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La democracia como forma de vida y

prá ctica social.


La democracia es considerada como una forma de
gobierno justa y conveniente para vivir en armonía. En
una democracia ideal la participación de la ciudadanía es
el factor que materializa los cambios, por lo que es
necesario que entre gobernantes y ciudadanos
establezcan un diálogo para alcanzar objetivos comunes.
En el año 2007, la Asamblea General de la Organización
de las Naciones Unidas (ONU), estableció el 15 de
septiembre como el Día Internacional de la Democracia,
como una forma de exaltar la importancia universal de
que los pueblos decidan, de manera libre, sus propios
sistemas políticos, económicos, sociales y culturales, así
como su plena participación en todos los aspectos de sus
vidas.

El ejercicio de la democracia es el que mejor refleja los


hábitos y costumbres cívicos de una sociedad, en la
actualidad, esta práctica reclama la procuración de una
experiencia política en la que la ciudadanía ejerza su
derecho y tenga los conocimientos para tomar mejores
decisiones. Al ser los gobiernos municipales los más
cercanos a la ciudadanía, son quienes juegan un papel
determinante para la alternancia política y la
consolidación del ejercicio democrático.

Los gobiernos locales fueron los principales promotores


de la alternancia política, impulsaron su trayectoria en
nuestro país hasta culminar con la alternancia en el
gobierno federal. A nivel estatal, la alternancia política se
produjo en el estado de Baja California en el año de 1989,
lo cual consolidó el proceso de competencia electoral en
las regiones.

El intento moderno por superar el despotismo ilustrado


conduce a una forma de democracia meramente formal,
enmascaradora del paternalismo de una sociedad del
bienestar, obra de ingenieros sociales. En el mejor de los
casos lo que hoy llamamos democracia no ha pasado de
ser una nueva forma de aristocracia, y en el peor de ellos
una forma de oligarquía. Michel Foucault ha descrito muy
bien el proceso histórico de transformación de las
técnicas de poder, desde un ejercicio brutal y despótico a
un ejercicio suave y bondadoso cuya denominación
adecuada es paternalismo. Afincada en un racionalismo
instrumental, la mentalidad moderna construye sus
teorías de la sociedad a través de dos patrones
alternativos: uno de raíz kantiana, que busca el
establecimiento de sistemas regulativos que garanticen a
priori la igualdad y la justicia, y otro de raíz utilitarista que
mide la actuación humana desde el rasero de la eficacia y
del resultado. Ambos criterios aparecen barajados en
proporciones diferentes en las formas concretas de
sociedades democráticas existentes, dando el Estado
Social prioridad a las reglas, mientras el Régimen de
Mercado acentúa el criterio utilitarista. Común a ambos
modelos es la reducción de la pluralidad concreta de «los
hombres» a la pluralidad abstracta y descarnada de «el
hombre», ese hombre de la estadística que es al mismo
tiempo todos y ninguno; es decir, la reducción de la
subjetividad de un «tú» y un «yo» a la objetividad de un
«él», sin por ello dejar de hablar de Yos transcendentales
y de intersubjetividades. Mientras que lo que preocupa,
por ejemplo, a John Rawls es la construcción de un
ámbito institucional que garantice la bondad de las
acciones distributivas de la justicia, quiere Habermas
establecer a priori los cauces de un diálogo social que
garantice el consenso y la legitimidad democrática. La
participación ciudadana en esas teorías de la sociedad es
una participación abstracta, alejada de toda concreción
cotidiana. El porvenir democrático de la sociedad del siglo
XXI no depende de meras constituciones y parlamentos;
lo más importante es la capacidad y la convicción
democrática de los ciudadanos, desarrollada en su propio
ejercicio. Lo decisivo para el diálogo político y social no
son las reglas que le dan estructura sino el derrotero del
diálogo y la conciencia de que no se dialoga dentro de un
cauce de valoraciones y convicciones preestablecidas e
inalterables -lo cual implica manipulación y ejercicio de
poder-. El valor de un diálogo auténtico, reside en que él
mismo va estableciendo y modulando convicciones y
valoraciones.

Partiendo de una reflexión sobre las limitaciones que


enfrenta la democracia en el contexto de la globalización
actual, el autor analiza las posibilidades de una nueva
relación entre las personas, los colectivos y las
instituciones del Estado. Los desafíos que enfrenta la
humanidad, a escala mundial, no pueden seguir siendo
enfrentados con las formas sociales y políticas propias del
marco del Estado-Nación territorial. La democracia
continuaría siendo la mejor alternativa a esta crisis época,
pero aquella que surja de una profunda transformación
de la relación entre gobernados y gobernantes, y que dé
cuenta de las nuevas formas de participación que exigen
los diversos actores sociales sin necesidad de retornar al
rígido centralismo estatista.
La democracia no tiene por qué considerarse como un fin
en sí misma. Lo que está en juego, lo que podría constituir
la pregunta a hacerse sería: ¿cómo avanzamos hacia un
mundo en el que los ideales de libertad e igualdad
puedan cumplirse de manera más satisfactoria,
manteniendo además la aceptación de la diversidad como
elemento estructurarte en un escenario
indefectiblemente globalizado? La respuesta sigue
siendo: democracia. Una democracia que recupere el
sentido transformador, igualitario y participativo que
tenía hace años. Y que por tanto supere esa visión
utilitaria, minimalista y encubridora, muchas veces, de
profundas desigualdades y exclusiones que tiene ahora
en muchas partes del mundo. Una democracia como
respuesta a los nuevos retos económicos, sociales y
políticos a lo que nos enfrentamos. Recordemos que
capitalismo y democracia no han sido nunca términos que
convivieran con facilidad. La fuerza igualitaria de la
democracia ha casado más bien mal con un sistema
económico que considera la desigualdad como algo
natural y con lo que hay que convivir de manera
inevitable, ya que cualquier esfuerzo en sentido contrario
será visto como distorsionador de las condiciones
óptimas de funcionamiento del mercado. No queremos
con ello decir que democracia y mercado son
incompatibles, sino que no conviven sin tensión. Hemos
de buscar fórmulas de desarrollo económico que,
salvaguardando las innegables capacidades de asignación
de recursos y de innovación que el sistema de mercado
atesora, recupere capacidades de gobierno que
equilibren y pongan fronteras a lo que hoy es una
expansión sin límites visibles del poder corporativo a
escala global, con crecientes cotas de desigualdad y de
desesperanza para muchas personas y colectivos. Y para
ello necesitamos distintas cosas.
Reforzar las fórmulas de economía social ya existentes y
buscar nuevas formas de creación de riqueza y bienestar
individual y colectivo, llevando el debate de la
democratización a esferas que parecen hoy blindadas:
qué se entiende por crecimiento, qué entendemos por
desarrollo, quién define costes y beneficios, quién gana y
quién pierde ante cada opción económica aparentemente
objetiva y neutra. Por otro lado, buscando fórmulas que
regulen-arbitren-graven las transacciones económicas y
financieras de carácter internacional que hoy siguen
caminos y rutas que hacen extremadamente difícil a los
gobiernos su supervisión, aún en el hipotético caso de
que quisieran ejercer realmente ese control.

Desde un punto de vista más estrictamente político, lo


primero es entender que la política no se acaba en las
instituciones. Y lo segundo es que política quiere decir
capacidad de dar respuesta a problemas colectivos. Por
tanto, parece importante avanzar en nuevas formas de
participación colectiva y de innovación democrática que
no se desvinculen del cambio concreto de las condiciones
de vida de la gente. No tiene demasiado sentido seguir
hablando de democracia participativa, de nuevas formas
de participación política, si nos limitamos a trabajar en el
estrecho campo institucional, o en cómo mejoramos los
canales de relación-interacción entre instituciones
político-representativas y sociedad.
En muchas ocasiones parece que las organizaciones
políticas que apuntan a la transformación social se
debaten entre distintas alternativas que parecen
excluyentes. Para algunos, si quieres tener incidencia
política y/o sobrevivir como organización, tienes que
trabajar en y desde las instituciones. Sólo así llegas a
amplias capas de la población y sólo así cambias
realmente cosas. Para otros, sólo es posible la
transformación desde fuera de las instituciones. Estar
“dentro”, implica de hecho reforzar esas instituciones,
legitimar su manera de hacer y de actuar, una manera de
hacer y de actuar que va perdiendo capacidad de
transformación real. Desde este punto de vista, no hay
transformación alguna dentro de los estrechos límites
que marca el juego democrático-mediático. Y entre estos,
los hay que simplemente están “fuera”, y practican la
rebeldía frente a las instituciones, y otros que tratan de
buscar alternativas que visualicen que otra política es
posible. Es evidente que fuera de las instituciones, las
contradicciones internas disminuyen, pero también es
cierto que la capacidad de incidencia y de difusión de
ideas y de mensajes puede reducirse significativamente.
La democracia como forma
de vida. La familia. Tiene una función de socialización
primaria que permite establecer los primeros patrones de
conducta con relación a las figuras de autoridad (padres,
madres o tutores).
La democracia como forma de vida La adolescencia.
Como etapa de tránsito hacia la vida adulta, es la etapa
en donde se tiene una mayor influencia de los grupos de
pares y es en éstos donde generan espacios para
participar, decidir, cooperar, colaborar, dialogar, respetar,
tolerar, etcétera.
La democracia como forma de vida La escuela. Debe
propiciar la construcción de ambientes democráticos que
permitan la participación de toda la comunidad escolar:
alumnado, personal docente, personal administrativo,
padres y madres de familia y localidad.
En la actualidad, la democracia se basa en la
representación y la delegación del poder. Sería inviable
aplicar hoy la democracia directa, como en Atenas, pues
los Estados contemporáneos abarcan territorios más
extensos y tienen gran población. Además, la democracia
moderna se concibe como un sistema de limitación y
control del gobierno en el que la participación de la
ciudadanía cumple un rol fundamental.
Democracia y bien común El bien común es un concepto
que incluye un con-junto de ideas y valores que expresan
un anhelo de bienestar para toda la sociedad. Un Estado
democrático debe promover el bien común a partir de los
siguientes principios: El respeto a la persona. Se deben
respetar los derechos fundamentales de la persona y
promover la propiedad privada y la libertad. El bienestar
social y el desarrollo de la comunidad deben reflejarse en
la satisfacción de las necesidades básicas, en el acceso a
la educación, cultura y ciudadanía. La paz, que garantice
la seguridad de la sociedad y de sus miembros.
Los retos que enfrenta nuestra democracia en el ámbito
municipal son la competencia y la sucesión. Por tanto, es
necesario que se fomenten valores universales como la
tolerancia, el pluralismo, el respeto de los derechos
humanos, la libertad y el diálogo para construir
sociedades más democráticas y justas en donde se
fortalezca la gobernanza eficaz y responsable.
Por tanto, es necesario que se garanticen procesos
transparentes, participativos, inclusivos e imparciales
para promover sociedades, justas, pacíficas e inclusivas.

En ese sentido, los gobiernos municipales debemos


fortalecer una democracia transparente y equitativa
basada en los principios de certeza, legalidad,
independencia, imparcialidad, máxima publicidad y
objetividad; que fomente la participación ciudadana y en
consecuencia contribuya al desarrollo democrático.

No hay un camino a la libertad y a la justicia, la libertad y


la justicia son el camino, que es, como dijimos, el propio
caminar. Y no hay un abuso del poder, pues el poder es el
abuso, siendo el paternalismo el disimulo del poder.

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