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Nadia Urbinati (2023).

“La rebelión de «los pocos» contra «los muchos»”


Nueva Sociedad, agosto. Entrevista.

Analiza la forma en que las elites políticas y económicas se divorciaron de la ciudadanía


y explica por qué los movimientos de protesta social no logran traducir sus demandas en
conflictos políticos. Invita a pensar la necesidad de una ‘democracia social’ en la que
los partidos actúen como mediadores entre la ciudadanía y las instituciones.

Transformación de los partidos. No hay ningún régimen político democrático basado en


procesos electorales que no tenga una disposición a organizar formas partidarias. Hubo
un declive de los partidos organizados, como fuerzas ideológicas, que movilizan,
informan, que forman una clase dirigente desde abajo, se organizan, educan, pretenden
guiar a la ciudadanía y buscan constituirse como mediadores entre ella y las
instituciones. Hay “una desresponsabilización de los partidos y de los cargos electos de
esas funciones clásicas y el desarrollo de una actividad que se produce solo dentro de
las instituciones, utilizando a los medios de comunicación para construir consensos. Lo
que tenemos es una democracia minimalista solapada con una economía neoliberal. La
democracia de partidos ha sido desplazada por una democracia de audiencias. La
política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su función mediadora y ha
decidido moverse como una esfera diferente y diferenciada de la ciudadanía.”

‘Los muchos’ han perdido las organizaciones con las que podían luchar políticamente y
conseguir objetivos concretos. Y, aun así, el siglo XXI parece haber inaugurado luchas
constantes de ‘los muchos’ contra ‘los pocos’ –los poderosos económica (oligarquía) y
políticamente (los partidos y sus representantes escindidos de la sociedad). “La novedad
es que ahora ‘los muchos’ no tienen la capacidad –por carecer de organizaciones
mediadoras– de traducir su descontento y su movilización en conflicto.” La sociedad no
logra pasar del estadio de la convulsión al del conflicto.

Cuando los partidos eran capaces de organizar a la sociedad, podían poner a ‘los
muchos’ en una condición de poder. Desde la democracia antigua, ‘los muchos’
precisaron crear instituciones –asambleas, parlamentos, asociaciones, partidos–, pero
también una identidad colectiva como actores políticos, como ciudadanos. Eso permitió
estabilizar la tensión de clase entre quienes tienen poder –y no necesitan organización
partidaria– y quienes no tienen poder –y necesitan mucha organización partidaria–. Hoy
la situación se invirtió. En tanto los partidos no son capaces (o no quieren) organizarse,
los ciudadanos se encuentran en una condición de horizontalidad desorganizada, que los
revela sin fuerza y sin capacidad de poner límites al poder de ‘los pocos’. Si se quitan –
como se ha hecho– los límites que ‘los muchos’ pueden ponerles a ‘los pocos’, estos
utilizan las instituciones y los Estados para aumentar su poder. En Occidente, esto es
visible en el declive de la fiscalidad sobre los ingresos. “Al igual que asistimos a una
desresponsabilización de los partidos de su función mediadora y representativa,
asistimos también a un proceso de desresponsabilización de los más ricos y los más
poderosos respecto de sus obligaciones hacia la sociedad. Democracia minimalista –en
la que los partidos se escinden del cuerpo social– y neoliberalismo –en la que ‘los
pocos’ se desresponsabilizan de sus obligaciones de cara a la ciudadanía– se unen.”

‘Los pocos’ se han divorciado de sus responsabilidades y han decidido producir una
autosecesión respecto del cuerpo social. Esto es problemático, porque la responsabilidad
debe ser proporcional al poder que tenemos. La tributación debe estar relacionada con la
capacidad económica. Hoy es exactamente al revés.

Usted entiende que el conflicto entre pocos y muchos, tal como está planteado hoy, no
es productivo. No se resuelve, se mantienen sectores de poder y los movimientos de
protesta expresan críticas, pero sin lograr reformas sustanciales. ¿Cuáles son las
razones de la improductividad de este conflicto?

Hay dos razones fundamentales. Una es la transformación de los partidos políticos. Esa
transformación va unida a cambios sociológicos y económicos, como el declive del
trabajo como cemento de la sociedad. No hay más que mirar hacia atrás para constatar
que toda la arena política estaba sustanciada sobre la base de conflictos asociados al
trabajo y al salario. Eran las cuestiones fundamentales del conflicto político a partir de
la segunda guerra. La segunda cuestión se vincula a la transformación de la economía
global. El poder de las finanzas ha reducido la capacidad de maniobra de los Estados.
Los partidos no pueden, a nivel interno, prometer grandes reformas, lo que conduce a
una desafección política por parte de la ciudadanía, que percibe y siente que la política
tradicional ya no le sirve, no le ayuda a resolver el conflicto. Mientras, desde el otro
campo, los pocos están bien organizados, incluso a nivel global, y utilizan a los Estados
para contener y reprimir a los muchos, pero ya no para crear las condiciones necesaria
para una buena democracia colectiva en la que pocos y muchos puedan convivir.

El hecho de que podamos mensurar dos concepciones distintas de la democracia –una


social y otra minimalista– no implica que la concepción social esté reñida con los
procedimientos. Los procedimientos constituyen parte de la sustancia de la democracia,
en tanto ubican a oficialismo y oposición en una posición de cooperación y compromiso
con el régimen político. Sin embargo, la democracia no puede agotarse en esos
procedimientos: la democracia está formada por ciudadanos que tienen derechos y
bregan por mejorar su vida. Y lo hacen a través de las instituciones, conformándose
como una sociedad civil implicada políticamente. En tal sentido, y en contraste con
quienes apelan al minimalismo democrático, esta perspectiva considera que la sociedad
no constituye un cuerpo extraño a la democracia, sino que es la sustancia misma de ella.
Los ciudadanos se implican para poder satisfacer sus necesidades y sus aspiraciones, y
corresponde a la democracia desarrollar los mecanismos para garantizar esa
satisfacción. Los partidos tienen un rol clave, en tanto interactúan con la ciudadanía –
que participa en ellos– y, a la vez, actúan dentro de las instituciones. La lectura
minimalista, en cambio, parte de supuestos diferentes, considera que los ciudadanos son
individuos que solo se reúnen y se asocian cuando lo precisan, por lo que reduce la
democracia al momento del voto y la elección de los representantes. Son individuos más
que ciudadanos. En la concepción minimalista de la democracia, lo que define la
libertad política es, de modo exclusivo, la posibilidad de acceder al sufragio
democrático. El apartado social no forma parte de esta concepción. Y el problema, en
tal sentido, no tarda en aparecer, porque la posibilidad de acudir a votar no garantiza las
condiciones para una vida decente. Pero si no se garantizan las condiciones para una
vida decente, la confianza en la democracia disminuye. Si la democracia solo puede
prometer pobreza, miseria y condiciones humillantes, ¿por qué tengo que ser
democrático? Soy democrático porque mi libertad política tiene valor porque a través de
ella puedo construir una vida decente. Ahora bien, si la democracia ya no puede hacer
esto y deviene solo en las reglas del juego en el que juegan unos pocos que tienen algo
propio que defender, carece del mismo valor para unos que para otros. Este
minimalismo, que habilita que las instituciones sean utilizadas como herramienta de
unas elites que no se preocupan por las condiciones sociales de la democracia, le hace
un flaco favor al régimen democrático. ¿Por qué muchos ciudadanos van cada vez
menos a votar y se preocupan cada vez menos por los procesos democráticos? No
porque se hayan vuelto consumistas o individualistas –o al menos no solo por eso–, sino
porque perciben que cuando la democracia es concebida en términos minimalistas, la
política resulta una herramienta poco poderosa para defender el proyecto social común.

El documento de la Comisión Trilateral de 1975 revela cambios en la concepción


democrática, en Europa occidental y Estados Unidos. Desde el fin de la Segunda
Guerra, había quedado claro que el establecimiento del pacto democrático implica una
concepción social. Se había desarrollado el Plan Marshall, se había producido un
acuerdo monetario para permitir la cooperación entre los distintos países y se habían
forjado democracias sólidas en las que la preocupación por la dignidad de la vida de los
ciudadanos era uno de los aspectos fundamentales. Sin embargo, la Trilateral considera
que esas democracias estaban en crisis porque los gobiernos habían sobrecargado al
Estado a través de políticas sociales que lo volvían dependiente de las asociaciones y los
movimientos de la sociedad. Según la Trilateral, los partidos organizados y la
ciudadanía, que demanda redistribución, eran responsables de una «crisis de la
democracia». El argumento era que las políticas sociales y distributivas no solo habían
sobrecargado al Estado, sino que habían generado una sociedad que manifestaba cada
vez más demandas y reivindicaciones, lo que derivaba en protestas y huelgas
permanentes. La recomendación de la Trilateral era reencauzar la democracia por una
concepción minimalista para darle «gobernabilidad». Lógicamente, el objetivo
planteado por la Trilateral apuntaba a licuar la democracia de partidos, a convertir las
elecciones, no ya en un mecanismos de representación de demandas, sino meramente de
elección autorizada de dirigentes políticos, y a fortalecer al individuo por sobre el
ciudadano. La concepción que guía estos planteos diferencia Estado y sociedad: la
sociedad está afuera, es un cuerpo diferente y extraño al cuerpo político. En ese marco,
las responsabilidades de la política se reducen: al orden público, la moneda, las
relaciones internacionales. El resto de las intervenciones son de sostén y de
infraestructura, pero ya no de políticas sociales, porque se considera que estas lastran al
Estado, lo vuelven pretencioso y mantienen la fiscalidad en niveles elevados. Este
ataque a la democracia social fue acompañado de procesos, entre los que podemos
destacar el fin del Acuerdo Bretton Woods y el paso de Estados Unidos a una ofensiva
internacional. El programa de la Trilateral llevó a un pasaje de la democracia social a la
minimalista. Esto condujo a un divorcio de «los pocos» respecto de «los muchos», en
tanto con un capitalismo liberado y una estructura democrática mínima los últimos ya
no sentían ningún tipo de responsabilidad sobre el cuerpo social. Los ricos y poderosos
se divorciaron de ese cuerpo social, se desligaron de sus responsabilidades. ¿Y qué
implicó este proceso en términos democráticos? Que ya no haya un cuerpo social, sino
dos. La democracia perdió sus bases sociales organizadas, las mediaciones partidarias
que habían caracterizado el periodo de posguerra, y adoptó una dimensión republicana.
En esa tradición, la republicana, el cuerpo social está compuesto de dos partes y no de
una. Para nosotros, herederos de la Revolución Francesa, la democracia es una y el
pueblo uno, que incluye a todos los ciudadanos. Pero la concepción minimalista de la
democracia, que ahora va unida al neoliberalismo en términos económicos, fractura ese
demos y retorna al republicanismo. En el mundo de la República romana, el Senado y el
pueblo eran dos partes y la libertad residía en la capacidad de estas dos partes de
limitarse mutuamente. Hoy tenemos un retorno a esa tradición, que se manifiesta en un
demos fracturado: por un lado, «los muchos» que no tienen poder social y económico, y,
por otro lado, «los pocos» que sí lo tienen.

Una característica central de los movimientos de protesta es su marcado carácter


estético. Constituyen movimientos muy llamativos y provocativos, lo que les permite
atraer a los medios de comunicación. En tanto las mediaciones políticas institucionales
están rotas, esa presencia mediática se vuelve fundamental para su supervivencia, lo que
explica que sus acciones sean cada vez más ruidosas. A mayor radicalidad, mayor
presencia mediática. Aun cuando puedan protestar contra el neoliberalismo, sus
acciones están en consonancia con la estructura neoliberal: l buscan s una audiencia.
Esto revela, no su fuerza, sino la falta de ella: evidencia que carecen del poder que
tenían las organizaciones clásicas como los partidos políticos. Carecen de elementos
unificadores claros y de demandas comunes, como se verificó en los chalecos amarillos.
Cuando los manifestantes eran entrevistados individualmente, las respuestas solían ser
las mismas: «yo hablo por mí», «me represento a mí mismo», «no represento a nadie y
nadie me representa». Esto los ubica en un plano diferente de los movimientos clásicos
de protesta social, que eran canalizados y organizados a través de instituciones
mediadoras como partidos o sindicatos. Estos nuevos movimientos no pretenden ser –al
menos no directamente– representativos de una idea o de una perspectiva común.
Expresan ira, indignación, descontento y frustración. Pero eso no necesariamente
constituye un punto de vista político compartido. Es por ello que, cuando estos
movimientos se lanzan a las calles de modo espontáneo (*?) y buscan resolver una
cuestión concreta, a menudo no consiguen la respuesta adecuada o esperada, porque
carecen de apoyos institucionales para ello. Ya no tienen partidos u organizaciones que
los representen en las instituciones porque en la democracia minimalista se produjo una
escisión entre quienes están dentro del cuerpo político y fuera de él. Y es por ello que
estos movimientos resultan fuertemente explosivos en un momento, pero luego se
disipan y deja de hablarse de ellos. Al fin, no sabemos si han conseguido algo o no: se
esfuman, se disgregan. Lo que estos movimientos expresan es la ruptura entre el pueblo
y la política institucional, y la fisura entre «los pocos» y «los muchos». Son una
evidencia de la ruptura de las mediaciones clásicas de la política.

El populismo no es una ideología –puede asumirse bajo posiciones de derecha y de


izquierda– y tampoco puede ser definido como una retórica. Todos los partidos tienden
a presentarse como los mejores, le achacan al resto ser peores y establecen una lógica
dualista y binaria basada en el antagonismo entre un «ellos» y un «nosotros».

Lo definitorio del populismo es su forma de concebir la representación. El populismo


intentar eliminar una serie de mediaciones que se corresponden con nuestra tradición
democrático-representativa. En esa tradición, consideramos que los partidos tienen la
función de constituirse como mediadores entre lo que está fuera y dentro del Estado.
Son necesarios para sostener una esfera de separación –mediada– entre Estado y
sociedad. Esa separación nunca es total, porque los partidos actúan dentro y fuera de las
instituciones. Son una institución mediadora. Interactúan con la sociedad civil al mismo
tiempo que desarrollan una representación dentro de la institucionalidad estatal. En
nuestra idea de representación hay, además, otras instituciones: sindicatos, universidad,
movimientos sociales, la prensa. Porque nos permiten participar de la vida política. Pero
esa participación siembre es mediada, porque hay una separación de esferas. Si nuestra
democracia representativa tiene esta separación es porque considera que nosotros no
establecemos una identificación absoluta con nuestros representantes, sino que, por el
contrario, al ser una sociedad plural, no somos iguales a ellos.

“Si la democracia representativa se funda en esta separación, el populismo se basa en la


idea de representación como identificación. El populismo elimina la mediación y la
separación –porque quiere unir lo que está fuera y lo que está dentro– y, en este sentido,
sostiene que el pueblo puede ser uno identificándose con un líder. A través del líder, la
pluralidad y la complejidad se disipan, y el pueblo se articula como una unidad. Para
conseguir esa articulación del pueblo como una unidad, el líder unifica demandas muy
diversas a través de un antagonismo (que a veces puede ser más débil y otras más
fuerte). Ese antagonismo puede dirigirse en la forma del «pueblo» contra los ricos,
contra los inmigrantes, contra los movimientos de diversidad, contra las mujeres o
contra el establishment. Pero necesariamente el líder populista precisa un punto de
unión para constituir ese pueblo unitario. Precisa un antagonismo para unificar al
pueblo. Y, al unificar, homogeneiza. Anula, en definitiva, el pluralismo interno del
pueblo en nombre de una unidad que se funda en ese antagonismo. Es justamente por
ello que el uso de la categoría de pueblo, por parte de los populistas, carece de
pluralismo: hay un pueblo (uno solo) –que, naturalmente, es bueno– y hay unos
«enemigos del pueblo» –que lógicamente son malos–.”

Que la política populista emerja en tiempos neoliberales no es extraño. Ambos van de la


mano. La ruptura de las mediaciones políticas clásicas provoca una crisis y, como
afirma Bernard Manin al final de su libro Los principios del gobierno representativo, ya
no vivimos en una sociedad democrática de los partidos, sino en una sociedad
democrática de las audiencias. En tal sentido, constituimos un público desagregado que
carece de organizaciones políticas que produzcan utopías y perspectivas de futuro. Y en
una sociedad de este tipo, en la que las mediaciones se han roto, la forma más sencilla
de unificar a un pueblo desagregado es mediante un proyecto populista. Aquí es donde
la democracia minimalista, ligada al neoliberalismo, se une con la política populista.

El populismo puede asumir diferentes formas, incluida la tecnocrática –el gobierno de


Draghi en Italia, decía representar a todo el pueblo y no a los partidos–. “Lo sustancial,
lo característico, lo definitorio del populismo es la vocación de unir a ese pueblo
desorganizado en torno de la figura de un líder. El populismo no es, por tanto, algo
externo a la democracia, sino una transformación interna de esta. Es una forma política
que se produce dentro de la democracia representativa y que no constituye un régimen:
no tiene sus propias instituciones ni sus procedimientos. Utiliza los de la democracia,
parasitándolos. Y cuando la democracia es minimalista, tanto más fácil. Si hay
mediaciones y partidos clásicos, una ciudadanía activa y una democracia social, la
política populista penetra mucho menos fácilmente.”

En una democracia organizada en partidos, en la que la sociedad civil se articula


también en sindicatos, en asociaciones intermedias, en la que hay instituciones
mediadoras fuertes, es más difícil que se desarrolle una política populista que en una
democracia minimalista. Al reducir la representación a la participación en los momentos
electorales, la democracia minimalista rompe la estructura clásica basada en partidos y,
por ende, la conexión entre sociedad civil y sociedad política. Si bien los partidos no
desaparecen, mutan a tal punto que dejan de ser máquinas de educación política,
conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales. Su función pasa a ser
solo la selección de candidatos, triunfar y sostener a una elite política. Renuncian, en
definitiva, a su función mediadora, a su función educadora, a su función representativa.
De este modo, la separación entre ciudadanos e instituciones se ensancha hasta un punto
en el que la representación se fisura y se conforman, como decía anteriormente, dos
cuerpos sin conexión entre sí. El populismo usufructúa esta democracia minimalista y la
democracia de audiencias propia del neoliberalismo. Porque si la separación es amplia,
puede unificar la idea de pueblo contra la elite política. El populismo está en sintonía
con la democracia minimalista y el neoliberalismo.

En primer lugar, el populismo redefine al pueblo. En las constituciones democráticas, el


pueblo no constituye una entidad social, sino una entidad normativa y constitucional
que incluye a todos del mismo modo: ciudadanos. El populismo modifica esta idea y
pasa de la idea de un pueblo normativo y constitucional –que pone límites a la política–
a un pueblo social y político: el pueblo como verdadera mayoría. Instala la idea de un
«pueblo verdadero» contra el «pueblo formal». Implica que el líder define al pueblo, por
lo que el pueblo, al ser una entidad definida, es al mismo tiempo una entidad cerrada,
con límites y, por ello, abierta a la intolerancia. Si el pueblo es encerrado en límites o
fronteras, se opera, necesariamente, una forma de exclusión. El segundo elemento de la
desfiguración democrática interna que produce el populismo se vincula a la
modificación de un principio sustancial de la tradición democrática: la mayoría. En la
tradición clásica, existe una mayoría y una oposición que luego puede volverse
mayoritaria. El populismo, en cambio, la idea de mayoría va unida a un permanente
poder del pueblo –definido en sus propios términos– que siempre es mayoritario. Así,
rompe la dialéctica de las mayorías y las oposiciones circunstanciales, basadas,
lógicamente, en el pluralismo existente en el pueblo. En tercer lugar, modifica la idea de
representación, que deja de ser la del mandato político plural (un partido con unas ideas
frente a otro con otras) y, por ende, en la diferencia, para fundarse en la idea de
similitud: el pueblo es representado por el líder y es semejante a él. Similitud con el
líder, en lugar de la diferencia de ideas y de mediaciones institucionales.

El PC y la DC no cuestionaban su existencia y su representación popular. Intentaban


conseguir más votos, quitándoselos al otro, pero asumían el pluralismo dentro del
pueblo, lo que implica, a su vez, la existencia de distintas sensibilidades en su interior.
El pueblo populista carece de pluralismo interno. ‘El pueblo populista es uno en el
rostro del líder’, decía Laclau. E internamente no está formado por diferentes partidos.
Ningún partido dice ‘yo soy el pueblo’, mientras que el líder populista sí lo dice. De un
pueblo plural se pasa a un pueblo singular y unitario, lo que modifica la forma en que se
piensa y se asume la democracia y la idea misma de cambio y de transformación.

Una parte de la izquierda tuvo responsabilidad en estos procesos. Su error fue creer que
el progreso podía venir del mercado. Tras el fin de la Guerra Fría, una parte de la
izquierda democrática asumió que era posible desarrollar políticas de justicia a través
del mercado, entendiendo que había en él una fuerza virtuosa capaz de distribuir según
el mérito y de intervenir en áreas que el Estado no podía hacerlo. Según la Tercera Vía,
el mercado estaba dotado de algún tipo de inteligencia ética. Esta concepción fue nociva
para la izquierda, en tanto la ciudadanía dejó de considerarla como fuerza
emancipatoria. Hoy, muchos desconfían de esa izquierda democrática, en tanto no
perciben en ella a una fuerza política capaz de dar respuestas a sus problemas reales. No
son pocos quienes se han deslizado hacia la derecha, por considerar que la izquierda ha
abandonado no solo su proyecto político, sino también a su propia gente.
Cuando a inicios de la década de 1990, el sistema político italiano entró en crisis por la
corrupción, se generó una disposición a abandonar las formas clásicas. El PC había sido
uno de los que más había contribuido a fortalecer la democracia partidista y desarrollar
una vida interna que se relacionaba con su acción en las instituciones, fue desmantelado.
El Partido Democrático afirmó que debía pasarse de un partido organizado, vivo y de
militantes, a uno de simpatizantes y electores. Hoy es un partido líquido, que carece de
estructuras clásicas de liderazgo y de apoyo en organizaciones o ramas locales.

El Partido Democrático se equipara a los partidos liberales. Como partido de izquierda


debe sostener principios y valores liberales, en términos del «liberalismo de los
derechos», pero no en otras áreas, porque eso no es creíble. No es ya del liberalismo de
izquierda, sino de una izquierda que ha aceptado la idea de privatización del Estado y ha
roto la conexión sentimental con los sectores populares. La pretensión de la izquierda
reformista y democrática no era el liberalismo «a secas», sino unificar demandas de los
sectores medios y las clases populares bajo la idea de igualdad, respetando y ampliando,
claro, las libertades y los derechos de la ciudadanía. A esto se agrega otra dimensión: es
un partido con votantes, pero con escasos contenidos. Su conexión con los barrios
populares es escasa, pero su apelación al triunfo es permanente (‘lo que importa es
ganar’). El problema es que los partidos no solo tienen como naturaleza su vocación de
triunfar, sino motivaciones políticas que son las que pueden llevarlos a la victoria. Esas
motivaciones no son claras. Por eso el Partido Democrático tiene votos, pero no tiene
vida política. Si la izquierda no recupera la democracia social, no tendrá sentido que
exista. Meloni y la extrema derecha están cambiando el rostro de Europa.

Bobbio escribió Derecha e izquierda cuando neoliberalismo y democracia minimalista


estaban en pleno desarrollo. Eran tiempos de desmantelamiento de la democracia social,
en que los partidos perdían su rol mediador, y se pregonaba el triunfo total de la
sociedad de mercado y del modelo de consumo. La democracia sustentada en partidos
fuertes y organizados perdía peso, Bobbio planteó una idea fundamental: la igualdad
debía seguir siendo la «estrella polar» de la izquierda. Lo decía en tiempos en que se
rompía el compromiso entre capital y trabajo, y la democracia se volvía minimalista:
todos aspiraban, meramente, a la «gobernabilidad». Como socialista democrático, al
afirmar que la igualdad debía ser el eje de la izquierda, no quería poner en tensión la
libertad: para Bobbio, igualdad implica extensión y ampliación de la libertad, entendida
como ‘no dominación’. Quienes detentan poder, sobre todo económico, no se interesan
en la igualdad. Ellos ya son iguales entre sí: iguales entre «los pocos». A «los muchos»,
en cambio, la igualdad nos importa porque carecemos de poder: solo tenemos el del
Estado para tratarnos como iguales, para darnos un estatuto de defensa ante la ley.

¿Cuál es la igualdad que nos importa, como personas de izquierda? No una que
uniformiza, sino una conflictiva. No una igualdad impuesta desde el Estado, sino que
asuma la pluralidad social y el conflicto. En la tradición de Maquiavelo, y de Piero
Gobetti, “el conflicto es una palanca de libertad”. Es el alma de la política y es necesaria
para la democracia. Es por ello que los partidos, las ideas políticas, las alternativas
importan. Las grandes movilizaciones y levantamientos populares expresan esa
necesidad del conflicto, pero no llegan a producirlo por la carencia de las estructuras
que le dan sentido político real a ese conflicto. Hoy, una tradición de izquierda
democrática y reformista tiene que pensar sobre esos ejes: la importancia de los actores
colectivos como sindicatos, partidos, asociaciones sociales. Necesitamos instituciones
mediadoras, formas de agregación de solidaridad entre personas que tienen algo en
común que defender o por qué luchar. La asociación, la organización, el conflicto y la
contestación constituyen fundamentos de una democracia abierta. Y hoy la democracia
está cerrada porque carecemos de esa dimensión, de ese horizonte en el que, como decía
Bobbio, seamos conscientes de que hay posibilidad de hacer las cosas de otra forma.
Advertir esa posibilidad ya sería, para la izquierda, un enorme progreso.

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