Agáchate.
Parpadeó, con el desconcierto cubriendo sus facciones. Empujé
hacia abajo con la mano libre sobre su hombro, obligándola a bajar
contra mi zapato mientras lo inclinaba hacia arriba y levantaba el pie,
pellizcando su pequeño clítoris contra el duro tejido de cuero. Sus
labios rosa pétalo se entreabrieron y soltó un grito ahogado.
― ¿Te sientes bien, tesoro? ―pregunté―. ¿Te gusta que un
hombre te pise el clítoris?
Ella gimió en respuesta, el más dulce de los sonidos para mis
oídos.
― ¿Quieres correrte? ―me burlé de ella. Apuesto a que sí. Con
el agua golpeándole el coño y mis mocasines de cuero italiano
pellizcándole el clítoris, probablemente estaba más cerca que nunca.
Ajusté mi agarre, dirigiendo su cara hacia arriba para que
pudiera ver cada sucio y obsceno detalle de su sumisión. Tenía los
pezones rojos y rebordeados en la punta de los pechos. Tenía el
vientre hundido, apretándose con cada respiración. Su pulso aleteaba
contra el interior de su garganta, moviéndose rápidamente como el
batir de las alas de un colibrí.
―Sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad? ―le pregunté―. Si
quieres correrte... tienes que portarte bien, ¿verdad?
Sus ojos se posaron en mi polla, e intentó avanzar, pero yo la
mantuve firme.
―Ah, ah. ―Una sonrisa adornó mis labios―. No dije que
pudieras tener eso, ¿verdad?
Otro gemido resonó en las paredes de azulejos. Cerré los ojos un
instante, deleitándome con el sonido, antes de volver a abrirlos y
centrarme de nuevo en la mujer arrodillada ante mí.
―Si quieres correrte ―dije―. Entonces tendrás que suplicar mi
perdón. Pídeme que perdone a mi sucia mujercita por haber tocado
lo que no le pertenece, por haberse corrido ella sola.
―Si no me hubieras dejado sola, no habría...
Agarré con fuerza su cabello y tiré con fuerza, deteniendo sus
palabras.
―Ya, ya ―dije, riendo―. No nos echemos la culpa y asumamos
la responsabilidad de nuestros actos. Ahora asumo la
responsabilidad por ti, amor. Lo menos que puedes hacer es hacer lo
mismo con tus propios actos.
Se estremeció cuando bajé la punta del pie y golpeé su clítoris
una, dos, tres veces, una advertencia tácita. Sus manos se aferraron a
mi pantalón.
―No puedes esperar que me quede encerrada en esta habitación
sin...
―Espero que sigas mis normas, tanto las orales como las tácitas
―dije, cortándola―. Ahora, ¿vas a disculparte y pedir perdón, o
tenemos que ir más allá?
Sus ojos se entrecerraron.
―Tú y yo sabemos que vas a intensificarlo a pesar de todo
―soltó―. Esto no es un castigo. No has terminado conmigo.
―No ―asentí―. No lo he hecho, pero tus disculpas y tu
sinceridad determinarán si te dejaré correrte al final de tu castigo o
no. Entonces, ¿qué me dices?
El cabello de Angel se deslizó por encima de su hombro, y los
mechones rubios oscuros llamaron mi atención cuando inclinó la
cabeza. Pasó un instante silencioso, y luego otro y otro. Casi había
perdido la esperanza que comprendiera el error de sus actos y que
tuviera que utilizar métodos mucho más duros para castigarla de lo
que realmente deseaba, cuando por fin volvió a mirarme.
―Lo siento... Amo ―dijo con cuidado, redondeando las
palabras con los labios como si aún no estuviera segura si debían estar
en su boca o no―. Por favor, perdóname.
― ¿Perdonarte por qué, mascota?
―Por ser traviesa ―respondió―. Por romper tus reglas y
tocarme sin autorización y hacer que me corriera sin permiso.
Mi mano sobre su cabello se aflojó y la acaricié. Alargué la mano
cerrando el grifo y sentí que todo su cuerpo se relajaba.
―Buena chica ―me aparté un paso y ella frunció el ceño
inclinándose hacia delante, con más confusión grabada en su
rostro―. Ahora, levántate, ve a tumbarte sobre la cama y prepárate
para tu castigo.
Levanté la mano y permití que la tomara, poniéndose en pie. Se
levantó tambaleándose. Siguió mirándome con el ceño fruncido,
pasando a mi lado, tropezando ligeramente, lo suficiente para que mi
agarre se hiciera más fuerte y solo la soltara cuando estuvo fuera de
la cabina de ducha.
La dejé ir sola mientras me tomaba un momento para aclarar mis
ideas. La codicia era algo vil que se enroscaba en la parte baja de mi
estómago. Me acosaba, un monstruo furioso que exigía que entrara
allí y la tomara sin preocuparme por su dolor o su placer. Al final lo
haría. Le demostraría lo equivocada que estaba al subestimarme, al
pensar que tenía control sobre su cuerpo. Yo era su dueño absoluto.
Eso era un hecho.
Ahora, mientras esperaba su castigo, necesitaba prepararme.
CAPÍTULO 11

Angel

La ansiedad se apoderó de mí. Sentía los labios doloridos e


hinchados y al atravesar el dormitorio en dirección a la cama, alcé la
mano y me los toqué. Estaban húmedos. Miré hacia abajo y me di
cuenta que yo también lo estaba. Mis piernas estaban empapadas con
algo más que el agua de la alcachofa de la ducha.
Algo estaba mal en mí. Tenía que ser así. Era la única explicación
para la sensación de flotabilidad que me recorría. Sin embargo, a
pesar de saberlo, me encontré siguiendo las órdenes de Gaven. Era
innegable, después de todo, la química que había entre nosotros y,
aunque no debería, sentía curiosidad. Me acerqué a la cama y me
detuve en el extremo. Mis dedos encontraron el colchón y me incliné
sobre él, arqueando la espalda y sacando el culo para que, cuando
entrara desde el baño, me encontrara así, con la cabeza agachada y el
culo a la vista.
Aunque solo fuera en lo más recóndito de mi mente, debo
admitir que echaba de menos esta parte de nuestra relación. El ir y
venir, el tira y afloja, nunca lo había tenido con nadie excepto con él.
En los años de soledad que habían seguido, había pensado en él
mientras me tocaba a altas horas de la noche. Me preguntó si
recordaba cómo me había quitado la virginidad; la respuesta tendría
que haber sido obvia para él. Por supuesto que lo recordaba. ¿Cómo
iba a olvidarlo?
Había sido un momento para recordar. Con su corbata
agarrando mi garganta, mis piernas abiertas y atadas a su mano
mientras me follaba con los dedos. Había añadido más y más
lubricante, prácticamente vaciando el frasco hasta que consiguió
hundir el pulgar y deslizar toda la mano en mi coño. Había sido un
shock, un estiramiento. Había sido doloroso, pero del dolor había
surgido el placer.
No había vuelto a sentir nada parecido. No hasta ahora.
Unos pasos silenciosos llegaron a mis oídos cuando Gaven entró
en el dormitorio desde el baño. Contuve la respiración, esperando,
pero no dijo nada mientras cruzaba la habitación. El suave sonido del
cinturón de Gaven al sacarlo de las trabillas del pantalón resonó en la
silenciosa habitación. El corazón me retumbó en los oídos con un
rápido aleteo.
Sí, había una pizca de miedo, pero también de expectación. No
podía negarlo y, tan cerca del dolor y el placer que prometía, no quise
negarlo.
Un chasquido, el cuero chocando contra sí mismo, provocó en
mí un respingo, al que siguió el bajo rumor de la diversión de Gaven.
― ¿Tienes miedo, cariño? ―preguntó.
―Creo que te gusta asustarme ―respondí.
Un dolor floreció contra mi carne cuando algo afilado aterrizó
en mi culo y grité, arqueándome ante lo repentino del golpe.
―Eso no era una respuesta ―afirmó Gaven.
Jadeé y retorcí los dedos contra el colchón.
―No ―dije rápidamente―. No tengo miedo.
El cuero de antes rozó mi culo, solo que esta vez fue suave. Di
un respingo más por la sorpresa que por otra cosa cuando Gaven
deslizó lo que solo podía suponer era su cinturón sobre el punto de
dolor que había dejado atrás. Los suaves movimientos de vaivén del
cuero me volvieron más loca porque no era suficiente. Necesitaba
algo mucho más estimulante y el cabrón lo sabía.
Se quitó el cinturón y este se agitó en el aire, aterrizando con un
chasquido en mi culo. Volví a gritar antes de hundirme aún más en el
colchón. Mi cabeza se inclinó al tiempo que mi columna se arqueaba
y mi culo volvía a levantarse automáticamente para obtener más, y
más, de lo que Gaven me daba.
Utilizando su cinturón, me golpeó una y otra vez. Cada golpe
era rápido y preciso. Nunca me golpeaba dos veces en el mismo sitio,
sino que me azotaba las nalgas y luego bajaba los golpes a los muslos.
Sentía que goteaba, que los jugos de mi coño se deslizaban desde el
interior hasta los muslos. Me costó un gran esfuerzo no retorcerme
después de cada azote.
El dolor me recorría por dentro, subiendo como un gigantesco
maremoto antes de ralentizarse y transformarse en otra cosa. Cerré
los ojos al soportarlo y permitir que me recorriera. Me golpeó una y
otra vez, asestando cada golpe con dureza. Por fin, cuando terminó el
azote, unas manos cálidas tocaron mi carne y un gemido me
abandonó.
Apretó los montículos de mi culo, presionando con sus dedos la
carne probablemente enrojecida.
―Tu piel está caliente al tacto ―dijo despreocupadamente,
como si hablara del tiempo. Me recordó lo depravado que era todo
aquello. Una mujer adulta inclinada, dejándose castigar y azotar y, de
algún modo, encontrando placer en el acto.
Gaven deslizó un dedo por la raja de mi culo y me puse rígida
cuando se detuvo, suspendido sobre él. Con un zumbido, siguió
bajando.
―Ah, así que te ha gustado tu castigo ―dijo al llegar a mi coño.
Me invadió un calor que no tenía nada que ver con los azotes. La
vergüenza ardió en mis mejillas.
―Está bien que te guste, amor ―continuó Gaven―. A muchas
mujeres fuertes les excita la sumisión. A ti también te pasará. ―Lo
dijo como si ya fuera algo seguro, un hecho que él mismo había
creado.
Apreté los dientes, pero no respondí mientras su dedo se
deslizaba en mi coño, sin ser lo bastante grueso para lo que yo quería,
pero con el mínimo indicio de placer que se combinaba con el dolor
que me había causado. Lo que me hacía era electrizante, algo
completamente sobrenatural.
El control que había conseguido mantener sobre mí misma
mientras me golpeaba el culo se desvaneció y me di cuenta que mis
caderas se bamboleaban al tratar de empujar contra su dedo,
cogiéndome a su mano en busca de la más mínima satisfacción. La
palma de su mano cayó sobre mi culo, deteniendo el movimiento.
Era muy diferente el dolor de su cinturón y el de su mano. De
algún modo, el contacto piel con piel lo convertía en algo más.
―No busques placer que no estoy dispuesto a darte, Angel
―dijo en tono de advertencia.
Incliné la cabeza contra el colchón una vez más.
― ¿Qué vas a hacer ahora? ―formulé la pregunta como medio
de distraerme porque, a pesar de sus palabras, me resultaba casi
imposible no follarme contra su dedo cuando este se posaba dentro
de mi entrada.
Gaven volvió a tararear, con un sonido pensativo. El sudor me
perlaba las sienes y se deslizaba por mi cara. Me temblaban los brazos
y las piernas por el esfuerzo de mantenerme en pie y en la posición
que él quería. Sin embargo, a pesar del sonido que había hecho,
Gaven no respondió inmediatamente. En cambio, su dedo se retorció
contra mi interior mientras recogía mis jugos y lo sacaba. Subió hasta
mi culo y lo rodeó con el dedo, empapado de mis jugos.
Mi espina dorsal se puso rígida mientras rodeaba el oscuro
agujero una y otra vez. Mi respiración se aceleró. Entraba y salía. Me
sentía aturdida, mareada, con lo desconocido. Sus acciones eran a la
vez una amenaza y una promesa.
Cuando empujó contra mi oscuro agujero, grité, tensándose
todo mi cuerpo. Una mano se posó en la parte baja de mi espalda,
presionándome contra la cama.
―No te resistas ―dijo.
―Duele ―murmuré.
―No, no duele ―respondió―. Todavía no he hecho nada que
te haga daño, amor. Esto no es más que incomodidad.
La incomodidad era jodidamente cierta. Me retorcí y me
contorsioné contra su agarre cuando su dedo se deslizó en mi culo.
Estaba mal. Mi esfínter se contrajo alrededor del dedo extraño en mi
agujero. Eché la cabeza hacia atrás y pataleé contra el colchón, y otra
bofetada cayó sobre mi trasero. El dedo se hundió más mientras yo
gritaba de dolor.
―Pronto tendrás algo mucho más grueso que un dedo en este
culo, Angel ―dijo Gaven―. Así que te sugiero que te acostumbres.
―No ―gemí―. No me gusta. ―Me hacía sentir extraña.
Pequeñas chispas surgieron bajo mi piel e inundaron mis miembros.
Crucé los brazos sobre la cabeza y enterré la cara en ellos cuando él
continuó con sus movimientos.
Saliendo y volviendo a entrar, Gaven introdujo su dedo en mi
culo sin detenerse. Unos gemidos salieron de mis labios. Gemí. Me
retorcí contra las repugnantes sensaciones. Era tan... extraño. Me
sentía excitada y sucia.
― ¿Te sientes como una puta cuando te meto el dedo en el culo,
Angel? ―Las palabras de Gaven me sacudieron, quemando en mí
más vergüenza y humillación. No pude evitar decir la verdad.
―Síiiii ―siseé.
Me folló el culo con más fuerza al tiempo que la humedad de mi
coño empapaba mi agujero. Se volvió cada vez más seco y duro para
él, pero no se detuvo.
―Estás apretando mi dedo como si quisieras más ―dijo.
― ¡No, no quiero! ―protesté.
―Oh, yo creo que sí ―replicó Gavin―. Creo que secretamente
te gusta tener mi dedo en el culo como una putita. Solo a las putas les
gusta tener algo en este agujero suyo y tú no eres diferente, amor.
El ardor de la humillación me invadió ante sus degradantes
palabras. Torcí la cabeza de un lado a otro mientras las lágrimas
rozaban mis pestañas. No. No. No. Eso no podía ser cierto. No me
gustaba, no era eso lo que significaban aquellas sensaciones.
― ¿Te revolotea el coño, preciosa? ―Gaven se inclinó sobre mí
mientras retiraba el dedo. Su mano se movió hacia mi coño y recogió
allí más humedad antes de untarla entre mis nalgas―. ¿Quieres algo?
―Dijiste que si me portaba bien ―gemí―. Dijiste que si te pedía
perdón, me dejarías correrme.
―Lo hice ―Accedió Gaven―. Pero no dije cómo ni cuándo te
dejaría correrte.
―Mi culo no es para follar ―resoplé.
―Oh, pero lo es ―argumentó Gaven―. De hecho, te follaré
mucho el culo antes que acabe contigo. ―Se me cortó la respiración
al oír esas palabras y cerré las manos en puños.
―Voy a follarte hasta dejarte abierta, Angel ―continuó―.
Deslizaré mi polla hasta tus profundidades más oscuras y luego te
llenaré con mi semen en todos los sentidos y cuando termine te
meteré un plug y te haré pasear, llevando mi carga como la putita
obscena que quieres ser para mí.
Hablo entre dientes apretados.
―No soy una puta de mierda... ―A pesar de la dura negación
en mi lengua, las sucias palabras que salían de su boca tuvieron efecto
en mí. Mi estómago estaba ardiendo en deseos de comer. Mi coño
palpitaba de necesidad. Mi clítoris prácticamente palpitaba con el
deseo de ser acariciado.
Gaven no se dejó intimidar por mi refutación. De hecho, ni
siquiera la adornó con una respuesta mientras su dedo se deslizaba
de nuevo en mi culo y yo volvía a apretarme a su alrededor. Pero esta
vez no me azotó. En lugar de eso, se limitó a retirarlo y a meterme
otro dedo.
Grité y me arqueé.
―Para ―le supliqué―. Por favor, me siento mal.
―Cada vez que intentes sacarme del culo, te meteré otro dedo,
Angel ―replicó Gaven―. Así que te sugiero que te relajes o, de lo
contrario, tendrás todo mi puño golpeándote el culo en unos minutos.
Le maldije. Le rogué. Le supliqué, pero sabía... en el fondo, que
hablaba en serio. Así que, finalmente, tras varios minutos de silencio
por su parte, de súplicas por la mía y de tres gruesos y sólidos dedos
empujando dentro de mi culo, dejé de intentarlo.
Me obligué a relajarme y respiré por la nariz al tiempo que él
empujaba dentro de mí. De un lado a otro, penetraron en mi agujero
más oscuro, en mi parte más sucia. Las lágrimas rozaban mis
pestañas, pero las aparté rápidamente.
―Allá vamos, buena chica. Acepta tu castigo y acabará pronto.
―Las palabras de elogio de Gaven hicieron que se me nublara la
cabeza, pero ese ligero placer se vio empañado por los dedos que
invadieron mi culo. Apreté los ojos y me limité a contar hasta cien.
Sin embargo, pronto dejaron de ser tan incómodos y, de hecho, a
medida que mi culo se relajaba y se aflojaba para él, me encontré
arqueándome contra los empujones de sus manos.
Mis labios se entreabrieron jadeando. Cuando los retiró, casi
gemí afligida. ¿En qué me estaba convirtiendo? No me atreví a moverme
ni a pensar que había terminado conmigo. Estaba claro que Gaven
tenía algo planeado y solo había una forma de averiguarlo.
Abandonó la cama y regresó poco después. El sonido de una
botella al abrirse fue seguido por el vertido de algo líquido. Di un
respingo cuando una fría humedad tocó mi culo. Una pequeña
boquilla se apretó contra mi agujero y jadeé cuando el mismo líquido
frío inundó mi trasero.
La mano de Gaven volvió a caer sobre mi espalda baja,
instándome en silencio a permanecer quieta conforme me llenaba.
―Shhhh ―susurró―. Solo te estoy preparando para el plug.
― ¿El plug? ―Intenté mirar hacia atrás, pero era difícil ver nada,
ya que mantenía las manos bajas.
―Cuando lo saque, quiero que aprietes e intentes retener todo
el lubricante que puedas ―me ordenó.
Apreté los dientes, pero conociéndolo... si me resistía, solo me
causaría dolor, y no del tipo divertido. Así que, cuando sacó el
lubricante, hice lo que me había ordenado y apreté contra el extraño
líquido que chapoteaba en mis entrañas. Seguía goteando un poco y
notaba cómo se extendía por el interior de mis nalgas.
Gaven desapareció una vez más, el tiempo suficiente esta vez
para que me encontrara inclinada hacia delante en el colchón
mientras mi cabeza se agachaba de nuevo. Cuando regresó, ni
siquiera tuve fuerzas para volver a levantarme. Simplemente dejé el
culo levantado y esperé. Haría lo que quisiera a pesar de todo.
Un metal frío tocó mi trasero. Pestañeé, abriendo los ojos y giré
la cabeza.
― ¿Qué es eso? ―exigí.
―Tu castigo final ―dijo―. Ahora, ábrete para recibirlo.
Di un respingo, pero hice lo que me ordenaba y permití que
abriera mi apretado culo. El extraño metal era liso pero ancho. Ardía
al entrar, estirando mi agujero por la parte más ancha.
― ¡Amo! ―Me arqueé hacia atrás, escapándoseme un sollozo.
―Lo sé, tesoro ―dijo Gaven, acariciándome suavemente el culo.
Me estaba doliendo rápidamente, pero ese dolor se estaba
transformando en algo memorable. Más tarde, esta noche, cuando me
durmiera, lo haría con el recuerdo de lo que habíamos hecho hoy―.
Ya casi...
―Duele...
―Es un castigo, Angel ―dijo Gaven con calma.
Odié aquella respuesta. Apreté los dientes y en el siguiente
empujón, el tapón metálico se introdujo hasta el fondo y mi culo se
cerró alrededor de una pequeña hondonada. Suspiré y sentí alivio.
Sin embargo, ese alivio duró poco. De mi culo sobresalía una
varilla dura de metal, conectada a la base del plug, que presionaba el
interior de mis nalgas. Gaven alargó la mano y la retorció, haciendo
que el plug interior se dilatara y se abriera. Grité, sacudiéndome
contra el colchón como si pudiera huir de la cosa que tenía en el culo,
pero ya era demasiado tarde.
Gaven me agarró por las caderas y me arrastró hacia atrás.
Luego, con movimientos rápidos, terminó de retorcer la perilla y mi
culo se contrajo mientras se expandía en su interior. No me dolió, en
sí, pero fue una sensación chocante. Mis entrañas estaban
aprisionadas por la cosa que tenía dentro. Me quemaba. Me dolía. Me
hacía sentir imposiblemente llena.
―Ahí, ahí, shhhh. ―No me di cuenta que estaba llorando hasta
que la voz de Gaven llegó a mis oídos―. Lo has hecho muy bien,
amor. Tan jodidamente bien. Tomaste la pera con gracia.
¿Pera? ¿Eso era esa cosa? ¿Qué puta clase de pera entraba en el
culo de una persona? Gaven no me lo explicó y yo estaba demasiado
concentrada en lo extraño que resultaba dentro de mí y en la presión
que sentía contra mi vientre como para preguntar.
Debió percibir que mi mente se deterioraba rápidamente,
porque Gaven me sacó suavemente de la cama y me levantó en sus
brazos. Había dejado de esperar un trato amable del hombre que me
tenía encerrada, el mismo con el que me habían obligado a casarme
hacía cinco años, pero en ese momento actuaba como si quisiera
demostrarme que estaba equivocada.
Atravesando la habitación, Gaven tomó asiento y me acunó en
sus brazos acariciando mi rostro y cabello. Me sentía como una niña
en sus brazos, pequeña y frágil. Sin embargo, era innegable la chispa
inherentemente sexual que había entre nosotros. Se había vuelto a
meter la polla en el pantalón, pero seguía estando dura como una roca
contra mi costado sujetándome en su regazo.
Sus dedos se movían por mi cabello, apartando los mechones de
mi cara al tiempo que mi coño goteaba y mi culo palpitaba. Era
increíblemente consciente del objeto extraño dentro de mí y, tras
varios minutos, por fin me sentí lo bastante fuerte como para levantar
la mirada hacia la suya.
Unos ojos azules cristalinos encontraron los míos. Tenía la cara
marcada por el hambre, una codicia tan profunda que me sorprendió
que aún no me hubiera vuelto a poner de rodillas y me hubiera cogido
por la garganta como había hecho antes. En lugar de eso, se estaba
obligando a abrazarme, a cuidarme a pesar de la conmoción por lo que
había hecho. ¿Por qué?
¿Por qué ahora me mostraba consideración? No era justo. ¿Él lo
sabía? ¿Era todo parte de su plan o este era el verdadero Gaven? El
corazón me golpeó con rapidez el interior de mi caja torácica, una
criatura violenta y necesitada. Me mordí el labio. Fuerte. Me
temblaban las entrañas y mi mente era un tumulto de confusiones. Si
Gaven realmente se preocupaba por mí más allá de lo que yo podía
aportarle como princesa del Sindicato Price... eso hacía que el lugar
en el que ahora nos encontrábamos fuera a la vez trágico y hermoso.
― ¿Te sientes mejor ahora? ―me preguntó.
Parpadeé, su pregunta desentrañó mis sentimientos mejor de lo
que podría haberlo hecho cualquier otro antídoto. Inspiré y le dirigí
una mirada anodina. ¿Mejor? No, no me sentía mejor. Tenía un
extraño tapón en el culo que me estaba estirando hasta el límite y
acumulando una presión incómoda y constante. Su pulgar se acercó
y apartó la humedad de las lágrimas de mi mejilla.
―Sé que eres nueva en estas cosas, amor, pero te prometo que
todo lo que hago es para ayudarte a comprender tu papel.
―Mi papel... Repetí sus palabras cuando su mano descendía por
mi cara. Los dedos de Gaven tocaron mi garganta y arqueé la cabeza
hacia atrás, manteniendo los ojos fijos en él. Su rostro estaba
concentrado, sus labios curvados por el placer y la victoria. ¿Eso era
yo para él?
Estaba claro que le complacían sus actos. Su mano bajó más,
desde mi garganta hasta mis pechos. Pellizcó un pezón y lo retorció
hasta que jadeé y lo empujé aún más contra su mano. Entre mis
piernas, una fresca humedad se deslizaba por la raja de mi culo, hacia
la base del plug. Me retorcí en su regazo.
Me soltó el pezón y siguió mi abdomen hasta que sus dedos
presionaron entre mis piernas.
―Sí ―dijo al distraerme rápidamente con el pulgar deslizado
sobre mi clítoris―. Como sumisa, tu papel es complacer a tu Dom.
―Y... ―Respiré―. ¿Te gusta hacerme daño?
Sus ojos se clavaron en los míos y arqueó una ceja.
―Te gusta todo lo que te hago, Angel ―respondió.
―Te he dicho que no ―protesté―. Te he dicho que pares.
―Normalmente, te permitiría el uso de una palabra de
seguridad ―replicó Gaven―. Ya lo habíamos hablado antes, ¿te
acuerdas?
Me puse rígida ante su recordatorio, pero, de hecho, lo
recordaba. Había sido la noche de nuestra boda, cuando me explicó
qué eran las palabras seguras y cómo nos beneficiarían. Sin embargo,
nunca habíamos llegado a utilizarlas.
―Ahora, sin embargo, no quiero que utilices algo así para
escapar de tus castigos.
― ¿Y si me asusto de verdad? ―pregunté―. ¿Y si pienso que
vas a matarme?
El pulgar de Gaven se detuvo sobre mi clítoris y sus ojos se
oscurecieron. Frunció el ceño y se inclinó hacia delante, cerniéndose
sobre mí y mirándome fijamente. Su mano abandonó mi coño y subió
hasta mi garganta, rodeándola y apretándola.
―Si quisiera matarte, Angel ―dijo, sus palabras nítidas y
frías―, podría hacerlo en cualquier momento y no habría nada que
me detuviera. Ninguna acción o palabra podría impedirme acabar
con tu vida.
Sus dedos presionaron a un lado de mi garganta, apretándola
con fuerza, sin cortarme el flujo de aire, pero mareándome de todos
modos. Pasó un latido y luego otro y otro. Finalmente, su agarre se
relajó y sentí que mi mente nublada se despejaba un poco.
―Rojo ―dijo. Confundida, lo miré fijamente, esperando una
explicación. Tardé un momento en obtener una―. Esa puede ser tu
palabra de seguridad.
― ¿Rojo? ―repetí.
Sus manos se curvaron bajo mi cuerpo y me levantaron de su
regazo poniéndose en pie. Me balanceé contra su pecho, rodeándole
el cuello con los brazos.
―No somos un verdadero Dom y sumisa ―dijo Gaven―. En
esa relación existe la confianza. Yo no confío en ti. ―Mi corazón se
golpeó contra mi caja torácica y agaché la cabeza. Claro que no
confiaba en mí. No tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, cerré los
ojos ante aquellas palabras, sorprendida de mí misma y de lo mucho
que me dolían―. Pero no soy un completo monstruo ―continuó―. Y
en todo caso, respeto el contrato tácito, así que tienes razón. A partir
de ahora, tendrás una palabra segura. Podrás utilizar la palabra
«rojo» siempre que sientas de verdad que es algo que no puedes
manejar.
― ¿Y si la digo y no paras? ―pregunté al atravesar la habitación
y detenerse a un lado de la cama.
Sus ojos azules volvieron a tocar los míos al bajarme y
depositarme sobre el colchón. Mi cuerpo se comprimió en la
superficie y retiré las manos de su cuello.
―Duérmete, Angel ―dijo finalmente Gaven después de lo que
me pareció una eternidad.
Retrocedió, alejándose de la cama.
―Creí que ibas a dejar que me corriera. ― ¿Ya se había acabado?
No lo entendía.
―Lo hice ―respondió―. Te permití correrte cuando yo miraba.
Esa fue tu recompensa por ser tan valiente.
Me incorporé, pero mis dedos se cerraron en puños.
― ¿Y tú? ―pregunté, señalando el lugar donde su polla seguía
abultando su pantalón.
―Siempre tengo el control, Angel ―respondió Gavin―. Incluso
de mí mismo.
Antes de poder preguntarle qué demonios quería decir con eso,
si era una respuesta a mi pregunta anterior o una advertencia, se dio
la vuelta y salió de la habitación. Mis entrañas se enroscaron e
inmediatamente se retrajeron ante la presión ejercida contra mi culo
y el bajo vientre. La sensación me hizo dar un respingo. Me había
abandonado, y había dejado el recuerdo de él tras de sí, abriendo mi
oscuro agujero, una señal constante de lo que probablemente vendría
en el futuro.
Gaven afirmaba no ser un monstruo, pero ¿qué otra cosa podía
ser sino una bestia cruel empeñada en destrozarme desde dentro para
que me arrepintiera de mis actos?
Bien, pues no lo haría, pensé para mí. No me arrepentía de nada.
De no haber huido. De no haberle salvado. Ni de nada de lo que había
hecho para sobrevivir durante mi ausencia.
Lo había hecho todo y no me había roto por ello.
De los pedazos destrozados de mi vida, me había levantado y
había seguido luchando.
No era débil. No carecía de intelecto. Y tanto si Gaven se daba
cuenta como si no, no tenía todo el control. No siempre. En el
momento en que se deslizara, yo estaría allí y encontraría mi camino
hacia la libertad. Lo había hecho antes y podía volver a hacerlo.
CAPÍTULO 12

Gaven

Evangeline Price estaba en mi cabeza. Un lugar peligroso para


tenerla, pero allí estaba. Pasaron más días y, por méritos propios
―comía cuando se le ordenaba, no tenía más ataques como antes―,
poco a poco fue recuperando privilegios. Sábanas y un edredón para
la noche. Un camisón, fino, sin ropa interior, que delineaba
perfectamente su cuerpo cuando permanecía junto a la ventana
contemplando la puesta de sol todas y cada una de las noches.
Se había acostumbrado a la pera dolorosa en su culo y la había
soportado espléndidamente una y otra vez cuando se la sacaba para
limpiarla y permitirle descansos para lavarse y otras cosas. Al tercer
día de tenerla insertada, decidí que probablemente había llegado el
momento de prepararla de otras maneras.
Así fue como nos encontramos en un punto muerto, con los
brazos cruzados sobre el pecho y mirándome con esa chispa de
resistencia en los ojos.
―No. ―sacudió la cabeza―. Gaven, no voy a hacerlo.
―No era una petición ―respondí con calma sosteniendo el
paquete―. Podemos hacerlo por las malas o por las buenas. Te
aseguro que todo irá mucho mejor si simplemente cedes.
―Puedo hacerlo yo misma ―dijo, con la cara enrojecida
mientras sus ojos seguían el paquete en mi mano.
Negué con la cabeza.
―No puedes tomar esa decisión ―dije.
―Gaven... ―Debería haberla castigado por seguir utilizando mi
nombre, pero era difícil no disfrutar al oírlo en sus labios. De hecho,
quería oírlo más. Quería oírla gritarlo―. Por favor, es humillante. Me
he portado bien. No he intentado escapar. Me he comido todo lo que
me han dado. Por favor, si insistes, lo haré, pero no me obligues...
Sus pequeños intentos de retomar el control eran divertidos,
pero yo no cedería en esto y ella tenía que saberlo. Hice un gesto hacia
el baño.
―Vamos, amor ―dije―. Si te portas bien, tal vez te dé una
recompensa.
― ¿Me dejarás salir de esta habitación olvidada de Dios?
―preguntó, mirando el paquete antes de cambiar a mi cara.
Arqueé una ceja y ella se mordió el labio inferior. Ya sabía la
respuesta. Tenía planes para ella esta misma semana, planes que le
darían un poco más de libertad de la que estaba acostumbrada. Si se
lo tomaba como una recompensa, ¿quién era yo para decirle lo
contrario?
―Tal vez ―dije con evasivas.
Sus dientes se hundieron más en el labio inferior mientras sus
ojos bailaban del paquete a mi cara y viceversa. Finalmente, se giró.
Sus hombros se hundieron al dirigirse al cuarto de baño y supe que
tendría que inventar una recompensa mejor para una chica tan buena.
―Ve al lavabo e inclínate ―le ordené, observando cómo movía
las caderas al seguir mis órdenes.
Angel me devolvió la mirada y obedeció. Bajó la cabeza frente al
espejo y se inclinó sobre el lavabo, agarrándose a ambos lados de la
encimera de mármol. La visión de su culo redondeado, posicionado
hacia fuera e inclinado hacia arriba en mi dirección, hizo que se me
revolvieran las entrañas de deseo. Inspiré bruscamente y me acerqué.
Apreté los dedos en torno al paquete y lo dejé con cuidado sobre
la encimera, junto a ella, antes de pasar la palma de la mano por el
culo de mi mujer―. Te estás portando muy bien últimamente
―murmuré introduciendo la mano entre sus mejillas y retorciendo la
pera insertada en su agujerito.
El sonido de su respiración entrecortada resonó en las paredes
lisas del interior del cuarto de baño. Era como música para mis
malditos oídos. Cerré los ojos y me deleité con ello antes de terminar
la tarea de retorcer completamente la pera para que se cerrara por
dentro y me permitiera liberarla.
Un gemido grave retumbó en su garganta, más grave que su voz
natural, y el sonido se disparó directamente a mi polla cuando moví
lentamente la pera de metal liso hacia delante y hacia atrás. La saqué
con suavidad de su agujero, oyéndola agitarse y gemir al estirar de
nuevo el apretado anillo de músculos. Por fin, tras unos largos
segundos, se soltó y se dejó caer contra el mostrador con otro suspiro,
este de alivio.
A los principiantes a menudo les resultaba difícil soportar la
pera, pero yo había tenido la amabilidad de encontrar una más
pequeña que la media. Aunque estaba seguro que a mi Angel no le
había parecido una gentileza. Aun así, disfrutaba siendo creativo con
mis castigos para ella. En el fondo, creo que ella también lo disfrutaba.
Acaricié su culo, ahuecando los montículos y separando las
nalgas para contemplar su agujero ligeramente abierto.
―Seguro que era incómodo dormir así ―dije.
―No me digas ―resopló.
Aquello me arrancó una risita. Rara vez encontraba diversión en
algo, pero por eso ella era perfecta para mí. Por mucho que la llevara
al límite, Angel conseguía superarlo siempre. El día en que su padre
me ofreció su mano en matrimonio fue el día más afortunado de mi
vida, y ella ni siquiera lo sabía. Lo que había empezado como nada
más que una herramienta para alcanzar mis sueños más salvajes se
había convertido extrañamente en algo por lo que luchaba día tras día
sin ella.
Ella. Mi mujer. Angel.
―Al final valdrá la pena ―le aseguré, acercando un dedo a su
agujero. Lo rodeé y ella volvió a estrecharse―. Cuando te folle este
culo virgen y apretado, me agradecerás que te haya estirado antes.
Su respiración volvió a agitarse al jugar con su agujero,
rodeándolo con el dedo antes de ejercer más presión y hundirle un
dedo hasta el fondo. Su cabello rubio y oscuro se deslizó por su
espalda al levantar la cabeza y gemir. De su garganta escapaban
sucios sonidos, pero no oponía resistencia. Sí, se estaba
acostumbrando, tal como yo quería.
Le introduje un segundo dedo en el culo y los separé haciendo
una tijera, lo que provocó que sus entrañas se tensaran y se apretaran
a mi alrededor mientras ella expulsaba un ruido áspero. Sus caderas
se agitaron contra mí y sus pies se movieron inquietos. Apoyando
firmemente una mano en la parte baja de su espalda, la mantuve en
su sitio e introduje los dedos en su culo.
En el espejo, con la cara de Angel inclinada hacia atrás, pude ver
el destello de sus dientes blancos cuando los apretó y me clavó los
dedos. El dolor se transformó en placer y sorpresa y, finalmente, en
vergüenza. Un bonito rubor rosado subió por sus mejillas y sus labios
se entreabrieron gimiendo grave y prolongadamente.
―Eso es, preciosa ―la insté―. Estás aguantando muy bien mis
dedos. Ya sabes lo que viene a continuación.
Volvió a bajar la cabeza, su rostro quedó oculto cuando liberé
mis dedos, apartándome para lavar mis manos antes de coger el
paquete y abrirlo. El contenido se esparció por el mostrador,
haciéndola dar un ligero respingo, aún inclinada, sin levantar la
cabeza. Sonreí. Qué niña más nerviosa.
Saqué el tubito que venía con los suministros. Me puse los
guantes suministrados y lubriqué bien el extremo antes de terminar
los preparativos. Un momento después, volví junto a Angel.
―Acércate ―le ordené―. Ábrete para mí.
― ¿De verdad tenemos que hacer esto? ―gimió.
No hablé y le respondí dándole una fuerte palmada en el muslo.
Chilló e inmediatamente dio un salto hacia atrás, con la mano
enganchada en una nalga y arrastrándola para que se abriera ante mí.
―Buena chica ―murmuré acercando el extremo de la boquilla
corta a su agujero y presionándolo hacia dentro. Ella se apretó y
volvió a gemir―. Puede que esté fría ―comprimí los dedos alrededor
del extremo del tubo y el agua penetró en su interior.
Su respiración entrecortada llenó la habitación y yo me quedé
allí, observando cómo su oscuro agujero se contraía y se liberaba
contra la boquilla interior. Era un acto íntimo, limpiar sus órganos
internos para mi uso posterior. Lo habría disfrutado si hubiéramos
sido algo más que el Dom y la sumisa de mentira que éramos. A este
acto le habrían seguido la confianza y el cuidado, pero ahora estaba
teñido por el recuerdo de la traición y la huida.
En lugar de confiar en mí lo suficiente como para contarme lo
que había hecho su hermana, lo que probablemente había
presenciado, Angel había hecho lo único que yo creía que podíamos
seguir evitando. Había huido y aún no había mostrado ningún
remordimiento. No, no se arrepentía de sus actos y ninguno de los
dos podría avanzar hasta que lo hiciera.
―Se siente raro ―dijo ella, con la mejilla apoyada en el
mostrador mientras sus dedos se apretaban contra la mejilla de su
culo.
―Te acostumbrarás ―repliqué.
― ¿Tengo que volver a hacerlo? ―Su cabeza se levantó de golpe
y miró hacia atrás, con los ojos muy abiertos.
Asentí mientras volvía a apretar el extremo, enviando una nueva
descarga de agua a su culo. Ella gimió y volvió a bajar la cabeza.
―Eres malvado... ―se quejó.
Mis labios se crisparon. Solo mi mujer podía decir algo así y
hacerlo sonar como si se quejara de haberme dejado los calcetines
fuera. Apreté y solté el extremo del enema hasta estar seguro por
completo, solo entonces avancé y la liberé de la boquilla clavada en
su culo.
―Aprieta y mantenlo dentro ―le ordené.
―Mi estómago se siente raro ―replicó cuando la liberé, pero
aun así hizo lo que le dije.
―Dale unos minutos y luego puedes ir al baño ―le dije,
apartándome a un lado y limpiando las provisiones y el paquete roto
que había dejado.
Media hora más tarde, estaba recién aseada —por dentro y por
fuera—, húmeda por una ducha reciente y sentada en la cama, con
una toalla en mis manos secando su cabello. Tenía la cabeza inclinada
hacia un lado y los ojos cerrados. Las pocas gotas de agua que
quedaban se deslizaban por sus pechos desnudos y entre ellos hasta
su vientre hundido. Apreté los labios al recordar cuánto había
adelgazado desde la última vez que la vi. Seguramente era necesaria
otra revisión.
Miré hacia su antebrazo y vi que aún no se había dado cuenta
del pequeño corte que tenía allí y que, a estas alturas, estaba
prácticamente cicatrizado. Si aún no se había percatado que su cuerpo
ya no estaba sometido a las asquerosas sustancias químicas de los
anticonceptivos, pronto lo sabría cuando mi hijo estuviera sentado
dentro de su vientre.
Terminé mi tarea rápidamente y dejé la toalla a un lado. Sus ojos
se abrieron y parpadearon para encontrarse con los míos. Pasó un
silencioso latido entre nosotros. Quería ordenarle que se diera la
vuelta y me presentara el culo. Quería azotarla hasta dejarla
jodidamente sangrante y aprovecharme de su culo, ahora
completamente dilatado y limpio. Quería ser el monstruo que ella
pensó que era.
En la venganza. En la traición. En la herida y el dolor.
Apreté los dientes y resistí el impulso, optando en su lugar por
darle un mínimo de respiro de mí.
―Vamos a salir esta noche ―afirmé.
Sus ojos parpadearon y me miró―. ¿Nosotros... tú y yo?
―aclaró.
Asentí con la cabeza, apartando la mirada de su rostro angelical
mientras cruzaba la habitación hacia el baño, donde había dejado la
chaqueta después de quitármela para ayudarla a entrar en la ducha.
Tenía las mangas ligeramente húmedas, aunque de todos modos me
cambiaría.
―Haré que te traigan un vestido más tarde ―dije recuperando
la chaqueta y llevándola a la habitación―. Te lo pondrás sin protestar.
―Si eso significa salir de esta habitación ―respondió―. Me
arrastraré por el maldito suelo.
Una sonrisa perversa se apoderó de mí ante aquel comentario.
― ¿Ah, sí? ―ladeé la cabeza.
Pareció darse cuenta de lo que había dicho ―y a quién se lo había
dicho.
―No lo decía literalmente ―dijo rápidamente, pero ya era
demasiado tarde.
―Te veré esta noche, amor ―dije con una sonrisa taimada aún
en el rostro.
―Gaven, espera... ―El colchón crujió cuando la oí levantarse
detrás de mí.
Me detuve ante la puerta, con la mano en el pomo.
―No me llamo así, Angel ―le recordé―. Te he dejado salirte
con la tuya en muchas cosas, pero deberías saber que cuanto más te
resistas a llamarme por mi título, más tendré que castigarte por ello
más adelante.
Se hizo el silencio y luego... Sí... Amo.
Mis entrañas se acalambraron de placer. La sensación era tan
intensa que casi me hizo caer de rodillas. Sin embargo, por pura
fuerza de voluntad, me mantuve en pie. Más que eso, me encontré
capaz de girar el pomo y salir a grandes zancadas de la habitación,
cerrando y bloqueando la puerta a mi espalda. Ella nunca sabría lo
que me produjo oír de ella aquella sola palabra entrecortada, y hasta
que no confiara en mí, nunca lo haría.
CAPÍTULO 13

Angel

Amo.
Me costó acostumbrarme, pero cada vez que la palabra salía de
mis labios, no podía negar el cosquilleo que me producía, como un
subidón o una emoción resonando en lo más profundo de mi ser.
Incluso, horas más tarde, mientras yacía en el ya no tan desnudo
colchón en la habitación a la que solo veía como mi celda, el recuerdo
de ello en mi lengua me hacía pensar en él.
Unos pasos se detuvieron ante la puerta cerrada. Ni siquiera me
molesté en levantar la vista hasta que el sonido de una llave rascando
en el cerrojo del otro lado me alertó de la presencia de un intruso. Me
levanté cuando la puerta se abrió de golpe y, en lugar de Gaven, como
había llegado a esperar, entró una mujer mayor. Llevaba el cabello
gris recogido en un severo moño en la nuca, y su sencillo vestido
negro la cubría desde el cuello hasta los muslos. Si el largo delantal
blanco a juego que le envolvía la cintura no me hubiera dicho que era
una criada, lo habría hecho la expresión sensata y sin tonterías de su
rostro.
No pestañeó ante mi desnudez y ni siquiera me acordé del hecho
hasta que ella ya estaba a medio camino dentro con la puerta cerrada
una vez más. Me ruboricé y crucé los brazos sobre los pechos. Me
sentí muy avergonzada, pero la mujer ni siquiera se molestó en
mirarme al entrar en la habitación con una larga bolsa blanca en la
mano, de cuya parte superior sobresalía una percha.
La mujer mayor pasó junto a mí y solo se detuvo cuando llegó a
la cama y dejó la bolsa extendida. Cuando sus dedos arrugados se
movieron hacia la cremallera de la parte superior de la bolsa, me
acerqué a ella.
Me planteé hacerle preguntas. ¿Dónde estaba? ¿Seguíamos en
Nueva York? ¿En algún otro sitio? ¿Cuántos hombres trabajaban
aquí? Era muy poco lo que había conseguido averiguar por la
singular ventana de la habitación: solo que estábamos lejos de
cualquier otro edificio y que mi habitación estaba en lo alto, rodeada
de árboles.
Sin embargo, al acercarme, mi mirada se desvió hacia las
cámaras. Sería más inteligente dejar que esta mujer hiciera su trabajo.
No sabía en qué lío podría meterla si intentaba involucrarla en mi
problema. Así que, en lugar de eso, me desvié hacia la silla del lateral
y cogí el único camisón que me habían dado. No era gran cosa, pero
al menos podía sentirme algo respetuosa con la mujer mayor que
estaba enderezando las sábanas alrededor de la bolsa que había
dejado.
La mujer no habló. Sus ojos se clavaron en mí cuando me
acerqué a su lado y miré el contenido de la bolsa antes de volver a su
tarea. Con movimientos hábiles, bajó la cremallera y extrajo un
vestido antes de dejarlo sobre la cama, junto a la bolsa. Mis ojos se
agrandaron.
―Santa mierda... ―murmuré. Al crecer como hija de Raffaello
Price, me habían permitido más lujos de los que me correspondían.
No estaba desacostumbrada a la ropa y las joyas de marcas de valor
incalculable, pero este vestido estaba a otro nivel. Parecía algo que
debería haber adornado el cuerpo de una modelo que se pavonease
por una pasarela en la semana de la moda.
Todo el vestido, desde el pecho hasta el dobladillo, estaba
confeccionado con un tejido azul noche resplandeciente. Parecía
como si hubieran machacado y cosido diamantes en cada centímetro
de la superficie y, cuando alargué la mano y lo toqué, me di cuenta
que era suave como la seda, pero sin adherirse a la piel de mi mano
como lo habría hecho la seda.
Estaba tan concentrada en el vestido que apenas me di cuenta
que la criada se volvía hacia la puerta, hasta que el sonido de su
apertura captó mi atención. Me di la vuelta y me quedé boquiabierta
cuando salió rápidamente de la habitación y regresó una fracción de
segundo después, con varias cajas apiladas en los brazos. La puerta
se cerró tras ella y, por hábito, la miré.
Pronto, me prometí en silencio. Pronto escaparía, pero antes
tenía que sonsacarle información a Gaven. Tenía que hacerle creer
que había caído en su trampa y había renunciado a mi libertad. Seguía
siendo demasiado desconfiado. Aunque sus manos se habían vuelto
más suaves al tocarme, no me cabía duda que todo se debía a mi
aparente falta de resistencia.
La mujer gruñó al pasar junto a mí una vez más y tiró las cajas
sobre la cama, junto al vestido que había revelado. Las etiquetas de la
parte superior me hicieron preguntarme qué demonios había
planeado Gaven para esta noche. Era evidente que se trataba de algo
importante, si el vestido de noche, las joyas de Tiffany y las cajas de
Louboutin servían de algo.
La abrió dejando al descubierto unos llamativos tacones negros
de fondo rojo. Unos dedos arrugados apartaron las endebles hojas
blancas del papel de embalaje antes de coger los zapatos y colocarlos
junto al vestido. Aun así, la mujer no habló. Permaneció con los labios
firmemente cerrados mientras correteaba alrededor de la cama y
sacaba cajas de joyas más pequeñas situadas encima de las más
grandes. La mente me daba vueltas.
Retrocedí un paso y luego otro y otro hasta que el dorso de mis
piernas chocó contra la silla de la que había sacado el camisón y me
hundí en ella llevándome la mano a la frente. La mujer trabajó con
una rapidez vertiginosa, colocando sobre la cama todas las piezas que
iba a llevar esta noche, antes de coger la bolsa del vestido y las cajas
vacías y sacarlas de la habitación.
No tenía mucho sentido que intentara obtener información de
aquella mujer. Obviamente estaba bien entrenada y tenía muy poco
interés en mí al trabajar diligentemente. Cuando terminó su trabajo,
varios minutos más tarde, de colocar los regalos de mi marido, me
saludó con la cabeza y desapareció por donde había venido, por la
misma puerta.
Cuando volví a quedarme sola, me puse en pie y me acerqué de
nuevo a la cama para examinar los objetos que me había entregado.
El vestido era el único ―lo que indicaba claramente que no se trataba
de una elección―, pero había varios de los demás artículos. Había
más zapatos que el par original que había visto sacar a la criada.
Varios pares de Louboutin, Manolo Blahniks y más. Había cajas de
Tiffany & Co, Cartier y Harry Winston.
― ¿A dónde demonios me lleva? ―me pregunté en voz alta.
El viejo adagio «la curiosidad mató al gato» se repitió en mi
mente cuando vi un sobre blanco dejado allí. Lo levanté y al darle la
vuelta encontré mi nombre, Angel Price, escrito en la superficie sin
marcas. Observé que no estaba impreso, sino escrito a mano. Rasgué
el dorso, saqué la carta de su interior y la desdoblé.
Eran instrucciones.
Ponte el vestido. Escoge los complementos. Maquillaje
neutro. Te recogeré a las siete p.m.
~ Amo
Incluso había firmado las instrucciones con su título en lugar de
su nombre. Por alguna razón, eso me hizo sonreír. Volví a dejar el
sobre y las instrucciones sobre la cama y cogí el vestido. Seguía sin
haber ninguna indicación de adónde iríamos, pero eso no detuvo el
estallido de excitación ante la idea de salir de esta habitación, aunque
solo fuera por una noche.
Volví a tocar la tela del vestido, lo aparté de la cama y lo sostuve
frente a mí. Era de escote pronunciado, con los laterales también
recortados para que el largo del vestido se asentara sobre mis caderas.
Lo retorcí y lo giré, fijándome en las tiras que debían sujetarlo por
detrás y nada más. No había sujetador ni ropa interior a juego. No me
sorprendió. Me estaba dando cuenta que Gaven Belmonte era aún
más pervertido de lo que había creído.
Con un suspiro, me deslicé el camisón por la cabeza y me puse
el vestido. La parte inferior del vestido encajó en su sitio con bastante
facilidad, pero la parte superior se hundió hacia delante cuando
intenté a duras penas entrelazar las tiras alrededor de la espalda con
la parte delantera para mantenerla erguida. Tras varios intentos
frustrantes y posteriores fracasos, al final me rendí y me limité a
anudarme las tiras alrededor del cuello para evitar que se cayera.
Atendí la petición de Gaven de maquillaje neutro, aunque en
realidad no podía hacer otra cosa con lo que me habían dado. Había
una única paleta de maquillaje dispuesta entre las cajas junto con
todos los utensilios necesarios para realizar un rostro completo.
Normalmente, preferiría no maquillarme mientras llevaba un vestido
de un valor incalculable por miedo a estropearlo, pero a menos que
quisiera quedarme en el baño con las tetas al aire, esto era lo mejor
que podía hacer. Estar obligada a permanecer desnuda durante tanto
tiempo me hizo apreciar la ropa más de lo que pensaba.
De pie frente al espejo, recordé lo que Gaven me había hecho
unas horas antes. Me estremecí al recordarlo, con una sensación tanto
de humillación como de excitación acumulándose en mi estómago.
Ahora sentía el culo raro, después de varios días de estimulación.
Nunca me había planteado si me gustaría o no tenerlo ahí, pero
después de lo que me había hecho pasar Gaven, tenía una cosa clara.
Yo era tan pervertida como él.
Terminé de prepararme para la llegada de Gaven en un tiempo
récord y, a las siete en punto, el pomo de la puerta giró y él apareció.
Se me cortó la respiración. El corazón se me subió a la garganta y me
quedé helada al verlo, vestido impecablemente con un traje a medida
negro sobre negro. No llevaba corbata, pero sí unos anillos que nunca
le había visto, cuatro en los nudillos de la mano derecha. Los gruesos
anillos de plata llamaron mi atención y me distrajeron brevemente
cuando entró y se detuvo ante mí.
―Estás impresionante. ―Las palabras de Gaven me
devolvieron a la realidad y alzando la mirada buscando la suya justo
cuando él me miraba fijamente, sus ojos ensombrecidos por algo
sorprendente. Diversión―. Aunque... ―Levantó la mano tocando la
parte del cuello anudado con las tiras del vestido―. No creo que sea
así como deba ponerse. ―Deshizo el nudo con facilidad y la tela que
cubría mis pechos cayó hacia delante.
Mi ritmo cardíaco se aceleró, golpeando contra el interior de mi
pecho mientras mis pezones se agitaban bajo su mirada acalorada.
―Gírate. ―Una palabra. Un mandato. Una orden.
Le obedecí, girándome lentamente hasta quedar de espaldas a
él. Me rodeó el cuerpo y recogió las tiras de tela antes de deslizarlas
por mis brazos. Miré hacia abajo mientras los pliegues superiores del
vestido se unían y luego sentí que me rodeaban la columna, se
entrecruzaban sobre los hombros y bajaban por los bíceps, casi
pegándome los brazos al cuerpo. Con un rápido tirón, jadeé y estuve
a punto de tropezar hacia atrás con el duro cuerpo a mi espalda.
―Así ―dijo Gaven, su voz profunda y grave―. Ahora, date la
vuelta y deja que te mire.
Girando sobre los tacones que había elegido, algo a lo que sin
duda me había acostumbrado más en los últimos años, alcé la vista.
El placer llenó el rostro oscuro de Gaven. Sus ojos estaban clavados
en la forma en que las tiras de tela ahuecaban mis pechos y los
empujaban hacia arriba, creando una hendidura en el escote.
Me temblaron las entrañas cuando se inclinó a mi alrededor y
miró al otro lado del colchón, donde yacía el resto de las joyas sin
usar.
―Solo unos detalles más ―dijo, cogiendo algo.
Un metal frío rozó mi espalda, haciendo que me arqueara contra
él mientras me colocaba lo que parecía una cadena de aspecto
delicado alrededor de la cintura y luego sujetaba un broche de
diamantes en el centro del vestido, donde las tiras se unían antes que
la mitad inferior fluyera hacia los laterales recortados de mis caderas.
Lo encajó en su sitio antes de coger otra cosa y acercármela al cuello.
Incapaz de apartar la mirada de sus ojos, me quedé totalmente
quieta mientras me colocaba la gargantilla alrededor del cuello.
―Ya está, ahora estás perfecta ―afirmó―. Ve a echar un vistazo.
Parpadeé cuando se apartó de mí, di unos pasos vacilantes hacia
el baño y entré para mirarme en el espejo del suelo al techo. Al verme,
mi mente retrocedió en el tiempo. Con el cabello recogido en un moño
desordenado y poco sofisticado, lo mejor que pude hacer con mis
limitados suministros, la gargantilla de diamantes en mi cuello
resaltaba aún más.
Había decidido no llevar collar simplemente porque me
recordaba al primer regalo que me había hecho. Este collar era...
sorprendentemente parecido. Alargué la mano y lo toqué cuando una
sombra apareció en la puerta tras de mí.
No me gustaba admitirlo, ni siquiera a mí misma, pero sentí el
collar en mi garganta. Era como volver a casa. Resultaba extraño,
teniendo en cuenta que solo conocía a Gaven desde hacía poco
tiempo, solo me había considerado su esposa durante una noche,
antes que todo me estallara en la cara.
Como si percibiera el oscuro giro de mis pensamientos, Gaven
se acercó y posó una mano en mi hombro. El contraste de su ancha y
cicatrizada mano sobre mi piel era evidente. Mantenía el mismo aire
que hacía cinco años. Fuerte. Contundente. Intimidante.
Mis ojos se encontraron con los de Gaven en el espejo, y los
latidos de mi corazón retumbaron en mis oídos. Su mirada
hambrienta recorrió mi cuerpo en el reflejo. El calor subió a mi piel.
Tragué saliva bruscamente. Era una figura formidable a mi espalda.
― ¿Crees que estás preparada? ―preguntó.
Dudaba que alguna vez estuviera preparada para la locura a la
que me empujaba constantemente, pero tenía que seguir sus reglas si
quería tener alguna posibilidad de sobrevivir. Volviéndome hacia él,
levanté una mano y él la cogió.
Mi respuesta, cuando llegó, fue tan mentirosa como lo había sido
la noche que nos casamos―. Lo estoy.
CAPÍTULO 14

Angel

—¿Adónde me llevas? —había obtenido muy poca información


en el trayecto desde el dormitorio hasta la limusina. Volví la cabeza
hacia el cielo, observando que el sol ya caía tras una larga hilera de
árboles. El aire cálido tocó mi piel, una suave brisa levantó los
mechones de mi cabello a medida que me apresuraba. La primera
bocanada de aire fresco me pareció un regalo de Dios, pero al mismo
tiempo me sentía demasiado apremiada para disfrutarla de verdad,
joder.
Al mirar hacia atrás por encima del hombro, al fin pude ver el
lugar donde había estado prisionera los últimos días. El lugar en el
que me habían retenido era, obviamente, una gran mansión, no muy
distinta de aquella en la que me habían criado. La fachada del
palacete tenía cuatro grandes columnas en la entrada, cada una
envuelta en lo que parecía una hiedra perfectamente ajardinada.
Incluso había flores. Un detalle extraño, en mi opinión, teniendo en
cuenta que no esperaba que Gaven tuviera un jardinero. ¿Cuánto
tiempo pensaba retenerme aquí? ¿Esperaba que fuera algo que me
gustara?
Gaven se detuvo en la parte trasera de la limusina abriendo la
puerta sin esperar a uno de los hombres que salieron tras nosotros.
Todos llevaban trajes negros, y sorprendentemente se mantuvieron a
distancia. En el pasado, siempre que había ido a cualquier parte con
mi padre, se nos habían echado prácticamente encima. Sin embargo,
no tuve mucho tiempo de asimilar estas ideas cuando me empujaron
al interior del vehículo y, poco después, Gaven se unió a mí. La puerta
se cerró y el vehículo se alejó del edificio.
Cuando el conductor se adentró por un camino largo y sinuoso,
miré por las ventanillas tintadas y vi pasar los árboles hasta que
frenamos ante unas verjas de hierro. La limusina se detuvo y, al cabo
de unos instantes, las puertas se abrieron y volvimos a ponernos en
marcha.
—¿Quieres una copa? —me ofreció Gaven en lugar de responder
a mi pregunta. Metió la mano en el lateral de la parte trasera de la
limusina y pulsó un botón. El suave zumbido de un compartimento
secreto abriéndose y elevándose sonó en el interior, por lo demás
silencioso, del vehículo. Observé discretamente cómo Gaven sacaba
dos copas de cristal del compartimento revelado y destapaba un
decantador a juego lleno de líquido ámbar.
—Tomaré un sorbo si me dices adónde vamos —respondí.
Gaven no respondió de inmediato mientras llenaba los vasos y
luego me pasaba uno a mí. Una gran parte de mí no esperaba una
respuesta, pero, sorprendentemente, Gaven me dio algo.
—La inauguración de un club —dijo por fin.
—¿La inauguración de un club? —repetí sus palabras
llevándome el vaso a los labios y bebiendo un sorbo largo. El coñac
picante me abrasó la lengua e hice una mueca de dolor al tragar. Sin
embargo, Gaven engulló la mitad de la copa sin pestañear.
—Sí. —Aunque su copa no estaba vacía, volvió a rellenarla casi
hasta el borde.
Asentí con la cabeza.
—¿Te sientes estresado por algo? —pregunté.
Unos fríos ojos azul como el acero se encontraron con los míos.
—Si lo estoy, ¿te ofrecerás a relajarme?
Mis dedos se apretaron alrededor del vaso en mi mano.
—Tal vez. —Ser el objeto de su obsesión y el anhelo de su
relajación y liberación sería bueno, me dije. Acercarme a él era un
buen objetivo porque pronto le haría bajar la guardia lo suficiente
para que pudiera escaparme definitivamente.
Mi oferta no tenía nada que ver con el pulso de calor entre mis
piernas. Nada de nada.
Era otra mentira que me decía a mí misma y que esperaba
creerme algún día.
Gaven sorbió su bebida un poco más despacio la segunda vez
cuando el conductor alejó la limusina de lo que parecía una campiña
infestada de árboles y la acercó a un entorno urbano. Pasaron varios
minutos en silencio y hasta que mi copa y la de Gaven no estuvieron
vacías, no volvió a hablar.
—Ven aquí, Angel. —Su orden fue suave, pronunciada con una
inflexión clara y sucinta, aunque no enfadada ni tensa.
Le devolví la mirada durante un largo instante, preguntándome
si debía hacerlo o no. ¿De qué serviría? Pero, por otra parte, ¿qué daño
haría? Con cautela, dejé el vaso en uno de los portavasos y me deslicé
hacia él por el asiento de cuero. Sin perder un instante, Gaven se
acercó y me agarró por la cintura, levantándome y depositándome en
su regazo con un rápido movimiento que me hizo caer de bruces en
un estado de gloriosa confusión.
¿A qué juego estaba jugando?
Después de encerrarme durante tanto tiempo, ¿podía confiar en
que aquello fuera simplemente una recompensa por haberme
portado tan bien, o planeaba algo más? ¿Algo peor?
—Has dicho que te gustaría liberarme de mi estrés, ¿no? —
preguntó.
Con las piernas juntas sobre sus muslos y uno de mis brazos
rodeando la parte posterior de sus hombros, no tenía otro sitio donde
mirar que directamente a él.
—Si crees que puedo... —Di un rodeo.
La mano de Gaven descendió desde mi rostro hasta mi garganta.
Me rodeó la espalda con uno de sus brazos, cuyo calor quemaba mi
piel de una manera que pensé solo posible con fuego real. En cambio,
dio rienda suelta al otro brazo, deslizándolo por mis muslos y por las
aberturas de los costados de mi vestido, hasta llegar a mi pecho y
cuello.
—Sé que puedes relajarme, Angel —respondió—. La pregunta
es: si estás dispuesta a darme lo que necesito, ¿qué más estás
dispuesta a darme?
Tragué saliva.
—¿Qué es lo que quieres?
Levantó las pestañas.
—La verdad. —Con la misma rapidez con la que me había
inclinado hacia él, con el cuerpo lleno de calor y excitación, justo
cuando aquellas palabras se clavaron en mis oídos, una oleada de frío
lo barrió todo de nuevo y alejó el hambre placentera y lujuriosa. Me
agarró con fuerza cuando me balanceé hacia atrás e intenté
abandonar su regazo para volver a mi asiento anterior.
—No huyas ahora —dijo Gaven—. No cuando te tengo donde
quiero.
—Estamos en un vehículo en marcha —le recordé, aunque las
palabras salieron poco firmes.
Sus labios se movieron antes de curvarse lentamente a ambos
lados. Un Gaven sonriente era algo extraño. Lo había visto sonreír
antes, pero siempre precedía a algo absolutamente vergonzoso,
normalmente hacia mí. Como si hubiera sido entrenado para ese
preciso momento, mi corazón empezó a latir con fuerza contra mi caja
torácica.
—No pienses en eso ahora —me instó, bajando la cabeza hasta
que sentí el calor de su boca contra el lateral de mi garganta—. Abre
las piernas para mí. —Su mano bajó, extendiéndose por mi abdomen,
calentándome a través de la tela del vestido.
—No puedo —murmuré—. El vestido...
Sin vacilar, agarró la delicada y costosa tela y comenzó a subirla
a puñados. Cuando el final del vestido estuvo en mi regazo y mis
piernas desnudas, sus manos llegaron por fin a mi carne.
—Ahora... —Gaven me agarró el muslo y lo arrastró,
deslizándose hasta que quedé sentada, de espaldas a él, con las
piernas abiertas y su pecho contra mi columna—. Dame algo para que
me relaje, esposa.
Solo una persona consiguió relajarse y desde luego no fui yo, ya
que al quedar mis piernas enganchadas a ambos lados de sus muslos,
sus manos tuvieron libertad para vagar, y vagar. Un grito ahogado se
escapó de entre mis labios mientras él se abría paso lentamente hacia
dentro, amasándome los muslos por fuera y luego la delicada carne
interior antes de deslizarse hacia arriba, rumbo a mi coño.
Mi espalda se arqueó y un gemido salió de mí. Contra las tiras
que cubrían mi pecho, sentí que mis pezones se tensaban. El fuego
danzaba en mi interior, esperando a desatarse, pero él seguía
conteniéndose. Sus dedos jugaban contra mis labios, subiendo por un
lado y por el otro y volviendo a bajar, pero nunca se aventuró hacia
dentro. Nunca los deslizó contra mi clítoris ni los introdujo dentro de
mí.
Sabía lo que hacía. Me estaba llevando al borde de la locura y se
estaba divirtiendo. Era jodidamente enloquecedor.
—¿Quieres algo, amor? —preguntó tras varios largos momentos
así, conmigo extendida frente a él y sus manos casi follándome el
coño.
—Sí. —siseé, levantando las caderas cuando sus dedos
estuvieron a punto de rozarme el clítoris una vez más. Estaba
empapada.
—Quiero hacer otra cosa —dijo riéndose divertido—. ¿Confías
en mí?
Me puse rígida ante aquella pregunta, y la indómita excitación
que me había estado recorriendo segundos antes se desvaneció, si
bien solo ligeramente. Me mordí el labio.
—No me preguntes eso, Gaven —le advertí. No le gustaría la
respuesta.
Mi advertencia fue acompañada por el silencio, y luego
levantaron mi cuerpo. Un chillido salió de mi garganta cuando me
depositó, boca abajo, sobre su regazo y levantó la parte trasera del
vestido hasta dejarme el culo al descubierto. Una palmada resonó en
la parte trasera de la limusina y jadeé cuando el ardor quemó mi
trasero.
—Qué...
—No hables. —El gruñido grave de Gaven me hizo cerrar la
boca. Eran dos palabras, pero la voz con la que las pronunció sonaba
más como la de un animal apenas atado. Era amarga. Enfadada—.
Desde aquí hasta que lleguemos al club, mantén la boca cerrada —
dijo Gaven—. Puedes gemir, puedes llorar, pero no quiero que salga
ninguna palabra de tus mentirosos labios, Angel.
—Gaven, yo...
Plas.
Su mano desapareció de mi culo solo para caer con fuerza sobre
la carne sensible. Grité con el primer golpe. El segundo fue menos
sorprendente, pero igual de duro. La mano de Gaven cayó con fuerza,
una y otra vez. Me azotó, incendiándome el culo con su disciplina.
Me quejé, arqueándome cuando me inmovilizó sobre su regazo.
Un nuevo dolor abrasó mi culo y respiré por lo bajo, siseando a través
de mis dientes a la espera de un cambio. Sabía que lo haría, si le daba
tiempo.
—No. Debes. Hablar. —Las palabras de Gaven fueron cortantes
y rápidas—. Ésa ha sido tu última advertencia. La próxima vez que
abras la boca e intentes hablar sin permiso, te follaré el culo aquí
mismo y haré que entres en ese club con mi semen goteando,
¿entendido? Asiente una vez si es así.
Asentí y luego colgué la cabeza sobre un lado de su regazo
respirando rápidamente por entre los dientes. Sentía su mirada
devorando mi cuerpo. Estaba inmovilizada ante algo mucho más
grande y peligroso que yo. Un león y su presa. Como si también
hubiera oído mis pensamientos, la mano de Gaven se deslizó por mi
culo, suavizando la zona donde acababa de abusar de mí.
Mis manos se cerraron en puños permaneciendo precariamente
encaramada a su regazo, con el culo desnudo al aire, a la espera de lo
que decidiera hacer con él.
—Esto va a doler. —Esa fue la única indicación que recibí, la
única advertencia. Una fracción de segundo después, su antebrazo
me presionó la parte baja de la espalda con más fuerza que nunca y
bajó la mano.
Plas.
Plas.
Plas.
Mis piernas se echaron hacia atrás y automáticamente pateé, el
dolor me sacudió todo el cuerpo. Antes pensaba que me golpeaba con
fuerza. Aquello no era nada comparado con esto. Mis uñas se
hundieron en las perneras de su pantalón. Jadeando, me agarré a él
para no salir disparada de su regazo.
Pasaron diez. Veinte. Treinta. Perdí la cuenta. Nunca me
golpeaba dos veces seguidas en el mismo sitio, sino que me daba
azotes por todo el culo y la parte superior de los muslos, hasta que
sentí que la carne me ardía. Me retorcí sobre sus muslos, con los jugos
de mi coño goteando por mis piernas a mi pesar.
Solté un jadeo y luego otro y otro hasta que jadeaba con cada
palmada. Aun así, continuó azotándome mucho más allá de lo que yo
misma creía que podía soportar, y luego me sumió en una nebulosa
en la que el dolor desapareció. Se desvaneció y algo cálido ocupó su
lugar. Me golpeó el culo por ambos lados, salpicando mi carne con la
mano hasta que juré que ya estaba pintada de rojo.
Las lágrimas amenazaron en las comisuras de mis ojos, la
vergüenza me invadía y, apoyé la cabeza contra el asiento, al otro
lado de su regazo. No quería llorar. Aquí no. Ahora no. Y menos
delante de él. Independientemente de lo que quisiera, podía sentirlas,
las lágrimas, cuando se deslizaron por los costados de mi cara,
goteando sobre el asiento.
Empezó a acariciarme suavemente las nalgas desnudas con las
yemas de los dedos antes de golpearme de nuevo, y otra hilera
húmeda goteó por la cara interna de mi muslo. Un escalofrío me
recorrió. Bajé las piernas hacia el suelo y el otro brazo de Gaven se
posó sobre la parte superior de mi espalda, manteniéndome estable
contra él. Parpadeé para disimular la humedad en el fondo de mis
ojos.
Cerré los ojos al darme cuenta. Esto era lo que necesitaba: el
dolor de otra persona. Mi dolor. No solo le excitaba, sino que también
le proporcionaba una sensación enfermiza de alivio. Vergüenza.
Turbación. Humillación. Todo ello me atravesaba.
¿Por qué? Porque me gustaba. Porque a pesar de lo malo de todo
aquello, no podía negar que si Gaven me metiera la mano entre las
piernas y deslizara sus dedos por mi coño, me encontraría abierta y
deseosa. Estaba empapada. Tenía los pezones duros. Ansiaba -quería-
algo más duro, más oscuro. Más.
Quería que me hiciera daño.
Sollocé contra Gaven y el asiento de la limusina ante lo repentino
de mi comprensión, y solo entonces sentí que sus manos se detenían.
—¿Angel?
Gemí, y cuando quise hablar, sellé la boca e incluso llegué a
morderme el labio inferior—. Angel, habla —ordenó Gaven—.
¿Dónde estás? ¿Necesitas usar tu palabra de seguridad?
Sacudí la cabeza contra su muslo. No. La palabra segura era lo
que menos necesitaba... o quizá no. Ahora mismo no tenía miedo de
él, pero sí de mí misma. De lo que sentía y de lo que quería que me
hiciera.
Gaven me dio la vuelta y yo debía de estar hecha un lío, si la
forma en que frunció el ceño al ver mi expresión era un indicio. Me
levantó y me acomodó en su regazo de la misma forma en que lo
había hecho al principio, con las piernas cerradas y colgadas sobre las
suyas mientras me rodeaba la espalda con un brazo y me acunaba
contra su pecho.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¿Puedo? —pregunté, pasando la mano por debajo de la nariz
y agradeciendo que saliera limpia. Al menos no estaba echando
mocos por todas partes, joder.
Su mano ahuecó mi rostro y dirigió mis ojos hacia los suyos.
—Sí —dijo—. Tienes permiso. Dime por qué lloras.
Resoplé. Duro.
—Pensaba que te gustaba cuando lloraba.
Una gruesa ceja rubia oscura se arqueó.
—Me gusta —asintió—, pero solo cuando creo que ambos lo
disfrutamos. Estas... —Se distrajo al atrapar una de las lágrimas aún
persistentes que resbalaba por mi mejilla y luego la apartó con el
dedo—. No parece que lo estés disfrutando.
Negué con la cabeza.
—Lo hago —murmuré, bajando la cabeza y apartando la mirada
de la suya—. Por eso lloro.
—¿Lloras porque lo estás disfrutando?
Asentí.
—Es una putada. —Me reí, pero el sonido era cualquier cosa,
menos divertido. Sus dedos encontraron mi barbilla una vez más y
me obligaron a levantar la cabeza.
—Mírame. —Su orden me produjo escalofríos y me vi obligada
a levantar la mirada hacia la suya por segunda vez—. Disfrutar del
sexo con tu marido no tiene nada de malo, Angel.
Me mordí el labio inferior antes de soltarlo con un suspiro.
Resistí el impulso de volver la cara, pero cuando las palabras salieron
de mis labios, descubrí que mis ojos se desviaban hacia un punto por
encima de su hombro, fijándose en una pieza del interior del vehículo.
—Sabes que nuestro matrimonio es irrelevante ahora —dije—.
Además, no era algo que yo quisiera. Nunca quise estar casada
contigo, y que intentes obligarme a volver a ello no va a hacer que eso
sea menos cierto.
A pesar de la sinceridad de las palabras, me ardían como ácido
en la lengua al pronunciarlas. No me sentí bien clavando aquel
cuchillo entre nosotros, creando una grieta que había ido cicatrizando
en los últimos días, pero era necesario. Me estaba sintiendo
demasiado cómoda, demasiado cerca de él otra vez, lo que no me
ayudaba a recordar mi objetivo final: escapar y conseguir mi libertad.
Necesitaba recordar que Gaven no me trataba con delicadeza
porque le importara. Solo me quería de vuelta porque era una forma
de asegurarse de seguir teniendo derecho al Imperio Price, aunque su
esposa fuera la supuesta asesina del último jefe de la familia. Esto era
la mafia... Me pregunté si eso importaba siquiera. Tendría que
hacerlo, de lo contrario Jackie no me habría incriminado.
Mantuve la cara apartada para mantenerme firme en mi
resolución. Gaven guardó silencio durante mucho tiempo. Tanto, de
hecho, que me pregunté si la limusina llegaría al club al que nos
dirigíamos antes de volver a hablar. Por desgracia, no fue así.
Mientras sus manos se aferraban a mis muslos desnudos y mi coño
seguía goteando sobre su regazo, Gaven acercó su cabeza a mi
garganta y me dio un beso con la boca abierta en el hueco justo encima
de la gargantilla de diamantes que me había vuelto a regalar.
Parpadeé y luego me eché hacia atrás, mirándolo
conmocionada—. ¿No me has oído? —exigí—. He dicho...
Su mano se levantó y cubrió mi boca cuando aquellos ojos suyos
de medianoche brillaron peligrosamente—.
—Te he oído, esposa —gruñó esa última palabra, como si
necesitara enfatizar lo que yo seguía negándole—. No hace falta que
lo repitas.
Aparté la cabeza de su mano.
—Entonces, ¿por qué...?
—Porque —dijo, interrumpiéndome por segunda vez—, no
importa dónde empezó nuestra historia, solo adónde va.
Quise preguntarle adónde pensaba que iría nuestra historia,
pero cuando separé los labios —con la pregunta en la punta de la
lengua—, sentí que la limusina desaceleraba y levanté la vista,
dándome cuenta que habíamos entrado en una zona mucho más
urbana. Parpadeé cuando Gaven no me dio tiempo a formular una
respuesta y, en su lugar, me depositó rápida y firmemente en el
asiento contiguo antes de empezar a ajustarme el vestido.
Bajando el dobladillo me instó a moverme para poder bajar
también la parte de la espalda. No dijo nada más cuando el conductor
se acercó a la acera. Miré por la ventanilla, observando los altos
edificios que nos rodeaban y que prácticamente tapaban el cielo.
Todos eran enormes edificios de ladrillo. La limusina se detuvo y,
cuando esperaba que alguien abriera inmediatamente la puerta
trasera, oí que llamaban a la puerta y no la abrieron hasta que Gaven
habló.
Gaven fue el primero en salir y se inclinó para que pudiera verle
la cara, y la mirada oscura de sus ojos cuando me tendió la mano para
que la tomara.
—Cógeme la mano, Angel. —Esa era una orden si alguna vez
había oído una y, por alguna razón, era la más fácil de seguir.
Mis dedos se deslizaron entre los suyos y él los enroscó
alrededor de los míos tirando y ayudándome a salir de la parte trasera
de la limusina. Me tambaleé un poco sobre los tacones, pero su brazo
me rodeó la cintura y me mantuvo firme. Con el atuendo que llevaba,
casi esperaba que se nos acercara un equipo de paparazzi. En cambio,
cuando miré hacia atrás, tan solo vi una larga fila de lujosas limusinas,
todoterrenos y taxis que esperaban para dejar a sus pasajeros delante
de lo que parecía un edificio industrial.
—¿Dijiste que era un club? —aclaré mirando la fachada plana
del edificio—. ¿Qué clase de club?
No había nada especialmente perspicaz en el aspecto exterior del
edificio. En los primeros pisos había pocas ventanas, y las pocas que
había parecían estar cubiertas de un grueso revestimiento negro que
impedía ver el interior. Solo cuando incliné el cuello hacia atrás y vi
los pisos superiores, las ventanas parecían un poco más normales.
¿Qué era aquello?
El brazo de Gaven me rodeó la cintura y me empujó hacia las
puertas que esperaban mientras nuestra limusina se alejaba y el
siguiente vehículo ocupaba su lugar.
—Pronto lo verás —prometió.
Por alguna razón, aquella falta de respuesta me puso nerviosa,
pero un club era simplemente un club, ¿no? No debería haber nada
que temer.
Pero... se trataba de Gaven Belmonte, asesino a sueldo, rey de la
mafia y un maldito marido obsesivo. Realmente no se sabía qué clase
de cosas perversas tenía planeadas para mí esta noche.
CAPÍTULO 15

Angel

Aunque el exterior del edificio dejaba mucho que desear en


comparación con el lujo de nuestro atuendo, se hizo evidente por qué
íbamos vestidos tan ostentosamente tan pronto como atravesamos las
puertas custodiadas de la entrada.
Unas luces bajas y sensuales iluminaban la gran sala abierta,
proyectando un suave resplandor sobre los demás asistentes al club.
La música llenaba la sala, rítmica y profunda. Parecía arrullar a los
asistentes para que se balancearan y se movieran, mostrando joyas de
alta gama brillando en cuellos, orejas y manos de las mujeres,
mientras que en las muñecas de los hombres se veían destellos de oro
cada vez que las chaquetas de los trajes de diseño y las mangas de las
camisas de vestir subyacentes se movían lo suficiente.
Una mirada a la sala fue suficiente para darme cuenta que
incluso la decoración y el mobiliario de la discoteca eran, sin duda,
caros. Sofás de terciopelo rojo intenso, cortinas de seda colgadas del
techo y adornos de cristal y oro cubrían las paredes y el techo con
diseños detallados. No era nada fuera de lo común para mí, que había
nacido princesa de la Familia Price, pero lo que me llamó la atención
y disparó mis alarmas internas fue el trasfondo de excitada tensión
que parecía invadir a los invitados al mezclarse.
—Ven —me ordenó Gaven, con su mano prácticamente
quemándome la piel desde donde descansaba en la parte baja de mi
espalda. Mi marido me llevó por la sala, saludando a varias personas
con una respetuosa inclinación de cabeza o una diminuta sonrisa en
los labios. En mi mente se arremolinaban implicaciones y preguntas
cuando empezó a acercarse lentamente a un pequeño grupo de
personas -tres hombres y dos mujeres- que conversaban en voz baja
y se perdían entre la música.
Sin embargo, cuando se dieron cuenta que nos acercábamos, la
conversación cesó y su atención se centró en nosotros. Ya había estado
en suficientes situaciones incómodas como para que las miradas
curiosas y penetrantes que me dirigieron no me hicieran moverme
nerviosamente. Me contuve y, por suerte, la inspección solo duró
unos breves instantes antes que el más alto del grupo, un hombre de
cabello negro como la tinta y piel bronceada, tendiera la mano a
Gaven para estrechársela.
—Gaven —saludó en tono firme pero amistoso—, ha pasado
demasiado tiempo.
Sin vacilar, Gaven estrechó la mano extendida, haciéndose eco
de un sentimiento similar en el hombre.
—Así es, Ian, pero todo parece ir bien para ti y los demás. ¿Cómo
está la señorita Perelli, o debería decir la señora? —No necesité
levantar la vista para ver la sonrisa cómplice en su rostro, se notaba
claramente en su tono, pero ni al hombre -Ian- ni a los demás pareció
molestarles.
—Ella solo es una Perelli de sangre, amigo. Ahora tiene un
nuevo apellido... bueno —sonrió burlonamente—, unos cuantos. Pero
le va muy bien. ¿Quién es? Con eso, toda la atención volvió a
centrarse en mí.
—Esta es mi mujer, Evangeline. Angel, éstos son algunos de mis
amigos—, presentó Gaven, señalando a cada uno—. Ian Marshall,
Jensen Travis y Archer Petrov. Estas dos damas son Katerina
Markovski y Genevieve Durand.
Jensen y Archer se situaron más próximos a Ian, evidentemente
en deferencia hacia él, ya que le dirigieron miradas antes de volver su
atención a nosotros. Genevieve y Katerina permanecían de pie junto
a una pequeña mesa redonda, apoyadas despreocupadamente en la
superficie al tiempo que me miraban primero a mí y luego a Gaven.
Las copas de cristal brillaban a la luz al agitar distraídamente su vino,
en tanto que los hombres habían renunciado a cualquier tipo de
bebida.
—Encantada de conoceros —dije, saludando al grupo con la
cabeza.
Katerina y Genevieve me sonrieron, pero no ofrecieron más
saludo que ese. El hombre al que Gaven había señalado como Archer
sonrió y levantó la mano en señal de saludo, mientras que Jensen se
limitó a asentir.
Una vez presentada e intercambiadas las típicas cortesías, me
limité a permanecer en silencio y observar al grupo. Cuanto más
supiera, mejor me iría a la larga. Cualquier retazo de información
podía ser útil para escapar. Sin embargo, a medida que escuchaba,
descubrí que cuanto más conversaban, menos comprendía realmente.
No pude evitar preguntarme quiénes eran para Gaven. ¿Les había
llamado amigos? Pero, ¿acaso un hombre como Gaven tenía amigos?
Quizá fueran socios. O lo más parecido a tener socios en esta
vida. ¿Clientes? ¿Tenían sus propias empresas criminales? No me
sorprendería. Reconocía el apellido Perelli de cuando vivía con mi
padre. Lo que le había ocurrido al cabeza de familia, Jason, se había
extendido como la pólvora poco antes de mis nupcias.
Mis ojos recorrieron a las mujeres que Gaven me había
presentado. ¿Qué eran Katerina y Genevieve para Gaven? Después
de todo, ambas eran mujeres hermosas, con piernas largas y bien
formadas y curvas kilométricas. Ambas llevaban un maquillaje que
solo acentuaba sus rasgos ya de por sí bellos, desde las pestañas hasta
sus labios carnosos.
Un dolor agudo y feo ardió en lo más profundo de mi pecho ante
la idea que cualquiera de las dos mujeres hubiera compartido el lecho
de Gaven en los últimos cinco años que llevaba huyendo. Antes que
la idea echara raíces, la rechacé, negándome a permitir que el más
mínimo atisbo de celos hirviera a fuego lento en mis entrañas. No
importaba que Gaven hubiera tenido otras. Yo me había ido, y nunca
había esperado que se abstuviera. Por otra parte, si me hubiera
quedado y una mujer pensara que él estaba por la labor... eso sería un
asunto completamente distinto.
Sacudí la cabeza ante ese pensamiento. Quizá la obsesión de
Gaven se me estaba pegando. Si hubiéramos estado juntos más
tiempo, me habría vuelto aún más loca de lo que estaba ahora solo de
pensar en desgarrar a esas mujeres desprevenidas por desaires y
deseos imaginarios sobre mi marido.
Como si el cruel giro del destino que eran mis alborotadas
emociones hubiera conjurado al villano más oscuro de mi pasado, un
resplandor de algo captó mi atención periférica. Me volví y vi una
melena oscura peinada con maestría, un ceño fruncido y una severa
mirada castaña. Me congelé contra el costado de Gaven.
No. De ninguna jodida manera. Solo conocía a una persona que
pareciese un demonio vengador y furioso disfrazado de Angel tallado
en piedra fría de semejante manera.
Jackie. Mi hermana.
—¿Angel? —Hice caso omiso de la llamada de Gaven mientras
buscaba a la mujer por toda la sala. Sin embargo, con la misma
rapidez con la que había aparecido, desapareció. Volví a escrutar a la
multitud. No había rastro de ella.
¿Me la había imaginado? Puede que estar al aire libre con Gaven
me estuviera volviendo paranoica. Aun así... no podía quitarme de
encima la sensación que algo iba mal. Ni la sensación de ojos en mi
espalda.
—Tesoro. —Me sobresalté cuando Gaven murmuró en mi oído,
esta vez más cerca y con mucha más fuerza. Me maldije en silencio
por mi falta de conciencia en mi episodio de alarma.
—¿Sí... señor? —Mi respuesta solo vaciló una fracción de
segundo cuando su mirada se oscureció momentáneamente,
sabiendo que ahora mismo no era en absoluto el lugar para
presionarle. Sobre todo, porque mi culo seguía palpitando cuando me
movía o cuando mi vestido rozaba la carne aún enrojecida.
Parecía que le había entendido bien, porque el brillo de
advertencia de su expresión se transformó en una breve muestra de
orgullo.
—¿Va todo bien?
Por supuesto, se dio cuenta que algo iba mal a pesar de mis
mejores intentos por disimularlo. Era muy consciente de todo lo que
le rodeaba, incluida yo.
—Estoy bien. —Dudé un momento, insegura si debía decir algo
sobre lo que me había parecido ver, pero no quería volver a aquella
habitación y perder la primera noche fuera en Dios sabía cuánto
tiempo. En lugar de eso, me decidí por—. Necesito ir al tocador.
Unos ojos azules como el hielo recorrieron mi rostro durante un
breve instante, pero mantuve la expresión lo más tranquila posible,
con las mejillas ligeramente encendidas por la intensidad y el calor de
su mirada. No me cabía duda que, si quisiera, me devoraría allí
mismo, sin importar la multitud.
—Por supuesto. —Gaven miró por encima del hombro,
indicando con la cabeza a dos hombres que permanecían junto a la
pared desde que habíamos llegado. Parpadeé, sin haberme dado
cuenta que los guardias eran de Gaven y no del club cuando se
apartaron del panel dorado de la pared.
—Deja que te acompañe —intervino Katerina con una sonrisa
cortés, esperando a que Gaven asintiera con la cabeza antes de
conducirme lejos del grupo—. Fue tenso e incómodo deslizarnos
entre pequeñas multitudes reunidas de hombres y mujeres vestidos
para impresionar y que prácticamente rezumaban riqueza y poder.
Solo cuando llegamos a una pequeña sala separada de la
principal, habló.
—No tienes por qué preocuparte —dijo con una ligera risita.
Moviendo la cabeza, miré a la rubia menuda, que incluso con
tacones solo me llegaba a la barbilla.
—¿Preocuparme por qué? Fingí ignorancia.
—Sobre Gaven y sus... posibles conexiones con Gen y conmigo.
—La afirmación era sencilla, dicha de un modo que hacía que sonase
como si estuviera hablando del tiempo o leyendo los artículos de una
lista de la compra, no discutiendo los posibles amoríos de mi marido
en nuestro tiempo separados.
—¿Ah? —El ácido subió por mi garganta, ahogándome cuando
nos acercamos a la puerta con el letrero 'Señoras' escrito con
elegancia.
Me ofreció una sonrisa amable.
—Gaven no es el tipo de hombre que se aleja de un compromiso
una vez adquirido. —Sus ojos se desplazaron hacia abajo mirándome
y volvieron a posarse en mi rostro—. Desde luego, no de una hermosa
paloma como tú. —Parpadeé ante el extraño cumplido. ¿Había sido
un cumplido? —Apartarse de una esposa como tú sería un
desperdicio —continuó—, y Gaven nunca ha sido de los que
desperdician nada.
No, solo quería meterme en una jaula dorada, pensé amargamente.
Sin embargo, los celos indeseados que me habían atormentado se
desvanecieron ante sus palabras.
—Y si te hace sentir mejor, Gen y yo somos bastante felices y
exclusivas la una con la otra.—Sus palabras penetraron en mi espeso
cráneo y mis ojos se abrieron desmesuradamente. Oh... ¡oh!
—No me había dado cuenta —dije—. Perdona si mi expresión...
Katerina sacudió la cabeza y me cortó—. Como te he dicho, no
te preocupes. A mí, como a tu marido, no me gusta compartir. —El
comentario inesperado, mezclado con la expresión aguda y
hambrienta, me provocó una carcajada inesperada, y descubrí que la
tensión en mi interior se aliviaba muy ligeramente.
—¿Quieres que te espere? —preguntó, redirigiendo la
conversación.
Miré hacia la puerta y tomé una decisión rápida.
—No, pero gracias. Podré encontrar el camino de vuelta y, si
alguien intenta molestarme, estoy segura que los hombres de mi
marido serán más que capaces. —Afortunadamente, Katerina no me
empujó ni, peor aún, intentó acompañarme. Tan pronto como
comenzó a alejarse, me deslicé en silencio hacia el cuarto de baño, con
los planes ya formados antes que la puerta se hubiera cerrado.
Era la primera vez en días que me alejaba de Gaven en un lugar
inseguro. Esta podría ser mi única oportunidad de encontrar una vía
de escape. Eché un vistazo al cuarto de baño. Era grande y largo,
construido más por razones estéticas que prácticas. Empecé a recorrer
la fila de cabinas observando que solo unas pocas estaban cerradas
con llave. Fue una sorpresa, teniendo en cuenta la cantidad de gente
que había en el club. Tal vez hubiera más baños en el interior o este
era privado. Fuera como fuese, era lo bastante grande como para que
me volviera al final de la fila de reservados, medio esperando que
hubiera otra entrada oculta.
Pero el espacio daba a una pequeña sala de estar con sofás y
grandes espejos iluminados. Un par de mujeres estaban allí,
retocándose el maquillaje delante del espejo, utilizando pequeños
compactos y esperando pacientemente a que sus amigas terminaran.
Frente a los espejos estaban los lavabos, donde había dos asistentes,
una con una pila de toallas limpias y la otra con una cesta conteniendo
lo que parecían varias cosas: toallitas de maquillaje adicionales,
máscaras de pestañas de un solo uso, minibotellas, etcétera.
Tras echar un vistazo superficial al lote, asentí con la cabeza a las
encargadas y me dirigí a la sala de estar, donde cogí un pañuelo de
papel de los que había guardados en recipientes transparentes o
dorados y lo utilicé como excusa para mirar a mi alrededor. Por
desgracia para mí, no había ventanas y, por tanto, no había salida
trasera del baño.
Ese debía ser el motivo por el que me habían conducido a este
concretamente y por el que me habían dejado escapar de Gaven.
Incluso ahora, se cuidaba de no dejarme demasiado espacio. Mis
planes incompletos se desmoronaron cuando cerré el pañuelo de
papel en un puño y lo arrojé a la papelera con una maldición interna.
Respiré hondo y regresé al vestíbulo. Los dos hombres de Gaven
que me habían acompañado seguían allí. Ninguno de los dos dijo
nada, pero cuando me alejé del baño, sentí que su sombra me seguía.
Me abrí paso entre el club y la multitud, volviendo por el mismo
camino por el que había venido, hacia donde Gaven estaba ahora de
pie, solo, junto a la mesa de cóctel, con un vaso de cristal en la mano
y una copa de vino sin tocar esperándome.
La postura de Gaven no cambió al acercarme, solo cuando me
tuvo a la vista, su mirada se posó en mí. Se me erizó la piel al ver que
sus ojos se movían de mi rostro hacia abajo. Tragué saliva, mi boca y
garganta repentinamente secas, y tomé la copa de vino que me
esperaba. Me la llevé a los labios, di un largo trago y me detuve,
retirándola con el ceño fruncido. Era más dulce de lo esperado, con
un toque de fruta y un trasfondo de chocolate negro. Un regusto
ligeramente mordaz, pero delicioso, cubrió mi lengua.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es... diferente —murmuré, mirando fijamente el color rojo
intenso—. ¿Qué tipo de vino es?
Cuando volví la vista hacia él, vi la curva de sus labios moverse
hacia arriba mientras se llevaba la copa a la boca y se la bebía de un
trago. No contestó hasta que hubo dejado el vaso.
—Vino de granada —dijo—. Es único. Pensé que te gustaría su
sabor.
Me gustaba, pero no era eso lo que me molestó. Resurgió un
viejo pensamiento que no había recordado hasta ese momento. Cinco
años atrás, cuando era más joven y mucho más ingenua e inconsciente
de cuan malvado era realmente el mundo, había mirado a Gaven y lo
había visto como una especie de Hades, el Dios del Inframundo.
Entre todas las cosas que podía darme, el vino de granada me
parecía una especie de truco tácito, y ya lo había probado. Ya era
demasiado tarde.
Ninguno de los dos habló durante lo que me pareció una
eternidad, sino que preferimos permanecer allí, uno al lado del otro,
observando el mundo que nos rodeaba. El calor del cuerpo de Gaven
se acercó, haciéndome estremecer, pero no de forma inesperada. Me
observaba cauteloso, pero también expectante. Solo comprendí por
qué cuando terminé mi copa de vino. Me había estado esperando.
—Ha llegado la hora, Angel. —El tono grave de la voz de Gaven
me envolvió, haciendo que mis pezones chisporrotearan bajo la tela
de mi vestido mientras volvía a dejar la costosa copa de cristal sobre
el suave mantel color crema.
—¿Hora de qué? —inquirí, cogiendo la mano que me ofrecía sin
queja ni resistencia.
Sin embargo, en lugar de responder, el exasperante hombre se
limitó a sonreír burlonamente y me condujo hacia el interior del club.
Pasamos por delante de varias mujeres vestidas con trajes de noche y
hombres con esmoquin hasta llegar a una sala oscura oculta tras
cortinas de seda y custodiada por otros dos hombres. Asintieron a
Gaven y abrieron las cortinas para que pasáramos. Había un pequeño
banco de puertas dobles decorativas. Las puertas se abrieron y
dejaron ver unos ascensores. Hasta que no entramos en el pequeño
espacio no me di cuenta que los dos guardias de Gaven no venían.
—¿Gaven?
No respondió.
—¿Señor?
Seguía sin contestar. ¿Adónde coño íbamos? Intenté apartar mi
mano de la suya, pero su agarre solo se hizo más fuerte.
—No tienes por qué asustarte, Angel —dijo finalmente. De
algún modo, no me tranquilizó.
Las puertas del ascensor se cerraron y este descendió. Las luces
del botón solo iluminaban una cosa, un pequeño círculo con la letra
'D' en el centro.
Cuando el ascensor se detuvo, las puertas no se abrieron
inmediatamente. Gaven soltó mi mano e inclinándose hacia delante.
Observé cómo introducía un código en el teclado. Sonó un suave
tintineo seguido de un clic, y las puertas se abrieron para mostrar una
escena muy distinta a la del piso de arriba.
Me quedé con la boca abierta. No me moví hasta que la mano de
Gaven tocó mi espalda y me empujó hacia delante. Los latidos de mi
corazón aumentaron cuando me condujo a lo que parecía un
vestíbulo con puertas y ventanas que conducían a nuevos espacios.
Fue lo que vi más allá de esas ventanas y puertas lo que hizo que una
nueva oleada de ardiente calor me atravesara. Cuerpos desnudos
retorciéndose entre grilletes de cuero. Cadenas. Látigos. Hombres y
mujeres, con el torso desnudo o completamente desnudos. Los
gemidos que se filtraban a través del fino cristal y los golpeteos de
carne contra carne resonaban como una sinfonía impía.
—¿Me has traído a un club sexual? —siseé en voz baja, lo
suficiente para que nadie pudiera oírme.
Gaven me dirigió una mirada sombría.
—Esta es la inauguración del club, Angel —susurró,
oscureciendo su voz—. Pórtate bien.
Cerré los labios cuando se acercó una mujer bajita, vestida con
poco más que tirantes de cuero y encaje.
—Bienvenido, señor Belmonte, esperamos que usted y su
acompañante disfruten de la velada —saludó, tendiéndome un
pequeño paquete—. Estos son los artículos que ha solicitado, señor.
¿Señor? Entorné la mirada hacia ella, pero ni siquiera me saludó.
—Gracias. Eso es todo —respondió Gaven. La mujer asintió y
volvió a entrar en el club, dándose la vuelta y alejándose a grandes
pasos. La vi marcharse con una mezcla de irritación y ligera
curiosidad.
Antes de poder preguntar a qué venía aquello, Gaven giró para
mirarme de nuevo, poniéndome el paquete en mis brazos. Lo miré
fijamente antes de levantar la vista hacia él.
—Por esa puerta está el vestuario de señoras —dijo, señalando
una de las únicas puertas situadas más allá del vestíbulo que no era
de cristal—. Ve a ponerte esto y nos vemos aquí fuera.
No tenía idea de lo que esperaba al traerme aquí, pero ya sabía
que las preferencias sexuales de Gaven eran cualquier cosa, menos
normales. Eché un último vistazo a la planta principal de la nueva
versión del club, giré sobre mis talones y me dirigí a la puerta en
cuestión. El miedo se apoderó de mi estómago. ¿Sería esta la noche
en la que realmente me enteraría qué tipo de cosas me esperaba?
¿Había algo más de lo que ya había experimentado? No lo sabía, pero
tenía la sensación que pronto lo averiguaría.
CAPÍTULO 16

Angel

El paquete era ligero en mis manos cuando empujé la puerta de


los vestuarios. Estábamos en un club sexual, así que tenía una idea de
lo que podía ser. Me vinieron a la mente los recuerdos de los primeros
regalos que me había hecho Gaven. La gargantilla de diamantes que
había desmontado y vendido para empezar mi nueva vida. El trozo
de encaje apenas visible. Una vuelta oculta en el delicado tejido. La
bala vibradora que había cosido a la ropa interior no era nada en
comparación con la tortuosa varita que había enganchado a la silla a
la que me había atado días atrás. Otro escalofrío sacudió mi cuerpo
con solo pensar en aquel mueble lleno de placer y dolor, antes de
apartarlo, negándome a seguir pensando en ello.
Me adentré en el vestuario. Era diferente de un vestuario
normal, más lujoso y elegante. Eso tenía sentido, supuse. Caminé por
los suelos de mármol oscuro brillando bajo el suave resplandor de las
arañas de cristal, pasé por delante de los sofás y sillones de terciopelo
rojo y me dirigí hacia las filas y filas de casilleros de color gris oscuro
que había al fondo. Había varias cerradas y bloqueadas, así que me
acerqué a una de las abiertas y dejé el paquete en el estante de dentro,
agarrándome a ambos lados mientras intentaba respirar.
Los segundos se convirtieron en minutos intentando calmar mi
acelerado corazón. Poco a poco volví a mirar el paquete. Si me
demoraba demasiado, no me cabía duda que Gaven en persona
entraría a buscarme y yo... no quería averiguar qué ocurriría si lo
hacía. Bajé el paquete de la estantería, introduje un dedo en un
extremo doblado y desprendí el grueso papel.
Dentro, encontré un conjunto de sujetador y ropa interior de
encaje. Las copas del sujetador eran delicadas y tan blancas que eran
prácticamente translúcidas. Pasé los dedos por ellas y luego, casi con
esperanza, las levanté del envoltorio, pero no... no había nada más
dentro. No era estúpida. El color había sido jodidamente estratégico,
como si Gaven me estuviera recordando cuál se suponía que era mi
lugar. De lo que se suponía que éramos.
Maldito sea. Funcionó. Me imaginé llevándolo. Volví a
imaginarme su anillo en mi dedo, el anillo que no me había llevado
cuando hui tras la traición de Jackie.
Con un suspiro, volví a dejar el paquete en la estantería y me
estiré para desabrochar el cierre de la cremallera que cerraba mi
espalda. Sin embargo, antes de poder comenzar a desvestirme, la
puerta se abrió y unos pasos irrumpieron en el vestuario. Me giré
bruscamente para encontrarme con una mujer algo más baja que yo,
vestida con un vestido negro ceñido y cabello dorado ondulado con
mechas castañas.
No me resultaba familiar, pero cuando me vio, se le iluminaron
los ojos y sonrió ampliamente. Cambió de dirección desde los sofás
hacia mí.
—Hola, tú debes ser Evangeline —me saludó afectuosamente.
—Ah, parece que mis maridos se olvidaron de decirte que me
esperaras. —¿Había dicho maridos? ¿Múltiples? —Soy America.
—¿America...?
Soltó una risita.
—Estoy casada con el grandullón dueño de este lugar —dijo—.
No sé si te acuerdas, pero te conocí hace mucho tiempo, nuestros
padres trabajaban juntos.
—¿Quién era tu padre?
—Jason Perelli. —Observé el juego de emociones en su rostro,
de feliz a amarga en el instante en que pronunció el nombre
masculino. Supuse que no había pérdida de afecto. Pero eso no era
raro en las familias de la mafia. Mi padre había sido una anomalía.
Sin embargo, el nombre me resultaba familiar. Me sonaba.
—¿Ian Marshall? ¿Ese es tu marido? —Omití mencionar a su
padre; corría el rumor que lo había mandado matar hacía unos años,
así que dudaba que fuera un buen tema de conversación.
—Sí, Ian es mi marido —dijo, recuperando la sonrisa—.
También lo son Archer y Jensen, más o menos. Ian es mi marido sobre
el papel, pero en mi corazón, estoy casada con todos ellos.
—Vaya. —fue todo lo que pude decir—. Tienes un gran corazón.
Ella se rio y se dirigió a otra taquilla —una de las cerradas—.
Qué puedo decir, mi corazón es probablemente tan grande como sus
pollas —respondió, deteniéndose cuando se abrió su taquilla. Volvió
a mirarme—. Y por si te lo estás preguntando, son jodidamente
enormes y, lo que es mejor, saben usarlas bien.
—Enhorabuena —dije, y lo dije en serio—. Las pollas grandes
son una cosa, pero saber usarlas... eso es raro. —Finalmente me eché
hacia atrás para desabrocharme y bajarme la cremallera del vestido
mientras America empezaba a desvestirse también.
—Sé que no es nada tradicional, ni 'normal'—, pero ¿quién lo es
realmente en esta vida?
El hielo cubrió mis venas. Tradicional. Normal. Lo que más había
intentado conseguir para mí antes que todo se fuera al infierno. No,
Gaven y yo no éramos normales, ni mucho menos. Dudaba que
alguna vez lo fuéramos de verdad.
—¿Angel? —La voz de America penetró en el oscuro giro que
había nublado mis pensamientos, su tono sugería que había
pronunciado mi nombre más de una vez.
Cuando la miré, me sorprendió verla ya sin el vestido y con lo
que solo podía describirse como ropa fetichista. Su vientre, que no
había sido muy evidente bajo el vestido de noche, sobresalía
ligeramente, suavemente redondeado, lo que hizo comprender que
estaba embarazada. La miré boquiabierta.
—¿Estás bien? —me preguntó.
No había estado bien desde el momento en que vi a Gaven
Belmonte. Sin embargo, mentí.
—Sí, por supuesto —dije, apartando la mirada de su vientre. Sus
pechos estaban cubiertos por un sujetador rojo intenso que parecía
una concha de encaje similar al sujetador que me habían regalado.
Los tirantes rojos se entrecruzaban sobre su caja torácica y la ropa
interior a juego que llevaba apenas cubría su coño. El calor se apoderó
de mis mejillas y me apresuré a apartarme.
—¡Mare! Veo que has conocido a la mujer de Gaven —dijo el
tono familiar de Katerina. La seguía de cerca su amante, Genevieve,
la otra mujer que había conocido arriba.
—Sí, estábamos hablando —respondió America—Mare. Me
sujeté la tela del vestido contra mi pecho, frunciendo el ceño y
pensando en cómo cambiarme sin que me vieran. Aunque supuse
que, si iba a salir con poco más que trozos transparentes de nada, en
realidad no importaba, ¿verdad?
Genevieve se puso a mi lado, abriendo una taquilla entre Mare
y yo—. ¿Está emocionada, señora Belmonte? —preguntó con
curiosidad mientras Katerina y America hablaban.
—Por favor —dije—, llámame Angel. Y ...supongo que sí. —
Emocionada no era la palabra que yo habría utilizado, pero
probablemente estas mujeres no conocían los detalles de mi actual
relación con Gaven. Un matrimonio... yo no lo llamaría así. Más bien
cautiva y captor. Por ahora, al menos.
Genevieve me lanzó una mirada cómplice.
—¿Primera vez?
Asentí.
—No te preocupes, al principio puede resultar un poco
abrumador, pero estoy segura que encontrarás algo que te guste.
Dudo que el Sr. Belmonte te hubiera traído aquí si no tuvieras una
relación similar a la del resto de nosotras.
¿Similar? Tal vez. Con estipulaciones. Esta era la afición de
Gaven y, aunque recordaba cómo me había hecho sentir curiosa,
excitada, hambrienta de más, una verdadera relación BDSM habría
requerido confianza y comprensión, y eso no lo teníamos.
—Si te sientes incómoda, díselo a Gaven —intervino Mare—.
Para eso está la palabra segura.
Suspiré y me solté el vestido. Se deslizó a lo largo de mi cuerpo
hasta caer al suelo a mis pies.
—Tienes razón —mentí con facilidad. Aunque Gaven me había
dicho antes que podía usar el término «rojo», tal y como estaban las
cosas, dudaba que eso lo detuviera siempre, no cuando me retenía
contra mi voluntad y yo seguía buscando cualquier oportunidad para
escapar.
—Tiene razón —convino Genevieve—. Entonces tendrás esa red
de seguridad si te presionan demasiado. —Genevieve y Katerina se
fueron desvistiendo en sus propias taquillas, despojándose de sus
vestidos de gala como si fuera la cosa más normal del mundo.
Cogí la ropa interior que me había proporcionado Gaven y la
deslicé por mis piernas. ¿Por qué no me sorprendió que fuera un
tanga? Los cordones se acomodaron en mis caderas y me incliné a
recoger el vestido de noche que me había puesto y colgarlo en la
taquilla que había ante mí. Mientras las demás mujeres hablaban
entre ellas, terminé de colocarme el sujetador y de engancharlo en su
sitio. Las copas de encaje se amoldaron a mis pechos y, cuando miré
hacia abajo, me sorprendió ver que mis pezones se perfilaban
claramente.
No era la ingenua virgencita con la que Gaven se había casado
por primera vez, pero estar desnuda con él y dentro de los confines
de mi prisión -mi habitación- era diferente a estar desnuda delante de
desconocidos. Nunca había esperado que se sintiera tan cómodo
obligándome a pasear por un club en poco más que... esto.
Sacudiéndome los pensamientos, continué quitándome las joyas
que había llevado con el vestido y las coloqué dentro de la taquilla.
Dudando sobre el collar, decidí dejarlo. Si la suerte me acompañaba,
no volvería a por el resto. Había llegado el momento de dirigirme
hacia él. Inspiré y me volví hacia las otras mujeres que esperaban.
—¿Preparada? —preguntó Mare.
Asentí con la cabeza. Tan preparada como nunca lo estaría. Me
ofreció una sonrisa amable y, juntas, las cuatro nos dirigimos a la
salida.
Aunque había llegado al club sin sujetador ni ropa interior,
ahora era lo único que llevaba. Mis pechos estaban apretados en el
sujetador más estrecho y pequeño que había visto en mi vida. Sin
embargo, la cinta que rodeaba mi cintura era perfectamente cómoda.
El tejido era suave y caro. Incluso el encaje que cubría las copas por
delante no raspaba ni picaba. El problema eran las copas en sí.
Normalmente prefería una cobertura total, pero estas eran
menos de media copa. Me levantaban los pechos, con los pezones a
punto de quedar al descubierto y el color visible a través de la fina
tela cuando me abrazaban y apretaban. Ya sabía dónde me llevaría
aquella noche, con aquel conjunto arrastrándome y la polla de Gaven
metiéndose dentro de mí. Solo de pensarlo se me retorcían las
entrañas. El pequeño triángulo de encaje que cubría mi coño no
contribuía en absoluto a aliviar mis nervios.
—¡Espera! —gritó Mare al acercarme a ellas y me detuve,
frunciendo el ceño, pensando que había olvidado algo. Señaló mis
tacones—. Deberías deshacerte de ellos, o vas a pasar una noche muy
incómoda.
Miré hacia abajo y luego al resto de sus pies. Katerina era la
única que aún llevaba tacones; Genevieve y Mare estaban descalzas.
Aquello parecía poco higiénico. Hice una mueca, y Mare debió ver el
disgusto en mi expresión porque soltó una ligera risita y sacudió la
cabeza mientras yo volvía a levantar la mirada hacia la suya.
—No te preocupes —dijo, prácticamente leyéndome la mente—
. El suelo está limpio. Ian nunca me dejaría pasear en mi estado si no
estuviera todo impoluto.
—Estoy de acuerdo con ella —dijo Katerina—. La mayoría de las
subordinadas prefieren ir sin tacones, a menos que sus Doms les
pidan lo contrario. Si Gaven no te dijo específicamente que te los
dejaras puestos, creo que es justo que te los quites.
Gaven no había dicho nada sobre el calzado. Así que me volví
rápidamente y me despojé de los tacones, metiéndolos en la taquilla
antes de volver a cerrarla y unirme al grupo en la entrada.
—¿Mejor? —preguntó Genevieve.
—En realidad, sí —dije, moviendo los dedos de los pies—.
Mucho.
Ella asintió y se inclinó hacia Katerina.
—Kat prefiere que los lleve puestos, pero es amable conmigo.
Katerina sonrió suavemente a Genevieve, que, sin sus tacones,
era varios centímetros más baja—. Prefiero verte atada de otras
maneras, mascota —dijo.
Desvié la mirada, sintiendo que estaba espiando algo íntimo.
Mare se acercó a mí.
—Muchas sumisas van descalzas —dijo—. A los Doms parece
gustarles la idea que sus sumisas lleven lo menos posible, aunque
ellos estén completamente vestidos, algo sobre la dinámica de poder.
—También ahorra tiempo tener que quitárselos durante el juego
—explicó Katerina—. La mayoría de las que llevan o no se sienten
cómodas estando descalzas o las llevan por sus roles o kinks1. No
hacía falta ser un genio para darse cuenta de la sonrisa burlona y la
mirada acalorada que dirigía a Genevieve—. Si tienes alguna
pregunta o quieres hablar más sobre el club y el estilo de vida, o
simplemente charlar, no dudes en preguntar.
—Es muy amable de tu parte —dije, dudando que alguna vez
tuviera esa oportunidad—. Gracias.
Katerina asintió y saludó con la mano.

1 El término kink ha sido reclamado por quienes practican el fetichismo sexual como un
término o sinónimo de sus prácticas, lo que indica una gama de prácticas sexuales y eróticas
desde la objetivación lúdica hasta la sexual y ciertas parafilias.
—Adiós, Mare. Adiós, Evangeline, ha sido un placer conocerte
—dijo cuando ella y Genevieve desaparecieron de los vestuarios.
Mare me miró.
—¿Estás lista? —preguntó.
—Es la segunda vez que me lo preguntas —señalé.
—Ya, supongo que sí —asintió—. Aunque la primera vez
mentiste.
Parpadeé y me encontré con su mirada. Sus iris marrón claro
moteados de dorado rebosaban calidez y comprensión. Tal vez se
debiera a su relación conmigo —los Perelli y los Price—, pero tenía la
sensación que sabía más de lo que decía sobre mi situación con
Gaven.
—Es que es la primera vez que hago esto realmente —dije—. Los
nervios... ya sabes cómo son. —Recé en silencio para que no insistiera.
Me miró con una expresión reflexiva en el rostro. El silencio que
reinaba entre nosotras era asfixiante, pero no intenté romperlo,
insegura de lo que pasaba por su mente.
—Tú y Gaven no sois los típicos dom y sumisa, ¿verdad?
La pregunta fue directa, demostrando mi teoría. Quizá estaba
perdiendo mi habilidad. Creía haber dominado las lecciones que me
había enseñado mi amiga. Hacía dos años, Scarlett había hecho todo
lo posible por enseñarme todos los trucos que sabía, cuando nos
conocimos en Italia. Como una de las mejores ladronas del mundo,
comprendía la importancia de enmascarar las emociones. Sin
embargo, ahora sentía que me abrumaban, que se desbordaban.
Desde que Gaven me había apartado de las calles, secuestrándome,
el control que tanto me había costado conseguir se me escapaba cada
vez más.
—No te preocupes, no es obvio. Al menos, no para los demás —
explicó Mare cuando no respondí de inmediato—. Pero veo un poco
de mí en ti, Angel.
—¿De ti? —No supe qué responder a eso.
—Sí, y si quieres mi consejo... ¿de princesa de la mafia a princesa
de la mafia? Deja de intentar escapar de ello. —Me puse rígida ante
eso, pero ella continuó—. Ambas nos vimos forzadas a una vida que
nunca quisimos, aunque realmente no tiene sentido huir de ella. Eres
quien eres, al igual que yo. Cuando dejé de huir... cuando me detuve
y me enfrenté por fin, me resultó más fácil vivir. La reputación de
Gaven Belmonte le precede, así que si tengo que adivinar es un poco
más... hábil de lo que eran mis hombres, pero aun así... confía en mí.
Cuando al final lo aceptas, el resto surge de forma natural.
Había crudeza en sus palabras. Dichas con suavidad, pero aun
así, calaron profundamente, hiriéndome, revelando cosas que
hubiera preferido mantener ocultas. Mis miedos. Mi ansiedad. Mi ira.
¿Dejar de huir?
¿Dejar de intentar escapar?
No podía hacerlo... ¿o sí? Era como si todos los secretos más
oscuros que había intentado guardar, ocultar en las profundidades de
mi alma, hubieran salido a la luz para que todos los vieran... o al
menos para que esta mujer los viera.
—Si alguna vez necesitas ayuda, estoy segura que tienes una o
dos amigas, no pareces de las que van por libre mucho tiempo. Y
aunque no la tengas, siempre puedes preguntar por mí. Estaré
encantada de ayudarte, Angel. Debería haber más de nosotras en este
mundo dispuestas a echar una mano. Ya es bastante solitario y
oscuro. —Antes incluso que pudiera responder, America dio un paso
atrás y salió del vestuario con una última sonrisa.
No supe cuánto tiempo estuve allí de pie, rumiando lo que había
dicho, pero por primera vez en lo que me pareció una eternidad, no
me sentí tan sola. Me pregunté si tendría razón. ¿Podría pedir ayuda?
¿Serviría de algo? Me mordí el labio. Aún dudaba si abrirme a Gaven
y contarle la verdad. Le pondría en un peligro innecesario.
Por ahora, sin embargo, no necesitaba pensar en ello. Lo único
que tenía que hacer era salir y presentarme ante mi Dom.
A Gaven... mi Amo.
CAPÍTULO 17

Gaven

Necesitaba una copa. Algo fuerte, me di cuenta al ver que Angel


se marchaba rumbo a los vestuarios, balanceando las caderas con esa
naturalidad suya. Probablemente ni siquiera se daba cuenta, pero
cada movimiento que hacía era condenadamente sensual. ¿Había sido
un error traerla aquí?
Casi tan pronto como tuve ese pensamiento, vino a mí el objeto
de mi necesidad. Una camarera de aspecto más bien joven se detuvo
a mi lado, con los ojos cuidadosamente bajos y el sencillo collar
alrededor de la garganta que la marcaba como sumisa al servicio del
club. Me ofreció una copa de su bandeja y la tomé.
Sin duda, Ian se había esmerado en la inauguración del club de
la planta baja y de la Mazmorra situada debajo. Asintiendo a la joven,
cogí una de las copas de cristal.
—Gracias.
—De nada, señor —dijo la subordinada antes de alejarse,
llevando su bandeja a otro grupo de hombres que merodeaban cerca.
Éramos muchos, hombres y mujeres, Doms y Dommes, esperando a
que salieran sus sumisas antes de entrar en la sala de juegos de la
Mazmorra.
Llevando el vaso de líquido ámbar hacia el vestíbulo principal,
miré a través del cristal hacia el interior y me llevé el alcohol a los
labios. El whisky especiado rozó mi lengua y me quemó fácilmente
en la garganta. Todo, en efecto.
Suspiré y tomé asiento en uno de los lujosos sillones cercanos.
Una cara conocida salió de los ascensores cercanos y se dirigió hacia
los vestuarios. Sonreí al ver a America, antes Perelli, ahora Marshall—
Travis—Petrov, entrando en los vestuarios femeninos.
Como si hubiera conjurado a los hombres, Ian, Archer y Jensen
salieron del ascensor detrás de ella. Archer fue el primero en verme y
levantó la mano en señal de saludo.
—¡Gaven! —exclamó al girarse y dirigirse hacia mí,
deteniéndose apenas cuando la camarera se acercó a ellos. Le sonrió
y se tomó un trago antes de terminar el trayecto. Se dejó caer en un
sillón a mi derecha y exhaló un suspiro—. Qué noche, ¿verdad?
Arriba había sido mucho más reservado. Por otra parte, el
público que se permitía aquí abajo era, sin duda, más cerrado y
mucho más investigado que el de arriba.
—Así es —dije.
Ian y Jensen se acercaron, aunque un poco más despacio, ahora
también con bebidas en la mano. También ellos tomaron asiento
frente a nosotros.
—Felicidades de nuevo —dije—. El club de arriba era una
maravilla, pero la Mazmorra... bueno, tienes motivos para estar
orgulloso, Ian.
—Todos los tenemos —respondió Ian—. Archer diseñó él
mismo el sistema de seguridad y Jensen ayudó a construirlo. —No
me sorprendió esa información, los tres siempre participaban en el
trabajo de los otros. Se movían como una unidad, siguiendo sus
indicaciones, pero nadie se quedaba nunca atrás o fuera. No me
sorprendió que acabaran casándose con la misma mujer.
Ahora eran los orgullosos propietarios no solo de una de las
Princesas de la Mafia más infames de nuestro mundo, sino de la
Mazmorra BDSM más exclusiva de Nueva York. Volví a mirar a mi
alrededor. A este nivel únicamente se permitía el acceso a los más
ricos y a aquéllos investigados mediante multitud de comprobaciones
de sus antecedentes personales y entrevistas con personas que
llevaban ese estilo de vida. Este era un lugar ajeno a guerras y
secretos, y no había motivo para ocultar conexiones y emociones
cuando se trataba de amigos o socios comerciales.
—Y bien, ¿cómo te ha ido? —preguntó Archer, dando un sorbo
a su bebida y recostándose contra los oscuros cojines de su sillón.
—Bien —dije. El silencio acompañó mi respuesta. Jensen y
Archer enarcaron una ceja en señal de pregunta antes de intercambiar
una mirada cómplice.
—¿Y ...? —insistió Archer.
—Y nada —dije. Di un sorbo a mi bebida, deleitándome con el
ligero ardor que me producía al bajar por la garganta y entibiar mi
pecho.
—Eso es una mierda —comentó Jensen—. No creas que no
vimos la forma en que tú y tu mujer os comportabais el uno con el
otro.
Archer me miró, pero no respondió a los comentarios de su
amigo. A pesar de su relación, agradecí que no hubiera difundido la
noticia cuando le pedí ayuda. Aunque sabía que las circunstancias
habrían sido diferentes si hubiera afectado a su pequeño grupo.
—Sí, bueno, hubo complicaciones, pero ha vuelto —dije—. Y no
volverá a marcharse. —No, aunque tenga que romperle las putas
piernas y atarla al extremo de mi cama.
—¿Entiendo que se ha ...resistido? —preguntó Ian.
—Ya irá aprendiendo. —Vacié mi vaso, el alcohol quemaba peor
esta vez. O se había vuelto más fuerte o el rumbo de esta conversación
me estaba amargando el humor rápidamente.
—Las mujeres son criaturas extrañas —dijo Ian con una mirada
cómplice—. Cuando crees que les estás enseñando una lección que
necesitan aprender para sobrevivir, se dan la vuelta y eres tú quien
aprende algo nuevo.
Tuve la impresión que para estos tres hombres, America huyó
igualmente también de ellos. Me incliné hacia delante en mi asiento,
dejando mi vaso, ahora vacío, sobre la mesa entre nosotros.
—Ella es más testaruda si cabe que antes —admití.
Aquello se ganó un bufido de Archer y un arqueo de cejas aún
mayor por parte de Jensen.
—¿De verdad te sorprende tanto? —preguntó Archer.
Antes de poder responder, habló Ian.
—Ha estado ausente —dijo—. Te eludió durante años, según
recuerdo, hizo un trabajo bastante bien si has tardado tanto en
atraparla.
Pensé en ello. Sí, había sido especialmente difícil localizar a
Angel. Cada vez que creía que me había acercado, volvía a
desaparecer. Siempre iba un paso por detrás, y yo no estaba
acostumbrado a eso. La semana anterior, cuando chocó contra mí en
la acera, sentí una oleada de alivio y triunfo. Nunca antes había
sentido tan intensamente el subidón de una victoria. Había
significado más que cualquier trabajo que hubiera conseguido
realizar. Era otro tipo de logro.
—Tú simplemente necesitas follártela y hacer que se corra —dijo
Jensen—. Una vez que una mujer se da cuenta que no puede
conseguir lo que tú puedes darle en ningún otro sitio, se mantendrá
en su sitio.
Arqueé una ceja.
—Eso te funcionó bien la primera vez, ¿cierto?
Parpadeó, despacio y largamente, y entonces comprendió. Su
rostro se tiñó de rojo y se incorporó.
—Escucha, hijo de puta, yo no...
—Es suficiente, Jensen —soltó Ian, cortando a su amigo—. No
dejes que te altere.
—Ya. —Archer se echó a reír—. De todos modos, es demasiado
fácil conseguirlo. —Y como si Ian y Archer lo hubieran planeado,
Jensen se volvió y se abalanzó sobre su amigo. Archer escuchó a
Jensen despotricar y divagar, dejándonos a Ian y a mí
considerándonos el uno al otro casi en silencio.
—No tengo intención de entrometerme en tu relación con tu
esposa, Gaven —dijo al cabo de un rato—, pero un hombre tiene que
preguntarse, al traerla aquí, si no estarás pretendiendo controlarla
con tu estilo de vida.
—Es mía para hacer con ella lo que quiera —repliqué con
frialdad.
La mirada oscura de Ian se clavó en la mía. Fría. Impenetrable.
Me recordaba, más que a Archer o a Jensen, a mí mismo, ciertamente,
al menos, a una versión más joven de mí mismo.
—Siempre has tratado con bastante frialdad a las mujeres que
has tomado como sumisas, Gaven —dijo—. Archer me ha dicho que
es la primera vez que te ve tan... sentimental.
Mi labio superior se curvó.
—No soy sentimental. —La mera idea era enfermiza.
Ian no parpadeó. Su mirada no vaciló. Joder. Quizá había
actuado con excesiva dureza. Me obligué a aflojar los hombros y me
relajé en el sillón acolchado.
—Para ser un hombre desinteresado en curiosear, desde luego
te gusta comentar cosas que no son de tu incumbencia —dije.
—Solo hago observaciones, señor Belmonte —replicó Ian—. Si
repercuten en ti, tienes razón, no es asunto mío.
Maldito sea, pensé.
—¿Qué quieres saber? —exigí. El aire se volvió denso y noté que
la conversación entre Jensen y Archer había caído en saco roto. Los
dos nos observaban sin disimulo. Era evidente.
Ian se inclinó hacia delante y dejó su vaso sobre la mesa junto al
mío vacío antes de apoyar los codos en las rodillas.
—¿Por qué la introdujiste en el estilo de vida, por no hablar de
traerla aquí, si no tenías una verdadera relación Dom/sub? Sabes muy
bien cómo está visto abusar de una relación así.
—La relación que tengo con mi mujer no es de tu incumbencia,
Marshall —murmuré, cortándole con un tono letal, pero él no se
arredró.
Archer ladeó la cabeza en mi dirección.
—Ian tiene razón, Gaven —dijo—. ¿Qué impide que convirtáis
esta ...faceta —movió la mano libre al pronunciar la última palabra—,
en una verdadera relación Dom/sub?
—No puedo fiarme de una esposa que traiciona a su marido la
misma noche en que juró obedecerle —exclamé.
Archer silbó.
—Bien, maldición, no pensé que corriera tan rápido —dijo. Claro
que no, lo había mantenido en secreto.
—¿Qué hiciste para asustarla? —preguntó Jensen—. La hiciste
correrse, ¿verdad? El punto G es...
—Conozco bien el punto G de una mujer, Jensen Travis —gruñí.
Ian tarareó en lo más profundo de su garganta y finalmente se
recostó en su asiento, su dura expresión cambió a ser contemplativa
y pensativa mientras pasaba la mano por su mandíbula. Jensen y
Archer se tranquilizaron, relajándose visiblemente en sus respectivos
asientos. Sus palabras se habían vuelto burlonas en lugar de
ofensivamente tensas.
—Entonces, ¿por qué crees que ahora se enfrenta a ti? —
preguntó Ian.
Esa era la gran pregunta, ¿no? ¿Por qué?
Tenía mis sospechas. Angel nunca habría hecho daño a su padre,
ni siquiera después de verse obligada a casarse con un hombre como
yo. Y no es que no pudiera —tenía la sensación que Angel era lo
bastante despiadada cuando la empujaban a hacer lo que fuera
necesario... incluso matar—, pero había querido a Raffaello Price.
Incluso yo, que nunca había pensado en mi familia ni había conocido
el amor de un padre, me di cuenta de ello.
En cambio, su hermana, la zorra intrigante que era, no tenía esos
sentimientos. Había estado celosa y, por lo que yo sabía, seguía
estándolo. Tras la muerte de su padre, Jacquelina Price no había
tardado en mostrar su vileza y astucia. Me había arrebatado la
Familia Price con una intención regocijante. Definitivamente habría
tenido los cojones de asesinar a su padre, obligar a su hermana a
marcharse y condenar al ostracismo a uno de los sicarios más
buscados en su complot para apoderarse del negocio familiar.
—¿Gaven? —La voz de Archer interrumpió mis pensamientos,
y volví a mirar a los tres hombres que esperaban.
—Hay más elementos en juego, más jugadores en la partida
además de Angel y yo —dije simplemente, sin querer revelar
demasiada información.
Ian sonrió satisfecho, sabiendo perfectamente lo que estaba
haciendo.
—La opción es sencilla entonces, ¿no? —Me tocó a mí enarcar
una ceja ante su críptica pregunta de mierda. Su sonrisa cruel se
ensanchó al ver mi confusión.
—Elimina lo que sea que se interponga en el camino, lo que sea,
o quien sea que la alejó en primer lugar. Así no tendrá necesidad de
seguir huyendo, ¿no?
Imitando la forma en que Ian se había hundido en su sillón,
reflexioné sobre sus palabras. Siempre había pensado ir a por
Jacquelina. Tenía que pagar por lo que había hecho tanto a Raffaello
como a Evangeline. Además, se interponía en el camino de lo que era
mío por derecho. El Imperio Price.
Quizá lo único que tenía que hacer ahora era adelantar mi línea
temporal. Tal vez entonces Angel se sintiera lo bastante segura como
para acudir a mí por sí misma, para revelarme su verdad, para
quedarse.
—Mare. —Mi atención fue sacada de mis pensamientos por el
tono de Ian. Levanté la vista cuando Ian se puso en pie. Archer y
Jensen lo imitaron. Seguí su atención hasta la parte delantera del
vestuario femenino para ver que America había salido y sonreía
caminando hacia nosotros.
Al acercarse, su atención pasó de sus hombres a mí. Sus ojos se
tensaron y sus labios se endurecieron.
—Gaven.
—America.
—Sabes cómo debes llamar a los Doms en el club, Mare —la
reprendió Ian.
America se sonrojó y luego asintió con la cabeza.
—Mis disculpas, señor. Me alegro de verte.
—Estás preciosa, America. —Aunque no se parecía en nada a mi
Angel, lo dije en serio. America era una mujer impresionante.
Ligeramente redondeada, curvilínea, largos mechones castaño claro
enmarcando su rostro hasta sus pechos. Hice una breve pausa al
detenerme en su vientre y en el evidente abultamiento que había allí.
—Gracias, señor —respondió America.
—Vámonos —dijo Jensen, avanzando hacia ella y rodeándola
con un brazo—. Tengo una escena que quiero hacer contigo, dulzura.
—¿Una escena?
—Una escena traviesa —contestó Archer, inclinándose hacia su
lado opuesto y dándole un beso en el hombro.
Ian se quedó un momento atrás mientras Archer y Jensen se
llevaban a su mujer.
—Si quieres lo mismo que nosotros, Gaven —dijo, captando mi
atención una vez más—, te sugiero que hables con tu esposa.
Averigua la verdad. Alguien tiene que ceder primero. La confianza
es la única forma en que funciona una relación como la que buscas.
—Nunca había necesitado confiar en mis sumisas, no de la
misma forma que tengo que confiar en Angel —admití—. Nuestra
relación es diferente.
—Porque es para siempre —respondió. Luego, sin decir nada
más, siguió a sus hombres y a su mujer, y yo me quedé esperando a
la mujer que envié mucho antes que America.
Suspiré y miré mi vaso vacío. Sin duda esperaba por muchas
razones: ¿buscaba una salida? ¿O estaba nerviosa por salir vestida con
la ropa que le había pedido? Tenía que admitir que la idea de pasear
a mi esposa por la Mazmorra en lencería me producía a la vez unos
dolorosos celos y una orgullosa excitación.
Quería que otros la vieran, que la desearan y que supieran que,
si alguna vez se atrevían a tocarla, les rebanaría las entrañas y los
colgaría con sus propios intestinos.
Pasó un rato y, justo cuando estaba convencido que tendría que
enviar a una de las camareras a buscarla, por fin se abrió la puerta.
Me levanté cuando apareció un destello blanco. Mi boca se secó.
Angel salió de los vestuarios y recorrió el vestíbulo buscándome.
Sus ojos encontraron los míos y sentí que la polla se crispaba en
mi pantalón. Joder, estaba deliciosa. El perfecto paquete de inocencia
blanca. Pero ya no era inocente. Lo sabía. No era la misma mujer con
la que me había casado, aunque eso no significaba que no pudiéramos
fingir a veces.
Yo era mucho mayor que ella y, aunque hubiera pasado media
década desde la última vez que la vi como la joven virginal obligada
a casarse con un hombre dieciocho años mayor que ella, al menos
tenía que reconocer que había madurado. A medida que avanzaba
hacia mí, balanceando las caderas, con las blancas tiras de su tanga
ajustándose a sus costados a cada paso, tuve que contenerme para no
correrme en el pantalón como un joven inexperto.
No se detuvo hasta que estuvo delante de mí, su rostro
ligeramente alzado revelando el tono rosáceo claro que cubría sus
mejillas. ¿Avergonzada? sonreí. Me gustaba ese toque humillante que
sentía. Sabía que si introducía mis dedos entre sus muslos, no sería
tan tímida como aparentaba. Estaría húmeda y lista para ser usada.
—Estás preciosa, esposa —murmuré. Pasó un hombre con una
joven pelirroja del brazo. A pesar de ello, su atención se desvió y se
detuvo en el culo de Angel. Un arrebato de rabia me golpeó. Al
mismo tiempo, otro sentimiento surgió de las profundidades.
Orgullo. Posesividad. Podía mirar, pero nunca podría tener lo que
siempre había estado destinado a ser mío.
Avancé hasta que mi frente estuvo justo contra la suya. Bajé sus
pestañas mientras le rodeaba la nuca con una mano y acercaba su cara
a mi pecho. Esta mujer testaruda y luchadora era mía. Esta noche
pretendía demostrarle lo mucho que se estaba perdiendo al huir... y
lo mucho que me desearía en el futuro, durante el resto de nuestra
vida de casados.
Porque Angel estaba atada a mí, ahora y para siempre.
«Hasta que la muerte nos separara»
CAPÍTULO 18

Angel

La música filtrándose por unos altavoces ocultos era grave y


latente. Sensual, un ritmo profundo sin letra, destinado a potenciar
las emociones volátiles del oyente o... en este caso, la lujuria.
Prácticamente me estremecí al entrar en la sala principal.
Debería haber sabido que Gaven no me dejaría salir de mi jaula sin
un propósito. El hombre no era más que un pervertido malvado.
Gemidos. Jadeos. Gritos de liberación llenos de dolor y de placer. Solo
su sonido, combinado con las voces de la gente de la sala, me ponía
de los nervios, recordándome el viaje en limusina hasta aquí.
Como si pudiera sentirlo, la mano de Gaven bajó por mi espalda,
las yemas de sus dedos rozaron ligeramente mi espalda, haciendo
que me tensara.
—¿Sucede algo, tesoro? —preguntó, aunque su tono era un poco
burlón.
¿Intentaba incomodarme? Eché la cabeza hacia atrás y lo miré a la
cara, pero, como siempre, parecía tener la mayoría de sus emociones
ocultas. Bueno, no le daría la satisfacción de mi incomodidad. Se
enteraría que su preciosa esposa era una mujer nueva, una mujer
diferente.
—Por supuesto que no —mentí, ofreciéndole una pequeña
sonrisa—. Gracias por traerme esta noche, Ga …Amo. —me corregí
rápidamente, consciente de nuestra ubicación y de lo que esa frase
significaba para él aquí.
Aquí, en este club, él era el Amo y yo la esclava.
La mirada de Gaven se estrechó en mi rostro.
—¿Damos una vuelta? —Aunque estaba formulado como una
pregunta, era evidente por la forma en que me cogió del brazo sin
esperar respuesta que no la esperaba.
No me resistí. En lugar de eso, me deslicé grácilmente a su lado,
dejando que Gaven tomara la iniciativa mientras yo recorría la zona
en busca de una escapatoria. Ahora mismo no podía hacerlo, pero no
se sabía si, más tarde podría tener una oportunidad. Tendría que
aprovechar cualquier oportunidad.
Cuanto más nos adentrábamos en la planta principal del club y
más nos alejábamos de sus amigos, más oscuras se volvían las
escenas. Mujeres encadenadas a las paredes mientras sus homólogos
masculinos permanecían de pie a sus espaldas. A veces, un hombre
se colocaba detrás y lanzaba un látigo de aspecto especialmente
malvado contra sus espaldas, provocando gritos de dolor. De vez en
cuando, pasábamos por una alcoba más oscura y un hombre estaba
mucho más cerca con una mujer desnuda inclinada sobre varios
objetos, bancos de madera para azotes, sofás de cuero y más, mientras
las penetraban con rápidas embestidas animales.
Mis labios se torcieron de desagrado. En los últimos años había
aprendido un par de cosas sobre el mundo de la esclavitud y la
sumisión, y si esto era lo que Gaven esperaba de mí, podía
jodidamente olvidarse de ello. Aunque había muchas formas de vivir
el estilo de vida del BDSM, había encontrado una y solo una que me
había atraído, que realmente había tenido sentido.
Un Dom que no comprendía dónde residía el verdadero control
no era un Dom en absoluto, sino un maltratador. Al final, era la
sumisa quien les daba permiso.
La curiosidad me hizo desviar la mirada hacia el hombre a mi
lado mientras sus dedos subían y bajaban por mi espalda casi
distraídamente, como si no pudiera evitar tocarme. Al principio, creí
que no se había dado cuenta, pero al cabo de unos instantes, la
comisura de sus labios se crispó. Y, sin mirarme, habló.
—¿Quieres decirme algo, Angel?
Parpadeé—. Tal vez.
Por fin volvió su atención hacia mí y me quedé con todo el peso
de sus ojos azules como la medianoche.
—¿Nerviosa? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Solo... confusa.
Arqueó una sola ceja oscura.
—¿Sobre qué?
Señalé la habitación que nos rodeaba y él me empujó contra la
pared, lejos de la pequeña multitud de espectadores que
contemplaban las escenas, una mezcla de Dommes y Doms y sus
sumisas, todos contemplando el exhibicionismo.
—Sobre lo que esperas de mí —dije sin rodeos. No tenía sentido
evadirme con él, ya no. No conseguiría lo que quería de mí, no por
mucho tiempo, pero eso no significaba que no sintiera curiosidad.
Gaven se volvió y me arrimó más a la pared. Por encima de su
hombro, mi atención se fijó en un Dom en particular, que se exhibía
ante los curiosos. El hombre, aunque obviamente bien musculado,
tenía varias cicatrices en el pecho y la espalda desnudos. Blanqueaban
su piel bronceada, ondulando con los movimientos cuando retrocedió
y golpeó a la mujer que había atado contra la pared.
Era una mujer más corpulenta, sujeta con cuerdas, las manos
atadas por encima de la cabeza mientras un hombre moreno la
azotaba con un látigo de nueve colas. Ella gritó cuando él la golpeó
de nuevo, su cuerpo temblando por el golpe. Sin embargo, un instante
después, un gemido grave reverberó en su garganta, haciendo saber
a todos que no solo sentía dolor. La sensación también le producía
placer.
Los dedos de Gaven encontraron mi barbilla y volvieron a
dirigir mis ojos hacia él.
—¿Ves algo que te guste? —preguntó. Su voz grave retumbó en
mis oídos al inclinar la cabeza cerca de la mía.
Tragué saliva contra una garganta repentinamente seca.
Dejando a un lado los látigos y las perversiones, era capaz de
llevarme directamente al orgasmo con su voz profunda y sedosa. A
pesar de haberme visto obligada a estar en su espacio durante los
últimos días, ahora que estaba fuera de su casa y rodeada de otras
personas, me di cuenta de lo unidos que estábamos.
El calor de su cuerpo prácticamente me quemaba cuando se
inclinaba hacia mí. Hacía tanto tiempo que no estaba en su presencia.
Cinco largos y solitarios años. De algún modo, me lo recordaba ahora
que estábamos frente a algo aparentemente tan brutal. Nos
conocíamos desde hacía poco tiempo. Demonios, solo habíamos
estado casados una noche antes que lo dejara y huyera, y sin embargo,
de algún modo, se había convertido en una parte importante de mi
pasado. La mayor parte de mi motivación para huir de Jackie no había
sido lo que le había hecho a nuestro padre, sino lo que había
amenazado con hacerle a él. Mi padre ya no estaba, y no había forma
de cambiar ese hecho, pero Gaven no tenía por qué sufrir solo por el
odio que Jackie sentía hacia mí.
Sacudí la cabeza, deshaciéndome involuntariamente de su
agarre. La mano de Gaven se movió hacia abajo, y esta vez su mano
tocó mi garganta. Mi respiración se entrecortó y la totalidad de mi
atención se estrelló contra su rostro.
—Allá vamos —dijo Gaven—. No me quites los ojos de encima,
amor. Ahora, responde a mi pregunta. ¿Ves algo que te guste?
—Parece doloroso —respondí.
—El dolor está en el ojo del que mira —dijo—. La tolerancia de
cada persona es diferente.
Tragué saliva bajo el apretón de su mano. Aunque era
cuidadoso, su agarre seguía presionando con más fuerza el collar
alrededor de mi cuello contra mi carne.
—Nunca respondiste a mi pregunta —cambié de tema—. ¿Qué
quieres de mí, amo?
—Quiero lo que me prometieron —dijo Gaven, oscureciéndose
su mirada cuanto más me miraba—. Quiero a mi esposa. De rodillas.
De espaldas. Con las piernas abiertas. Quiero que me lo dé todo. Su
alma y su sumisión.
La mano que me rodeaba la garganta se contrajo mientras
hablaba. Las puntas de sus dedos apretaron los lados de mi cuello,
provocándome estremecimientos. ¿Cómo demonios podía tener tal
dominio sobre mi cuerpo sin intentarlo siquiera? No era justo.
—No me gusta el dolor —le recordé—. Si ese es el tipo de...
Interrumpió mis palabras con una risita grave y retumbante.
—Oh, cariño —dijo, sacudiendo la cabeza—, si crees que no te
gusta el dolor, es que no te conoces. No te gusta el dolor, jodidamente
lo adoras.
Mis labios se entreabrieron y me invadió una oleada de
irritación.
—No, no me gusta...
Su mano apretó con más fuerza mi garganta, cortándome el
paso. La sangre corrió por mis venas conforme él apretaba, estrujando
con una fuerza imposible, hasta que el mundo empezó a desvanecerse
y el negro invadió los bordes de mi visión. Jadeé y levanté las manos,
aferrándolas a su antebrazo.
—¿Recuerdas cómo te quité la virginidad, Angel? —susurró
contra un lado de mi cara—. ¿Cómo te rodeé la garganta con la
corbata y te até las piernas abiertas para mi puño? ¿Cómo te follé con
la mano, añadiendo dedo tras dedo hasta que tu apretado coñito
virgen lo recibió todo?
Intenté sacudir la cabeza, pero su agarre era demasiado. No
podía respirar. Sin embargo, más abajo, sentí la agitación de mis
entrañas al tiempo que mi coño manaba humedad en abundancia. La
acalorada humillación me quemaba la carne, encendiéndome por
dentro. Cerré los ojos contra su expresión.
—No, no, no —me espetó Gaven—. Abre los ojos, Angel.
Mírame cuando te hablo.
Asfixiada, incapaz aún de respirar, levanté las pestañas y mi
mirada se encontró con la suya. Sonrió. Engreídamente.
Malvadamente. Como lo haría un amo cruel.
—Ahí está —dijo—. Mi preciosa mujercita. Mi putita mentirosa.
Vergüenza. Humillación. Degradación. Lo sentí todo.
Su pecho rozó mis pechos cuando éstos se hincharon entre
nosotros. Su mano libre recorrió mi cuerpo, ascendiendo por mi
costado hasta recoger una en su mano. Más oscuridad se extendió en
mí. Su mano se relajó, soltándome brevemente, lo suficiente para que
tragara una bocanada de aire, antes de volver a apretarla. Un gemido
tenso surgió cuando presionó con el pulgar un pezón endurecido.
—Miras a la gente de este club como si fueran monstruos —dijo,
con voz tranquila—. Porque me ves como un monstruo, y aunque lo
soy, no se puede negar, la verdad es que esta gente no es ni mucho
menos tan malvada como tú la ves. Mira por encima de mi hombro al
hombre azotando a su sumisa.
Su agarre se aflojó lo suficiente para que pudiera respirar. Aspiré
una y otra vez y ajusté los ojos, volviendo a centrarme en él por
encima de su hombro, como me había dicho.
—No quiero ser azotada —solté, carraspeando ligeramente.
La risa grave de Gaven era tentadora. Joder, pero era sexy.
—No te he pedido que mires por eso, amor —dijo—. Si miraras
más de cerca, no está siendo azotada hasta sangrar. De hecho, su Dom
está cuidando muy bien de ella.
Los dos estábamos ligeramente atrás, pero lo bastante cerca
como para verlo todo sin obstáculos.
—¿Ves cómo se agita y tiembla? —me incitó. Vacilé, desviando
la mirada hacia la suya y luego hacia atrás antes de asentir. El calor
de su cuerpo contra el mío me estaba llevando al borde de la cordura.
—Las líneas de su espalda están enrojecidas, ligeramente
abultadas, pero es evidente que su Dom es muy versado en el arte de
la flagelación. Su piel no se ha abierto en absoluto. Las marcas que le
haga esta noche no dejarán cicatriz. Ni siquiera durarán. Le dolerán,
e incluso puede que le salga algún cardenal, pero ese dolor solo será
un recordatorio de cómo se entregó a su Amo y él le dio lo que
necesitaba. Confía en él. Implícitamente.
Ahora, mi atención estaba puesta en el hombre que me mantenía
cautiva.
—¿Y eso es lo que quieres de mí? —pregunté—. ¿Mi confianza?
La gente quería compañía. Querían seguridad. Gaven Belmonte
no. Él quería control. Quería dominar a todos y a todo, yo no era
diferente. Tenía que recordármelo a mí misma. La breve noche que
habíamos estado casados había pasado hacía tanto tiempo. Yo había
sido joven y estúpida y me había resignado a mi destino. Ahora
disfrutaba de un poco de libertad, aunque limitada, pues siempre
sabía que tenía que ir un paso por delante de mi hermana, pero me
había acostumbrado a ello.
—Lo quiero todo —dijo Gaven—. Tu confianza y la verdad.
Me puse rígida al oír aquello. ¿Contarle la verdad sobre la noche
en que asesinaron a mi padre? Eso solo pintaría una diana en su
espalda. Sacudí la cabeza.
Gaven se apartó de mí en silencio y, cuando su mirada se clavó
en mi rostro, desvié los ojos hacia abajo. Lejos. Fue lo único que se me
ocurrió hacer. Si los ojos eran la ventana del alma, no quería que él
viera la mía.
—Quizá este no sea el mejor lugar para una conversación tan
importante —dijo al cabo de un rato.
Un instante después, su cuerpo se apartó del mío con una
sorprendente rapidez. Mi mano quedó atrapada entre las suyas, y sus
dedos bajaron hasta cerrarse en torno a mi muñeca, un grillete
poderoso. Me separó de un tirón de la pared y echó a andar. Incapaz
de liberarme, me vi obligada a seguirlo, apresurándome para no
perder su largo paso, que él solo suavizó al cabo de un momento,
como si se diera cuenta de lo difícil que me resultaba.
Gaven encontró a uno de los hombres de antes -Ian, recordé el
nombre- de pie delante de otra escena. Seguí con la mirada el
pequeño escenario que habían montado y encontré a America de
rodillas, con un cojín debajo, mientras su largo cabello dorado se
entrelazaba en distintos tonos rubios y castaños a lo largo de su
espalda. Un hombre estaba delante de ella, con su pantalón de cuero
desabrochado y la polla orgullosamente tensa mientras se la tendía.
Otro hombre estaba apostado detrás de ella con un ligero látigo.
—Me gustaría reservar una de vuestras habitaciones privadas
esta noche —le dijo Gaven a Ian, atrayendo de nuevo mi atención
hacia él.
Levanté la mirada y luego la cambié de él a Ian cuando el
segundo hombre miró hacia mí. Automáticamente, mi mirada se
desvió hacia abajo.
—Eso se puede arreglar —respondió Ian—. ¿Alguna pieza en
particular?
—Supongo que estarán todas equipadas con lo habitual. —
preguntó Gaven.
—Por supuesto, cualquier cosa especial habrá que encargarla —
respondió Ian.
—Eso servirá.
Incluso con la cara agachada, oí el sonido del flogger golpeando
la carne y el gemido de placer sordo y ensordecedor de America,
amortiguado por algo que tenía en la boca. Me estaba calentando por
dentro. Mi estómago se agitó al oír el ruido. Me moví sobre mis pies.
—¿Supongo que esto es un castigo? —La voz de Ian se alzó
interrogante. Lo que Gaven dijera en respuesta fue engullido por los
sonidos de la escena de America.
Levanté la mirada y volví la cabeza hacia el escenario,
atrapándola justo cuando el hombre que estaba a su espalda la
golpeaba de nuevo con el flogger. Unos verdugones rosados se
levantaron a lo largo de su espalda, pero ella no pareció ralentizar en
absoluto su mamada mientras tomaba en la boca al hombre que tenía
delante, hasta la empuñadura, con la mano en su nuca.
Lo vi, pero en mi cabeza intercambié posiciones. Tanto el
hombre que estaba delante como el que estaba detrás de ella se
convirtieron en otra persona. Gaven. Y la propia America se
transformó en mí. Recordé lo que había sentido Gaven en aquella
posición. Sujetándome contra su ingle y follándome hasta dejarme la
garganta en carne viva. Me estremecí cuando mi interior se contrajo
de necesidad.
En los años transcurridos desde entonces, ni siquiera había
intentado buscar a otro que pudiera hacerme sentir como él. Me
agarró con fuerza la muñeca y tiró ligeramente de ella,
distrayéndome lo suficiente para que desviara la mirada hacia la
suya.
Unos ojos oscuros se encontraron con los míos y luego se
suavizaron.
—Por aquí, Angel —dijo.
Parpadeé, tan abrumada por las sensaciones de mi cuerpo que
apenas le entendí. Pero no importaba, porque no necesitaba
comprender para dejarme llevar por él. Gaven tiró de mí, dejando
atrás la escena de America y la planta principal de la mazmorra
cuando nos dirigimos a un pasillo en penumbra iluminado solo por
unas bolas en la pared junto a cada puerta.
Tragué saliva cuando nos detuvimos ante una de ellas y levantó
una tarjeta que no me había dado cuenta llevaba en la mano para
desbloquearla. Ian debió dársela. No me di cuenta porque había
estado tan concentrada en la escena de America, y ahora... habría una
escena propia. Justo como yo quería. Solo que esta sería privada, y
quizá eso fuera lo mejor. Porque cuando Gaven me empujó hacia el
interior y la puerta se cerró tras nosotros, sentí que mi corazón se
aceleraba y mi coño palpitaba de necesidad.
Dijo que quería una conversación privada, pero esta habitación
no estaba hecha para conversar. Solo estaba pensada para una cosa.
Para el sexo.
Sexo obscenamente sucio y pervertido.
CAPÍTULO 19

Angel

Una vez dentro, eché un vistazo a la habitación. Estaba decorada


en tonos masculinos, madera roja oscura, una cama con dosel y una
gruesa alfombra oscura bajo mis pies. No había ventanas, en cambio
había cojines por todas partes. Sobre la cama y esparcidos al final en
un conjunto decorativo por el suelo alrededor de un gran baúl. Mi
respiración se entrecortó cuando escudriñé el espacio situado frente
a la cama y encontré el equipo 'habitual' que Gaven había
mencionado.
Al parecer, equipo 'habitual' significaba un banco de cuero para
azotes y restricciones colgadas de la pared. Las restricciones eran de
cuero y metal: desde esposas hasta cadenas y correas de cuero.
Tragué saliva y volví a centrar mi atención en el hombre que tenía
delante.
Sus ojos chispeaban de calor cuando me soltó la muñeca y
retrocedió varios pasos.
—¿Gaven? —Me sentí orgullosa porque no me temblara la voz,
pero eso no impidió que mi interior se estremeciera. Por alguna
razón, tenía la sensación que estaba a punto de ocurrir algo entre él y
yo que cambiaría las cosas. No podía permitirlo. Aún necesitaba
alejarme de él. Cuanto más me quedara aquí, más probabilidades
habría que Jackie me encontrara. Además, estaba mi cliente, Ronald,
que esperaba mi llamada. No sabía si ya lo habían encontrado y lo
habrían matado. Esperaba que no.
Di un paso adelante, pero Gaven me detuvo levantando la
mano. Se dio la vuelta y cruzó la habitación hasta un sillón alto con
respaldo a juego con el resto de la decoración. Tomó asiento y abrió
mucho las piernas mirándome fijamente.
Me sentí... en trance. Atrapada en su mirada. Se llevó una mano
a la cara y frotó su rostro. La oscura sombra de su barba contra la
mandíbula se había aclarado desde que le conocí hacía cinco años. Se
veían puntitos de un gris más claro. No me importaba. En mi opinión,
le hacía más atractivo. Independientemente de lo sexual que fuera, lo
cierto era que no podía dejarme dominar por él.
—Ven a mí, Angel —dijo Gaven, su voz causó conmoción en la
habitación, silenciosa por lo demás. Me sobresalté y di un paso
adelante—. No. —Ladró la palabra con tanta fuerza que me detuve y
casi me caigo de bruces. Lo miré sorprendida y confusa. Me había
dicho que acudiera a él. ¿Por qué me lo había impedido?
Como si intuyera mis pensamientos, señaló el suelo con la mano
libre.
—De rodillas —dijo—. Cuando dije que vinieras a mí, quise
decir que te arrastraras. Arrástrate hacia tu Amo, Angel.
Mi pecho subía y bajaba. Sus palabras se hundieron en mi
cabeza, pero no surtieron efecto hasta pasados unos instantes. Esperó,
como un Amo paciente. Miré al suelo. No estaba muy duro bajo mis
pies. Tampoco era áspero. De hecho, era casi... acogedor. Como si este
lugar hubiera sido diseñado para ello. Por otra parte, era un club
sexual, estaba concebido para esto.
Caí de rodillas, con los ojos en el suelo, mientras el cabello caía
como una cortina alrededor de mi cara. Mis manos se posaron en la
suavidad de la alfombra, al igual que mis rodillas. Con el corazón
latiéndome en la garganta, levanté la cabeza y puse una mano delante
de la otra.
Me arrastré hacia él, tal como me había ordenado, sintiéndome
tan expuesta como sabía que él quería que estuviera esta noche con
esa ropa. Mi culo se balanceó hacia delante y hacia atrás al avanzar
hacia él, acercándome lentamente a cada segundo que pasaba, hasta
que estuve frente a sus piernas abiertas.
Gaven se incorporó y me miró. Su mano bajó hasta la parte
superior de mi cabeza, acariciándome el cabello hacia atrás—. No ha
sido tan difícil, ¿verdad? —preguntó.
En silencio, negué con la cabeza. Sorprendentemente, no. No
había sido difícil en absoluto. De hecho, me había parecido natural.
Como si siempre hubiera estado destinada a acudir a él de rodillas.
—Estás muy hermosa así, Angel. —Cuando habló, fue en un
susurro—. De rodillas, dispuesta a servirme. Para mí eres la mujer
más hermosa del mundo.
Sus palabras, combinadas con el bajo palpitar de mi coño,
hicieron que la electricidad bailara en el aire sobre mi piel. Mi boca se
abrió en una aguda inhalación cuando su mano bajó hasta mi rostro,
su pulgar acariciando mi mejilla y bajando hasta que tocó mi labio
inferior. Presionó hacia abajo y luego hacia dentro, deslizando el
pulgar en mi boca, sobre mi lengua.
Instintivamente, cerré los labios y me metí más el pulgar en la
boca, lamiendo la almohadilla. Sus ojos se clavaron en los míos. La
hinchazón de la parte delantera de su pantalón me dijo, más que su
expresión, lo mucho que le afectaba. Una chispa de orgullo bailó en
mi interior. No era la única afectada por lo que había entre nosotros.
Retirando el pulgar de mis labios con un chasquido, Gaven
habló.
—Quiero que me cuentes la verdad de lo que ocurrió aquella
noche, Angel. —Sus palabras me hicieron ponerme rígida, pero no
me dio tiempo a responder—. Es inevitable. Si quieres mi protección,
y no te equivoques, la necesitas, entonces tendrás que entregarte a mí
como siempre debiste hacerlo.
—Nuestro matrimonio fue concertado —le recordé—. ¿Por qué
te importa tanto? —¿Solo porque no había conseguido lo que quería?
¿O había algo más entre nosotros? En el fondo, esperaba que así fuera.
Aunque sabía que no debía.
Gaven se inclinó hacia delante en su asiento, cerniéndose sobre
mí. Con la cabeza inclinada, la luz que había sobre nosotros
ensombrecía su rostro. Podía imaginarnos a los dos sentados así, yo
de rodillas con la cara vuelta hacia la luz y él, el monstruo en las
sombras. Sin rostro. Cruel. Perverso.
—Porque el momento en que puse mi anillo en tu dedo, Angel
—dijo—, fue el momento en que te hiciste mía. —Su cabeza se inclinó
hacia abajo mientras su mano se alzaba y tocaba la joya que rodeaba
mi garganta—. Puede que estuvieras ausente los últimos cinco años,
pero eso nunca significó que no te reclamara. Todo en ti, desde tu
actitud desafiante hasta tu exuberante cuerpecito, destinado a llevar
mi semilla, es mío. Es un hecho que ni siquiera tú puedes borrar.
Suspiré.
—No puedo darte lo que quieres —le informé. Una parte de mí,
una parte reservada, quería hacerlo. Lo deseaba como nunca había
deseado nada en su vida. Pero la realidad era distinta de la fantasía.
—No importa lo que creas que puedes o no puedes hacer, Angel
—dijo Gaven—. Lo harás. Eso es lo que significa ser de mi propiedad.
Mirándole de la forma en que lo hacía, me encontré totalmente
engullida por su expresión. Aunque ensombrecida, la intensidad de
su mirada se abrió paso hasta clavarse en mí. Mi alma, eso era lo que
había amenazado con tomar. Eso era lo que quería. Por un momento
temí que fuera demasiado tarde. Que ya la tuviera.
Entonces levantó la mirada y se rompió el hechizo. Me quedé sin
aliento cuando se sentó de nuevo en su asiento y sus dedos me
abandonaron. Aspiré una y otra vez, sin darme cuenta que había
estado aguantando hasta que empezó a dolerme el pecho.
Gaven bajó las manos a la entrepierna de su pantalón y mis ojos
se anclaron allí, observándolo mientras se desabrochaba y luego se
bajaba la cremallera, liberando su erección de la tela. Se me hizo la
boca agua. Me incliné hacia delante, acercándome automáticamente,
mientras él se agarraba con el puño y levantaba su polla palpitante,
acariciándola una vez de la base a la punta.
Por un momento me di cuenta que jamás me había permitido
observarle, contemplarle realmente. Su polla era larga y gruesa, las
venas recorrían la parte inferior, y la cabeza en forma de seta era
ligeramente más rosada que el tronco.
—Suficientes mentiras, Angel —dijo Gaven, refutando mis
palabras—. Abre la boca y tómame.
Aunque debería haberme resistido y haberle mandado a la
mierda, no lo hice. No podía. En lugar de eso, me incliné hacia delante
y seguí la orden de mi marido. Mis labios se separaron y cerré los ojos
mientras succionaba la cabeza de su polla en mi boca. Mis manos
subieron, sustituyendo a las suyas en la base del tronco. Lo agarré con
fuerza y me hundí sobre él.
Me sentí diferente arrodillada ante él, esta vez por voluntad
propia. Me llenó la boca hasta que mis labios se estiraron a su
alrededor. El sabor salado de su semen me invadió, deslizándose por
mi lengua al chuparlo aún más. Sentí una presión en la parte posterior
del cráneo: la palma de su mano. Me estremecí ante la sensación.
Bajo la escasa lencería que me habían proporcionado para esta
noche, mis pezones se tensaron aún más hasta convertirse en puntitos
duros. Con cada roce de la tela que los cubría, me mojaba más y más.
Echándome hacia atrás, lamí la parte inferior del pene de Gaven antes
de apartarme y aspirar con fuerza.
Apretó la palma de la mano, deslizó los dedos por mi cabello y
tiró bruscamente de las hebras hasta que una ráfaga de dolor se
disparó a través de mi cráneo. Grité y Gaven se aprovechó al máximo,
empujándome la cabeza hacia abajo y empalándome en su dura polla
hasta que la cabeza chocó contra la entrada de mi garganta.
Me ahogué, abrí los ojos y lo miré con la mirada empañada. Su
rostro estaba impasible, aunque sus músculos no. Tenía la mandíbula
tensa, una vena latiéndole en ella mientras me miraba fijamente.
—Tómame hasta el fondo —gruñó—. Hasta el fondo de tu
garganta, como se supone que debe hacer una buena esposa.
Mis pestañas se llenaron de lágrimas. Mi garganta se me cerró
cuando intentó penetrarme más. Mi lengua se retorció bajo su polla y
su mano volvió a aferrarse a mi cabello. Esperé un momento y me di
cuenta que era una indicación. Volví a lamerle, sintiendo un ligero
temblor en los muslos que me encerraban entre sus piernas.
Estaba claro que no tenía intención de soltarme hasta que se
corriera, así que aspiré por la nariz, rezando para que mis fosas
nasales permanecieran despejadas el tiempo suficiente. Luego apoyé
las manos en sus muslos y me alcé sobre las rodillas moviendo la
cabeza contra su regazo. Su polla se movió hacia delante y cerré los
ojos con fuerza.
Más sal llenó mi boca. Precum. Levanté la mano, agarré su base
y la bombeé arriba y abajo sujetándola firmemente. El gemido de
Gaven fue mi recompensa. Me apretó aún más. No solo me llenó la
boca, sino que se abrió paso hasta mi garganta. Me sentí poseída.
Reclamada. Degradada.
De algún modo, a mi cuerpo no le importó. El interior de mis
muslos estaba empapado con la evidencia de lo excitada que me
ponía. Gaven tenía razón al llamarme puta: eso era exactamente en lo
que me convertía cuando se trataba de él.
Me lo metí en la boca, chasqueando la lengua contra él lo mejor
que pude. Moví la cabeza arriba y abajo. Sus caderas se elevaron
mientras él penetraba más profundamente en mi boca y en mi
garganta. Una y otra vez, se deslizó más allá del lugar donde
empezaba mi garganta. Su polla se movía sobre mi lengua contra el
duro paladar.
Intenté apartar los dientes, pero de vez en cuando empujaba con
tanta fuerza que los dientes tocaban el exterior de la polla. Cuando
eso ocurría, me agarraba el cabello con fuerza y saltaban chispas
detrás de mis párpados. Si duraba mucho más, me iba a desmayar.
Me atraganté con él, sintiendo cómo la saliva goteaba por la comisura
de mis labios. Mis ojos se humedecieron y se escaparon más lágrimas
a pesar de tenerlos cerrados.
—Ngh. —Gaven emitió un sonido áspero. Luego un bajo, Joder.
—Abrí los ojos de golpe y lo encontré inclinado sobre mí, ahora con
ambas manos en la nuca mientras me follaba la garganta
salvajemente.
Tenía las mejillas húmedas. Sentía los labios hinchados y
estirados hasta lo imposible para adaptarse a su tamaño.
—Joder, eres tan buena chupando pollas, Angel. Tu boca fue
hecha para mi polla —dijo apretando los dientes.
Sus ojos se abrieron y se clavaron en los míos, y de repente se
levantó. Un ruidito sorprendido se me escapó, pero quedó
amortiguado por la carne que tenía en la boca. Anclándose con ambas
manos sobre mi cráneo, Gaven folló dentro de mí mirándome
fijamente a los ojos. Su mirada era salvaje y violenta, como el propio
hombre.
—Si descubro que dejaste que otro hombre te tuviera —juró—.
Maldita sea, lo mataré. Si estos bonitos labios tuyos tocan cualquier
otra polla, jodidamente se la cortaré. Eres mía. Mi putita de mierda
para usarla como quiera. Mi mujer.
Cuanto más hablaba, más caliente me ponía. Él no podía saber
lo que me producían aquellas palabras. Ni siquiera estaba segura de
querer que lo supiera. La brutalidad de las mismas. Su sinceridad. Se
hundió en mis oídos e incendió mis entrañas. Gemí mientras me
hundía la polla en la garganta y me mantenía inmóvil. Mi nariz se
aplastó contra la ligera mata de vello que cubría su erección,
ligeramente más oscura que el de su cabeza.
Con un gemido, sentí que se corría. El semen caliente entró en
mi boca, llenándome, y no había otro lugar al que pudiera ir que hacia
abajo. Tosí a su alrededor, ahogándome, pero él no aflojó.
—Trágatelo, Angel —me ordenó, su mirada brillando
peligrosamente al tiempo que me miraba fijamente y seguía
corriéndose en mi garganta—. Trágate mi semilla y recuerda que hay
otro lugar al que pertenece. —Mis labios se apretaron a su alrededor
ante aquel comentario. Él sonrió—. Así es, cariño, antes que acabe
esta noche, mi semilla también cubrirá el interior de tu coño. Esta
noche no saldrás de este club sin un recuerdo de mí dentro de ti,
chapoteando en tu vientre como debe ser.
CAPÍTULO 20

Gaven

A pesar de terminar de bajar por la apretada garganta de mi


mujer, cuando saqué la polla de entre sus labios hinchados, me
encontré endureciéndome de nuevo. Tenía la cara desencajada. Sus
ojos enrojecidos y llorosos resoplaban y se pasaba una mano por
debajo de la nariz. El rímel negro resbalaba por sus mejillas
sonrosadas. Respiraba hondo una y otra vez, con el pecho subiendo
y bajando rápidamente.
No había terminado. Ni mucho menos.
Volví a meterme en el pantalón y subiendo la cremallera, la
rodeé y me acerqué a la pared del equipo. En silencio, bajé algunas de
las restricciones y las revisé. Las esposas de cuero que tenía en las
manos eran perfectas para lo que tenía pensado. La paleta de cuero a
juego me llamaba, pero no. Prefería enrojecer el culo de mi esposa con
la palma de mi mano que con algo tan impersonal.
Volviéndome hacia ella, arqueé las cejas cuando me di cuenta
que no se había movido ni un centímetro del lugar donde estaba,
arrodillada ante mí y delante de la silla. Volví a pasar junto a ella,
disfrutando de cómo se tensaban sus hombros, pero seguía sin
mirarme. Me acerqué al extremo de la cama con dosel y separé las
esposas de cuero, desenganchando la cadena metálica que las
mantenía unidas para poder anclarlas a las cadenas incrustadas en los
postes de los extremos.
Tras terminar con ambas esposas, levanté algunas de las
almohadas esparcidas por el suelo y las dejé caer en el centro del
colchón del extremo. Por último, me volví hacia la mujer que
moqueaba en silencio y se secaba las lágrimas de las mejillas.
—Angel. —Saltó al oír mi voz, pero eso fue todo lo que necesitó.
Giró la cabeza y la inclinó hacia arriba, levantando la barbilla y
mirándome fijamente. Una pequeña luchadora. Joder, eso también
me excitaba. Observar la chispa de desafío en sus ojos cuando se
cruzaban con los míos era algo totalmente distinto a todo lo que había
sentido antes.
Luchaba por lo que quería. Se resistía. Pero caería —me
aseguraría de ello—, y aun así, al final, yo estaría allí para atraparla.
Estaría allí asegurándome que nunca sufriera daños irreparables y
que, al final de su caída, descubriera que yo siempre iba a estar allí,
esperándola. Le tendí la mano. Ven aquí —le ordené.
Sus manos volvieron a posarse en la alfombra y mis labios se
curvaron al verla inclinarse de nuevo y gatear hacia mí. Su culo se
contoneó de un lado a otro, acaparando mi atención durante un breve
instante antes de volver a fijarla en su rostro. Sus movimientos eran
sensuales. Sus pechos colgaban entre sus brazos al apoyar uno
delante del otro. Podría haber sido la mascota perfecta, si no fuera por
su desobediencia.
Cuando llegó hasta mí, extendí mi mano y ella la cogió. Mis
dedos se cerraron en torno a los suyos, tirando de ellos. Siguió mi
orden silenciosa y se incorporó. Bajé los ojos hacia sus rodillas, pero,
como había previsto, no había ninguna quemadura de alfombra, esta
había sido especialmente elegida. Ian no era un hombre que pasara
por alto los detalles.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó, levantando sus ojos,
verde avellana para encontrarse con los míos.
—Pronto lo sabrás —dije con evasivas, antes de acercarla al
extremo de la cama—. Inclínate sobre las almohadas.
Mirándome una vez, me siguió e hizo lo que le ordené. Su culo
exuberante y redondeado se levantó al agacharse. Primero cogí una
mano y la estiré hasta que pude esposarla al poste y luego,
rápidamente, me deslicé hacia el otro lado y repetí la acción. Su
respiración se agitó al verse atada a los postes de la cama.
Algo dentro de mi pecho se alivió. Parecía que solo cuando
estaba atada y expuesta para mi placer encontraba por fin consuelo.
Así atada, no podía huir. Estaba a mi merced y, por desgracia para
ella, yo tenía muy poca misericordia cuando se trataba de las cosas
que deseaba.
Mis dedos recorrieron los bordes exteriores de su tanga.
Prácticamente podía olerla. Estaba mojada. Mi sucia niñita. Levanté
la mano y la bajé de golpe. Jadeó y su piel lisa y uniforme se sonrojó.
Volví a azotarla en la mejilla opuesta y ella se estremeció, moviendo
la columna y retorciéndose sobre las almohadas.
Plas.
—No te muevas, Angel —le advertí, aun sabiendo que era una
exigencia imposible.
Pero eso también me gustaba. Darle exigencias imposibles y
razones para volver a castigarla. El control era una droga
embriagadora que me permití consumir tan a menudo que se
convirtió en mi mayor debilidad. Mi adicción. Estaba al mando de
todo, desde mi negocio hasta mis hombres, pasando por el asesinato.
Pero esta mujer extendida como una ofrenda ante mí era diferente. El
control que ejercía sobre ella era ganado. Era difícil y eso lo hacía
mucho más dulce cuando finalmente cedía y se inclinaba ante mí.
Mi polla se tensó contra el interior de mi pantalón, dispuesta a
hacerlo de nuevo. Pero tendría que esperar, porque tenía otros planes
para mi traicionera mujercita.
Enganchando los dedos en las finas tiras de su tanga, arranqué
la tela de su coño dejándola enganchada alrededor de sus rodillas.
Ella jadeó y sus muslos se tensaron, pero yo ya podía ver lo que sin
duda no quería mostrarme. Tenía el coño sonrosado, hinchado por
sus jugos. Apreté un dedo grueso contra su abertura y lo introduje
dentro, haciéndola arquear la espalda.
Con la mano libre, le propiné una nueva serie de palmadas en el
culo que la hicieron gritar.
—He dicho que no te muevas —le recordé.
Jadeando, respondió con los dientes apretados.
—¿Por qué no me dejas que te ate y te meta el dedo en el culo
para ver si puedes quedarte quieto?
Con una risita profunda, introduje el dedo en su coño,
cubriéndolo de su humedad antes de sacarlo y subir. Su cuerpo se
tensó cuando lo apreté contra su oscuro capullo.
—Ahora, si lo quieres en el culo, amor —dije, sonriendo—. Solo
tenías que pedirlo. —Se lo introduje, provocando en ella otro grito
agudo.
Los músculos de su trasero se cerraron en torno a mi dedo,
apretándolo con una fuerza imposible. Solo podía imaginar lo bien
que le sentaría deslizar mi polla en su apretado y oscuro agujero y
follarla hasta que gritara. Ya no estaba desacostumbrada, no con la
frecuencia con que la había obligado a llevar el plug esta última
semana. Era tanto un castigo para ella como una recompensa para mí,
ver su culo abierto alrededor de la pera metálica y saber que, por
dentro, la abría enteramente para mí.
Pronto, me recordé a mí mismo. La tendría en todos los sentidos muy
pronto, joder. Pero no esta noche. Retiré el dedo de su culo y me metí
la mano libre en el bolsillo, sacando un pañuelo para limpiarme. Esta
noche tenía otros planes.
Cuando terminé de limpiarme, froté con la palma la piel rosada
de su nalga. Para asegurarme, volví a abofetearla, observando cómo
se agitaba su carne mientras jadeaba con la boca hacia arriba. El
vértigo provocado por su excitación impregnó la habitación.
—Me preocupaba —le confesé mientras volvía a llevar la mano
a la parte delantera del pantalón—, que, cuando huiste, lo hicieras con
mi hijo dentro de ti.
Sus hombros se pusieron rígidos sobre la cama y su cabeza giró,
con la mejilla apoyada en el colchón.
—Gaven ...—Su voz era tensa, llena de dolor.
Fruncí el ceño y bajé una mano contra su trasero, estampando la
mano contra la sensible carne donde el muslo se unía a la mejilla,
haciéndola arquearse hacia arriba mientras un gemido de dolor
resonaba en el aire.
—No hables, Angel —le espeté—. Tú no mandas aquí. Yo lo
hago.
—Lo siento —dijo ella, a pesar de mis palabras, y con una
inspiración dejé de trastear con la parte delantera del pantalón y di
un paso adelante.
Le quité una almohada de debajo y le puse la mano en la parte
baja de la espalda. Presioné hacia abajo, obligándola a arquear aún
más el culo hasta que su jugoso coño quedó a la vista. Una vez allí, le
propiné una serie de fuertes palmadas.
Gritó cuando mi mano se clavó justo en su coño e incluso en el
pequeño capullo del clítoris. Se retorció y se sacudió contra mi mano,
pero no cejé en mi empeño. La azoté con fuerza en su dulce coñito,
dándole bofetada tras bofetada para demostrarle que lo que decía iba
en serio.
—¡Por favor! —gritó tras el vigésimo golpe—. Gaven, ¡para! Lo
siento, por favor. ¡Me portaré bien!
Hice una pausa y la miré a la cara mientras jadeaba contra el
colchón. Sus labios hinchados se entreabrieron y nuevas lágrimas
corrieron por su rostro.
—No hables más, Angel —repetí mi orden anterior.
Asintió rápidamente, con las pestañas húmedas pegadas y
mirándome suplicante. Mi polla prácticamente palpitaba. Apretó los
labios, pero en cuanto le solté las manos y retrocedí, vi cómo todo su
cuerpo se hundía en el colchón. ¿De alivio? Probablemente. Era un
hombre duro y no me contenía a la hora de azotarla. Me gustaba ver
cómo su cuerpo florecía para mí, tanto de placer como de dolor.
Bajé la cremallera.
—Ahora, como iba diciendo ...—Me coloqué detrás de ella y
presioné con ambas manos su rojizo culito, estirando hacia fuera
hasta que sus dos agujeros quedaron a mi vista—. Quiero que
entiendas mi punto de vista, Angel. —Dios, estaba preciosa. Había
sido testigo de tanta oscuridad impregnada de sangre sombría, pero
ella... mi dulce y embustera mujercita era Afrodita encarnada. Era
algo que no merecía, pero que aceptaría a pesar de todo, simplemente
porque la deseaba. La ansiaba. La necesitaba.
—Me abandonaste. —Las palabras eran amargas en mi lengua.
Levanté la mirada hacia su rostro. Sus ojos, verde avellana seguían
enrojecidos, pero más nítidos cuando me devolvió la mirada. Quería
hablar, lo sabía por la expresión tensa y resistente de su rostro, pero
mi mano en su pobre coñito fue suficiente recordatorio para que no
traspasara los límites.
De hecho... retiré una mano de su culo y ahuequé su coño. El
calor se derramó sobre mis dedos. Fuego líquido cuando su excitación
me empapó. Su coño estaba preparado para el placer. Sonreí. Podía
fingir que no le gustaba, pero su cuerpo sabía a quién quería. A mí.
Siempre y únicamente a mí.
—Tienes suerte, Angel —dije, jugando con sus labios inferiores,
separándolos y deslizando el dedo corazón por el centro de su calor.
Se arqueó contra mi mano y un pequeño gemido resonó en mis
oídos—. Si hubieras estado embarazada de mí y me hubiera enterado
que me lo ocultaste durante cinco años... habríamos tenido un
reencuentro muy diferente.
Su respiración se hizo más agitada cuanto más jugueteaba con
su coño, pasando el dedo por su entrada hinchada y húmeda. Su
enrojecido clítoris asomaba por su cubierta, prácticamente
llamándome. Le di lo que quería: un firme pellizco que la hizo gemir.
Después de todo, no era un monstruo, ni para mi mujer ni para la
futura madre de mis hijos.
Angel sollozó mientras la masturbaba, introduciéndole un solo
dedo antes de sacarlo y llevarlo hasta el clítoris para rodearlo,
animándola a salir de su capucha. Me di cuenta que podía pasar horas
jugando con ella, mantenerla atada y abierta para mí conforme la
acercaba más y más a la liberación, solo para retirarme y escuchar sus
gritos desconsolados. Me suplicaba con el cuerpo, sacando las
caderas, moviendo el culo de un lado a otro, como si eso fuera
suficiente para tentarme.
De nuevo, era suficiente. Ella era todo lo que podía tentarme. Tal
vez fuera la obsesión que había desarrollado por ella en los últimos
cinco años, pero fuera lo que fuera, me sentía dueño de aquella mujer.
La única que parecía no darse cuenta de ello era ella, y eso me
confundía.
Desde que disparé a mi primer hombre, quité mi primera vida,
maté por primera vez, siempre había conseguido lo que quería. Había
llegado a la cima de mi carrera y luego me había abierto camino hacia
una posición aún más poderosa. Gracias a ella. Mi llave. Mi novia. Mi
jodida esposa.
Apartándome de su goteante coño, me bajé rápidamente el
pantalón y me llevé a la mano. Su respiración se entrecortó y el sonido
sonó fuerte en la silenciosa habitación, insonorizada sin duda gracias
a la atención que Ian prestaba a los detalles. Froté la cabeza de mi
polla por su rajita, esperando, curioso.
¿Aún no se había percatado que ya no estaba protegida contra
mí? Me pregunté qué sentiría al follarla y llenarla con mi semen y
esperar a que se diera cuenta de lo que había hecho. Sabía muy poco
sobre el control de natalidad de las mujeres, nunca había sido algo
que me preocupara. Pero sí sabía que a veces las mujeres no
sangraban con ellos. ¿Se daría cuenta que estaba embarazada, o no
sería hasta que empezara a crecer, madura e hinchada, con mi hijo,
cuando comprendería sus circunstancias?
Probablemente aún albergaba algún atisbo de esperanza de
poder escapar de mí. Que no comprendería lo que había ocurrido
aquella noche. Sabía que el verdadero asesino de Raffaello Price
estaba ahora sentado en su mansión, en su trono. Jackie. Ella era la
razón por la que Angel había huido, y pronto obtendría su justa
recompensa, pero por ahora, era el momento de hacer lo que debería
haber hecho hacía cinco años.
Era hora de follarme a mi mujer y asegurarme que no saliera de
esta habitación sin un sólido recuerdo de mí creciendo en su vientre.
Coloqué la cabeza de mi polla en su sitio y, de una sola
embestida, penetré en su coño. Angel gritó al penetrarla, inclinando
la espalda y alzando la cabeza mientras forcejeaba contra las esposas
que la sujetaban. Unos músculos tensos se enrollaron en torno a mi
vástago, empujándome aún más.
Un gemido grave recorrió mi pecho y ascendió por mi garganta.
—Tan jodidamente apretado, Angel —dije entre dientes
apretados—. Tu coño me está ahogando la polla.
El cuerpo de Angel se retorció debajo de mí. Jadeaba, resoplaba,
se tensaba y se desahogaba, acercándome aún más al borde del
abismo. Cada movimiento suyo ondulaba a lo largo de mi polla. Sus
jugos goteaban a mi alrededor.
Me retiré y volví a penetrarla de golpe. Mis manos encontraron
sus caderas y, sujetándolas con fuerza, empecé mi descarga. Follé su
coño apretado y húmedo con la misma violencia con que lo había
hecho con su garganta. Con cada embestida, gruñía y gemía. Sus
manos se cerraron en puños por encima de las esposas, y los músculos
de sus brazos se tensaron al apretarlas.
Agarrándola, la obligué a mover las caderas hacia atrás,
metiéndola en mi regazo al tiempo que me retiraba y volvía a
introducirme en su interior apretado y acogedor.
—Jodidamente bueno, amor —susurré—. Aceptas la polla como
una auténtica putita.
Al oír eso, soltó una palabrota, pero no me importó. Podía
escupirme y maldecirme todo lo que quisiera; la tendría llena de mí
al final de la noche.
Su interior se contrajo a mi alrededor y luché por no correrme
allí mismo. La quería más caliente, más húmeda y mucho más fuera
de sí cuando descargara mi semilla en su coño. Ahora que aquel
perverso pensamiento había arraigado en mi mente, quería ver la
conmoción en su cara cuando se diera cuenta que había conseguido
todo lo que quería de ella y lo había aceptado, creyendo que estaba a
salvo.
Entré y salí de su coño, adelante y atrás, agarrándola con fuerza
mientras sus paredes internas me apretaban. Cada vez estaba más
cerca y sabía que ella también. Incapaz de aplazarlo más, metí la
mano por debajo de ella y le pellizqué fuerte el clítoris. Eso fue todo
lo que necesité.
Angel se impulsó contra mí y su cabeza se despegó de la cama
junto con sus hombros al retorcerse contra sus ataduras. Sus piernas
pataleaban. Gritó. Pero dentro de ella, sentí el duro apretón de sus
músculos cuando su orgasmo la desbordó.
Finalmente, permití liberarme. Mis manos en sus caderas se
tensaron al clavar mis dedos en sus costados, sujetándola contra mí
conforme me corría y me corría, llenando sus entrañas. Nunca había
tenido una familia y no estaba del todo seguro de poder convertirme
en un hombre de familia, no con la oscuridad que manchaba mi alma.
Pero la familia no era el único objetivo. Lo era un heredero.
El Imperio Price sería mío y Evangeline Price sería mi reina. Su
cuerpo produciría mi derecho a gobernar, lo quisiera ella o no.
Mis caderas presionaron la carnosa parte inferior de su trasero y
me incliné sobre su columna, con el sudor goteando de mis sienes y
cayendo sobre la pálida piel de su espalda. Ella también estaba
bañada en sudor. Mi polla se sacudió dentro de ella y un gemido
grave retumbó en mi pecho. Nunca antes me había sentido tan fuera
de control encima de una mujer atada a una cama. De algún modo,
Angel me hacía sentir a la vez como un Dios y como un humano que
se inclinaba ante algo mucho más grande que yo.
Cuando me liberé de su coño, cogí con cuidado la almohada que
le había quitado antes y la deslicé bajo su vientre. Ella gimió y trató
de zafarse, probablemente demasiado sensibilizada, pero no se lo
permití. Las esposas y mis manos inflexibles la mantuvieron justo
donde yo quería.
—Así, así —le susurré, deslizando los dedos por su columna—.
No te muevas, amor. Tenemos que asegurarnos que los pequeños
nadadores de papá lo consiguen.
Giró la cabeza y me fulminó con la mirada.
—No va a ocurrir, Gaven —dijo, con la voz ronca de tanto llorar
y gritar.
Mi sonrisa se amplió.
—¿Y eso por qué? —pregunté. La curiosidad me taladraba.
¿Admitiría la verdad? ¿Me hablaría del implante? Si era así, ¿tendría
la oportunidad de decirle que había desaparecido?
Angel se rascó el labio inferior con los dientes y suspiró. Un
juego de emociones cruzó su rostro: irritación, ira, arrepentimiento y
algo más... miedo. Pero, ¿qué temía?
Esperé, pero la respuesta que buscaba nunca llegó. En lugar de
eso, Angel suspiró y sacudió la cabeza.
—Una vez no garantiza que me quede embarazada, Gaven —
dijo—. No lo hizo hace cinco años y no lo hará ahora.
Ahh, así que iba por ese camino. Mi sonrisa no vaciló. Me di la
vuelta en busca de mi pañuelo desechado y me limpié la polla
subiéndome la cremallera antes de girar de nuevo hacia ella.
Apoyado en la cama, levanté la mano y le aparté el cabello de la cara
antes de acariciarle la mejilla y mirarla fijamente a los ojos.
Tenía las mejillas sonrojadas, la piel húmeda, y me entraron
ganas de ponerla boca arriba y volver a esposarla para tenerla otra
vez.
—Hay muchas cosas de las que todavía no te has dado cuenta,
Angel —dije, ocultando mi verdad del mismo modo que ella lo había
hecho—. Pero puedo asegurarte esto, no follaremos solo una vez,
amor. Tendrás mi semen en tu vientre todos los días de aquí en
adelante hasta que estés embarazada de nuestro heredero.
Me miró arqueando una ceja y frunció el ceño.
—¿Y si no me quedo embarazada? —soltó—. ¿Y si no puedo?
¿Te divorciarás de mí?
—Solo tengo una esposa, Angel —respondí—. Solo tendré una
esposa y esa esposa eres tú.
Soltando su rostro, me levanté y retrocedí un paso, admirando
cómo su culo en forma de corazón estaba teñido de rojo. El semen
blanco cubría los labios exteriores de su sexo.
—Te quedarás así —le dije—. Hasta que haya pasado el tiempo
suficiente.
—¡Eso no va a ocurrir, maldita sea, Gaven! —maldijo.
Ella no lo creía, y si no la hubiera hecho revisar por un médico
que había encontrado su implante anticonceptivo, habría tenido
razón. Ahora, sin embargo, ambos guardábamos secretos y no me
avergonzaba dejar que siguiera creyendo que estaba a salvo de mí.
De un modo u otro, tendría a mi heredero y mi imperio. Solo era
cuestión de tiempo.
CAPÍTULO 21

Angel

No sé cuánto tiempo me obligó a permanecer allí tumbada, casi


desnuda, con el culo levantado, mientras el semen de Gaven se
filtraba por mis entrañas, y parte de él goteaba por el interior de mis
muslos. Fue tan humillante como tortuoso. Por multitud de razones,
estaba mal. Apreté la cara contra las sábanas frías del cómodo colchón
y me froté hacia delante y hacia atrás para intentar quitarme parte del
maquillaje que sabía debía mancharme las mejillas.
Gaven estaba callado. Si no fuera por el crujido de la madera y
el cuero, ni siquiera habría sabido dónde estaba, pero no era idiota:
era tan pervertido como el que más. Estaba sentado en el sillón orejero
en el que había estado antes, observándome. La vergüenza me
invadió, pero tras ella había algo que no estaba del todo segura querer
admitir, ni siquiera a mí misma. Ardor. Hambre. Deseo.
Esperé y deseé. Recé para que Gaven decidiera liberarme de
estas ataduras y, como mínimo, me diera algo de tiempo para mí.
Tiempo para reagruparme. Tiempo para idear un plan. Porque, en
todo caso, su juramento de fecundarme con su heredero solo me hacía
estar mucho más decidida a escapar. Nunca podría saber lo del
implante, pero agradecí a mis estrellas de la suerte haber tenido esa
previsión.
No es que no quisiera tener un hijo, pero ¿un hijo en este mundo?
Mi hijo, además... no sería más que una amenaza para Jackie, del
mismo modo que yo lo era. No confiaba en mí misma para cuidar de
otra persona, y dudaba que lo hiciera... no hasta que ella se hubiera
ido y yo estuviera a salvo.
Mis párpados cayeron mientras el tiempo parecía alargarse. Los
segundos se convirtieron en minutos. Largos períodos de silencio
llenaron mis oídos. Parpadeé y me di cuenta que mi cuerpo se hundía
cada vez más en el colchón, a pesar de la leve incomodidad de mis
brazos inmovilizados. El agotamiento tiraba de mis miembros,
amenazando con arrastrarme a la inconsciencia.
No supe cuánto tiempo luché contra él, pero al final ganó la
inconsciencia. Caí en un sopor y la habitación se desvaneció a mi
alrededor. Un rato después, sentí que salía de la inconsciencia,
aunque brevemente, cuando liberaron mis manos y alzaron mi
cuerpo en unos fuertes brazos.
Fui a la deriva según me transportaban. El suave vaivén de los
pasos del hombre, los pasos de Gaven, me adormeció lentamente de
vuelta a la oscuridad. En el momento en que me acostó en una
cómoda cama, apartando las sábanas, luché por no volver a caer en
mi propia mente nublada. Me estremecí al sentir unos dedos gruesos
recorriendo mi costado. Un gemido subió por mi garganta cuando
esos mismos dedos se movieron entre mis piernas, empujando mi
dolorido coño.
Con un quejido, intenté apartarme. Estaba agotada... estaba
jodidamente exhausta. No podía volver a hacerlo.
—Shhhhh. —La voz grave y atronadora de Gaven resonó en mis
sentidos. Su dedo giró dentro de mí, haciéndome estremecer antes
que finalmente lo sacara y me relajara en la cama. Me cubrió y me
acurruqué en ella, aferrándome al tacto sedoso y dejándome arrastrar
hacia el sueño.
Dormí tanto y durante tanto tiempo -o eso me pareció- que,
cuando volví a abrir los ojos, me pareció que habían pasado horas.
Era uno de esos sueños que se apoderan por completo de una persona
y llenan su mente hasta que el mundo entero le parece nuevo y
diferente cuando se despierta.
Sentada en la cama, miré a mi alrededor y me encontré sola.
¿Gaven? —grité, tosiendo una vez cuando mi voz se entrecortó y se
detuvo. Levanté la mano, frotándome la garganta, y pestañeé para
disipar la sensación de arenilla de mis ojos.
Volví a toser y miré a un lado mientras balanceaba las piernas
por encima de la cama. En la mesilla había un vaso de agua, un frasco
de pastillas y una nota. Cogí primero el frasco y suspiré aliviada al
ver el Tylenol. Me metí en la boca dos de las pastillas ovaladas, cogí
el agua y bebí la mitad.
Me dolían los músculos. Mis hombros gritaban de dolor, pero,
sobre todo, sentía el lugar entre mis piernas en carne viva. Me llevé
una mano a la nuca y la moví hacia un lado, estirándola con la
esperanza de aliviar parte de la tensión al tiempo que seguía
observando la habitación.
Seguía en la sala privada del club a la que me había traído
Gaven, pero con la falta de ventanas no era posible saber cuánto
tiempo había pasado desde que me había dormido. Lo único en lo
que mi mente se fijó inmediatamente fue lo más importante, estaba
sola.
Me levanté bruscamente, vacilé sobre mis pies y, agarrándome
al poste de la cama me alejé tambaleante de la mesilla. Respiré
entrecortadamente y me miré las piernas cuando un traqueteo
metálico captó mi atención.
—Ese maldito imbécil —murmuré al darme cuenta de la razón
por la que estaba sola.
Gaven no era idiota. Sin duda alguna, sabría que tan pronto
como despertara sola y sin vigilancia, intentaría escapar. No se
equivocaba. Esa era exactamente mi intención. Desgraciadamente, el
brazalete encadenado a mi tobillo echó por tierra esos planes.
—Mierda. —La maldición salió de mí siseando al apartarme del
poste de la cama y alejarme varios pasos, siguiendo la línea de la
cadena hasta donde se encontraba el extremo. Estiré la mano hacia
abajo, la cogí tirando de ella.
La cama rechinó. Miré en dirección al ruido y me lancé al suelo
del gigantesco mueble. Mis rodillas golpearon el suelo y, un momento
después, mi mejilla mientras escudriñaba la parte inferior de los
postes. Allí, al otro lado de la cama, estaba el enganche que unía la
cadena.
Envolviendo la cadena con ambas manos, tiré una y otra vez. La
cama rechinó, pero no se movió. Volví a ponerme en pie y miré la
cama. Era una cosa monstruosa hecha de madera pesada de un rojo
oscuro. De ninguna manera iba a arrancar la cadena del poste. No era
lo bastante fuerte. Tenía que haber otra forma.
Giré en círculo y volví a examinar la habitación. Esta vez tenía
un objetivo. Tenía que encontrar algo, cualquier cosa, que me ayudara
a desbloquear el brazalete alrededor de mi tobillo. No sabía cuánto
tiempo llevaba Gaven fuera ni cuándo volvería, pero necesitaba
desaparecer antes que regresara.
La cadena me seguía a medida que me movía por el espacio,
pero no me permitía ir muy lejos. Me detuve en mitad de la habitación
y gruñí por lo bajo cuando la cama volvió a rechinar y al mirar hacia
abajo descubrí la cadena atada a mí, tensa e inexorable. La ira se
apoderó de mi pecho. Inspiré una y otra vez y me estremecí, tiritando,
froté mis brazos de arriba abajo. No me extrañaba que me hubiera
acurrucado tanto entre las sábanas, sin Gaven para calentarme, la
habitación parecía un páramo helado.
Más aire sopló sobre mi cuerpo y comprendí que estaba
completamente desprovista de ropa de la mitad inferior hacia abajo,
y que lo único que aún llevaba puesto era el pequeño sujetador que
apenas me cubría y que Gaven me había obligado a ponerme. Si
quería salir de aquí, necesitaría ropa nueva o volver a los vestuarios
para recuperar el vestido.
Sin embargo, apenas tuve ese pensamiento, me lo quité de la
cabeza. No. Tendría que dejar el vestido. Era demasiado ostentoso.
Giré de nuevo hacia la cama mirando con odio el mueble
ofensivo mientras contemplaba mis próximas acciones. Esto era un
club sexual, así que una mujer caminando casi desnuda
probablemente no llamaría mucho la atención. Sin embargo, ¿sería
extraño que estuviera sola y sin compañía?
Mientras pensaba en ello, algo brilló en mi visión periférica. Me
detuve y eché un vistazo. Mis ojos se agrandaron al ver un par de
pinzas para pezones colgadas en la pared de artículos de bondage.
Eran metálicas, justo lo que necesitaba. Me apresuré a avanzar y
estuve a punto de tropezarme de bruces cuando mi cadena volvió a
quedarse corta.
Mierda. Mierda. ¡Mierda! Estaba fuera de mi alcance. Me llevé
ambas manos a la cara e inhalé bruscamente. No, podía resolverlo.
Solo necesitaba algo lo bastante largo para alcanzarlo y agarrarlo o
acercarlo. Volví a mirar a mi alrededor y, al no encontrar nada
directamente, decidí indagar un poco más.
Volviéndome hacia la cama, me apresuré hacia el baúl que había
observado la noche anterior. Arrodillándome, desabroché el cierre y
lo abrí bruscamente, deteniéndome con los ojos muy abiertos al ver el
interior. Si la pared de bondage me parecía un poco inquietante, este
baúl estaba lleno de cosas que me hacían temblar por dentro.
Apreté los muslos al introducir la mano y levantar lo primero en
lo que se fijó mi vista. Era una barra separadora. Larga, gruesa y
negra, con ataduras en cada extremo. La barra era de acero duro
recubierto de cuero. Y lo que era aún mejor, era ajustable.
De pie y con rapidez, presioné las muescas centrales y la parte
más pequeña de la barra, en el hueco interior, se deslizó hacia fuera.
Presioné el lado opuesto y salió otra pieza que se encajó en su sitio. A
simple vista, parecía medir casi un metro. Imaginé que era algo que
probablemente Gaven habría utilizado antes, aunque no conmigo y,
por alguna razón, eso me revolvió el estómago.
Sacudiéndome el ceño fruncido que empezaba a formarse, volví
al punto más alejado de la habitación que podía alcanzar y luego un
poco más allá, estirando y arqueando el cuerpo al mismo tiempo que
agitaba la barra hacia la pared. El cuero tintineó contra el metal y
maldije al girar la barra e intentar usar las ataduras para engancharlas
bajo la cadena que conectaba las abrazaderas.
Sabía que la visión tenía que ser ridícula y, mentalmente, juré
que si Gaven entrara ahora mismo, ardería absolutamente en un
ardiente pozo mortal y lo agradecería. Cerrando los ojos, aspiré y, con
un fuerte tirón hacia arriba, solté las pinzas del gancho.
Abrí los ojos y miré hacia arriba mientras la maldita cosa se
balanceaba sobre mí, volando por los aires. Giré y me lancé a por ella
cuando aterrizó en el suelo, a un lado de la cama. La barra separadora
cayó de mi agarre mientras yo agarraba las abrazaderas metálicas y
tiraba de una de ellas para separarla de su esbelta cadena.
El metal que las mantenía unidas era mucho más fino y débil que
la misma cadena que me ataba a la cama. Las argollas que las unían
tampoco estaban fundidas, lo que me permitió introducir una uña en
una de ellas y doblarla hacia fuera hasta que me quedó un pequeño
círculo metálico del tamaño de la uña de mi dedo meñique.
Con un suspiro lleno de alivio, doblé más el pequeño metal hacia
fuera, lo puse en el suelo y lo aplasté con la palma de la mano para
aplanarlo más. Tenía que agradecer este truco a una ladrona
impresionante que había conocido en Italia unos años antes. Si no
hubiera sido por ella, no habría tenido ni idea de cómo forzar el
candado de mi tobillo.
Cuando hube alisado el pequeño trozo de metal hasta que tuvo
al menos dos centímetros de longitud, me giré hacia un lado, levanté
el pie y lo apoyé en el suelo. Introduje un extremo de la pequeña
astilla de metal en el ojo de la cerradura y me contoneé, agachándome
para escuchar el mecanismo. Por desgracia, si emitía algún sonido,
era demasiado bajo para que yo lo oyera, así que tuve que moverme
a tientas.
Moví y sacudí la pieza metálica arriba y abajo hasta que sentí
que algo dentro de la cerradura hacía clic. Cuando por fin lo hizo,
levanté el puño en señal de victoria y quité rápidamente el candado
antes de desabrochar el brazalete de cuero.
Una vez libre, me apresuré a entrar en el baño con la esperanza
de encontrar algo más con lo que cubrirme. Afortunadamente,
encontré una bata de seda roja colgada en la parte trasera de la puerta.
Me cubrí con ella, atando bien el cinturón para evitar que se abriera.
Puede que Gaven pensara que me tenía atrapada y bien
encerrada, pero ya no era la adolescente inocente con la que se había
casado. Era una mujer que había pasado por el puto infierno y había
aprendido a sobrevivir en él. Desde luego, no estaba preparada para
dejarme capturar y encerrar para siempre. Tenía cosas que hacer.
Clientes que confiaban en mí y... una hermana con la que tenía que
lidiar para que no me encontrara y me matara ella misma.
Eso, al menos, era algo de lo que Gaven me había hecho darme
cuenta al capturarme y encarcelarme. No podía permitir que esto
continuara. Si alguna vez quería una vida sin tener que mirar por
encima del hombro, tendría que ocuparme de ella.
Tragándome el nudo de mi garganta ante aquel pensamiento,
me dirigí hacia la puerta por la que había entrado y probé el
picaporte. Mis labios se estiraron hacia abajo al darme cuenta que
también estaba cerrada con llave. Gaven no era más que un hombre
precavido. Por supuesto, cerraría la puerta con llave. No es que fuera
a dejar que eso me detuviera.
Volviéndome hacia la habitación, regresé al lugar donde había
desechado las abrazaderas metálicas. Las pequeñas anillas de la
cadena no funcionarían en una cerradura para puertas, pero...
Desenrosqué la pequeña pieza que apretaba las abrazaderas y las dejé
caer completamente abiertas. Estaban hechas de finas piezas
metálicas, pero por muy bien fabricado que estuviera, el metal fino
casi siempre podía doblarse y reconstruirse.
Tras extraer una pieza pequeña pero más resistente de las
propias abrazaderas, me acerqué de nuevo a la puerta y me arrodillé
para introducir la pieza en la cerradura. Esta vez, oí el clic justo antes
que la cerradura girara. Ni siquiera pensé en limpiarme. De todos
modos, Gaven se daría cuenta que había desaparecido en el momento
en que entrara en la habitación. Así que dejé la pieza en la puerta,
agarré el picaporte, la abrí de un tirón y hui por el pasillo.
El tiempo era esencial, y ya casi no me quedaba.
CAPÍTULO 22

Gaven

El epítome de la arrogancia era pensar que lo sabías todo y que


nada podía sorprenderte. Al encontrarme en la vacía habitación
privada que había abandonado horas antes para reunirme con
Archer, tuve que admitir que me sorprendió. El vacío de la habitación
era especialmente chocante teniendo en cuenta que cuando la dejé
había una mujer dormida en la misma cama que ahora estaba con las
sábanas revueltas.
Sin embargo, la mujer no aparecía por ninguna parte. Un silbido
bajo sonó detrás de mí.
—Parece que tu bonito pajarillo ha volado.
Dirigiendo una mirada sombría a Archer, no dignifiqué sus
palabras con una respuesta. En su lugar, volví a centrar mi atención
en la habitación ante mí. ¿Cómo demonios se las había arreglado para
quitarse el brazalete? La respuesta estaba esparcida por el suelo, a los
pies de la cama.
Me acerqué y agachándome, levanté la fina cadena con una
pinza metálica para los pezones que aún colgaba de un lado. El
brazalete había quedado atrás, con un trozo de metal todavía
sobresaliendo de él.
Una risita grave retumbó en mi pecho. Sacudí la cabeza mientras
me agachaba y cerraba los ojos. Qué miope por mi parte, pensé.
Realmente no le había dado suficiente crédito. Volví a abrir los ojos y
me incorporé, girándome hacia los demás.
—Al parecer, tu mujer —comenzó el hermano de Ian, si bien no
de sangre, Jensen miró la habitación al hablar antes de detenerse en
mí—, quiere el divorcio.
Mis dedos se cerraron en torno a la cadena, mi agarre se tensó—
. No lo conseguirá —solté—. Los tres lo sabéis tan bien como yo: una
vez que una princesa de la mafia se casa, no vuelve a hacerlo.
Ian suspiró y se interpuso entre sus amigos. Aunque no era más
alto que yo, sin duda era más ancho. Señaló la habitación y luego a
mí.
—Dudo que dejes que algo así te detenga —dijo—. Pero si es lo
bastante lista como para salir del club sin ser detectada, no me cabe
duda que también lo será para evadirte de nuevo. —A pesar del tono
tranquilo, las palabras de Ian no pretendían tranquilizarme.
Me había vuelto engreído. Me había creído invencible. Pensaba
que la tenía donde quería.
Estaba equivocado.
Tan jodidamente equivocado.
Sacudí la cabeza—. Al único que necesito es a Archer.
Archer, en respuesta, gruñó.
—Venga, tío. Ya te lo he dicho antes, Hadrian es mucho mejor...
No dejé que acabara la frase. Antes que la última sílaba de la
última palabra saliera de sus labios, metí la mano en la chaqueta y
saqué mi arma. Sin pestañear, centré el cañón en él y me detuve con
el dedo en el gatillo.
—Amigo o no, Archer —dije en tono de advertencia—.
Encontraré a mi esposa y, si necesito tu ayuda, me la proporcionarás.
Sin vacilar, Ian se interpuso.
—Pon. Tu. Maldita. Arma. Abajo. —Las fosas nasales del
hombre se encendieron y pareció llenarse de rabia cuando se plantó
ante mí.
Archer, imperturbable, asomó su rubia cabeza a su alrededor.
—¿Cómo demonios te las has arreglado para colar una?
Me encogí de hombros.
—Tú tienes tus métodos y yo los míos.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—Sabes que iba a ayudarte, gilipollas. Guárdala de una puta vez
antes que Ian explote —dijo—. Tan solo me quejaba.
El arma volvió a su funda, pero Ian no se movió mirándome
fijamente. Esperé, medio curioso y medio sabiendo ya cómo iba a
reaccionar. Avanzó hasta que estuvimos casi pecho con pecho.
—Si vuelves a meter un arma en mi club sin mi permiso —dijo,
con voz grave y fría—, te la meteré por el culo y apretaré el puto
gatillo.
El silencio se extendió entre nosotros. Mis nervios estaban
impregnados de una rabia apenas reprimida y, aunque sabía que
nada de eso iba dirigido a él, necesitaba una válvula de escape.
Pasaron unos segundos hasta que, finalmente, Archer rompió la
tensión con un escueto:
—Pervertido —provocando un ataque de risa en Jensen.
Inspiré bruscamente y rodeé al hombre antes de asentir a
Archer.
—Comprueba las grabaciones del circuito cerrado de televisión
—ordené—. Quiero todos y cada uno de los archivos de las
grabaciones del Club en cuanto los tengas: cualquier cosa que tenga
que ver con ella.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Archer.
Fruncí el ceño adentrándome en la sala.
—Voy a hacerle una visita a mi cuñada —respondí con evasivas.
Había llegado el momento de cortarle la cabeza a la bestia, en
sentido literal y no figurado. En cuanto Jackie desapareciera, Angel
ya no tendría motivos para huir. A no ser, naturalmente, que nunca
fuera su hermana quien la mantuviera alejada, sino yo.
Aunque esa no era una posibilidad que quisiera considerar.
Justo cuando creía que las cosas se habían vuelto más fáciles, que
volvíamos a entendernos... todo se fue a la mierda. Cada vez que me
acercaba, Angel desaparecía. Me aferraba a ella, únicamente para
sentirme decepcionado una y otra vez. Otro hombre habría cedido y
finalmente la habría dejado marchar. Un hombre normal sin duda
habría captado la indirecta. Yo era cualquier cosa menos normal. Yo
era el puto Gaven Belmonte.
El único resultado que deseaba era despertarme de nuevo con
Evangeline Price en mi cama, en mis brazos. Quería su vientre
hinchado y redondo con mi hijo, nuestro hijo. Aun así, heredera o no
heredera... era mía. La había reclamado y ninguna otra mujer podía
afectarme como ella. Ninguna otra podía llevarme al borde de la
locura como ella. Ahora se había ido. Una y otra vez, la cazaría.
Incluso si eso significaba que recorreríamos este camino
repetidamente durante el resto de nuestras vidas. Atraparla y
escapar. Cazarla como mi presa. Lo haría tantas veces como hiciera
falta hasta que ella se diera cuenta que no me iba a ir. Nunca iba a
parar. No hasta que se diera cuenta que me pertenecía. Que era mía.
CAPÍTULO 23

Angel

Tres días. Ese fue el tiempo que tardé en localizar a Ronald al


tiempo que esquivaba todas las cámaras de vigilancia conocidas.
Aunque Gaven no me hubiera atrapado, seguía sintiéndome vigilada
cada segundo de cada día. Por otra parte, al menos era libre y no
estaba encerrada, desnuda, en una habitación en medio de ninguna
parte, en Nueva York.
Afortunadamente, en el tiempo que había estado capturada,
Ronald había conseguido permanecer oculto. Había seguido mis
órdenes y encontrado un motel de mierda a varias horas de su casa,
donde a nadie se le ocurriría buscar a un genio y científico de fama
mundial.
Reduje la velocidad del sedán barato que conseguí recoger en
uno de mis escondites de suministros y giré hacia el aparcamiento del
Motel Byway. El edificio de una sola planta se extendía con la espalda
orientada hacia un largo arroyo de bosque y la fachada vuelta hacia
la vieja autopista que probablemente veía más acción y atención hace
cincuenta años que ahora.
Un gran cartel amarillo de HABITACIONES con letras rojas
descoloridas estaba colocado bajo el mugriento nombre del motel,
encima de la zona de aparcamiento frente a la oficina. Lo pasé por
alto y me dirigí directamente al aparcamiento que había junto al
edificio, aparqué y salí.
Unas nubes oscuras se cernían sobre mi cabeza y el lejano
retumbar de un trueno amenazaba un día ya de por sí lúgubre. Sin
embargo, el tiempo aquí nunca sabía lo que quería ser. Aún había un
cincuenta por ciento de posibilidades que, para cuando recuperara a
mi cliente y volviera a la carretera, las nubes se hubieran dispersado
y brillara el sol. Era casi imposible predecirlo.
Suspirando, levanté rápidamente la mano, recogí la cartera del
asiento del copiloto y cerré el sedán, pulsando el botón del llavero
antes de subir a la acera. La última vez que había hablado con Ron y
me había dado su ubicación, me dijo que se alojaba en la habitación
número 6 y que casi no le quedaba dinero.
En cierto modo, sentí una punzada de arrepentimiento. No solo
por Ron y por haberle dejado como lo había hecho —aunque no había
sido por elección propia—, sino porque lo único que deseaba era
volver a dejarle. Desaparecer en el vacío del mundo y no volver a ser
encontrada. Jackie me había quitado tanto, y no quería arriesgarme a
que me encontrara del mismo modo que lo había hecho Gaven.
Quizá había llegado el momento de seguir adelante y encontrar
un nuevo lugar donde vivir. Pensé que podría volver a Estados
Unidos después de tanto tiempo, pero me equivocaba. Si me quedaba
aquí mucho más tiempo, temía volverme demasiado cómoda, lo que
solo me llevaría a ser capturada de nuevo. Por desgracia, tenía
suficiente sentido común para darme cuenta que si Gaven volvía a
apresarme tras mi segunda fuga —técnicamente, la tercera, si quería
contar la primera vez antes de nuestra boda—, acabaría en algo
mucho peor que estar encerrada y desnuda.
Me estremecí cuando un golpe de aire frío me alcanzó en la
espalda y giré al llegar al toldo sobre las puertas de la habitación del
motel. Las nubes eligieron ese momento exacto para abrirse y
descargarse sobre la tierra. El repentino aguacero me roció la parte
delantera de las piernas y la cara, empañándome con una lluvia fresca
y húmeda.
Suspiré de nuevo y sacudí la cabeza, dirigiéndome hacia las
habitaciones, sin detenerme esta vez hasta llegar a la puerta correcta.
Llamé tres veces, di un paso atrás y esperé. Momentos después, el
temblor de la cadena al soltarse reverberó. Entonces la vieja cerradura
hizo clic y la puerta se abrió de golpe.
—Oh, Ronald... —Esbocé una mueca al mirar al hombre. Tenía
mucho peor aspecto que la última vez que lo vi. Llevaba la cara
cubierta por una incipiente barba y los ojos aún más hundidos, lo que
demostraba lo poco que había dormido desde la última vez que
estuvimos juntos.
Di el primer paso hacia la habitación y dejé que la puerta se
cerrara a mi espalda.
—¿D-dónde demonios has estado, Eve? —dijo, balbuceando al
tiempo que sus ojos se desviaban por encima de mi hombro hacia la
puerta ya cerrada.
Me volví, giré la cerradura y coloqué la cadena en su sitio,
sabiendo que eran su ansiedad y paranoia lo que le ponía tan
nervioso. Por otra parte, realmente le perseguía gente, así que ¿era
paranoia si estaba justificada?
—Lo siento —dije, acercándome a él. Acaricié su rostro con una
sonrisa afligida—. Iba a sugerir que nos fuéramos inmediatamente,
pero Ron, tienes que dormir un poco.
—N-no, no —respondió rápidamente, dándose la vuelta y
dirigiéndose a una de las dos camas, la que estaba más al fondo y
cogía una bolsa de la compra del suelo—. Estaré listo en dos
segundos.
Negué con la cabeza, pero como estaba de espaldas a mí, no
pudo verme.
—No —dije, avanzando, mis deportivas rechinando contra el
suelo de vinilo. Al menos el motel había hecho algunas mejoras desde
los años setenta. De lo contrario, habría esperado una grotesca
moqueta verde.
—Ahora mismo está lloviendo a cántaros —dije, como si no
pudiera oír los truenos que retumbaban en la habitación—. Necesitas
descansar más de lo que puede darte una pequeña siesta en el coche.
¿Por qué no te tumbas y te duermes un poco? Conmigo aquí, te
sentirás más seguro.
Hizo una pausa mirando hacia atrás y sus ojos recorrieron mi
cuerpo de arriba abajo. Sabía que no parecía tan poderosa como las
dos primeras veces que nos habíamos visto. Él solo me había visto en
mi mejor momento, con trajes y vestidos elegantes. Si me mirara en el
espejo ahora mismo, sería poco más que una joven sin maquillaje, con
pantalones cortos vaqueros y una sudadera extragrande en la que se
leía el nombre descolorido de una universidad de la que nunca había
oído hablar.
Eso era intencionado. Quería que Ron y yo pasáramos
desapercibidos. Ahora mismo, con su actitud ansiosa, las manchas de
sudor asomando en las axilas de la camisa que llevaba desde hacía
varios días, no había forma que pareciéramos dos personas
destinadas a estar juntas.
Señalé con la cabeza la bolsa de plástico que había colocado
sobre la cama.
—¿Tienes ahí una muda? —pregunté.
Asintió con la cabeza y avancé, apartándolo suavemente
mientras la abría y metía la mano dentro. Por suerte, había sido lo
bastante listo como para recoger lo que le había dicho después de
nuestra llamada. Memorizar el móvil que le había dado había valido
la pena.
—Toma —dije, sacando de la bolsa un pantalón de chándal gris
claro y una camiseta blanca. Arranqué las etiquetas y le entregué la
ropa—. Ve a ducharte y ponte esto cuando termines.
Ronald cogió la ropa e inmediatamente se movió con torpeza
sobre sus pies.
—O-olvidé la ropa interior —murmuró, y un rubor se apoderó
de sus mejillas.
No era el momento de reírse, así que reprimí una sonrisa
divertida y negué con la cabeza.
—No es un gran problema —dije—. Puedes ponerte esto para
dormir, e iré hasta la entrada a ver si disponen de lavandería para
lavar tus otras cosas.
Sus hombros se hundieron en señal de derrota y asintió—. De
acuerdo.
—¡Oh, espera! —le llamé dándose la vuelta para seguir mis
instrucciones. Hizo una pausa y metí la mano en mi mochila, sacando
un pequeño estuche que siempre procuraba llevar encima. Lo abrí de
un tirón, saqué una maquinilla de afeitar barata y se la entregué—.
Ya que estás ahí, deberías intentar afeitarte.
Se quedó mirando la cuchilla durante varios segundos antes de
estirar la mano y cogerla con cuidado.
—D-de acuerdo —respondió.
Asentí, viéndolo entrar en el baño, al fondo de la habitación.
Esperé cinco minutos a que abriera la ducha antes de colarme y
coger la ropa que llevaba puesta (incluida su ropa interior) del suelo
antes de volver a salir. Dejé mis cosas en la segunda cama, aún hecha,
y cogí la llave de la cómoda antes de volver a salir.
Caía más lluvia por el lateral del toldo cuando me dirigí a la
entrada. Fue un viaje rápido, por suerte, y veinte minutos más tarde
había requisado la única lavadora que tenía el motel y me dirigía de
nuevo a la habitación.
Dos SUV idénticos, con las ventanillas tintadas, entraron en el
aparcamiento a tal velocidad que el segundo chocó contra el bordillo
y estuvo a punto de volcar al detenerse bruscamente. Me paralicé, el
horror me invadió preguntándome si estaban allí por mí o por...
¡Ronald!
Las puertas se abrieron saliendo varios hombres. Mis ojos
recorrieron los últimos doce metros hasta la habitación número 6,
pero ya era demasiado tarde. Los hombres iban vestidos con
vaqueros y camisas negras, aunque no pasé por alto la protuberancia
de sus espaldas. Iban armados.
Rápidamente me agaché detrás de un carro de limpieza
abandonado fuera de una habitación cercana, eché un vistazo, tres de
ellos se dirigían hacia la misma habitación en la que había dejado a
Ron y otros dos se dirigían hacia mí.
Jodida mierda. Mi arma estaba en la habitación, en mi mochila,
aunque de poco me servía allí. Tenía que pensar en algo rápidamente.
Si estaban aquí por Ron, eso significaba que trabajaban para la
corporación que había abandonado, pero si no estaban aquí por él,
entonces... eso significaba que estaban aquí por mí y que Ron seguía
en peligro.
Me mordí el labio inferior y consideré mis opciones.
Una. Podía incorporarme, hacerme visible y ver si me
reconocían. Si lo hacían, entonces no estaban aquí por Ron. Sin
embargo, seguía sin mi arma y no podía dominar a cinco hombres
adultos armados hasta los dientes yo sola.
Dos. Podía quedarme aquí agachada y ver si me esquivaban al
dirigirse a la oficina principal. Era arriesgado y muy improbable que
se fijaran en mí.
La tercera. Podría montar una escena. Este carro de limpieza no
podía estar sin personal. Tenía que haber algún trabajador del motel
cerca. Tal vez, si gritaba lo bastante fuerte, alguien llamaría a la
policía. La amenaza de las autoridades podría ahuyentar a esos tipos,
o podría presionarles para que consiguieran lo que habían venido a
buscar y se marcharan.
Todos los planes me hacían dudar. Todos podían salir mal y, en
el peor de los casos, como aquellos hombres llevaban armas, podían
decidir matar a todos los presentes. No estaría bien involucrar a un
pobre empleado del motel.
Así que, con eso en mente, hice lo único que podía hacer.
Teniendo en cuenta el tipo de lugar que era este motel y la clase
de clientes que probablemente atraía, decidí quitarme la sudadera,
atándomela a la cintura. Agarré la camiseta de tirantes y tiré de ella
hacia abajo hasta que se vieron las copas del sujetador, y
seguidamente estiré otro buen palmo hacia abajo para dejarlo bien
visible. Cuando no me pareció suficiente, subí el dobladillo de la
camiseta haciendo un rápido nudo por encima del ombligo y por
debajo de los pechos. Cuanta más piel mostrara, más distraídos y
displicentes se volverían. Afortunadamente, mis pantalones
vaqueros cortos deshilachados, me quedaban pequeños. Habían
resultado perfectamente aceptables con la sudadera puesta, pero
ahora tiré de la cintura hacia abajo, introduje la mano, agarrando las
tiras del tanga y levantándolas por encima de las caderas.
Me deshice la coleta que llevaba, dejando caer mi cabello sobre
los hombros. Me pasé una mano por los mechones, ahuecándolos aún
más y volteando los que tenía delante de la cara para cubrirme más
un lado. Cuando terminé de arreglarme, respiré hondo y me
incorporé.
Aquellos que se dirigían hacia la recepción se detuvieron al
verme y esbocé una sonrisa ligera y demasiado relajada.
—Hola, grandullones —murmuré, fingiendo un acento mucho
más sureño mientras me miraban—. ¿Estáis aquí para pasarlo bien?
Yo puedo proporcionároslo si lo necesitáis.
Ambos intercambiaron miradas y siguieron caminando sin
dirigirme la palabra. Mi corazón se aceleró al darme cuenta que
Gaven no pudo haberlos enviado. A pesar de mi falso acento y la
exposición de piel, no había duda que se habría asegurado que cada
uno de sus hombres supiera a quién estaban cazando. Eso solo dejaba
una razón para que esas personas estuvieran aquí. Mi cliente.
Cuando los hombres se alejaron, forcé un paso despreocupado
al seguir caminando, observando con curiosidad a los tres que
quedaban atrás como si no tuviera ni la más remota idea de quiénes
eran o qué estaba ocurriendo.
Cuando me acerqué, los tres hombres de los SUV se pararon
delante de la puerta de Ronald.
—Disculpen, caballeros —dije suavemente—. Mi ...eh ...amigo
no ha dicho nada de una fiesta.
El más alto de los tres me lanzó una mirada y frunció el ceño.
—No estamos aquí por ti, puta. Muévete.
Fingí un grito de indignación y me ericé.
—¿Cómo os atrevéis? —chillé—. ¡Soy una dama respetable!
Uno de los hombres que lo acompañaban, un poco más bajo,
pelirrojo y con una cicatriz en un lado de la mandíbula, soltó una
carcajada.
—Sí, claro —se burló—. Con las tetas así, no hay duda para qué
estás aquí. Tu cliente ya no está libre. Haz lo que te ha dicho ese
hombre tan amable y muévete.
Me retorcí las manos delante del estómago, apretando los brazos
mientras se me hinchaban los pechos.
—P-pero mis cosas siguen dentro —dije—. ¡Yo tampoco puedo
irme sin cobrar!
El pelirrojo se apartó de los otros dos y me bloqueó. Mis ojos se
abrieron desmesuradamente cuando el primero sacó su arma y me
fulminó con la mirada antes de girar el picaporte de la puerta del
motel y, cuando ésta no se movió —porque la había cerrado al salir—
, se echó hacia atrás y la derribó de una patada. Me estremecí y jadeé
cuando la puerta se hizo añicos. Dentro, escuché el grito de sorpresa
y miedo de Ron.
Joder. Joder. Joder. Esto se estaba descontrolando rápidamente.
—¡Oh, Dios mío! —grité.
La mano del pelirrojo bajó y tapó mi boca mientras sus ojos se
levantaban y miraban más allá de mí.
—Ya, ya, cariño —dijo—. Debes de ser nueva en este negocio si
no sabes meterte en tus asuntos.
Resoplé con fuerza y cerré los ojos, obligando a las lágrimas a
salir a la superficie. Cuando retiró la mano, sollocé con fuerza.
—Por favor —dije mientras los otros dos desaparecían en la
habitación—. Esa bolsa es todo lo que tengo. La necesito.
Sus ojos se dirigieron hacia abajo, donde mis pechos se clavaban
en su pecho.
—La necesitas, ¿eh? —Se lamió los labios y me encontré
luchando contra el impulso de retroceder mientras sus dedos me
agarraban del brazo y me sujetaban—. ¿Ya te has follado a tu cliente,
cariño? No me gusta compartir, pero si aún estás libre, puedo ver la
forma de devolverte esa bolsa... por un precio.
Negué con la cabeza y volví a moquear por precaución.
—N-no, señor —dije, agitando mis húmedas pestañas—. Yo-yo
solo...
Se oyeron maldiciones desde el interior de la habitación y otro
grito sonó detrás de mí, un grito femenino. Joder. La limpiadora debió
escuchar la conmoción. Cuando el hombre levantó la mirada por
encima de mi hombro, aproveché la oportunidad y me eché hacia
atrás, agarrándolo por los hombros mientras le daba un rodillazo en
la ingle.
Con cara de asombro, el hombre resolló y se desplomó en la
acera justo cuando salieron los dos hombres de antes, arrastrando
consigo a un Ron magullado y lloroso.
—¡Eve! —gritó.
La frustración me invadió, lanzándome hacia el hombre en el
suelo, levanté la parte de atrás de la camisa, haciéndome con su arma.
Le quité el seguro y la levanté. No hice ninguna advertencia ni exigí
nada. Estaba claro que aquellos hombres estaban aquí por una razón
y no iba a dejar que la cumplieran.
Apunté y apreté el gatillo, metiendo una bala en el hombro del
que tenía la pistola en la mano. Se estampó contra la pared y el arma
cayó de sus manos. Desvié mi atención y apuntando al segundo
hombre, disparé a ambas piernas, a esta distancia, no había
posibilidad de fallar.
—¡Coge mi bolsa! —grité a Ron. Se lanzó lejos de sus captores y,
por primera vez desde que lo conocí, consiguió seguir mis órdenes
sin cuestionarlas ni quebrarse.
El primer hombre gruñó e, incluso con una bala en el hombro,
se impulsó lejos de la pared cuando me aparté, viéndolo tropezar con
el pelirrojo que intentaba ponerse en pie. Ambos cayeron en un
montón mientras el tercer hombre echaba mano a su propia arma.
No vacilé. Volviéndome hacia él, levanté el arma y apreté el
gatillo una, dos y tres veces hasta que su pecho se llenó de agujeros.
Esto era supervivencia. Simple y llanamente.
Ron volvió a salir de la habitación, sosteniendo mi cartera.
—Llaves —le dije bruscamente—. Vámonos.
Ambos echamos a correr. Alargué la mano hacia atrás y sentí
que ponía un juego de llaves en mis manos, pulsé el botón de
desbloqueo, haciendo parpadear las luces del sedan.
—¡Eh!
¡Mierda! maldije internamente. Los otros dos habían regresado
de la recepción, pero eso no me detuvo.
Salté al asiento del conductor al tiempo que Ron se lanzaba al
asiento del copiloto y, los dos hombres ilesos corrían por el
aparcamiento, encendí el coche y pisé el acelerador.
—¿Eve? —La voz de pánico de Ron se elevó por encima del
sonido de mi corazón palpitante.
—¡Coge esto! —solté, empujándole el arma en la mano mientras
aceleraba el motor dirigiéndome hacia los dos hombres.
Sus ojos se abrieron enormes y, aunque uno de ellos consiguió
esquivarme justo a tiempo, el segundo no tuvo tanta suerte. Su
cuerpo golpeó la parte delantera del sedán y luego el parabrisas,
dejando una gran grieta al rodar su cuerpo por encima del capó y
luego por la parte trasera, cayendo al pavimento.
Miré por el retrovisor al salir a toda velocidad del aparcamiento.
No volvió a levantarse.
CAPÍTULO 24

Angel

—¡Disparaste a alguien! —El olor del sudoroso cuerpo de Ron


llenó el coche, junto con su voz aguda y aterrorizada.
Hice una mueca y presioné el botón de la ventanilla para bajarla
y dejar pasar más aire del que proporcionaba la unidad de aire
acondicionado del coche. Le dirigí una mirada y suspiré—. Ponte el
cinturón de seguridad —le aconsejé.
—¿Vamos a hacer como si no hubieras matado a un hombre? —
preguntó, con la mirada horrorizada clavada en mí.
En realidad, probablemente fueron dos hombres, pero no iba a
decírselo ahora. No cuando me miraba como un pez fuera del agua.
La irritación surgió en mi interior—. Ponte el cinturón de seguridad,
ahora —le solté—. Y de nada No sé si se te ha pasado por alto, pero el
hecho de haber disparado a alguien acaba de salvarte la jodida vida.
—Esto no puede estar pasando. —En lugar de ponerse el
cinturón de seguridad como le dije, Ron se vuelve hacia otro lado y
se encorva hasta meter la cabeza entre las rodillas—. Debería haber
ido a la policía. Debería haber hecho otra cosa. Algo que no fuera
contratarte a ti.
Era propio de un hombre montar todo un escándalo y luego
culpar a la mujer que lo había rescatado. Puse los ojos en blanco y
volví a centrarme en la carretera. Sin embargo, en algún lugar de mi
mente, una vocecilla me recordó que si hubiera sido Gaven quien
estuviera en la misma situación, no habría necesitado que lo
rescataran. De hecho, Gaven habría matado fácilmente a cada uno de
aquellos hombres. No habría dudado.
Basta, me ordené. Gaven no está aquí, y eso es bueno. Quieres alejarte
de él, no volver corriendo a sus brazos.
Incluso repitiéndome aquello en mi mente, no pude evitar sentir
cómo el cansancio pesaba sobre mis hombros, haciéndolos caer
mientras mi pasajero hiperventilaba en el asiento de al lado. Quizá si
las cosas hubieran sido distintas entre Gaven y yo, habría podido
pedirle ayuda. Sin embargo, tal y como estaba la situación, tenía
pocas personas con las que pudiera contactar realmente en busca de
ayuda. Y desde que fui capturada por Gaven, no había tenido tiempo
de preparar una casa segura para Ron.
Me devané los sesos en busca de un plan mientras el velocímetro
subía a toda velocidad. Los árboles y las ruinosas casas de campo,
unos cuantos graneros y algunos almacenes de comestibles pasaron
volando por delante de las ventanillas. Mis dedos agarraron
bruscamente el volante cuando se me ocurrió una idea. Había alguien
con quien podía contactar. Hacía casi dos años que no hablaba con
ella, pero después de dejar a Gaven y huir de Jackie cinco años antes,
había aprendido a memorizar todos los números de contacto que
necesitaba.
Si la suerte estaba de mi lado, el número que Scarlett me había
dado seguiría siendo bueno. Si no lo era... bueno, ya cruzaría ese
puente cuando llegara a él.
Varias horas después...

Mi pie golpeaba incesantemente el pavimento. Las nubes


parecían seguirnos allá donde íbamos y el hecho de estar de nuevo en
la ciudad mucho más cerca de casa de lo que hubiera preferido, me
producía mucha más ansiedad. Por otra parte, quizá mi repentino
ataque de ansiedad también tuviera algo que ver con el hombre que
estaba sentado en el asiento del copiloto de mi sedán con la boca
abierta y la baba goteando por la comisura de los labios.
Lo observé a través de la ventanilla del conductor y fruncí el
ceño. Tardó casi todo el viaje en calmarse, pero estaba claro que la
paranoia nerviosa que le había mantenido despierto durante varias
noches por fin le había pasado factura. Ron estaba inconsciente.
En este mundo la suerte era escasa, más aún para la gente como
yo. Sin embargo, de algún modo, había conseguido la suficiente
cuando finalmente me detuve a llamar a Scarlett, y ella admitiera que
estaba muy cerca. De hecho, en esta misma ciudad. Sacudí la cabeza
ante lo ridículo de todo aquello. Las coincidencias eran tan raras como
la suerte, y sospechaba que su fácil aparición era cualquier cosa
menos una coincidencia.
Era el destino.
Quizá todo esto lo fuera. Gaven. Yo. Jackie. La muerte de mi
padre.
Nací hija de un mafioso y aunque había pensado que podría
escapar de esa vida, el mundo me había mostrado otra cosa. Me había
demostrado que quizá mi padre siempre había tenido razón. Lo
llevaba en la sangre.
Hoy había matado a un hombre -quizá dos- y, por alguna razón,
no lo sentía tanto. Tampoco me sentía aplastada ni asustada por la
falta de emoción. Solo me sentía... apática. No insensible, solo
indiferente. Si hubiera estado entumecida, bueno, entonces podría
haberlo considerado un shock o algo parecido.
No era conmoción. Algo en lo más profundo de mi alma abrió
los ojos y me miró. Algo que creía haber dejado atrás hacía mucho
tiempo. Era lo mismo que me había llevado a hacer una vil petición a
aquel hombre del funeral de mi madre. Le había pedido que matara
al responsable de su muerte, y no me había quitado el sueño.
Esperaba que fuera algo aislado, pero ahora había llegado el
momento de afrontar la verdad.
Soy la hija de mi padre. Una asesina. Una criminal.
La puerta de la librería rechinó al abrirse. La campana de arriba
tintineó ligeramente, pero la lluvia se tragó el sonido. Un rostro algo
familiar se asomó. Aunque hacía dos años que no la veía, reconocí la
sonrisa perversa de Scarlett y sus profundos ojos castaños.
Hizo un gesto hacia el interior del edificio, y me detuve a mirar
hacia atrás. Dudé en dejar a Ron aquí fuera, en el coche, pero ya había
sido bastante difícil conseguir que durmiera y lo necesitaba. Además,
realmente no sabía qué haría si se despertaba y empezaba a soltar sus
gilipolleces enfadado y asustado como había hecho antes de
dormirse.
—¿Eve? —La voz de Scarlett resonó detrás de mí.
Me aparté de la imagen del hombre dormido en el coche y la
seguí al interior del edificio. Ron estaría bien durante un rato, me
aseguré. Nadie nos había seguido desde aquel motel de carretera de
mierda y no tardaría mucho.
Entré en el edificio y Scarlett cerró y atrancó la puerta tras de mí.
Un momento después, me envolvió en un fuerte abrazo. Parpadeé,
desconcertada por un momento, antes de ceder a la sensación. La
rodeé con mis propios brazos y le devolví el abrazo, apretando la cara
contra su hombro. Me sentía bien abrazando a alguien,
reconociéndola y sintiendo una conexión con ella. Abrazar a Scarlett
no era como estar envuelta en los brazos de Gaven. No había calor, ni
una opresión visceral en el estómago. Era simplemente... agradable.
Algo que no había experimentado en mucho tiempo.
—Me alegro mucho de verte —dijo, separándose segundos
después. Sus manos permanecieron en mis brazos mientras me
miraba de arriba abajo. A nuestro alrededor, el olor a papel rancio y
polvo impregnaba la habitación.
—Yo también —dije distraídamente—. Eh... ¿Scarlett? ¿Qué
demonios haces en una librería cerrada?
Miró a su alrededor como si acabara de recordar dónde
estábamos.
—Oh, es solo una fachada —respondió con un gesto de la
mano—. Solo estamos aquí temporalmente. Uno de mis maridos tenía
que hacer un trabajo y su jefe quería reunirse con él, y bueno, una cosa
llevó a la otra, y estamos alquilando el local por poco tiempo. En
realidad, me has pillado en un buen momento. Llegué hace solo unos
días. Vine de visita porque...
Sus palabras se interrumpieron y moverse, soltándome al darse
la vuelta y dirigirse por la oscura habitación hacia una escalera
trasera. No me quedó más remedio que seguirla, así que lo hice.
—Espera —fruncí el ceño cuando sus palabras se agolparon en
mi mente—. ¿Has dicho uno de tus maridos? ¿Como más de uno? —
¿A quién más sonaba eso? America, eso es. Sacudí la cabeza. ¿Qué les
pasaba a las mujeres de este mundo? ¿Tenían todas varios hombres y
les daba igual? Yo apenas podía con el jodido con el que estaba
casada.
Scarlett soltó una risita, echándose el largo cabello negro por
encima de un hombro mientras miraba hacia atrás.
—Sí —dijo—. Han pasado muchas cosas desde que te vi en Italia.
Ahora tengo dos maridos y una niña. Es jodidamente adorable.
—¿Tuviste una hija? —escaneé a lo largo de su cuerpo—. ¿Hace
cuánto tiempo? —Mi estómago se apretó. Una pequeña parte de mi
mente se preguntaba cómo sería una hija entre Gaven y yo. ¿Tendría
sus ojos azul noche? ¿Su cabello rubio?
Scarlett subió la escalera y la seguí por detrás.
—En realidad, es mi hijastra —admitió—. Pero la quiero como si
fuera mía. Quién sabe, quizá algún día uno de mis maridos le dé un
hermanito o una hermanita.
Justo cuando esa última afirmación cruzó su boca, llegamos a lo
alto de la escalera de lo que parecía ser un apartamento en el segundo
piso.
—Ten cuidado con lo que deseas, Scar —la voz de un hombre
resonó hasta nosotros, haciéndome dar un respingo—. Si lo que
quieres es un bebé, estaré encantado de proporcionártelo.
Los labios de Scarlett se curvaron en una sonrisa lenta y sensual
dirigiéndose al hombre que ahora veía en el interior del apartamento,
junto a un conjunto de mesas y escritorios superpuestos con multitud
de ordenadores. La mujer que recordaba de Italia, elegante, seductora
y siempre al mando, se transformó en alguien totalmente distinto ante
mis ojos. Prácticamente se deslizó por el suelo hacia él, rodeando las
mesas para envolver su cuello y sus hombros antes de inclinarse y
besarle abiertamente.
Esperé un momento... y luego otro... y otro. No se detuvieron
hasta que carraspeé, pues la incomodidad me dominaba. Scarlett
levantó la cabeza de los labios del hombre y me miró con una mirada
casi nublada. Sus ojos estaban ligeramente desenfocados e incluso
cuando retiró los brazos, me di cuenta que continuaba cerca del
hombre.
Hacía dos años, era una mujer soltera en busca de su próximo
amante o su próxima víctima. No había aprobado del todo su elección
profesional, pero yo sola ya tenía bastantes dificultades a la hora de
hacer amigos, y bueno... quien vive en una casa de cristal no debe tirar
piedras precisamente.
—Eve, este es mi marido, Hadrian.
Avancé bordeando las mesas y me detuve ante ellas,
extendiendo la mano al hombre.
—Soy Angel, a decir verdad —dije—. Eve es solo un alias.
Scarlett soltó una risita.
—Revelando ahora todos tus secretos, ¿eh?
Me encogí de hombros.
—En realidad, no es un secreto, o al menos pronto dejará de
serlo. —Porque ahora que estaba de vuelta en aquella ciudad, ahora
que estaba de vuelta aquí, me di cuenta de algo.
No deseaba marcharme, joder. Ya no quería huir. No tenía tanto
miedo como creí. Ya había matado una vez, ¿qué era otra? Al final,
quería que Jackie pagara por lo que había hecho. No se merecía el
imperio de nuestro padre, no después de haberlo matado para
conseguirlo.
Unos dedos cálidos y masculinos rozaron mis nudillos justo
antes que la mano de Hadrian se uniera a la mía.
—Angel —Unos brillantes ojos azul cerúleo se encontraron con
los míos cuando el hombre ladeó la cabeza. Su mano se tensó—. ¿De
Evangeline Price?
Lo miré directamente a los ojos y respiré hondo.
—Sí —dije—. Soy Evangeline Price.
CAPÍTULO 25

Angel

Hadrian era un hombre apuesto, con una sonrisa perversa que


hacía juego con la de Scarlett. Entendía por qué se había enamorado
de él. Era un hombre alto, nervudo y musculoso, con el cabello oscuro
corto por detrás y más largo en la parte superior de la cabeza. Cuando
mi nombre cruzó mis labios y sus ojos se clavaron en mí, una chispa
de reconocimiento entró en sus ojos. La mano que aferraba la mía se
estrechó implacablemente, y eso solo me hizo desear estrechar mi
propio agarre a su vez.
Parpadeó como si se diera cuenta de lo que había hecho
instintivamente antes de soltarme.
—Lo siento —dijo con una risa cuidadosa frotándose la nuca y
dando un paso atrás—. Me alegro de conocer a una amiga de Scar,
solo que nunca imaginé que estuvieras...
—¿Relacionada con la mafia? —Arqueé una ceja—. ¿Por qué no?
Es una ladrona de fama mundial, ¿no?
Scarlett se rio.
—Ya no tanto —admitió, interponiéndose entre nosotros. Vi la
mirada que dirigió a Hadrian: era una mezcla de pregunta y
advertencia. Como si le preguntara qué coño le pasaba y a la vez le
pidiera que no le causara problemas.
Si realmente iba a seguir adelante con mi plan actual -quedarme
en EEUU, ir a por mi hermana y recuperar mi vida-, tendría que
acostumbrarme a ello. La gente iba a reaccionar, lo quisiera yo o no,
solo ante mi nombre. Mi verdadero nombre y no el de los muchos que
había utilizado en los últimos cinco años. La verdad implicaba un
poder, el de mi nombre y lo que conllevaba.
—Ahora, ¿con qué necesitabas ayuda? —preguntó Scarlett,
dirigiéndose a mí y apoyándose en una de las mesas, cruzando los
brazos sobre el pecho. La mirada de Hadrian se dirigió a la extensión
del pecho que la camisa que llevaba le permitía: un escote en V por
encima de unos vaqueros de tiro bajo.
Me pregunté si eso era algo que hacía Gaven cuando estábamos
juntos y yo estaba vestida, por supuesto.
—Tengo un cliente fuera —dije.
—¿Protección de Testigos? —Scarlett soltó una risita. Era el
nombre con el que había bautizado mi negocio hacía dos años,
cuando le expliqué a qué me dedicaba.
Negué con la cabeza.
—Sabes que trato con algo más que delincuentes; trato con
personas que no pueden confiar en la protección de sus gobiernos.
Les ayudo a desaparecer cuando es necesario.
Hadrian habló, volviendo a centrarse en mí.
—¿Es eso lo que necesita este cliente?
Hice una mueca.
—No exactamente. Este es un poco más complicado. Ronald es
un científico que trabaja para una empresa de Nueva York. Ha
desarrollado un nuevo producto que las corporaciones médicas van
a querer utilizar, pero quiere distribuirlo prácticamente gratis.
Hadrian frunció el ceño y se rascó la sombra de barba que se
estaba formando en la parte inferior de su mandíbula.
—¿Cuál es el producto?
—Órganos —dije—. Cultivados científicamente para adaptarse
a las necesidades de un individuo concreto.
Un silbido bajo recorrió la habitación.
—Mierda, sí, no hay una puta manera en que una corporación
permita que algo así salga al mercado sin tener su mano metida en
ello, y definitivamente no gratis. Algo así generará millones.
—Piensa en miles de millones —respondí sacudiendo de nuevo
la cabeza—. Quieren su fórmula sobre cómo hacerlo y quieren que
desaparezca.
—Intentan matarlo —supuso Scarlett.
Asentí con la cabeza.
—Sí, de hecho, acabamos de librarnos de un intento de secuestro
en el motel en el que lo tenía escondido cuando yo... —No quería
mencionar a Gaven— ... indispuesta.
Los labios de Scarlett se crisparon ante la última palabra, pero
no presionó para obtener más información. Sabía un poco sobre el
marido que había dejado atrás y cómo nos habíamos reunido, pero
no podía saber que me encontraba indispuesta porque él me había
encontrado y me había mantenido cautiva durante varios días.
—Bien, ¿así que quieres proteger a este tipo y hacerlo
desaparecer con su trabajo? —preguntó Hadrian.
—Sí, eso es lo que me gustaría hacer —dije. Aunque, si le
preguntaba a Ron, sabía que querría hacer público lo que sabía.
Pensaba erróneamente que, si el público conocía su invento y lo que
este haría por el bien de la humanidad, estaría protegido. Ojalá
tuviera razón, pero sabía que no era así. Los medios de comunicación
no eran más que una herramienta que las empresas utilizaban a su
antojo. Lo etiquetarían como un loco idealista y quizá lo protegieran
mientras estuviera a la vista del público, pero este acabaría
olvidándolo, el mundo seguiría adelante y él se extinguiría en las
sombras.
Había visto cómo ocurría una o dos veces en los últimos años y
odiaba la idea de verlo como una víctima más de la avaricia
empresarial. Si era sincera conmigo misma, sabía que una parte de la
razón por la que quería recuperar mi vida era porque deseaba los
aliados y el poder que conllevaba. Si tuviera algo más que a mí
misma, podría haber protegido mucho mejor a Ron.
—Entonces, una nueva identidad —dijo Hadrian dándose la
vuelta y volviendo a su asiento frente a la pared de pantallas de
ordenador—. Eso es bastante fácil de hacer.
—Más que eso —dije, resistiendo el impulso de poner los ojos en
blanco. Si lo único que necesitaba era una nueva identidad, podría
haberlo hecho yo misma—. Querrá dejar su obra en algún sitio. Lo
quiere ahí fuera, en el mundo, y antes de hacerlo desaparecer, quiero
ayudarlo a conseguirlo.
Las manos de Hadrian se congelaron sobre el teclado y me miró
incrédulo.
—¿De verdad quieres ayudarle a enfrentarse a las corporaciones
médicas? Eso es una puta locura.
Scarlett se golpeó la barbilla con un dedo largo y cuidado.
—¿De verdad es tan descabellado? —preguntó.
Hadrian la miró y levantó un dedo, apuntando hacia ella.
—No —prácticamente gruñó—. No te lo estás planteando. Ella
será un objetivo; si la ayudas, tú también lo serás. No permitiré que
pintes una diana enorme en tu precioso culito, pequeña. Si quieres
rojo sobre ti, te azotaré. Si no, no te metas.
Parpadeé ante aquellas palabras tan carnales, pero no tuve
ocasión de intervenir ni de decir nada cuando Scarlett se abalanzó
sobre él.
—Es mi amiga, Hadrian —soltó—. Me pidió ayuda a mí, no a ti.
—La respuesta sigue siendo la misma —replicó él—. Es un puto
no rotundo. Si crees que puedes luchar contra mí en esto, sabes que
estarás en inferioridad numérica. ¿Llamo a Wolf ahora mismo?
Scarlett gruñó a su marido.
—Solo porque tu anillo esté en mi dedo y tu collar en mi cuello
—dijo, alzando la mano para tocar el collar de oro que rodeaba su
garganta—, no significa que puedas controlar todos los aspectos de
mi vida, Hadrian.
Hadrian arqueó una ceja oscura.
—¿Quieres hacer una apuesta, cariño?
Los dos estaban enzarzados, pero me zumbaban los oídos con
las palabras que habían salido de sus bocas. Collares y azotes. Eran...
no, no podían serlo. Sacudí la cabeza y lo descarté. Aunque
mantuvieran una relación similar a la que yo compartía con Gaven,
no significaba nada para mí ni tenía nada que ver con el asunto que
nos ocupaba.
Me acerqué a ambos, captando su atención cuando empecé a
hablar.
—No quiero que a nadie más le pinten una diana en la espalda
—dije. Ambos giraron la cabeza hacia mí. Hadrian entrecerró la
mirada—. Para lo que necesito ayuda es para idear un plan, no solo
para proteger a mi cliente, sino también para entregar su fórmula en
las manos adecuadas, de modo que no se pueda ocultar,
independientemente de lo que intenten hacer la corporación y los
medios de comunicación.
Hadrian maldijo.
—Eso es mucho pedir —dijo mordiendo las palabras entre
dientes. Cerró los ojos y se reclinó en la silla, apretando con las manos
los reposabrazos. Prácticamente podía ver el vapor saliendo de su
frente y oídos.
—¿Pero me ayudarás? —preguntó Scarlett.
Un tenso silencio respondió a la pregunta. Al cabo de un rato,
rodeó las mesas y regresó a su lado. Le acarició la cabeza con una
mano y luego bajó los dedos hasta su cabello, acariciando los cortos
mechones mientras él abría los ojos y la miraba por encima de los
suyos.
—¿Por favor? —volvió a preguntar—. Es mi amiga. Sabes que
no tengo muchas de esas.
Esperé con la respiración contenida a ver qué decidía Hadrian.
Si me rechazaba, tendría que pensar en otra cosa y, sinceramente, ni
siquiera estaba segura de poder proteger y esconder a Ron, no con
Gaven pisándome los talones.
Los brazos de Hadrian se levantaron de los reposabrazos y
rodearon la esbelta figura de Scarlett, atrayéndola entre sus piernas y
apartándose del escritorio para dejarle espacio.
—Me tienes a mí —le oí decir, su voz amortiguada contra su
estómago al presionar su rostro contra ella—. Y a Wolf y a nuestra
hija.
Siguió calmándolo, pasándole las manos por el cabello y, de
algún modo, sentí que era una escena a la que no debía asistir. Era un
momento privado entre ellos y verlo me hacía sentir como una
pervertida más que cualquier cosa que me hubiera hecho Gaven.
Apartarme ayudó, pero no mucho, porque aún podía oírlos.
—Lo sé —dijo Scarlett—, pero no sois amigos, los tres sois
familia. Por favor, Hadrian. Por favor, ayúdame a ayudarla.
Mi pecho se apretó. Estaba claro, solo con escuchar su
conversación, que se amaban y se preocupaban de verdad el uno por
el otro. Eran lo que Scarlett decía que eran: familia. Yo no tenía
familia. Ya no la tenía. Jackie era un problema, no una hermana. Era
una chantajista y una traidora. Y Gaven... bueno, había huido de él
demasiadas veces como para que me considerara poco más que un
lastre. Aún me deseaba, pero probablemente solo porque quería
respuestas y su oportunidad en el Imperio Price.
Eso me convertía en una mujer tonta, pero una vez que me
hubiera ocupado de mi hermana, se lo daría. Quería lo que Scarlett y
Hadrian obviamente tenían. Confianza. Cariño. Amor. No estaba
segura si alguna vez lo conseguiría -o si Gaven podría ser quien me
lo diera-, pero ya estábamos casados. Así que al menos tenía que
intentarlo.
—Bien. —La respuesta a regañadientes de Hadrian me hizo
girar hacia ellos.
—¿Me ayudarás? —aclaré.
Hadrian se inclinó alrededor de Scarlett y me miró fijamente.
—Sí —respondió—. Pero quiero a tu maldito hombre aquí
arriba. No debería estar en la calle, esperando en el coche.
—Perdí a los hombres que intentaron secuestrarlo hace horas -
me defendí-. Y estaba cansado. Solo quería dejarle dormir.
Hadrian soltó a Scarlett con un gruñido frustrado.
—¿No sabes cuántas cámaras hay apostadas por todo el mundo?
—exigió—. No solo hay que tener cuidado con las cámaras de
vigilancia. Tráelo aquí arriba. Ahora.
Exhalé un suspiro y, aunque quise decir algo mordaz a cambio,
reprimí el impulso. Iba a ayudar y eso era suficiente por ahora.
—Bien —dije, asintiendo.
—Justo cuando Scarlett intentaba hacer esa oferta, la mano de
Hadrian la cogió y tiró de ella hacia su regazo hasta que se dejó caer
en él.
—No tú —dijo—. Necesito aclararte algo, Scar, mientras ella va
a buscar a su hombre milagro.
Esta vez sí puse los ojos en blanco. Ronald no era un hombre
milagro —bueno, tal vez lo sería si su descubrimiento y su fórmula
llegaban al resto del mundo—, pero para mí era puramente un
trabajo. Uno que tenía que darme prisa en terminar para poder ir a
por Jackie.
—Vuelvo enseguida —dije—, sin que los dos pudieran oírme.
Tan pronto como Hadrian me despidió, se sumieron en su pequeño
mundo.
Con un suspiro, volví por donde había venido, bajando la
destartalada escalera que conducía al aire viciado de la librería
cerrada de la planta baja. Fuera, parecía que la lluvia había amainado
y era solo una llovizna.
Me dirigí a la entrada y descerrajé rápidamente el cerrojo de la
puerta principal antes de salir. La lluvia se estaba convirtiendo en una
ligera llovizna, y el mundo parecía más cálido que antes. El anodino
sedán en el que había venido permanecía aparcado en la acera.
Saqué las llaves del bolsillo del pantalón corto, pulsé el botón de
desbloqueo y abrí la puerta del conductor. Ya estaba hablando antes
de agacharme.
—Eh, Ron, es hora de despertar a ¿Ron?
El lado del acompañante estaba vacío. Miré hacia atrás,
preguntándome si se habría despertado, me habría encontrado
desaparecida y habría decidido echarse una siesta en la parte de atrás,
pero no. El asiento trasero estaba igual de vacío.
—¿Qué demonios? —El interior permanecía intacto, y nada
había sido revuelto aparte del hombre desaparecido. Las ventanillas
estaban subidas y sin romper. Volví a ponerme en pie, y justo cuando
giraba la cabeza, preguntándome si Ron habría salido ahora que no
llovía tanto para respirar, algo me golpeó en un lado del cráneo.
Me alejé a trompicones del sedán, golpeándome contra la puerta
abierta del lado del conductor antes de caer estrepitosamente al suelo.
Me zumbaron los oídos y las estrellas bailaron ante mi vista. Ante mí
apareció una cabeza pelirroja algo familiar. Era uno de los hombres
del motel y tenía el rostro crispado por la ira.
—Lo siento, señorita Price. —El hombre me escupió el nombre a
la cara mientras me agarraba del cabello, tirando de él hacia atrás y
haciendo que una aguda sacudida dolorosa recorriera mi nuca. Grité
y estiré la mano para aliviar parte del dolor—. Por no haberte
reconocido antes, pero no te preocupes. Esta vez no cometeremos el
mismo error.
Luché contra su agarre mientras me levantaba del suelo de un
tirón, mis zapatillas resbalaban en el pavimento mojado.
—¡Suéltame! —grité, agitándome. Le propiné un puñetazo, pero
era más rápido que yo y, en lugar de eso, me dio un revés que me
hizo retumbar el cráneo una vez más y la cabeza se me giró hacia un
lado. La última vez había tenido suerte. Era mucho más fuerte de lo
que recordaba.
—Solo esperábamos a Ronald —dijo—, pero cuando la señorita
Jackie se enteró que había una mujer con él, supo exactamente quién
eras, y tenemos que llevarte ante ella.
—¿Jackie? —parpadeé mientras manchas blancas y negras
bailaban ante mi mirada. Joder. No. Mierda. Todavía no, no estaba
preparada. Mi mente daba vueltas.
—Así es —soltó el pelirrojo—. No te preocupes, estarás dormida
durante el trayecto.
—¿Dormida? Qué...
No terminé la pregunta. No habría podido aunque hubiera
querido, porque lo siguiente que vi -lo último- fue su puño
dirigiéndose directamente a mi cara. Luego se apagaron las jodidas
luces.
CAPÍTULO 26

Gaven

La Mansión Price había cambiado mucho desde la última vez


que había estado aquí. Aspectos más ligeros y femeninos habían
sustituido a la decoración antaño masculina. Cortinas pálidas
ondeando en las ventanas. Hileras e hileras de flores arqueándose por
el camino de entrada. Árboles perfectamente podados. Los extensos
terrenos estaban bien cuidados -siempre lo habían estado-, pero ahora
había algo que me ponía nervioso.
Tal vez fuera la seguridad añadida y los hombres sin rostro e
irreconocibles que me condujeron a través de la verja. Nadie a quien
pudiera nombrar. Había oído que Jackie intercambiaba guardias
como algunas mujeres intercambiaban novios. No esperaba menos.
Parecía de las que se aburren con facilidad. Sin embargo, había una
cosa: eran silenciosos e inquebrantables y no hablaban a menos que
se les dirigiera la palabra. En absoluto como compañeros, sino como
sirvientes.
Raffaello nunca dirigió así su imperio. Lo dirigía con fiereza y
puño de hierro, pero respetaba a sus hombres y ellos le respetaban a
él. En eso se diferenciaba de mí: él tenía hombres a su cargo y yo solo
me había tenido a mí mismo. Ahora las cosas eran distintas. Matteo
salió del coche y me siguió hasta la entrada. Después de lo que había
pasado en el club, le había llamado y había llegado en un tiempo
récord. Ahora, los dos estábamos aquí, listos para entrar en el vientre
de la bestia. Para acabar con esto y llevar a mi mujer al puto hogar al
que pertenecía.
No huyas más, Angel, pensé. Una vez que Jackie se haya ido, serás
toda mía.
Después de la noche en que me echaron sin contemplaciones del
lugar destinado a mi reinado, no había vuelto. No quise hacerlo hasta
estar seguro que sería mío. Sin embargo, ahora no tenía otra opción.
Al entrar por las puertas dobles de madera del vestíbulo,
retrocedí cinco años, cuando me casé y fui abandonado por mi
traicionera esposa la misma noche. Cuando por fin volviera a ponerle
las manos encima, la ataría a mí de forma que no pudiera escapar. Le
rompería las putas piernas para evitar que huyera y luego, por si
acaso, le pondría un rastreador. En algún lugar que no pudiera
alcanzar, para no arriesgarme a que lo arrancara ella misma. Sabía
que tenía recursos. Lo haría si realmente quisiera. Tenía que hacerlo
imposible.
Cuando quité mi primera vida, me prometí que este sería mi
mundo y que haría lo que fuera necesario para conseguir lo que
quería. Incluso si eso significaba arrebatar a otros y destruir sus vidas,
lo haría. El dolor de mis entrañas huecas me recordaba demasiado al
hambre, y solo estaba llena cuando ella estaba cerca.
—Gaven, qué agradable sorpresa. —Miré hacia la escalera
cuando el mismo hombre con cara pétrea con el que había entrado en
la mansión me hizo un gesto para que extendiese los brazos a los
lados. Otro hombre se adelantó e hizo lo mismo con Matteo. Levanté
los brazos con el ceño fruncido, y Matteo hizo lo mismo. Mientras nos
cacheaban, mi atención volvió a la mujer que descendía por las
escaleras.
Cinco años no le habían sentado nada mal a Jacquelina Price. De
hecho, parecía que el tiempo solo estaba de acuerdo con ella. Llevaba
el cabello oscuro recogido en un elegante y profesional moño en la
nuca, y las pestañas, igual de oscuras, estaban pintadas de negro y se
extendían hasta las cejas. Tenía los labios de un rojo intenso,
curvándose en una sonrisa engreída mientras bajaba las escaleras
hacia mí. Su largo vestido negro se ceñía a sus curvas y tuve la certeza
que para cualquier otro hombre sería un festín para los ojos. Para los
míos, era simplemente como mirar a una serpiente disfrazada de
persona.
—Jackie —dije—, ha pasado mucho tiempo.
Ella se rio, su sonido denso, ahumado y deliberadamente
seductor.
—Sí, así es. ¿Qué te trae por aquí?
El hombre frente a mí extrae un arma de la funda que tengo en
el pecho y la deja sobre la mesa junto a él. Mi ceño se frunce cuando
se mueve a mi alrededor y saca la que tengo en la cinturilla a mi
espalda, añadiéndola a la colección de armas de Matteo y mías que se
amontona rápidamente.
—Estoy seguro que puedes anticipar a qué he venido, Jackie —
le espeté.
—¿Has entrado finalmente en razón? —preguntó ella,
deteniéndose al final de la escalera—. ¿Por fin estás dispuesto a
admitir que me deseas?
Sentí repugnancia. La fulminé con la mirada.
—No.
Ella suspiró—. Oh, bueno, entonces no, no tengo ni idea de por
qué estás aquí, Gaven.
—Estoy aquí por tu hermana.
Jackie bajó el último peldaño y se deslizó junto a Matteo y yo,
sin dedicar una sola mirada al hombre que su padre había conocido
y respetado durante la mayor parte de su vida. Por su parte, Matteo
mantuvo su propia expresión imperturbable.
—¿Qué hay de ella? —preguntó Jackie en tono aburrido. No me
fiaba. Entorné mi mirada sobre ella. ¿De verdad no tenía idea del
paradero de Angel? ¿Sabía siquiera que Angel había vuelto a Estados
Unidos? En cualquier caso, daba igual. Mientras Jackie viviera, Angel
seguiría huyendo. Seguiría estando amenazada. Tenía que eliminar
esa amenaza. Solo entonces podría tener todo lo que siempre había
deseado.
—Ha vuelto.
Jackie se detuvo en la puerta de la sala contigua y se volvió,
ladeando la cabeza hacia mí. Sus ojos recorrieron mi pecho y se
detuvieron en mi entrepierna antes de terminar en mis pies y volver
a parpadear hasta mi rostro.
—Reconozco —comenzó—, que no esperaba que acudieras a mí
si la encontrabas. —Dio un paso hacia mí al tiempo que su hombre
terminaba de despojarme de mis armas. Si eso la hacía sentirse más
segura, que así fuera. Si creía que necesitaba un arma para matar,
estaba muy equivocada. Podía romperle el cuello fácilmente con mis
manos. Por otra parte, estaba muerta de todas formas, solo que aún
no se había dado cuenta.
Cuando Jackie se acercó, sus largos dedos salieron
acariciándome el pecho. Un perfume espeso y nauseabundo invadió
mis fosas nasales.
—No voy a mentir —continuó—. Pensé que intentarías
capturarla y ocultarla de mí, pensé que tal vez intentarías utilizarla
contra mí, la asesina de mi padre. —La mentira se deslizó por su
lengua con tanta facilidad—. Así que el hecho de acudir a mí con esta
información es bastante... prometedor.
Jackie recorrió con sus dedos la línea de mi pecho, deteniéndose
únicamente cuando la agarré de la mano y la aparté. La miré
arqueando una ceja y ella agitó sus largas pestañas hacia mí. Examiné
su rostro, buscando alguna señal evidente de sorpresa, pero la poca
que había parecía reservada solo para mí.
Ella lo sabía. En el fondo, en mis entrañas, sabía que era cierto.
Maldije internamente. Ella ya sabía que Angel había vuelto a Estados
Unidos. Y si ya lo sabía, ahora Angel estaba en peligro.
Mi mano sobre la de Jackie se tensó al rodearle la muñeca,
creando un grillete con los dedos. No parecía asustada. De hecho, se
inclinó más hacia mí, levantando su rostro hacia el mío.
—Debería hacer que te llevaran atrás y te fusilaran por todo lo
que me has hecho, Gaven —dijo, con un tono ligero a pesar de sus
palabras.
Arqueé una ceja.
—¿Por qué?
Volvió a reírse, desviando la mirada hacia Matteo y luego hacia
mí.
—Bueno, además de robarme a algunos de mis mejores
hombres, sé que me has estado ocultando secretos. Tu nueva droga
es uno de ellos.
—Lo que yo haga con mis propios asuntos no es asunto tuyo,
Jackie.
—Oh, no seas así —dijo ella, torciendo el brazo para romper mi
agarre. La solté—. Somos familia. Lo seríamos mucho más si nos lo
permitieras. —La vi retroceder hacia la puerta, detenerse y girar para
mirarme. Una mano encontró el marco mientras se inclinaba hacia
él—. Podría darte todo lo que siempre has querido, Gaven. Te lo
ofrecí, y sabes que no estoy acostumbrada a que me rechacen.
No, no lo estaba. Una mujer como Jacquelina Price tenía casi
todo lo que quería. Se sentía poderosa. Al mando. Eso la hacía
engreída. Era una mujer en un mundo de hombres, que intentaba
apoderarse de él del mismo modo que un hombre: mediante el
asesinato y el engaño. No podía decir que no admirara al menos esa
parte intrigante de ella, pero no cuando lo hacía a costa de mis
propios objetivos.
—Aunque normalmente no me molestan los juegos, Jackie.
Suelo elegir a los compañeros con los que juego.
Sus labios rojos se curvaron más.
—Pues juega conmigo. —La insinuación no pasó desapercibida.
—Dime lo que quiero saber y tal vez lo tenga en cuenta. —A mi
lado, sentí a Matteo tenso. Estábamos rodeados por los hombres de
Jackie. Sus miradas estaban clavadas en nosotros mientras esperaban
una orden de su Ama. Eso era algo de Jackie que sabía que no me
convenía. No era una mujer capaz de ceder el control. Quería
mantener su poder sobre todas y cada una de las personas. Quería ser
la única en la cima, y no le importaba a quién tuviera que degollar
para ascender.
Jackie inclinó la cabeza hacia un lado mirándome fijamente. Me
estaba analizando tanto como yo a ella. Estábamos enfrascadas en
una silenciosa batalla de voluntades, y yo no podría hacer ningún
movimiento hasta que supiera lo que ella iba a hacer. Finalmente, tras
lo que me pareció una eternidad, suspiró y negó con la cabeza.
—No, no creo que lo haga —dijo. A pesar de mi aspecto exterior,
que por experiencia sabía que no revelaba ni un maldito destello de
emoción, el corazón me martilleaba contra el pecho. Dirigió las manos
hacia las armas que había sobre la mesa—. Las dejarás cuando salgas
—afirmó.
Un gruñido retumbó en mi garganta y di un paso adelante, pero
me detuve en seco cuando uno de sus silenciosos hombres se puso
delante de mí, deteniendo mi impulso. Miré fijamente al hombre
cuando Jackie chasqueó la lengua.
—Tan violento, Gaven —me reprendió. Levanté la mirada hacia
la suya. Sonreía, divertida. Claro que lo estaba. Sabía que Angel
estaba en Estados Unidos y, además, si no me hacía preguntas,
significaba que sabía más que eso. Ya estaba a la caza. Probablemente
tenía hombres buscándola—. Me gustaba eso de ti, ¿sabes —
continuó—. Todo ese volátil ardor tuyo podría haber servido para
mucho más.
—¿Dónde está? —solté—. No me preguntas nada, así que eso
significa que jodidamente ya lo sabes.
—¿Angel? —volvió a golpearse la barbilla y tarareó en el fondo
de la garganta—. Puede que sí, puede que no. Sea como sea, ya no te
concierne. Puede que mi padre estuviera dispuesto a entregar el
negocio familiar a alguien como tú, pero yo no soy tan estúpida.
Raffaello Price sabía algo sobre su hija mayor que el resto del
mundo no sabía. Al menos, todavía no. Cuando había elegido a Angel
como novia, había parecido casi... aliviado. Se suponía que un padre
no debía tener favoritos, o eso creía un hombre como él. Sin embargo,
estaba claro que Jackie aún le guardaba algún odioso rencor. Todas
sus lágrimas de cocodrilo en su funeral, cinco años atrás, no eran más
que un escaparate. Aquella mujer era falsa, desde las uñas de sus
dedos hasta la sonrisa de su cara. Apostaría un buen puto dinero a
que, si le cortara en la carne, no encontraría más que relleno y plástico.
Quizá había llegado el momento de averiguarlo.
Avancé, haciendo que el hombre que se interponía en mi camino
extendiera una mano.
—Ni se te ocurra —me advirtió.
—Retira la mano —dije apretando los dientes—. O la perderás.
—Retiró la mano de mi cuerpo, pero siguió negándose a apartarse,
una lástima. Me habría gustado arrancarle la mano del cuerpo en ese
momento.
—Es mía, Jackie —dije, dirigiendo de nuevo mi mirada a la
mujer que tenía detrás—. Yo me encargaré de Angel.
—No. —Jackie negó con la cabeza y luego levantó una mano,
dirigiéndola hacia la puerta—. Ahora deberías seguir tu camino.
Pronto llegará un invitado. —La forma en que me dirigió una mirada
de absoluta autosatisfacción me dijo que estaba satisfecha con este
nuevo giro de los acontecimientos. Tenía que acercarme a ella si
quería tener la oportunidad de rodearle el cuello con las manos.
—Te lo advierto ahora, Jackie —dije, con la voz cargada de
veneno—. Si haces daño a mi mujer, no lo dejaré pasar.
Una carcajada salió de su garganta inclinando la cabeza hacia
atrás. El sonido resonó hasta las vigas de la vieja mansión. Una fuerte
mano tocó mi hombro, tirándome hacia atrás. No pensé. Ni siquiera
vacilé. Alargué el brazo y agarré la mano del hombre, y mirándolo
fijamente a la cara, la doblé hacia atrás hasta que un chasquido resonó
en mis oídos y sus nudillos se clavaron en el dorso de su muñeca. Por
si fuera poco, sujeté sus dedos y rompí dos de ellos hacia un lado,
quebrándolos también.
La expresión de asombro que cruzó su rostro fue casi cómica.
Abrió la boca para gritar, pero me eché hacia atrás y le di un puñetazo
en la cara. Cayó desplomado en el suelo, inconsciente y con el hueso
sobresaliendo del punto donde le había separado la mano del brazo.
Le había advertido y eso era más de lo que otros harían.
Inmediatamente, cuatro juegos de pistolas me apuntaron. Los
dedos en los gatillos. Seguros desactivados. Me quedé inmóvil y miré
a Jackie. Ni siquiera parecía preocupada por el que probablemente
hubiera dejado a uno de sus hombres discapacitado para siempre,
porque no me cabía duda que tendría que luchar con aquella mano el
resto de su vida. De hecho, sus ojos brillaban de placer más que de
ofensa.
Debería haberle roto el cuello cuando me había estado tocando
antes. Antes que nadie se hubiera dado cuenta. Podría haberlo hecho.
Podría haberle arrancado la vida. Pasar mis dedos por sus costados y
luego estrangularla. Habría bastado con un pequeño giro. Habría
sido más fácil incluso que romperle la mano a aquel hombre.
—Eres un hombre inteligente, Gaven Belmonte —dijo en lugar
de comentar mis acciones—. Aquí te superan en número. Podría
hacer que mis hombres te mataran con un chasquido de mis dedos.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? —Presioné. Estábamos
entrando en territorio peligroso. Cada uno desafiaba al otro.
—Porque, Gaven, aún creo que podemos sernos útil
mutuamente. Cuando se hayan ocupado de mi hermana pequeña, no
tendrás a nadie más en quien confiar que en mí. Aún no estoy casada
y, a diferencia de los hombres... no me importa que no seas virgen.
La rabia se apoderó de mí. Sentía cómo mis músculos se
tensaban bajo la tela del traje.
—Gaven. —La voz de Matteo me sacó del borde, literalmente de
perder el control total y absoluto—. Deberíamos irnos.
Jackie volvió a sonreír.
—Sí, Gaven. Escucha a tu mascota. Vete... antes que cometas un
error del que no puedas retractarte.
Matteo avanzó, cogiéndome firmemente del hombro mientras
tiraba de mí hacia atrás. Un paso. Dos. Tres. Las cuatro armas de sus
guardias permanecieron apuntándonos cuando retrocedimos hacia la
puerta principal. Matteo la abrió y cogió las llaves que habían dejado
sobre la mesa junto con las armas.
—Recuerda, Matteo —dijo Jackie volviendo a coger también
nuestros teléfonos—, deja las armas.
Guardó silencio en su respuesta, pero asintió con la cabeza
mientras cogía los móviles y se los guardaba en el bolsillo. Yo, sin
embargo, estaba demasiado metido en mis pensamientos como para
hacerlo. Hasta que no estuvimos fuera, con las puertas cerradas tras
nosotros, no sentí una bocanada de aire fresco en los pulmones. Me
ardía en la garganta.
Matar. Quería matarla, joder. Abrirle las entrañas, envolverle la
garganta con los intestinos y ver cómo se le escapaba la vida. Hacía
tiempo que el asesinato se había convertido en una forma de vida,
pero nunca había querido disfrutarlo tanto como en aquel momento.
Un móvil sonó, y cuando Matteo y yo nos dirigíamos al coche
que habíamos dejado aparcado frente a la mansión, él lo extrajo y
contestó.
—¿Diga?
Hizo una pausa, me sujetó, colocando el teléfono en mi mano
cuando me volví hacia él.
—Yo conduciré —dijo—. Es para ti.
Apretando los dientes, le arrebaté el teléfono y lo acerqué a mi
oído.
—Mejor que sea algo jodidamente bueno —solté en el
auricular—. ¿Qué?
—Tienes un puto problema.
Fruncí el ceño al oír la voz.
—¿Hadrian? ¿Qué coño quieres decir?
—Tu mujer está aquí, en Nueva York, y tiene problemas.
La jodida cosa no ha hecho más que mejorar.
CAPÍTULO 27

Angel

Despertarme después de ser noqueada a puñetazos no estaba en


mi lista de situaciones que me gustaría repetir jamás. Era como
despertarse con una resaca furiosa sin haber disfrutado de la
diversión de la noche anterior. Un gemido grave resonó en mi
garganta cuando abrí los ojos embotados y contemplé la habitación
en la que me encontraba. La oscuridad gris me invadió y tardé un
momento en reconocer que el material caliente que rodeaba mi cara y
se filtraba por mi cuello era una bolsa sobre mi cabeza. Sin embargo,
ni dos segundos después de darme cuenta, me arrancaron la bolsa, y
la mano que lo hizo me cogió unos mechones de cabello y me los
arrancó también.
Apreté los dientes y fulminé con la mirada al responsable. El
pelirrojo de antes. Gilipollas.
No se trataba de Gaven ni de la corporación que perseguía a
Ron. No se trataba de Ron en absoluto. Se trataba de mí, y Ron no era
más que un daño colateral. Demasiado para mi brillante historial
empresarial.
—Hola, hermanita. —Como una auténtica villana de algún
thriller cursi de serie B, el chasquido de los tacones de Jackie
acompañando a su voz -que no había oído en cinco años- me puso los
nervios de punta.
Apreté la mandíbula y fijé mi mirada en ella cuando se puso
delante de mí. Labios rojo sangre, delineador de ojos negro y un
perfecto peinado recogido esculpían la imagen de mi hermana
mayor. Sonrió y su piel no se arrugó lo más mínimo al mirarme.
Le devolví la mirada.
—Jackie.
—Bienvenida a casa —dijo—. Aunque no será por mucho
tiempo, deberías disfrutarlo mientras puedas.
—¿Te refieres al hogar que robaste? —pregunté, ligeramente—.
¿Aquél por el que mataste a tu propio padre?
Su sonrisa se tensó.
—No robé nada que no mereciera —soltó—. Me forjaron para
esta vida, y te dije que, si querías sobrevivir a ella, te aseguraras de
no volver a mostrar tu rostro. Sin embargo... —agitó las uñas pintadas
de rojo en mi dirección—, aquí estás.
—¿Olvidas que hiciste que tus hombres me arrastraran hasta
aquí? —pregunté—. Siempre es conveniente ese olvido tuyo. ¿Seguro
que no te estás volviendo senil en tu vejez, Jackie?
No vi venir la bofetada, pero no me sorprendió tanto. El
doloroso eco del golpe de su mano en mi mejilla resonó en la
habitación y en mi cráneo durante un instante, antes que mi mente se
pusiera a la altura de mi cuerpo. Volví la cara en su dirección y me
lamí el labio. La sangre permaneció en mi lengua y palpé con ella el
corte reciente de mi labio inferior antes de sacudir la cabeza.
—¿Por qué me has traído aquí, Jackie? —pregunté, continuando
la conversación como si no hubiera pasado nada. Sabía que eso la
irritaría. Quería que lo hiciera—. ¿Y dónde está mi cliente?
—¿Ronald Wiser? —aclaró Jackie—. Está aquí. Pero no te
preocupes. No tengo intención de hacerle nada; mi plan consistía
simplemente en capturarlo para atraerte. Aún no sabía que te habías
librado de las garras de Gaven. Siempre se te dio bien huir.
—Deberías dejarlo marchar —solté—. Él no tiene nada que ver
con esto; solo estamos tú y yo.
—Deberías preocuparte más por ti misma que por tu cliente,
hermanita —replicó Jackie. Apartándose de mí, se dirigió hacia el otro
extremo de la habitación, dándome un momento para analizar
realmente dónde estaba.
Las paredes familiares estaban pintadas de gris claro, y las
cortinas habían cambiado de oscuro a un pálido lavanda. Si no fuera
por la longitud y la anchura de la habitación, las viejas ventanas
victorianas y el escritorio que había frente a ellas, podría haberme
engañado haciéndome creer que se trataba de una habitación
diferente. Pero no lo era. La reconocí, y cuando mis ojos se posaron
en el suelo sobre la alfombra roja, recordé la última vez que había
estado aquí.
La misma habitación en la que habían matado a mi padre.
Las puertas del despacho se abrieron y levanté la cabeza,
sacudiéndome los recuerdos melancólicos, cuando entró un hombre
distinto. Era alto y su rostro, casi curtido, estaba cubierto de una capa
oscura de vello. Tenía los ojos negros, independientemente del color
que tuvieran sus pupilas.
Me miró con desinterés cuando Jackie le dio la bienvenida y tocó
su pecho. Sin vacilar, el hombre se agachó y la agarró por la cintura.
Ella se puso de puntillas, sonriendo mientras ofrecía su boca a la de
él. Él la tomó, y los húmedos sonidos de su beso llenaron la
habitación. Hice una mueca e intenté mirar a otra parte que no fueran
ellos dos besándose.
Aparte del pelirrojo a mi espalda, había al menos otros tres
hombres apostados alrededor de la habitación. Uno junto a las
ventanas, otro en las puertas, con quien coño estuviera
besuqueándose, y otro contra la pared. Ni rastro de Ron, aunque ella
había dicho que estaba aquí.
Tenía las manos firmemente amarradas a la espalda con algún
tipo de cinta resistente. Acomodé el hombro, tirando de la atadura lo
más discretamente posible para determinar lo difícil que sería
zafarme. Definitivamente no era fácil, me di cuenta cuando la cinta se
rasgó y tiró de mi piel. Me estremecí. Sentí que el adhesivo era lo
bastante fuerte como para arrancar la carne del hueso. Antes de poder
seguir probando, Jackie apartó la cara del hombre y se volvió hacia
mí.
De algún modo, su pintalabios seguía perfectamente en su sitio
—supongo que el beso solo había sido ruidoso porque estaba segura
que, de haber besado así a Gaven, me habría estropeado el
maquillaje—. Se pasó una uña por un lado de la boca, como si se
estuviera quitando una humedad invisible, mientras se alejaba de él
y caminaba hacia mí.
El hombre la siguió.
—¿Es esta de la que querías que me ocupara?
—Sí. —Jackie me sonrió—. Esta es mi hermana. Angel, te
presento a Blade. Él será tu asesino esta noche.
¿Blade? Lo miré incrédula. ¿Qué puto hombre adulto querría un
nombre tan cursi como ese? Mientras ese pensamiento daba vueltas en
mi mente, las palabras de Jackie se impusieron sobre ellos,
recordándome que había cosas más importantes en las que centrarme
que en el patético nombre de un patético asesino.
—¿Crees que matarme te mantendrá a salvo, Jackie? —solté,
cada vez más furiosa—. Mataste a tu propio padre, joder, y me
echaste la culpa a mí. Los guardias más viejos de papá lo saben.
Gaven también lo sabe. No escaparás, aunque me mates.
Las largas pestañas negras descendieron y luego se alzaron
mientras Jackie pestañeaba mirándome y luego, con descarada
falsedad, ahogó un falso bostezo.
—Eso me da igual —respondió—. Al final, estarás muerta y solo
quedará un Price. —Su sonrisa volvió al inclinarse hacia mi rostro y
levantar la mano, sujetándome con fuerza. Sus uñas se clavaron en
mis mejillas al sujetarme la mandíbula—. Yo —se burló.
Una frialdad penetró en mi cuerpo. Casi el mismo tipo de
frialdad que había sentido después de matar a aquel hombre en el
aparcamiento del motel. Excepto que este tipo era un poco diferente,
se sentía... más oscuro. Más siniestro.
El delgado hilo de conexión que una vez tuve con mi hermana
se había cortado, y cuando los oscuros ojos de serpiente de su rostro
se clavaron en los míos, me di cuenta de algo más. Quería hacerle
daño. Ninguna persona normal quería eso. Ninguna persona normal
contemplaba matar a su propia familia por venganza. Dejaban la
justicia en manos de las autoridades, pero yo sabía sin lugar a dudas
que ningún organismo policial o gubernamental podría detener a
Jacquelina Price.
Antes de pensármelo mejor, eché la cabeza hacia atrás y estampé
la frente contra su nariz. Estaba tan cerca que pude oír el crujido del
impacto. Una violenta punzada estalló detrás de mis ojos, pero el
grito de sorpresa de Jackie fue recompensa suficiente y levanté la
vista justo a tiempo para verla retroceder a trompicones, con la mano
aferrada a la cara y goteando sangre entre sus dedos.
—¡Zorra! —gritó.
El sudor resbalaba por mi espalda mirándola fijamente. Algo
húmedo tocó mi frente y se deslizó entre mis ojos y sobre el puente
de mi nariz. ¿Una gota de su sangre? ¿O me había rasgado la piel? No
importaba.
—¿Recuerdas lo que siempre decía papá? —pregunté mientras
le devolvía la mirada, temblando de rabia—. Hagas lo que hagas en
esta vida, siempre hay un precio que pagar. Espero que estés
preparada para pagarlo, Jackie, porque vendrá a por ti. Tan pronto
como me marche de aquí, estarás muerta.
Jackie bajó las manos y, por primera vez, vi el alcance de mis
daños. Sin duda tenía la nariz rota; estaba torcida con respecto a su
rostro, normalmente perfectamente maquillado. La sangre goteaba
por ambas fosas nasales, manchándole los labios y la barbilla. Gruñó
y se volvió, dando un pisotón hacia el hombre que estaba contra la
pared.
—¡Cuchillo! —prácticamente gritó.
Como el hombre no parecía moverse lo bastante rápido para
ella, chilló de frustración y lo abofeteó antes de hurgar en su bolsillo
y sacar una navaja y darle una patada en los huevos. Me estremecí
cuando el hombre cayó al suelo. El pobre desgraciado era poco más
que un saco de boxeo para su ira. Todos los hombres de la sala
parecieron ponerse rígidos ante las acciones de Jackie y la tensión
llenó el espacio entre las cuatro paredes.
Si era consciente de ello, Jackie no lo demostró. En lugar de eso,
abrió el cuchillo que había robado y volvió hacia mí. La hoja se clavó
en mi hombro a una velocidad de vértigo. El aire de mis pulmones
salió disparado al ahogarme y sisear por el dolor. Sacándolo de
nuevo, Jackie fue a apuñalarme de nuevo y fue detenida por el
hombre al que había besado.
—Si no quieres que muera demasiado pronto, te recomiendo
que dejes que yo me encargue del resto —dijo.
El pecho de Jackie se agitó, sus pechos subían y bajaban en
rápida sucesión. Estaba sonrojada desde la cara hasta la parte
superior de sus pechos. La sangre goteaba de la herida que me había
provocado, empapando la sudadera desteñida que aún llevaba
puesta. Sentía que el hombro me ardía. Agaché la cabeza y respiré por
la nariz. Las lágrimas amenazaban con derramarse sobre mis
pestañas, pero las reprimí, negándome a darle siquiera esa
satisfacción.
Era diferente de lo que había sido cinco años atrás. Era más
fuerte. Era mucho mejor de lo que ella sería jamás. Repetí ese mantra
en mi cabeza cuando oí que el hombre le decía algo más. Lo que fuera
se me escapó al concentrarme en no llorar. La respuesta de Jackie, sin
embargo, fue alta y clara.
—Quiero que duela —gritó—. Haz que duela, Blade. ¡Quiero
que sufra!
—Por supuesto. —Blade miró de Jackie a mí cuando levanté la
cabeza y, al devolverle la mirada, me di cuenta que no era Gaven.
Puede que ambos fueran asesinos, pero este hombre no tenía ningún
apego por mí ni ninguna razón para no seguir las órdenes de Jackie.
La empujó hacia la puerta—. Ve a que te curen la nariz —dijo—. Yo
me ocuparé de ella.
Jackie se pasó la mano por la cara como si hubiera olvidado su
nariz rota. Se estremeció al golpeársela accidentalmente. La mirada
que me dirigió me habría hecho arder de odio.
—Tengo que asegurarme que Gaven no vuelve a aparecer por
mi puerta —dijo, con la voz ligeramente apagada pero igual de
resentida—. Asegúrate que esté muerta, Blade. Cuando vuelva,
quiero oír gritos o nada.
—Deberías haberte ocupado de ese hombre antes —replicó
Blade, pero, al dar un paso adelante, metió la mano en el bolsillo de
su traje y sacó una bolsita, parecía casi un kit de afeitado enrollable.
Jackie chasqueó los dedos e hizo un gesto a los hombres
restantes para que la siguieran fuera. El hombre del suelo,
agarrándose las pelotas, gimió, pero se puso en pie cojeando tras los
demás.
Blade no se movió hasta que la puerta cerró tras de sí y solo
entonces cruzó la habitación dando grandes zancadas hasta el
escritorio situado ligeramente detrás de mí. Giré la cabeza, apretando
los dientes cuando el movimiento tensó la piel de mi cuello y,
posteriormente, de mi hombro herido. Dejó la pequeña bolsa que
había extraído y observé cómo la desenrollaba.
En lugar de utensilios de afeitado, no es que realmente pensara
que contuviera algo tan mundano, la bolsa revelaba varios cuchillos
y herramientas de aspecto afilado. No era tan ingenua como para no
saber para qué servían: eran instrumentos de tortura. Mierda. Tenía
que averiguar cómo salir de esta y pronto o, de lo contrario, Jackie
cumpliría su deseo.
—Tu hermana es una mujer muy temperamental —dijo el
hombre, casi con indiferencia. Seleccionando un cuchillo de aspecto
particularmente malvado, el hombre lo levantó y giró en su
empuñadura mientras admiraba el metal pulido.
Inhalé bruscamente—. Solo va a arrastrarte con ella —le
advertí—. Deberías dejarlo mientras puedas, mi marido...
—Sí, me contó todo sobre tu marido. Señora Price —¿o debería
referirme a usted como Belmonte? —Blade se giró, moviéndose hasta
situarse frente a mí.
Me puse rígida y grité cuando clavó la punta de su cuchillo en
la parte superior de mi muslo desnudo y lo arrastró hacia abajo,
cortando una línea perfecta por el centro de la parte superior de mi
pierna. La sangre brotó y se deslizó a ambos lados. Respiré jadeante.
—Teniendo en cuenta que tu marido es muy similar a mí, o al
menos se dedica a lo mismo, comprenderás entonces que esto no es
personal. —El cuchillo se apartó de un muslo y tocó el otro—. Si te
tensas, hará que te duela más —advirtió justo antes de realizar el
mismo corte.
—¡Joder! —se me escapó la maldición. Tenía razón, tensar
definitivamente hacía que doliera como una puta. Sacudí la cabeza,
intentando librarme de la necesidad de llorar. Había hecho muchas
cosas en los últimos cinco años, me habían puesto en muchas
situaciones diferentes, pero nunca me habían torturado. No confiaba
en mi capacidad para aguantar hasta encontrar una salida, y
empezaba a preguntarme si alguna vez saldría.
En el fondo de mi mente resonaban las palabras anteriores de
Jackie. Algo sobre Gaven viniendo aquí... ¿seguía aquí? Si lo estaba,
era imposible que permitiera que esto ocurriera. Aunque estuviera
cabreado conmigo por haberme escapado otra vez, Gaven era muy
posesivo. Querría castigarme él mismo, y desde luego no así, no
cuando aún me consideraba la clave de su éxito y sus deseos.
Tras el segundo corte, empecé a darme cuenta del motivo por el
que Blade se llamaba así. Era un experto en cortes. Más que experto;
con cada corte, parecía llenarse de vida. Sus ojos se calentaron cuando
se agachó ante mí y observó cómo la sangre goteaba por el interior de
mis muslos. Sentí un retortijón en el estómago. Me latía la cabeza. Me
palpitaba el maldito hombro.
—Aunque seas un asesino a sueldo —dije entre dientes—,
deberías comprender que trabajar para la gente equivocada puede
hacer que te conviertan en objetivo. Mi marido te matará jodidamente
por esto.
Blade parpadeó y me miró, casi molesto por haber interrumpido
su entretenimiento. Suspiró y se enderezó. El hombre se alzaba sobre
mí, todo sombras oscuras y ceño fruncido.
—Tu hermana está obsesionada con cosas que no importan —
dijo—. Si tu marido no la mata, acabaré haciéndolo yo.
La confesión me sorprendió.
—Vaya. —resoplé—. Eres bastante frío para ser un hombre que
acaba de meterle la lengua en la garganta.
Se encogió de hombros.
—Que tenga toda la intención de deshacerme de esa mujer no
significa que no pueda disfrutar mientras tanto de lo que tan
fácilmente me ofrece.
—Entonces, ¿para qué molestarse en seguirla? —solté,
inclinándome hacia delante mientras movía los hombros contra la
silla a la que estaba atada. La cinta que rodeaba mis muñecas tiraba y
me dolían los pequeños desgarros, pero aun así... estaba llegando.
Cada vez más cerca de la libertad. No podía confiar en que Gaven me
salvara. Si sabía que estaba aquí, no sabía si llegaría a tiempo.
Además, aún tenía que tener en cuenta a mi cliente.
Blade levantó en el aire el cuchillo que empuñaba y volvió a
cogerlo con destreza. La sangre manchó el lado plano de metal. Mi
sangre. Lo fulminé con la mirada, encontrando la visión más ofensiva
que todo lo que había dicho o hecho hasta entonces. En cuanto tuviera
la oportunidad, le atravesaría la garganta con aquel cuchillo.
—Aquí tienes una lección antes de morir —dijo Blade,
inclinándose sobre mí, agarrándose al respaldo de la silla con la mano
libre. Volvió a girar el cuchillo hacia mi cara y lo sostuvo unos
centímetros delante de mí—. Considéralo un regalo de despedida.
—Que le den a tu regalo —me burlé, escupiéndole mientras
luchaba contra mis ataduras. La cinta se aflojaba con cada
movimiento. Ni siquiera parecía preocupado, el muy arrogante.
—Ya, ya —dijo, utilizando el extremo afilado de su cuchillo para
levantarme la barbilla, manchándome la piel con mi propia sangre al
hacerlo—. No seas así. Esto es importante para mí.
Respiré por la nariz. Mi ira me dio fuerzas. Se extendió por mi
organismo, calentándome por dentro y por fuera. Miré fijamente a la
cara de Blade y esperé.
—La victoria, pequeña, es para aquellos que hacen cualquier
cosa por conseguirla.
Tenía que admitir que eso era cierto. Pero si ahora se creía
vencedor, iba a tener un duro despertar. Cuando retiró su hoja de mi
cara y la levantó en el aire, sentí que una mano se soltaba a mi espalda.
—Ahora, grita alto para mí, cariño—dijo—. Quiero que tu
hermana te oiga desde el otro lado de esta casa.
Lo miré fijamente a los ojos y, justo antes que hundiera la afilada
punta de su hoja en mi otro hombro, me retorcí y lo esquivé. El
cuchillo se clavó en la madera del respaldo de la silla y me giré
fulminándolo con la mirada.
—Tú primero, dulzura —dije curvando la mano ahora libre
alrededor de la empuñadura de la hoja y la arrancaba de un tirón.
Arqueó una ceja cuando me levanté, empujándolo hacia atrás.
Sí, seguía pensando que tenía las de ganar. Era más alto. Más grande.
Más fuerte. Pero yo estaba cabreada y él subestimaba sin duda el nivel
de rabia femenina que contenía mi cuerpo, mucho más pequeño.
Cualquiera podía ser un asesino si le dabas el incentivo
adecuado, y ahora mismo, incentivo era todo lo que jodidamente
tenía.
Di un paso hacia él, deteniéndome al escuchar un fuerte
estruendo.
Cristales rompiéndose. Gritos masculinos resonaron a través de
las puertas cerradas. Tanto Blade como yo nos giramos hacia allí.
Vaya, pensé, parece que me había equivocado. Gaven estaba aquí
realmente.
CAPÍTULO 28

Gaven

Jacquelina cometió un error cuando me echó de la Mansión


Price. Si hubiera sido realmente inteligente, me habría matado allí
mismo. En lugar de eso, se creyó invencible. Puede que fuera lo
bastante astuta para traicionar a su padre, lo bastante cruel y
despiadada para inculpar a su hermana, pero no duraría en este
mundo. Me aseguraría de ello.
En la penumbra del camino rural, una pequeña luz apareció en
la oscuridad, balanceándose arriba y abajo a medida que el portador
se acercaba al lugar donde Matteo y yo estábamos apostados, en el
bosque situado justo detrás de la mansión Price. Matteo desapareció
de mi lado y una voz familiar gritó un momento después.
—¡Maldita sea! —Hadrian sonaba irritado—. Llama a tu
hombre, Belmonte, o juro por Dios que yo mismo le meteré una bala
en el cerebro.
—No antes de hacerlo yo —replicó una voz femenina.
Me di la vuelta y gruñí—. ¿A quién coño has traído? —exigí.
Hadrian agarró el cañón de la pistola de Matteo cuando le
apuntaba al pecho y lo empujó hacia un lado antes de esquivarlo y
levantar la mano libre para enroscar dos dedos en la oscuridad. Un
momento después, apareció una mujer alta, delgada y de cabello
oscuro, con su propia arma en la mano. Apuntaba a Matteo, quien le
devolvió el parpadeo, imperturbable.
—Bájala, Scar —dijo Hadrian apagando la linterna y
guardándosela en el bolsillo trasero. La falta de nueva luz nos sumió
de nuevo en la sombra, y únicamente la luna pendía sobre nosotros
como medio de visión. Por suerte para mí, había estado en muchas
situaciones como ésta y mis ojos se adaptaron rápidamente.
Miró fijamente a Matteo, pero siguió la orden del hombre,
bajando el arma antes de echarse la larguísima trenza de cabello
oscuro por encima del hombro. Hadrian suspiró y siguió adelante,
avanzando hasta situarse a mi lado, a la altura de dos grandes robles
donde yo había estado sentado durante la última hora, observando la
mansión.
—Scarlett es mi mujer —respondió Hadrian a mi pregunta
anterior, mirándome de reojo. Contuve mi sorpresa. Conocía a muy
pocos hombres de nuestra posición que se casaran, a menos que se les
exigiera como a mí. Oír que no solo estaba casado, sino que había
llevado a su mujer a una misión tan peligrosa me conmocionó—. Y —
cortó—, es amiga de tu chica.
—¿Amiga? —repetí la palabra y me volví, examinando una vez
más a la nueva mujer con una mirada más aguda. Así que se trataba de
la infame Ladrona Scarlett.
—Ojos en la cara, cabronazo —soltó Hadrian, prácticamente
gruñéndome.
—No me interesa tu mujer —repliqué con frialdad. No, la única
mujer que quería era bastante escurridiza. Mi atención volvió a
centrarse en la mansión. La puerta trasera se abrió y salieron varios
guardias, uno de ellos cojeando. Intercambiaron sus puestos con los
hombres apostados en la parte trasera.
—No, supongo que no —concedió Hadrian—. Si te sirve de algo,
siento no haber podido evitar que se llevaran a tu esposa. No
estábamos exactamente equipados para manejar una gran fuerza
nosotros mismos.
—Pero la recuperaremos —dijo la mujer, Scarlett, como él la
había llamado—. Le prometí que la ayudaríamos.
—Eso fue con su cliente —recordó Hadrian a su mujer.
—No importa. —Scarlett negó con la cabeza—. Hace un par de
años, Eve me sacó de un apuro, tanto si se trata de su cliente como de
ser secuestrada por su trastornada hermana, se lo debo.
—¿Eve? —Fruncí el ceño al mirar a la mujer. Odiaba ese maldito
alias suyo—. Se llama Angel.
—Correcto. —Scarlett asintió—. Lo siento, es costumbre.
Volví a mirarla, pero luego mi mirada se desvió hacia el edificio.
Estaba en alguna parte. ¿Asustada? Probablemente. ¿Reviviendo la
muerte de su padre? Lo más probable.
—Entonces, ¿cuál es el plan? —preguntó Hadrian.
Justo cuando separé los labios, una nueva voz sonó en la
oscuridad—. Tomar la mansión, obviamente.
La caballería había llegado. Ian, Archer y Jensen salieron del
bosque como si siempre hubieran estado allí. Iban cargados de
suministros: bolsas de armas y munición. Cuando Jensen se acercó y
arrojó una a mis pies, aterrizó con un fuerte golpe. No dudé en
agacharme y abrir el contenido.
Después que Matteo y yo perdiéramos nuestras armas
principales a manos de Jackie, solo contábamos con las de reserva en
el coche. Volver a tener un rifle en mis manos era como volver a casa.
Comprobé las cajas de munición y vi que habían cumplido su
promesa. Cuando colgué con Hadrian y descubrí que había acertado
al suponer que Jackie había capturado a Angel, los llamé, y esto era
lo que habíamos estado esperando.
La bolsa contenía varias pistolas, un rifle de francotirador y balas
suficientes para acabar con un ejército. Miré a los hombres.
—Gracias —dije, sintiendo las palabras más que nunca en mis
cuarenta y un años en esta tierra.
Ian asintió.
—Nos ayudasteis con Perelli —dijo—. No es necesario que me
des las gracias.
Matteo se acercó más a mí y le di una de las pistolas de la bolsa.
—¿Cómo quieres hacerlo, jefe? —preguntó mientras cogía el
arma y comprobaba el cargador.
—Les golpeamos fuerte y rápido —dije—. No les damos espacio
para contraatacar. No esperan más hombres. —Cargué otra pistola y
me la metí en la parte trasera del pantalón antes de lanzarle una
mirada de advertencia—. Asegúrate que los hombres del frente estén
preparados. Quiero que los rodees y los dirijas.
—¿Irás por detrás? —confirmó.
Asentí con la cabeza—. Sí.
—¿No irás tú solo? —no se me escapó el significado de Mateo,
sobre todo cuando levantó una ceja hacia los demás que merodeaban
cerca.
—No, no irá solo —respondió Ian—. Estaremos con él.
—Ellos me cubrirán las espaldas, Matt —dije—. Ahora vete.
Dudó, pero sin muchas razones para negarse, se vio obligado a
darme su asentimiento y, una vez se hubo ido, me lancé a prepararme
para tomar la propiedad Price. Hacía mucho maldito tiempo que no
sentía mi sangre bombear así, y sensaciones familiares me recorrían
en espiral.
La emoción de la caza chisporroteaba en mis venas. Saber que
pronto tendría las manos manchadas de sangre y que, una vez más,
tendría cuerpos y vidas bajo mi mando, hacía que mis entrañas se
desbocaran de excitación. Tal vez, en otra vida, podría haber sido otro
hombre, más merecedor de Angel, pero esta no era otra vida. Esto era
aquí y ahora. Esta era nuestra realidad, y estaba agradecido por ello,
porque significaba que toda la oscuridad que albergaba se utilizaría
ahora para proteger lo que era mío. Solo esperaba que siguiera viva
cuando llegara hasta ella, porque si no... Me estremecía pensar en lo
que haría.
Como si percibiera mis pensamientos, Ian se acercó a mi lado
junto con Archer.
—Estará bien —dijo Archer—. Creo que tu chica es más fuerte
de lo que piensas.
—Lo es —soltó Scarlett.
Asentí y me concentré en cargar otra pistola. Tal vez tuvieran
razón. Angel ya no era la inocente chica de dieciocho años a la que
habían obligado a casarse conmigo. Ahora era más madura, más sabia
y mucho más mundana. Era inteligente. Creativa. Intuitiva.
Ingeniosa. Se me había escapado no una, ni dos, sino tres veces. No
era una hazaña fácil y, sin embargo, lo había hecho de la forma más
sencilla posible. Había utilizado mi obsesión en mi contra, y aunque
me quemara en las entrañas, también tenía que admirar eso.
—Entramos —comencé, metiendo la segunda pistola en la funda
del pecho antes de levantar el rifle y colgármelo del hombro—. Nos
movemos rápido, antes incluso que sepan lo que les golpea. —Miro a
Archer—. ¿Traes tu mierda de campo?
Alzó la cabeza y descendió
—Síp —palmeó la bolsa que llevaba—. Tengo todo lo que
necesito. —Se volvió hacia Hadrian—. ¿Quieres ayudarme a joderles
la seguridad?
Hadrian sonrió en respuesta.
—Pensé que nunca me lo pedirías.
—De acuerdo —dijo Ian—. Hadrian y Archer se quedarán atrás,
cortarán sus cámaras y derribarán las defensas de la valla para que
podamos escalar sin que nos frían el culo. —Hundió la mano en su
propia bolsa y sacó varios dispositivos intrauriculares Bluetooth.
Lanzó uno a cada persona que se encontraba cerca antes de ponerse
el suyo propio—. Los usaremos para comunicarnos.
—Yo también voy —dijo Scarlett, dando un paso adelante.
Hadrian prácticamente gruñó.
—No, joder, no lo harás —soltó—. Te quedarás aquí con Archer
y conmigo.
Scarlett se giró sobre él.
—Es mi jodida amiga, Hadrian.
—Y su marido cuidará de ella —replicó—. Igual que Wolf o yo
haríamos por ti. Quédate aquí.
—Pero...
—Necesitaremos a alguien que vigile a los hackers —dije,
deteniendo su perorata antes que pudiera comenzar.
Hadrian, al parecer, tampoco había terminado aún.
—Tienes la obligación de volver a casa con nuestra maldita hija,
Scar —dijo.
Scarlett palideció, pero no refutó la afirmación.
—Quiero ayudar —dijo en su lugar.
Con un suspiro, Hadrian se acercó a ella y ahuecó su rostro.
—Lo harás —dijo—. Archer y yo tenemos que asegurarnos que
nadie nos sorprenda mientras trabajamos. Tú nos vigilarás y te
asegurarás que estemos a salvo mientras los jodemos desde dentro.
¿Entendido?
Pasó un momento y finalmente asintió con la cabeza, y tampoco
demasiado pronto. Estaba dispuesta a ponerme en marcha. Ya
habíamos perdido bastante tiempo. Era hora de llevar al equipo a la
mansión y recuperar a mi maldita esposa.
—Muy bien, ahora que ya lo tenemos decidido. —La voz de
Jensen resonó por todo el claro al dirigirse hacia la abertura de los
árboles. Se detuvo, mirando hacia atrás antes de levantar un par de
cartuchos de dinamita con una sonrisa—. ¿Qué te parece si volamos
las dos puertas y vamos a por nuestro objetivo?
CAPÍTULO 29

Angel

Unas explosiones sacudieron el terreno. Su sonido no me


resultaba en absoluto familiar, pero sabía lo que eran y eran justo lo
que necesitaba que fueran. Una distracción. Antes que reaccionara,
me abalancé sobre Blade y lo derribé al suelo.
El cuchillo que tenía en la mano giró y se lo clavé en el costado,
disfrutando del satisfactorio grito de dolor que escapó de sus labios.
Las puertas se abrieron de golpe y varios hombres irrumpieron en el
interior mientras yo retiraba el cuchillo y me alejaba a toda prisa. Con
el cuchillo en alto, miré con los ojos muy abiertos al pelirrojo de antes,
quien gruñó abalanzándose sobre mí.
Se oyó un estallido agudo en algún lugar del pasillo y se paralizó
durante un breve instante. Bajó los ojos y seguí el rastro, divisando
una gran mancha oscura formándose en el centro de su pecho.
Sangre.
Actuando por instinto, me lancé hacia él mientras caía de
rodillas. Llevé las manos a su costado y arranqué de la funda la
pistola que llevaba allí sujeta. Girándome, apunté y apreté el gatillo.
Una vez. Dos veces. Una tercera vez. Los dos hombres a ambos lados
del pelirrojo cayeron como bloques de ladrillos antes incluso que
pudieran desenfundar sus propias armas.
El sonido reconocible de los chillidos de mi hermana me arrastró
hacia delante. Pasé por encima de los cadáveres y trastabillé en el
pasillo, cayendo contra la pared cuando mi pie resbaló. El líquido
resbaló por la parte delantera de mis doloridas y ardientes piernas.
Mi anterior puñalada no estaba mucho mejor. ¿Quién demonios había
matado a Ginger? Miré al fondo del pasillo y fruncí el ceño cuando
un hombre vestido de negro salió disparado al doblar la esquina. Le
reconocí vagamente como el hombre del club sexual: Ian.
¿Qué demonios hace aquí? me pregunté.
No tuve que preguntármelo mucho tiempo. Se volvió, echó una
mirada hacia atrás y parpadeó cuando me vio.
—¡Ven aquí! —me espetó.
Entonces me di cuenta que estaba aquí con Gaven.
Apresuradamente, corrí tras él, mientras los gritos y los disparos
resonaban por toda la casa y se hacían cada vez más fuertes. El olor a
pólvora impregnaba el pasillo. Cerré los ojos y me apoyé en la pared
al llegar hasta el hombre. Me dolía el cuerpo y la cabeza amenazaba
con desplomarse sobre sí misma.
—¿Estás bien?
Esa pregunta me hizo volver a abrir los ojos cuando Ian se cernió
sobre mí, con el ceño fruncido preocupado. Separé los labios para
contestar, pero al hacerlo, volvió a apartarse y apretó algo que tenía
insertado en la oreja.
—Oye, soy Marshall. Tengo al objetivo conmigo. Está herida.
Necesitará atención médica.
—Estoy bien —repliqué—. Puedo salir de aquí.
Volvió a mirarme y su expresión seguía preocupada y
dubitativa. Sacudió la cabeza y luego me agarró del brazo bueno,
apartándome de la pared.
—Ven, tenemos que movernos. Esta parte de la mansión está
bajo fuego.
Eso estaba claro. No discutí con él mientras me conducía a la
vuelta de la esquina por otro pasillo. Hacía cinco años que no estaba
en casa y, a pesar de los evidentes cambios que se habían hecho
durante mi ausencia, seguía reconociendo la dirección que
tomábamos hacia el piso inferior, hacia el vestíbulo.
Giré la cabeza cuando pasamos por otros pasillos en nuestro
camino hacia abajo. Antes había oído gritar a Jackie, pero ¿dónde
estaba? ¿Ya estaba muerta? Por alguna razón, eso no me gustaba. No,
no quería que Jackie muriera y desapareciera de mi vista. Quería
verla. Quería ver cómo se apagaba la luz de sus ojos del mismo modo
que había visto la de nuestro padre. Se lo merecía. Ver su propio
fracaso.
—¡Espera! —grité al acercarme—. ¡Mi cliente! Hay otro hombre
aquí, se llama Ronald Wiser. Tenemos que llevárnoslo.
—No te preocupes por eso —soltó Ian—. Uno de mis hombres
ya lo ha encontrado. —Me devolvió el ceño—. En realidad, deberías
preocuparte más por ti misma. —Su mirada se desvió hacia mis
piernas ensangrentadas.
—Te dije que estaba bien —le recordé con acritud.
Sus labios se movieron y su ceño se frunció ligeramente.
—Dios, me recuerdas a mi mujer.
No pude evitar sonreír ante aquello.
—¿America? —confirmé.
Asintió con la cabeza y me agarró del brazo con fuerza. Me
arrastró hasta detenerme tan rápido que juré que el brazo se me iba a
salir de la órbita—. Maldije y tiré del brazo para zafarme de su agarre
mientras me giraba para ver por qué lo había hecho. Estábamos en lo
alto de la escalera que conducía al vestíbulo y, al examinar la zona,
me detuve en la figura que había ante las puertas de entrada, abiertas
completamente.
En el tiempo transcurrido desde la última vez que la había visto,
la cara de Jackie había enrojecido considerablemente alrededor de la
nariz, donde se la había roto. Sin embargo, tenía una tira blanca recién
parcheada sobre ella, y allí permanecía de pie, con el vestido
desgarrado por varios sitios y sin tacones. Llevaba el cabello
desordenado, un lado sujeto a la nuca y el otro con varios mechones
sueltos. En la mano empuñaba un revólver apuntándonos
directamente.
—¡Esta vez no te escaparás, Angel! —gritó—. No lo permitiré,
maldita sea. No me quitarás esto. Me has arrebatado todo lo que se
suponía que era mío.
Sentí el arma en la mano pesada y ligera a la vez al alzarla. Sus
ojos se abrieron desmesuradamente y entonces soltó un bufido.
—No tienes las putas agallas de dispararme, puta de mierda.
—¿Estás segura de eso, Jackie? —pregunté sin rodeos.
Emitió un violento grito cuando su brazo retrocedió y su arma
descargó al mismo tiempo, aunque su puntería no era muy buena.
Ascendió disparando por la escalera mientras descargaba contra la
madera. No esperé a que me alcanzara. A pesar que Ian me sujetaba
y trataba de apartarme de la línea de fuego, no podía dejar pasar esta
oportunidad. No otra vez.
Levanté el brazo, apunté con mi propia arma y apreté el gatillo.
La lluvia de balas contra la madera se detuvo al instante, los ojos de
Jackie se ampliaron antes de mirarme.
—¡Angel! —Distinte, escuché el grito de Gaven y acto seguido
atravesaba a toda velocidad el vestíbulo.
Jackie parpadeó hacia mí, como si no acabara de creérselo. Ian
dejó de intentar apartarme. Gaven, mucho más corpulento, se
abalanzó sobre ella y vi, casi a cámara lenta, cómo caía a sus pies.
El arma que ella empuñaba salió volando, deslizándose por el
suelo de madera mientras su cabeza rebotaba una, dos veces en el
suelo, y finalmente se detuvo.
—Gaven, ¡no! —gritó Ian. El arma de Gaven apuntó hacia abajo,
pero ante la advertencia de Ian, se frenó.
De repente, comprendió lo que había ocurrido.
Los ojos de Jackie permanecían abiertos, mirando fijamente al
techo de la puerta principal de la casa de su infancia. Me aparté
suavemente de Ian el cual, esta vez sí, me soltó. Descendí por la
escalera, agarrándome a la barandilla, sin detenerme hasta llegar a
Gaven y Jackie.
Ella resollaba a medida que la sangre subía por sus pechos hasta
posarse en el hueco de su garganta. Gaven la miró y luego frunció el
ceño, con expresión confusa.
—¿Le... disparaste?
Asentí con la cabeza.
—Sí —dije. Dejé caer el arma al suelo y me incliné, poniéndome
de rodillas junto a ellos. Los cortes abiertos de mis muslos gritaban
de agonía, pero los ignoré—. ¿Querías saber la verdad, Gaven? —Los
ojos de mi hermana se dirigieron hacia mí y sus labios se
entreabrieron, pero no se le escapó ninguna palabra—. Ella fue quien
mató a Raffaello Price, Jackie mató a nuestro padre. No fui yo.
Después de casarnos, nunca planeé abandonarte de aquella manera,
pero los encontré, y ...ella me amenazó con inculparte si no huía.
—Angel...
Jackie tosió y una mancha de sangre salió de sus labios,
salpicando sus mejillas y barbilla. Me incliné sobre ella y Gaven
retrocedió. Presionando con la mano en el centro de su pecho, justo
donde le había disparado, clavé las uñas en el cuerpo de mi hermana,
queriendo verla sentir dolor... aunque no fuera el mismo que
experimenté cuando mató a nuestro padre y me privó de mi vida.
Ella apretó los dientes y exhaló un suspiro agónico.
—¿Te duele? —le pregunté.
—Q-que te jodan... z-zorra.
—No, Jackie. —Alcancé el arma de Gaven, sintiendo que era la
justicia perfecta. Después de todo, ella también se lo había arrebatado.
Cinco años perdidos. Cinco años que podría haber estado a su lado,
formando su imperio como su Reina. Cinco años que había tenido que
huir, esperando protegerlo de ella cuando debería haberlo hecho
desde el principio. Cinco años sin mi padre... todo por ella.
Todo lo que me habían arrebatado durante la última media
década era por su culpa. Muchas cosas podrían haber sido diferentes,
pero lo más grave de todo era saber que, si la dejaba escapar, si la
dejaba vivir y cedía a esa pequeña parte de mí que únicamente
deseaba retroceder en el tiempo antes que todo me estallara en la cara,
esta ansiedad que sentía nunca acabaría. Ella siempre estaría ahí. Si
vivía, aunque estuviera encerrada en alguna parte, siempre me
preguntaría en qué momento se escaparía. En qué momento vendría
a por mí.
Estaba cansada de eso. Agotada de tanto huir y esconderme. No
estaba dispuesta a seguir haciéndolo. Así que esto era todo. Este era
el final de ella y de nuestra relación. Mi dedo se deslizó sobre el de
Gaven en el gatillo y levantamos juntos el cañón, apuntando a su
rostro.
—Que te jodan, Jackie. —El gatillo se comprimió y el chasquido
del arma resonó en mi cabeza. Su cara se hundió en el centro de la
frente, se formó una quemadura circular justo donde había entrado
la bala y, de repente, la luz que había estado apagándose momentos
antes dejó de existir.
Jacquelina Price ya no existía, y ahora yo era la última Heredera
Price viva.
—Angel. —Mi mano se apartó del arma de Gaven y jadeé.
De repente, el dolor de mi cuerpo se abalanzó sobre mí. Lo sentía
desde el hombro hasta las piernas. La adrenalina se estaba
consumiendo rápidamente y mi visión se volvió borrosa.
—Mierda. —La maldición de Gaven llegó a mis oídos una
fracción de segundo antes que sus fuertes brazos se cerraran a mi
alrededor.
Sentí que me levantaba contra su ancho pecho.
—L-lo siento —dije—. S-siento mucho, Gaven. Yo no...
—Shhhh. —Unos labios cálidos tocaron mi frente—. Tranquila,
Angel. Deja que me ocupe de ti ahora.
—Y-yo nunca lo dije —le dije—. Pero creo que... te amo.
El cuerpo contra el mío pareció congelarse—. ¿Qué has dicho?
Cerré los ojos cuando el mundo que me rodeaba amenazaba con
sumirse en la oscuridad.
—Te amo —murmuré—. Se acabó... No... No volveré a
marcharme. Te lo prometo.
El pecho contra mi costado se expandió con una respiración
estremecedora. La voz grave de Gaven retumbó contra mi oído.
—No, no lo harás —dijo—. Ahora te tengo, Angel, y nunca
volverás a irte a ninguna parte.
Quería responder. Realmente quería. Pero la oleada de
adrenalina ya había desaparecido, huyendo de mi organismo como
las hormigas de una pila en llamas. El mundo se estaba volviendo
más nebuloso. Los sonidos se desvanecían. Lo único que sabía era que
lo último que había sentido era el calor del cuerpo de mi marido
contra el mío.
Si así es como acaba, pensé antes de perder el conocimiento por
completo. Entonces convertirse en una asesina no estaba tan mal.
CAPÍTULO 30

Angel

Hacía tanto tiempo que no dormía junto a otra persona. Diablos,


no era que Gaven y yo lo hubiéramos hecho ni siquiera una vez, pero
de algún modo, después de mi noche de bodas, me había
acostumbrado a la idea de tenerlo cerca, sobre todo por la noche.
Dormir sola durante los últimos cinco años no había hecho que
desapareciera.
Así que, cuando me desperté algún tiempo después, rodeada de
oscuridad, el calor desnudo contra mi espalda no me sobresaltó. De
hecho, como si fuera lo más natural del mundo, mi cuerpo se hundió
contra el pecho de Gaven. Su brazo rodeó mi cintura y tiró de mí
contra él, con el crujido de las gasas y el acolchado sonando contra las
sábanas de seda. Abrí los ojos y miré hacia abajo para ver que, aunque
mi cuerpo estaba desprovisto de ropa, me habían curado y vendado
las heridas.
Los labios de Gaven rozaron mi garganta, la barba incipiente de
la mitad inferior de su rostro rozando la carne sensible.
Instintivamente, levanté la barbilla, dándole acceso. Mis labios se
entreabrieron cuando clavó sus dientes en mi carne y mordió.
—¡Ah! —Me arqueé contra él, pero me vi incapaz de moverme
cuando su mano se deslizó desde mi centro hasta mi pecho y me ancló
a él.
—Si no estuvieras herida, te ataría y te daría una paliza de
cojones —dijo en tono sombrío. El dolor de su mordisco se deslizó
por mis entrañas, humedeciendo mi coño y haciendo vibrar mis
pezones.
—Si te hace sentir mejor, que sepas que lo siento —le susurré.
Me pareció que había pasado una eternidad hasta que me soltó
y me desplomé sobre él y la cama, temblando cuando el corazón me
latió a un ritmo desigual en el pecho.
—Hice que un médico te insertara un chip de seguimiento bajo
la piel mientras te trataban —dijo.
De algún modo, eso no me molestó.
—Bien.
—¿Bien? —Sentí que se ponía rígido contra mi espalda.
—Síp —dije—. Todo bien. Rastréame, Gaven. Reclámame.
Demonios, rómpeme las piernas si eso te hace sentir mejor. Soy tuya,
y ahora que Jackie se ha ido, he dejado malditamente de huir. Quiero
recuperar mi vida.
El mundo giró y, de repente, me encontré con la espalda contra
el colchón y un enorme pedazo de carne masculina furiosa flotando
sobre mí.
—Después de toda la mierda que me has hecho pasar, ¿vas a
dejar de luchar contra mí? ¿Así de fácil?
—Sí —dije con un sólido movimiento de cabeza—. Así, sin más.
Lo decía en serio cuando dije que había terminado. Seré lo que tú
quieras, Gaven-Amo. —Alcé la mano y rocé su mandíbula con los
dedos. Me dolió el hombro, pero no mucho.
Unos ojos azul noche se entrecerraron en mi rostro.
—¿Y si digo que quiero que te quedes embarazada y que tengas
a mi heredero? —preguntó.
Me encogí ligeramente de hombros.
—Eso es algo que siempre has querido —le recordé—. Si no
fuera por Jackie, me habrías dejado embarazada hace años.
—Te resististe antes —dijo—. Querías ir a la universidad.
—Pienso que lo que realmente quería era libertad —admití—.
Creo que en los últimos cinco años he tenido suficiente libertad para
toda la vida. Ahora, solo te quiero a ti. —Inhalé—. Pero si quieres un
bebé, debes saber que probablemente tengamos que traer un médico.
No pensaba acostarme con nadie mientras estuviera lejos de ti,
aunque me puse un implante hace un tiempo.
La mirada de Gaven se clavó en la mía. Esperé su reacción,
segura que se enfadaría, pero tras varios latidos, no hizo más que
suspirar y descender sobre mí. Con sorprendente cuidado, separó mis
piernas y se acomodó contra mi pecho, volviendo la mejilla para que
su cabeza quedara justo entre mis pechos.
—Sabía lo del implante —dijo un momento después.
Parpadeé confundida.
—¿Lo sabías? —¿Por qué no dijo nada?
—Sí. —Asintió contra mi piel, y me estremecí al sentir el
crecimiento de su barba rozándome. Mi interior se calentaba cada vez
más. Tenía que saber lo que le estaba haciendo a mi cuerpo —incluso
tan maltrecho como estaba—. Te lo quitaron la segunda vez que te
capturé.
Sus palabras tardaron unos segundos en cobrar sentido.
—¿Me... te lo quitaste? —repetí. Una mezcla de conmoción y
confusión me invadió.
Levantó la mirada hacia mí.
—Ya te lo dije, amor —dijo—. Cuando te folle, no habrá nada
entre nosotros.
Sabía que decía la verdad. No tenía motivos para mentir. A pesar
de todo, me llevé la mano al brazo, donde debería estar el implante.
Palpé la zona y la encontré vacía. ¿Cómo coño no me había dado cuenta?
Sacudí la cabeza. Jodido astuto.
Se me ocurrió otro pensamiento—. Dios mío —lo empujé hacia
atrás y me palpé el estómago—. Estaba...
—No. —Gaven se incorporó y sacudió la cabeza—. No, el
médico ha dicho que no estás embarazada. Creía que lo había
conseguido en el club, pero parece que no.
El alivio me inundó y volví a relajarme en la cama. Mis brazos
se arquearon a su alrededor, atrayéndolo también a mi abrazo. No
pasa nada —dije—. Ya está bien. Podemos practicar todo lo posible
hasta que suceda.
—Oh, lo haremos —dijo Gaven, oscureciendo su voz. Sus ojos se
encontraron con los míos y vi reflejada en sus iris la misma hambre
que crecía en mí. Apretó los dientes y se dio la vuelta—. Más tarde —
dijo—, cuando estés mejor.
—¡No! —lo agarré por los hombros y tiré de él hacia mí—. No
quiero esperar —dije—. Lo quiero ahora. Por favor... Amo. Por favor,
fóllame.
—Angel... —La voz de Gaven estaba tensa por la contención
apenas reprimida—, estás herida.
—Me curaré —le aseguré—. Y, de todos modos, no actúes como
si no te gustara verme sufrir, te excita.
Un dedo recorrió la parte delantera de mi muslo, donde había
colocado un largo parche sobre el corte.
—Me gusta verte retorcerte de dolor, Angel —dijo—. Ver mis
marcas en tu piel es diferente de ver las de otra persona. —Su
expresión se volvió asesina.
—¿Se ha escapado? —pregunté.
—Lo encontraré —fue la respuesta de Gaven.
Asentí.
—Sé que lo harás. —Se me ocurrió otro pensamiento—. ¿Y Ron?
¿Está a salvo?
Gaven bajó la boca.
—Han puesto a tu cliente en un piso franco. Estoy haciendo que
mis hombres cuiden de él hasta que decida su próximo curso de
acción. Se han ocupado de él, así que no debes preocuparte por él.
Concéntrate en curarte.
Mis labios se crisparon.
—Sí, Amo. —Me encantó la forma en que su cuerpo respondió a
aquella palabra. Sus hombros se tensaron. Los músculos de su
estómago se contrajeron y, aunque intentó apartar la parte inferior de
su cuerpo, vi cómo su polla se engrosaba y se ponía erecta.
—No sabes lo que eso significa, ¿verdad? —preguntó.
—¿Qué? ¿Que te llame Amo? —sonreí—. Sé que quiero
averiguarlo, averiguarlo de verdad. —Toqué su mano y luego tiré de
ella hacia arriba por encima de mi estómago—. Quiero que me des lo
que necesitas, Gaven. Quiero serlo todo para ti. Tu esposa y tu
sumisa.
—Hasta ahora hemos estado jugando a eso, Angel —dijo—. Lo
que hemos tenido no es BDSM de verdad. Es una farsa.
—Lo sé. —Me llevé su dedo a los labios, los separé y lo chupé.
Su polla se crispó—. Quiero lo auténtico —confesé.
—Eso requiere confianza —dijo.
Asentí, enroscando la lengua alrededor del dedo en mi boca.
—¿Confías en mí, Angel? —preguntó.
Saqué su dedo de mis labios.
—Más que ninguna otra persona en el mundo, Gaven. No más
mentiras. No más huidas. Quiero ser lo que necesitas. Tu esposa. Tu
reina. La madre de tus hijos. Por favor... —Moví las caderas,
levantándolas—. Te necesito.
Pasó un segundo. Un silencio tenso cortó el espacio que nos
rodeaba esperando su respuesta. La esperanza floreció en mi pecho y
luego se hinchó, creciendo más y más hasta que temí que estallara
dentro de mí y enviara trozos de mi cuerpo volando por la habitación.
—Abre para mí —me ordenó. Aquella sola orden desinfló el
globo de mi pecho e hizo que las mariposas alzaran el vuelo.
Gaven me puso de lado y ocupó el lugar que antes había
ocupado a mi espalda. Su mano se deslizó a mi alrededor y descendió
cuando mis piernas se separaron. Su polla, ya dura y preparada, rozó
mis nalgas antes de deslizarse entre mis muslos y dirigirse a mi
entrada.
—Ya tan mojada... —murmuró mientras acariciaba mi clítoris
con el dedo, haciéndome gritar de nuevo antes de adentrarse más—.
¿Tienes hambre de mi polla, Angel? ¿Quieres que te penetre?
Siseé cuando sus dedos tocaron mi abertura.
—Síiii... —No podía negarlo. Estaba justo ahí, y lo deseaba.
El gruñido de aprobación de Gaven retumbó en mi espalda. Por
favor supliqué en silencio, esperando que se diera prisa y se deslizara
dentro de mí. Mi interior se retorcía de necesidad. Todas las
barbaridades que me había dicho -sobre mí- eran ciertas. Era una
mujer pervertida, hambrienta de polla y una puta para él. Pero solo
para él.
—Abre las piernas —me dijo—. Ábrete para mi polla.
Hice lo que me ordenó, agachándome y levantando la pierna con
una mano bajo la rodilla cuando se dobló y se acercó a mi espalda.
Gaven la deslizó sobre su cadera suavemente, con cuidado de mi
herida. Se echó hacia atrás y se ajustó la polla, presionando la cabeza
de su vástago contra mi coño, deslizándola dentro unos centímetros.
Gemí en el fondo de la garganta, necesitando más.
—Shhhh. —Me hizo callar—. No seas tan impaciente, amor. —
Pero estaba impaciente. No podía evitarlo. Arqueé el culo contra él,
intentando introducirlo más, solo para recibir una fuerte palmada en
el coño con la mano que jugaba entre mis pliegues.
Casi se me escapa la pierna de las manos mientras gritaba.
—Las putitas necesitadas no consiguen lo que quieren, Angel —
me advirtió Gaven—. Pórtate bien con tu Amo, las chicas buenas
tienen todo lo que se merecen.
Por mucho que me doliera, sabía que tenía razón. Si era una
buena chica, me recompensaría, y cuánto deseaba esa recompensa.
Quería su polla en mi coño. Quería su mano alrededor de mi
garganta. Así que, por difícil que fuera, me quedé quieta mientras él
deslizaba unos centímetros más dentro de mi canal. Me resultaba
doloroso mantenerme en mi sitio cuando, con un solo movimiento,
podía tenerlo empalado en mi coño en un instante.
Sin embargo, Gaven no parecía tan preocupado por mis
torturados pensamientos. Aunque podía oír mis súplicas silenciosas,
se movía lentamente. Maldito sea, aunque sabía que era porque le
preocupaba hacerme daño. Sin embargo, yo quería el dolor. Quería
todas las sensaciones que me provocaba, aunque fueran incómodas.
Suavizó su paso hasta que me penetró hasta las pelotas y juré
que podía ver estrellas bailando detrás de mis ojos mientras se
cerraban. Mis paredes internas se tensaron y se cerraron en torno a él,
suplicándole que se quedara cuando se retirara. Por suerte, su polla
no me hizo caso, porque al instante siguiente, cuando volvió a
penetrarme, mi cuerpo ardió en llamas.
Mis uñas arañaron las sábanas mientras mis dedos presionaban
con más fuerza bajo mi rodilla. Todo era demasiado lento. Lo quería
duro, áspero. Quería... dolor.
Mis ojos se abrieron con la sorpresa de darme cuenta. Ansiaba la
agonía que me provocaba Gaven; quería que me hiciera daño porque,
con el dolor, sabía que pronto llegaría el placer.
—Estás tan apretada, amor —gimió Gaven contra mi oído—. Tu
coño me aprieta, me succiona. Quieres mi semilla, ¿verdad? ¿Estás
preparada para tener a mi bebé?
Se me escapó un suave jadeo mientras me penetraba con más
fuerza.
—Sí —gemí—. Por favor, Amo. Por favor, córrete dentro de mí.
Lléname.
Como si mi confesión lo hubiera estimulado, pronto, cada
movimiento brusco de sus caderas al golpear mis nalgas hizo que
nuevos sonidos resonaran en mi garganta. Tras varios instantes de
embestida, Gaven me apartó la mano y la pierna y me empujó hacia
delante. Mi pecho se apoyó en el colchón y volví la mejilla contra las
sábanas mientras aspiraba una bocanada tras otra.
Su agarre tiró de mi trasero hacia arriba hasta que quedé con el
culo levantado y boca abajo en la cama mientras él se introducía en
mí, destrozándome las entrañas con su polla. El sonido húmedo y
resbaladizo de mi coño, mientras se comía su polla, era tan humillante
como excitante.
Una mano firme abandonó mi cadera y bajó con fuerza por mi
culo.
—Más —gruñó—. Empújate contra mí, Angel. Muéstrame
cuánto me deseas.
No hizo falta que me animara más. Mis antebrazos se clavaron
en el colchón un instante después, mientras me arqueaba contra él,
empujando mi culo contra él con cada embestida.
—Amo ...—gemí, gimoteando al sentir que se me calentaba el
bajo vientre—. Amo... oh, mierda, por favor.
Ni siquiera oí las palabras mientras escapaban de mis labios,
pero Gaven sí. Porque cada palabra le hacía palpitar dentro de mí. Su
polla se hinchó dentro de mi coño. Sus manos se deslizaron por mis
nalgas, un lado tirando de mí para abrirme mientras lo imaginaba
mirando hacia abajo, donde nos juntábamos: su polla en mi interior.
La otra, sin embargo, tenía un objetivo diferente. Unos dedos
punzaban mi coño, tan tenso como estaba ya alrededor de su pene.
Un nuevo gemido retumbó en mi pecho cuando él presionó junto a
su ya gruesa polla.
—Qué agujerito tan hambriento —jadeó por encima de mí—.
¿No te basta con mi polla, Angel?
Estaba babeando contra las sábanas, gimiendo y delirando con
la promesa de alivio. Mis entrañas eran un revoltijo mientras
empujaba mi coño contra él. Ni siquiera me importó que introdujera
otro dedo, dos enganchados justo en el borde de mi coño mientras me
penetraba con fuerza. Tiró y sentí un dolor agudísimo, pero todo lo
que hizo fue intensificar aún más el placer.
—Amo... por favor, ¿puedo correrme? —Lo necesitaba. La
liberación estaba ahí. Tan cerca y, sin embargo... ansiaba su permiso.
—¿Todo tú sola? —La voz grave de Gaven era como ambrosía
para mis oídos—. Qué egoísta... No, no puedes.
Gemí compungida.
—Por favor —supliqué, con la esperanza que si le daba algo más,
mi sumisión, cedería y me lo daría—. Por favor, Amo. Estoy tan
cerca... —Peligrosamente cerca. Las chispas ya bailaban ante mis ojos.
Sentí calambres en el vientre mientras intentaba contenerme.
—No te atrevas a correrte antes que te dé permiso —gruñó
Gaven—. Si lo haces, Angel, te prometo que te arrepentirás.
Agarrándome a las sábanas, hice palanca y jadeé aliviada
mientras intentaba pensar en otra cosa, cualquier cosa que me
impidiera deshacerme de su polla.
—Y-y-yo ...—No podía hablar, no podía decirle que necesitaba
que se detuviera si quería que siguiera su orden. Las lágrimas
goteaban por mis mejillas, resbalando de mis pestañas por mi cara y
cayendo por mi barbilla hasta golpear las sábanas que había debajo
de nosotros.
Sus dedos estiraron mi agujero mientras me penetraba
bruscamente y grité cuando el dolor me asaltó.
—¡Amo! —Mi espalda se arqueó. Mi orgasmo se desvaneció
ligeramente, lo suficiente para que pudiera recuperar el aliento.
—Así es, amor, soy tu Amo —dijo Gaven, con palabras llenas de
satisfacción—. Amo de tu cuerpo y de tu alma.
—Sí... —murmuré—. Sí. Sí. Sí —empujé las caderas contra él
mientras seguía follándome. Lo que él quisiera, se lo daría. Si quería
una esclava sexual delirante que se arrastrara a sus pies y chupara su
polla a todas horas, lo haría. Me presentaría desnuda ante él delante
de quien quisiera. Me daría igual quién me mirara mientras dejaba
que me follara el coño y me ahogara en su semen. Me perdí en la
técnica magistral de su polla y sus dedos mientras él continuaba con
sus atenciones.
Así era más fácil dejar que él tuviera el control. Todo mi cuerpo
estaba relajado, como si hubiera renunciado a luchar. No recordaba
por qué se le había ocurrido ser suave conmigo. El dolor de mis
heridas no era nada comparado con el placer que me estaba dando.
Solo sabía que perdería la cabeza si no me permitía correrme pronto.
Como si también lo percibiera, Gaven se apartó de mí, tanto sus
dedos como su polla, provocándome un grito de desesperación. ¡No!
¡Aún no había llegado!
Sentí que salía de la cama y, un momento después, su mano se
posó en mi cabello, agarrándome con fuerza. Siguieron cayéndome
más lágrimas por la cara cuando se valió de su agarre para bajarme
también. Me golpeé las rodillas contra el suelo colocándose delante
de mí. Eché la cabeza hacia atrás y, aunque no pude verme, estaba
convencida que mi cara era un amasijo de lágrimas y piel manchada.
—Abre la boca —me espetó.
Mis labios se separaron automáticamente y, con su mano libre,
Gaven agarró la base de su polla e introdujo su cabeza en mi boca. Me
atraganté, abriendo mucho los ojos, porque no lo hizo con suavidad.
Empujó por encima de mi lengua y superó mi reflejo nauseoso,
sujetándome con fuerza al mismo tiempo que me introducía la polla
hasta la garganta.
Mirando hacia arriba a través de mis pestañas húmedas, vi cómo
echaba la cabeza hacia atrás, avanzando y retrocediendo. Su polla se
abrió paso entre mis labios, llenándome la boca con su sabor y el de
mis propios jugos. Era penetrante y picante. Cerré los ojos y lo
saboreé lentamente a la vez que mi coño goteaba entre mis piernas,
empapando mis muslos.
—Me la chupas muy bien, amor —la voz ronca de Gavin se filtró
en mi cabeza. El elogio me encendió por dentro e hizo palpitar mi
coño. Mantuve las manos sobre los muslos mientras dejaba que me
utilizara. Me agarró con fuerza del cabello y utilizó su agarre para
follarme la cara tal y como pretendía—. Buena chica... lo estás
haciendo muy bien. Qué bonita putita eres para tu marido, Angel.
Mis ojos se abrieron y alcé la vista hacia él, parpadeando cuando
me di cuenta que me miraba fijamente. Solo podía imaginarme el
aspecto que tendría con mis mejillas ahuecadas mientras clavaba su
polla. Mostró los dientes y las venas de su cuello resaltaron mientras
gruñía. Un estremecimiento le recorrió y sus caderas trastabillaron
contra mi cara hasta que me atrajo bruscamente hacia su entrepierna.
Volví a cerrar los ojos cuando su polla se hundió hasta lo imposible,
tragué contra la dureza de mi garganta y tosí cuando me ahogó con
ella.
—¡No, mierda! —su polla desapareció de mis labios. Jadeó,
tensándose sobre mí mientras se contenía. Sus ojos brillaban
peligrosamente hacia mí—. No es ahí donde debe ir mi semen si
queremos un heredero para nuestro imperio, ¿verdad, tesoro?
Gemí de necesidad.
Quería sentir el pulso de su polla palpitante mientras se
descargaba en mi garganta. Lo quería tan profundo que ni una sola
gota tocara mi lengua. Pero tenía razón. No era ahí donde tenía que
estar. Le miré a través de mis pestañas y por encima de las duras
crestas de su abdomen.
—Suplícame —me ordenó.
Me lamí los labios agrietados, haciendo una mueca de dolor al
reabrirse el corte que había olvidado por la bofetada que Jackie me
había propinado. Saboreé el matiz de la sangre, pero eso no rebajó el
calor de mi interior.
—Por favor —grazné—. Por favor, fóllame, Amo. Fóllate a tu
mujer y lléname con tu semen.
Un instante después, sus brazos me rodearon levantándome. Me
tambaleé ligeramente, ladeándome, pero Gaven no me dejó caer. En
cambio, volvió a levantarme y me depositó de nuevo sobre la cama
llevando la cabeza hacia atrás y las piernas colgando por el lateral.
Mis manos golpearon el colchón mientras aspiraba una bocanada de
aire tras otra cuando él me levantó y me giró sobre mis rodillas.
Introdujo las manos por debajo de mí. Unos dedos me punzaron el
clítoris, encendiendo el fuego en mi estómago. Grité y gemí,
moviendo las caderas mientras me torturaba. Una dura palmada cayó
sobre mi culo.
—Buena chica —exclamó, su voz cargada de un sentimiento que
nunca antes había escuchado en él. No estaba muy segura de lo que
significaba, pero sabía que era algo maravilloso, mientras me
empujaba suavemente colocándome boca arriba.
Mis mejillas se encendieron cuando presionó mis piernas contra
mi pecho, el arrugado plástico de mis vendas era el único sonido,
salvo nuestras agitadas respiraciones. No me importó. Lo único que
me interesaba era que pronto estaría dentro de mí. Sus manos me
empujaron más, lentas y seguras, prácticamente doblándome por la
mitad.
—Aguanta las piernas para mí, amor —me ordenó—, y enviaré
a mi sucia niñita al cielo.
No necesitó pedírmelo dos veces. Mis manos se aferraron a mis
piernas, rodeándolas con los brazos mientras sentía cómo el aire
bañaba mi coño empapado. El hambre y la necesidad luchaban en mi
interior.
Los dedos de Gaven hurgaron en mi abertura, untando la
humedad que ya había allí de un lado a otro antes de deslizarse hasta
mi clítoris. Tomando el delicado manojo de nervios entre el pulgar y
el índice, contuve la respiración mientras crecía la expectación. Me
pellizcó el clítoris y grité, estremeciéndome cuando me envió hacia el
orgasmo de antes.
—Aún no —susurró, retirando sus dedos.
Sentía cómo mis muslos temblaban. Grité, sollozando contra mis
rodillas cuando la necesidad se hizo excesiva. Las lágrimas resbalaron
por mis sienes y bajaron hasta mi cabello cuando su aliento se cernió
sobre mí. Casi... tan cerca.
—Estás tan bonita aquí abajo, nena —oí decir a Gaven,
deslizando sobre mi carne húmeda el aire de sus palabras—. Tan roja
e hinchada por mi polla —Sus dedos se clavaron en mi coño
palpitante y mi cabeza se inclinó hacia atrás contra el colchón
—¡Me estás torturando! —sollocé.
—Sí —respondió—. Y te encanta, pero supongo que ya es
suficiente, ¿no?
—Por favor ...—Prácticamente supliqué—. Por favor, lo necesito
tanto.
—¿Qué necesitas? —preguntó Gaven mientras sentía que sus
dedos me abrían. Presionaron a ambos lados de mi agujero,
separando mis labios mientras apretaba mis músculos internos—.
Dímelo y tal vez te lo dé.
—A ti... Amo —dije—. Te necesito.
Pasó un latido entre nosotros. Silencio, y entonces oí su
respuesta. La suavidad de su voz es tan desconocida como la nota
ronca que arrastra—. Respuesta correcta —dijo. Una fracción de
segundo después, sus labios cubrieron mi coño y su lengua empujó
dentro.
Grité mientras lamía mi agujero, introduciendo su lengua en mi
coño una y otra vez y devorándome. Ningún otro hombre me había
hecho sentir así. Ningún otro hombre se había acercado siquiera.
Mientras me mantenía abierta para mi Amo, sentí que me
desvanecía. Gaven me comía el coño como un hombre hambriento.
De vez en cuando me mordisqueaba el capullo del clítoris con los
dientes, probablemente para oír mi voz porque era la única vez que
gritaba. Por lo demás, estaba demasiado abrumada por el placer de
sus labios y su lengua mientras me chupaba el agujero y me enviaba
exactamente donde había prometido: al cielo.
—Córrete, cariño —oí gemir a Gaven dentro de mi coño—.
Córrete en mi cara como la putita hambrienta que eres. Quiero que
me empapes con tus jugos antes de darte un bebé.
Eso fue todo lo que necesité. Su permiso me invadió y, al instante
siguiente, sentí que el orgasmo se apoderaba de mí. Mis entrañas
chocaron y se acalambraron con su fuerza. De mi garganta brotaron
sollozos mientras arqueaba la espalda. El sudor cubrió mi piel,
haciendo que los suaves mechones de pelo en mi cara se pegaran a mi
piel.
Sin embargo, no fue suficiente para Gaven. Cuando me corrí,
sentí que su brazo pasaba por debajo, levantándome contra él y
presionaba su cara entre mis piernas. El roce de su barba rozó contra
el interior de mis muslos, intensificando el placer y el dolor cuando,
después de tanto tiempo me permitió liberarme.
Fue peligrosamente largo, nublando todos mis pensamientos
hasta que no pude sentir nada más que lo que su boca me estaba
haciendo. Por fin, tras lo que me pareció una eternidad entre las
nubes, se apartó y volví a la realidad.
—Aún no, amor.
Gemí al oír las palabras de Gaven anclándose entre mis piernas.
Mientras me llenaba, deslizándose en mi coño con movimientos
seguros, sentí que me temblaban los muslos. Esa misma sensación de
euforia volvió a recorrerme.
Las lágrimas llenaron mis ojos y gotearon por mis sienes.
Levantando la mano, los dedos de Gaven se aferraron a mis pezones.
Retorció y torturó los necesitados capullitos.
—Pronto se te llenarán las tetas —dijo—. Estarás aún más
sensible de lo que estás ahora.
Sus dedos desaparecieron y, un instante después, su boca se
posó en ellas. Mientras tanto, su polla seguía clavándose en mis
entrañas, atravesándome el coño con movimientos bruscos y
enérgicos. Me asaltó un calambre en el bajo vientre.
—¡Oh, Dios! —grité.
Gaven levantó la cabeza de mi pecho y volvió a follar dentro de
mí.
—No me llamo Dios, Angel —siseó—. Es Amo. Llámame si
quieres que te libere. Vamos, quiero oírtelo decir.
—¡Por favor! —grité—. Amo. Amo, por favor. ¡Voy a correrme!
Unos dedos acariciaron mi clítoris y, al instante, los fuegos
artificiales volvieron a explotar en mi interior. Grité durante mi
siguiente orgasmo y sentí cómo las caderas de Gaven golpeaban
contra mi cuerpo, deteniéndose y aguantando mientras tocaba fondo
dentro de mí. El caliente líquido de su semen me llenó por completo.
Me estremecí, temblé y gemí al sentir cómo se descargaba dentro de
mí tal y como le había suplicado.
Una vez hubo terminado, el agotamiento se aferró a mis
miembros, y Gaven tuvo que ser quien me desencajara los brazos de
las piernas. Estaba demasiado delirante para conseguirlo por mí
misma. Una vez que lo hizo, sentí sus brazos deslizarse por debajo,
levantándome y colocándome mejor sobre el colchón. Mis ojos se
cerraron y, al cabo de unos instantes, sentí que apartaba las sábanas
y las envolvía alrededor de mi cuerpo al tiempo que él se desplazaba
bajo las sábanas contra mi piel desnuda.
La humedad entre mis piernas tenía ahora un nuevo significado.
Cerré los dedos sobre mi vientre, por debajo del ombligo. Pronto
habría una nueva vida en mi interior. Un nuevo comienzo para Gaven
y para mí. Cerré los ojos y me acurruqué más contra él.
—Gracias, Amo —susurré en la oscuridad.
Los labios de Gaven tocaron mi nuca.
—De nada, esposa.
Y justo en ese momento... supe que había vuelto al hogar.
EPÍLOGO

Gaven

Siete meses después

Encontré al hombre que buscaba en un pequeño apartamento


del Lower East Side. Ni uno solo de sus vecinos sospechaba siquiera
de su vocación. Nadie lo hizo nunca. Sabía mejor que la mayoría que
los monstruos como yo se parecían a todos los demás. Este hombre,
en concreto, vivía en una pequeña pero cara vivienda de dos
dormitorios con seguridad añadida tanto en la entrada principal
como en la trasera del edificio. Su mayor error, sin embargo, eran las
ventanas del salón. Anchas, altas, daban a la calle.
Por un lado, podrían haber servido como vía de escape añadida
-probablemente sus propios pensamientos-, pero en este caso se
utilizarían para darle muerte. Era demasiado patético. Demasiados
asesinos se volvían complacientes en su trabajo. Cuanto más mataban
y lograban salir impunes, más cómodos se sentían. Al fin y al cabo,
hacía falta cierto ego para quitar una vida y volver a la suya como si
nada hubiera pasado.
La nieve caía sobre la extensión de la ciudad, el hielo decoraba
los salientes formando largas tiras que desaparecerían por la mañana.
Por el momento, el mundo parecía envuelto en un manto de escarcha.
Mi aliento se empañaba delante de mi cara con cada exhalación.
Al otro lado de la calle, me acurruqué en el balcón de un
modélico apartamento vacío de una residencia tan cara como la que
mi objetivo estaba disfrutando en ese momento. Una sonrisa
ensanchó mis labios. Creía que estaba a salvo. Habían pasado meses,
después de todo, desde que se había librado de arrebatármelo casi
todo. Meses desde que había aceptado el contrato que, en última
instancia, lo llevaría a su muerte.
Ya conocía ese juego. No había sido personal. Simplemente era
un trabajo.
Pero no esta vez, no para mí.
Evangeline Price no era un trabajo y ya no era solo una
herramienta. Era mía. Todo en ella era mío para poseerlo, controlarlo
y adorarlo. Aquel hombre casi me había robado todo eso y el recuerdo
de su miedo se grabó a fuego para siempre en mi cabeza.
Poco me importaba que ella hubiera sido para él solo un trabajo.
Había estado a punto de robarme algo y ese era un acto que no podía
perdonar. Esperé a que el hombre pasara por delante de la ventana
de su salón, apretando el pie contra los barrotes del balcón mientras
equilibraba el rifle en la repisa y apuntaba.
Habían pasado décadas desde que hice esto por primera vez,
años desde mi último asesinato por encargo, y el único contrato que
ahora pretendía cumplir estaba firmado de mi puño y letra y el de mi
esposa. El último contrato que un hombre como yo nunca había
esperado tener. Un contrato matrimonial.
Una sonrisa se dibujó en mis labios mientras el hombre del otro
lado del cristal se servía una copa, sin saber que sería la última. En lo
alto, la luna pendía entera, un ojo blanco que escudriñaba la vasta
extensión de una ciudad que nunca dormía. Envuelta en un manto de
estrellas, aproveché la luz que desprendía junto con las luces del resto
de la ciudad: el resplandor amarillo de otros apartamentos y los faros
de los vehículos más abajo.
Un vehículo tocó el claxon en la calle. La sombra del hombre se
alejó de la cocina y finalmente se dirigió hacia el salón. Ajusté el rifle
a la altura del borde del balcón, levantándolo en vez de colocarlo en
el soporte inferior, junto a mis pies. Una vez colocado, ajustado y
preparado, me tumbé boca abajo en el frío y duro suelo del balcón.
Tenía el estómago cubierto con un grueso jersey de cachemira
que mi dulce Angel había elegido para mí. Sin duda, si lo ensuciaba
demasiado, tendría que escucharla desahogarse conmigo sobre la
ropa cara y el intento de mantenerla cuidada al máximo para que
durara. Sinceramente, descubrí que ni siquiera sus airados desplantes
domésticos me molestaban ya. Resultaba adorable. Era una monada.
A los dieciocho años, nunca me había planteado lo bonito que sería
no solo llevar ropa cara y abrigada, sino que me la eligiera alguien a
quien realmente le importara lo que hacía por mí. Si me abrigaban del
frío del aire o si me quedaban bien.
A Angel le importaba, y por eso tenía que hacerlo.
Orienté mi disparo aspirando una bocanada de aire helado,
dejando que ardiera en mis pulmones del mismo modo que lo había
hecho décadas antes, aquella primera noche en que había quitado una
vida. La cabeza del hombre se agachó. Pulsó un botón y las cortinas
se cerraron, ocultándolo de mi vista. Eso no me detendría.
Alcé una mano para bajar las gafas que había colocado en mi
cabeza al llegar aquí. Girando hacia abajo la lente exterior y pulsando
un botón lateral, la imagen térmica del hombre se perfiló en mi campo
de visión. En mi bolsillo, mi teléfono vibró.
Con una silenciosa maldición, lo extraje mirando la pantalla. A
través de la lente infrarroja, el teléfono brillaba. Volví a subir la lente
y leí el último mensaje.
Angel: ¿Puedes comprar un helado de camino a casa?
Escribí una respuesta rápida antes de volver a meter el teléfono
en el bolsillo y reajustar la empuñadura del rifle. El hambre se
apoderó de mis entrañas al alinear el disparo. Sed de sangre. Furia.
Dolor. Todo lo que mi Angel había sentido cuando aquel hombre
había intentado arrebatarle la vida, apartarla de mí, lo conocía bien.
Ahora, ya no conocería nada más.
Apreté el gatillo.
A pesar del silenciador del extremo del rifle, se oyó un rápido
estallido junto a mi oído cuando la bala salió disparada del cañón. La
ventana se resquebrajó: una única fisura se abrió en dos direcciones,
hacia arriba y hacia abajo, a causa del único orificio que hizo la bala.
La cabeza del hombre se sacudió en mi visión infrarroja y su cuerpo
se desplomó.
Eso era todo. Estaba hecho.
Recogí mi equipo, me quité las gafas de infrarrojos y las guardé
en la anodina bolsa de deporte que había traído. Después de
desmontar el rifle y deslizarlo en su interior, me metí rápidamente en
el apartamento vacío y me cambié: sustituí los vaqueros y el jersey
por unos pantalones largos y una camiseta negra ajustada con
capucha. Cualquiera que se fijara en mí cuando saliese del edificio
solo vería lo que yo quería que viera: un hombre de camino al
gimnasio.
Varias manzanas más abajo, abrí el SUV que había conducido a
la ciudad para esta misión, metí la bolsa en el maletero y salí de la
zona. Encendí la radio y la dejé a bajo volumen, escuchando a medias
a los dos presentadores que hablaban de la nueva fórmula milagrosa
que estaba causando furor en el mundo de la medicina. El mercado
negro de órganos y las listas de trasplantes de órganos estaban a
punto de tambalearse con el revolucionario método de cultivo de un
joven científico para crear órganos reproducidos en laboratorios que
sustituyeran a los utilizados en cirugías y trasplantes.
A medio camino de casa, recordé el mensaje de Angel y me
desvié hacia una tienda abierta 24 horas que casi había pasado por
alto. Mierda. Si volvía a olvidar un helado, me desollaría vivo.
¿Quién iba a decir que las mujeres embarazadas podían dar diez
veces más miedo que cualquier jefe de la mafia o asesino a sueldo?
Diez minutos más tarde y dos grandes envases de helado de menta y
chocolate más pesados, volví a la carretera. Cuando llegué a las
afueras de la ciudad, apuré el motor y dejé que el velocímetro subiera.
Vi la mansión Price, con nuevas puertas de hierro sustituyendo
las que habíamos reventado meses antes, y un extenso terreno ante el
tono dorado de las ventanas iluminadas. Me dolía el pecho cuando
pulsé una serie de botones en la unidad de comunicaciones situada
junto a la verja y uno de los guardias abrió la entrada. Las piedras
saltaron bajo mis ruedas al dirigirme a toda velocidad hacia la parte
delantera de la mansión.
Un nuevo tipo de hambre se propagaba en mi interior. Una que
tenía poco que ver con la sed de sangre y más con el cálido cuerpo
femenino que aguardaba entre los muros de mi hogar. Detuve
bruscamente el vehículo, lo aparqué ante las puertas dobles de la
mansión, apagué el motor y salí de un salto, mordisqueando el helado
mientras avanzaba.
No llegué a la mitad de la escalinata cuando se abrieron las
puertas y oí a un Matteo muy ronco gritar.
—Por favor, señora, vuelva dentro. No tardará en llegar. Hace
demasiado frío para que esté ahí fuera.
—Estoy embarazada, Matt —respondió mi mujer—. No
inválida.
Tenía la cabeza hacia atrás cuando cruzó las puertas, así que aún
no me había visto. Di los últimos pasos de dos en dos. Tan rápido y
silencioso como pude para que, cuando se diera la vuelta, no tuviera
ante sí más que a mí.
Angel saltó y chocó contra mi pecho deteniéndose bruscamente.
Mis labios se tensaron y luego se ensancharon en una sonrisa cuando
ella alzó su rostro. Un bulto delator presionó mi ingle. Pasando una
de las bolsas de una mano a la otra, estiré el brazo y acaricié su nuca.
Mis dedos se deslizaron por el moño en el que había recogido su largo
cabello rubio mientras posaba mi boca en la suya.
Sin dudarlo, sus labios se abrieron para mí. Se abrieron bajo mi
avance, e incluso se puso de puntillas para seguir besándome
mientras su lengua se enredaba con la mía. Podría haberme quedado
besándola durante horas, días y años. Pero una ráfaga de aire frío me
azotó, recordándome que, si bien yo iba envuelto en una sudadera
con capucha y no me afectaban tanto los elementos, Angel era suave
y menuda y estaba jodidamente embarazada.
Al empujarla hacia dentro, levanté la mirada y observé que
Matteo ya sacudía la cabeza y desaparecía en otra habitación,
dejándonos a solas. Redirigí mi atención hacia abajo.
Mi pulgar rozó el húmedo labio inferior de Angel.
—¿Qué estabas haciendo? —exigí.
—Iba a esperarte fuera —respondió.
Mi sonrisa se desvaneció.
—Fuera hace mucho frío —le recordé antes de dejar caer la mano
libre sobre su vientre—. Y no tienes permitido salir sin mí.
—¿Permitido? —Parpadeó y frunció el ceño—. No empieces otra
vez, Gaven. Creía que ya habíamos hablado de esto. Que te deje hacer
lo que te venga en gana en el dormitorio no significa que puedas
controlarme fuera de él.
—Sexualmente —dije.
Levantó las pestañas y me miró boquiabierta—. ¿Cómo?
Me incliné hasta que nuestros rostros quedaron a escasos
centímetros el uno del otro. Su cálido aliento rozó mi barbilla, mi
garganta, y me hizo desear verla de espaldas, con la cabeza sobre el
extremo de la cama, el coño, las tetas y el vientre a la vista, mientras
yo clavaba mi polla en el fondo de su garganta.
—Me dejas que te haga lo que me venga en gana... sexualmente,
tesoro —añadí—. No solo en el dormitorio.
Ella refunfuñó, pero no lo negó. En lugar de eso, cambió
convenientemente de tema.
—¿Me has traído el helado? —preguntó.
Sonreí y levanté las dos bolsas.
—Sí, lo traje.
Me cogió las bolsas y las abrió. Un suave gemido salió de sus
labios y sentí cómo se me tensaba el pantalón de deporte mientras mi
mirada se dirigía a la suya.
—Has comprado chocolate con menta —dijo—. Me encanta el
chocolate con menta.
Negué con la cabeza y rodeé sus hombros con un brazo,
sacándola del vestíbulo y adentrándome en la mansión hacia la
cocina.
—Lo sé —dije—. Y Raff también.
Angel me dirigió una mirada molesta. Yo también me estaba
acostumbrando a ellas.
—Estás tan seguro que es niño —dijo—. ¿Y si es una niña? ¿La
vas a llamar Rafaella?
Me encogí de hombros.
—Me parece bien.
Suspirando, apenas llegamos a la cocina, abandonó mi abrazo
para cruzar apresuradamente la baldosa y descargar el helado. Llenó
un cuenco para ella y luego guardó los recipientes restantes. La
observé y esperé, con el hombro apoyado en el marco de la puerta,
mientras ella correteaba por la zona abierta, normalmente llena de
empleados durante el día. Me gustaba estar así, solos ella y yo. Su
rostro brillaba de excitación mientras se zambullía en su bol de
helado. Volvió a gemir y lamió la cuchara hasta dejarla limpia.
Incapaz de contenerme -no con aquellos sonidos intensamente
carnales que seguía emitiendo-, me aparté de la pared y rodeé la isla
colocando ambas manos sobre la encimera, a ambos lados de ella.
—¿Ya has terminado de merendar, amor? —pregunté,
acariciando su garganta.
La rápida inhalación antes de hablar hizo que se me calentaran
las entrañas.
—Puede que sí, y puede que quiera otro tazón —dijo, con un
extraño tono fingiendo una despreocupación que supe no sentía.
No, ahora no se sentía nada despreocupada. Levanté las manos
de la encimera y agarré sus pechos, deleitándome con su peso.
Habían aumentado en los últimos meses, a medida que ella se hacía
cada vez más redonda. Sus pezones se endurecieron hasta convertirse
en pequeños capullos apretados y los pellizqué entre el pulgar y el
índice, haciéndolos rodar suavemente hacia delante y hacia atrás.
Otra cosa que no había previsto era lo mucho que me atraería mi
mujer embarazada. Verla así, suave y plena con la evidencia de
haberla marcado, de haberla hecho mía, me hizo desear verla así
siempre.
—Gaven...
—No es así como me llamas cuando jugamos, ¿verdad, tesoro?
—La incité, apretándole los pezones hasta que gritó y se agarró con
las dos manos a la encimera.
—¡Amo! —ladeó la palabra—. Amo... por favor...
—¿Por favor, qué? —besé su garganta—. Las chicas buenas
piden lo que quieren, Angel.
—Quiero correrme —suplicó.
—¿Quieres?
Asintió e inclinó la cabeza hacia atrás mirándome con ojos
vidriosos. La mirada de una sumisa ideal y casi perfectamente
satisfecha.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Quieres correrte en mis manos? —Me
aparté de sus pezones, acariciando sus lados—. ¿Quieres mi boca? —
volví a besar su garganta, clavé mis dientes en su carne y mordí hasta
que se onduló contra el taburete en el que estaba sentada y soltó un
gemido agudo—. ¿O tal vez quieres mi polla?
En un instante, Angel se apartó de la encimera y giró para
mirarme. Enganchó las manos en mi nuca y se puso de puntillas justo
cuando yo me incliné y le pasé un brazo por debajo de las rodillas y
otro alrededor de la espalda. Cuando la levanté contra mi pecho, sus
labios se encontraron con los míos, más duros que antes. Me besó
como una mujer que necesita sustento.
Empecé a caminar, manteniendo los ojos abiertos mientras
atravesaba las puertas y subía las escaleras hacia nuestro dormitorio.
No dejó de besarme, ni siquiera cuando retiré los labios. En cambio,
sus afilados dientecillos me mordieron la columna de la garganta.
Me estremecí cuando nos detuvimos delante de nuestro
dormitorio.
—Pagarás por esto, Angel —le advertí.
Lamió el lugar antes de mirarme con una sonrisa.
—Harás que me guste —respondió.
—Oh, ¿lo haré?
Angel extendió la mano con una sonrisa muy cómplice, agarró
el pomo y abrió la puerta para mí. Entré con paso decidido y la cerré
de una patada antes de soltar la parte inferior de su cuerpo,
deslizando hacia abajo la parte delantera de mi pantalón para que
pudiera sentir mi erección tensándose contra la tela.
—Sí —respondió Angel—. Porque ese es precisamente el tipo de
amo cruel que eres.
Ella tenía razón. Yo era un amo cruel, y ella era el Angel más
perverso. Éramos una pareja hecha en el Infierno, e incluso en la
muerte, dudaba que nos separáramos.
SOBRE LAS AUTORAS

Lucy Smoke, también conocida como Lucinda Dark por sus obras de
fantasía, tiene un máster en inglés y es una chihuahua creativa
autoproclamada. Disfruta alimentando su pasión por los viajes, su adicción
a las portadas.
Cuando no está en la interminable búsqueda del batido perfecto, vive
y trabaja en el sur de Estados Unidos con su adorado peludo, Hiro, y su
familia y amigos.

A.J. Macey es licenciado en Criminología y Justicia Penal, y ha


cursado estudios de Ciencias Forenses, Psicología del Comportamiento y
Ciberseguridad. Antes de convertirse en autora, A.J. trabajó como
funcionaria penitenciaria en una cárcel y ahora está casada, tiene una hija
y dos gatos llamados Thor y Loki.
CRÉDITOS
Traducción y Diseño

Corrección

La 99

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