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E n el campo de las ideas políticas y económicas escasean las novedades y abundan los conflictos
recurrentes. Una y otra vez volvemos sobre nuestros pasos para confirmar, como decía Unamuno,
que las únicas novedades hay que buscarlas en los clásicos.
Hace 40 años el sociólogo alemán Claus Offe publicó “Las contradicciones de la democracia
capitalista”, un artículo medular que vale la pena releerlo a la luz de esta “nueva” civilización inaugurada por
la pandemia.
Offe recordaba que, pese a las discrepancias ideológicas que mantenían, el liberalismo y el marxismo
tradicionales coincidían en sostener que el capitalismo -modo de producción basado en la propiedad privada
y organizado a través de mercados- y la democracia -sistema de representación política ampliada por el
sufragio universal- eran incompatibles.
El argumento obedecía a razones bastante sencillas de comprender. Por un lado, los liberales
decimonónicos (J. S. Mill o A. de Tocqueville, entre muchos otros) creían que la “libertad” era un logro
civilizatorio demasiado importante como para dejarlo librado a los caprichos “igualitaristas” de una ple be
ignorante que, sufragio mediante, podía devenir en una tiranía.
Por su parte Marx, en Las luchas de clases en Francia había concluido en que la burguesía no podía
sostener sino excepcionalmente la vigencia del sufragio universal porque, si lo hiciera permanentemente,
socavaría todos los cimientos mismos de la sociedad capitalista.
Durante buena parte del siglo XIX, liberales y marxistas coincidieron en la idea de que las reglas de
juego de los mercados y los derechos electorales ampliados no hacían buenas migas. Sin embargo,
señalaba Offe, el siglo XX planteó una perspectiva muy distinta sobre esta tensión: derrotados los regímenes
nazifascistas y consolidada la experiencia soviética -que los países de Europa occidental percibieron como la
nueva amenaza-, capitalismo y sufragio universal hallaron, a partir de la posguerra, una manera de
aceptable de coexistir bajo el paraguas común de la democracia liberal.
Pobreza
También hace 40 años, el economista bengalí Amartya Sen publicó un exhaustivo trabajo sobre la pobreza
por el cual, años más tarde, obtuvo el premio anual de economía del Banco de Suecia. En aquella obra (Poverty
and Famines: An Essay on Entitlements and Deprivation, Oxford, 1981) Sen estudió las hambrunas ocurridas en
Bengala (1943), Etiopía (1973) y Bangladés (1974), y concluyó que las mismas no se debieron a la excepcional
escasez de alimentos causadas por las sequías o las malas cosechas, sino a la existencia de barreras legales y
culturales que impedían el acceso de amplias franjas de la población a los alimentos.
Para Sen, las hambrunas que llevaron a la muerte a miles de personas se debieron a una distribución
asimétrica de derechos (entitlements) entre las personas, impidiendo así que ellas pudieran acceder a bienes
concretos con los cuales satisfacer sus necesidades más elementales.
Según la mirada de Sen, bengalíes y etíopes de las clases más pobres morían de inanición simplemente
porque carecían del derecho de propiedad sobre los alimentos o porque no podían influir en la fijación
de sus precios para poder acceder a ellos a través de las reglas de mercado.
Inflación mundial
El aumento de los precios de los principales bienes de consumo -sobre todo el de los alimentos- no
solo restringió notablemente al acceso de los sectores sociales más rezagados a las mínimas condiciones
vitales, sino que puso en relieve la determinación con la que las principales empresas del sector están
dispuestas a defender sus “titularidades” en desmedro de los derechos de los consumidores.
Este fenómeno no solo ocurre a nivel nacional -donde el precio de los alimentos aumentó, en
promedio, 50 por ciento en los últimos 12 meses-, sino también a nivel mundial. El último informe elaborado
por la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) señala que el índice
mundial del precio de los alimentos aumentó 32 por ciento en el último año y 25 por ciento el de los cereales.
Son, sin duda, índices impensados para un mundo que se había acostumbrado demasiado a la ausencia
de escenarios inflacionarios relevantes.
En Argentina, la combinación entre alimentos progresivamente inaccesibles, índices inéditos de
pobreza e indigencia y una permanente ofensiva política de los grupos de poder -a través de sus expresiones
políticas y mediáticas- sobre el Gobierno podría derivar en una situación socialmente explosiva.
El rechazo inicial de las principales empresas productoras de alimentos (Molinos Río de la
Plata, Ledesma y Arcor) a la decisión del gobierno de fijar precios máximos para los principales alimentos
de consumo popular durante 90 días puso en evidencia el tono en que se desarrollarás los dos conflictos que
se aquí se describen.
Otros factores
Frente a esa compleja situación no es consistente sostener que el control de precios resuelve el
problema de la inflación ni que garantiza la seguridad alimentaria, como tampoco lo es pensar que una
reducción drástica del déficit fiscal o de la emisión monetaria lo resolverá automáticamente, como sostiene
una y otra vez el mainstream económico.
Juegan, por cierto, otros factores muy variados e igualmente importantes: la intensidad de la puja
distributiva, los arreglos salariales, la velocidad de circulación del dinero en relación con la expansión de la
oferta de bienes, el cálculo de las expectativas, la recomposición de la demanda de dinero, las condiciones
externas, la evolución de los precios de los bienes transables. Y, sobre todo, juegan los diversos instrumentos
a los que se acude para resolver las tensiones emergentes de intereses y demandas en permanente
contradicción en una sociedad. Sobre esto último, la política tiene mucho más para decir que la
economía.
Tres rasgos de suma importancia caracterizan al actual momento que atraviesa la sociedad argentina:
fractura del diálogo democrático, titularidades enfrentadas y alimentos inaccesibles para amplios sectores de
la población.
Frente a la cerrada resistencia de los grupos más concentrados de la economía a negociar una mejor
distribución del ingreso o una ampliación de derechos, queda expuesto uno de los problemas más urgentes
y complejos que deberá enfrentar el Gobierno en los dos años de mandato que aún tiene por delante:
el dilema acerca de cuánto de su voluntad política está dispuesto a poner en juego -lo que significa tensar la
cuerda del conflicto con las elites dominantes- a cambio de garantizar que haya suficiente comida en la mesa
de cada familia.