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Prof.

Adriana Maggio 3°A

Artículo de divulgación científica

Las moscas también aprenden

Cuando los psicólogos experimentales plantean experimentos con animales, éstos

deben entenderse como un ejercicio de analogía, destinado a obtener un conocimiento

que pueda ser generalizado al ser humano (de otro modo sería complicado justificar la

utilidad práctica de los mismos).

Por eso, los animales escogidos en este tipo de investigaciones deben proporcionar,

además de un manejo sencillo y unas aptitudes determinadas para facilitar el proceso

experimental, una adecuada constitución psíquica y fisiológica que permita este

trasvase de información, desde los sujetos animales hasta el ser humano, el objeto de

estudio real. Los elegidos suelen ser mamíferos y aves, los considerados

"superiores" entre los vertebrados (aunque, desde el punto de vista de un

evolucionista entusiasta como yo, esta calificación no puede ser más desafortunada).

Sin embargo, otras especies con características muy distintas podrían servirnos para

indagar en los entresijos de la conducta. La estrella indiscutible en los laboratorios de

genética y biología, por ejemplo, es la famosa "mosca de la fruta", Drosophila

Melanogaster, cuyo imponente nombre le resultará probablemente familiar al lector.

Las características de este insecto lo convierten en el mejor amigo del investigador

biólogo: su ciclo vital es de muy corta duración (no viven más de una semana en

estado salvaje), con lo que podemos criar en poco tiempo docenas de generaciones

con cientos de individuos; su genoma es reducido (tan solo 4 pares de cromosomas,

frente a los 23 de la especie humana) y por eso mismo ha sido bien estudiado (fue

secuenciado completamente en el año 2000).

Estas propiedades hacen de Drosophila el sueño de todo "Dr. Frankenstein" con

ganas de estudiar cómo influyen las mutaciones genéticas en determinados ámbitos

de la vida y de la conducta (podemos aislar cepas mutantes, por ejemplo), y nos

permiten abordar fenómenos como el aprendizaje desde un enfoque genético o

bioquímico con gran libertad de acción, algo prácticamente impensable hoy por hoy

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con otras criaturas más complejas. Actualmente existen bastantes equipos

científicos trabajando en esta línea con moscas Drosophila (en España, Antonio

Prado Moreno y sus colaboradores de la Universidad de Sevilla parecen ir en la

vanguardia mundial).

La contrapartida evidente es el pronunciado salto evolutivo que separa a la mosca

Drosophila del Homo sapiens. Después de todo, el fílum de los artrópodos (al que

pertenecen los insectos) y el nuestro propio, el de los cordados, han evolucionado por

caminos independientes desde la "explosión de la vida" del periodo Cámbrico, hace

más de 550 millones de años, por lo que toda extrapolación de estos estudios ha de

ser tomada con cautela. Sin embargo, a nivel químico y genético, las semejanzas no

son desdeñables. Parece que por aquel entonces el funcionamiento básico del ADN y

los procesos de codificación cromosómica estaban ya bien establecidos, porque la

mayoría de los genes de Drosophila tienen sus homólogos en el genoma de los

mamíferos y funcionan de forma muy similar.

Ahora viene la gran pregunta: ¿Cómo vamos a investigar el aprendizaje en unas

criaturas tan extrañas para nosotros? Es relativamente fácil enseñar a una rata de

laboratorio a presionar una palanca para obtener un poco de comida, pero esta vez la

escala de tamaño y la distancia filogenética juegan en nuestra contra. Se nos hace

difícil, ciertamente, ponernos en el lugar de una cosa que vive bajo un exoesqueleto

quitinoso y muere a los pocos días de nacer... Precisamente es en estas situaciones

especiales donde los científicos demuestran su ingenio, y la verdad es que no les ha

faltado a la hora de proponer situaciones experimentales de aprendizaje para las

moscas. Veamos un par de ejemplos, recogidos en un artículo de Hitier, Petit, y Prèat

(2002):

Para comprobar la memoria visual de las moscas, el Dr. Martin Heisenberg ideó un

original sistema que podríamos llamar "simulador de vuelo", y que me parece un

ejemplo fantástico de cómo las situaciones complicadas se pueden resolver con

mucha imaginación. La mosca en cuestión se halla sujeta por un fino hilo de cobre

conectado a un sensor que puede detectar las torsiones del mismo.

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De este modo, cuando la mosca en suspensión vuela en una dirección determinada, la

torsión del hilo la delatará. Además, para infundir en nuestra pequeña amiga una

sensación de auténtico movimiento, una pantalla panorámica a su alrededor irá

girando para compensar sus cambios de dirección. Desde luego, ¡quién hubiera

pensado que harían falta dispositivos tan sofisticados para estudiar a una inocente

mosca de la fruta! Una vez colocada la mosquita en el "simulador", Heisenberg

dispuso dos estímulos visuales en posiciones distintas frente al sujeto, que consistían

en la figura de una T, bien derecha o bien invertida (boca abajo). En la fase de

entrenamiento, cada vez que la mosca volaba en dirección a una de las figuras en

concreto, una lámpara calentaba su abdomen produciéndole una sensación

desagradable (se trata de un condicionamiento aversivo).

Tras una serie de ensayos en los que la orientación hacia la figura escogida era

castigada de este modo, se pasaba a una fase de prueba, exactamente igual pero sin

estímulos aversivos, para comprobar si las moscas habían aprendido la lección. Así se

comprobó que los insectos escogían preferentemente la dirección que no había

sido asociada a la descarga. Efectivamente, parece ser que nuestras zumbantes

compañeras son capaces de asociar una determinada figura geométrica con un

peligro, aunque pasadas 24 horas sin recibir nuevo entrenamiento acaban por olvidar

esta asociación y vuelan indistintamente en cualquier dirección.

Otro procedimiento, bastante más frecuente en los laboratorios, es el de la llamada

"escuela de moscas", y nos sirve para descubrir la memoria olfativa de estos animales.

Las moscas de la fruta, como otros insectos, basan en el olfato todo su mundo social y

la mayor parte de sus actos de comunicación. Las mariposas nocturnas hembra pasan

toda la noche extendiendo por el aire determinadas sustancias llamadas feromonas

que, al llegar a los receptores químicos del macho, actúan como una llamada nupcial

irresistible. Otras feromonas pueden servir para reconocer a los miembros de la propia

especie, marcar el territorio o señalar fuentes de alimento, de modo que actúan como

las palabras de un insólito lenguaje químico, capaz de obrar maravillas de

organización social como las colmenas de abejas que intrigaron a Charles

Darwin.

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Es de esperar, por tanto, que el desempeño de un insecto en tareas que pongan a

prueba su capacidad para trabajar con el olfato será más que eficiente. Precisamente

para demostrarlo se idearon las primeras "escuelas de moscas" en los años setenta.

Una "escuela de moscas" es una construcción bastante más sencilla que la del

ejemplo anterior, y además proporciona conclusiones más sólidas al permitir el estudio

de poblaciones enteras de insectos a la vez. Tan sólo es necesario encerrar a un

grupo de moscas en un receptáculo por el que hacemos circular una corriente de aire

cargada de diferentes olores, y cuyas paredes son electrificables a voluntad del

experimentador (parece que la mayoría de los estudiosos que trabajan con moscas

prefieren los estímulos aversivos, por algo será). Y ahora se trata de ir emparejando

un olor concreto con la dolorosa sensación de la descarga eléctrica.

Una vez concluidos los ensayos de condicionamiento, en la fase de prueba se permite

a las moscas volar libremente entre dos estancias, cada una de ellas impregnada con

uno de los dos olores. La mayoría de ellas acaba por instalarse en el habitáculo del

olor no asociado con la descarga, demostrando que el aprendizaje ha tenido lugar.

Pero aún hay más. Dado que con este sistema podemos trabajar a la vez con

poblaciones de docenas de individuos, el procedimiento de la "escuela de moscas"

para el condicionamiento olfativo es útil para poner a prueba la capacidad

memorística de distintas cepas mutantes en las que determinado gen ha sido

desactivado, por ejemplo.

De este modo, podemos ver si las alteraciones genéticas y bioquímicas influyen de

algún modo en el proceso de aprendizaje y memorización, al comparar la proporción

de moscas mutantes que se quedan en el compartimento equivocado de la "escuela"

con la de las que hacen lo mismo de la variedad normal. Con este procedimiento se

han descubierto variedades "amnésicas" de Drosophila, como la cepa dunce, descrita

por Seymour Benzer en los setenta (Salomone, 2000) y que nos reveló importante

información acerca de ciertas moléculas necesarias para aprender y retener cualquier

asociación.

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Si el futuro de la investigación psicológica y neurológica del aprendizaje pasa

inevitablemente por el estudio de los genes y las biomoléculas (como muchos

románticos nos tememos), entonces estos humildes dípteros pueden representar una

buena oportunidad para ir empezando el trabajo. Y por eso merecen nuestro

agradecimiento. Como mínimo

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