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ENRIQUE KEMPEE MERCADO

G E N T E DE
SANTA CRUZ
BIBLIOTECA DIGITAL

TEXTOS SOBRE BOLIVIA

TEATRO, BIBLIOGRAFÍA, LITERATURA, AUTORES, SUS OBRAS Y LO ESCRITO


SOBRE LOS MISMOS, DIBUJANTES, PINTORES Y ESCULTORES, MASONERÍA
BOLIVIANA

LITERATURA
AUTORES, SUS OBRAS Y TEXTOS QUE COMENTAN SUS LIBROS

FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación Bolivia: 6884


Número del texto en clasificación por autores: 12332
Título del libro: Gente de Santa Cruz (Relato)
Autor (es): Enrique Kempff Mercado
Editor: Cámara Boliviana de Libro
Derechos de autor: Derechos reservados
Imprenta: Talleres Gráficos Ayacucho
Año: 1946
Ciudad y país: La Paz – Bolivia
Número total de páginas: 178
Fuente: Digitalizado por la Fundación
Temática: Enrique Kempff Mercado
GE N T E DE
S A NT A CRUZ
ENRIQUE KEMPFF MERCADO

G E N T E DE
SANTA CRUZ
RELATO

pâmera |>oîmatiG ie?.£AvO

LA PAZ — B O L I V I A
1946
ENRIQUE KEMPFF MERCADO

G E N T E DE
SANTA CRUZ
RELATO

LA P A Z
1946
Queda hecho el depósito
que previene la ley 11.723
Derechos reservados.

IMPRESO EN ARGENTINA ---- PRINTED IN ARGENTINE


SANTA CRUZ DE LA SIERRA

Santa Cruz de la Sierra está en un trance. Corren años


decisivos sobre la ciudad andaluza que fundara un día
Nuflo de Chaves en el corazón de la América. De sus
costados llega la amenaza lustral: las carreteras y los
caminos de hierro. Santa Cruz está en un trance. Morirá
y tendrá nueva vida. Las viejas serenatas románticas y
el dulce tañido de las campanas coloniales tocando a
fiesta, se apagarán bajo el rumor trepidante de la má­
quina conquistadora. Morirá el sortilegio de las cosas
viejas llevándose consigo las gratas costumbres patriar­
cales, el familiar diseño de las casonas amigas, el carretón
hermano y la hermana voz del gañán rudo y heroico que
nos dió la gracia pintoresca de su figura y el pan cle­
mente de su cosecha. Se irá la vida misma.
La nueva ciudad anidará nuevas gentes, nueva vida.
Y entonces esta vieja Santa Cruz que tantea los abiertos
caminos del progreso, será un recuerdo y una evocación.
Recuerdo sin nostalgia, evocación sin lágrimas tal vez.
8 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

En estas páginas narro algunas de esas cosas que no


perdurarán. Puse en ellas algo de mi tierra y no poco
de mí. Costumbres, personajes, sentimientos y panora­
mas de la vida cruceña. El ligero trazo de mis relatos
pretende traducir lo que hallé en esa vida, con emoción
y bondad. ^ i
Santa Cruz nacerá distinta. Ya doblarán las campanas
de sus viejas torres arrancando profundos sonidos de
adiós.
E. K. M.
COTOCA, LA CUCAÑA Y JUAN

A ocho días de diciembre — mes de calor, de cigarras


y vacaciones—, y a cinco leguas de Santa Cruz, leguas
que no podrán nunca convertirse en kilómetros y siem­
pre serán leguas de España, de paso de muía, de alforjas
colgando en las árganas del borrico y de bueyes curvados
que embisten el camino, la arena y la distancia, surge
el pueblito de fiesta: Cotoca. Nombre sin sonoridades,
pueblo sin bullicios. Pero su célebre patrona, su virgen-
cita milagrosa, ha puesto en ese nombre sonoridades
místicas y ha hecho que ese pueblo, en un día del año,
en el diciembre de las cigarras, tenga rumor de multitud
y bullicio metropolitano.
En medio del pueblo eleva la iglesia su torre, tan des­
nuda y tan alta en su pequeñez, al lado de las disiminutas
casitas — Gulliver en Liliput —, que parece novia del
sol y que "el viento, galán de torres, la prende por la
cintura". Y frente a la iglesia, la plaza; y en la plaza
la cucaña.
10 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Es un largo madero de caoba con sus diez metros plan­


tados en rotunda vertical. La multitud se aglomera a
sus pies como dispuesta a mirar a un ser estrafalario
y gigantesco en una función de circo. Es casi el final
de la fiesta de la Virgen de Cotoca y la cucaña es un
final impresionante. Y por algo es que la llaman el palo
ensebado. El sebo y el jabón han dejado escurridizo
como un pez el cuerpo liso de la cucaña, sin grietas ni
aristas, sin puntas ni excrecencias, escurridizo como un
pez. Y pensar que hay que trepar sin ayuda por ese pez
hasta alcanzar la cúspide y cobrar el trofeo de vence­
dores: flamantes billetitos de banco, relucientes monedas
de plata que penden de pañuelos multicolores, botellas
del más puro aguardiente de caña y vistosas baratijas.
Pero para alcanzar ese tesoro, que parece un espejismo
bajo el radiante sol de la siesta, hay que ser mono y cuca­
racha, hombre y caracol.
Ágiles muchachos y robustos campesinos trataban in­
fructuosamente de trepar por la rebelde cucaña. Con los
pies desnudos y llevando atada a la cintura una bolsa
repleta de ceniza, intentaban vanamente escalarla. A me­
dida que iban subiendo frotaban con ceniza los contornos
del palo para evitar en algo los deslizamientos y volver
menos resbaladiza la inasible superficie enjabonada. En
vano. Subían tres, cinco, siete metros los más ágiles,
para luego deslizarse rápidamente hasta el suelo entre
la vocinglería del público y perdidas las esperanzas des­
pués del esfuerzo agotador. Pasan una, dos horas de sol,
de cigarras y vacaciones. Nuevas tentativas y nuevos fra­
casos. Arriba y abajo. Indiscutiblemente el trofeo de la
cúspide es un espejismo irreal, cada vez más atrayente.
GENTE DE SANTA CRUZ 11
El viento mece los vistosos pañuelos y hace repiquetear
burlonamente las intactas chucherías.
Sudor de las personas, cansancio de la tarde, soledad
de la Virgen. Pero el público confía en la llegada de
Juan, el zonzo simiesco, broche de oro del juego de la
cucaña. Se sabe que él siempre llegará a la cúspide,
alzanzará el trofeo, se beberá el aguardiente, comprará
más aguardiente con las relucientes monedas de plata,
venderá pañuelos y baratijas para comprar todavía más
aguardiente y, borracho, se dormirá en un banco de la
iglesia este nuevo ocho de diciembre, día suyo, de la Vir­
gen, de las cigarras y de Cotoca. El público se cansa.
Todos mirando hacia arriba en una extraña exhibición
de cuellos estirados. Bien parece un absurdo rebaño de
ovejas degolladas o de reos que esperan resignados el
tajo expiatorio de la cuchilla vengadora... ¡Al fin, ahí
viene Juan!
Juan lleva una camisa a cuadros y un corto pantalón
blanco. De su cintura pende la bolsa repleta de ceniza.
Se le abre campo. Es el único día del año en que con­
quista en vez de rechiflas, saludos, en vez de burla, ad­
miración. Al pie de la cucaña lanza una breve mirada
al público y una larga mirada al palo ensebado, de arriba
a abajo. Juan es campanero de la iglesia. De ahí debe
venir su agilidad en subir torres, escalar muros y trepar
árboles. Se frota las manos con ceniza y abraza el palo
con suavidad de caricia. Para él la cucaña es dócil como
sus campanas. Hay que subir lentamente, como se sube
a la región del rezo cuando se toca el Ángelus. La mul­
titud espera y Juan comienza la ascensión. Los músculos
tensos, la mano siempre lista para ir cubriendo de ceniza
12 ENRIQUE ICEMPFF MERCADO

la tersa redondez del madero. El sol cae de plano sobre


el torso semidesnudo y broncíneo de Juan. Gotas de
sudor surcan su rostro y sus brazos. La subida es lenta
pero ininterrumpida, "sin prisa y sin pausa". El extremo
del palo se halla excesivamente alto, con el perfil bur­
lesco de lo inalcanzable. Pero Juan sabe tocar campanas
y escalar muros. La multitud se agita, silba, charla.
Juan sube.
Lentos los minutos y lenta la subida. Los espectadores
sienten en los ojos la molestia de los filos del sol y en
el cuello la fatiga por la incómoda postura. En medio
trayecto Juan se detiene. Descansa como un hombre po­
dría descansar en medio de la corriente vertiginosa que
cruza a nado. Cómo desearía dejarse caer, deslizarse dul­
cemente hasta el límite del descanso y la quietud. Pero
arriba están las botellas tentadoras y abajo el público
de espectadores exigentes y burlescos. Además, no podía
deshonrar sus antecedentes frente a centenares de testi­
gos. Para él la cucaña era un juego, pero un juego muy
en serio, como su oficio de campanero y su fama de
bebedor. Continúa la ascensión con los músculos tensos
y la mirada puesta en el extremo codiciado. Cuán alto
se lo percibe aún. Su garganta reseca exige llegar a la
meta y beber el primer trago de licor, entre el aplauso
del público y con la dulce sensación del triunfo bien
ganado. Le pide fuerzas a la Virgen y sube, sube abra­
zando el palo estrechamente, con amor y con odio, aca­
riciándolo y ahogándolo. La banda de música derrama
los acordes de los carnavales y toques de niño. El público
se entretiene en los comentarios y las apuestas. La Vir­
gen está sola.
GENTE DE SANTA CRUZ 13
Los últimos esfuerzos y Juan está por llegar. Apro­
vecha el resto de ceniza de la bolsa casi exhausta y trepa
con cuidado. ¡Ya está! Se encarama en la cumbre, arran­
ca una botella de aguardiente y bebe, brindando al pú­
blico, que con sus centenares de ojos le dice salud. Un
silbido general de la chiquillería acompaña su éxito. Juan
es feliz. Aunque allá, en la cúspide, los premios son
menos llamativos, las monedas menos relucientes, Juan
comienza alegremente a desatar pañuelos y recoger mo­
nedas. Juan se siente muy feliz, "en la punta de la
cucaña”, como decía Disraeli, en la cumbre del éxito.
De pronto un movimiento en falso y el grito unánime
de la multitud se confunde con el golpe seco del cuerpo
en tierra. "Nadie puede ser llamado feliz antes de su
muerte.” La nuca quedó rota, el cuerpo suelto, los
músculos relajados, la Virgen sola. Juan alcanzó el lí­
mite del descanso y la quietud. La banda deshizo el
carnaval en un desigual silencio. Y quedó el trofeo en
la punta de la cucaña. Y quedó Cotoca sin campanero.
BAJO LA CHOZA

A ti, Maura Toné, que tienes un bello nombre de ex­


traña resonancia guaraní, que eres camba morena y joven,
te contaré una historia fea y triste. Sé que me oirás
atenta y callada porque es la historia sin tono y sin
relieve de una familia que llegó como tú desde la selva
chiquitana. Te liga a ella la sangre y el espíritu. Aunque
tu sangre hierve violenta en tus venas jóvenes bajo la
soberbia tersura de tu carne y tu espíritu es alegre como
el sol. Te contaré la historia de esta gente triste que
llegó un día, cuando esta dichosa hacienda casi abando­
nada era opulencia del pasado y orgullo de sus amos.
Juana era la madre, Pabla la hija y Joaquín, no te sonrías
amiga, Joaquín el marido de la Pabla. Los conocí no
ha mucho tiempo, siendo ya esta hacienda lo que es hoy
y siendo tú, Maura Toné, flor de la Pampa.
Asunta, la vieja, era muy vieja. El viento recio de la
llanura, el sol canicular y las aguas del río, amargas de
sales y zarzaparrilla, arrugaron con profundas arrugas
la piel morena de su cara y de sus manos. Era lavandera.
16 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Todo el día estaba sentada a la orilla del río, lavando


ropa, lavando. La rodeaba, como una enorme bandada
de pájaros blancos, la ropa lavada y tendida sobre los
arbustos al sol. Era muy parca en el habla. No tenía
el menor interés. Yo te previne, amiga, que ésta era una
historia triste y sin relieves.
Pabla, la hija, tenía ya sobre su vida largos años pe­
sados y hondos. Era muda y cretina. Su tez blanqueada
por pretéritos mestizajes, la mirada de silencio y el andar
lento, con irritante contoneo de palmípeda. Resoplaba
continuamente y lanzaba sordos gruñidos que querían
ser la palabra que nunca pudo ser. Iba de un lado a
otro en la choza sucia y diminuta donde habitaba con su
madre y su marido, en un solo cuartucho donde había
una cama sola. Pabla molía maíz, Pabla cocinaba guisos
desabridos. Pabla extraía aceite de c u síque vendía en
el pueblo por algunas monedas. Ésta era su principal
ocupación. Y los años marcaban sobre su silencio lápidas
pesadas y sordas.
El tercer personaje, camba amiga, era Joaquín. Si no
te sonríes, Maura Toné, es porque no lo llegaste a co­
nocer. Recién entiendo la gravedad de tu silencio, pues
Joaquín sonreía siempre ,y su aspecto provocaba la risa.
Era de baja estatura y sus ojillos brillaban picarescos
desde la oscura máscara de palo de su rostro. Pero sus
ojos mentían una astucia que nunca tuvo. Tenía una
mente torpe y un razonamiento abstruso. Era carretero;
uncía los bueyes de la hacienda y llevaba leña al pueblo.
También era gañán; tenía un pequeño plantío de maíz
y arroz, yucas y sandías, tan pequeño que se lo podía
atravesar de tres zancadas.
GENTE DE SANTA CRUZ 17

Joaquín y Pabla tuvieron once hijos. Diez murieron


y yo no sé por qué milagros vivió Pilar, creció, se enma­
ridó muy niña y no volvió más. Digo que fué un milagro
porque Pabla, la zonza, no sabía criar hijos. Apenas na­
cidos les daba de comer guisos mal cocidos, borra de
cu síy frutas en agraz. Todos se fueron muriendo, uno
a uno, antes del primer diente, antes del primer pinito.
Eran enterrados en el cementerio de la hacienda. No
había llanto. Había cruces pequeñitas y trémulas.
Esta familia vivía feliz, camba amiga, feliz bajo la
choza, en su miseria y en su trabajo. A mediodía y al
anochecer se juntaban en la choza y, sentados en el suelo,
comían con prosaica lentitud. Había una sola olla de
barro y una sola cuchara de palo que pasaba de mano
en mano, sin apresuramiento, de Juana a Joaquín y de
Joaquín a Pabla. Una y otra palabra cambiaban Joaquín
y la vieja. Pabla escuchaba acuciosamente, lanzando uno
que otro resoplido y moviéndose de aquí para allá con
su ridículo contoneo de gansa.
A veces la muda estaba alegre y cariñosa. Se rego­
deaba inquieta ensayando bruscas caricias a su marido.
Femenil y mimosa, tomaba un aspecto impropio, casi
incoherente. Al pasar junto a él le daba un súbito mano­
tazo o un torcido pellizco en demostración de afecto, con
un asomo penoso de una incongruente sensualidad. Joa­
quín la reprendía benévolamente:
—¡Bah, Pabra, Pabra!
Y ambos sonreían. Pabla apagaba su sonrisa con un
arrebol de vergüenza tiñendo sus mejillas infladas. Asun­
ta permanecía rígidamente callada y Joaquín seguía son­
riendo, con su inconmovible sonrisa de siempre.
E N R IQ U E K E M P F F M ER C A D O

—¡Esta Pabra, Pabra!


Tenía una pronunciación defectuosa. No podía ar­
ticular las eles y alteraba viciosamente las acentuaciones.
Usaba abarcas flojas y un gran sombrero de paja. El
pantalón, sostenido por una correa, le llegaba abajo de
las rodillas y la camisa, regalo del amo, le quedaba
siempre grande. Joaquín era esencialmente confirmador.
Nunca opinaba ni contradecía. Y eso, camba amiga, es
a veces gran virtud. Los viajeros se exasperaban con sus
respuestas.
—Oí, Joaquín, ¿está hondo el río?
—Está hondo, señor.
—Pero, ¡si no ha llovido! Se lo podrá cruzar.
—Se lo podrá cruzar, pues.
Los ciudadanos, confiados vanamente en su instinto
de campesino, le preguntaban sobre el tiempo:
—¿Irá a llover hoy, Joaquín?
—Irá a llover, pues.
—O, ¿qué dices, no lloverá?
—No lloverá.
El gesto estereotipado de su sonrisa hacía maldecir a
cualquiera. Pero Joaquín tenía un ancho corazón cam­
pesino. Lo que pasa es que era así, como era. Su trabajo
le daba poco provecho. Arrear bueyes y plantar yucas
nunca fue gran negocio. La olla siempre estaba a medio
llenar y el estómago a ración medida. Y Joaquín tenía
una desafortunada predilección por la carne. Era un
carnívoro congénito, obstinado, contumaz. Apreciaba
igualmente la carne de vaca o de carnero, de ave o de
animal de caza. Cuando colgaba del garabato de la choza
una lonja de corvejón o de tasajo, la sonrisa de Joaquín
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se ampliaba con tímida luminosidad. Bajo la humilde


choza había luz. Luz en las canastas de paja y en las
esteras de palma; luz en el fogón apagado y en la
silleta desvencijada. Pabla volvía del campo después de
recoger los duros huesos de motacú, esparramados en el
estiércol seco de vaca. Habría también aceite de motacú
para el mechero. En la sonrisa sosa de Pabla fulgía una
dulce claridad. Había luz bajo la choza. Todo porque
pendía una lonja de carne del garabato de palo.
Y así, camba morena, vivían los tres en placentera
quietud. Nada alteraba la paz, el trabajo y la pobreza.
Corrían los años pesados y hondos sobre sus simples
superficies humanas. Todos los sucesos, por malos que
fuesen, serían recibidos con estoica tranquilidad. Hubo
sequía, hubo hambre y hubo desgracia. Lo que viniera
pasaría, como pasarían ellos. Una brumosa mañana de
invierno la vieja Asunta amaneció muerta. Ni Joaquín
ni Pabla se habían dado cuenta de la muerte de la vieja,
hasta bien entrado el día. Cuando el hombre quiso des­
pertarla sintió las manos de Asunta glaciales como la
mañana.
—Se ha muerto la Asunta — le dijo sosegadamente a
su mujer—. Está fría.
Esta vez lloraron ambos. Le pusieron velas de sebo,
la adornaron con flores silvestres y la enterraron al ama­
necer, envuelta en una manta, bajo la tierra húmeda y
pródiga.
—¿De qué murió la Asunta?
—De pasmo — respondía Joaquín.
Y bajo la choza vivieron sólo dos, como antes, sin que
cambie nada, sólo que la cuchara de palo iba de Joaquín
20 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

a Pabla y de Pabla nuevamente a Joaquín. Un loro desde


su estaca gritaba con su voz chillona y exasperante:
—Lorito real... sacá tu real... lorito real...
Ya no había charla en la choza, alegre Maura. Había
un silencio pesado, insoportable, interrumpido a ratos
por un corto monólogo de Joaquín. La choza derruida
dejaba colarse el viento por las rendijas de las paredes y
el agua por las hendiduras del techo. Joaquín no techaba
la casa. Las palmeras brindaban sus largas y frondosas
hojas a todos los caminantes, pero él no alzaba el machete
y las hojas secas caían y otras nuevas volvían a nacer.
Un tarde caliente, Joaquín encontró al borde del sen­
dero que conducía a su labranza un zorro muerto.
—¡Malagüero! — se dijo.
Era uno de esos pobres animales víctimas de la bala
de un cazador o de la picadura de una víbora. Yacía ten­
dido panza arriba, rodeado por un enjambre zumbador
de moscas doradas. Joaquín siguió su camino y estuvo
la tarde entera labrando la buena tierra colorada.
A su regreso, los despojos seguían en el mismo lugar.
Se detuvo sudoroso, con la idea clavada como una ortiga
en el pensamiento. Toda la tarde la había estado aca­
riciando en su magín y por último se decidió. Su afilado
machete desolló hábilmente al zorro muerto y extrajo
el trozo de carne que despedía menos hedor. Una vez
en la casucha, asó la carne y la devoró deleitosamente,
hasta hartarse. Pabla estaba lavando ropa. Al regresar
notó que Joaquín sonreía dulcemente. Al día siguiente
mantenía su perpetua sonrisa, pero esta vez era una son­
risa congelada y yerta. Y lo peor de todo era que Pabla
no podía gritar.
GENTE DE SANTA CRUZ 21
Así acabaron los tres, camba amiga, y digo los tres
porque nunca más supe de Pabla, perdí su rastro. Bajo
la choza no quedó sino el garabato de palo, la estaca
del loro y las piedras ahumadas del fogón. Yo no sé
por qué te habré contado esta historia estúpida y sin gra­
cia, pero Pabla, si aun vive, no te la hubiera podido
relatar. Ahora me siento más tranquilo y te confieso,
camba amiga, que a veces me asaltaban unos deseos vehe­
mentes y absurdos de gritar por ella, por la muda.
TARDE DE CARNAVAL

Carnaval. Tres de la tarde. En el barrio de San Fran­


cisco, como en todos los barrios, hay varias casas de
recibo. Esta vez la más concurrida es la casa de la Aurora,
casa de medio pelo, de fama loca y cálida acogida. Car­
naval en Santa Cruz. El sol pela con su ancha risa de
fuego y desde el mediodía atruenan las bandas de música
por toda la ciudad. Carnaval en los barrios, en el Arenal
y en la Pólvora, en la Capilla y en la Casa Santa, en el
Mojón con Cara y en el barrio Serebo ...
En la sala de doña Aurora hay una pintoresca confu­
sión y un endiablado vocerío. Disfraces desteñidos, más­
caras extravagantes, antifaces discretos y voces fingidas.
La música de viento resuena en las honduras torácicas y
los pies beodos trazan en el suelo turbios arabescos.
Doña Aurora es una robusta matrona, algo entrada en
años, pero su madurez no le quita un vivaz asomo de
lozanía. Lleva un holgado dominó verde con la capucha
echada a la espalda, y en su cara embadurnada de polvos
24 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

y tintas luce todos los colores del espectro. Es fama que


nunca se cansó de bailar y divertirse. Una sonrisa pe­
renne aletea en sus gruesos labios carnosos y el carna-
valito conmueve su túrgida humanidad con gracioso
compás. Una comparsa ha invadido el recinto y la
música ataca sin cesar los alegres carnavalitos orien­
tales.
Jaleo y batahola. Parejas reilonas y sudorosas danzan
infatigablemente. Circulan bandejas de licor y chicha
que liba ávidamente la concurrencia. La alegría y el en­
tusiasmo son siempre crecientes y cada vez más conta­
giosos. Los festones y gallardetes que adornan la sala
penden desgarrados y se mecen al tibio soplo de la danza.
Una multitud de rapaces noveleros atisba por las puertas
y ventanas de la calle y el patio, ocupados en reme­
dar a las máscaras, robar serpentinas, arrojar cascaro­
nes con tinta y chillar por cualquier motivo, desafo­
radamente.
A un carnaval sigue un taquirari y a un taquirari un
carnaval. La esbeltez de los cuerpos femeninos apenas
se disimula con el holgado dominó de vivos colores. Los
miembros de la comparsa llevan las caras descubiertas
y visten amplios batones a cuadros rojos y azules. Todos
beben rabiosamente y enamoran a la mascarita imper­
sonal y coqueta que se oculta tras la fisonomía congelada
del antifaz. Se oyen hurras y vivas a la comparsa. Algu­
nas muchachas que bailan sin careta son el blanco de las
pullas y los piropos; tienen las caras manchadas de tinta
y almidón teñido que les restregan sin misericordia los
atrevidos festejantes.
—Estoy pa morirme, ya no puedo más de los pies
GENTE DE SANTA CRUZ 25

— explica doña Aurora, fatigada y sonriente—. ¡Ah,


canalla! — exclama en seguida al sentir un copioso baño
de agua sucia que le arrojaron de atrás.
Su pareja la envuelve con la amplia capa de su disfraz
y con un gesto entre protector y mimoso.
—¡Suelte, manilargo! — agrega zafándose del intere­
sado auxilio.
—No se enoje doña Aurora porque se va llenar de
hijos — replicó con descaro el aludido.
Calabazas y jofainas llenas de agua lodosa y heces de
chicha se derraman en desconsiderado baño sobre los
bailarines. Es un verdadero pandemonio. Hombres y
mujeres se entremezclan en incontenible y orgíaca alga­
rabía. Suena un clarín de llamada. Los miembros de la
comparsa van saliendo de la casa seguidos por la banda
de música; se dirigen hacia la casa de recibo más cercana.
Detrás van los "coleadores", los que forman la numerosa
comparsa de los sueltos, los que unen a sus flacos bol­
sillos su decisión por la comparsa que siguen. La música
se aleja y en la casa, bruscamente silenciosa, las mujeres
reilonas hacen volar una bandada de comentarios entre
los festones sueltos y los gallardetes desgarrados.
Tarde de sol. Tercer día de carnaval. Una nueva mas­
carada se aproxima a los sones del "¡Ah, mamai!” Las
muchachas atisban su llegada y algunas huyen despavo­
ridas hacia el interior de la casa, escondiéndose en las
piezas privadas. Es que la comparsa que llega es la más
temida de todas, por sus atrevidas audacias, por su espí­
ritu belicoso y por la suciedad de sus juegos. Viene por
media calle, enconando con voces desafinadas por el
cansancio el "¡Ah, mamai!”, la despedida del carnaval, en
26 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

un tono burlescamente acongojado. Las tintas, el lodo


y los aceites usados han manchado de tal modo los dis­
fraces, que no se distinguen sus colores primitivos. Sil­
batos y silbidos aturden, y en toda la vecindad se han
cerrado puertas y ventanas al paso del endiablado tropel.
Alguna ventana se abre sigilosamente, y al asomar alguna
curiosa figura femenina, un certero cascarón de tinta
roja le estampa en la frente el estigma de la indiscreción.
Cabrillea locamente la alegría en todas las miradas. Gru­
pos enardecidos sumergen a mascaritas y chiquillos en
los cenagosos charcos que dejaron en las calles arenosas
y desiguales las últimas lluvias.
La diversión es unánime, el pueblo está loco. Todos
sienten en sí mismos una liberación de prejuicios y con­
vencionalismos. Todo está permitido y cada uno se per­
mite lo que le viene en gana. ¡Qué alivio! Poder flanzar
un alarido salvaje o gritar escandalosamente sin que
nadie se escandalice; poder emporcarle el traje o estru­
jarle lodo del arroyo en la cara de cualquier prójimo,
sin que éste tenga el menor derecho de protesta; poder
soltarle una galantería subida de tono a cualquier mu­
chacha o, si se quiere, arremangarse las faldas del dominó
o arrancarse la blusa húmeda de sudor y dejar que los
rayos del sol de febrero caigan libremente sobre la piel
desnuda; beber del gollete de la botella, untarse de
betún, revolcarse, ser payaso y bufón. Es una vuelta a
lo elemental, a las pasiones primitivas de la naturaleza
humana. Una tentativa de libertad que busca la realiza­
ción de los deseos inexpresados. Un abandono consciente
de las ideas preconcebidas. Es el hombre frustrado que
abandona el marco de la práctica urbana y civilizada y
GENTE DE SANTA CRUZ 27

tantea los límites caliginosos del deseo insatisfecho. Es


el carnaval en Santa Cruz.
Doña Aurora cerró sus puertas, pero la comparsa
irrumpió atropelladamente en la sala. La seguía un nu­
meroso grupo de coleadores. Era una de las comparsas
más populares y de más larga tradición. Una rápida
requisa hizo aparecer a todas las muchachas que se ha­
llaban ocultas y que salieron atolondradas y medrosas,
echándose cruces y simulando un desagrado que en el
fondo era complacencia. Se reanudó la dichosa algazara
con mayor brío y volaron por el aire, como pájaros de
sol, las notas cristalinas de un viejo carnaval.
—¡Salud, máscara! — brindó un disfrazado, invitando
a un amigo y tendiéndole la copa.
—Salud, che.
La copa quedó vacía, asentada peligrosamente en el
borde de una mesa.
—Esto ya huele a asta.
Habían muchas copas asentadas en los bordes de las
mesas.
—Está que arde. Pero no hay carnaval que dure cien
años ni máscara que lo aguante.
Una sucesión de cohetes estalló estrepitosamente, atur­
diendo a todo el mundo.
Otra comparsa llegó anunciada por su banda y por
un coro infernal de gritos y silbidos. La casa se volvió
más chica. Quedaron apretujados, pareja con pareja,
copa con copa, aliento con aliento.
—¡Uf! ¡uf!
—¡Pucha!, esto no lo aguanta ni una sucha pitando.
Alguien había estrellado en paredes y rincones huevos
28 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

podridos. Un olor nauseabundo se había extendido, pro­


vocando incontenibles arcadas entre los concurrentes.
Pero ¡qué hacerle!, era tercer día de carnaval.
Agua, sudor y tinta. Pasaban las horas precipitadas y
ebrias. Las palabras de amor se colaban candentes a tra­
vés de las abigarradas capuchas de los disfraces feme­
ninos, inflamadas de ansias febriles. Los antifaces hú­
medos y deformados fueron arrancados de los rostros,
pero quedaron éstos, los rostros, como viejos antifaces
humanos que ocultaran una inconfesable verdad. Pero
ya todos se habían posesionado del espíritu singular y
uniforme del disfrazado. Obraban como si las caretas
cubrieran aún sus faces saturnales. Bebían y bailaban
como seres anónimos y gemelos, como si se hubieran
disfrazado para burlar a la vida y hacerle una finta zum­
bona a la muerte.
Una comparsa se fué. Llegó otra. Quedaban algunos
rezagados que habían hallado quien les correspondiera
a sus galanteos.
—Che, no te durmás, vámonos.
—No puedo, ya pillé quien me lleve el apunte.
—¡Vaya, hombre!, dejasla a tu "peor es nada”, mirá
que se van los nuestros.
Unos se van, otros se quedan. Se juega sin interrup­
ción, como si se quisiera acabar con el carnaval y con
los juegos, como si fuera la postrera copa de la felicidad
que hay que apurarla hasta la hez. El carnaval no dura
cien años; hay que gozarlo como si fuese el último, hay
que embriagarse de licor y deseo, de entusiasmo y locura.
Ya lo dijo un gringo: el Carnaval de Santa Cruz es car­
naval de locos. O de salvajes, o de cuerdos enloquecidos,
GENTE DE SANTA CRUZ 29

pero, ¡quién sabe sea el último! El carnaval es un dra­


gón que aparece cada año y que hay que dominarlo hasta
el último minuto, como corresponde a un leal hombre
de la alta selva y de la pampa anchísima.
La banda suena perezosa y descompasada. Tanto han
soplado los músicos durante las noches y los días, y tanto
soplarán aún en los bailes nocturnos, que tienen los ojos
enrojecidos y sus mofletes se hinchan y aflojan como
viejos fuelles en acción. Las paredes de la sala muestran
enormes manchas de tinta, lodo y betún. El bullicio no
amaina. Los disfraces mojados de las mujeres se adhieren
a la piel diseñando turbadoras morbideces. El sol baja en
el horizonte, borracho de colores. Se suscita una riña.
Una botella pasa rozando las cabezas y se estrella en la
balaustrada de la ventana. Doña Aurora alza el grito
al cielo. Se produce un tumulto, se reparten bofetadas
y alguien queda dormido pesadamente en un sofá, con
un cardenal en el ojo y agregando sus ronquidos beodos
a la percusión de tambores y de címbalos.
—Ya no tomés más, hombre. Mirá que esta noche es
nuestro baile — aconseja un disfrazado a un compañero
de juerga y comparsa que, con una copa en la mano,
desafía la ley de la gravedad bamboleándose peligrosa­
mente.
—Sí, che, ya está de buen tamaño — apoya alegre­
mente un tercero.
—¡Bah!, hay que beber antes de emborracharse — res­
ponde chacotero el interpelado—, ¿no ves que se acaba
el carnaval? ¡Ah, mi vieja linda! — agrega hipando es­
candalosamente y colgándose del cuello de doña Aurora,
que también anda achispada y dicharachera.
30 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—Lo mejor es que durmás tu mona y dejés de hacerte


el gracioso — insiste el amigo.
—No ... ¡hip! ... no puedo, hermano. Se acaba el
carnaval.. . ¡hip! ...
—¡Ah!, ¿sabés la última? Dizque el gobierno nos dió
a escoger a los cruceños entre ferrocarril o dos carnavales
al año y, ¡claro!, nuestros diputados escogieron dos car­
navales al año.
El borracho se deja convencer. Va a esperar el segundo
carnaval del año.
Entretanto, las comparsas se van dispersando y la sala
va quedando vacía. Todos buscan unas horas de reposo
para poder concurrir a los bailes nocturnos que duran
hasta que asoma el dorado lubricán del nuevo día. Gru­
pos de máscaras se ven por esquinas y bocacalles, camino
de vuelta a sus casas. Aparecen hombres y mujeres en
prosaicos trajes de calle, como extrañas realidades en un
mundo de ficción. La tarde se ha desenmascarado. Santa
Cruz muestra de soslayo su resentimiento de niña que
ha perdido el juguete preferido. Es como si el carnaval
se hubiera quitado el antifaz.
EL SALVAJE DEL ALMA CAUTIVA

Esos rudos viajeros que volvían de San José de Chi­


quitos, caballeros en robustas muías espantadizas, fu­
mando tabaco fuerte y con las piernas resguardadas en
amplias guarniciones de cuero, fueron asaltados por los
salvajes. La primera flecha partió de la selva enmara­
ñada y se clavó como un puñal buido en el hombro del
más viejo. Las muías irguieron sus orejas inquietas y los
corazones martillaron los pechos con choques de emoción.
—¡Sirionós! — exclamó el herido, y en su voz vibraba
un robusto eco angustiado y valiente.
—¡Apearse, rápido! — dijo el otro, descolgando el
fusil y deslizándose de la cabalgadura apresuradamente.
No había pasado un segundo y ya los tres hombres,
apostados detrás de las bestias, se aprestaban a la defensa.
La sangre se extendía lentamente sobre la camisa blanca
del más viejo, en la espalda curvada que ostentaba el
l razo pardo de la saeta enhiesta. Los tres eran valientes.
Por algo se habían atrevido a cruzar por senderos extra­
32 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

viados la inmensa selva, poblada de sanguinarios salvajes


y de mil peligros invisibles. Pero cada uno tenía un buen
fusil y, además, un sereno corazón de hombre.
—No muestre la cabeza, don Diego, van a hacer
blanco.
La voz del viejo era clara y segura. Una leve palidez
cubría su barbado rostro castellano.
Varias flechas silbaron siniestramente. Una de ellas
hizo blanco en una de las bestias, que disparó atropella­
damente por el camino adelante. El hombre que quedó
en descubierto se parapetó de un salto tras un añoso
tronco, lanzando una maldición. Las flechas partían de
la espesa arboleda, donde no se percibía ningún rastro
humano, como si fueran lanzadas por invisibles genie-
cillos de la selva.
Los hombres permanecían inmóviles, con los músculos
tensos y los fusiles apuntando a la distancia. Una flecha
rozó el sombrero alón de don Diego y se clavó en un
árbol cercano como una admonición. Don Diego tuvo
la sensación de que el rostro se le cubría de arrugas
seniles y su cabello se volvía blanco repentinamente, no
por cobardía, sino por la turbación de su ánimo agitado.
Como un relámpago pasó por su mente la imagen de su
casa, de su mujer y de sus hijos. Podía morir.
Quietud.
—Son diez, por lo menos — calculó uno de los via­
jeros deduciendo de la proporción del ataque.
Una rama se agitó levemente y tres detonaciones que­
braron el momentáneo silencio. Se oyó un alarido. Las
balas surcaron el aire sin interrupción y a los pocos mo­
mentos se escuchó una gritería diabólica y el ruido con­
GENTE DE SANTA CRUZ 33

fuso y aliviador de la huida que se perdía en la distancia.


—Creo que no queda ninguno.
—No hay que confiarse; son traicioneros y pueden
estar en acecho.
Todavía dieron algunos disparos y después avanzaron
cautelosamente, tomando las precauciones necesarias para
evitar cualquier ataque fortuito. "Creo que no queda
ninguno . . En realidad, quedaban tres, acostados con
la muerte.
Los salvajes se habían llevado los arcos, las aljabas y
los abalorios de los caídos. Los tres viajeros se santi­
guaron piadosamente y pidieron perdón a Dios. El más
viejo se había arrancado la flecha que, por suerte, no
había penetrado profundamente.
Al acercarse al último cadáver, todos sintieron un
hondo vacío en el estómago: era el de una india, con
su hijo acostado inerte sobre el seno desnudo. Volvieron
la cabeza horrorizados y pidieron nuevamente perdón a
Dios. Al emprender el regreso los sorprendió un inusi­
tado ruido entre la maleza y, al volverse, con las armas
listas, vieron que el salvajillo huía velozmente tratando
de ocultarse. Corrieron tras él y le dieron alcance. Don
Diego lo aprisionó de los brazos y el pequeño salvaje
se retorció como un diablillo gritando desaforadamente,
pataleando y asestándole recios mordiscos. Luchó enco­
nadamente y gritó sin descanso durante largo rato, hasta
que le faltaron las fuerzas y se quedó quieto, mirando
con ojos de impotencia y de rebeldía a aquellos hombres
honrados que mataron a su madre.
—¿Cómo te llamas? — preguntó don Diego. Lo dijo
en buen romance castellano, como si el salvajito lo hu­
34 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

biera de entender. Y nadie se admiró de ello, porque


cualquier hombre, de cualquier raza y de cualquier len­
guaje, en trance semejante, hubiera hecho la misma pre­
gunta con sus propias palabras, sin preocuparse en abso­
luto de que el extraño interlocutor tuviera su propio
idioma original.
—¿Cómo te llamas? — repitió.
El salvajito revoloteó sus oblicuos ojillos negrísimos
y pronunció una palabra que salió de sus labios como
el silbido de una flecha:
—¡Chicotira!
Apenas entreabrió los labios para lanzar el agudo
término, casi de una sola emisión de voz.
—Bien. Venite con nosotros, te llevaremos al pueblo.
•—¡Chicotira!
—Este diablejo no sabe decir otra cosa. Lo llamare­
mos Chicotira — opinó el viejo.
Don Diego era muy católico y afirmó, concluyente:
—No puede llamarse Chicotira. Tendrá un nombre
cristiano. Hoy es 19 de marzo, fiesta de San José. Se
llamará José, José María. Lo haré bautizar y lo pondré
en la escuela.
Los otros viajeros se miraron interrogativamente. Las
últimas palabras de don Diego eran un acto de posesión
del pequeño cautivo. Después de todo, pensaron, él lo
había atrapado y era justo que si quería llevárselo se lo
llevase.
Al anochecer, los perfiles de los tres viajeros se desta­
caban unánimes por el camino de vuelta.
En el pueblo, el salvajito fué el entretenimiento de los
hijos de don Diego, el juguete más singular y extraordi­
GENTE DE SANTA CRUZ 35

nario. Chillaba como un poseso, saltaba como una ardilla


y repetía sin descanso el extraño vocablo:
—¡Chicotira, chicotira!
Quién sabe lo qué quería decir; qué raros pensamientos
cruzarían la mente infantil de este menudo vástago de los
indomables sirionós.
Tenía una agilidad tan excepcional, que llegaba a atra­
par ratones valiéndose únicamente de la velocidad de
sus piernas delgadas y oscuras. Introducía el ratón en
la boca y de una dentellada trozaba el frágil cráneo del
roedor. Costó mucho, muchísimo trabajo ir quitándole
estos hábitos salvajes. Evitar que comiera raíces de hier­
bas, frutas verdes y que se deleitara saboreando grandes
terrones de sal.
José María era de temperamento porfiado y contumaz.
No tenía amigos y siempre estaba dispuesto a trenzarse a
bofetadas con cualquier rapaz que intentara solazarse
a su costa. Había aprendido el español, pero se resistía a
hablarlo y siempre contestaba con monosílabos cuando
se le entablaba una conversación. Tenía un rebelde espí­
ritu sirionó. Don Diego descubría a veces en su mirada
esquiva un destello de odio elemental, una oscura remi­
niscencia de la selva oceánica y de la india muerta.
Pero la influencia permanente del nuevo mundo que
rodeaba al antiguo Chicotira, fué gravitando sobre su
espíritu infantil, abarcando el subconsciente y suavizando
complejos y represiones. Un día fué a la escuela y otro
día tuvo un amigo. Y tener un amigo es como haber
ganado una batalla. Es haber triunfado sobre sí mismo
y sobre los demás. Es haber tomado la primera plaza en
el campo de la bondad humana. José María charlaba,
36 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

jugaba y aprendía el abecedario y las tablas de la arit­


mética. A veces trataba de olvidar su origen indio, pero
se lo recordaba en cualquier momento la crueldad in­
fantil de algún compañero:
—¡Indio, negro! ¡Sirionó! ¡Bárbaro!
José María las emprendía a bofetadas contra el maldi­
ciente o se encerraba en un hosco silencio resentido. Un
día despertó llorando desconsoladamente. Don Diego
sorprendió sus lágrimas, que corrían abundantes sobre
la morena tez lustrosa.
—¿Qué te pasa, José María?
—No es nada, taita.
—Decime qué es lo que tenés, hijo.
La voz de don Diego era toda bondad.
José María hizo un esfuerzo y la confesión descendió
de sus labios mansamente:
—Me soñé que era un niño blanco, que nadies me in­
sultaba en la escuela y yo estaba contento porque era
blanco y todos me querían.
Don Diego se quedó suspenso y no dijo nada. Sintió
que las lágrimas del indio quemaban su corazón con
fuego de arrepentimiento. Y no dijo nada.
José María creció, tuvo nuevos dientes y adquirió un
cuerpo más robusto. Pero en su mirada a veces asomaba
ese destello exótico de odio elemental. Una temporada
estuvo en la estancia del amo. Durante su estancia apren­
dió las labores del campo. Labró la tierra, arreó las reses
y montó a caballo.
Las alegres lluvias transparentes de primavera se tor­
naron en el lamento gris de las garúas de invierno. La
tierra adquirió un tono más opaco y los árboles se mati­
g e n t e de santa cru z 37

zaron de un tinte áspero y sombrío. El mayordomo de


la estancia tenía amarrado a un poste un potro chúcaro,
preparándolo para la doma. El potro se encabritaba loca­
mente al sentir sobre el lomo virgen el peso de la silla
de montar que le querían colocar los hombres que pre­
tendían hacer de él, rey y señor de la pampa, una servil
cabalgadura.
Descuidando al peonaje, José María montó el potro
de un salto, soltó los cabestros y se lanzó en impetuosa
carrera por la llanura. Los hombres de la estancia se
quedaron mirándolo con esa expresión particular con
que miraban las riñas de gallos, las peleas de toros y
las lides de hombres. Se quedaron mirando al endiablado
potro, que coceaba en el aire haciendo violentas cabriolas
por librarse del peso que lo castigaba ex abrupto. Y se
libró. Y lo llevó de rastras. El indiecito quedó cogido
de un pie en el estribo y el bruto continuaba corriendo,
golpeándolo con las patas, sacudiéndolo en el suelo y
zarandeándolo cruelmente. Hasta que lo dejó inmóvil
sobre la tierra y lanzó un vibrante relincho creyendo que
había recobrado para siempre la libertad. Los hombres
que vieron el hecho, creyeron también que el indiecito
se quedaría perpetuamente inmóvil sobre la tierra.
No fué así. No se sabe por qué milagros no fué así.
José María curó de las profundas heridas y las graves
contusiones. Los peones quedaron admirados de la vita­
lidad del muchacho y pensaron, sacrilegamente, que el
dios del sirionó era también un grande y extraño dios.
Por la misma causa habían visto morir a muchos otros
con el cráneo roto, como Rufino, el palafrenero del pa­
trón, no hacían muchos meses. José María nunca explicó
38 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

su conducta singular. Se encerraba en su mutismo indio


y, acaso, él mismo no sabía qué oscuros designios ances­
trales lo guiaron, qué represiones asfixiantes buscaron
esa salida tumultuosa y liberadora. Por eso el peonaje
miró su gesto como si mirara una riña de gallos o una
cornada definitiva de un toro de la pampa.
José María volvió a la escuela y tuvo nuevos amigos.
Rió y charló. Nada recordaba su linaje oscuro y sus
pasadas aberraciones. Hasta el mismo don Diego no
sorprendía ya el resentido fulgor de sus pupilas indias.
El antiguo indiecito taciturno vivía alegre, jugaba con
los otros muchachos, criaba un loro y hacía diabluras de
niño blanco. Ya era casi un hombre y su vida se deslizaba
como la vida de la mayoría de los hombres, prosaica y
sin relieve, y tan vulgar, que ya no hubiera valido la pena
de narrarla.
Pero cierto día revivió el indio. Tornó a su alma in­
genua y se marchó sin decir nada, rumbo a la selva. Se
marchó sin decir nada. Fué un rebelde gesto sirionó que
le nació de sus células primitivas, de su carne y de su
espíritu, de sus sentidos indomados y de su sangre bár­
bara. Nadie dijo que se había fugado José María. Todos
dijeron que se había huido Chicotira. Porque quien se
había ido a la selva era Chicotira, que nunca más volvió
a la casa de aquellos hombres honrados que un día ma­
taron a su madre.
LA EXTRAÑA CACERIA

El campo era íntimo y alegre en esa hora temprana


de la mañana. Intimo como una evocación y alegre como
el corazón de un colegial en día domingo. Ante nosotros
se extendía como un pañuelo de gitana la llanura verde
y ondulada, con sus espejuelos de agua mansa y sus
netas arboledas verdegay. Mi amigo Tomás amaba el
campo; sí que lo amaba, lo noté en el brillo de sus ojos
y en la expresión de su amplia sonrisa amiga. Pero yo
lo amaba más, mucho más. Estoy seguro. ¡Allí pasé
tantos años de mi niñez despreocupada, de mi niñez
dichosa y lejana como una caricia de la madre ausente!
Amaba sus rugosos algarrobos ya decrépitos que plantó
un viejo bisabuelo: él plantó árboles y sembró hijos
que supieron amar esos árboles, besar esta tierra y vene­
rar su recuerdo. Amaba cada sendero florecido, cada
tronco centenario, amaba la brizna de paja y la carrera
tímida del agutí. Amaba el rumor prepotente del río en
su eterna carrera hacia el mar, el quejido ululante del
40 ENRIQUE KFM PFF MERCADO

viento loco de octubre y la imprecisa acuarela de los


collados crepusculares. Y amaba otras cosas que por in­
genuas me da vergüenza decirlas.
Tomás desvió su vista del paisaje y mirando mi rostro
aquilino, que, sin duda, debió desilusionarlo por el con­
traste con las suaves pendientes de la llanura, me dijo:
—Iremos de caza esta tarde.
—Iremos — respondí —.
Un buen viejo nos dijo que el Piraí tenía avenida. To­
maríamos entonces la otra ruta: la de los bosques y las
lagunas, la de las garzas y las gacelas. Copioso y sucu­
lento fué el almuerzo de mediodía: guisado de buen
arroz cruceño, con gordo tasajo de Cordillera y recias
yucas feculosas asadas en el rescoldo del fogón. Al beber
con parsimoniosa fruición el último trago de café case­
ro, mi amigo Tomás alzó la antigua escopeta de pistón y
en silencio — siempre fué parco en decires — se dispuso
a partir. Yo lo imité un tanto amodorrado por lo subs­
tancial del almuerzo y el calor de la siesta. Prestos ya,
Tomás llamó a su perro:
—¡Tom! ¡Tom!
El hermoso perdiguero apareció de un salto, menean­
do su airoso rabo y haciendo ágiles piruetas de tonta
sinrazón. Reconozco que no me gustó que Tomás lla­
mara a su perro, a quien quería mucho, tanto que el
nombre del perro era un apócope del suyo. (Debo con­
fesar que tengo un pecado del que no he sido nunca
convicto, pero soy confeso: nunca he querido a los pe­
rros.) Partimos.
Anduvimos mucho. Cruzamos amplias planicies des­
pobladas de árboles, atravesamos matorrales espinosos,
GENTE DE SANTA CRUZ 41

escalamos colinas, pasamos bajo umbrosas arboledas y


salvamos transparentes arroyos que nos encandilaron con
los reflejos del sol. El perro, ora nos seguía, ora nos
precedía. Se lo notaba atento y nervioso. A ratos hus­
meaba algún zarzal de donde volaba, repentinamente,
con vuelo pesado y sonoro, una perdiz asustada.
—¡Tom! ¡Tom! ¡Tom!
Tomás llamaba a su perro a cada momento sin motivo
alguno, sólo por hábito. Generalmente los amos llaman
a sus perros sin motivo y los perros hacen piruetas por
hábito. Seguíamos marchando por el bosque lujurioso
y feraz. Por momentos nos sorprendía la súbita carrera
de los lagartos verdes entre la hojorasca. Bandadas de
papagayos bulliciosos maculaban el aire azul, extrema­
damente azul, y golpeaban el aire con vigorosos aletazos
las palomas torcaces sorprendidas en sus amorosos arru­
llos. De un espeso matorral salió disparada una grácil
gacela. No tuvimos tiempo ni de alzar nuestras armas.
(Como leal cazador, confieso que nunca he sido opor­
tuno en alzar la escopeta.) A lo lejos se oía el ladrido
jadeante del perro persiguiendo a la fugitiva.
—¡Tom! ¡Tom!
Para mí era como si dijera ¡Tomás! ¡Tomás!, y la
vuelta del perro le significara el regreso de algo propio
de su ser, inherente e indefinible.
—¡Qué calor!
—¡Oh, si, qué calor!
Los rayos del sol dibujaban bajo los árboles miles de
soles redondos y luminosos. De las arenas se elevaba
un tenue vapor cristalino y vibrátil. Nos abrasaba la
canícula y nos pesaban las armas sobre las espaldas sudo­
42 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

rosas. De pronto, Tom se quedó inmóvil delante de


nosotros, la mirada fija en el suelo, los pelos erizados
y las fauces trémulas. A un silbido de su amo se dió
vuelta de un brusco salto y se arrimó a nosotros con el
rabo entre las patas y acezando agitadamente mientras
huía hacia la maleza una enorme culebra oscura. Sentí
un deseo insistente de sonreír. Pero Tomás tenía también
cierta expresión de fiera acorralada; no me miró siquiera.
—¡Qué calor! — dijo por eludir el comentario — y su
voz era cascada como el ladrido de un viejo can.
Al llegar a la extensa laguna rodeada de airosas palme­
ras y blancas dunas de arena, me dijo:
—Toma tú la derecha. Yo iré por este lado y nos re­
uniremos en la otra orilla. Así nos será fácil acorralar la
caza. Apúrate que se hace tarde.
—Bien — contesté— iré por este lado.
Nunca lo había oído pronunciar tan larga retahila de
palabras. Era un discurso sin precedentes. Sin duda esta­
ba emocionado. Tomamos cada uno la ruta opuesta y al
poco rato lo perdí de vista, junto con su perro, tras los
pintorescos bajíos.
Declinaba el sol. Un viento suave refrescaba la tarde
y la superficie de la laguna se irisaba en juguetón calei­
doscopio bajo los oblicuos rayos solares. Yo caminaba
cautelosamente cuidando de no espantar la caza, pero
en vez de tratar de descubrirla — siempre me ha ocurrido
lo mismo — repasaba en mi imaginación los sucesos
pasados y recientes de mi vida. Divisé unos patos que
se mecían solemnes y silenciosos sobre el líquido espejo
del lago. Tiré y erré. La detonación repercutió en la
lejanía como si hubiera golpeado con un garrote gigan­
GENTE DE SANTA CRUZ 43

tesco el templado tambor de la llanura. Los patos vo­


laron límpidamente hacia las nubes de arrebol. Cargué
nuevamente la escopeta y seguí bordeando la laguna.
Hice dos o tres disparos más, siempre con el mismo éxito
que, por otra parte, no me extrañaba de ninguna manera.
Espanté a la garza ensimismada y a la tarde dormida.
Siempre me ha deleitado el soberbio estampido de las
detonaciones que no hieren a las aves ni asesinan la paz.
Después de largo rato escuché un tiro de Tomás, que
llegó apagado por la distancia, como un seco latigazo
asestado en el lomo de la laguna. Me reí. Imaginábame
que la tarde no era propicia y que Tomás, fallado el tiro,
recargaba el arma con endiablado mal humor. Seguí
caminando alrededor de la laguna, apurando el paso por­
que el sol ya se escondía detrás de los lejanos montes
azulinos. Tomás no estaba en el lugar convenido. Pro­
seguí mi marcha en silencio, asaltado por un vago temor
indefinible. Al fin lo divisé, sentado en la saliente de un
barranco, con la escopeta asentada descuidadamente a
su costado y el perro tendido frente a él. Colegí que se
hallaba fatigado y que reposaba después de la larga
caminata.
—¡Qué buena cacería! — exclamé con sorna.
Su rostro inexpresivo no movió un solo músculo.
Apenas me dirigió una mirada desolada y tuve la sensa­
ción de que se le había roto algo, íntimamente. Se puso
de pie con gesto abatido y me dijo:
—Vamos.
La voz era abyecta y vil su ademán. Al querer em­
prender la vuelta advertí, pasmado, que el perro yacía
muerto sobre la arena. El proyectil de Tomás le había
44 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

atravesado el cuello. Un cuajaron bermejo se irisaba


de crepúsculos como el ras azogado de la laguna en la
hora triste. Tomás empezó a caminar sin mirar una sola
vez a su víctima, con una extraña actitud de delincuente.
Lo seguí callado por el camino de vuelta.
¡Qué largo fué el regreso! Ni una palabra, ni un
gesto. Me parecía que Tomás estaba mutilado; muerto
el perro y el costado abierto. Extraña cacería. Nunca
me atreví a preguntarle nada. A ratos sentía una impe­
riosa necesidad de echar a correr y dejar a mi amigo
envuelto en la difusa niebla de la culpa. Tenía miedo
que el aspecto admonitivo de mi rostro aguileño desatara
sus impulsos contenidos. Y todas las cosas, el camino
y la piedra, el espíritu del árbol y el alma del insecto,
parecían gritar:
—¡Tom! ¡Tom! ¡Tom!
Tomás regresó al pueblo y yo seguí amando el rumor
prepotente del río en su eterna carrera hacia el mar, el
quejido ululante del viento loco de octubre y la impre­
cisa acuarela de los collados crepusculares. Y amaba la
carrera tímida del agutí, la brizna de paja y todas esas
cosas que por ingenuas huelga confesarlas.
BURI EN SAN ANDRES

Todas las iglesias cruceñas tienen su torre, por insig­


nificante que ella sea, pero tienen su torrecita, orlada
por el collar sonoro de sus campanas de bronce. Todas
no. La iglesia del Santo Apóstol Andrés no tiene torre.
En el barrio del extremo norte — barrio de San An­
drés—, se eleva la chata casona de la iglesia, vieja y
medio derruida, con olor a incienso y traza de mendi­
cante. A su lado, penden de un andamio las pocas
campanas rajadas de desafinado diapasón. Los palos
entrecruzados del andamio parecen un aspa, el aspa
donde murió crucificado el mártir epónimo. En una de
las pequeñas casitas vecinas esta noche hay buri. Baile
del pueblo con música de viento, muchachas morenas,
chicha con orejón y aguardiente teñido. Son las once de
la noche y el buri empieza. Un grupo de noveleros se
reúne junto a la ventana abierta atisbando a través de
los balaústres. La sala se halla decorada con una pro­
fusión de banderitas de papel, festones y cadenas mul­
ticolores. En los muros alternan imágenes de santos con
desnudos paganos, en impía mezcolanza. Alrededor de
46 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

la sala se hallan sentadas, ora charlando animadamente,


ora en secreto conciliábulo, el conjunto abigarrado de
las invitadas, con sus vistosos trajes de fiesta, sus rojos
labios sensuales y el encanto malicioso de la risa joven
y prometedora interrumpido a ratos por el impaciente
silencio de la espera. Los músicos se colocan en el patio
colonial, con sus viejos instrumentos de cobre asentados
sobre las rodillas o sobre el suelo desnudo. Los mosque­
teros, como en los antiguos teatros, siguen de pie atis-
bando por la balaustrada. Se oye el tambor y un carnaval
suena en el buri, alegre y socarrón.
Van llegando los invitados, todos bien puestos, lu­
ciendo algunos el clásico traje de buri: pantalón blanco
y saco negro. Todos se sitúan en una sala contigua, re­
misos aún a empezar el baile, dándose ánimos y fingiendo
una mentida desenvoltura. Se suceden las chanzas pica­
rescas y la primera rueda de licor — aguardiente y ja­
rabe—, circula entre los invitados.
—Hay que alentar la confianza — dice alguien bebién­
dose de un sorbo el espirituoso brebaje.
—Una redondilla — propone otro.
—¡Salud!
El vaso colmado pasa de mano en mano y de boca
en boca hasta quedar vacío. La charla se anima y los
chistes suben de tono. En la sala circulan las bandejas
de chicha cruceña que las invitadas beben con fruición,
parsimoniosamente.
Y llegan más invitados y no invitados que se cuelan
tras los primeros. Hay buri en San Andrés. Por las calles
del pueblo, los trasnochadores y buristas de profesión
averiguan a los serenos y a las rondas:
GENTE DE SANTA CRUZ 47

—¿Dónde suena la banda?


—Por San Andrés.
Buri en San Andrés. Pueblerina vida nocturna: mu­
jeres, banda y trago. Para poder entrar algunos emplean
el viejo recurso de arrojar el sombrero por la ventana
o el cerco de setos vivos, pedir permiso para recogerlo y,
por supuesto, quedarse adentro disimuladamente. Se oye
el Carnaval Grande, el inigualado carnaval de los abuelos,
los amores y los desengaños. Las primeras parejas giran
entusiastas sobre la estera que cubre el suelo enladrillado.
La alegría se contagia, los brindis menudean, los cuerpos
se mecen rítmicamente al compás del viejo carnaval y hay
en la sala olor a tabaco, a alcohol y a axilas de mujer.
Los noveleros se desbandan por las calles desiertas,
temerosos de tropezar con la "viudita” de los senos de
chala que se acurruca bajo los portales dormidos, o con
el carretón de la otra vida, de siniestro chirrido y trágico
malagüero. La iglesia de San Andrés se cobija humilde
bajo la enorme noche de sur y la seca ramazón de su
campanario desnudo es un fantasma más en el nocturno
barrio fantasmal.
Pero en el buri hay risotadas aguardentosas, tersas
carnes elásticas, licor excitante, deseo violento y chanzas
obscenas. El alcohol y la música se funden en cálida
comunión incitadora. Brilla la carne morena bajo el filo
de las miradas preñadas de pasión. Los cuerpos se es­
trechan en el abrazo de la danza y el aguardiente imprime
su vestigio en las voces enronquecidas, los movimientos
dislocados y los instintos elementales que afloran sobre
la flaca superficie de los convencionalismos.
—Chupá, Nicanor. Parecés un santo pasao de su fiesta.
48 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—Y hay que beber antes de emborracharse — agrega


un chusco.
—¡Salud, por la del santo!
—¡Salud, Engracia!
Engracia escancia la copa de licor, acariciando con su
mirada dormida la varonil figura de su amado, el apuesto
Nicanor que en ese momento brinda con doña Eulogia,
madre de Engracia, dueña de casa y matrona orgullosa
del éxito tradicional de sus buris. Engracia luce un vis­
toso traje floreado que realza la rosa púrpura de sus
labios carnosos y el contraste sombrío de su negra cabe­
llera suelta. Es su cumpleaños y todos brindan a su salud.
En sus ojos oscuros brilla un destello de ebriedad y de
pecado. Cuando baila co.n Nicanor se abandona en sus
brazos, pierde la altivez de sus veinte años floridos, vuel­
ve más lento el compás de la danza y se percibe un secreto
murmullo de voces apagadas y un mudo diálogo de mi­
radas. Doña Eulogia observa a su hija con un poco de
inquietud y otro poco de miedo; a esa hija que se portó
siempre esquiva con los hombres y que ahora ostenta en
sus mejillas la rosa bermeja del púdico recato del amor.
Un disturbio en la puerta de calle llama la atención.
La banda continúa ejecutando un vals lento y quejum­
broso. Es alguien que trata de entrar al buri y otro que
se lo impide. El altercado concluye con un violento por­
tazo. El que impidió el ingreso del coleador borracho,
coloca el cerrojo en la armella y exclama ufano:
—¡Nada más faltaba! Aquí estamos cabales, cada uno
con su cada una.
Afuera se oyen las protestas del borracho que se resiste
a ser apresado por el sereno de la esquina. Luego unos
GENTE DE SANTA CRUZ 49

pitazos. Algunos trasnochadores comedidos que se po­


nen, como siempre, contra la autoridad representada por
el humilde gendarme.
—¡No se lo lleva!
—¡No se lo lleva, el cotudo!
Silencio en la calle. Adentro el entusiasmo eferves­
cente del buri. Un matarife dado al derroche exclama
fanfarronamente:
—¡La banda sigue por mi cuenta! ¡Soplen flojos!
Y sigue la música, el baile y la parranda. Para todos
la causa de la ebriedad es la misma, el aguardiente, pero
los efectos disímiles: los de aquí expresan su inusitada
alegría con irrefrenables carcajadas; los de allá se engol­
fan en tiernas confidencias sobre sus amores desenga­
ñados; aquéllos, enardecidos, buscan una oportunidad
para armar trifulca; esotros, acodados en las mesas o las
sillas, dejan escuchar el arpegio contrabajo del primer
ronquido. Pero los más beben y bailan sin descanso y la
atmósfera de la sala se sigue poblando con la bruma de
los cigarros y el olor a sudor y esencias baratas.
A la madrugada se van retirando los invitados. Algu­
nas muchachas salen acompañadas de sus madres, segui­
das por el galán medio borracho que trata de conseguir
siquiera un apretón de manos y un beso disimulado en
algún rincón oscuro, burlando el severo contralor ma­
terno. Parten dichosas parejas gárrulas entre el alegre
bullicio precursor de los mudos deliquios amorosos.
Grupos de buristas borrachos que entonan coplas gro­
seras y están prontos a la confidencia llorona o a la
riña sanguinaria. Todos se despiden de la dueña de casa.
En la puerta de calle doña Eulogia da las buenas noches.
50 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—Buenas noches, doña Eulogia, y muchas gracias.


—¡Hasta luego, doña Eulogia!
—¡Buenas noches!
Todos se van desparramando por las callejuelas dor­
midas y oscuras. Hace frío, pero en los pechos se man­
tiene el vivo calor de la fiesta. Doña Eulogia se queda
sola. Pero muy sola. Lanza una mirada soslayada por
la casa y la evidencia se alza ante sus ojos como una torre
de plomo. Una lágrima rebelde surca su flaca mejilla
empalidecida. Y piensa: se juyeron por el cierco mien­
tras yo despedía a los convidados ... ahora estarán camino
a la estancia donde trabaja Nicanor... a lo mejor En­
gracia vuelve arrepentida ... me pedirá perdón y la per­
donaré ... Dios quiera que sea feliz y me dé nietecitos ...
Está la vieja Eulogia junto a la puerta de calle. Los
ojos perdidos, las enjutas manos enlazadas. Amanece.
Una vecina entreabre su ventana.
—¡Doña Eulogia! ¿Cómo se ha amaneció? Siempre
tan alentadita ¿no?; oí la banda hasta que cantó el gallo.
Ella permanece en silencio. Las campanas de San An­
drés tocan el Ángelus. Y ella es como una de esas
campanas rajadas colgada del aspa desnudo de la vida.
Cruza la calle y entra al templo. Las cuentas del rosario
se deslizan suavemente entre sus dedos sarmentosos. Sus
labios salmodian una oración por la ventura de la pareja
fugitiva. Terminó el buri de San Andrés. La iglesia no
tiene torre. La madre no tiene hija. Hubo buri en San
Andrés.
EL T I T I R I T E R O

Desde su infancia, Ramón fué aficionado a los títeres.


Llegado a viejo, don Ramón fué el mejor titiritero del
pueblo. En su infancia Ramón tenía un defecto depri­
mente: seis dedos en el pie izquierdo; sus amigos lo
apodaron Popechi. Pero un buen día de ésos, un médico
caritativo le amputó el apéndice digital que le sobraba.
Llegado a viejo, naturalmente, don Ramón tenía todos
sus dedos completos, ni uno más ni uno menos. Pero
— ¡raro destino!— continuaron llamándolo Popechi.
Nadie lo designaba de otro modo, a pesar de que él
andaba con los pies desnudos, enseñando su inobjetable
integridad física. Cierta vez un mozuelo enviado por su
madre, fué a contratarlo para una función. Desde el
umbral de su cuartucho de tambo barato, preguntó por
el titiritero:
—¿Está don Popechi?
Don Ramón — valga la oportunidad para llamarlo por
su nombre de pila, en justiciero homenaje—, se dió un
52 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

pinchazo con la aguja con que se hallaba zurciendo el


maltrecho vestuario de sus títeres. Tanta fué su desazón
y su enojo. ¡Atreverse un mocoso a llamarlo Popechi!
—¿Está don Popechi? — repitió el desprevenido mo­
zalbete asomando por la puerta entreabierta.
Fué suficiente. Don Ramón abandonó los adminículos
de su tarea y, sin pronunciar palabra, le asestó un sober­
bio puntapié dejando marcados sus cinco dedos triun­
fantes en las asentaderas del importuno preguntón. Se
sentó luego tranquilamente entre su mundo de muñecos,
enhebró el hilo de la aguja y enhebró también ese otro
hilo más sutil y más largo de la imaginación, para tejer
la malla de sus recuerdos.
El suceso tuvo la trascendencia esperada. Nadie en
adelante se atrevió a llamarlo de su apodo, lo que oca­
sionó también más de un apuro a quienes lo ocupaban,
que, por la fuerza de la costumbre, habían relegado al
olvido el nombre de pila del titiritero. Más de una vez
al dirigírsele le llamaron don... y, olvidados como siem­
pre del nombre propio, le adjudicaban el socorrido pro­
nombre: éste, don éste. De ahí que en su ausencia era
Popechi y cuando estaba presente ''don éste”. Lo que
le daba un tinte de impersonalidad personalísimo.
Pero vamos al cuento, que más que cuento es historia
y más que historia la simbolización de una vida humilde.
Decíamos que Ramón en su niñez era aficionado al teatro
de títeres. Desde la primera vez que concurrió a uno y
con ojos asombrados y extáticos contempló las pequeñas
figurillas moviéndose como por arte de magia en el
diminuto escenario, descubrió el destino de su existencia:
iba a ser titiritero. Era que Ramón tenía espíritu de
GENTE DE SANTA CRUZ 53

artista, y éste era el arte que más se le aproximaba y era


más asequible a sus posibilidades. Durante su niñez in­
colora y miserable soñó y soñó mucho. Su única felicidad
consistía en asistir a una función de títeres. Cuando se
hallaba frente al escenario liliputiense, se sentía trans­
formado y enfermo de emoción artística. Sentía bullir
en su pecho una extraña sensación de felicidad y an­
gustia, y así como otros niños soñaban con llegar a ser
grandes generales, o inventores, o héroes, él soñaba con
ser el demiurgo de un mundo de muñecos.
Ramón concurría entonces a todas las representaciones
de títeres, ya sea por medios lícitos o vedados. Cuando
no poseía los centavos que costaba la entrada, se escurría
subrepticiamente, lo que le granjeó más de un soberbio
tirón de orejas. Pero la pasión lo arrebataba y al artista
que llevaba dentro de sí, Ramón le sacrificaba una parte
integrante de su humanidad: las orejas. Los años fueron
pasando y Ramón llegó a la adolescencia sin que decayera
en nada su afición a los títeres. Después de mucho alter­
nar con titiriteros y payasos de barrio, logró irse metiendo
entre sus filas bohemias y fué penetrando poco a poco
los secretos profesionales y los trucos de magia blanca
que tanto lo intrigaron en su niñez. Cuando terminaba
una función esperaba la salida del titiritero y su ayu­
dante, y se iba con ellos platicando amistad. General­
mente iban a parar a algún boliche de mala muerte donde,
entre trago y trago, intimaban al calor de las copas. En
esas tenidas Ramón aprendió a rasguear la guitarra y
entonar coplas picantes e intencionadas. Esa su primera
habilidad le valió que un titiritero lo ocupara como pa­
yaso para hacer pruebas al final de la función, y lo fué
54 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

iniciando en los misterios del oficio. Su papel consistía


en desplegar su habilidad de malabarista y cancionista
como último número del pobre programa de títeres. Así
empezó a ganarse la vida Jentro ya de una profesión.
Cuando aparecía como punto final de los títeres la viuda
de Peruchito, figura central de la función, pidiendo li­
mosna, ya Ramón se hallaba enfundado en su traje barato
y abigarrado de payaso, con la cara embadurnada de co­
lorines, listo para actuar. Todo el mundo espectador
admiraba sus artimañas de malabarista. Ramón comía
carbones encendidos y luego echaba chispas por la boca;
tragaba cenizas de papel mezcladas con clara de huevos
y luego sacaba de entre los labios interminables tiras de
serpentinas multicolores; lamía planchas calientes, pro­
duciendo con la lengua un chasquido particular de carne
achicharrada que hacía sobrecogerse a la concurrencia;
en fin, esparcía vidrios hechos trizas en una mesa y se
revolcaba sobre ellos, con la espalda desnuda, sin pro­
ducirse el menor rasguño. Al final de estos lances y
después de agradecer los aplausos del público, tomaba
la guitarra entre la general algarabía y entonaba la pri­
mera copla, con su voz de falsete enfundada en el grave
bordoneo del instrumento:
Las mujeres de este tiempo
son como el alacrán,
cuando ven un hombre pobre
alzan la cola y se van.
El espíritu musical del pueblo y su ágil humorismo
se despertaban a los primeros acordes y el público no
GENTE DE SANTA CRUZ 55

cesaba de hacer repetir los cantares a Ramón que, con


ser siempre los mismos y productos de la medula po­
pular, provocaban un alegre entusiasmo entre las filas
de la concurrencia. Cada nueva copla, más picante y
colorada, era acogida con incontenible hilaridad:
Las mujeres de este tiempo
son como la gallina,
cuando falta el gallo grande
cualquier pollo las domina.
Y así fué pasando la juventud de Ramón, entre copas
y cantares. Después de las funciones que daba en los
distintos barrios del pueblo, el titiritero con su baúl de
muñecos y Ramón con su guitarra, caían en rueda
de amigotes y de ahí resbalaban a algún cercano figón
donde, entre empinar el codo y rasguear la vihuela, pa­
saban la noche en claro y el día en turbio. Tarambana
y calavera, Ramón, no prosperaba ni en dinero ni en
amores. Que para lo primero no daba su trabajito ralea­
do y para lo segundo su pobreza y su fealdad.
Los años pasaron y un día cualquiera murió el viejo
titiritero, y como no tenía familia, Ramón quedó en
poder de muñecos y de hilas. Su viejo ideal tomó cuerpo
y se hizo realidad viviente: ¡era, al fin, titiritero! Como
ya era conocido en las vecindades del pueblo, pronto se
le contrató para dar una función de títeres, y luego otra
y otra, llegando con el tiempo a ser el más popular de
los de su carrera. Cuando le tocó prestar su servicio mi­
litar, Ramón sacó suerte negra, pero fué declarado in­
hábil por insuficiencia cardíaca. Y así, este titiritero de
56 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

corazón, tuvo en su corazón un obstáculo que le privó


de prestar el servicio de las armas, que, a su parecer, era
lo que más se aproximaba a sus aptitudes, porque siempre
que veía un batallón, se acordaba de sus muñecos, autó­
matas uniformados. Pero como una compensación agre­
gó a su programa de títeres el desfile de un batallón
movido por sus dedos ágiles de recluta fracasado.
Años llegan y años pasan. El tiempo y la botella han
impreso profundas arrugas en el rostro de don Ramón.
Mucho en él ha cambiado, mas no su miseria ni su afición
a los títeres. La órbita de su vida sigue girando alrededor
de sus muñecos de trapo y viruta. Porque para él son
algo más que trapo y viruta: son Arte y Vida. Cuando
se halla detrás del escenario diminuto, en cada dedo de
la mano abierta un hilo y entre los dientes el silbato que
remeda la voz de sus personajes, don Ramón se siente
transformado, infundido de la vida fantástica que alien­
tan sus figurillas clásicas: Peruchito esquivando ágil­
mente las violentas acometidas del toro; su descuido
romántico que le vale una mortal embestida entre el
clamoreo espantado de los espectadores; sangre, agonía,
muerte; los demonios discutiendo a los ángeles la presa
humana; el triunfo final de los ángeles que se llevan el
cadáver hacia las alturas; eterno triunfo del Bien sobre
el Mal; el llanto desconsolado de la novia y la fraternal
compasión del público traducida en relucientes mone-
ditas arrojadas al escenario y que recoge la viuda con
muestras de infinito agradecimiento. Todo un poema
de sentimiento y humanidad.
La gritería de la chiquillería gozosa es ensordecedora.
Niños y viejos piden nuevos números y don Ramón hace
GENTE DE SANTA CRL'Z 57

aparecer en el escenario mágico un desfile de soldados


y un baile de máscaras, donde una pareja hace las delicias
del público con sus actitudes de arrobamiento amoroso
y sus continuos alejamientos de la mascarada, en busca
de una cómplice soledad. Es el final. Los muñecos vuel­
ven a su baúl y don Ramón sale con él a cuestas. Los
muchachos miran con ojos encandilados e interrogantes
la caja milagrosa que para el titiritero es una caja de
Pandora, que cuando se abre enseña su miseria y sus
males momentáneos, pero en el fondo anida la espe­
ranza.
Viejo, borracho y de mal nombre Popechi, no eran atri­
butos, sin duda, capaces de granjearle el respeto de los
rapazuelos traviesos y burlescos. Cuando zigzagueaba por
las aceras escuchaba silbidos de burla y más de una vez
provocó la risa de los transeúntes, con su cara pintarrajea­
da por algún chusco que aprovechó la ocasión de encon­
trarlo durmiendo su borrachera en algún portal. Lo que
no impedía a don Ramón de seguir empinando el codo y,
como siempre, se desquitaba psicológicamente agregan­
do en sus representaciones a un borrachín consuetudina­
rio que a cada trago daba un traspié, y lo que en él
provocaba burla y compasión, en el muñeco — desdoble
de su personalidad—, causaba un estallido de alegres
carcajadas.
Una noche cualquiera don Ramón fué contratado para
dar una función en un barrio alejado del pueblo. Cargó
con su baúl y después de vaciar algunas copas se sintió
alegre e ingrávido. La alegría de vivir palpita hasta en los
viejos. Sus dedos ágiles movieron como nunca los hilos
— resortes de vida —, de sus abigarradas marionetas.
58 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

El toro arremetía como nunca feroz y Peruchito esqui­


vaba como nunca vivaz. El alma de don Ramón afloraba
en sus dedos maestros. La agonía de Peruchito era una
enseñanza de ejemplar estoicismo y el dolor de la novia
dramático hasta las lágrimas. Nada de movimientos
bruscos ni mímica de autómatas. Las figurillas de trapo
y viruta se habían adueñado del alma del artista y obra­
ban con ella. Ninguno de los concurrentes olvidó des­
pués esa noche de títeres.
Al finalizar la función llovía. Llovía y el agua caía
de los tejados con rumor cantarino y corría por las calles
con rumor apagado. Ramón esperó que amengüe el
desagüe de las nubes. Distrajo la espera libando lentos
sorbos de aguardiente y acunando un profundo conten­
tamiento. Cesó la lluvia. Don Ramón alzó el baúl y
salió a la calle. Las luces apenas iluminaban. Sentía una
primavera interior. Caminó quedamente por el enladri­
llado, escuchando caer las últimas gotas raleadas que se
escurrían por los techos bajos, tan bajos que a ratos se
veía precisado a inclinar el busto para evitar un encon­
tronazo. Sintió un estremecimiento al tocar con los pies
desnudos el agua fría que se deslizaba por la calle are­
nosa y desierta.
Después de caminar un trecho sintió como si algo le
hubiera estallado dentro del pecho, algo así como una
cuerda tensa que se rompe intempestivamente. "No
será nada”, se dijo mentalmente. Pero ya no pudo cami­
nar se bamboleó y cayó pesadamente con su baúl de mu­
ñecos que se desparramaron en la acera. Trató de incor­
porarse pero su cuerpo no obedecía ya a los dictados de
su voluntad. Él, que había dado movimiento y vida a
GENTE DE SANTA CRUZ 59

centenares de muñecos inanimados — curiosa parado­


ja —, no podía mover ahora su propio cuerpo. Apenas
alcanzó a aprisionar convulsivamente a uno de los títeres
regados sobre el suelo, al Diablo de trapo rojo que es­
piaba con su perfil irónico por entre sus dedos agarro­
tados. Después no se movió más. El Hado — tramoyis­
ta estupendo—, le libró su última jugada. "No será
nada’’, se repitió una vez más. No, no era nada... sólo
la muerte que lo atrapó en silencio. Los postes de luz,
los tejados y la noche, lloraban con lágrimas reverbe­
rantes.
Hace muchos años que murieron don Ramón y sus
hijos entrañables, los títeres. Algunos viejos que lo co­
nocieron dibujan una sonrisa al recordarlo. Pero pien­
san que el Hado — tramoyista supremo —, puede cor­
tarles los hilos de la vida una noche cualquiera.
EL TESORO DEL GUARAYO

Cualquiera diría que mi nombre no tiene razón de


ser, porque me llamo Iluminado Tomichá y mi nombre
de pila no acomoda con mi obscura pigmentación de
guaraní sin mestizajes. Pero esto se debe, no cabe duda,
a capricho de curas o de comadres. En cuanto a mi ape­
llido Tomichá, es un nombre patronímico de vieja estir­
pe guaraya, familiar en los llanos de Santa Cruz (como
católico supersticioso no quiero olvidar que la tierra cru-
ceña debe su nombre, en primitivo origen, a la Santa
Cruz del Gòlgota). Y quién sabe si no desciendo, en
directa línea genealógica, de alguno de los valientes in­
dios selváticos que detuvieron en Samaipata al Inca con­
quistador del Kollasuyo; o tal vez de la familia real de
Grigotá, cacique de caciques, o, ¡Dios no lo quiera!, de
alguno de los posesos salvajes que a golpe de macana y
cachiporra mataron con muerte impía al Capitán don
Nuflo de Chaves. Pero basta de orígenes y abolengos.
Ahora soy simplemente el guarayo Iluminado Tomichá.
62 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Desde muy niño me trajeron junto con mis padres a una


hacienda cercana de Santa Cruz de la Sierra. Ellos tra­
bajaron hasta la edad provecta y se cobijan ahora bajo la
tierra morena de una estancia del norte. ¿Yo? Arreador,
jinete, sembrador, vaquero, tejedor, católico y enamo­
radizo.
Como viví desde la infancia en los Tejos, un viejo
estanción que tuvo sus días de apogeo y hoy sólo cuenta
con su vida inmemorial y el recuerdo nostálgico de la
época en que fue visitado por personajes y obispos, y
cruzaron sus campiñas alegres cabalgatas ciudadanas, me
siento apegado a esa tierra que ha sido para mí padre
y cuna, madre y querencia. A veces viví en el pueblo,
de mozo mandadero, pero casi toda la vida en Los Tejos,
amansando potros, tejiendo lazos y enamorando mucha­
chas. De vez en vez viajé al Beni para arrear tropas
ariscas de ganado mojeño, bravo y montaraz. No quiero
contar nada de la Juana y la Pascuala, la Flora y la Pilar
que se enmaridaron conmigo, no por quererme mucho
sino por parir muchos hijos. Y nacieron muchos hijos,
todos a semejanza del padre: color de tierra morena,
ojos de sesgo oblicuo y anchas fosas nasales, capaces de
husmear el tigre y distinguir el olor de la urina fugitiva
y de la mujer en celo.
Pero yo, Iluminado Tomichá, camba y guarayo — que
para Dios es lo mismo —, quiero solamente contar lo
que me pasó una vez camino al pueblo, que es cosa de
la trampa, como dicen los cambas, o cosa de mandinga,
como digo yo, el guarayo Tomichá. Noche de tinieblas,
de sur y chilchi, de aparecidos y de ánimas en pena. Yo
y mi caballo en el camino desierto, sin poder distinguir
GENTE DE SANTA CRUZ 63

nada, ni a un jeme de mis ojos, escuchando solamente el


crujido de la cincha y los arreos. Noche de tinieblas y
luciérnagas que de rato en rato dejaban su loca estela
de luz fugitiva como las horas, para dejar más lóbrega
la obscuridad indivisible como el tiempo. Noche de so­
nambulismo, de carcajadas de brujas y voladoras esco­
bas invisibles. Yo y mi caballo. Yo, Iluminado To-
michá.
Iba camino a la casa del pueblo, a la casa del patrón
don Diego, el bueno de mi patrón que me crió, me dió
de comer y de vestir, me dió escuela para mi ignorancia
y párroco para mi paganismo. (Yo, por mi parte, bus­
qué hembra para mi deseo.) Y en don Diego pensaba
y a él nomás recordaba lleno de gratitud de pobre y
cariño de guarayo, mientras mi cabalgadura, invisible en
las tinieblas, caminaba hacia adelante, guiada únicamen­
te por su instinto secreto de animal. Se paró de súbito.
Al abrir mis ojos semicerrados por el cansancio y el sue­
ño, vi, lleno de sobresalto, la blanca luminaria de un tapao
a pocos pasos de mí. Noche de surazo y de chilchi. Las
blancas lenguas de la llamarada del entierro encandila­
ron mis ojos. Cien mil hormigas de miedo corrieron por
mi espinazo.
A poco me repuse como buen cristiano y, venciendo
angustia y superstición, desenvainé el puñal inseparable
de mi cinto, resuelto a señalar el lugar del tapao. Y ya en
mi mente saltaban, como lluvia de soles, las redondas
monedas de oro y los relucientes patacones de plata. Me
encomendé a Dios y al patrón, hice la señal de la cruz y
bajando de un salto del caballo, corrí hacia la lumbre
que se apagó a mi llegada. Pero ya mi brazo había ubi­
64 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

cado el lugar y clavé el puñal sintiendo la blanda resis­


tencia de la tierra rojiza y húmeda. Las primeras luces
de un amanecer de ceniza tiñeron las quietas copas de
los árboles. Continué la marcha. El pueblo estaba cerca.
Se despejó el cielo y el sol era como una enorme moneda
de oro sangriento colgada del espacio. Pronto estaría
de vuelta, con pica y azadón, para violar el oculto tesoro
que marqué en el camino.
Los árboles eran para mí árboles de esmeralda y la
ciudad blanca una ciudad de plata. De los belfos de mi
caballo salía un tenue vapor blanquecino y me parecía
que en sus entrañas, algún mago alquimista fundía la
piedra filosofal y del crisol de la mezcla se desprendían
vaporosas emanaciones. . . Las calles arenosas y desiertas.
Habían en la arena chispas de oro y en el desierto dia­
mantes de rocío. La casa del patrón don Diego a diez
pasos de mí. Bajé del caballo y entré. Me dieron la no­
ticia: lo mataron al amanecer de una puñalada en el
corazón. Volví a sentir en mi mano contraída la blanda
resistencia de la tierra, rojiza y húmeda como un corazón
humano. En el testamento me dejó un pequeño legado.
Ése fué el tesoro que señalé con el puñal que nunca pu­
de encontrar. Alguien dirá que yo, Iluminado Tomichá,
maté a mi patrón don Diego por ingratitud y avaricia.
Soy fatalista porque nací guarayo. Y nada tengo que
agregar.
EL CARRETÓN DE LA OTRA VIDA

Machuca, don Laureano, era el amigo más viejo de mi


infancia. Siempre que iba a la hacienda del abuelo en
mis vacaciones de verano, lo visitaba tres o cuatro veces.
No lo hada más a menudo porque su casa distaba más
de una legua de la casa patronal. El trayecto tenía que
hacerlo a pie — a la antigua usanza española, como de­
cía el viejo —, y yo era mal andador. O a caballo. Y yo
era mal jinete. Pero siempre recorrí el largo trecho que
me separaba de su rancho, bajo los ardientes rayos del
sol de estío que atravesaban el espeso follaje del monte
de las uvillas. Este era un bosque maravilloso y umbrío,
poblado de altísimas caobas, gruesas palmeras y frondo­
sos algarrobos. Alguna de mis tías abuelas lo bautizó
con el nombre de monte de las uvillas, porque dizque
abundaban en otro tiempo esas pequeñas frutitas, redon­
das y deliciosas. Yo muchas veces busqué el árbol y bus­
qué los frutos, pero hasta hoy no he conocido una sola
66 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

uvilla. Lo que me apena porque me cuentan que era


una fruta exquisita y roja como unos labios de mujer.
Había una casa grande, la vivienda familiar de don
Laureano, su mujer y su prole, y otra más pequeña que
era el taller del viejo. Ambas tenían el techo de hojas
de motacú. Me recibía una algarabía infernal de ladri­
dos de perros, cacareo de gallinas, mugidos de vacas y
lloriqueo de niños. Yo me encaminaba directamente al
taller de don Laureano. El viejo siempre estaba traba­
jando. Fabricaba una guitarra con un afilado cuchillo
que manejaban sus hábiles manos agrietadas, o labraba
un trapiche de madera golpeando acompasadamente con
la azuela. Siempre estaba trabajando. Nunca dejó de
hacerlo. Si muere algún día — lo que me parece invero­
símil —, yo creo que morirá trabajando, claveteando una
silla de montar o desbastando una rueda de carretón.
—Buenas tardes, don Laureano. ¿Cómo está?
El viejo levantaba su mirada cansina y dibujaba un
gesto que quería ser una sonrisa.
—Buenas tardes, joven. —Desenvolvía el ovillo de su
palabra cansada y monótona—. Estoy un poco alentadito
pero siempre sufriendo de este maldito dolor de caderas
que me va a durar hasta que me lleve mandinga.
—¿No se ha hecho las fricciones de aceite?
—Me he hecho dar masajes con aceite de pata y aceite
de majo — continuaba lamentándose —, y me he puesto
cataplasmas calientes y hojas de bizcochero, pero el do­
lor de caderas — agregaba convencido — es como el
pasmo que donde aprieta no afloja.
Hacía muchos años que conocía a don Laureano. Siem­
pre que lo visitaba me repetía la incansable cantilena de
GENTE DE SANTA CRUZ 67

su dolor de caderas. Se quejaba de su enfermedad que,


según él, haría al final que se lo lleve mandinga, el mis­
mo diablo. Lo que no le privaba de andar siempre me­
tido en rudos trabajos de campo. Porque don Laureano
conocía todos los oficios. Era artesano y labrador. Cons­
truía carretones, casas y yugos; sembraba arroz y san­
días; plantaba yucas y caña de azúcar. Sus sandías eran
famosas. Cuando se le ocurría visitarnos siempre nos
llevaba una enorme sandía, de pulpa rosada y aguanosa,
tan grande que pesaba más de dos arrobas y podía uno
sentarse en ella como si fuera una silla.
—Y ¿cómo está el patrón? — continuaba el viejo Ma­
chuca.
—Está bien, don Laureano.
—¡Vaya, me alegro! ¿y la patrona?
—Está bien, gracias.
—Y los niños ¿cómo están?
—Bien. Todos están bien.
—¡Gracias a Dios! ¿Y la abuelita, cómo está?
Así era don Laureano. Tenía que preguntar por cada
miembro de la familia, uno por uno, enumerándolos y
abusando de la paciencia de su interlocutor. Porque era
un charlador consumado, pertinaz, empedernido. Por eso
nunca me arrepentí de buscarlo. Me divertía sobrema­
nera su charla sabrosa y amena, las interminables anéc­
dotas, los cuentos y los casos que relataba uno tras otro
y en los cuales, casi siempre, él resultaba el protagonista
central. Su vida era la charla y el trabajo, el trabajo y la
charla.
Entonces don Laureano se enderezaba apoyado en su
negro bastón de chonta y me preparaba una refrescante
68 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

bebida de miel, tan fría y deliciosa en la tarde calurosa,


que recién entonces me percataba del buen gusto de los
héroes mitológicos que bebían el rubio hidromel. Don
Laureano guardaba el cántaro de barro después de rela­
mer con fruitiva delectación las chorreaduras del gollete.
—¡Domingo! — llamaba en seguida el viejo con su
voz floja y fatigada — ¡Domingooooo!
Por la puertecilla entreabierta asomaba la figura me­
nuda de uno de sus hijos, de rostro negro y vivaracho.
—Busca unos plátanos y unos huevos pa que le lleve
el joven a la patrona.
—No se moleste, don Laureano... — argüía yo dé­
bilmente.
El muchacho regresaba en seguida con una canasta
llena de plátanos en sazón y huevos frescos que colocaba
a mi lado, y se escabullía velozmente.
Don Laureano se restituía a su asiento lanzando bre­
ves quejidos de dolor y siempre bien dispuesto a narrar­
me algo. Era un viejo de elevada estatura y rostro negro
y brilloso como la chonta. Las arrugas surcaban su tez
y usaba luengos mostachos canosos. Las espesas cejas ocul­
taban su mirada cansada que tenía a veces relampagueos
de insólita astucia. Podía tener ochenta años o haber
alcanzado un siglo. Él mismo no lo sabía. Ni sabía tam­
poco por qué apellidaba Machuca. Sin duda no descen­
día de aquel caballero cristiano que machucó con su ga­
rrote a tantos moros, que se quedó con el mote de Ma­
chuca y que luego sus descendientes adoptaron como
nombre de ilustre prosapia. Más bien parecía provenir
de alguno de los negros que se escaparon de las colonias
portuguesas en el siglo XVIII y se cobijaron en tierras
GENTE DE SANTA CRUZ 69

de Su Majestad Católica. Tenía dieciocho hijos vivos y


algunos muertos. Su mujer, la Juana, era de tez blanca
y ojos celestes. Su fecundidad era extraordinaria. En
mis vacaciones la primera visita que yo hacía era a don
Laureano que siempre se quejaba de su dolor de caderas
pero siempre .tenía un nuevo hijo. Cuando se casaron
pensaron, tal vez, que tendrían una linda descendencia
morena. Pero les falló el propósito. Tenían hijos blan­
cos e hijos negros. No habían términos medios.
Esa tarde el cielo estaba nublado en el poniente. Se­
guramente llovía en las lejanas serranías porque se oía
el rumor quebrado del río que aumentaba su caudal de
agua lodosa y turbia.
—Va a conjeturar — pronosticó el viejo con su len­
guaje pintoresco. Quería decirme que amenazaba lluvia.
—¿Cree usted que lloverá, don Laureano?
—Va a llover y va a ser con prolongue.
Don Laureano temía las crecientes del río. Tres veces
las tempestuosas avenidas arrollaron con gran parte de
sus sembradíos y lo obligaron a trasladar su casa selva
adentro. Pero siempre la construía en el barranco, como
una atalaya desde donde se pudiera divisar el horizonte
ilimitado de la playa. Tenía un secreto amor por el pa­
norama de las riberas arenosas y lisas. Pudo haber re­
construido su casa en un lugar seguro. Pero siempre lo
hacía en el borde del río, expuesta a las crecidas de la
estación de las aguas. No le importaba verse obligado a
buscar nuevos refugios. ¡Para algo sabía construir casas!
—Y ¿qué novedades, don Laureano?
—Ninguna, patronato. Sólo que en carnaval se nos
fué la Juanucha.
70 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—¡Cómo! ¿Le contagió la viruela? — repuse acordán­


dome de la epidemia que había asolado el pueblo y la
campaña.
La Juanucha era una de sus hijas menores, de la serie
de las negras. No tenía más de cinco años y fumaba es­
candalosamente cigarros envueltos en espata de maíz. Era
una negrita huraña y bisoja.
—Cuente don Laureano, cuénteme como fué — agre­
gué interesado.
—Sabe, patroncito — comenzó el viejo con parsimo­
nia—, en vísperas de carnaval viajé al pueblo para traer
algunas cosas...
—¿Y el dolor de caderas? — interrumpí.
—¡Ah! Dios me lo quitó pa que no viera morir a la
pobre Juanucha. Bueno — continuó—, cuando volvía
al rancho montado en la yegua tordilla y con las alforjas
repletas de todo lo que traía, crucé el río y en eso me
tomó la noche ¡qué modo de llover, Virgen Santísima!
Y era tanta la obscuridad que no podía divisar ni las
orejas de mi yegua. Le largué las riendas pa que andara
sola, porque no hay animal que no llegue a su comedero.
Al embocar al monte me encomendé a San Antonio que
es mi santo devoto porque me ha hecho más milagros
que estrellas hay en el cielo, y eso que las estrellas son
sin cuenta. Los refucilos hacían corcovear a mi yegua tor­
dilla y entonces tenía que sujetarla pa que no se dispare.
La lluvia y el ventarrón me sacudían enterito y yo iba
rezando por las ánimas del purgatorio. ¡Y cómo sería
mi susto, patroncito, cuando en esas me aturdió el sil-
baco y vi el farol de la otra vida que se mecía en el ca­
mino! Yo creí que se habían largao por mis pagos todos
GENTE DE SANTA CRUZ 71

los condenados del infierno. En eso oí el crujido de un


carretón a mis espaldas y me volvió el alma al cuerpo
porque debía venir gente cristiana. Al mirar pa atrás
otro refucilo alumbró el camino y ¡ave María, purísima!,
era el carretón de la otra vida que venía pisándome los
talones, sin carretero y sin bueyes.
Don Laureano se calló, como buen narrador, para dar­
me tiempo a gozar de la emoción. En sus ojos revivía
la noche impenetrable del trágico aquelarre.
—Me di cuenta que estaba pasando por el panteón
— continuó don Laureano en voz baja —. Eché cruces a
todos laos y conjuré a San Antonio que me librara del
trance. Oí el crujido del carretón de la otra vida que se
iba perdiendo en la noche. Mi yegua resollaba con juer-
za, como si tuviera lagañas de perro y también estuviera
mirando todas esas cosas que me había mandao el mis­
mísimo mandinga. Al fin llegué. Ojala nunca hubiera
llegao si fué pa ver lo que vi. Toda mi tribu estaba que­
riendo hacer revivir a la Juanucha que estaba muerta,
bien muerta. Mi buey dañino la había matado de una
cornada en el pecho. El carretón de la otra vida se la
llevó quién sabe adonde. Hasta ahora oigo el crujido
del maldito carretón que se iba con mi Juanucha pa
siempre.
Don Laureano tenía los ojos húmedos.
—¡Este humo! — exclamó arrojando su cigarro y tra­
tando de ocultar su emoción.
Me despedí. Monté sobre mi caballo y partí hacia la
hacienda. El crujido de las ramas mecidas por el viento
me hacían recordar al carretón sin carretero y sin bueyes.
¡Hasta la vuelta, buen viejo Laureano Machuca!
EL T E M O R

;Ah, viejo Laureano Machuca! Esta vez sí que descu­


brí tu recóndito secreto y tu oculto temor. Siempre me
intrigó ese tu modo raro de ladear la cabeza, como que­
riendo esquivar algún peligro invisible; esa manera ex­
traña de recoger tus manos y ocultarlas con inquietud; esa
chispa impresionante de tus ojos que veían algo que no
osaban mirar de frente. Todos esos detalles de excesiva
nimiedad se iban condensando sobre tu frente adusta co­
mo una nube parda sobre un panorama de miedo. Yo sa­
bía que no temías al hombre. Y con ser negro, no temías
al hombre negro ni al blanco. No temías a las almas, ni
aun a aquellas que se habían desprendido, según decías,
de su tosca envoltura humana. Ni a las ánimas presas en el
mundo mortal ni a las ánimas sueltas en la inmensidad
perdurable. Ya lo comprobaste luchando una tarde con­
tra los bandidos que te asaltaron blandiendo agudas
puntillas, y una noche nefasta en que te asediaron las
74 ENRIQUE KEM PEF MERCADO

ánimas condenadas anunciándote funestos malagüeros.


Pero ¿por qué batían sobre tu frente esas obscuras alas
temerosas ? Siendo hombre no temías a los vivos y sien­
do cristiano conjurabas la acechanza de los muertos y te
humillabas ante Dios. Pero ya descubrí tu oculto temor
y lo contaré ahora, amparado en que no llegarás a saber­
lo porque no sabes leer, ni lo aprenderás — tú me lo di­
jiste: "camba viejo no aprende a rezar” —; y si algún
comedido te cuenta en mala hora que violé tu secreto,
estarás ya tan viejo y decrépito que no te quedará otra
cosa que lanzar a los vientos tu maldición que no llegará
hasta tu delator.
¿Recuerdas aquella tarde en que partimos hacia el bos­
que? Han pasado muchas lunas desde entonces. Atra­
vesábamos los verdes prados, sin meta fija. Puede que
hubiéramos ido a cazar, puede que a pescar o a buscar
el buey dañino que siempre andaba hollando la semen­
tera. Puede también que hubiéramos salido de paseo,
con el bucólico fin de empaparnos de paisajes, puesto
que había en ti una sensible raíz de poeta camba. No
estoy seguro por qué caminábamos en el bosque. Yo con
mi honda de muchacho y mi morral lleno de bolas de
arcilla roja; tú con tu vieja escopeta y el morral lleno
de perdigones.
Durante la larga caminata no cesé de hacerte innume­
rables preguntas sobre todo aquello que atraía mi curio­
sidad infantil. Tú me respondías siempre, gárrulo y pa­
ciente.
Al oír el canto de un ave, me detuve asombrado. Tan
humano era el triste lamento del pájaro, tan grande el
dolor sin consuelo expresado en las trágicas notas de su
GENTE DE SANTA CRUZ 75

canto, que sentí en la angustiada tensión de mis nervios


un dolor casi físico. Te pregunté que pájaro cantaba de
tal modo y tú, viejo Machuca, con esa tu voz íntima y
abstraída, me dijiste que era el guajojó, el héroe de una
vieja leyenda que antes de ser pájaro fué un enamorado
infeliz a quien odiaban los padres de su amada, y lo
odiaban tanto que huyó a la selva con ella; ella murió
de un mal extraño y él enloqueció y se volvió pájaro
para errar por el bosque llamando a la amada muerta
con su trágico grito: jgua.. .jo .. .jooooo!...
Yo te hacía preguntas y tú me dabas respuestas. ¿Qué
árbol es ése que gotea continuamente? Es el chauchachi,
sus gotas tienen una ponzoña tan activa que si tocan a
los ojos humanos los vuelven ciegos. Gotea siempre,
siempre, no falta un desdichado que mira hacia la copa,
se le humedecen las pupilas y no vuelve a ver la luz.
Cruzó la senda un enorme armadillo que se perdió en
la negra entrada de una galería subterránea. Me expli­
caste. Es el pejichi, vive bajo la tierra, en los cementerios
y se alimenta de muertos. Engorda y tiene una fuerza
tan extraordinaria que cuentan de un vaquero que logró
enlazar uno y se envolvió el lazo a la cintura para resistir
mejor los recios tirones del armadillo gigante; el pejichi
arrastró a su apresador, se metió en su cueva y siguió
tirando; el hombre no tuvo tiempo de desembarazarse
del lazo; murió en la entrada de la cueva, doblado en dos.
Yo te preguntaba y tú me respondías, Laureano Ma­
chuca. No sé por qué todas las cosas que despertaban
mi curiosidad tenían alguna relación con sombríos
aconteceres. Me hablabas sin alterarte, ensimismado y
ausente. Algo te pasaba, Laureano Machuca, algo que
76 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

tratabas de esconder y que yo buscaba descubrir. Me ha­


blaste de los frutos digitados del ambaibo que son las
manos frutecidas del muerto que cometió un crimen de
amor. Me hablaste de la quitabusi, esa mosca zumbado­
ra y tornasolada que busca la frialdad hierática de las
carnes mórbidas e inmóviles. Del áspid letal y del canto
agorero de la lechuza. De todas esas cosas me ibas ha­
blando Laureano Machuca mientras caminábamos por el
bosque poblado de pájaros, de grandes árboles y de pe­
queños insectos. Y la muerte era como un "leit motiv” en
tu voz.
En la laguna, en la azul laguna que refleja el límite
del cielo y el ágil contorno de las palmeras de la orilla,
te propuse que nos echáramos a nadar, queriendo tal
vez, sin darme cuenta de ello, descargar en las aguas
cristalinas y móviles la imprecisa sensación neurálgica
que me envolvía. Te vi cambiar ligeramente de expre­
sión, ladear tu cabeza y recoger tus manos con nerviosa
inquietud. ¿Nos bañamos?... No. Me contaste que
esa laguna anidaba el jichi, ese monstruo horrendo, mi­
tad dragón y mitad salamandra que habitaba en las aguas
y en el fuego. Era un endriago fabuloso que se enterra­
ba en el cieno y que devoraba al hombre, o al alma del
hombre, abandonándolo en el mar tempestuoso de la
vida como a una barca sin timón. El jichi tenía un espí­
ritu perverso que sabía vengarse de quienes se aventura­
ban a bañarse en la laguna. Así me lo dijiste. Algún día
el monstruo moriría y su alma trasmigraría a otro cuerpo
fenomenal. Entonces la laguna se iría secando, irreme­
diablemente.
Así me explicaste, viejo Machuca, el secreto de la la-
C.ENTE DE SANTA CRUZ 77

guna. Sorprendí en tus ojos una chispa iny^fesionante Y


batieron sutiles alas temerosas sobre el panoiama e
miedo de tu frente. Entonces, despaciosa,
mi mente la flor azorada del descubrimien^0, j*raiJ e
el regreso ya no cesaste de hablar. Supe dtie to as as
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ca, que no te quedará otra cosa que lanzad a os vientos
tu maldición que no llegará hasta mí.
76 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

tratabas de esconder y que yo buscaba descubrir. Me ha­


blaste de los frutos digitados del ambaibo que son las
manos frutecidas del muerto que cometió un crimen de
amor. Me hablaste de la quitabusi, esa mosca zumbado­
ra y tornasolada que busca la frialdad hierática de las
carnes mórbidas e inmóviles. Del áspid letal y del canto
agorero de la lechuza. De todas esas cosas me ibas ha­
blando Laureano Machuca mientras caminábamos por el
bosque poblado de pájaros, de grandes árboles y de pe­
queños insectos. Y la muerte era como un "leit motiv” en
tu voz.
En la laguna, en la azul laguna que refleja el límite
del cielo y el ágil contorno de las palmeras de la orilla,
te propuse que nos echáramos a nadar, queriendo tal
vez, sin darme cuenta de ello, descargar en las aguas
cristalinas y móviles la imprecisa sensación neurálgica
que me envolvía. Te vi cambiar ligeramente de expre­
sión, ladear tu cabeza y recoger tus manos con nerviosa
inquietud. ¿Nos bañamos?... No. Me contaste que
esa laguna anidaba el jichi, ese monstruo horrendo, mi­
tad dragón y mitad salamandra que habitaba en las aguas
y en el fuego. Era un endriago fabuloso que se enterra­
ba en el cieno y que devoraba al hombre, o al alma del
hombre, abandonándolo en el mar tempestuoso de la
vida como a una barca sin timón. El jichi tenía un espí­
ritu perverso que sabía vengarse de quienes se aventura­
ban a bañarse en la laguna. Así me lo dijiste. Algún día
el monstruo moriría y su alma trasmigraría a otro cuerpo
fenomenal. Entonces la laguna se iría secando, irreme­
diablemente.
Así me explicaste, viejo Machuca, el secreto de la la­
GENTE DE SANTA CRUZ 77

guna. Sorprendí en tus ojos una chispa impresionante y


batieron sutiles alas temerosas sobre el panorama de
miedo de tu frente. Entonces, despaciosa, se abrió en
mi mente la flor azorada del descubrimiento. Durante
el regreso ya no cesaste de hablar. Supe que todas las
aves y los animales selváticos tenían un alma malévola
y vengativa. Que los débiles tenían dueños celosos y
recelosos, siempre dispuestos a vengarlos cuando fueran
víctimas del hombre. Que el jaguar sañudo y la gacela
tímida poseían un alma salvaje e inmortal, capaz de po­
ner larvas de eterno infortunio en el corazón vulnerable
de los cazadores... ¡Y tú, Laureano Machuca, eras un
cazador! Tú, que no temías al hombre ni a las ánimas
errantes, sentías temblar tus carnes bajo el terror pánico
que te infundían las almas errabundas de los pájaros y
las bestias salvajes que murieron bajo tu certera bala de
cazador. Te rodeaba un mundo irreal y demoníaco, rebel­
de a todo exorcismo, poblado de alas medrosas, garras
extendidas, fauces amenazadoras y pezuñas resonantes.
No sé que extraña reminiscencia supersticiosa dominaba
tu espíritu elemental con esa religión de miedo. Desflo­
raste tu secreto despaciosamente, como si estuvieras dia­
logando contigo mismo, sin pensar que yo caminaba a tu
lado con la atención despierta y el torvo propósito de
revelar un día la causa de tu oculto temor, echando así
por tierra la fama que a cien leguas a la redonda te con­
sagraba valeroso entre los hombres y temerario ante los
seres invisibles y malignos. Ahora, si alguien te cuenta
que delaté tu secreto, estarás tan viejo Laureano Machu­
ca, que no te quedará otra cosa que lanzar a los vientos
tu maldición que no llegará hasta mí.
CHIVO EN EL PALMAR

Helo ahí a Pascual enamorado de la Jacinta. A nadie


debe causarle extrañeza puesto que, del Oratorio a las
Taperas, no hay en todo el Palmar muchacha más buena
moza y atractiva. En sus formas se han calcado las curvas
de riachuelo palmareño, en su garbo la gracia flexible
de las palmeras y en sus ojos obscuros el radiante fruto
del guapurú. ¡Este Pascual enamorado, tan hombrón y
tan niño! Pero en lances de amor nada valen los acera­
dos músculos y los cuerpos hercúleos, que a veces es más
fuerte el más débil. De nada le ha valido al palmareño
Pascual poner en sus ojos imposibles anhelos frente a la
desdeñosa Jacinta; de nada exhibir su brutal habilidad
de amansador de potros chúcaros y arreador de reses aris­
cas; de nada sembrar desde el alba hasta el crepúsculo;
de nada emborracharse desde el crepúsculo hasta el alba.
De nada.
En ella no ha prendido aún la divina llama. Cuando
se baña desnuda y oculta en algún recodo cobijador del
80 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

río, se adivina el recato de la niña y no el pudor de la


mujer. Aunque su carne morena relumbra ya con cálido
brillo y la imagen que refleja el río es un fruto maduro
del árbol prohibido del trópico. En la choza solitaria,
mientras su padre labora la tierra desde el orto majes­
tuoso hasta el rendido crepúsculo y su madre lava la
ropa y cuece la merienda, ella siente un vago anhelo,
una indefinible turbación que la asaetea con alfileres in­
quietantes. Ella sabe que Pascual la ronda, que Pascual
la sigue, que Pascual la quiere. Pero los hombres del
Palmar son hombres de entera hombría. El nunca le
hará una corte de salón, ni soñará idilios platónicos, ni
hará versos. Para algo nació palmareño, vaquero y lacea­
dor. En una ocasión cualquiera demostrará el poder de
su brazo y el valor de su ancho corazón cristiano. Dis­
putará algún lance mortal y su triunfo le brindará la su­
misión enamorada de Jacinta. No se insinuará con almi­
barados requiebros: acometerá.
Como todos los años, llegó esta vez la fiesta del Pal­
mar. Desde el amanecer, desde la víspera, desde la ante­
víspera, fueron llegando de todos los alrededores, de los
villorrios vecinos, de los ranchos cercanos, del campo y
del pueblo, las pintorescas caravanas festivas. Carretones
repletos de acompasado y lento caminar, cabalgatas bu­
lliciosas y ligeras, peatones incansables. La extensa pam­
pa verde se pobló con ruido de fiesta, algarabía de
vacaciones y rumor de colmenar. Las campanas de la
iglesia se echaron al vuelo solemnizando la festividad
religiosa salpicada de pagano matiz. Las casitas disemi­
nadas en la sabana policroma danzaban la pintoresca
ronda de la alegría. San Antonio, patrono del Palmar,
GENTE DE SANTA CRUZ 81
presidía el solemne regocijo pío. La gente palmareña
tiene devota fe en el célebre anacoreta tebaico, que no
cedió a las siete tentaciones del demonio que los palma-
reños nunca supieron resistir.
Hubo misa celebrada por el párroco del cantón. Hubo
carrera de caballos y hubo sortija. Pascual ganó una de
las carreras y consiguió varios premios en la sortija, pero
Jacinta no estaba por allí.
Atardece. Mientras se prepara el brutal juego del chi­
vo, la gente se agrupa junto a las mesas de los puntos.
Los gariteros repiten sin descanso los puntos favorecidos
por la suerte: ¡muerte! ¡sol! ¡chola! ¡borracho! Pero el
juego del chivo está por iniciarse. Todo el mundo se
aproxima al lugar señalado, guardando una prudente
distancia. Dos cambas fornidos alzan un chivo que lleva
amarradas las patas delanteras y traseras. Los caballos
de los jugadores corcovean briosamente. El ruido de los
cascos numerosos repercute en el llano. Pascual cabalga
un fogoso potro zaino de lucientes arreos, con engastes
de plata repujada. El chivo es un juego de machos, de
centauros. Se amarra un lazo a las patas delanteras y otro
a las posteriores del chivo que berrea escandalosamente
agitando su barba erótica de Mefistófeles dominado.
Una cuchillada y el chivo expira. Todo está listo. Los
jinetes se aprestan y los caballos sacuden los belfos espu­
mosos y trémulos. Dos jugadores se enfrentan. Cada
uno toma uno de los extremos sueltos de los lazos, lo
envuelve diestramente en la mano y se afianza del mejor
modo disponiéndose al lance definitivo. La espectativa
es enorme. Una señal y los jugadores pican espuelas y
azotan las sudorosas ancas de las cabalgaduras. Se cru­
82 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

zan los jinetes veloces entre la emocionada gritería del


público. En menos de un segundo los lazos se atirantan,
uno de los jugadores cae violentamente del caballo y se
oye la dislocación de huesos y el desgarramiento de
músculos del pobre chivo expiatorio. Toda la cabalgata
irrumpe violentamente en desenfrenada carrera atrope-
lladora. Del lazo del ganador se arrastra el chivo des­
coyuntado. Uno de los jinetes alcanza el extremo suelto
del lazo y en diestro quite arrebata el trofeo palpitante.
Por la pampa inmensa se precipita la cabalgata pujante
que festeja el dulce aniversario de San Antonio anaco­
reta. Un nuevo jugador arrebata la presa y luego otro y
otro. Los brutos se rozan ásperamente, las cinchas re­
vientan y los jugadores caen y vuelven a montar sobre
los enardecidos corceles. Entre el público se mezclan las
exclamaciones de entusiasmo, de espanto y de alegría. El
chivo surca la pampa de esmeraldas dejando una estela
púrpura de sangre. Pascual ha conseguido dos o tres
veces el sangriento trofeo y otras tantas se lo han arre­
batado. Al final, el más diestro de los jugadores esca­
pará con el chivo para depositarlo, triunfante, a los pies
de la madrina preferida donde se rematará la fiesta con
jugosos asados y copiosas libaciones.
Los caballos resoplan agitadamente en los últimos es­
fuerzos. El chivo es un guiñapo de cuero desgarrado y
huesos molidos. Pascual llega a conseguir otra vez un
cabo del lazo y dispara con el chivo a rastras, atravesando
un espinoso matorral que detiene momentáneamente a
los demás jugadores. Aprovechando el desconcierto no
corre, vuela por la llanura, cruza de un salto el angosto
riachuelo y se dirige hacia la choza de Jacinta, la madrina
GENTE DE SANTA CRUZ 83

hace tiempo escogida. El rumoroso tropel equino lo


sigue de cerca. Salva la tranquera, penetra en la choza
y arroja el pingajo sangrante bajo la cama de la mujer.
Por la puerta de atrás asoma la figura morena de Jacin­
ta. Sobre el caballo está él, brillando en sus ojos un rayo
de triunfo y de dominio. Ella baja la mirada sumisa. El
espíritu protervo del chivo agita burlescamente su eróti­
ca barba de Mefistófeles. Ella y él, frente a frente: la
mujer y la bestia.
LA VIGILIA DEL SANTO

San Roque era un santo que auxiliaba a los apestados


y que casi muere de peste, si no hubiera sido por un perro
que lo socorrió, librándolo de una angustiosa soledad y
haciéndole una finta perruna a la muerte. Por eso siem­
pre lo pintan al santo con vestiduras inconsútiles de li­
mosnero y apóstol, y al perro salvador invariablemente
acostado a sus pies, junto a las empolvadas sandalias mi­
sericordiosas. Al menos ésa es la imagen que se ve en
uno de los altares de la iglesia de San Roque, que alza
su escultura parroquial en el Barrio de la Pólvora. No
se sabe en el pueblo si el barrio se hizo para la iglesia o
la iglesia para el barrio, pero parece que nacieron juntos,
y si mueren, morirán juntos. Tanta es la similitud, tanta
la extraña uniformidad. Parece que todo hablara de esta
comunión de cosas, de tónicas, de ángulos y fachadas.
San Roque es el barrio y el barrio la iglesia. Ni más ni
menos. Y aun en el interior del templo se nota esta ca­
sual identidad, esta encarnación de la calle y el barrio;
86 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

el descuidado abandono de las efigies y los ornamentos,


las telarañas que esfuminan las imágenes, las molduras
descoloridas y la arruinada curvatura del ábside. El cre­
yente no se envuelve en esa vaga sensación de eternidad
que se desprende de los templos antiguos, con sus emana­
ciones perennales de incienso y mandràgora, sino en la
acogida pasajera de todas esas cosas santas que tienen
cierto aire secular, perfunctorio y evasivo.
En este anochecer tibio de agosto, una multitud pia­
dosa se aglomera en la iglesia, en el atrio y frente al
atrio. Y es claro que así sea porque hoy se celebran las
vísperas de San Roque, la popular vigilia del santo pia­
doso. Qué de mujeres envueltas en sus negros mantones
bajo los cuales asoma la dulce expresión femenina de
soñadores ojos castellanos; qué de mancebos galantea­
dores y de viejos católicos; qué de rapaces inquietos y
retozones. Bulle la iglesia y bulle el barrio de fiesta. La
luna derrama su manantial platinado sobre los quietos
muros del templo, baña la torre incierta y pone una dia­
dema claroscura sobre el airón señorial de las altas pal­
meras que rodean el atrio como viejos centinelas del san­
tuario. Bulle el pueblo en el Barrio de la Pólvora. Hace
más de un ciento de años que en ese barrio se fabricó
pólvora, proyectiles y cañones de bronce para las rebel­
des montoneras de la emancipación americana. Hoy es
la vigilia de San Roque y la alegría bulle en los pechos
que anidan un inflamable polvorín de entusiasmo. Tran­
sitan por todas partes los perros con sus cintas bermejas
amarradas graciosamente en el cuello, con cierto aire jac­
tancioso de salvadores, como si supieran que es orgullo
de toda la raza canina la fiesta de San Roque.
GENTE DE SANTA CRUZ 87

Acompasadas y vibrantes atruenan las bandas de mú­


sica que tributan su homenaje sonoro de carnavales y to­
ques de niño. Hoy los músicos no cobran. No hay paga
porque es fiesta de santo y el santo pagará al final li­
brándolos de algún maléfico enredo. Por el ancho por­
tal de la iglesia entran y salen sin cesar los creyentes.
Una oración y el retintín de la moneda que cae en la
alcancía de San Roque son suficientes para llenar cum­
plidamente el piadoso deber. Afuera la chiquillería hace
estallar los cohetes de violento estampido y surcan el cie­
lo los fuegos de artificio con sus lluvias de estrellas y
sus caudas de sol. En la iglesia entran y salen la vieja
matrona beata, el honrado menestral, el pordiosero za­
parrastroso y el mentecato novelero. Y en la iglesia, las
aceras y las calles, mírese donde se mire, la garbosa figu­
ra de la muchacha envuelta en el negro mantón imper­
sonal, puritano y voluptuoso a la vez.
Éste que llaman don Simón Ayala, es de la parroquia
de San Roque, carpintero de oficio y padre de tres bue­
nas mozas del barrio que ahora huelgan regocijadas y
parlanchínas en el atrio eclesiástico. Don Simón Ayala
es un viejo gruñón y celoso con sus hijas. Pero esta
noche está alegre, con su ^austero traje obscuro y una
amable sonrisa que despunta bajo el bigote ralo. Como
un tributo a la fiesta malgasta algunas monedas com­
prando calientes empanadas de queso, chorizos de cinco
centavos y refrescantes vasos de chicha casera que escan­
cia sonoramente. Junto a la acera se alinea una larga
hilera de pulperas que exhiben en sus minúsculas mesas
las sabrosas empanaditas rellenas, chorizos con plátanos
fritos, menudencias lampreadas y panzudos cántaros de
88 ENRIQUE KEM PEF MERCADO

chicha. Una clientela numerosa y ávida rodea las mesas,


a riesgo de chamuscarse los pies en los tiestos de carbo­
nes encendidos que sirven de cocinas de ocasión a las
regañonas pulperas. Grandes globos de papel colorado
se elevan en la noche como lentos bólidos de fuego arras­
trados por un aire suave. Algunos se precipitan envuel­
tos en llamas y anunciados por un coro ensordecedor
de gritos infantiles. Pelotas ígneas de trapo impregnadas
en petróleo son arrojadas por traviesos truhanes sem­
brando el pánico entre el turbulento público.
Don Simón mira y sonríe: Sin duda es una actitud muy
cómoda mirar y sonreír. Extrae de la faltriquera tabaco
y papel, envuelve un grueso cigarrillo y lo enciende con
la yesca de pedernal. Da largas fumaradas y observa
plácidamente el espectáculo. Le parece que nada ha cam­
biado, ni las personas ni las cosas, ni la iglesia ni el
barrio. Hacen cuarenta, cincuenta años tal vez, que ha
presenciado el mismo acontecimiento. Pero entonces él
tenía una participación activa, primero reventando co­
hetes y lanzando globos, después requebrando mozas, y
ahora ¡oh paso ineluctable del tiempo!, mirando a los
demás desde el alminar sereno de los años. La banda
ejecuta una tonada pascual y la multitud se agita ru­
morosa, yendo de aquí para allá con incansable afán de
diversión y novedad. Una pandilla de truhanes callejeros
asalta a una de las pulperas y no quedan ni las empana­
das, ni las longanizas, ni la mesa en su sitio. Se escuchan
los airados denuestos de la ventera y los asaltantes de­
voran en un santiamén el fruto de la rapiña. El sereno
llega tarde, la dueña se retira rezongando y los rapaces se
relamen con disimulo disponiéndose a una nueva fechoría.
GENTE DE SANTA CRUZ 89

Don Simón observa y sonríe. ¡Qué apacible es esto de


mirar y sonreír! Otro globo se eleva en el espacio, lento
y trémulo como un avemaria en labios cristianos. Los
cohetes se elevan como una exhalación y descienden ex­
tendiendo sus radiantes cabelleras de luz. Los chicos
retozan por todas partes y los perros exhiben altaneros
sus rojos collares festivos. Alza el templo sus netos con­
tornos recortados en el cielo por el mágico vislumbre de
la luna y las palmeras mecen sus hojas alargadas sobre
la muchedumbre morena. Las hijas de don Simón están
en todas partes. Silveria con su busto soberbio de hem­
bra madura, Asunta con sus ojos de doncella cándida y
Bárbara con sus ingenuas travesuras de rapazuela. Don
Simón piensa en Silveria que ya debe casarse con sus
veinte años magníficos. Pero desecha la idea inmediata­
mente. Hoy no quiere tener preocupaciones porque son
las vísperas de San Roque. La idea abandonada vuela
como una indecisa mariposa y se asienta desolada en el
pensamiento de Silveria. Don Simón se alisa el ralo bi­
gote entrecano, cruza las callosas manos endurecidas en
el manejo de la sierra y el martillo, observa y sonríe plá­
cidamente.
Un chico arroja una de esas temidas pelotas inflama­
das, con tan negra suerte, que va a estrellarse en el ros­
tro de don Simón, tiznándole la cara y chamuscándole
los bigotes y las cejas. Todos creyeron que el viejo atra­
paría al rapaz poseído de santa cólera, para darle el me­
recido castigo. Se oían risitas ahogadas y la plácida son­
risa de don Simón se tornó en un gesto lamentable y
ruin. Pero, contrariamente a lo que podía esperarse de
su temperamento irascible, se limpió tranquilamente la
90 ENRIQUE KF.MPFF MERCADO

cara con un pañuelo a cuadros y se fué en busca de sus


hijas. Al fin las encontró entre la aglomeración y las lla­
mó por sus nombres:
—¡Silveria, Asunta, Bárbara! ¡Vamos a casa que ya es
tarde!
No valieron ruegos ni súplicas de las entretenidas mu­
chachas. Ellas por delante y don Simón a pocos pasos
detrás, se encaminaron al hogar distante apenas media
cuadra de la iglesia. Don Simón las encerró asegurando
tranca y cerrojo. Este prudente hábito lo había adquirido
desde que sus hijas llegaron a la adolescencia.
Como apagado por una sordina llegaba hasta ellos el
rumor de la multitud de San Roque y la música ejecutan­
do una tonada pascual. Don Simón soñó con aquellas
remotas vísperas en que conoció a la madre de sus hijas
y comenzó el humilde romance que dió al mundo a Sil­
veria, la del busto escultural, a la Asunta de los ojos cán­
didos y a la traviesa Bárbara, para mayor gloria de San
Roque y orgullo de la parroquia. Y entre sueños, el vie­
jo carpintero lloraba sin querer desde la encanecida ata­
laya de los años.
/

EL BAUTISTA DE PORONGO

Este poblado del que voy a relatar ahora un curioso


suceso, cuenta con una iglesia sin torre, una centena de
casas ruinosas y unas dos mil almas del Señor. Allí no se
conocen las palabras progreso y civilización sino las
más simples decadencia y abandono. Aunque, para ser
cabales, nunca hubo ni lo uno ni lo otro. Siempre fué
así. Dicen que el padre Fray Santiago de Rivero, de la
orden de Nuestra Señora de la Merced, lo fundó para
contener los avances de los exaltados indios yucararés y
choropas, y para traerlos a la doctrina de Cristo. Otros
creen que los mercedarios se sintieron atraídos por la
serena belleza del panorama, la fecundidad de la tierra
morena, el rumor armonioso del río y el dulce declive de
los cercanos alcores. El tranquilo villorrio tiene una sola
calle principal que termina en un diáfano cementerio
soleado y se vuelve en seguida camino real, que lleva al
pueblo grande, a la aldeota blanca. Se llama Porongo.
Tiene una plaza cubierta de verde, con airosas palmeras
92 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

y una laguneta formada por las lluvias donde zambullen


blancos patos de Castilla. Tiene un cura gordo que en­
gordó con misas y casorios, responsos y bautizos. Tiene
una fiesta del santo patrono cierto día del año y una car­
nicería frente a la plaza, donde se degüella un buey viejo
día por medio. Porongo, Poronguito, Porongal. Villo­
rrio dulce y galano donde nunca pasan desgracias y
averías.
En un comienzo, durante la Colonia, se llamó San Juan
Bautista de Porongo, pero luego quedó el Porongo a
secas, y San Juan Bautista adornó la página más lumino­
sa de su santoral. Cuando se fundó el villorrio abunda­
ban los porongos, grandes calabazas de cáscara durísima
que servían de recipientes a los bravos nativos. Y los
porongos bautizaron el pueblo.
En la casa más vieja del poblado, al lado de la iglesia,
siempre estaba sentado junto a su puerta don Rudecindo
Argote. Y quien dice don Rudecindo dice Porongo.
Alto y desgarbado, vistiendo un viejo levitón verdoso
por los años, nariz aquilina, mirada ardiente y rostro
amarillo y flaco enmarcado por la barba antaño cenceña
y hogaño grisácea. Con ser escribiente, era el vecino más
notable del villorrio. De nítida ascendencia española y
letrado en leyes y en libracos, era un anacrónico perso­
naje de novela, gloria y prez del humilde pueblito del
Señor. Pero de nada le servía ser letrado y escribiente,
porque en el buen vecindario no habían pleitos, las actas
matrimoniales las hacía el cura, las recetas las daba el
peluquero y el maestro de escuela llevaba los libros del
corregidor que no sabía escribir.
Don Rudecindo vivía con una lejana parienta, tan en­
GENTE DE SANTA CRUZ 93

trada en años como él, fea, beata y malhumorada, pero


que a sus defectos oponía sus virtudes culinarias. Nadie
como doña Josefa para hornear los tiernos tamales po-
rongueños, los rubios cuñapeces o los apetitosos pandea-
rroces. Don Rudecindo, humillando su orgullo a su es­
tómago, aguantaba con estoica resignación los intermi­
nables rezongos de su prima, que maldecía su pereza
señorial e incurable, a cambio de la buena comida, tan
buena como barata. Y es claro, porque nuestro héroe se
pasaba las horas eternas y vacías con un libro clásico
asentado sobre sus huesudas rodillas, y mirando los dos
cuadros que pendían frente a su mesa, con sus viejos
marcos apolillados. El uno era el rostro enjuto de Feli­
pe II, con su aire de admonición bajo las sombras difu­
sas de El Escorial; el otro, el semblante magro y picudo
de Luis de Góngora y Argote. Don Rudecindo los con­
templaba como a viejos amigos y maestros: doña Josefa
como a enemigos de la cordura y la sencillez. Don Ru­
decindo Argote creía y sentíase descender de Góngora y
Argote, por el nombre, la esencia y la figura. Pasaban
las horas y él contemplaba los cuadros, hojeaba "La Vida
es Sueño” de Calderón y bebía, a largos intervalos, el
porongo de vulgar guarapo que no faltaba para su de-
lectamiento.
Su principal, su único amigo, era don Marcelino, el
maestro de escuela. Sólo con él se rebajaba hasta la plá­
tica amistosa. Don Marcelino era un satisfecho, y en eso
discrepaban, y por eso tal vez llegaron a cierta intimidad
contradictoria. Era maestro de la escuela desde hacía un
cuarto de siglo. Su única debilidad consistía en una incli­
nación morbosa por el espiritismo. Fuera del silabario
94 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

no tenía más libros que los de ciencias ocultas y magias


de toda coloración. Con don Rudecindo dialogaban so­
bre la vida y la muerte, la inmortalidad del alma y el
más allá. Una vez libre del parloteo infantil de la escue-
lita, se iba a la casa de su viejo amigo para engolfarse en
ingenuas discusiones metafísicas. Los vecinos respetaban
a la pareja sabihonda y envidiaban al maestro la dicha de
tener tan hidalgo y respetable interlocutor.
Un día, don Rudecindo recibió un tremendo disgusto,
y quien le llevó la infausta nueva fue su amigo, el maes­
tro.
—Sabe... don Rudecindo... el gobierno le ha cam­
biado el nombre a este pueblo. Desde ahora no se llama
Porongo, se llama Ayacucho.
Fué como una bomba. Sintió que se le cortaba la res­
piración y se inflamaba su semblante de sangre y calor.
—¡Ayacucho! — bramó— ¡Ayacucho! ¡Pretender sa­
crilegamente cambiarle de nombre a esta Misión y
Curato de San Juan Bautista de Porongo fundada
en 1714! ¡Dios te tenga en su gloria Fray Santiago de
Rivero! Porongo se llamará y no sólo Porongo sino
San Juan Bautista de Porongo, como antaño. Porongue-
ño soy — continuó exaltado —, porongueño nacido y
vivido en Porongo, que Dios conserve. No serán moji­
gatos oficiales quienes me darán un nuevo nombre y un
nuevo título, que en la medida en que puede el hombre
ser hijo y padre de su pueblo ¡yo soy San Juan Bautista
de Porongo!
El maestro de escuela se retiró prudentemente, disi­
mulando una maliciosa sonrisa. Don Rudecindo, lleno
de santa cólera, execró, condenó y abominó en todos los
GENTE DE SANTA CRUZ 95

tonos la inicua pretensión. Durante días se lo vió cabiz­


bajo y sombrío, repitiendo en voz baja el noble apela­
tivo de su pueblo: Porongo, Porongo, Porongo. Y las
almas sencillas del poblado vieron en él a San Juan
Bautista redivivo.
No habían pasado aún muchos días, cuando le ocurrió
un suceso singular. Un anochecer de julio se hallaba
sentado en el rincón predilecto de su aposento, sumido
en tristes meditaciones. Desde sus cuadros empolvados,
Luis de Góngora le hacía guiños picarescos y Felipe II,
en la penumbra, extremaba su adustez. Arreció el viento
sur y del porongo asentado en el alféizar de la ventana,
que a don Rudecindo le parecía una calavera monda con
un negro y redondo agujero en la sutura parietal, empe­
zó a surgir una extraña melodía de postumbra. El viento
disminuía y arreciaba haciendo variar los tonos del po­
rongo resonante, que a nuestro héroe le llegaban como
quejas ahogadas, gritos despavoridos, exclamaciones y
lamentos de almas condenadas. A ratos creía percibir
palabras truncas, voces entrecortadas por el sufrimiento.
No supo cuánto tiempo permaneció allí, pero se con­
venció que querían hacerle llegar algún misterioso men­
saje de ultratumba. Sin dudar un instante, se colocó el
tieso sombrero de fieltro, se amarró el austero rosón de
la corbata y se dirigió a la casa de su amigo Marcelino,
el espiritista.
Después de la secreta confidencia, ambos se encerra­
ron en un cuartucho sombrío y la sesión de espiritismo
comenzó. Don Rudecindo observó que una claridad
tenue, casi sobrenatural, iluminaba apenas el recinto
cerrado. Ambos tenían las manos asentadas levemente
96 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

sobre la desnuda mesa de tres patas: las manos frágiles


y blancas de nuestro héroe como dos lirios desmayados y
las manos gruesas y velludas de don Marcelino como
dos apasancas en acecho. Don Rudecindo desvió la vista
del semblante del maestro de escuela que le pareció
demasiado vital, demasiado mundano y vulgar para la
solemnidad del momento.
Pasados algunos momentos de silencio sobrecogedor,
en que los mosquitos picaron sin misericordia caras y
manos de los espiritistas, admirados de semejante ban­
quete sin peligro, el maestro invocó a los espíritus,
poniendo en su voz toda la cóncava sonoridad que mere­
cía el ejercicio de la ciencia oculta de Alian Kardec y
Richet:
—¡Invoco al espíritu más cercano para que manifieste
su presencia mediante un fuerte golpe sobre la mesa!
No había terminado aún su arenga, cuando un golpe
seco en la mesa repercutió en el pecho de don Rudecindo
con macabro son, mientras sentía un escozor insensato
en toda la piel de gallina y una sensación de frío le subía
desde el estómago hasta la garganta. Pero se mantuvo
sereno y su mirada alucinada creyó ver blancos fantasmas
que se mecían a su redor, acéfalos y sangrantes, y frías
rachas cortaban su rostro flaco y acartonado.
—Gracias — dijo el maestro de escuela.
Don Rudecindo sintió un baño de agua fría. Ese
prosaico y mundano "gracias”, dado a un espíritu, le
pareció en extremo descortés y trivial.
—Se ruega al espíritu presente inclinar la mesa hacia
la persona que desee le sirva de médium — prosiguió el
espiritista.
GENTE DE SANTA CRUZ 97

La mesa giró sobre una pata, se arrastró indecisa de


un lado a otro y se inclinó hacia don Marcelino, quedan­
do inmóvil.
Así, durante lentas horas, prosiguieron la sesión con
abundancia de golpes, rotaciones y desplazamientos de
la mesa desvencijada. El maestro era médium típico,
motor y psicógrafo. Guiado por un espíritu anónimo,
escribió vertiginosamente una serie sugerente de garra­
patos indescifrables que a veces formaban palabras suel­
tas como "ausencia, muerte, lamento, tinieblas,” palabras
que para don Rudecindo tenían un sentido esotérico y
trascendente.
—Se agradece al espíritu-guía la colaboración prestada
y se ruega a todos los espíritus despedirse con un golpe
en la mesa — concluyó el médium.
Un último golpe y el maestro encendió el mechero de
kerosene, remiso todavía en ahuyentar las sombras que
pesaban sobre la sala.
Y así, una y otra noche, se reunían los dos amigos
para departir con los espíritus en temerosas sesiones.
Don Rudecindo, imaginativo y soñador, creía firmemen­
te en la nueva ruta que le marcaba el destino. Las sesio­
nes se celebraban ahora en su casa, a despecho de las
iracundas protestas de doña Josefa que veía en ellos a
diabólicos nigromantes y heréticos. El entendimiento de
don Rudecindo oscilaba en un balancín de realidad y
fantasía que ya no distaba más que un punto del reino
paradójico de la locura.
Llegó la fiesta de San Juan. En las colinas, en las
calles y en los canchones se alzaron piras de fe cristiana.
Un mundo campesino y pacífico iba llenando la iglesia,
98 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

en espera de la procesión de media tarde. La noche ante­


rior, don Rudecindo había recibido un mensaje de San
Juan, que le trasmitió escrito en extraños caracteres el
socarrón del maestro...
Cuando la calle se fué llenando de gente piadosa, que
iniciaba la procesión, un murmullo general de admira­
ción y extrañeza se alzó de todas partes. En medio de
la multitud se destacaba, ensimismado y penitente, don
Rudecindo Argote, envuelto en un pellico de pastor que
le dejaba al descubierto no escasas partes de su magra
humanidad, con un largo cayado terminado en una cruz
y los pies desnudos exhibiendo la buida marca de los
callos. Era el San Juan Bautista de el Ticiano, aunque
más viejo y más flaco, con la pelleja de cordero sustitu­
yendo a la suave piel de camello.
—¡Milagro! ¡milagro!
Las gentes ingenuas no entendían la locura pero sí el
milagro. Hubieron viejas devotas que se postraron de
hinojos ante él y demandaron su bendición. Don Rude-
cindo predicó la vecindad del reino de Dios y proclamó
la eficacia de la penitencia, la oración y el ayuno. Pero
el cura, cuidadoso de su grey, conjuróle con dulces pala­
bras a tornar a su casa, y lo guió hasta la puerta deján­
dolo en manos de su prima. La procesión siguió su
trayecto de costumbre, mientras el cura esgrimía una
mímica de exorcismo frente a la casa del nuevo San Juan
y volaba sobre los procesionistas una libélula de in­
quietud.
Mas don Rudecindo abandonó para siempre el cómodo
sillón y sus viejos cuadros amigos. Renunció a la refres­
cante chicha porongueña, la substanciosa capirotada y
gente de santa cruz 99

el apetitoso mondongo que sabía guisar la buena mano


de doña Josefa. Se fué al río. Se lo veía siempre en las
playas, junto a las aguas del nuevo Jordán.
LA CERTIDUMBRE

Los dos caminantes se encontraron en el camino. El


que iba a pie, descalzo y con las alforjas al hombro, sa­
ludó primero:
—Buenos días, don.
—Buenos le dé Dios.
El que regresaba al pueblo, montado en una flaca
yegua alazana, azotó las ancas del animal que empezó a
trotar con flojedad.
Marcial Saucedo continuó la marcha por el angosto
camino de carretas, con paso liviano y ágil. Después de
casi dos años de ausencia regresaba al hogar. Estuvo en
la guerra, pero mejor era no recordar ahora las cosas que
vió y lo que sufrió en esa guerra. Mejor, mucho mejor
era no recordarlo. Sin duda alguna que era mucho me­
jor. En el pueblo tuvo que demorarse varios días mien­
tras gestionaba un mísero pago y le extendían su libreta
de desmovilización. Cuánto le costó aprender esa pala­
bra: desmovilización. Muy larga y muy intrincada, un
102 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

verdadero trabalenguas. Pero la aprendió al fin, como


había aprendido muchas otras cosas más. Usaba aún su
desteñido uniforme de campaña y en sus alforjas se oía
el tintineo de una cantimplora y un vaso de aluminio.
En el bolsillo llevaba unos cuantos billetes de banco que
no representaban un gran valor pero eran nuevecitos,
de reciente fabricación. A ratos se llevaba la mano al
bolsillo para comprobar que no había desaparecido el
precioso fajo. Y caminaba con paso ágil y alegre, camino
del regreso... el regreso, el retorno a la casa, la vuelta
a la mujer, a aquella mujer morena de mirada ingenua
y turbadora y olor a tierra pródiga y mojada. Nicasia,
Nicasia, se repetía en voz alta que llenaba el camino y
trepaba los árboles, y sólo lo escuchaban el camino, los
árboles y él mismo, porque su vuelta era un secreto de
los tres.
Un carretón venía a su encuentro, con los bueyes can­
sados de testuz gacha y lerdos movimientos. Marcial se
estrechó al borde del angosto camino para dar paso a la
carreta. Esta vez el carretero lo saludó primero:
—Buenos días, señor.
—Buenos los tenga usted.
Es una buena costumbre campesina y cristiana la de
saludar a todo el que se encuentre, aunque ninguno se
conozca. Una buena costumbre que no cuesta nada y
alegra el corazón.
—Dígame, don — agregó Marcial— ¿está hondo
el río?
—No señor, pero mejor es que se apure porque creo
que le está llegando.
El crujido de un carretón es, sin duda, mucho más
GENTE DE SANTA CRUZ 103

armonioso que el traqueteo de la artillería. Eso pensó


Marcial y siguió contento, alegre de sentirse libre y ale­
gre de haber cambiado unas frases con el carretero. En
las postreras horas de la tarde llegaría a su destino. Sería
un verdadero golpe de sorpresa. Nicasia no lo esperaba.
Recordó muchas cosas que le habían ocurrido en la última
parte de su vida. Su trabajo de chacarero y su despedida
de la mujer que dejó dos años atrás, llorando inconso­
lable por él. Los tremendos meses de la matanza y ahora
la vuelta a su casa, la vuelta sencilla y buena.
Todavía caminó mucho. Cruzó por el vado del río, se
apartó del camino real y tomó un estrecho sendero que
subía y bajaba por las dunas sorteando cercados y agua­
das. Mucho había cambiado desde su partida. Descu­
bría nuevos setos y en varios lugares el monte se había
extendido sobre los antiguos prados. Notaba en el bos­
que algunos claros causados por los incendios inevitables
que sobrevienen a las fuertes sequías. Pero en el fondo
todo era igual: el paisaje y el sol, el aire y el color. En­
contró dos o tres amigos pero apenas se detuvo instantes
para saludarlos porque tenía un gran apuro en llegar
a su casa. Todos le hablaban con una sana cordialidad
campesina y el corazón de Marcial era como una golon­
drina en primavera.
La casa, la pequeña choza de baja techumbre de pal­
meras estaba allí. La sintió en el palpitar de sus sienes,
en el escozor que corría sobre su piel morena y en el
aroma familiar que invadía el aire, preñado de olores de
campo, de albahaca y de estiércol fecundo.
La choza era reducida: dos pequeños cuartuchos y
contiguamente la cocina. Un perro flaco y de ralo pelaje
104 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

hirsuto lo miró con indiferencia y siguió echado junto


al tacú, con el hocico metido entre las patas. Dos o tres
gallinas cacareaban gravemente escarbando el suelo y
picoteando por aquí y por allá. Marcial, con el corazón
despejado como una mano abierta, llegó hasta la puerta
y entró. Un hombre, sentado en la tosca mesita de la
sala, bebía una taza de humeante café. Alzó la vista y a
poco reconoció al recién llegado.
— ¿Marcial ?
Se levantó y le tendió la mano con esa timidez propia
del campesino. El saludo fué casi cordial. Manuel era
un antiguo vecino del lugar.
—Y ... ¿Nicasia? — articuló Marcial con la voz em­
pañada por un asomo de angustia..
—Está ahí, en la cocina.
La mujer apareció por la puerta trasera con un plato
de arepas en la mano. Al ver a su marido tuvo un gesto
de asombro.
—¡Marcial! ¡No sabía que llegaba! — Le resultaba
difícil encontrar las palabras oportunas—. ¿Cómo le ha
ido? Al fin ha vuelto... la guerra. ..
Marcial la tomó de las manos; ella lo recibía sin efu­
sión y con indiferencia. Pero estaba feliz. El camba no
demuestra emociones vivas, menos aún en presencia de
otros. Manuel los miraba sin interés, bebiendo su taza
de café y mirando de reojo a las arepas que se habían
quedado olvidadas en un rincón a causa de la llegada de
Pascual.
Nicasia era una camba robusta, de fuertes caderas y
tez morena y lustrosa. Era muy joven y tenía facciones
regulares afeadas por los dientes imperfectos. Activa­
GENTE DE SANTA CRUZ 105

mente preparó otra taza de café que Marcial empezó a


beber con deleite. La charla no se animaba, como ocu­
rre siempre entre la gente de campo y en circunstancias
semejantes.
—He visto que ha sido grande la seca — comentó Mar­
cial después de haberse referido muy lacónicamente a su
estada en la guerra y a su retorno.
—Grande ha sido. Hasta mi casita ardió en la última
quemazón, sin salvarse ni una cubija.
—Y ahora ¿dónde estás viviendo?
—Aquí...
—Está alojao mientras hace una nueva casa — inter­
vino Nicasia evasivamente.
La charla murió. Marcial estuvo ocupado en revisar
sus cosas y echar un vistazo a la choza y sus vecindades.
Atardecía. Las luces vespertinas ponían un tinte melan­
cólico sobre el paisaje. Visitó los antiguos sembradíos
invadidos ahora por la maleza e hizo proyectos de tra­
bajo para el futuro. Regresó a la casa envuelto en una
vaga tristeza. Su alegría primitiva se quedó enredada
entre las malezas del abandono.
Al llegar, escuchó confusamente la animada charla que
sostenían Manuel y su mujer. Pero su entrada fué reci­
bida con un penoso silencio que apenas fué interrumpido
por frases sueltas mientras Nicasia preparaba la comida.
Se sentaron los tres y comieron el locro casero con la
lentitud característica del camba. Una vela de sebo ilu­
minaba el estrecho cuartucho.
Se acostaron temprano. Manuel tendió su cama en la
pieza vecina y Marcial tuvo la rara impresión de que
había hecho un traslado. Una vez en el duro camastro
106 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

de palo crucefio, Marcial sintió que entre su mujer y él


se elevaba la montaña glacial de la certidumbre, una
montaña de hielo y de distancia.
LA SORTIJA DE LA CALLE FLORIDA

La calle Florida está de fiesta, en su tradicional fiesta


de mayo, de colorines, de caballos y picaflores. ¡Qué
decir!, si hace más de un siglo, el 25 de mayo de 1814
— ¡salve fasto de gloria! — las descamisadas montoneras
cruceñas al mando de Warnes y José Manuel Mercado,
derrotaron a las veteranas tropas realistas de Manuel
Blanco en la Florida, el insignificante villorrio que alza
la pequeñez de sus chozas y la grandeza de sus glorias a
pocas leguas de Santa Cruz. Y el pueblito fué epónimo
y cabalgó en el corcel radiante de la fama bautizando
calles y heredades, plazas y colegios. Hubo calle Florida
en Santa Cruz y calle Florida en la populosa metrópoli
del Plata. Pero la fiesta de hoy no se celebra en la febril
arteria de la capital argentina sino en la humilde calle-
cita cruceña de casitas blancas, peatones morenos y suelo
enarenado.
Ya son las tres de la tarde. Al alba ya se descubrió el
altar de la patria — banderas, efigies y laureles — Cn el
extremo naciente de la ciudad; ya las bandas de música
108 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

tocaron himnos marciales y los desfiles escolares tejieron


un camino de alboroto y alegría bajo los arcos de flores,
palmeras y gallardetes multicolores tendidos de techo a
techo. Ya son las tres de la tarde, la hora de la sortija.
La multitud se aglomera en los corredores, bajo los am­
plios aleros, en apretado conjunto abigarrado de varones
de recio tipo castellano, mujeres de bellos ojos obscuros,
chiquillos inquietos, vestidos claros, mantones negros y
trajes domingueros. Ya son las tres de la tarde, la hora
de Remigio y José, Juan y Nicanor, la hora de todos los
jinetes que en una esquina discreta se aprestan a dar
comienzo al juego de la sortija, cabalgando en los brio­
sos corceles de las estancias ricas y los entecos matusis
del Palmar.
En la media cuadra, cruza la calle una cuerda sujeta
entre dos pilares. De su centro pende un anillo metálico
sujeto por una pinza de resorte. Los jugadores tienen
que ensartar el anillo, en plena carrera del caballo, con
los pequeños tarugos de madera que esgrimen a la altura
de la cabeza. Veinte, treinta cabalgaduras caracolean
inquietas en espera de la señal. Los vendedores prego­
nan con voz de falsete sus típicas golosinas. Hay un olor
a tarde de verano, sudor de caballos, aliento de mujeres,
grasa de empanadas fritas. Flota sobre la calle femenina
una ola mística y sensual. Junto a la sortija, rodean una
mesa un grupo de muchachas del comité de festejos.
Ellas son las encargadas de distribuir los premios consis­
tentes en coquetones ramilletes de flores entre los juga­
dores felices. Sobre la mesa se amontonan en apretados
ramos las flores blancas y moradas, celestes y purpúreas,
místicas y sensuales.
GENTE DE SANTA CRUZ 109

Una exclamación dichosa de la chiquillería anuncia la


iniciación de la partida. El primer jinete parte como una
flecha y pasa rozando la sortija. Tras él se derraman dos,
tres, cinco jugadores envueltos en una nube de polvo,
de oro y de sol. ¡Zas, zas, zas! El anillo bailotea en la
cuerda oscilante. ¡Zas!, con el brazo en alto, exhibe la
sortija ensartada el primer jugador que acertó. Este, con
cierto aire entre modesto y fanfarrón, asegura nueva­
mente el anillo en la cuerda y aproximándose al jurado
femenino, se inclina con apuesta prestancia mientras una
muchacha le coloca en el ojal un ramillete de flores color
de cielo. La muchacha tiene un cutis moreno que resalta
sobre su blanco traje de fiesta, y ojos verdes, de claro
verdemar. Es María, la reina esquiva de la calle Florida,
la que no rindió sus primores ni al elegante del pueblo,
ni al estanciero derrochador; la que tiene prendado en
un diabólico hechizo a Remigio, el camba de los caballos,
los celos y la pasión.
Y habla Remigio con Nicanor:
—Estoy dispuesto a ensartar la sortija tantas veces que
mi pecho sea un jardín pa la María.
—Y al que ensarta la sortija...
—Le surte con la pelada — enteró Remigio con su
ancha sonrisa de baqueano mojeño, bebedor de aguar­
diente y violador de indias núbiles.
Es axioma acabado que a quien ensarta la sortija se le
rinden las doncellas. ¡Zas, zas, zas! Los jinetes se lan­
zan por la calle enarenada, inclinados en la silla, el ojo
alerta y las piernas ajustando los ijares jadeantes de las
cabalgaduras. Y ya son muchos los que lucen el florido
trofeo en ojales y solapas. El aguardiente con que se liba
110 ENRIQUE K.EMPFF MERCADO

a cada instante despierta instintos apagados, arrojos an­


cestrales, violencias ocultas. A ratos se lanzan dos o tres
jugadores simultáneamente, repeliéndose bruscamente
con los costados del animal, arrancándose de las sillas
entre el clamoreo entusiasta de la multitud. Los caballos
se matizan obscuramente con el copioso sudor, jadeando
irregularmente, corriendo veloces con las orejas gachas
y los belfos abiertos al viento abrasador de la canícula.
Remigio no cesa un instante. Ya muchos premios le
colocaron las manos morenas de María y muchas de sus
miradas dejaron en él su demoníaco encanto verdemar.
Ya penden las floreadlas blancas y purpúreas, rojas y
celestes, en sus ojales y solapas. Ya el alcohol y el deseo
han marcado en su cara abotagada el rictus violento de
la espera. Aguarda el final: cuando uno de los jugado­
res se atreva a coger la sortija y escapar a campo abierto,
seguido por el galope tumultuario de los demás juga­
dores que si llegan a alcanzarlo lo derribarán del caballo
y le arrebatarán la sortija. Después será el baile durante
toda la noche y él estará con su caballo listo para apro­
vechar cualquier oportunidad y, con María en las ancas,
escapar de la calle Florida y del pueblo de fiesta e inter­
narse en la selva cercana y cómplice y en la marejada
angustiosa de sus instintos elementales. ¡Zas, zas, zas!
Nuevos aciertos y nuevas flores para el jardín que ella
cortará en el huerto de su corazón, bajo las lunas claras
de sus ojos verdemar.
—¡Salud, Remigio!
—¡Salud!
Las botellas pasaban de mano en mano y el aguardien­
te se escanciaba en las bocas ávidas de licor y placer.
GENTE DE SANTA CRUZ 111

¡Oh, Remigio, camba de los caballos, de los celos y la


pasión! Nuevamente picaron sus espuelas y el aplauso
del público enardecido premió el acierto del jugador que
sintió otra vez la caricia de terciopelo fino de los ojos
verdemar. Cuatro de la tarde. Sol y colorines. Algunos
jugadores borrachos caen de sus monturas y vuelven a
subir apoyándose en los remos del animal, pasando por
debajo de los caballos y trepando nuevamente en mila­
groso efecto de equilibrio y de suerte.
—El borracho tiene su Dios aparte— comenta alguien.
Y el borracho de siempre, el que nunca falta, el haz­
merreír de la calle Florida, trata de ensartar la sortija a
trote lento, entre la rechifla condescendiente de los es­
pectadores. Se oyen risotadas de hombres y relinchos
nerviosos de los caballos. María, reina y doncella, coloca
uno tras otro los trofeos ganados, poniendo en cada uno
un jirón del cielo de sus ojos y una brasa en el infierno
de celos de Remigio. El aire suave mece las palmeras
arrogantes y las cadenas multicolores de los arcos de glo­
ria. Los chiquillos se trepan en los pilares de las casas
y los alféizares de las ventanas. Y en el aire flota pe­
renne el místico halo de las glorias idas y la sensualidad
avasalladora del trópico, en esta tarde de verano, de
caballos y de mujeres.
El fogoso potro overo de Remigio, con sus llamativas
manchas en blanco y negro, caracolea nerviosamente con
aire arrogante de bruto triunfador. Chicos traviesos y
perros callejeros retozan entre las cabalgaduras a riesgo
de espantar los caballos y recibir un par de coces amo-
nestadoras. Parten los caballos unos tras otros y la arena
apaga el golpe seco de los cascos veloces. Basta que
112 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

parta uno para que los demás lo sigan como amaestrados


sin esperar la incitación del jinete. El potro overo se
lanza en rápida carrera. Un perro o un niño se atravie­
san y el bruto se planta en seco. La multitud sólo vió
— entre una nube de polvo, de oro y de sol — el cuerpo
agonizante de Remigio, el camba de los celos y la pasión
que se estrelló en el poste de la sortija de la calle Flori­
da, y el blanco traje de María salpicado de rojas flores de
sangre.
LA MUERTE PEQUEÑA

Aquel niño sufría, desde muy antes, inexplicables an­


gustias y tremendas inquietudes que lo asaltaban en las
horas de soledad e impregnaban su alma infantil de
obscuros remordimientos, irrazonables y torturantes. Sen­
tir así, a los siete años, sólo puede entenderse con la
ayuda de un fantasma neurótico que nació en su inte­
rior, que creció adentro junto con sus primeras razones
viriles. Era a veces una ansiedad secreta y maléfica que
nacía pequeñísima, como el punto de una i, en su menté,
y luego crecía, negra y aplastante, abarcando, dimensio­
nes insanas, como una niebla espesa que parecía un caba­
llo, sí, un caballo que crecía y crecía. Era un caballo. O
era un avestruz gigante que lo perseguía por las altas
habitaciones de la casa, en las horas tristes de la tarde,
y que él nunca vió porque no se atrevía a volver la
cabeza. 1 '•
Luis jugaba y era alegre cuando jugaba con sus her­
manos mayores, tan serenos y tranquilos, con sus amigos
del barrio, seguros y traviesos. Él no tenía el dominio
114 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

de sí mismo que saltaba por todos los poros en sus com­


pañeros de juego. Aparentaba ser igual a ellos, pero
sentía muy adentro que no lo era. A ratos se quedaba
mirándolos intensamente, queriendo descubrir también
en sus miradas amigas el destello miedoso que les deja­
rían sus caballos de niebla y sus avestruces gigantes.
Pero no; ellos eran otros. Cuando estaban solos pensa­
ban cosas alegres y en las noches dormían plácidamente.
Él pensaba nerviosamente en la muerte y sus ojillos in-
faitiles indagaban la noche en vano. Sabía que las carre­
tas acarreaban la muerte en sus ruedas amenazadoras y
en los cuernos de los bueyes de tiro; que la muerte vivía
en las patas de los caballos que galopaban las callejas
arenosas; que la muerte dormía en su propio techo,
aguardando la hora para desplomarse. La muerte era un
“leit motiv” en sus sueños. El bullicio de la escuela eclip­
saba momentáneamente sus inquietudes, sin tornarlo por
eso alegre y bullanguero. El campo recrudecía sus temo­
res, porque la veía agazapada en los matorrales que ani­
dan serpientes letales, aguzada en las astas de los toros
bravios. ¡Y esa ansiedad morbosa de cosas inalcanzables,
esa ansiedad que lo envolvía dolorosamente, voluptuo­
samente, y que acababa en llanto solitario sobre la almo­
hada muelle!
Pero Luis tenía un miedo pánico de que se conocieran
las ridiculas deformaciones que sufría la realidad en su
mundo interno. Se avergonzaba y se sobreponía. Sus
padres tal vez descubrían, sin hacérselo notar, algunas
actitudes extrañas de muchacho huraño y emotivo. Mas
¡por qué preocuparse!, con los años pasan esas cosas
— se dirían tranquilos —. Pero esa cosas no pasaban.
GENTE DE SANTA CRUZ 115

Motivos insignificantes provocaban en él reacciones


desproporcionadas. Una palabra, un gesto, bastaban para
producirle estados emocionales que no guardaban rela­
ción con la causa motora. Se agigantaban en su con­
tacto. Era Luis el demiurgo de un mundo mental ilimi­
tado. Era paciente de una macropia sentimental dolo-
rosa y desviada. Para los demás, era un niño bueno y
de aspecto tranquilo, quizás un poquitín melancólico.
Laura, la criada, intuía obscuramente la secreta debi­
lidad de Luis. Con ser ella una mujer del pueblo, robus­
ta y sencilla, con una abundante traza de campesina
buena, tenía una comprensión humana por el patroncito
extraño y pensativo. A la hora de acostarse, se daba
mañas para contarle a Luis bonitos cuentos sacados de
las viejas leyendas de su pasado aborigen, descuidando
la atención de los hermanitos menores que mecían sus
cabecitas blondas en las riberas del sueño. Luis amaba
a la criada familiar que entretenía esos momentos críticos
y lograba llevarle la tranquilidad y el sueño. Cuando ella
no tenía tiempo de hacerle la esperada visita, ocupada
en la tarea de hacer dormir a los demás niños, Luis recla­
maba su presencia, sin insistir mucho para no denunciar
su miedo irrazonable.
Una tarde se hallaba leyendo los primeros cuentos
infantiles que le había prestado un compañero de escuela.
Luis vivía el mundo maravilloso de las hadas buenas y
los gnomos traviesos. Desde el patio subía el bullicio
alborozado de sus hermanos que jugaban bajo el sol
espeso de verano. A través de los vidrios de la ventana
divisaba el cielo luminoso de añil, cruzado por los luna­
res efímeros de las golondrinas. Una mosca se asentó
116 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

sobre uno de los vidrios rectangulares de la ventana, y


la visión prosaica del insecto acabó con el encanto de la
hora y Luis volvió a engolfarse en la lectura de "Blanca
Nieves”. A poco rato levantó la vista y la mosca seguía
allí, en el mismo lugar en que se había asentado. De
pronto hizo una carrera rápida y corta, quedando nueva­
mente inmóvil. Luis sólo apreciaba un punto negro
sobre la transparencia del vidrio. Sus hermanos se ha­
bían ido a la calle y ya no se oía el bullicio de sus juegos.
Esa mosca estaba allí, sin duda, para distraerlo. Se di­
vertía en hacer recorridos breves y ligeros. Adivinaba
el movimiento burlesco de sus patas restregándose en
las alitas membranosas, acariciando su propia cabecita
de grandes ojos desproporcionados. Tuvo la intención
de arrojarle un libro y espantarla. Pero luego optó por
ahuyentarla con la voz y emitió un suave ¡chis! que llegó
hasta los vidrios con tímida fricción de rebote. La mosca
se quedó quieta. Luis no pudo contenerse y lanzó un
grito agudo que se propagó buido y resonante por todos
los rincones de la casa. Fué algo impensado, absurdo.
No pudo contenerse. Le pareció que se caía la casa, que
se desplomaba la muerte cansada de esperar tras el techo
severo. Se prometió no olvidar nunca ese instante; no,
no lo olvidaría. Aparecieron sus padres.
—¿Qué te pasa, Luisito? — inquirió su madre.
En la quietud momentánea del silencio se hilvanó la
mentira.
—Mi cabeza, mamá. Me duele mucho.
Un respiro de alivio. Un gesto de impaciencia del
padre que sólo puede demostrar, delante de su hijo, jus­
ta severidad por los inusitados caprichos.
GENTE DE SANTA CRUZ 117

Para Luisito el día está perdido. La liberación que


consiguió al emitir su grito impremeditado, se ahoga
nuevamente en la vergüenza, que lo humilla hasta la
exageración. La bondadosa comprensión de sus padres,
que no hacen ningún comentario sobre el hecho y más
bien tratan de hacerlo pasar inadvertido, lo hunde otra
vez en torturante angustia.
Ya no puede leer tranquilo. Quisiera salir, irse a la
escuela, pero la escuela está cerrada porque hoy es un
aniversario cívico. En la mañana, en un solemne acto
escolar, recitó unos versos patrióticos conmemorando el
centenario de la fecha gloriosa. Lo aplaudieron porque
sabía recitar, con desenvoltura airosa y gravedad insólita
para sus pocos años. Su timidez desaparecía totalmente
cuando recitaba desde la tribuna estudiantil. Allí se sen­
tía solo y superior en un plano a sus compañeros de
escuela. Cuando bajaba a las filas entre la ovación uná­
nime, que le ocasionaba una sensación dichosa de frío
en el estómago, sentía la emoción del desquite; placer
pasajero pero de tono subido que repasaba en su me­
moria y le producía reiteradas satisfacciones.
El día gira como un trompo alrededor del mosaico
brillante de la fiesta cívica. En las calles ondean las ban­
deras izadas en sus criollos mástiles de chuchío y en la
plaza pública se alza el altar patrio bajo las curvadas
hojas de las palmeras. En la mesa familiar se comentan
las incidencias del día. Las hermanas mayores de Luisito
no omiten detalle de todos los actos. El incesante coto­
rreo derrama un otoño de palabras sobre la mudez del
niño que piensa en la bondad grande de los menudos
enanos de Blanca Nieves.
118 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—¿Qué es un centenario? — preguntó de repente Lui-


sito. Su pregunta era impersonal, dirigida al conjunto,
en demanda de una respuesta plural. Siempre le ocurría
pasar de una idea a otra sin solución de continuidad y,
muchas veces, volver a la antigua en la misma forma, lo
que contribuía a cimentar su fama precoz de distraído
incurable.
Vinieron las explicaciones.
—Son cien años.
—Es un período de tiempo dilatado. Quiere decir que
hace un siglo de la fecha que hoy conmemoramos.
—Y ¿es muy largo un centenario?
—Es un lapso larguísimo para la vida humana — re­
puso el padre —. Los que estuvieron en el anterior cen­
tenario ya no viven ahora y ninguno de los que vivimos
actualmente veremos el próximo centenario — agregó
para ofrecerle un concepto más objetivo del siglo—.
Habremos muerto.
La charla renació girando en el mosaico abigarrado de
la fiesta popular.
En la hora intranquila de acostarse, Luisito escucha
los relatos lugareños que Laura desovilla con su anima­
do lenguaje salpicado de pintorescos modismos. No
escucha, aparenta escuchar mientras su imaginación tran­
sita el clima mental del centenario. La explicación de su
padre ha despertado en él la niebla de las dubitaciones.
Vaga en el pensamiento de la muerte grande que llegará
a todos para que no vean un día como hoy, un siglo
después. La muerte llegará a su padre y a su madre, y a
todos sus hermanos, y a toda la gente. Eso le interesa y
lo conturba. Llora y sus lágrimas corren silenciosas hasta
GENTE DE SANTA CRUZ 119

que un sollozo ahogado precede a la confesión entrecor­


tada que le hace a la buena criada. Confesión humillante
de temores irreales que Laura escucha paciente y con­
suela con simples razones naturales. Le habla del cielo
pero Luis se obstina en pretender eternidad terrena. Le
miente que los hombres bondadosos nunca mueren y que
su padre es bueno... Luis admite la mentira, sabiéndola
mentira, pero aferrándose a todo lo que signifique un
alivio para sus nervios alterados. Obtiene la promesa de
que Laura no contará nada a sus padres y el sueño se va
apoderando de él tibiamente. El sueño que es una muerte
pequeña que adormece sus enfermizas inquietudes. Él
lo siente así: una muerte pequeña, precursora de esa
muerte grande que atisba desde las ruedas amenazadoras
de las carretas y desde los cascos de los caballos pia­
fantes.
SUCEDIO EN SANTA CRUZ .

Cuando niño, era un niño como tantos otros de ese


pueblo y de ese entonces. Fué a la escuela y aprendió
las primeras letras, cálculos sencillos y complicadas dia­
bluras. Así, como él, era la mayoría de los niños cru-
ceños de fines del siglo pasado. Iba a la escuela con su
carita picaresca y morena, moteada de redondas pecas
que marcaron los ardientes soles del verano inacabable.
Sus pequeños pies desnudos sabían del lodo de las calles
y de las agudas espinas de los prados baldíos. Usaba
traje barato de algodón y blanco sombrero de hilo. Se
llamaba Carmelo, un bonito nombre derivativo de la
Virgen del Carmen, santa patrona del pueblo y de los
soldados que rendían armas ante su hierática imagen de
la Capilla de Jesús Nazareno. A Carmelo le encantaba
fastidiar de mil modos a su viejo maestro, que no se
paraba en chicas para asestarle recios palmetazos en las
manos traviesas. Sentía un placer culpable en escalar
tapias y saltar cercos para hartarse con las jugosas frutas
122 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

de los huertos tropicales, desafiando el ojo avizor del


dueño y la dentellada sañuda del perro guardián. ¡Oh
la delicia de robar frutos del cercado ajeno! Había que
ver cómo se divertía en los asuetos escolares y las pro­
longadas vacaciones veraniegas. La cometa policroma se
elevaba sobre los tejados rojizos mecida por el tibio
viento norte. Jugaba al trompo y al escondite, a la pelota
y al metapaso. Con la honda en la diestra y el zurrón de
bolas de barro terciado a la espalda; no había paloma
torcaz ni loro chillador seguro de evitar el certero hon­
dazo. En las pesadas horas de la siesta, cuando andaba
de caza o de paseo, Carmelo se daba un refrescante cha­
puzón en las aguas del río Nuevo o la laguna Negra.
Regresaba al humilde hogar silbando con maestra habi­
lidad el último carnaval de moda. A veces sacudía el
letargo pueblerino la llegada de un circo. Carmelo y su
hermana menor concurrían a las funciones y gozaban con
deleite increíble a la vista de los animales amaestrados,
los payasos alegres y los arrojados trapecistas. Sentía
particular afición por las bandas de música. Podía pa­
sarse horas enteras oyendo los tristones y alegres carna­
vales de las retretas festivas y las serenatas nocherniegas.
El redoble del tambor repercutía en su pecho donde se
agitaba latente el inquieto demonio del artista. Regre­
saba a su casa silbando, silbando. Así fué la niñez de
Carmelo. Y pasaron los años, equinoccios y solsticios a
través de la quietud rural de Santa Cruz.
Hombre ya, Carmelo Hurtado escogió un oficio. Pudo
ser zapatero o carpintero, albañil o sacristán. Pero él
tenía una inclinación que ahora, en los años mozos, se
hizo realidad: fué músico. Integró una banda, tocó el
GENTE DE SANTA CRUZ í 23

tambor y tañó el clarinete. Años de algarabía y años de


carnaval. La banda tocaba en los velorios de virgen, en
las dianas de cumpleaños y los buris sandungueros. El
clarinete de Hurtado hacía saltar las ágiles notas con
saltador de cuerda por las noches perfumadas y apacibles
del pueblo. Era feliz. Sabía que su destino estaba cum­
plido, que había nacido músico y moriría músico bajo la
pulida serenata de una noche de luna menguante. La
línea de su vida estaba trazada pero se truncó de súbito
en rotunda desviación. Casual coincidencia feliz y mal­
dita. Frente a él, un gendarme anónimo pretendía vio­
lentar con impúdico ánimo a su hermana indefensa. La
luz de la luna rieló trágicamente en el puñal homicida
de Hurtado y se oyó en el silencio de la noche el sordo
rumor de la sangre saliendo a borbotones por la horrible
herida yugular.
Fuga, miseria, rencor. Nunca más volver a alzar el
clarinete de las notas saltarinas y tocar en la retreta o en
el buri. Se internó en la selva proscrito de los hombres,
prófugo de la justicia. El niño de los pies desnudos y las
picarescas travesuras se sintió solo, terriblemente solo.
Ya era un hombre, todo un hombre. Su juventud impe­
riosa y avasalladora lo obligaba a vivir. Sus primeros
crímenes fueron por propia defensa, hurtándole el cuer­
po a sus perseguidores. Luego, lo que empezó como
simple casualidad inesperada, se tornó en funesto há­
bito. Había que vivir. En su rostro se pintó un torvo
gesto huraño y en los ojos brilló la llama rencorosa del
odio. El lobo de Asís dió comienzo a su salvajismo ele­
mental. Carmelo Hurtado reunió su banda de criminales
y desengañados, condenados y prófugos. Era una banda
124 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

sin buri, sin tambores ni clarinetes. Unos, en el cinto


un puñal, otros, bajo el brazo un fusil.
En los collados y en los bosques, en las abras y en los
poblados, se derramó la banda apocalíptica y vesánica.
Sangre en los amaneceres ustorios y sangre en los cre­
púsculos sombríos. El pueblo tranquilo y las aldehuelas
humildes sintieron el trémulo palpitar de la carne ate­
rrorizada. Los bandoleros mataron gente, quemaron
casas y asaltaron alquerías. ¡Ahí viene Hurtado! era un
¡sálvese quien pueda! en todos los confines orientales.
Terror y luto. En las batidas de policía quedaban diez­
madas las tropas de orden. Terror y luto. Carmelo Hur­
tado realizaba su obra de muerte bajo las lunas román­
ticas y los ortos magníficos. Terror y luto.
Así pasaron muchos años de inquietud y zozobra.
Campesinos y ciudadanos vivieron horas de angustia y
congoja. Al anochecer todos cerraban sus tranqueras y
aseguraban sus puertas temerosos de un asalto del legen­
dario criminal paranoico. Pero los nuevos soles alum­
braban una y otra vez los cuadros de desolación y muerte,
los puñales clavados en carne inocente, las culatas ensan­
grentadas y los ojos fijos, tremendamente fijos. Cuantas
veces se intentó capturar al bandolero fallaron las batidas
mejor organizadas. Un dios aparte — el dios del lobo y
la serpiente —, ayudaba a Carmelo Hurtado en el crimen,
en el robo y en la huida. Tal vez, en los pocos momen­
tos de paz de su vida trashumante, añoraba su niñez ale­
gre y turbulenta, sus fechorías de rapaz travieso y su
plenitud vital de músico de pueblo. De sus labios vio­
lentos y sensuales surgía entonces tímidamente la trémula
entonación de un viejo carnaval, lejano y melancólico.
GENTE DE SANTA CRUZ 125

Pero llegó la hora que siempre llega y que nunca se


espera. Mientras se hallaba recostado en una hamaca y
el sueño aleteaba en sus párpados cansados, bajo la tibia
claridad de una choza solitaria, uno de sus secuaces
— vengativo o ladrón —, le arrimó a la sien la obscura
boca de su fusil, ajustó el disparador y la detonación
ahogada se perdió en las grietas de las derruidas paredes
de la casuca y se enterró zumbante como un abejorro
enloquecido en el seno secreto de la tierra. Luego el
silencio. El asesino mutiló el rostro de Hurtado con sádica
perversidad y huyó. Quedó el cuerpo tendido, los brazos
colgantes y la hamaca tinta en sangre cálida y espantosa.
Cuentan por ahí, en las tranquilas veladas familiares
del pueblo, que Hurtado recurrió a una treta eficaz: dis­
frazó con sus ropas a su última víctima y le desfiguró el
rostro, haciendo pasar por suyos los despojos, para
atravesar impune la frontera y volver a su antigua vida
de músico rural. Que en una aldea extranjera alguien lo
reconoció cuando tocaba el clarinete en una retreta pue­
blerina. Que la música fué el "Poverello” que tornó a los
hombres al lobo diabólico.
Ésta es la historia de Carmelo Hurtado, el niño de la
cara morena y picaresca que jugaba al trompo y al escon­
dite. Sucedió en Santa Cruz.
LA P U L P E R A

Doménica Silva llegó un día, no se supo si de las lla­


nuras de Moxos o de las márgenes sombrías del Mamoré.
Tal vez del lejano Brasil. Pero, eso sí, largos años pasó
en el Beni selvático de los grandes ríos y los crepúscu­
los inacabables. Su voz era cálida como las llanuras
interiores y su habla tenía el acento inconfundible de la
gente de mi tierra. Tenía la edad de la fruta en sazón.
Y creo que era bella, morena y extrañamente pálida, de
rasgados ojos obscuros y boca grande, de gruesos labios
sensuales y pequeña nariz anhelante. Traza de erguida
amazona, amplia traza fuerte de mujer. ¡Malhaya su
atractivo!
Llegó a mi pueblo y se instaló en una casita situada
en una esquina alejada del centro, una casita blanca y
sencilla, con una sala, un aposento y un patio grande
lleno de árboles grandes y rodeado por un cerco de setos
vivos, que en verano daba bellas flores de color lila y en
invierno erizaba fríamente sus enormes espinas de cuatro
128 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

pulgadas. El techo era rojo como un crepúsculo y alegre


como un clavel. Los pilares eran de dura madera lus­
trosa y la acera muy alta. Abajo quedaba el suelo de la
calle, arenoso en las sequías y correntoso como un arroyo
en la época de las lluvias. Allí se quedó Doménica, sola
y valiente, decidida a vivir. Sin duda trajo algunos dine­
ros del país de los ríos, puesto que instaló una pulpería
bien surtida en la sala de la esquina, una de esas clásicas
pulperías cruceñas, con provisión de licores malos, hilos
y cigarros, agujas y botones, jabones del país y también
de olor, frutas secas y frescas, velas de sebo y también
de estearina, panes y golosinas, en fin, todos los artículos
de la mercería y la buhonería. Nació la tienda y Domé-
nica fué la pulpera.
—¿Doña Doménica? Dice mama Rosa que cómo se
ha amaneció y que elai estos plátanos pa su jacuú.
La negrita portadora del mensaje, que lo lanzó sin res­
pirar, de una sola vez, extiende el racimo de dorados
plátanos y se queda mirando fijamente al suelo, con su
timidez traducida en el nervioso tironear de unas hila­
chas de su delantal, en espera de la consabida respuesta:
—Decisle a la comadre que pa qué se ha molestao, que
muchas gracias y que me los comeré en su nombre.
—No es molestia, doña — concluye la chica debida­
mente instruida, y dispara hacia la calle llena de sol.
Así es. La pulpera ya tiene muchas amigas y no pocas
comadres. Cuando abre sus puertas al amanecer y barre
los amplios corredores enladrillados, recibe de cada pos­
tigo y de cada ventana de balaustrada, el saludo amistoso
de las vecinas:
—¡Buenos días, comadre!
GENTE DE SANTA CRUZ 129

—Buenos días, doña Paulina.


—¿Cómo se ha amaneció, doña Doménica?
—Alentadita nomás y ¿usted bien?
—Siempre arreando pa adelante.
—¡Vaya, me alegro!
Cordialmente, sencillamente vive la pulpera entre la
gente sencilla. Se hace querer. Los mozos de la vecin­
dad la observan mucho, la miran detenidamente y luego
caminan abstraídos, idos. Ella lleva gallardamente sus
treinta años.
—Véndame cigarrillos.
—¿Cayubabas?
—No. Emponchados.
Doménica alcanza el atado al comprador.
—¿Tiene pajuelas?
—¿Cómo no?
Se inicia la conversación, sobre el tiempo, sobre la
escasez, sobre cualquier cosa. A la despedida ya tiene un
amigo más. Pasan muchos hombres por la nueva pulpe­
ría. Algunos han tenido la suerte de sentarse a charlar,
mientras Doménica hila en una rueca y enseña su abierta
sonrisa turbadora.
Chano se enamoró. Era un lindo mocetón del barrio,
jornalero de oficio y de nombre Miguel Ramírez. Le
decían Chano porque sí, sin razón alguna, desde muy
niño. Chano le cantó a Doménica en las medias noches
y en los amaneceres. Su voz y la voz de la guitarra se
unieron en románticas serenatas azules.
Vinieron muchos hombres. Hay muchos hombres en
mi pueblo. Doménica se veía cada noche visitada por
tres o cuatro admiradores que rodeaban una mesa colo­
130 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

cada detrás del mostrador. Ahí se quedaban hasta muy


tarde y bebían los malos licores de la pulpería a la salud
de la pulpera. En las primeras horas de la noche ella
se repartía entre la atención al público y la atención de
sus buenos clientes de detrás del mostrador. Luego ce­
rraba la puerta y bebía con éstos. Le gustaba beber. A
cierta hora avanzada Doménica los despedía. Nunca
habían altercados. Nadie se atrevía a propasarse. Se
iban mirando encandilados la extraña palidez mate de
la mujer. Siempre tenía nuevas visitas y nuevos galanes
perdían la esperanza ante la esquivez de la linda pulpera.
Las vecinas empezaron a comentar. Pero ninguna se
atrevía a romper lanzas. Ninguna a arrojar la primera
piedra. Recordaban que ella era buena y valiente, que
vivía sola y las regalaba con las buenas cosas que sabía
hacer.
—iSi es tan buena! Se busca la vida...
—Siempre tan trabajadora y habilidosa.
—Nunca se ha dicho nada de malo por sus visitas. Se
porta bien y junta sus realitos.
-----Claro, comadre, con la crisis...
—Claro, la crisis...
•—Pero... ¡bueno!
En las mañanitas todas la saludaban con la vieja con­
fianza. Ella estaba cada vez más pálida. Las malas no­
ches — se decían las vecinas. Muchos de sus galanes no
volvían. Llegaban otros. Pero Chano — ¡pobre Cha­
no!— era el preferido.
Qué casual fué que ese señor brasileño de lentes de
carey y maletín bajo el brazo, hubiese pasado por allí,
por ese barrio donde era tan raro ver a un señor de esa
GENTE DE SANTA CRUZ 131

clase. El azar lo llevó, y lo llevó a ver a la pulpera. La


miró detenidamente, abstraído y preocupado, como la
miraban los mozos de la vecindad. La gente se preguntó
si la conocería, si la habría visto en las selvas amazónicas
de su lejano Brasil. Pero no la conocía y su preocupación
no era la misma que tenían los mozos de la vecindad.
Entró con Doménica a la casa. Estuvo largo rato y salió
serio y perplejo, como salen algunos señores de lentes de
las casas humildes.
Desde entonces cambió todo. Ese señor habló con la
gente. Los hombres evitaban a la pulpera y compraban
sus cigarros en otras tiendas. Ya no se reunieron más
detrás del mostrador a brindar por ella. Sus conocidos
apenas la saludaban, con manifiesta desazón y visible
inquietud. Los chiquillos del barrio ya no iban a com­
prarle confituras y frutas secas. Sus provisiones se ma­
leaban en los cajones y escaparates y el pan cocido en su
horno y amasado con sus propias manos, su buen pan de
albo trigo del Señor, permanecía endurecido y cubierto
de moho sobre las anchas cazuelas de palo. Algunas mu­
chachas rivales sentían una perversa satisfacción; Domé-
nica andaba con los ojos bajos y las vecinas entornaban
sus postigos cuando la veían barrer los corredores en las
claras mañanitas de sol. Su palidez de oro ponía una
aureola exótica sobre su boca sensual de treinta años.
Chano la quería, la seguía queriendo. ¿No lo sabría,
acaso ?
Doménica Silva se fué una noche. Se fué sin decir
de dónde vino ni adonde iba. Un carro se la llevó con
sus trastos, hacia el norte. Se fué la pulpera del barrio,
sola otra vez.
130 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

cada detrás del mostrador. Ahí se quedaban hasta muy


tarde y bebían los malos licores de la pulpería a la salud
de la pulpera. En las primeras horas de la noche ella
se repartía entre la atención al público y la atención de
sus buenos clientes de detrás del mostrador. Luego ce­
rraba la puerta y bebía con éstos. Le gustaba beber. A
cierta hora avanzada Doménica los despedía. Nunca
habían altercados. Nadie se atrevía a propasarse. Se
iban mirando encandilados la extraña palidez mate de
la mujer. Siempre tenía nuevas visitas y nuevos galanes
perdían la esperanza ante la esquivez de la linda pulpera.
Las vecinas empezaron a comentar. Pero ninguna se
atrevía a romper lanzas. Ninguna a arrojar la primera
piedra. Recordaban que ella era buena y valiente, que
vivía sola y las regalaba con las buenas cosas que sabía
hacer.
—¡Si es tan buena! Se busca la vida...
—Siempre tan trabajadora y habilidosa.
—Nunca se ha dicho nada de malo por sus visitas. Se
porta bien y junta sus realitos.
-----Claro, comadre, con la crisis...
—Claro, la crisis...
•—Pero... ¡bueno!
En las mañanitas todas la saludaban con la vieja con­
fianza. Ella estaba cada vez más pálida. Las malas no­
ches — se decían las vecinas. Muchos de sus galanes no
volvían. Llegaban otros. Pero Chano — ¡pobre Cha­
no! — era el preferido.
Qué casual fué que ese señor brasileño de lentes de
carey y maletín bajo el brazo, hubiese pasado por allí,
por ese barrio donde era tan raro ver a un señor de esa
GENTE DE SANTA CRUZ 131

clase. El azar lo llevó, y lo llevó a ver a la pulpera. La


miró detenidamente, abstraído y preocupado, como la
miraban los mozos de la vecindad. La gente se preguntó
si la conocería, si la habría visto en las selvas amazónicas
de su lejano Brasil. Pero no la conocía y su preocupación
no era la misma que tenían los mozos de la vecindad.
Entró con Doménica a la casa. Estuvo largo rato y salió
serio y perplejo, como salen algunos señores de lentes de
las casas humildes.
Desde entonces cambió todo. Ese señor habló con la
gente. Los hombres evitaban a la pulpera y compraban
sus cigarros en otras tiendas. Ya no se reunieron más
detrás del mostrador a brindar por ella. Sus conocidos
apenas la saludaban, con manifiesta desazón y visible
inquietud. Los chiquillos del barrio ya no iban a com­
prarle confituras y frutas secas. Sus provisiones se ma­
leaban en los cajones y escaparates y el pan cocido en su
horno y amasado con sus propias manos, su buen pan de
albo trigo del Señor, permanecía endurecido y cubierto
de moho sobre las anchas cazuelas de palo. Algunas mu­
chachas rivales sentían una perversa satisfacción; Domé-
nica andaba con los ojos bajos y las vecinas entornaban
sus postigos cuando la veían barrer los corredores en las
claras mañanitas de sol. Su palidez de oro ponía una
aureola exótica sobre su boca sensual de treinta años.
Chano la quería, la seguía queriendo. ¿No lo sabría,
acaso ?
Doménica Silva se fué una noche. Se fué sin decir
de dónde vino ni adonde iba. Un carro se la llevó con
sus trastos, hacia el norte. Se fué la pulpera del barrio,
sola otra vez.
132 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Chano sufrió mucho. Amaba a la ardiente mujercita


del trópico que huyó de él, que ya había huido de él en
las últimas épocas con sus inmóviles abstraimientos y sus
lagunas de silencio, con sus pesados laconismos y sus
miradas fijas en la noche. La recordaba más extraña que
nunca, extraña y amorosa. Se fué físicamente. Él andaba
solo, sintiendo también el vacío inexplicable que lo ro­
deaba, que lo volvía extranjero en su barrio y entre su
gente, en las calles de arena y en sus rincones familiares.
Una tarde anduvo mucho por el pueblo. Caminaba y
se evadía de sí mismo. Olvidaba. De regreso a su mise­
rable cuartucho de jornalero pobre, frente a la antigua
pulpería de sus recuerdos, dos rapaces del barrio jugaban
bulliciosamente. Chano, ausente, los miraba. Uno de
ellos lo señaló con el dedo y ambos lo miraron temero­
sos unos segundos, para luego huir a escape gritando:
—¡El leproso! ¡el leproso!
Chano recordó de golpe la incurable llaga que tenía
la pulpera en una pierna. Recordó que el médico de
lentes de carey habló con la gente. Evocó a Doménica
Silva, mirando su lepra de luna bajo la roja luna de los
paisajes interiores.
LA RIÑA DE GALLOS

Pedrito abrió los ojos desmesuradamente cuando vió


que el último huevo se partía y la vieja gallina clueca
ayudaba a salir al polluelo de su frágil envoltura caliza.
Los demás polluelos piaban y escarbaban el suelo alrede­
dor del nido. Eran más viejos; ya tenían largos mo­
mentos de vida. Este era el último. Permaneció quieto,
erguido en postura forzada sobre sus amarillos pies entre­
abiertos y mirando azorado el acaecer de la vida. Pedrito
había estado horas enteras observando y observando, en
espera de sorprender el advenimiento de un pollo al
mundo. Ahí estaba el polluelo blanquecino, inmóvil y
con los redondos ojillos extasiados ante la luz y el movi­
miento. Dió el primer pasito indeciso, se tambaleó y re­
cobró el equilibrio mientras la gallina cacareaba y pico­
teaba los restos del cascarón esparcidos junto al tibio
nidal. Pedrito estuvo largo rato mirando las primeras
experiencias del recién venido, sus arriesgados pinitos,
sus iniciales aventuras en el limitado escenario de su uni­
154 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

verso. Emitió un inaudible pío y en seguida otro que


llegó hasta los instintos de la clueca como un eco invo­
catorio del grano y de su rotundo derecho a la vida.
A los pocos días el polluelo era mucho más bonito. Esa
opinión se formó el niño. Había visto cómo nacía cada
nueva pluma y cómo el bichito pelón se volvió un re­
dondo capullo plumado que recorría el gallinero piando
primorosamente y picando cuanta sabandija, grano o gu­
sanillo se le ponía delante. Sus hermanos no eran tan
graciosos. Siempre andaban en humilde seguimiento de
la madre mientras que éste se alejaba valientemente del
grupo y hacía giras por su cuenta merodeando por todos
los recovecos del gallinero, espiando debajo de las hojas
secas y explorando las vasijas y travesaños de la residen­
cia gallinácea, sin importarle gran cosa de los empello­
nes imprevistos que recibía de los gallos engreídos y de
los sustos que le daban premeditadamente las gallinas
envidiosas. Tenía alma de explorador.
Pero la desgracia no sólo franquea los umbrales de la
casa del hombre sino también las rejas de los gallineros.
Un halcón hizo presa de la gallina madre y los polluelos
huérfanos quedaron a merced del destino. Murieron va­
rios. Pedrito se hizo cargo del polluelo de marras y
desde entonces fué su padre adoptivo. Andaba con él en
un bolsillo de la americana por todas partes, tratándolo
con sumo cuidado y dándole de comer pequeñas orugas
y tiernos granos. Al lado de su cama le hizo un bonito
nido con una caja rellena de paja y viruta. Allí dormía
el polluelo y se levantaba al alba sin ocurrírsele nunca
darle los buenos días a su protector. Pedrito sufrió una
decepción por este motivo. Al despertar, lo primero que
GENTE DE SANTA CRUZ 135

hacía era extender la mano hacia el nido pero su hijo


adoptivo ya no estaba allí. Andaba errando por los
corredores y los aposentos de la casa en busca de alimen­
to. Era un ingrato o un glotón.
El cariño de Pedrito crecía en razón directa con el
crecimiento del polluelo. Éste había aprendido a comer
en el hueco de su mano, lo que no hacía con ninguno de
la casa, ni aún con su padre que tenía un vieja afición
congènita de hacendado criollo por las aves de corral;
afición que se concretaba particularmente en los gallos
de raza que llevaba al pueblo de tiempo en tiempo para
hacerlos lidiar en las galleras de don Mauro.
Creció el polluelo y se volvió un pollastro feotón, de
largas canillas y ralo plumaje grisáceo. Estaba en la épo­
ca crítica de transición a la edad adulta. Ya no quería
acostarse en el nido de su pollez, junto a la cama de su
amo. Ambulaba por la casa y los alrededores arries­
gándose hasta los corrales donde buscaba el sustento
escarbando la boñiga del ganado. Ya no se preocupaba
de Pedrito; lo miraba como a un intruso y muy rara vez
dejaba acariciar su plumaje sucio con las manos pater­
nales. Y eso que Pedrito siempre tenía para él un puña­
do de maíces o una escudilla de arroz cocido. Porque el
niño lo seguía queriendo, a pesar de su ingratitud y su
fealdad.
Sobre la cabeza del pollastro empezó a crecer una
cresta roja y una tarde agitó las alas y emitió su primer
canto, bronco y disonante. Las gallinas cacarearon bur­
lescamente, pero Pedrito alabó su tentativa viril y la
contó a su familia y a los vecinos. Su padre posó la
mirada experta en el pollo engallado y sentenció :
136 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—Es de buena cría y tiene buena pinta. Va a ser un


lindo gallo de pelea.
Con los meses el pollo se transformó en un hermoso
gallo de lustroso plumaje cenizo, cuello fino y ondulado
y sólidos espolones curvados ligeramente como una la­
tente amenaza. Cuando lanzaba al amanecer su canto
sonoro y audaz, oscilaban nerviosamente sus rojas ca­
rúnculas barbales y los otros gallos se alejaban lenta­
mente, disimulando su apocamiento con aires de altanera
fanfarronería. Era dueño y señor del gallinero, y tam­
bién, cuando se le ocurría, de los gallineros vecinos,
adonde iba una y otra vez en gira sentimental y regresaba
ufano de haber conquistado a una gallina y derrotado
a un rival. Pedrito conocía sus virtudes y debilidades.
El mismo tuvo que dar explicaciones a las vecinas que
se quejaban continuamente de las irrupciones del gallo
en sus gallineros, donde siempre quedaba algún presun­
tuoso gallito muy mal parado. Por temporadas mero­
deaba la casa de la hacienda un zorro dañino que hacía
presa en las noches de cuanta gallina se ponía a su al­
cance y, como buen zorro, no se dejaba atrapar con
acechanzas ni trampas. El gallo cantaba al alba como
siempre, impávido y orgulloso, al parecer despreocupado
del ataque zorruno que había diezmado su grey la noche
anterior. Pedrito lo miraba con preguntas, pero su gallo
parecía muy satisfecho de haber salvado su propia pe­
chuga de la dentellada voraz.
Llegó un día en que don Pedro le dijo a su hijo:
—Oí, Perucho. Ayúdame a coger el gallo ceniza. Le
buscaré una buena pareja pa la riña del sábado.
Pedrito persiguió al gallo encocorado por los chique­
GENTE DE SANTA CRUZ 137

ros y los hórreos hasta que logró atraparlo y reducir


a la impotencia su indocilidad. ¡Qué grande y pesado
estaba el antiguo polluelo que vió salir del huevo, pe-
queñito y trémulo! Sería un vencedor en la lid; estaba
seguro. Lo amarraron de un pie a un horcón de la casa
para someterlo a un riguroso régimen alimenticio hasta
el día de la pelea. Ninguna zozobra asaltaba al mucha­
cho por el destino del gallo, de su gallo. Sabía que todo
gallo fino y de buena estampa iba a parar a la gallera.
Que el destino de su gallo era la cancha de don Mauro.
El sábado partieron, padre, hijo y gallo. Pedrito iba
con el gallo bajo el brazo y el padre adelante, vestido
de blanco traje dominguero y con unos pesos en el bol­
sillo para las apuestas. A las tres de la tarde llegaron
al pueblo y se encaminaron directamente a la casa de
don Mauro. En el primer patio se jugaba a la taba y en
las piezas vecinas había una serie de mesas rodeadas de
jugadores de cartas y dados. Se oía el rumor incesante de
las apuestas y los juramentos. El pueblo, medio se diver­
tía buscando el tono subido de las emociones del juego.
La taba, arrojada diestramente por los jugadores, daba
media vuelta en el aire y caía con golpe seco sobre el
suelo de tierra apelmazada.
—¡Diez pesos al tiro!
—¡Pago!
—¡Caigo con veinte!
Pedrito y su padre se dirigieron al segundo patio, que
estaba casi lleno de gente. En el centro se hallaba la
cancha circular de unos cuatro metros de diámetro, bor­
deada de una estera de medio metro de alto y de una
aglomeración de hombres, los unos sentados y los otros
138 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

de pie, que miraban apasionadamente el desarrollo de


las riñas de gallos. En cada horcón del patio había ama­
rrado un nervioso gallo de pelea que de rato en rato
lanzaba sus vibrantes retos sonoros. Pedrito sintió estre­
mecerse al ave bajo su brazo y emitir las metálicas notas
de su canto desafiante.
En la gallera había sangre de gallos.
En los hombres corría sangre sanguinaria. Se oían
comentarios animados y se cruzaban las apuestas. Las
miradas fijas en los gallos que se debatían en la cancha
luchando enconadamente. El sol dejaba caer sus rayos
sobre la riña y la arena de la gallera embebía lentamente
la sangre oscura y mortal. Varias parejas de gallos fue­
ron enfrentadas en la palestra. Cuando terminaba la
lucha quedaban pingajos sangrantes, montones de plu­
mas agitadas por estertores agónicos, picos destrozados,
cabezas rotas, ojos ciegos. Y en los hombres seguía co­
rriendo ardiente sangre sanguinaria.
Le tocó el turno al gallo de don Pedro, quien eligió
al rival. Era un gallo colorado del mismo peso, algo
más alto, fino y vencedor en varias lides. Un rival peli­
groso. Se arreglaron las condiciones y se cruzaron las
primeras apuestas. El gallo colorado había perdido un
espolón en una riña pasada y su dueño le amarraba ahora
en su reemplazo un cuerno puntiagudo de hierro. Don
Pedro limó cuidadosamente los espolones de su gallo
con una afilada puntilla. En seguida, ambos dueños sor­
bieron una buchada de agua y la pulverizaron bulliciosa­
mente sobre la cara de los gallos, bajo las alas y en las
robustas pechugas valerosas, para sacudirlos de la mo­
dorra aletargadora de la siesta tropical.
GENTE DE SANTA CRUZ 139

Los gallos fueron arrojados a la cancha y quedaron


plantados frente a frente, inmóviles y nerviosos. La
sangre de la gallera había sido barrida de la arena como
en las plazas de toros. Pedrito escuchaba en sus oídos
el golpe de los latidos duros de su corazón inquieto.
Había silencio.
—¡Veinte pesos al ceniza!
—¡Pago! ¡Veinte más contra!
—¡Van!
Las apuestas estaban divididas. Había riesgo. Ambos
gallos tenían una bella figura de ganadores y los parti­
darios de uno y otro aumentaba cada vez. Todos los
concurrentes eran viejos aficionados a las riñas, desde
el alcalde del pueblo hasta el humilde obrero que iba
a dejar el salario de la semana en la apuesta tentadora.
El juez de cancha era don Mauro, un rudo vejancón de
largos mostachos caídos que nació y vivió entre gallos,
tahúres y cubiletes. Estaba sentado en un lugar promi­
nente, dispuesto a hacer escuchar su palabra autorizada
y disolver cualquier querella que se suscitara entre los
jugadores.
—¡Cien pesos al colorao!
Silencio. Expectación.
Los gallos se medían con sus redondas miradas. Se
aproximaron con las plumas del cuello erizadas y el pri­
mer choque se produjo fulminante. Eran dignos conten­
dores. Se quedaron alzando y bajando la cabeza al mismo
nivel, rápidamente, como si quisieran trocar la pelea en
un inocente jugueteo de polluelos.
—¡Cien pesos al colorao! — insistió la voz.
—¡Pago!
140 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Nuevo silencio. Alivio.


Saltaron los gallos una, dos, cinco veces. Se oía el
golpe seco de los espolonazos. Cuando uno de los gallos
lograba hallar un punto de apoyo afirmándose con el
pico en la cabeza o el cuello de su contendor, atacaba
con ambos espolones a la vez, furiosamente. Algunas
gotas de sangre empezaban a manchar el suelo. Los
gallos se acosaban valientemente, sin miedo y con odio.
Se cruzaban nuevas apuestas y las miradas estaban fijas
y ansiosas en los rivales. Pedrito apretaba los puños.
Había logrado colarse por entre el compacto grupo de
espectadores y se había ubicado al borde de la cancha.
Sentía que de los gallos partía una ola de bravura v
desprecio a la vida que lo envolvía dolorosamente. Su
gallo le asestó un recio espolonazo al cuello de su con­
tendor, que se quedó vacilante.
—¡Cien pesos al ceniza!
El colorado afirmó otro pinchazo, arrancándole un
ojo al cenizo.
—¡Pago!
—No va.
Sangre en la gallera; sangre de gallos salpicando a los
espectadores; sangre corriendo vertiginosa y calcinante
en las venas del niño. Discusiones. Nerviosidad. Los
gallos realizan nuevos ataques y se apuñalan fieramente.
Otro espolonazo en el cuello del gallo colorado y éste
queda tendido lastimosamente, enceguecido por la san­
gre que le chorrea por los ojos, y el pico roto y colgante.
Los espectadores se desasosiegan, gritan, piden más lu­
cha, más sangre:
—¡Careo! ¡careo! ¡careo!
GENTE DE SANTA CRUZ 141

Don Mauro, desde su sitial ordena el "careo”. Los


gallos son bañados rápidamente, puestos otra vez frente
a frente y azuzados por sus dueños. Apenas pueden sos­
tenerse, pero se acosan instintivamente, enloquecidos,
fieros. Ya no pueden ordenar sus movimientos. Nueva­
mente corre la sangre desde las cabezas heridas hasta
el suelo. Acezan fatigadamente y realizan ataques al
aire, sin verse el uno al otro, con movimientos disloca­
dos, ridículos y dolorosos. Un casual espolonazo del
gallo colorado, que apenas se tiene en pie, atraviesa la
cabeza del cenizo que rueda por el suelo salpicando a los
espectadores con sangre bermeja y fragmentos de sesos
enrojecidos. Un clamoreo general saluda el triunfo del
gallo colorado que agoniza en la cancha. Se concertan
nuevas riñas, se pagan las apuestas y se ajustan nuevas.
Hay sangre de gallos en la gallera. En los hombres
corre ardiente sangre sanguinaria y Pedrito lleva sangre
en las vestiduras y sangre floja en el pecho.
—¡Ganó el colorao! — sentencia don Mauro.
EL VIEJO M AYORDOM O

—¡Güeta! ¡güeta! ¡ju! ¡ju! ¡juuuuu!...


El grito del vaquero se alargaba en el horizonte y
subía las lejanas colinas crepusculares, y rebotaba en ecos
apagados y lentos, hasta morir en el ocaso de la estancia.
Y volver a nacer, esta vez con tonos rispidos y verti­
cales:
—¡Güeta! ¡güeta! ¡ju! ¡juuuuu!...
La prolongación de las úes agresivas se envolvía como
un lazo hostigador en los cuernos erguidos de la vacada
que iba adelante, trotando, mugiendo, avanzando por la
llanura que amaba la caricia sádica de las pezuñas hen­
didas.
—¡Güeta! ¡güeta! ¡ju! ¡juuuuu!...
Otra vez, y otra y otra. El balido débil del ternero,
el mugido bronco del toro y el entrechocar de los cuer­
nos del tropel vacuno camino al corral. Otro grito sur­
gía del lado opuesto de la tropa y otro de algo más lejos.
Repetían las mismas sílabas, tenían la misma entonación
144 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

del primero, pero no guardaban como éste, esa profunda


analogía con el paisaje y esa secreta intimación que era
para el ganado la voz autoritaria del hombre. Eran tres
los vaqueros, o cuatro, pero era uno solo Ruperto Ríos,
el viejo mayordomo de la estancia, el de la barba gris
como los ásperos ramajes de verano y la faz tostada que
armonizaba con la tierra perenne.
Ruperto Ríos nació en Clara, la antigua hacienda don­
de habían nacido sus antepasados y nacieron sus hijos,
y nacerían sus nietos también. Mi bisabuelo fué el pa­
trón de Ruperto Ríos y mi abuelo el patrón de sus hijos.
Los nietos de sus hijos fueron mis amigos. Pero en
Ruperto Ríos se fundó el tronco de su raza y nació el
árbol genealógico de su clan. Vivió hace tanto tiempo
que sumada mi vida y la vida de mis padres y la de mis
abuelos, no llegarían hasta él. Clara sí permaneció. Tuve
el placer de verla como la vió el mayordomo Ríos, con
su vetusto caserón angustiado ante los crepúsculos, con
sus amplios corrales cercanos y con su viejo paisaje in­
mutable e inconsolable, donde transitan las vacas overas
y los lentos toros ariscos de la estancia. Clara permane­
ció igual. Anduve por los llanos pastizales, escuché el
chapaleo del ganado en los arenales anegadizos y oí
el grito de los nuevos vaqueros que, a veces, al pasar por
el filtro del aire caliginoso de la pampa, llegaba hasta
mí como el grito remoto de Ruperto Ríos, saludándome
desde los altos torreones del tiempo.
El retrato de mi bisabuelo, colgado en la pared austera
del salón, siempre me hablaba del viejo mayordomo
Ríos. A través de mis abuelos y mis padres llegó la
historia del vaquero hasta mí. Pero mi bisabuelo, no
GENTE DE SANTA CRUZ 145

contento con ello, me la volvía a contar desde su retrato


empolvado, agitando levemente sus finos labios enmar­
cados en la dimensión obscura de su barba.
Ruperto Ríos — me decía—, fué el mejor de mis
hombres. Siendo apenas mozo lo nombré mayordomo
de la estancia porque, aunque le faltaban años, le sobraba
experiencia de hombre, saber de estanciero, don de man­
do. Amaba la tierra de la hacienda rústica donde nació.
Y estoy por creer que, a ocultas, besaba la buena tierra
clareña. Era de porte elevado, cutis endrino y barba
rojiza que contrastaba con el negro destello de sus ojos.
Cuando montaba su caballo, formaba un todo con el
noble animal. Era el señor de la pampa. Nunca hubo
hacienda mejor cuidada que Clara, ni Clara Arenales que
también era mía, ni Clara Chuchío, la vecina. Porque
Ruperto Ríos amaba la estancia profundamente. Era el
más hábil domador de potros que vieron mis ojos y el
más sutil enfermero para el ternerito atacado por el mal
de caderas o la peste de uñas. Tenía la intuición mila­
grosa del vaquero que presiente el llamado de la vaca
atascada en el pantano o del potrillo que se estrangula
entre las lianas. Estaba en todas partes, incansable.
Ruperto Ríos — continuaba la voz del retrato —, an­
duvo mucho conmigo, por remotos caminos. Cierta vez
se defendió a mi lado del ataque de los salvajes y caminó
durante muchas leguas con una flecha clavada en la
robusta espalda hasta llegar al pueblo. Porque era va­
liente. Otra vez lo vi salvar a una mujer que se ahogaba
en el río Grande, a riesgo de su vida. Porque era bueno.
En Clara era el rey de las fiestas que se organizaban con
las familias de la vecindad. Lo oí cantar en las ruedas
146 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

del jolgorio campesino. Su voz firme y sonora modulaba


las sencillas tonadas clareñas:
Tengan buenas tardes
cómo están ustedes,
entro saludando
a hombres y mujeres.
Y luego, en la ronda:
De las de mi rueda
cuál es la mejor:
y la taporita
se lleva la flor.
Para, en seguida, contrapuntear a la graciosa mucha­
cha que le asestaba una copla en el corazón:
Qué boquita dulce
la que me ha cantado,
si será de azúcar
o de empanizado.
Ruperto Ríos improvisaba, como le improvisó un can­
tar a tu bisabuela en rendido pleito homenaje. Porque
era alegre.
Muchos años — agregaba la voz, aligerada—, vivió
Ruperto Ríos en Clara, arreando su amada tropa de ga­
nado que era su misma vida, ingrávido sobre el rústico
apero del caballo, revoloteando el lazo silbador sobre su
vieja cabeza que vencían los años. Su grito se alargaba
GENTE DE SANTA CRUZ 147
en el horizonte y subía las lejanas colinas crepusculares,
en profunda analogía con el paisaje, rebotando en ecos
apagados y lentos, hasta morir en el ocaso de la estancia.
Nadie pudo repetirlo igual. El ganado adivinaba en su
voz eufónica la secreta intimación del hombre.
Ruperto Ríos — terminaba la voz con la dulzura de
una lágrima hechizada —, murió. Sí, murió. Estuve jun­
to a él en los minutos postreros. Me manifestó su último
deseo: ser enterrado en las puertas del corral, casi a flor
de tierra, donde su ganado querido lo pisoteara día tras
día y él pudiera sentir la caricia buena de esas pisadas
eternas. Murió y le brindé un gran funeral, al que asistió
la numerosa vecindad de varias leguas a la redonda, y
asistieron pájaros y caminos. Lo hice enterrar a la puerta
del corral, casi a flor de tierra, como él lo quiso. Al día
siguiente se abrieron las tranqueras y el tropel vacuno
pisoteó por primera vez su tumba. Y en su honor bau­
ticé la estancia con su nombre: Clara Ríos.
La voz del retrato se apaga. Los finos labios de mi
bisabuelo se inmovilizan bajo la penumbra del salón.
¡Pero yo conocí Clara Ríos! Pisé también la tumba del
viejo mayordomo, donde hay polvo de huesos pisoteados
por las miles de reses que pasaron por allí. Escuché su
grito y pisé su tumba sin cruz, humildemente.
BLANCO Y NEGRO

Virgilio García y José Vaca nacieron en las mismas


(ierras bajas y calientes, respiraron el mismo aire de las
siestas de fuego y transitaron los caminos de Santa Cruz.
Conocieron los mismos árboles que no acaban de reír en
las madrugadas y durmieron en las noches estrelladas,
sobre el campo abierto, bajo el cielo abierto. El caso es
que la búsqueda de trabajo — sencilla y común aventura
de la vida —, los juntó en una hacienda grande, agreste,
de tierra pródiga expuesta a todos los vientos y preñada
de esperanzas. ¡Qué tierra buena aquélla! El que miraba
por primera vez la casa agazapada bajo los árboles, el
bosque prodigioso, el río cercano lamiendo las laderas
de las dunas y los torsos morenos de los cambas en la
brega fructífera, sentía que había llegado a un punto
crucial de la vida, hecho para nacer y para morir. Allí
•>c conocieron Virgilio y José, al lado de la pala, y el aza­
dón, dispuestos nuevamente a empezar.
Virgilio era más de la casa. El patrón lo ocupaba en
los más diversos menesteres, desde la ordeña de las vacas
150 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

hasta los mandados al pueblo. Qué tipo rico era este


Virgilio. Con su carota ancha y placentera, la nariz aplas­
tada y el belfo colgante hecho para la risotada inconte­
nible. Virgilio silbaba todo el día, sin cesar. Silbaba en
las mañanitas, en el trabajo, a mediodía y en las tardes
cálidas y transparentes. En la noche ya no silbaba.
Tañía su flauta alígera que llenaba con sus sones alegres
las noches inmensas; tañía su flauta en las tormentas o
en los plenilunios, en la siembra o en la zafra. Pero qué
tipo este Virgilio, chocarrero y sinvergüenza. No tenía
la menor idea del comedimiento y la humildad. Los pa­
trones de varias haciendas vecinas fueron víctimas de
sus hurtos y truhanerías. El nuevo patrón de la vieja
hacienda lo recibió a sabiendas de su fama de picaro
incorregible y bribón de poca monta. Tenía una garan­
tía. El padre de Virgilio, viejo camba honrado y severo,
vivía allí. Virgilio temía y respetaba a su padre. Mu­
chas veces regresó al hogar paterno hambriento y semi-
desnudo. Allí encontró pan, abrigo, consejos y a veces,
si hacía falta, buenos palos. El viejo don Pedro sabía
hacerse respetar.
—¡Por ahí viene Virgilio! — exclamaba el patrón des­
de su hamaca sestera, sin cambiar su cómoda postura de
reposo.
¡Claro que venía! Lo sabían también los peones y las
mozas, el ganado y los pájaros, y lo sabían también las
abejas zumbadoras y diligentes que bailaban en los rubios
panales del colmenar. Claro que venía silbando, silbando
siempre, con la camisa desabrochada mostrando la re­
donda barriga morena y lustrosa y el obscuro hoyuelo
del ombligo.
GENTE DE SANTA CRUZ 151

José Vaca. Si hasta parece mentira que hubiese nacido


en la misma tierra de Virgilio, que hubiera respirado el
mismo aire y transitado los mismos caminos. Parece
fábula que fuesen ambos de la misma raza y tuvieran los
mismos abuelos entroncados en la estirpe del remoto
Grigotá. José Vaca era mudez y admonición. Al mirarlo
se acordaba uno de sus pecados y se olvidaba de los
pájaros. Se había dedicado al parsimonioso cultivo de las
hortalizas y se pasaba los días enteros junto a las almá­
cigas, entre los nabos ventrudos y los quietos repollos.
José Vaca armonizaba con sus verduras, nació para hor­
telano. Era ordenado y económico. Mientras los demás
se divertían en la tradicional minga de los sábados, bai­
lando, cantando y emborrachándose, José se metía en su
choza, taciturno y callado, recontando mentalmente los
dineros que no gastó en la diversión. Cuentan que una
sola vez se emborrachó. Bebió toda la noche aguardiente
barato con los peones de la hacienda. Él no pagó ni una
sola copa. Bebió a costa de los demás como si les hiciera
un favor, sorbiendo largos tragos de la ardiente caña
cruceña. Tenía los ojos enrojecidos y la mirada abyecta.
No hablaba una palabra. Al final de la fiesta no permitía
que se retiraran los demás. Los obligaba a quedarse, a
pagar y a beber con él. Los cambas alegres y chacoteros
se quedaron hasta que alumbró el sol, y luego se dur­
mieron bajo los árboles, en la pampa, bajo la luz pere­
zosa del domingo. José Vaca se dirigió a su casucha
sórdida donde lo esperaba su madre. José Vaca la vió
atizando los leños del fogón. Le pegó en la cara y dur­
mió su borrachera mala.
José y Virgilio frente a frente, una y otra vez. Virgilio
152 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

con sus pájaros y José con sus caracoles. No podían en­


tenderse. Luz y sombra. Blanco y negro. No se los veía
juntos sino rara vez y siempre mirándose como si no se
hubieran visto nunca. José no era malo, era triste. Ayu­
daba a su madre, servía bien al patrón y llevaba una
vida honesta. Era triste.
Ardió el monte en la hacienda. Quisieron quemar el
rastrojo y la maleza, pero el viento traidor propagó las
llamas por las pilas de madera y una extensión de bosque
que se inflamó en la noche como una pira gigantesca.
Todos miraban el fuego como quien mira su propia casa
incendiada. Sólo Virgilio tocaba su flauta alegremente,
solazándose ante el espectáculo del fuego. Su barriga tos­
tada y brillosa cobraba tonos de bronce con los reflejos
flamígeros. Se reía y silbaba. La fiesta.
José más torvo que nunca. Ensimismado y verdoso.
Se escuchaba el chisporroteo del incendio y su silencio
era más hondo que nunca. Callado, mustio. Pensaba que
la ola de calor podía marchitar sus lechugas o atrofiar
sus melones. Infierno.
Llegó la muchacha de siempre y flechó ambos corazo­
nes. Rosa Areyú. Rosa de la pampa, embrujo y hechizo.
Morena y fuerte como la tierra, cambita en flor.
El viejo miró a los dos festejantes de su hija con vieja
mirada perspicaz. Pasaban los días. Virgilio silbando y
cantando en las noches viejas canciones nativas a la puer­
ta de Rosa Areyú. José charlaba con ella y hacía planes
para el porvenir. La obsequiaba con frutas del huerto y
flores silvestres. Al viejo le llevaba cestas de hortalizas
y entablaba serias conversaciones sobre el cambio de luna
y la siembra de sandías. Entretanto los dedos de Virgilio
GENTE DE SANTA CRUZ 153

saltaban sobre los agujeros de la flauta y asomaba en sus


anchas mejillas un rubor de aguardiente y de amor.
Fué en la Santísima Trinidad cuando se aclaró el na­
ciente conflicto sentimental. Era una fiesta grande. De
todos los contornos llegaron invitados para alabar al solo
Dios verdadero. Los cambas entonaban en coro cánticos
religiosos enseñados a sus abuelos por los jesuítas de la
colonia y trasmitidos de generación en generación. Hubo
comilona y aguardiente del bueno. Y hubo Rosa Areyú.
El viejo Areyú brindaba con los dos rivales. Él tenía
que decidir, y decidirlo en la misma fiesta según se decía.
¡Camba taimado! Gozaba con la incertidumbre de los
dos pretendientes. Bebían de la misma botella y habla­
ban de todo sin tocar el punto crítico. Rosa revoloteaba
como una mariposa morena junto a ellos. Inquieta como
un pececillo, nerviosa como una libélula. De golpe ha­
bló el viejo:
—¡Oí, José! ¿Pa cuando el casorio?
Al día siguiente nadie pudo encontrar a Virgilio Gar­
cía ni a Rosa Areyú. Y desapareció un caballo del
patrón.
EL MATÓN DEL VELORIO DE LA CRUZ

—Vieja es la cuenta — repitió lanzando un escupitajo


por el colmillo —, vieja la cuenta pero hoy la saldaré.
El imprescindible cómplice, esmirriado, alcahuete y
adulón, soltó el trapo grosero de una carcajada.
—No tenés más que decírmelo. Yo convido a la pareja
al velorio de la cruz y los entretengo hasta que se haga
tarde. Cuando convenga te hago una seña pa que te
coloqués entre los horcones de la casa grande que está
detrás de la plazuela, y tras que pasemos por ahí, le
brincás. Yo me encargo de atajar a Isidora.
Viruez arrojó el cigarrillo que siguió despidiendo en
la arena de la calle una tenue columnita de humo azula­
do. El polvo que flotaba en el aire reverberaba como
polvo de oro bajo la luz dorada del atardecer.
—Ése es el mejor camino. Ocúpate de llevarlos al ve­
lorio y yo me encargo de lo demás.
Una amarilla sonrisa de lagarto estiró los delgados
labios de Severiano, por mal nombre el Hueso.
156 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

—Tenés que tratar — continó el matón— de que


ellos se retiren lo más tarde posible. Así no habrán in­
trusos. Yo estaré listo entre los horcones de la casa
grande.
—Descuidá, che. Los haré quedarse hasta que se acabe
el velorio de la cruz. A lo mejor sigue el velorio de
Juan Cruz.
El Hueso concluyó la frase lanzando una aviesa car­
cajada, festejando como si fuera una aguda broma su
torcido retruécano.
Viruez no le halló la gracia. Para él sólo existían los
chistes pornográficos y lo que le causaba mayor hilari­
dad, era ver a un hombre tendido en el suelo después
de recibir una tremenda bofetada en la boca. O a una
mujer, como su hermana Alcira, que se desmayó y dizque
escupió sangre varios días cuando él le arrimó un sober­
bio puntapié en el estómago, aquel famoso día en que
abandonó el hogar a los quince años, después de insultar
a su madre y huir de su padre.
Los dos hombres se hallaban parados en una esquina,
frente a la Capilla. Unos chicos jugaban a la pelota en
el atrio de la iglesia, sobre el mullido césped verde. Po­
cos peatones transitaban por la calle, sin ningún apuro,
disfrutando del leve vientecillo que soplaba del norte
trayendo el suave mensaje de una noche despejada de
luna llena. Las aguateras volvían de un pozo vecino, con
sus tinajas equilibres asentadas en las cabezas erguidas y
las caderas moviéndose con sensual contoneo. Las ma­
jestuosas columnas del santuario contrastaban con los
delgados pilares de madera de las casas vecinas y un
carretón de bueyes se arrastraba lentamente por la calle
GENTE DE SANTA CRUZ 157

enarenada, con un monótono chirrido de ruedas mal en­


cajadas y yugos amarrados con flojas correas. Un perro
se roía el hirsuto pelaje sarnoso, arrancándose breves au­
llidos de dolor.
Una vez acordado el plan, Viruez se despidió del Hue­
so con un ¡Hasta más rato, viejo! Tenía una voz ronca
y cortante. El ala gacha del sombrero ocultaba a medias
su mirada torva y huidiza. Usaba bigote recortado y an­
chas patillas. Vestía de blanco y tenía un amplio tórax
de forjador.
Desde las primeras horas de la noche, la Plazuela de
Calleja, sita en los extramuros del sudeste del pueblo, se
vió visitada por numerosos grupos de gente que venían
a celebrar el ritual católico y popular del velorio de la
Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, a los tres días
del mes de mayo, en un sábado de tibio plenilunio, más
propicio para el pecado que para el arrepentimiento.
Viruez vió llegar al Hueso acompañado de Juan Cruz
y de la mujer que conversaba y reía apoyada indolente­
mente en el brazo del hombre, con conmovedora tranqui­
lidad.
—¡Hola Hueso, qué ha sido de tu vida! — saludó el
matón con fingida indiferencia.
—¡Ah, che, qué tal! — repuso el aludido dándose
vuelta y continuando la charla.
Una chispa de rencor animal brilló en los ojos de
Viruez, que escondió la mirada bajo el ala gacha del
sombrero. Juan Cruz posó su vista un instante en la
abundante facha del matón de barrio, desviándola sere­
namente y sintiendo en el brazo la presión de la mano
trémula de Isidora, que tuvo un inexplicable presentí-
158 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

miento, sabedora del altercado que había surgido entre


el pendenciero y Juan, por disputar la caricia de su mi­
rada ingenuamente felina.
La multitud iba creciendo. De todos los barrios lle­
gaban los veladores, de ambos sexos, de todas las edades
y clases sociales. El honesto artesano y la malmirada
celestina; el rapazuelo bullicioso y la doncella recatada;
el truhán de barrio y el galano señor. El buen pueblo
español de la castellana América muestra siempre una
inclinación típica por las reuniones bulliciosas y festivas,
por los velorios de vírgenes y las vísperas de santos en
que se escuchan rasgueo de guitarras, melodías de clari­
netes y retemblar de címbalos.
—Esto va a ser divertido. Hay mucha gente — afirmó
Juan dirigiéndose a Isidora.
—Tiene buen comienzo y ojalá tenga buen acabo —re­
puso Isidora mirando de reojo al Hueso, que captó la
indirecta y escapó por la tangente:
—Me han dicho que la cruz está bien arreglada. Ten­
drán que ser buenas las consonancias en el descuelgue,
¿vamos a verla? — propuso.
El Hueso tenía ese aspecto humillante del hombre que
va a cometer la vileza de irse a las manos con una mujer,
de agredirla. Sobre los tres flotaba la nube de la des­
confianza.
La concurrencia transitaba sobre la hierba menuda de
la plazuela, entre las altas palmeras de vida inmemorial.
Así era el pueblo: reunión festiva, banda de música, pie­
dad cristiana y palmeras en la fiesta, sobre el rito y sobre
la música popular. En un ángulo de la plazuela la cruz
elevaba la serena majestad del inri, bajo el suave res­
GENTE DE SANTA CRUZ 159

plandor de una enorme luna que asomaba como un disco


sangriento sobre el horizonte. La cruz se hallaba deco­
rada profusamente. Emergía de una gruta frondosa de
hojas de palmeras, ramas de árboles, banderas y grandes
ramos de flores de toda clase. De los maderos de la
cruz, de los ramajes y las hojas decorativas, pendía un
copioso surtido de frutas, pasteles, bizcochos y golosinas.
Dorados alfeñiques y roscas de maíz; caramelos y naran­
jas; bizcochos en forma de muñecos y pulposas bananas;
amarillos pachíos, tostados panecillos, redondas sandías
y tiernas ambaibas. Los chiquillos miraban extasiados la
mágica exhibición arrancada del país maravilloso de la
fantasía.
El pueblo se agita, escucha la banda y modula un rezo.
Los rapaces encienden luces de colores, hacen estallar
cohetes y comen frutas, dulces y empanadas fritas. Junto
a la santísima cruz, iluminada más por la luna que por
los pálidos cirios pascuales y las trémulas lamparitas, se
postran de rodillas los concurrentes para decir una ora­
ción y pedir algo a Dios. Los chiquillos se arrodillan en
actitud mística, con los ojos elevados arrobadoramente
hacia las alturas, pero esos ojos sólo ven los dorados
vientres de las frutas y las tostadas superficies de los biz­
cochos.
El tiempo corre sin sentirse. Juan, Isidora y el Hueso
van de un lado hacia otro, saludando a los amigos, co­
mentando el velorio y saboreando las golosinas que
expenden las vendedoras en sus clásicas mesitas desven­
cijadas. La luna se ha elevado, se ha empequeñecido y
de roja de sangre se ha vuelto pálida de oro.
Viruez está siempre con el ojo avizor puesto sobre su
160 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

rival, tratando de pasar inadvertido entre la multitud.


Del grupo de los tres, el Hueso es el único que más que
sentir, adivina su presencia cercana y recibe como una
antena la torva inspiración del matón. Trata de ser lo
más ameno posible, de entretener sin cesar a la pareja
para que pasen las horas de la espera y llegue el minuto
de la cobardía.
Pronto la gente se arremolina junto a la cruz y un
vivaz clamoreo anuncia la hora de las "consonancias”.
Muchos son los improvisados improvisadores. Quien
más quien menos se adelanta frente a la cruz, improvisa
un atroz cuarteto alusivo al velorio, o a las muchachas,
o a las frutas, y después de recibir una ovación, descuelga
el premio que merece su habilidad de juglar. Jornaleros
y patanes, albañiles y carreteros ensayan su vena poética
y recogen en premio un fragancioso melón o unos ape­
titosos pastelitos. Algunos tienen el acierto de un cuar­
teto bien redondeado en el que despunta el saleroso
ingenio criollo. Otros hacen consonar "floripondio” con
un inefable "detrás de la puerta me escondió” ...
Llega la media noche y con ella el "descuelgue”. Gran­
des y chicos asaltan a la cruz en bullicioso atropello,
disputándose el resto de frutas y golosinas. Es una bata­
hola incontenible de risotadas, exclamaciones y tumbos.
La sagrada cruz se bambolea zamarroneada por los asal­
tantes. En breves instantes no quedan sino los desnudos
ramajes decorativos y los desnudos brazos de la cruz.
Pasado el velorio, las consonancias y el descuelgue, los
veladores van retirándose pacíficamente a sus casas.
Grupos alegres y decidores que comentan los sucesos de
la noche con envidiable buen humor. La cruz se queda
GENTE DE SANTA CRUZ 161

sola bajo la luna. Un año pasará y un nuevo velorio la


cubrirá de galas y de frutas.
El Hueso adivina la cercana presencia del matón. Vi-
ruez está cerca, acechando al grupo para hacerle la señal
convenida a su cómplice.
—¿Qué es lo que pasa? ¿alguna pelea? — exclama
Isidora de repente.
Todos miran hacia el lugar señalado. Hay un endia­
blado tumulto. Se oyen golpes secos, exclamaciones ai­
radas, juramentos, gritos.
Juan quiere adelantarse pero la mujer lo detiene pru­
dentemente de un brazo. La riña continúa fogosamente.
Se escuchan los ruidos secos de las bofetadas, sonoros
choques y ahogadas exclamaciones.
El sereno de la esquina silba desesperadamente hasta
que aparecen dos o tres guardias y se llevan a dos de los
pendencieros. Viruez sangra copiosamente por la boca
y tiene un ojo cárdeno. Dos de los guardias se llevan
casi a la rastra al matón.
Ya casi nadie queda en la Plazuela de Calleja. Juan
Cruz, Isidora y el Hueso se retiran. No hacen ningún
comentario; caminan en silencio. Pasan por la casa gran­
de que queda detrás de la plazuela. El amplio tejado y
los gruesos pilares dejan una sombra siniestra en la acera.
Sus pasos suenan claramente en el enladrillado. El Hue­
so se despide tranquilamente. La pareja se va.
EL SÜCUBO

A dos cuadras de mi casa -dos cuadras de den varas


españolas, con casonas coloniales y anchas calles de are­
na —, vivía el súcubo. Era una mujer hombruna, de
facciones enérgicas y cuarenta anos acurrucados en sus
ojos agudos de lebrel. Ojos quedieron que hacer a las
jóvenes madres de la vecindad, porque se decía, y no sin
razón, que su mirada fuerte y maligna era capaz de pro­
vocar que se partiera en dos, como una sandía madura,
la cabeza de cualquier criatura infeliz que fuera expuesta
a su nefasta influencia. Y hastaalgunos ancianos pru­
dentes y reposados me confirmaron el rumor, relatándo­
me dos o tres casos de tiernas criaturitas que murieron
con la cabeza abierta por la sutura parietal, debido sola­
mente a una mirada de doña Telésfora. Yo no lo creí.
Pero cierta vez miré de cerca sus ojos de loba iracunda y
estuve a un paso de creerlo. Poro ese paso no lo he
dado hasta hoy, aunque todas lasmadres vecinas siguen
creyendo en su poder maléfico y ocultan a sus criaturitas
de la mirada letal y proterva,
EL S Ü C U B O

A dos cuadras de mi casa — dos cuadras de cien varas


españolas, con casonas coloniales y anchas calles de are­
na —, vivía el súcubo. Era una mujer hombruna, de
facciones enérgicas y cuarenta años acurrucados en sus
ojos agudos de lebrel. Ojos que dieron que hacer a las
jóvenes madres de la vecindad, porque se decía, y no sin
razón, que su mirada fuerte y maligna era capaz de pro­
vocar que se partiera en dos, como una sandía madura,
la cabeza de cualquier criatura infeliz que fuera expuesta
a su nefasta influencia. Y hasta algunos ancianos pru­
dentes y reposados me confirmaron el rumor, relatándo­
me dos o tres casos de tiernas criaturitas que murieron
con la cabeza abierta por la sutura parietal, debido sola­
mente a una mirada de doña Telésfora. Yo no lo creí.
Pero cierta vez miré de cerca sus ojos de loba iracunda y
estuve a un paso de creerlo. Pero ese paso no lo he
dado hasta hoy, aunque todas las madres vecinas siguen
creyendo en su poder maléfico y ocultan a sus criaturitas
de la mirada letal y proterva.
164 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

Vivía a dos cuadras de mi casa, cerca del templo de


Jesús Nazareno que se conoce en mi pueblo con el nom­
bre de la Capilla. Y este templo fué también escenario
de las hazañas de doña Telésfora, la mujer-loba. Larga
es su historia pero corta mi memoria para recordarla.
Nunca oí hablar bien de ella. Nunca en voz alta y a la
luz del sol. Siempre en temeroso cuchicheo a la hora en
que la tarde entra por el portal de la noche, o la noche
llega a la mitad de su martirio de sombras.
Se decía que mantenía trato ilícito con el demonio,
encarnado en un cura de la parroquia, célebre por su vida
malvada y pecadora. Y ésa fué la causa de su perdición.
La gente se percató del tráfico clandestino y ella se trans­
formó en el súcubo demoníaco del pueblo. Tuvo un
hijo que resultó ser sobrino del cura. Era un muchachito
enclenque, de mirada ardorosa y febril. Heredó los ojos
de la madre y la fama diabólica de su tío, el párroco. El
pueblo halló un socorrido mote: el basilisco. Ya no pudo
ser ni Pedro, ni Juan, ni José; fué para siempre el basi­
lisco, temido por su mirada mortal, odiado por su heren­
cia pecaminosa.
En el barrio de la Capilla, los viernes a medianoche,
todo el mundo cierra sus puertas y hasta las rendijas de
los postigos y los ojos de las cerraduras son taponados
con trozos de papel y de trapo para no ver ni escuchar
lo que ocurre afuera. Es que a esa hora pasa por la calle
sombría una procesión de ultratumba, entre nubes de
azufre y tintineo misterioso de campanillas. Son las al­
mas en pena, los condenados a fuego perpetuo que van
en romería doliente, sin alcanzar nunca la soñada reden­
ción. Doña Telésfora, con ser diablesa era mujer y
GENTE DE SANTA CRUZ 165

curiosa. Siempre estaba atisbando por la ventana o por


el cercado que daba a las casas vecinas, para sorprender
cualquier novedad y lanzar la bola del descrédito y la
calumnia. El correo de brujas llevaba su palabra insidio­
sa en alas de la fama. Un viernes, a medianoche, doña
Telésfora abrió su postigo, urgida por el pinchazo de la
curiosidad. Vió el paso del tenebroso cortejo de conde­
nados envueltos en sendas capuchas negras. Uno de ellos
se desprendió del grupo y se le aproximó, entregándole
dos velas de sebo y rogándole que se las guardase hasta
el día siguiente, en que pasaría a recogerlas. Doña Te­
lésfora tomó las velas, sin aprensión por la voz extraña
del sujeto que se ahuecaba en la noche como una blas­
femia. Las velas fueron a parar al fondo obscuro de una
cacha y ella se acostó con el mal. Al día siguiente, la
curiosidad la llevó nuevamente a mirar las velas que
guardaba: en el fondo del mueble colonial se destacaba
la blancura amarillenta de dos tibias humanas. Este he­
cho lo conoció todo el pueblo. Lo conocieron los niños
curiosos que no volvieron más a hacer preguntas indis­
cretas. Todos los niños de mi pueblo conocen la pará­
bola de la curiosidad.
Pero el día predilecto de doña Telésfora no eran los
viernes sombríos ni los lunes cándidos, sino las noches
del sábado, cuando el hombre de trabajo se acuesta en la
almohada del reposo, el bohemio trasnocha y las brujas
antipáticas se reúnen en sórdidos aquelarres. Muchas
veces me describieron el proceso de transformación del
súcubo. Pasada la media noche, doña Telésfora se iba
al canchón de su casa y allí, bajo el conjuro de las som­
bras opacas, pronunciaba palabras cabalísticas y luego,
166 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

en extraño ritual, se revolcaba en su propia orina. De


golpe se transformaba en una muía briosa que salía a
galope hacia la calle, arrastrando una cadena y echando
lumbre por los ojos y la boca. La muía diabólica tascaba
un freno candente y recorría el barrio sembrando el pa­
vor y haciendo saltar chispas de sus herraduras violentas.
Las espaciosas galerías de la Capilla resonaban al golpe
de los cascos y la buena gente de la vecindad se persig­
naba piadosa, invocando el auxilio de sus santos devotos.
Más de un trasnochador imprudente vió pasar a la posesa
y quedó muerto en el acto, sangrando por los ojos y los
oídos.
Al primer canto del gallo, la mujer-mula regresaba a
la casa y en un santiamén recobraba su forma humana,
su ardiente figura de pitonisa cuarentona y hombruna.
Volvía a ser doña Telésfora, la madre del basilisco, la
bruja del barrio. Decían que al día siguiente se quedaba
en la cama, con los huesos molidos por la aventura noc­
turna y las quijadas maceradas por el freno candente,
envueltas en largas tiras de lienzo. Un día, un amigo
callejero me invitó a verla desde la acera de enfrente.
Eramos muy niños. Me dijo que doña Telésfora tenía la
boca vendada a causa de las magulladuras que le produjo
el freno la noche anterior. La vi. Un pañuelo amarraba
su cara de loba. Volví a mi casa llorando. Lloré en las
dos cuadras coloniales que separaban su casa de la mía.
La arena de la calle embebió mis lágrimas mientras los
ojos airados del súcubo embebían el odio del pueblo.
LA M O R D E D U R A

Pascual abrió los ojos con un esfuerzo doloroso que


resultaba insólito para tan simple función, y vió que el
techo de su choza giraba vertiginosamente, lo mismo que
las caras de su mujer y de don Simón que se hallaban
inclinados sobre el lecho, con turbias expresiones de
mañana neblinosa. Volvió a cerrarlos tratando de con­
centrar su pensamiento que huía de sí como un niño
perseguido por el miedo. Una inexplicable borrachera
y una horrible pesadez de sus miembros lo mantenían
inmóvil, incapaz de moverse o de comprender. Los fuer­
tes sacudones que recibía y el sabor acre de un líquido
insoportable que le escanciaban en la boca, lo acercaban
nuevamente a la realidad exterior que flameaba como
una llamita diurna e indeseable. Entreabrió nuevamente
los ojos y logró moverse un poco, siempre bajo el im­
perio del extraño malestar, que era un malestar sólido,
anguloso, palpable. La cabeza, el cuerpo y especialmente
las piernas — que las sentía horriblemente hinchadas —,
166 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

en extraño ritual, se revolcaba en su propia orina. De


golpe se transformaba en una muía briosa que salía a
galope hacia la calle, arrastrando una cadena y echando
lumbre por los ojos y la boca. La muía diabólica tascaba
un freno candente y recorría el barrio sembrando el pa­
vor y haciendo saltar chispas de sus herraduras violentas.
Las espaciosas galerías de la Capilla resonaban al golpe
de los cascos y la buena gente de la vecindad se persig­
naba piadosa, invocando el auxilio de sus santos devotos.
Más de un trasnochador imprudente vió pasar a la posesa
y quedó muerto en el acto, sangrando por los ojos y los
oídos.
Al primer canto del gallo, la mujer-mula regresaba a
la casa y en un santiamén recobraba su forma humana,
su ardiente figura de pitonisa cuarentona y hombruna.
Volvía a ser doña Telésfora, la madre del basilisco, la
bruja del barrio. Decían que al día siguiente se quedaba
en la cama, con los huesos molidos por la aventura noc­
turna y las quijadas maceradas por el freno candente,
envueltas en largas tiras de lienzo. Un día, un amigo
callejero me invitó a verla desde la acera de enfrente.
Eramos muy niños. Me dijo que doña Telésfora tenía la
boca vendada a causa de las magulladuras que le produjo
el freno la noche anterior. La vi. Un pañuelo amarraba
su cara de loba. Volví a mi casa llorando. Lloré en las
dos cuadras coloniales que separaban su casa de la mía.
La arena de la calle embebió mis lágrimas mientras los
ojos airados del sucubo embebían el odio del pueblo.
LA M O R D E D U R A

Pascual abrió los ojos con un esfuerzo doloroso que


resultaba insólito para tan simple función, y vió que el
techo de su choza giraba vertiginosamente, lo mismo que
las caras de su mujer y de don Simón que se hallaban
inclinados sobre el lecho, con turbias expresiones de
mañana neblinosa. Volvió a cerrarlos tratando de con­
centrar su pensamiento que huía de sí como un niño
perseguido por el miedo. Una inexplicable borrachera
y una horrible pesadez de sus miembros lo mantenían
inmóvil, incapaz de moverse o de comprender. Los fuer­
tes sacudones que recibía y el sabor acre de un líquido
insoportable que le escanciaban en la boca, lo acercaban
nuevamente a la realidad exterior que flameaba como
una llamita diurna e indeseable. Entreabrió nuevamente
los ojos y logró moverse un poco, siempre bajo el im­
perio del extraño malestar, que era un malestar sólido,
anguloso, palpable. La cabeza, el cuerpo y especialmente
las piernas — que las sentía horriblemente hinchadas —,
168 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

dormían en singular aletargamiento y sentían y pensaban


por su propia cuenta. Alcanzó al fin a ver. En el suelo
restos de limones exprimidos y don Simón vaciando en
el vaso de la casa unas gotas morenas. Caían las gotas
desde el frasco con una lentitud exasperante, densas, sor­
das, muertas. Ese frasco, con su cuerda atada al gollete,
lo había visto antes. ¿Dónde? ¿cuándo? ¡ah, sí, en casa
de don Simón! Le acercaron el vaso a los labios. ¿'Para
qué? El sorbo fué de hiel y veneno. ¡Ay, qué dolor de
cabeza! Si pudiera pensar, recordar... Pobre vaca, tan
mansa y bonita. Tenía la mirada heroica y llorosa, y el
ternerito supino tendido sobre la grama obscura, con las
cuencas llenas de sangre y las tripas afuera llenas de
sangre, mezclada con briznas de paja y terroncitos de
tierra. Qué detestables esos pajarracos grotescos y lúgu­
bres que se cebaban cínicamente sobre la tierna osamen­
ta. Gallinazos perversos, malignos, husmeadores de
muertos, heraldos de malagüeros. Lo seguían aún con
sus ojos redondos de fantoches trágicos cuando él, paso
a paso, regresaba a la choza con la vaca de tiro. La vaca
mansa se resistía en un comienzo a abandonar el terne-
rito que seguía patas arriba, como queriendo enterrarse
o crecer. Los gallinazos pirueteaban en el aire, regociján­
dose por el seguro banquete; devorarían hasta quedarse
quietos y ahitos, incapaces de alzar el vuelo, concentrados
en su pesada digestión. La selva se poblaba de sombras
y las sombras de múltiples ecos que se acercaban y se
alejaban filtrándose entre los árboles serenos. Él cami­
naba sintiendo el cabestro levemente tenso, con la suave
resistencia opuesta por el animal obediente y sufrido que
llevaba. Cuando salió a la llanura, la noche se cerró por
GENTE DE SANTA CRUZ 169

el poniente. No se veía nada. El cielo mostraba estrellas


en su tiniebla y los ojos pretéritos del ternerito estrellas
de rocío en su soledad. Se escuchaban las miles de voces
nocturnas de las ranas de los curiches: ¡huí! ¡huí! ¡huí!
Un guajojó lanzó su lamento gutural, casi humano:
¡gua.. .jo. . .joooo! Era el guajojó de la leyenda que
busca a su amada en las noches. Su canto de esa hora se
quedó como siempre sin respuesta.
El marchaba sin volver la cabeza, avanzando en la no­
che con la tranquila seguridad de la costumbre. Al llegar
a la aguada cercana de su casa se detuvo indeciso entre
si cruzarla por en medio, conociendo su escasa profun­
didad, o evitarla saltando entre las macollas de paja. La
aguada repetía el cielo frío y alto en la tierra baja y ca­
liente. Se resolvió por lo último y empezó a tranquear
de macolla en macolla mientras la vaca chapoteaba en el
lodo resbaladizo. Sintió un dolor punzante en el talón
desnudo y la sombra escurridiza de la yoperojobobo se
incrustó en las tinieblas. El agudo colmillo de la ser­
piente había dejado la ponzoña letal en el camino de su
sangre. No hubo indecisión. Se arrancó el cinturón y
se amarró fuertemente la pantorrilla. No encontrando
suficiente el tormento añadió estrechas ligaduras con el
extremo del cabestro, lo cortó con su inseparable mache­
te y echó a correr, a todo correr. Aun estaba distante
unas cuadras de la choza y el veneno de la víbora tenía
una acción rápida y mortal. La pierna le pesaba como
una losa, la sentía fría y sin vida. A cada momento tro­
pezaba y rodaba por el suelo pero se levantaba como
impelido por su propio instinto, y seguía corriendo apre­
suradamente, cojeando, jadeando. Sentía que su pie ere-
170 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

cía hasta volverse enorme, descomunal. Le faltaban fuer­


zas. Ya todo daba vueltas en torno suyo. Giraba la
noche pero él corría como un sonámbulo, con los brazos
sueltos, laxos.* En su borrachera negra vió como un farol
agitado por manos invisibles. Cayó pesadamente, Oyó
una exclamación lejana, lejanísima, como si partiera de
la otra ribera de la noche. Luego descendió a un pozo
negro y profundo, tétrico y sin límites, que se extendía
por debajo de las tierras y las aguas y los vientos. Cayó
en el fondo con un golpe seco, como paletada de tierra
en un ataúd. Nada. Ahora otra vez la luz, la vida. La
cara de su mujer pendiente de sus gestos. La cara me­
lancólica y abstracta de don Simón precisándose tras la
neblina, dejando deslizar con expresión de alquimista
criollo las últimas gotas de hiel de jochi en el vaso im­
posible.
Se hallaba fuera de peligro. Para convencerse de ello
hablaba a cada momento, con sensible dificultad, y se
había enderezado a medias en el camastro. Un ruido de
pasos torpes y pesados produjo un sobresalto general. En
el postigo de la choza, iluminada por la débil luz del
mechero de aceite que parpadeaba en una burda repisa,
asomó la cara fantasmal de la vaca, con sus grandes ojos
fulgentes como dos lágrimas que reflejaran la imagen
del ternerito muerto.
EL COLLA

Se llamaba Severo Huanca. Severo Huanca se llamaba


el melancólico cinteño que se fué a vivir a una estancia
de Santa Cruz. No se sabe a ciertas si lo llevó la migra­
ción surgida de la guerra o un oculto espíritu de aventu­
ra. Aunque esto es lo menos probable porque Severo
Huanca podía tener aspecto de cualquier cosa menos de
aventurero. O tal vez llegó huyendo de la justicia sub-
prefectural por haber cometido un homicidio. Esto es
aún más difícil de aceptarlo porque Huanca no tenía cara
de haber matado a nadie. Quizás un amor desdichado lo
llevó a huir y a caminar por los caminos del destierro
moral y material. Quizás. Severo Huanca pudo haber
amado, Severo Huanca debió amar.
Se estableció en una chocita abandonada que reparó en
lo posible, a pocos pasos de la casa del mayordomo. Era
una choza camba, techada con hojas de palmeras que
barrían el suelo, con un catre de palos cimbradores, un
asiento de palo duro, utensilios de palo, cacharros de
172 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

arcilla roja y, a guisa de puerta, un parichi de motacú


entretejido. Todo esto componía la casa entera, un solo
cuartucho pobre con una ventana imperceptible por don­
de entraba el sol y, a veces, las víboras. A la puerta Se­
vero Huanca encendía el fogón para cocer el locro, tos­
tar maíces y entibiar sus huesos collas en los fríos surazos.
No tenía amigos. Era hosco, huraño. Los mozos de
la estancia lo saludaban con un atento: "¡Buenos días,
don Severo!", pero sin pasar de ahí. No lo buscaban.
Entre ellos comentaban:
—¡Qué colla empacao!
—Parece un tatú metido en su cueva; a lo mejor es
brujo.
—Lo que es a mí no me puso hechizo ni la finada
Flora, cuantimás éste.
—¡Colla matao!
Severo estaba en la selva, hundido en la maraña. No
se preocupaba de nadie y todos le pagaban en la misma
moneda. Tenía el campo abierto para el trabajo. Ni el
mayordomo, ni el patrón que iba a la estancia de vez en
vez, se interesaban por su vida y sus intenciones. El
campo era ancho y si quería podía sembrar o tumbar
árboles sin que nadie lo molestara. ¡Es tan ancho el
campo cruceño!
En los primeros años quiso cultivar la vid. Consiguió
en el pueblo algunos gajos y se rodeó de almácigas y
viveros. Luchó contra las hormigas y la sequía, contra
los surazos y los parásitos. Quería ver repetidos en la
selva los fértiles valles de Camargo, con sus parrales cua­
jados de pámpanos, sus albarillos trémulos y sus higue­
rales de grandes hojas dóciles y exquisitos frutos de miel.
GENTE DE SANTA CRUZ 173

Luchó el colla contra las negaciones naturales y la vid


contra la selva alta y la tierra baja. Pereció la vid. No
pudo resistir los vientos escandalosos ni los soles amar­
gos. Sin llegar a vino, sin apuntar a fruto, murió la vid.
Apenas tuvo algunas hojas lobulares que sirvieron para
cubrir la mejilla de algún peón con dolor de muelas o la
frente ardorosa de una camba calenturienta. En los vive­
ros crecieron grandes algarrobos y serenos tamarindos.
Pasó el tiempo. Severo Huanca abandonó sus sueños
de vendimiador. Olvidó los paisajes de Camargo y se
dedicó a la tarea humilde de tejer canastas con las flexi­
bles tacuaras del bañado. Era una labor que le gustaba,
que había aprendido en sus valles quechuas para llenar
los cestos con los rubros racimos de la vendimia. Ahora
estaba siempre junto a la puerta de su choza, rodeado
de cestos grandes y pequeños, de todas formas, mientras
surgían de sus manos maestras nuevos canastos que lle­
vaba a vender al pueblo. Era una labor silenciosa y pa­
siva. Le gustaba.
Volvió la fiebre. La misma fiebre que lo asaltó en las
acequias palúdicas de Cinti; pero con más fuerza, más
tropical y agotadora. Terciana. La sentía llegar con sus
garras de fuego y de sed. Irse callada. Volver. Se iba la
calentura y volvía al tercero día, imperiosa, recalcitrante,
terca. Severo tiritaba febril en las tardes bochornosas de
septiembre. El aguardiente lo salvó. Desde entonces se
permitió el lujo de beber. Bebió habitualmente y otra
vez soñó con las vegas rientes de su tierra. Se iba borra­
cho por los caminos de la estancia y entraba a las chozas
vecinas para seguir bebiendo en compañía. La gente hos­
pitalaria lo recibía como a un viejo amigo, tratando de
174 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

olvidar su origen quechua. Severo Huanca tocaba su cha­


rango indio y tenía amigos. Las cuecas y las vidalitas so­
naban extrañamente en la selva, flotaban nostálgicas, se
mecían sobre las cabezas morenas de los cambas sin arrai­
gar en sus espíritus, volaban tímidamente sin armonizar
con el paisaje brusco. Un día el indio llegó a su casucha
sórdida con una mujer.
—¡Oí, jau! ¿Sabés que está viviendo la Josefa con el
colla? — comentaba la mujer del capataz.
—La pobre, pues, no tenía ande arrimarse desde que
se fué pa Mojos Serafín.
—Estaba como piyu junto al cierco — afirmó burlesco
un moledor de caña—. Y no es que sea mala la moza.
Yeta nomás, desde pelada. Ando pa un lao y pa otro
cambiando de cama y de marido. ¡Ahí la tenés ahora, a
ver si le dura!
No le duró. La camba se fué un día para no regresar.
Severo tomó otra mujer, y luego otra y otra. No le du­
raban. A los pocos días de vivir con él hacían un atadijo
con sus trastos y se marchaban. Llegaban y se iban como
la fiebre. No decían nada. Se cansaban simplemente;
odiaban la mezquindad y el áspero silencio del indio.
Severo Huanca tuvo varias mujeres; cambas robustas y
ardientes, de maduros pechos arriesgados y alegre tem­
peramento tropical. La fiebre subía y bajaba. Era una
nueva terciana sensual.
Se supo que murió Josefa. Al poco tiempo murieron
dos de las mujeres que se habían enmaridado con Severo
Huanca.
•—¡No han muerto de muerte natural!
—Es el indio brujo el que las ha hechizao.
GENTE DE SANTA CRUZ 175

El comentario se tornaba opaco y agresivo.


—Yo lo he visto poner maleficios pa matar reses. Las
vacas se quedaban pasmadas y lueguito nomás se tumba­
ban al pasto pa siempre.
—Dizque les pone embeleso a las mujeres que lo de­
jan. La Pascuala estaba sanita y de un día pa otro clavó
el pico.
—La Josefa se murió de a poco. Se jué poniendo ama­
rilla como si tuviera tiricia y no había caso de sanarla.
Ni las cataplasmas, ni las hojas de turere, ni la injundia,
ni el aceite de pata la salvaron. ¡Y andaba el colla ron­
dando la casa!
—¡Colla brujo!
—¡Brujo, brujo!
Severo Huanca estaba solo. Bebía solo en su rústico
cobertizo de palmeras, tejiendo cestos y cultivando en
silencio su hurañía. El hombre de la selva se tornó hos­
til. Ya no hubieron más "¡Buenos días, don Severo!”,
sino escupitajos junto a la puerta, sobre los verdes tallos
de las hierbas. Pero Severo Huanca bebía y soñaba con
los claros paisajes cinteños, con el grávido encanto de las
vides y los melocotoneros.
Cierto anochecer, cuando volvía del pueblo después
de vender sus canastas, vió desde la distancia que ardía
su choza, iluminando con rojizos destellos el umbroso
contorno. Corrió decidido a apagar el fuego, dispuesto
a pedir ayuda a los vecinos, desesperado por salvar su
casa. A poco trecho de llegar se paró de golpe. Si. Es­
taban ahí las sombras inmóviles de los cambas, mirando
las móviles llamaradas del incendio. Ahí estaban los peo­
nes y las mozas, mudos y ambiguos. Severo Huanca
176 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

sintió que saltaba en su pecho el brujo de la ira. Pero


cerró los ojos para no ver, odió la selva y se marchó
hasta nunca. Desde entonces no se ha posado planta
colla en la estancia ni ha intentado crecer la vid.
VOCABULARIO
Ambaiba: Fruto del ambaibo, Conjeturar: A m enazar mal
digitiforme, de color verde tiempo.
amarillento y pulpa jugosa y Cuantimás: Cuánto peor.
dulce. Cubija: Ropa de cama.
Apasanca: Arácnido peludo y Cuchi: Palo de hierro. Árbol de
ponzoñoso de gran tamaño. madera dura e incorruptible.
Bizcochero: Planta de hojas Cuñapé: Pan de harina de maíz,
grandes que se emplean de almidón y queso.
asiento para cocer pan y como
compresas. C usí: Palmera de cuyo fruto se
Buri: Baile y borrachera en los extrae aceite.
barrios pobres. Chauchachi: Árbol cuyas hojas
Cacha: Arca de madera. gotean continuamente.
Camba: Nombre genérico del Chilchi: Garúa.
nativo de los llanos del orien­ Chonta: Palmera de madera du­
te boliviano. rísima, negra y lustrosa.
Canchón: Patio. Choropa: Tribu salvaje.
Capirotada: Plato criollo que se Chuchío: Especie de bambú de
hace con carne, maíz y queso. tallo largo y derecho que se
Cayubaba: Tribu de salvajes. emplea en la construcción de
Por extensión, tabaco culti­ viviendas.
vado en la región ocupada ¡Elai!: ¡He ahí!
por dicha tribu. Emponchado: Cigarrillo ordina­
Coleador: Sablista. rio, generalmente envuelto en
Colla: Habitante de las mesetas espata de maíz.
andinas. Grigotá: Cacique de los indios
180 ENRIQUE KEM PFF MERCADO

chanés, primitivos pobladores Motacú: Palmera de grandes ho­


del departamento de Santa jas que se emplean en el te­
Cruz. chado de las chozas.
Guajojó: Ave nocturna de can­ Pachío: Especie de granadilla de
to lúgubre. fruto muy agradable.
Guapurú: Árbol mirtáceo de Parichi: Estera tejida con una
fruto negro, brillante y re­ sola hoja de motacú.
dondo, que crece adherido a Pasmo: Enfermedad endémica
la corteza. de los trópicos que causa una
Guarayo: Tribu indígena del depresión nerviosa general.
oriente boliviano que fue ca­ Pelada: Muchacha.
tequizada por los jesuítas. Pejichi: Armadillo de gran ta­
Injundia: Enjundia, gordura de maño que se alimenta de ca­
las aves. dáveres.
Jacuú: Viandas menudas como Piyu: Avestruz.
ser yuca, pan, plátano, etc., Popechi: Se dice de la persona
con que se acompaña la co­ que tiene seis dedos en el pie
mida. o en la mano.
¡Jan!: ¡Oye, tú! Porongo: Calabaza.
Jichi: Monstruo fabuloso. Quechua: Indio del Perú y de
Jochí: Agutí, mamífero roedor. la altiplanicie y los valles de
Majo: Planta de cuyo fruto se Bolivia.
extrae aceite. Quitabusi: Mosca tornasolada de
Mandinga: El diablo. gran tamaño.
Matusi: Caballejo, rocín. Silbaco: Duende.
Siringuero: Picador de la sirin­
Metapaso: Juego de niños. ga o árbol de caucho.
Minga: Después del trabajo de Sirionó: Tribu salvaje del orien­
la semana, fiesta y borrache­ te boliviano.
ra de los peones. Sucha: Gallinazo.
Mojeño: Natural de Moxos, pro­ Surazo: Ventarrón del sur.
vincia del departamento del Tacú: Mortero grande hecho del
Beni. tronco de un árbol.
Mondongo: Guiso de tripas de Taita: Padre.
reses. Tapao: Entierro, tesoro oculto.
GENTE DE SANTA CRUZ 18)

Taporo: Muy crespo, de cabello Urina: Venado pequeño.


ensortijado. Viudita: Personaje de ultratum­
Taquirari: Música típica del ba representado por una mu­
oriente boliviano. jer vieja cuyo pecho está
Tatú: Armadillo pequeño. relleno de espata seca de maíz.
Tiricia: Ictericia.
Trampa (la): El demonio. Yeta: De mala suerte.
Turcre: Árbol de bayas peque­ Yopcrojobobo: Serpiente de pi­
ñas y dulces. Sus hojas se cadura muy venenosa.
emplean en infusiones y ca­
taplasmas. Yucararé: Tribu salvaje.
INDICE

!
GENTE DE SANTA CRUZ 185

PA a .
Santa Cruz de la Sierra .............................................................. 7
Cotoca, la Cucaña y Juan ......................................................... 9
Bajo la C hoza............................................................................... 15
Tarde de Carnaval ...................................................................... 23
El Salvaje del Alma C autiva..................................................... 31
La Extraña Cacería .................................................................... 39
Buri en San Andrés .................................................................... 45
El Titiritero .......................................................................'......... 51
El Tesoro del G uarayo................................................................ 61
El Carretón de la Otra V id a..................................................... 65
El Temor ...................................................................................... 73
Chivo en el Palmar .................................................................... 79
La Vigilia del S an to .................................................................... 85
El Bautista de Porongo .............................................................. 91
La Certidumbre ................................................................ '......... 101
La Sotija de la calle Florida ...................................................... 107
La Muerte Pequeña .................................................................... 113
Sucedió en Santa Cruz .............................................................. 121
La Pulpera .................................................................................... 127
La Riña de G allos......................................................................... 133
El Viejo Mayordomo .................................................................. 143
Blanco y Negro ........................................................................... 149
El Matón del Velorio de la C r u z ............................................. 155
El Súcubo ...................................................................................... 163
La Mordedura ............................................................................... 167
El Colla ........................................................................................ 171
Vocabulario.................................................................................... 202
GENTE DE SANTA CRUZ | UI

IM m ,

Santa Cruz de la Sierra...............................................


Cotoca, la Cucaña y Juan .................... >»
Bajo la C hoza...................................................... 11
Tarde de Carnaval ............................................................ r
El Salvaje del Alma C autiva................................ \|
La Extraña Cacería ................................................. \>t
Buri en San Andrés ................................................. ii
El Titiritero ............................................................ \\
El Tesoro del G uarayo............................................. Al
El Carretón de la Otra V id a.................................. . t, \
El Temor ................................................................... 'I
Chivo en el Palmar .................................................... '•*
La Vigilia del S anto........................................................ m
El Bautista de Porongo ................................................. y|
La Certidumbre ............................................................ |0 |
La Sotija de la calle Florida ..................................... 107
La Muerte Pequeña ........................................................ J 13
Sucedió en Santa Cruz ............................................. 121
La Pulpera .................................................................................... 127
La Riña de G allos........................................................ 133
El Viejo Mayordomo ............................................. 143
Blanco y Negro ........................................................................... 149
El Matón del Velorio de la C r u z ................................ 15 5
El Súcubo ...................................................................................... 16}
La Mordedura ................................................................................ 167
El Colla ........................................................................................ 171
Vocabulario.................................................................................... 202
T E R M IN O S E D E IM P R IM IR
E S T E L IB R O E L D IA 12 D E
N O V IE M B R E DE 1946 E N
L O S T A L L E R E S G R A F IC O S

AYACUCHO
CO R D O BA 224 0 - B s. A I R E S
R E P U B L IC A A R G E N T IN A
________

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