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El muchacho de las bolas de fuego (Camarón).

Por: Willo Cucufate (El obrero que escribe).

(Este relato fue publicado por primera vez en el PROGRAMA DE LAS FIESTAS
PATRONALES de Nejapa de 1997, luego es publicado por segunda ocasión en la
página digital QUE PASA EN NEJAPA y en LA REVISTA en el año 2015. En ambas
ocasiones dichas publicaciones se hicieron sin apuntar mi autoría). Texto
publicado en el libro Kroni quitas de mi gente (El Nejapa que viví). Crónicas
ficcionadas. ISBN: 978-9962-13-195-3.
Era un joven ordinario en su forma de ser y hasta un poco torpe, hijo de obreros

acampesinados; asistía a la escuela como para ir a pasear y se dedicaba a

organizar cuanta aventura loca se pudiera, junto a sus compañeros; pero siempre

en sus adentros rebuscaba algo en su rebelde conciencia. Él como todos sus

hermanos, era una mezcla de niño urbano y rural. Por lo general lo mirabas en aquel

pueblo de empedradas calles guiando las dos vacas flacas de su papá, llevándolas

al río San Antonio a tomar agua o llevándolas al potrero de Don Toño a comer hierba

ajena; después se marchaba hacia la escuela. Sus amigos le decían Camarón,

nunca supe por qué. Su apodo era parte de la herencia familiar. Su modo de ser

encajaba en algo así como el de un peleador de cantina muy amigo con sus amigos,

pero muy temido con los que no lo eran. Como todos los años la noche del 31 de

agosto se celebra la fiesta de la “Recuerda” allá en Nejapa y se hace para anunciar

o más bien recordar que ya se acercan las fiestas patronales de San Jerónimo Dr.

(el “santo tirapiedras”, como muchos de los cipotes de aquel pueblo). Y la celebran

de una manera quizá única en todo el país. Camarón sabía cómo era la recuerda, y

la parte que a él más le gustaba, como todo un rudo, eran las bolas de fuego. Fue

por esos días, en que decidió consultar con el brujo Toño Tetunte, le llevó la pacha
de kerosene necesaria para iniciar la sesión, ya ante el altar formado por un tecolote

crucificado se arrodillaron y se persignaron, luego el brujo lanzó siete bocanadas

continuas de kerosene contra la antorcha encendida, iluminando con un resplandor

amarillo naranja aquella húmeda noche . Después de una larga y agitada hora,

camarón sabía el secreto que buscaba y cómo hacerse parte de la historia de su

pueblo. Con semanas de antelación los diferentes grupos que se forman de manera

espontánea preparan las bolas de fuego, que tienen el tamaño aproximado de una

toronja, enrollando tela con alambre de hierro, formando una bola de trapo, y las

sumergen en un tanque con kerosene o gasolina con aceite, por varios días. La

noche de la recuerda hay bandas municipales, mariachis y tríos tocando en el

parque y por todo el pueblo, las gentes hacen tamales, ponche con guaro, panes

con gallina, y se hace una misa a la media noche. Pero lo más llamativo y esperado

por todos es cuando, como a eso de las siete u ocho de la noche, en pleno centro

del pueblo, entre el parque y la iglesia comienza la “guerra” con las bolas de fuego,

allí es sálvese el que pueda, es todos contra todos. Los tirabolas se persiguen unos

con otros, estrellando las bolas de fuego contra los otros jugadores, o

inesperadamente contra los espectadores que nerviosamente presencian el juego

manteniéndose a distancia. Muchas veces un tirabolas engancha su bola con un

alambre largo y agitándola en forma circular por los humeantes aires o estrellando

la bola contra el piso corre por las calles creando tal conmoción, que entre bolas

volando por los aires y chispas rebotando por las calles, la gente corre alocada en

todas direcciones, riendo, gritando y algunos hasta llorando nerviosamente, no hay

policía ni guardia que se meta a querer parar el juego. Por lo general la gente se

refugia en el atrio de la iglesia, en el corredor de la alcaldía o a cierta distancia allá


por el mercado. Así es que la batalla se desarrolla entre los mismos tirabolas, entre

los que se encontraba el mentado Camarón y sus amigos: El negro Kike, los

hermanos Talapo, Hugo Sonrisa, Wilbert el Negro, Will Güisquil, Chencho de la

Banda Plástica y otros. Camarón sabe que solo participando de este tradicional

combate puede sentirse cachimbón y digno de su raza. Y así lo hace, la lucha se

prolonga hasta como las diez de la noche, siempre hay quemados, aunque los

tirabolas siempre usan guantes y ropa gruesa. El juego mismo está unido a la

historia del pueblo, ya que según cuentan hace más de trescientos años el pueblo

ya existía, era una comunidad indígena asentada en las faldas del volcán de San

Salvador allá por el cerro Jabalí, cuando el volcán hizo erupción. Se pasó como un

mes expulsando enormes flatulencias azufradas teñidas de carboncillo, los

retumbes y temblores eran cada vez más intensos y continuos, hasta que una

lapidaria noche, la tierra se crispó y por la cima el volcán parió un engendro de

pequeñas islas voladoras enrojecidas y humeantes. En el negro cielo se abrió un

enorme boquete incandescente y luminoso, las verdes faldas del convulsionado

volcán se transformaron en un enorme río de feroces olas plasmáticas que

descendían enloquecidas como rápidos de la muerte. Rápidamente el pueblo quedo

enterrado por los ríos de lava. Los jefes de la cofradía tomaron a su santo patrono

San Jerónimo Dr. y comenzaron una peregrinación pasando por Quezaltepeque en

donde no los aceptaron, hasta que llegaron a las faldas del cerro Champantepec,

justo en el lindero de las haciendas Mapilapa y El Ángel. Lugar este favorecido con

la presencia de dos nacimientos de agua conocidos uno como el río Jhuído o San

Antonio, y el otro conocido como el río Tres Piedras. La Gente cuenta que cuando

se detuvieron en aquel lugar el santo se puso pesado y la cofradía lo interpretó como


que ese era el lugar elegido para asentar el nuevo pueblo: a los pies del cerro

Champantepec, popularmente conocido como “El cerro Chino”, por tener la punta

desmontada. Según la tradición oral, en aquel tiempo el pueblo fue bautizado como

Nixapa, que en lengua maya-pipil significa “Río de cenizas”, lo que luego se deformó

al castellano como Nejapa. Es del espectáculo de la erupción del volcán que se

origina la tradición de las bolas de fuego, que en sí no solo les recuerdan a las

gentes la cercanía de las fiestas patronales, sino el origen mismo del pueblo. En

aquel reubicado pueblo sembrado en una inmensa calle empedrada, limitado por el

cementerio en un extremo y los beneficios cafetaleros y el ingenio azucarero por el

otro, allí crecían los descendientes de los hombres del fuego, de los hombres del

maíz, de los hombres del añil. Es así que todavía persisten esos rasgos de la cultura

indígena resistiéndose a morir, aun cuando mucha de su gente quizá lo ignore. Se

conserva de esta manera tan inusual la tradición a pesar de las quemadas y la

televisión. Quemadas que después se lucen como tatuajes de la historia misma,

como marcas que no borra la ceniza, ni la espada. Así ese año le tocó a Camarón

en una de esas tiradas, su bola de fuego se desarmó y la tela encendida junto con

los alambres al rojo vivo se le enredaron en la cabeza, espalda, cara y manos. No

había forma de desenredarlo, así es que lo tuvieron que apagar con trapos gruesos

envolviéndolo de pies a cabeza. A los días se le vio a Camarón pensativo, como

asustado, tratando de entender, los signos de sus cicatrices y muy orgulloso de

haber superado la prueba y pensando en cómo amarrar mejor las bolas de fuego

para que el próximo año no se le desarmaran las de él.

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